El Monstruo Arrastrado a la Luz

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English: The Monster Dragged to Light

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Por Charles H. Spurgeon sobre Pecado Que Vive Adentro
Una parte de la serie Metropolitan Tabernacle Pulpit

Traducción por Allan Aviles


"Sino que el pecado, para mostrarse pecado, produjo en mí la muerte por medio de lo que es bueno, a fin de que por el mandamiento el pecado llegase a ser sobremanera pecaminoso." Romanos 7:13

"Los filósofos han medido las montañas,
Han sondeado las profundidades de los mares,
de los estados y de los reyes,
Han caminado con un báculo rumbo al cielo
y han seguido la pista de las fuentes:
Pero hay dos cosas vastas y espaciosas,
Particularmente necesarias que medir:
Y muy pocos se ocupan de hacerlo: el Pecado y el Amor."

Así cantó George Herbert, ese dulce y santo poeta, y de una de esas "dos cosas vastas y espaciosas" vamos a hablar el día de hoy: del pecado. Que el Espíritu Santo dirija nuestro pensamiento y nuestro discurso mientras nos sumergimos de inmediato al propio centro de nuestro tema, apegándonos a las palabras de nuestro texto.

I. Nuestro primer punto a considerar en este día será que, PARA MUCHOS HOMBRES, EL PECADO NO SE MUESTRA PECADO; ay, y en todos los hombres, en su ceguera natural, hay una ignorancia en cuanto a lo que es el pecado. Se necesita el poder de la omnipotencia divina, la voz de esa misma Majestad que dijo: "sea la luz," y fue la luz, para iluminar la mente humana, o de lo contrario permanecerá en tinieblas en cuanto a una buena parte de su pecado real, y el profundo mal mortal que va ligado al pecado.

El hombre, con una vil perversidad de engaño, permanece contento con una idea errónea de él; sus obras son malvadas y no quiere venir a la luz para no saber más acerca de ese mal de lo que desea saber. Más aún, el poder de la autoestima es tal que aunque el pecado abunda en el pecador, no quiere ser llevado a sentir o confesar su existencia. Hay hombres en este mundo hundidos hasta el cuello en la iniquidad, que nunca sueñan haber cometido otra cosa peor que unas pequeñas faltas. Hay personas cuyas almas están tan saturadas de pecado que han llegado a ser como la lana colocada en un tinte escarlata; sin embargo, ellos se ven a sí mismos tan blancos como la nieve. Esto se debe en parte a ese embotamiento de conciencia que es el resultado de la caída.

Aunque he oído diez mil veces que la conciencia es el viceregente de Dios en el alma del hombre, nunca he podido suscribirme a ese dogma. No es tal cosa. En muchas personas la conciencia está pervertida, en otras queda únicamente un fragmento de conciencia, y en todas las personas es falible y sujeta a aberraciones. En todos los hombres la conciencia es un asunto de grados que depende de la educación, del ejemplo y del carácter previo; es un ojo del alma, pero frecuentemente es un ojo débil y miope, y siempre necesita la luz de arriba, pues de lo contrario sólo se burla del alma.

La conciencia es una facultad de la mente, que, como todas las demás, ha sufrido un serio daño por causa de nuestra depravación natural, y de ninguna manera es perfecta. Es únicamente el entendimiento actuando sobre temas morales; y en relación a esos asuntos, a menudo toma lo amargo por dulce y lo dulce por amargo, las tinieblas por luz y la luz por tinieblas. Con toda probabilidad no hay nadie, aun entre los hombres regenerados, que entienda con plenitud el mal del pecado, ni tampoco lo habrá, hasta tanto no seamos perfectos en el cielo; y entonces, cuando veamos la perfección de la santidad divina, vamos a entender qué cosa tan negra era el pecado. Los hombres que han vivido una vida subterránea no saben cuán oscura es la mina, ni pueden saberlo hasta que salen al deslumbramiento de un mediodía de verano.

En una gran medida, nuestra incapacidad de ver el pecado como pecado surge de la suma falsedad tanto del pecado como del corazón humano. El pecado asume las formas más brillantes de la misma manera que Satanás se viste como ángel de luz. Tal cosa como que la iniquidad camine abiertamente en su propia desnudez se ve raramente; de la misma manera que Jezabel, atavía su cabeza y pinta su rostro. Y, ciertamente, al corazón le gusta que así sea y está ávido de ser engañado. Si podemos, minimizamos nuestras faltas. Todos tenemos una vista muy rápida para percibir algo que, si no excusa plenamente nuestra falta, de todas maneras previene que sea colocada en la categoría de una atrocidad de primera clase.

Algunas veces no queremos entender el mandamiento; no queremos conocer su fuerza ni su rigurosidad; es demasiado penetrante y agudo, y nosotros tratamos de anular su filo, y si podemos encontrar un significado más moderado para ese mandamiento, nos agrada hacerlo. "Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso;" de aquí que invente mil falsedades.

Puesto que el carácter engañoso del pecado es muy grande, ya que se adorna a sí mismo con los colores de la justicia, y hace que los hombres crean que están agradando a Dios cuando lo están ofendiendo, así también el hombre se engaña a sí mismo con avidez, y, como el necio en los Proverbios de Salomón, está listo para seguir al adulador.

En la mayoría de los hombres, el hecho que no vean que el pecado es pecado, surge de su ignorancia de la espiritualidad de la ley. Los hombres leen los diez mandamientos y suponen que no contienen otra cosa que su sentido superficial. Por ejemplo, si leen: "No matarás," de inmediato dicen: "yo nunca he quebrantado esa ley." Pero ellos olvidan que quien odia a su hermano es un asesino, y que la ira injusta es una clara violación del mandamiento. Si yo voluntariamente hago cualquier cosa que tienda a destruir o acortar la vida, ya sea la mía o la de mi prójimo, estoy quebrantando el mandamiento.

Un hombre descubre que está escrito: "No cometerás adulterio." "Bien, bien," dice, "yo estoy limpio en esto." De inmediato se protege tras la suposición que él es la castidad misma. Pero si le es dado entender que el mandamiento toca el corazón, y que una mirada licenciosa es adulterio, y que aun un deseo de hacer aquello que es perverso condena el alma, entonces inmediatamente ve todas las cosas bajo una luz diferente, y ve que es pecado aquello que nunca lo había atribulado antes.

Comúnmente, ay, universalmente, hasta que el Espíritu de Dios no venga al alma, existe una total ignorancia en relación a lo que significa la ley, y los hombres dicen con un corazón ligero: "Señor, ten misericordia de nosotros, e inclina nuestros corazones para que guarden esta ley;" mientras que si la conocieran, dirían: "Señor, ten misericordia de nosotros, y límpianos de nuestras infracciones de una ley que no podemos guardar, y que para siempre nos habrá de condenar mientras permanezcamos bajo su poder."

Así ustedes ven unas cuantas razones del por qué el pecado no se manifiesta al inconverso en su verdadera luz, sino que más bien engaña a las mentes impenitentes y saturadas de su justicia propia. Este es uno de los resultados más deplorables del pecado. Nos lesiona mayormente al quitarnos la capacidad de saber hasta qué punto estamos lesionados. Mina la constitución del hombre, y sin embargo lo conduce a jactarse de una salud de hierro; lo convierte en un mendigo y sin embargo le dice que es rico; lo desnuda y sin embargo lo hace gloriarse de sus vestiduras imaginarias. En esto se parece a la esclavitud, que, gradualmente va carcomiendo el alma y hace que el hombre se contente con sus cadenas. A la larga la servidumbre degrada al hombre, de tal manera que al final olvida la miseria de la esclavitud y la dignidad de la libertad, y es incapaz de dar el paso al frente cuando una hora feliz le ofrece la oportunidad de la liberación.

El pecado, al igual que la helada mortal de las regiones nórdicas, entumece a su víctima antes de matarla. El hombre está tan enfermo que se imagina que su enfermedad es salud, y juzga que los hombres sanos viven bajo engaños mortales. Ama al enemigo que lo destruye y abriga en su pecho a la víbora cuyos colmillos causarán su muerte.

La cosa más infeliz que le puede ocurrir a un hombre es que sea pecador y juzgue su condición de pecador como justa. El católico romano avanza hacia el altar y se inclina ante una pieza de pan; pero él no siente que está cometiendo idolatría; no, él cree que está actuando de una manera encomiable. El perseguidor persiguió a su prójimo hasta la prisión y la muerte, pero pensaba que verdaderamente estaba prestando un servicio a Dios. Tú y yo podemos ver la idolatría del católico romano, y el asesinato cometido por el perseguidor, pero las propias personas culpables no lo ven. El hombre colérico se imagina estar justamente indignado, el hombre ambicioso está orgulloso de su propia prudencia, el incrédulo se goza en su independencia de mente; estos son los aspectos bajo los que se presenta a sí misma la iniquidad ante quienes están ciegos espiritualmente.

Allí precisamente se encuentra el mal del pecado, en que desvirtúa la balanza mediante la cual el alma discierne entre el bien y el mal. ¡Qué horribles seres deben haber sido aquellos que hundían un barco cargado con almas vivientes, y luego, mientras oían los alaridos y los gritos pidiendo ayuda, podían alejarse de ellos dejándolos que perecieran en las sobrecogedoras aguas! A qué niveles inhumanos deben haber caído para poder hacer tal cosa. El naufragio del barco es difícilmente más espantoso que el hundimiento de todo sentido moral y de humanidad de aquellos que abandonaron a la muerte a cientos de personas, cuando pudieron haberlas salvado.

Ser capaz de apuñalar a un hombre sería algo horrible; pero, ser tan perverso que después de apuñalarlo no se sienta haber cometido algo malo, sería todavía algo peor; sin embargo con cada acto de pecado, viene una medida de endurecimiento del corazón, de tal forma que quien es capaz de grandes crímenes es usualmente incapaz de saber que lo son. En los impíos esta influencia pestilente es muy poderosa, conduciéndolos a clamar "paz, paz," donde no hay ninguna paz, y a rebelarse contra el Dios santísimo sin ningún temor ni compunción.

Y, ay, puesto que inclusive en los santos todavía permanece la vieja naturaleza, ni siquiera ellos están completamente libres del poder oscurecedor del pecado, pues no dudo en afirmar que todos nosotros inconscientemente nos permitimos involucrarnos en prácticas que una luz más clara nos mostraría como pecados. Inclusive los mejores hombres han hecho esto en el pasado. Por ejemplo, John Newton, cuando comerciaba con esclavos en su juventud, parece que nunca sintió que había algo malo en ello; y cuando Whitefield aceptaba esclavos para su orfanatorio en Georgia, nunca se preguntó ni soñó preguntarse si la esclavitud era en sí misma pecaminosa.

Tal vez la luz progresiva mostrará que muchos de los hábitos y costumbres de nuestra presente civilización son esencialmente malos, y nuestros nietos se preguntarán cómo pudimos haber actuado de la manera que lo hicimos. Se pueden necesitar siglos antes que la conciencia nacional, o aun la conciencia cristiana común, sean iluminadas en cuanto a la verdadera medida de lo correcto; y el hombre individual puede necesitar mucha corrección y reprensión del Señor antes de que pueda discernir plenamente entre el bien y el mal.

Oh, tú demonio, pecado, se comprueba que eres pecado por la violencia con que nos engañas así. No sólo nos envenenas, sino que haces que nos imaginemos que nuestro veneno es una medicina; tú nos manchas y nos haces creer que nos hemos vuelto más hermosos; nos asesinas y nos haces soñar que estamos gozando de la vida.

Hermanos míos, antes que podamos ser restaurados a la santa imagen de Cristo, que es la meta de cada cristiano, debemos ser enseñados a conocer que el pecado es pecado: y debemos recibir una restauración de la blandura de conciencia que habría sido nuestra de no haber caído nunca. Una medida de este discernimiento y blandura de juicio nos es otorgada en la conversión; pues la conversión, sin esos componentes, sería imposible. ¿Cómo puede arrepentirse un hombre de eso que no sabe que es pecado? ¿Cómo se va a humillar ante Dios en relación a eso que no reconoce que sea malo a los ojos de Dios? Tiene que ser iluminado. El pecado debe serle presentado como pecado. Es más, el hombre no renunciará a su justicia propia hasta que pueda ver su propia pecaminosidad. Mientras él se crea justo, abrazará esa justicia, y estará ante Dios con los clamores del fariseo: "Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres." Mientras sea posible que nademos sobre las balsas de nuestra justicia propia, nunca nos subiremos al bote salvavidas de la justicia de Cristo. Sólo podemos ser conducidos a la gracia inmerecida por la pura presión del mal tiempo; y mientras nuestra barca que está haciendo agua nos mantenga a flote, nos aferraremos a ella.

Es un milagro de la gracia hacer que un hombre se vea a sí mismo de tal manera que se desprecie, y confiese la imposibilidad de ser salvado por medio de sus propias obras. Sin embargo, hasta que esto no se realice, la fe en Jesús es imposible; pues ningún hombre mirará a la justicia de otro mientras esté satisfecho con su propia justicia; y todo mundo cree que tiene una justicia propia hasta que ve al pecado en su nativa fealdad. A menos que el pecado te sea revelado como un mal sin límites, independientemente de quién seas, donde Dios y Cristo están, tú no puedes venir. Tienes que ser llevado a ver que tu corazón exhala el mal, que tu vida pasada ha sido corrompida por la iniquidad; y también te deben enseñar que este mal tuyo no es algo sin importancia, sino una cosa monstruosa y horrible. Deben ser llevados a aborrecerse a ustedes mismos como en la presencia de Dios, pues de lo contrario nunca acudirán a la sangre expiatoria para su limpieza. A menos que el pecado sea visto como pecado, la gracia nunca será vista como gracia, ni Jesús será visto como Salvador, y sin ésto la salvación es imposible.

Entonces aquí dejamos este importante punto; dando testimonio otra vez que para el hombre natural el pecado no se muestra pecado; y que, por lo tanto, debe ser llevada a cabo en él una obra de gracia para abrir sus ojos que no ven, pues de lo contrario no puede ser salvo. Estos no son enunciados suaves, ni palabras hermosas, sino duras verdades: que el Espíritu Santo conduzca a muchos corazones a sentir cuán tristemente verdaderas son.

II. Esto nos lleva a nuestra segunda consideración: DONDE EL PECADO ES VISTO MÁS CLARAMENTE, SE MUESTRA PECADO: su aspecto más terrible es su propia naturaleza. El pecado, en su peor grado se muestra pecado. ¿Les parece que me estoy repitiendo a mí mismo? ¿Les parece que esta expresión es una simple trivialidad? Entonces no puedo evitarlo, pues el texto lo establece así; y yo sé que ustedes no despreciarán el texto. Pero ciertamente hay un profundo significado en la expresión, "el pecado, para mostrarse pecado," como si el apóstol no pudiera encontrar otra palabra que fuera terriblemente descriptiva del pecado excepto su propio nombre. Él no dice: "el pecado, para mostrarse como Satanás." No, pues el pecado es peor que el diablo, pues hizo que el diablo fuera lo que es. Satanás, como una existencia es criatura de Dios, y el pecado nunca fue criatura de Dios; su naturaleza y origen son completamente aparte de Dios. El pecado es todavía peor que el infierno, pues es el aguijón de ese terrible castigo.

Anselmo solía decir que si el infierno estuviera de un lado y el pecado del otro, hubiera preferido saltar al infierno que pecar voluntariamente contra Dios. Pablo no dice: "el pecado, para mostrarse locura." Ciertamente es demencia moral, pero es con mucho, peor que eso. Es tan malo que no hay nombre para él excepto el suyo propio. Uno de nuestros poetas que quería mostrar cuán malo es visto el pecado en la presencia del amor redentor, sólo pudo decir:

"Al explorar la heridas de Cristo,
El pecado se muestra tal como es."

Si necesitan un ejemplo de lo que se quiere decir, podemos encontrar uno en Judas. Si quisieran describir a Judas, podrían decir que fue un traidor, un ladrón, y uno que entregó sangre inocente, pero terminarían diciendo "fue un Judas;" eso les da todo en uno: nadie podría igualarlo en vileza. Si quisieran que un hombre sintiera un horror por el asesinato, no querrían que el asesinato se le mostrase como homicidio accidental, o como destrucción de la vida, o como simple crueldad, sino que ustedes querrían que se mostrase como asesinato; no podrían usar una expresión más fuerte.

Entonces aquí, cuando el Señor enfoca la potente luz de Su eterno Espíritu sobre el pecado y lo revela en toda su fealdad y contaminación, se muestra no sólo como discordia moral, desorden, deformidad, o corrupción, sino ni más ni menos como pecado. "El pecado," dice Thomas Brooks, "es la única cosa que Dios aborrece, llevó a Cristo a la cruz, condena las almas, cierra el cielo, y además puso los cimientos del infierno."

Hay personas que ven al pecado como una desgracia, pero esto se queda muy corto de la perspectiva correcta y ciertamente muy lejos de ella. Cuán comúnmente escuchamos que un tipo de pecador es llamado "un desafortunado." Esto indica una moralidad muy laxa. Verdaderamente es una calamidad ser un pecador, pero es algo más que una calamidad; y quien sólo ve al pecado como su desgracia, no lo ha visto como corresponde para ser salvado. Otros han llegado a verlo como una necedad, en la medida que pueden ver correctamente, y para ellos cada pecador es un necio. Necio es el propio nombre que Dios da a un pecador; es comúnmente usado a lo largo del libro de los Salmos. Pero con todo eso, el pecado es más que necedad. No es una simple falta de entendimiento o juicio equivocado, es una elección voluntaria y a sabiendas del mal, que contiene en él cierta malicia contra Dios que es bastante peor que la estupidez. Ver el pecado como necedad es algo bueno, pero no es algo que contenga gracia ni algo que salve.

Algunos, también, han considerado que ciertos pecados son crímenes, pero sin embargo no los han considerado como pecados. Nuestro uso de la palabra "crimen" es significativo. Cuando una acción hace daño a nuestro prójimo, la llamamos un crimen, y cuando únicamente ofende a Dios, la nombramos un pecado. Si yo los llamara criminales, se molestarían conmigo; pero si yo los llamo pecadores, no se enojarían para nada; porque ofender al hombre es algo que no quisieran hacer, pero para muchas personas ofender a Dios es algo sin importancia, escasamente digno de nuestra mínima atención. La naturaleza humana se ha pervertido tanto que si los hombres se dan cuenta que han quebrantado leyes humanas, se sienten avergonzados, pero la violación de un mandamiento que sólo afecta al Señor mismo, no les causa mayor preocupación.

Si robáramos, o mintiéramos, o golpeáramos a alguien, nos daría mucha vergüenza, y en efecto debemos sentir vergüenza; pero, con todo ello, esa vergüenza no sería una obra de gracia. El pecado debe mostrarse como pecado contra Dios, ese es el punto; debemos decir con David: "Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos." Conjuntamente con el hijo pródigo debemos clamar: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo." Esa es su verdadera perspectiva. El Señor nos lleva a confesar nuestras transgresiones de esa manera.

Y aquí pongan mucha atención un minuto o dos. Piensen cuán odioso es el pecado. Amados hermanos, nuestras ofensas se cometen contra una ley que tiene su base en lo recto. Es santa, y justa, y buena; es la mejor ley que se pueda concebir. Quebrantar una mala ley puede ser más que excusable, pero no puede haber ninguna excusa para la transgresión cuando el mandamiento es digno de ser alabado en la conciencia del hombre. No hay ni un solo mandamiento en la Palabra de Dios que sea duro, arbitrario, o innecesario.

Si nosotros mismos fuéramos perfectos en santidad e infinitamente sabios, y tuviésemos que escribir una ley, habríamos escrito precisamente la ley que Dios nos ha dado. La ley es justa para nuestro prójimo y de beneficio para nosotros mismos. Cuando prohibe algo, no hace sino poner señales de peligro allí donde existe un peligro real para nosotros. La ley es un tipo de policía espiritual que nos protege del mal; los que quebrantan la ley se lesionan a sí mismos.

El pecado es algo falso, ruin, hace mal por todos lados, y no trae ningún bien a nadie. No tiene ninguna característica redimible, es el mal, únicamente el mal, continuamente el mal. Es perverso, disoluto, sin propósito, un inútil rechazo de aquello que es bueno y recto, y está a favor de lo que es ignominioso y pernicioso.

También debemos recordar que la ley divina es obligatoria para los hombres por el derecho y la autoridad del Legislador. Dios nos ha creado, ¿no debemos servirle? Nuestra existencia es prolongada por su bondad, nosotros no podríamos vivir ni un instante sin Él: ¿no debemos obedecerle? Dios es superlativamente bueno, nunca nos ha hecho ningún daño, siempre ha querido nuestro beneficio y nos ha tratado con una bondad ilimitada. ¿Por qué habríamos de insultarlo voluntariamente quebrantando leyes que Él tenía el derecho de establecer, y que ha hecho para nuestro bien? ¿Acaso no es vergonzoso hacer eso que Él odia, cuando no hay nada que ganar con ello, y ninguna razón para hacerlo?

Cómo quisiera que cada corazón pudiera escuchar esa lamentación quejumbrosa del Señor; es una condescensión maravillosa que Él se describa a Sí mismo como expresándola: "El buey conoce a su dueño, y el asno el pesebre de su señor; Israel no entiende, mi pueblo no tiene conocimiento." Esa otra palabra de súplica es igualmente patética, aquella donde el Señor contiende y clama: "No hagáis esta cosa abominable que yo aborrezco."

Toda Su ternura con la que ha actuado para con nosotros, como un padre para con su hijo, la hemos vuelto contra Él y hemos abrigado a Su enemigo; hemos encontrado nuestro placer agraviándolo, y hemos llamado cargas a Sus mandamientos y un fastidio Su servicio. ¿No nos arrepentiremos de eso? ¿Acaso podemos continuar actuando tan ruinmente? Hoy, mi Dios, yo odio el pecado no porque me condene, sino porque te ha ofendido. Haber ofendido a mi Dios es la peor aflicción para mí. El corazón regenerado por gracia siente una profunda simpatía por Dios en relación al tratamiento ingrato que ha recibido de parte nuestra. El corazón clama: "¿Cómo pude haberle ofendido? ¿Por qué he tratado a un Dios tan lleno de gracia de una manera tan deshonrosa? Él me ha hecho bien y no mal, ¿por qué lo he desdeñado?" Si el Eterno hubiera sido un tirano y si Sus leyes hubiesen sido despóticas, podría imaginar algo de dignidad en una rebelión contra Él; pero viendo que es un Padre lleno de ternura y dulzura, cuya misericordia no tiene medida, el pecado contra Él es sumamente pecaminoso.

El pecado es algo peor que bestial, pues las bestias sólo devuelven mal por mal; es demoníaco, pues devuelve mal por bien. El pecado levanta nuestro talón contra nuestro benefactor; es vil ingratitud, traición, odio sin motivo, desprecio a la santidad, y una preferencia por aquello que es bajo y rastrero. ¿Pero, adónde voy? El pecado es pecado, y en esa palabra lo he dicho todo.

Parecería que Pablo hizo el descubrimiento del pecado como pecado a través de la luz de uno de los mandamientos. Él nos proporciona un pequeño fragmento de su propia biografía, que es muy interesante notar. Pablo dice: "porque tampoco conociera la codicia, si la ley no dijera: No codiciarás." Me parece que cuando Pablo fue abatido de su cabalgadura, camino de Damasco, el primer pensamiento que le vino fue: "este Jesús que yo he estado persiguiendo, es después de todo el Mesías y Señor de todo. Oh, horror de horrores, he guerreado ignorantemente en contra suya. Él es Jesús, el Salvador que salva de los pecados, pero ¿qué son mis pecados? ¿Dónde he ofendido contra la ley?" En su solitaria ceguera su mente recorrió involuntariamente los diez mandamientos; y mientras consideraba cada uno de ellos con su pobre juicio iluminado a medias, exclamó: '¡yo no he quebrantado ése! ¡Yo no he quebrantado ése!' hasta que al fin llegó a ese mandamiento, "No codiciarás," y en un momento, como si un relámpago hubiera partido en dos la sólida oscuridad de su espíritu, Pablo vio su pecado, y confesó que había sido culpable de deseos desordenados. Él no hubiera conocido la codicia si la ley no dijera: "No codiciarás." Ese descubrimiento quitó el velo de todos sus demás pecados; el orgulloso fariseo se convirtió en un penitente humilde, y quien hasta ese momento se creía intachable exclamó: "Yo soy el primero de los pecadores."

Yo le ruego a Dios que por algún medio envíe ese mismo rayo de luz a cada alma que lea ésto, si todavía esa alma no ha sido penetrada por la luz. Oh, mis lectores, yo le suplico al Señor que les permita ver el pecado como pecado, y así los guíe a Jesús como el único Salvador.

III. Voy a necesitar su mejor atención para el tercer punto, que es éste: LA PECAMINOSIDAD DEL PECADO SE VE MÁS CLARAMENTE EN SU CAPACIDAD DE PERVERTIR LAS MEJORES COSAS PARA PROPÓSITOS LETALES. Así dice el texto: "El pecado, para mostrarse pecado, produjo en mí la muerte por medio de lo que es bueno." Es evidente que nosotros somos atrozmente depravados, puesto que hacemos el peor uso concebible de las mejores cosas. Aquí está la ley de Dios, que fue ordenada para vida, pues "el hombre que haga estas cosas, vivirá por ellas," pero que es desobedecida intencionalmente, de tal forma que el pecado convierte a la ley en un instrumento de muerte.

Y hace todavía algo peor. El pecado que está en nosotros, cuando oye el mandamiento, de inmediato resuelve quebrantarlo. Es una extraña propensión perversa de nuestra naturaleza, que hay muchas cosas que de otra manera no nos deberían importar, que codiciamos de inmediato tan pronto como son prohibidas. ¿Han notado alguna vez, aun en relación a la ley de los hombres, que cuando se prohibe una cosa, las personas comienzan a desearla? Yo no recuerdo, en todos los años que he vivido en Londres, ningún anhelo de las multitudes para sostener reuniones en Hyde Park hasta que se hizo el intento de mantenerlas alejadas, y entonces, de inmediato, todas las vallas que se habían puesto fueron desmontadas, y se apropiaron del terreno. Desde entonces el parque ha sido un campo de batalla. Si nunca se hubiera interferido con la libertad de expresión, como ocurrió, (algo muy imprudente), nadie se hubiera preocupado por arengar junto al árbol del Reformador o junto a cualquier otro árbol. La gente hubiera dicho: "¿Cuál es el objeto de arrastrarse en medio del lodo por millas, si podemos reunirnos confortablemente en un salón debidamente cubierto?" Pero debido a que se les impidió hacerlo, entonces resolvieron rebelarse. Eso mismo sucede con nuestra naturaleza común, da coces contra las restricciones: ¡si no debemos hacer algo, entonces lo haremos!

Aun antes que cayera nuestra madre Eva, ella se sintió atraída al árbol prohibido y la atracción en sus hijos y en sus hijas caídos es aun más poderosa; como por un impulso común nos alejamos del camino señalado, y destruímos vallados para saltar a los campos que nos rodean para nuestro mal. La ley no es sino la señal de rebelión para nuestra naturaleza depravada. El pecado es ciertamente un monstruo que hace de una ley preventiva un incentivo para la rebelión. Descubre el mal por medio de la ley, y luego se vuelve a él y clama: "mal sé tú mi bien."

Esto está lejos de ser el único caso en el que el bien es convertido en mal por medio de nuestro pecado. Yo podría mencionar muchos otros casos. Entonces, muy brevemente, ¡cuántos no hay que convierten la abundante misericordia de Dios, según es proclamada en el Evangelio, en una razón para pecar más! El predicador se deleita en decirles en el nombre de Dios que el Señor es un Dios presto para perdonar y deseoso de otorgar misericordia a los pecadores, y que cualquiera que crea en Jesús recibirá perdón de inmediato. ¿Qué dicen estos hombres? "Oh, si es tan fácil ser perdonado, sigamos pecando. Si la fe es un asunto tan sencillo, pospongámosla para algún momento futuro." ¡Oh, qué argumento tan vil y cruel! ¡Inferir mayor pecado del amor infinito! ¡Debería llamarlo razonamiento diabólico, pues eso es lo que es, hacer de la propia bondad de un Dios lleno de gracia, una razón para continuar ofendiendo! ¿Acaso será que entre más ame Dios, ustedes odiarán más? ¿Acaso entre mejor sea Él, ustedes serán peores? ¡Vergüenza! ¡Vergüenza!

Entonces, nuevamente, hay individuos que se han entregado a un pecado muy grande, y muy afortunadamente han escapado de las consecuencias naturales de ese pecado, y ¿qué infieren de esta clemencia de parte de Dios? Dios ha sido muy paciente y misericordioso con ellos; y, por lo tanto, ellos lo desafían de nuevo, y regresan presuntuosamente a sus hábitos anteriores. Ellos sueñan que tienen inmunidad para transgredir, y aun se jactan que Dios nunca los castigará, sin importar cómo actúen.

El pecado se muestra pecado, ciertamente, cuando la paciencia que debe llevar al arrepentimiento es considerada como una licencia para ofender aún más. ¡Qué maravilla que el Eterno no aplaste a Sus enemigos de inmediato, cuando consideran que Su paciencia es debilidad, y hacen de Su misericordia la base para desobedecer más!

Miren de nuevo a miles de prósperos pecadores cuyas riquezas les sirven de medios para pecar. Ellos tienen todo lo que el corazón pueda desear, y en vez de estar doblemente agradecidos con Dios, son orgullosos e insensatos, y no se niegan ninguno de los placeres del pecado. Las bendiciones confiadas a ellos se vuelven sus maldiciones, porque ellos ministran su arrogancia y mundanalidad. Ellos hacen la guerra contra Dios con armas de su propia armería; ellos son consentidos por la providencia, pero luego ellos consienten más sus propios pecados. La abundancia de pan demasiado a menudo engendra menosprecio hacia Dios. Cuando los hombres son elevados, luego miran hacia abajo a la religión y hablan orgullosamente en contra del pueblo de Dios, y aun en contra del propio Señor. Con el alimento en sus bocas blasfeman en contra de su benefactor, y con la riqueza que es el préstamo de Su caridad, ellos compran los viles placeres de iniquidad. Esto es horrible, pero es así, entre más Dios da al hombre, el hombre odia más a su Dios, y aquel hacia quien Dios multiplica Sus misericordias, lo agradece multiplicando sus transgresiones.

Recuerdo en nuestro martirologio Bautista la historia de uno de los bautistas de Holanda que escapaba de sus perseguidores. Un río estaba congelado, y el buen hombre lo atravesó con seguridad, pero su enemigo era de mayor peso y el hielo cedió bajo sus pies. El bautista, como un hijo de Dios que era, se volvió y rescató a su perseguidor justo en el momento que estaba hundiéndose bajo el hielo hacia una muerte cierta. ¿Y qué hizo el desdichado? Tan pronto estuvo seguro en la orilla, agarró al hombre que había salvado su vida, y lo arrastró a la prisión, de donde salió sólo para que lo mataran. Nos sorprendemos ante tal crueldad; nos indignan tales viles retribuciones; pero las retribuciones que los impíos hacen a Dios son más viles aún.

Me sorprende, mientras les estoy hablando, me sorprende que pueda hablar con tanta calma acerca de un tema tan terriblemente humillante; y recordando nuestras vidas pasadas, y nuestra continua ingratitud con Dios, me maravillo que no convirtamos este lugar en un vasto Boquim o lugar de llanto, y que mezclemos nuestras lágrimas en un diluvio con expresiones de profunda vergüenza y autoaborrecimiento por nuestros tratos con Dios.

El mismo mal es manifestado cuando el Señor revela Su justicia y emite amenazas. Cuando se predica un sermón amenazador, escucharán que algunos hombres afirman a la salida, después de oír un sermón así, a pesar de que el predicador haya hablado con mucho afecto: "Ya no vamos a tolerar más esta predicación acerca del fuego del infierno, estamos cansados y preocupados con estas amenazas de juicio."

"Tus juicios, también, inconmovibles oyen,
¡Asombroso pensamiento!, quienes al diablo temen.
El bien y la ira en vano se combinan,
Sus corazones están completamente endurecidos."

Pon a prueba al hombre con la ternura de Dios, y háblale del amor de Dios, y más bien será endurecido, pues el Evangelio endurece a algunos hombres y se convierte en olor de muerte para muerte para muchos. ¡Oh, pecado, tú eres ciertamente pecado al hacer del Evangelio de salvación una razón para una condenación más profunda!

Cuando abundan grandes juicios en la tierra, no pocos de los impíos se vuelven más insolentes contra Dios, y aun hablan mal de Él como un tirano. El fuego que debe derretirlos sólo logra hacerlos más duros. Ellos desafían los terrores de Dios, y al igual que faraón preguntan: "¿Quién es Jehová?"

Hemos conocido personas en medio de la adversidad: muy pobres y muy enfermas, que debieron haber sido conducidas a Dios debido a su dolor, pero en vez de eso se han vuelto desdeñosas de toda religión y se despojan de todo temor de Dios. Han actuado como Acaz de quien está escrito: "Además el rey Acaz en el tiempo que aquél le apuraba, añadió mayor pecado contra Jehová." La vara no los ha separado del pecado, sino que por los latigazos se han hundido en un peor estado. Su medicina se ha vuelto su veneno. Entre más se ha podado el árbol, menos fruto ha producido. El arado sólo ha tornado el campo más estéril. Eso que a menudo ha demostrado ser tan grande bendición para los creyentes, ha sido un total desperdicio en ellos. ¿Por qué habrían de ser golpeados todavía más? Debido a eso se rebelarán más y más.

Un ejemplo muy singular de la perversidad del corazón es el hecho que la familiaridad con la muerte y la tumba a menudo endurece el corazón, y nadie se vuelve más duro que los sepultureros y los que cargan a los muertos a sus tumbas. Los hombres pecan abiertamente cuando los sepulcros se abren ante ellos. Es posible trabajar entre los muertos y sin embargo ser tan salvaje como el hombre poseído por un demonio en el día de nuestro Señor, que habitaba en medio de las tumbas.

Los egipcios estaban acostumbrados a celebrar sus festivales desenfrenados en la presencia de un cadáver, no para moderar su alegría, según han dicho algunos, sino para volverse más licenciosos, glotones, y borrachos, ya que pronto morirían. Los ataúdes y los sudarios deberían ser buenos sermones, pero muy pocas veces lo son para quienes los ven todos los días. En los tiempos cuando el cólera ha brotado con furor, y en las estaciones cuando la peste se ha llevado a miles en los tiempos antiguos, muchos hombres no han sido ablandados para nada, sino que se han endurecido en la presencia del horrendo mensajero, y aun se han burlado de él. Hervey descubre santas "meditaciones en medio de las tumbas," pero los hombres impíos están tan alejados de Dios en un cementerio junto a una iglesia como en un teatro.

He notado a menudo otra cosa extraña: como una prueba del poder del pecado para recoger veneno de la flor más saludable, he observado que algunos transgreden más porque han sido colocados bajo el feliz freno de la piedad. Aunque entrenados para la piedad y la virtud, se apresuran a arrojarse en los brazos del vicio como si fuera su madre. Como mosquitos que se lanzan hacia una vela tan pronto como pueden verla, así estos hombres fatuos se arrojan al mal. Jóvenes que son colocados por la providencia de Dios donde ninguna tentación los asalta, en medio de hogares santos y tranquilos, donde el simple nombre de "mal" escasamente entra, a menudo se inquietan y se preocupan por salir a lo que ellos llaman "vida," y entregan sus almas a los peligros de malas compañías.

Los hijos y las hijas de Adán anhelan comer del árbol de la ciencia del bien y del mal. Su misma preservación de la tentación se vuelve enfadosa para ellos; menosprecian el redil y anhelan al lobo. Se sienten infelices por no haber nacido en medio del libertinaje y no haber tenido al crimen por tutor. Extraña infatuación, y sin embargo muchos corazones de padres han sido rotos por este capricho de la depravación, por esta temeraria ambición de mal. El hijo más joven tenía al mejor de los padres, y sin embargo no se pudo estar quieto hasta que hubo ganado su independencia, y hubo caído hasta la categoría de mendigo en un país lejano, gastando todo su dinero con las prostitutas.

Observen otro caso. Hay hombres que viven en los tiempos en que abundan los cristianos santos y celosos, pero que a menudo son peores precisamente debido a eso. ¿Qué efecto tiene el celo de los cristianos sobre tales hombres? Los incita al mal. Todo el tiempo que la iglesia está adormecida el mundo dice: "Ah, nosotros no creemos en su religión, pues ustedes no actúan como si ustedes mismos la creyeran," pero en el instante que la iglesia se sacude, el mundo exclama: "son un grupo de fanáticos; ¿quién puede soportar sus desvaríos? Habríamos podido creer en su religión si nos hubiera sido presentada con respetuosa sobriedad, pero cuando está acompañada de ese entusiasmo, es detestable."

Nada complacerá a los pecadores excepto sus pecados, y si sus pecados pudieran ser transformados en virtudes volarían a sus virtudes de inmediato, para así permanecer en la oposición. El hombre irá en contra de Dios ya que su propia naturaleza es enemistad contra su Creador. El antiguo poeta con cuyos versos comenzamos nuestro sermón, ha dicho verdaderamente:

"Si Dios hubiera puesto todo en común, ciertamente
El hombre habría sido el que pone vallas: pero como ahora
Dios nos ha cercado, por el contrario
El hombre destruye las vallas, y arará en todo terreno.
¡Oh, qué sería del hombre si pudiera desubicarse a sí mismo!
Para llevar la contraria, desviaría sus pies y su rostro."

El pecado es visto así sumamente pecaminoso. Esa planta debe poseer gran vitalidad ya que crece al ser desarraigada y cortada. Eso que vive cuando se le quita la vida está extrañamente lleno de fuerza. Debe ser una sustancia muy dura esa que se endurece al permanecer en el calor del horno, en el calor central del fuego, donde el hierro se derrite y corre como cera. Debe ser un poder terrible ese que reúne fuerzas a partir de aquello que debe restringirlo, y corre de manera más violenta en proporción a la fuerza con que se le detiene. El pecado mata a los hombres mediante eso que fue ordenado para vida. Convierte los dones del cielo en escaleras que conducen al infierno, usa las lámparas del templo para mostrar el camino de perdición, y vuelve el arca del Señor, como en el caso de Uza, en el mensajero de la muerte.

El pecado es ese extraño fuego que arde más fieramente cuando es mojado, encontrando combustible en el agua que tenía por objeto apagarlo. El Señor extrae bien del mal, pero el pecado extrae mal del bien. Es un mal mortal; ¡juzguen ustedes cuán mortal! ¡Oh, que los hombres conocieran su naturaleza y lo aborrecieran con todo el corazón! Que el Espíritu Eterno enseñe a los hombres a conocer correctamente a este líder de todos los males, para que puedan huir de él y vayan a Él que es el único que puede liberarlos.

Ahora, ¿qué quiere decir todo eso, y cuál es el sentido de este sermón? Bien, su sentido es éste. Hay en nosotros por naturaleza una propensión a pecar que no podemos vencer, y sin embargo debe ser vencida pues de lo contrario nunca entraremos en el cielo. Sus resoluciones para dominar al pecado son tan débiles como si trataran de sujetar a Leviatán con un hilo, y guiarlo con una cuerda. Gobernarse a ustedes mismos mediante sus propias resoluciones en relación al pecado es como esperar sujetar a la tempestad y poner riendas a la tormenta. Y no puede prevenirse; ni el alma podrá ser limpiada de él mediante simples observancias externas. Genuflexiones, penitencias, ayunos, lavamientos, todo es en vano. ¿Qué debe hacerse entonces? Debemos ser creados de nuevo. Estamos demasiado dañados para ser remendados; debemos ser hechos de nuevo; y para lavamiento no hay agua bajo los cielos, ni encima de ellos, que pueda quitar nuestras manchas.

Pero hay una fuente llena con la sangre del propio Hijo de Dios. Quien es lavado allí será blanqueado. Y hay un Espíritu Santo que todo lo crea, que puede hacernos semejantes a Cristo Jesús en santidad. Yo le pido a Dios que todos ustedes pierdan la esperanza de ser salvos excepto por un milagro de la gracia. Quiera Dios que ustedes pierdan totalmente la esperanza de ser salvados excepto por el poder sobrenatural del Espíritu Santo. Quisiera que ustedes fueran conducidos a mirar fuera del yo, cada uno de ustedes, y mirarlo a Él que en el madero sangriento soportó la ira de Dios, pues hay vida en una mirada a Él, y el que Lo mire será salvo; salvo del poder del pecado, así como de su culpa.

Eso que la serpiente de bronce quitó era el ardiente veneno que corría en las venas de los hombres que habían sido mordidos por las serpientes. Estaban enfermos con una enfermedad mortal, y miraron y fueron sanados. No fue la suciedad la que les fue quitada, fue la enfermedad la que fue sanada mediante una simple mirada. Y así una mirada a Cristo no sólo quita el pecado, sino que cura la enfermedad del pecado; y, fíjense bien, esa es la única cura posible para la lepra de la iniquidad.

La fe en Jesús trae al Espíritu Santo con sus armas sagradas que son invencibles en la guerra al campo de batalla del corazón del hombre, y Él derriba los bastiones inexpugnables del pecado, lleva cautiva a la ambición, y mata al enemigo del corazón. El pecado es obligado a mostrarse pecado y la gracia se muestra gracia: el Espíritu Santo de Dios obtiene la victoria, y nosotros somos salvos. Dios nos conceda que esta sea la experiencia de todos nosotros. Amén y Amén.


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