El Corazón Nuevo

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Por Charles H. Spurgeon sobre Santificación y Crecimiento
Una parte de la serie New Park Street Pulpit

Traducción por Allan Aviles


"Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Ezequiel 36: 26.

He aquí un portento del amor divino. Cuando Dios hace a Sus criaturas, lo que hace es bueno en gran manera. Si esas criaturas caen de la condición en que las creó, el Señor permite, como regla, que soporten la pena correspondiente a su transgresión, dejándolas que permanezcan en el lugar al que cayeron. Pero Dios hace aquí una excepción. El hombre, el hombre caído, creado puro y santo por su Hacedor, se rebeló voluntaria y depravadamente en contra del Altísimo, y perdió su primer estado; pero, he aquí, él experimenta una nueva creación por medio del poder del Espíritu Santo de Dios. ¡Contemplen este prodigio y maravíllense! ¿Qué es el hombre comparado con un ángel? ¿Acaso no es un ser pequeño e insignificante? "Y a los ángeles que no guardaron su dignidad, sino que abandonaron su propia morada, los ha guardado bajo oscuridad, en prisiones eternas, para el juicio del gran día." Dios no tuvo misericordia de ellos; los hizo puros y santos, y debían permanecer así, pero como se rebelaron voluntariamente, los abatió de sus resplandecientes asientos para siempre; y sin hacerles ninguna promesa de misericordia, los encadenó fuertemente con los grillos del destino, para que sufran en el tormento eterno.

Pero, ¡asómbrense, oh cielos! El Dios que destruyó a los ángeles se inclina desde Su altísimo trono en la gloria, para hablarle al hombre, Su criatura, y le dice esto: "Ahora, tú has caído de mi gracia al igual que los ángeles; te has descarriado gravemente, y te has apartado de mis caminos; pero, he aquí, Yo voy a enmendar el daño hecho por tu propia mano. No lo hago por ti, sino por amor de Mi nombre. Habiéndote creado una vez, tú atrajiste la ruina sobre ti mismo, pero Yo te voy a crear otra vez. Pondré Mis manos en la obra una segunda vez; una vez más, darás vueltas en la rueda del alfarero, y Yo te haré a ti un vaso para honra, para hacer notorias las riquezas de Mi gloria. Quitaré tu corazón de piedra, y te daré un corazón de carne; te daré un corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de ti." ¿Acaso no es un portento de la soberanía divina y de la gracia infinita, que los poderosos ángeles fueran arrojados al fuego eterno, y que Dios hiciera un pacto con el hombre, estableciendo que lo renovará y lo restaurará?

Y ahora, mis queridos amigos, voy a procurar mostrar hoy, en primer lugar, la necesidad de la grandiosa promesa contenida en mi texto, que Dios nos dará un corazón nuevo y un nuevo espíritu; y después, me esforzaré por mostrar la naturaleza de la grandiosa obra que Dios hace en el alma, cuando cumple esta promesa; y finalmente, haré unos cuantos comentarios personales para todos mis lectores.

I. En primer lugar, mi trabajo consiste en procurar mostrar LA NECESIDAD DE ESTA GRANDIOSA PROMESA. El cristiano que ha nacido de nuevo y que ha sido iluminado, no necesita que se le enseñe esto; esta demostración es más bien para la convicción del impío, y para el abatimiento de nuestro orgullo carnal. Oh, que el día de hoy, el Espíritu lleno de gracia nos enseñe nuestra depravación, y que seamos conducidos en consecuencia a buscar el cumplimiento de esta misericordia, que es verdadera y abundantemente necesaria, si vamos ser salvados.

Ustedes notarán que, en mi texto, Dios no nos promete que mejorará nuestra naturaleza, o que pondrá un remiendo en nuestros quebrantados corazones. No, la promesa es que nos dará nuevos corazones y espíritus rectos. La naturaleza es demasiado depravada para ser remendada. No se trata de una casa que necesita de unas cuantas reparaciones por alguna teja caída del techo por aquí o por allá, o por un pedazo de yeso caído del cielo raso. No, la casa está podrida por completo, y los propios cimientos han sido socavados. No hay un solo trozo de madera que no esté carcomido por el comején, desde el techo más alto hasta su más profundo cimiento. Toda la casa se encuentra en mal estado, hay podredumbre por doquier y está a punto de desplomarse.

Dios no intenta repararla. Él no apuntala las paredes ni repinta su puerta. No la adorna ni la embellece, sino que decide que la vieja casa debe ser arrasada, y que construirá una casa nueva. Está demasiado destruida, repito, para ser reparada. Si sólo requiriese de unas cuantas reparaciones, podrían hacerse. Si únicamente una o dos ruedas de ese grandioso ente llamado "naturaleza humana" estuvieran descompuestas, entonces su Autor podría componerlas. Podría reemplazar los dientes rotos de la rueda, o sustituir toda la rueda, y la máquina quedaría como nueva. Pero no, toda ella es irreparable. No hay una sola palanca que no esté rota; ningún eje que no esté torcido; y ni una sola rueda que pueda mover a las demás. Toda la cabeza está enferma y todo el corazón desfalleciente. Desde la planta del pie hasta la coronilla de la cabeza, por todas partes, se encuentran heridas y magulladuras y llagas putrefactas. Por lo tanto, el Señor no intenta la reparación de estos seres, sino que les dice: "Les daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra. No intentaré ablandarlo. Dejaré que siga siendo tan duro como siempre ha sido, pero lo quitaré, y les daré un corazón nuevo, y será un corazón de carne."

Ahora, voy a esforzarme para demostrar que Dios es reconocido justo en esto, y que hay una abrumadora necesidad de que lo haga así. Pues, en primer lugar, si ustedes consideran lo que ha sido la naturaleza humana, y lo que es, no les tomará mucho tiempo concluir: "Ah, en verdad es un caso desahuciado."

Entonces, consideren por un momento cuán depravada es la naturaleza humana, recordando cuán mal ha tratado a su Dios. William Huntingdon dice en su autobiografía, que una de las sensaciones más agudas de dolor que sintió después de que fue revivido por la gracia divina fue que: "sintió mucha 'conmiseración' por Dios." No creo haber encontrado una descripción igual en ninguna otra parte, pero es muy expresiva. Aunque yo preferiría usar la palabra 'empatía' para con Dios y dolor por el mal trato que ha recibido. Ah, amigos míos, hay muchas personas que son olvidadas, que son despreciadas, que son pisoteadas por sus semejantes, pero nunca hubo un hombre que fuera tan despreciado como el Dios eterno lo ha sido. Muchos hombres han sido calumniados e insultados, pero nunca nadie fue tan insultado como Dios lo ha sido. Muchos han sido tratados cruel e ingratamente, pero nunca nadie fue tratado como nuestro Señor ha sido tratado. Recordemos nuestra vida pasada: ¡cuán ingratos hemos sido con Él! Como Él nos dio el ser, la primera expresión de nuestros labios debió ser una palabra de alabanza. Y mientras estemos aquí, es nuestro deber cantar perpetuamente a Su gloria. Pero en vez de eso, desde nuestro nacimiento hemos hablado falsedad, mentira e impiedad; y desde entonces hemos venido haciendo lo mismo. Nunca hemos reconocido Sus misericordias llevando a Su pecho gratitud y agradecimiento. Sus beneficios se quedan en el olvido, sin que reciban ningún aleluya de reconocimiento por causa de nuestra desidia para con el Altísimo, que nos persuade que se ha olvidado enteramente de nosotros, por lo que también procuramos olvidarlo a Él. Tan pocas veces pensamos en Él, que uno podría imaginar que no nos ha dado nunca un motivo para pensar en Él. Addison dijo:

"Cuando todas Tus misericordias, oh mi Dios,
Son inspeccionadas por mi alma resucitada,
Arrobado en esa visión, quedo absorto
En el asombro, en el amor, y en la alabanza."

Pero creo que si miramos nuestro pasado con el ojo de la penitencia, quedaremos sumidos en el asombro, en la vergüenza, y el dolor, pues nuestro clamor será: "¿Cómo pude haber maltratado a un amigo tan bueno? He tenido un benefactor lleno de gracia, y he sido muy malagradecido con Él. He tenido un Padre muy devoto, pero nunca le he dado un abrazo. ¿Cómo es posible que no le haya dado un beso en señal de mi gratitud afectuosa? ¿Cómo es posible que no haya estudiado la forma de hacerle saber que estaba consciente de Su bondad, y que sentía en mi pecho un agradecido reconocimiento por Su amor?"

Peor aún, no solamente hemos sido olvidadizos en cuanto a Él, sino que nos hemos rebelado en Su contra. Hemos arremetido contra el Altísimo. Odiamos cualquier cosa relacionada con Dios. Hemos despreciado a Su pueblo. Lo hemos llamado mojigato, hipócrita y metodista. Hemos menospreciado Su día de reposo. Él lo apartó para nuestro bien, y tomamos ese día para dedicarlo a nuestro propio placer y a nuestras propias actividades, en vez de consagrarlo a Él. Él nos dio un Libro en señal de amor, y quiere que lo leamos, pues está lleno de amor a nosotros; pero lo hemos mantenido cerrado permanentemente, de tal forma que hasta las arañas han tejido sus nidos en sus hojas. Él abrió una casa de oración y nos ha ordenado que asistamos, pues allí Él se encontraría con nosotros y hablaría con nosotros desde el propiciatorio. Pero a menudo hemos preferido el teatro a la casa de Dios, y preferimos escuchar cualquier otro sonido a la voz que nos habla desde el cielo.

Ah, amigos míos, repito que nunca ha habido un hombre, inclusive entre los peores hombres, que haya sido tan maltratado por Sus compañeros, como Dios ha sido maltratado por el hombre, y sin embargo, mientras los hombres le maltratan, Él ha continuado bendiciéndoles. Él sopla en su nariz aliento de vida, incluso cuando el hombre está maldiciéndole. Él le da su alimento, mientras el hombre gasta el vigor de su cuerpo en una guerra en contra del Altísimo. Y en el propio día de guardar, cuando quebranta Su mandamiento y gasta el día en sus propias lascivias, es Él quien da luz a nuestros ojos, aire a nuestros pulmones, y fortaleza a nuestros nervios y músculos. Él los ha estado bendiciendo incluso cuando ustedes le han estado maldiciendo. ¡Oh, es una gran misericordia que Él sea Dios y no cambie, pues de lo contrario, nosotros, hijos de Jacob, habríamos sido consumidos desde hace mucho tiempo, y con toda justicia!

Pueden imaginar, si quieren, a una pobre criatura agonizando en una zanja. Yo espero que esto no ocurra en nuestro país, pero tal cosa podría ocurrir de la misma manera que un hombre que había sido rico, súbitamente se volvió pobre, y todos sus amigos le abandonaron. Él les pidió pan pero nadie quiso ayudarle, hasta que por fin, sin ningún harapo que le cubriera, su pobre cuerpo perdió su vida en una zanja. Esto, creo yo, es el colmo de la desidia humana para con sus semejantes; pero Jesucristo, el Hijo de Dios, fue tratado peor que esto. Habría sido mil veces más caritativo para Él, si le hubieran dejado morir abandonado en una zanja; pero eso habría sido demasiado bueno para la naturaleza humana. Él debía conocer lo peor, y por eso Dios permitió que la naturaleza humana tomara a Cristo y lo clavara en el madero. Él permitió que la naturaleza humana estuviera frente a Él y se burlara de Su sed y le ofreciera vinagre, y le vituperara y le escarneciera en el colmo de Sus agonías. Permitió a la naturaleza humana que lo convirtiera en su burla y su desprecio, y que se quedara mirando con ojos lascivos y crueles Su cuerpo desguarnecido y desnudo.

¡Oh, qué vergüenza para la humanidad! Nunca criatura alguna pudo haber sido peor que el hombre. Las mismas bestias son mejores que el hombre, pues el hombre tiene todos los peores atributos de las bestias, pero carece de sus mejores atributos. Tiene toda la fiereza del león pero no tiene su nobleza; tiene la terquedad del asno, sin su paciencia; tiene toda la gula voraz del lobo, sin su sabiduría que le conduce a evitar la trampa. Es un buitre rapaz, pero nunca se queda satisfecho. Es asimismo una serpiente con veneno de áspides bajo su lengua, pero que escupe su veneno tanto a corta como a larga distancia. Ah, si piensan en la naturaleza humana en cuanto a sus actos hacia Dios, dirán que es demasiado mala para ser corregida, y debe ser hecha completamente nueva.

Además, hay otro aspecto en el que podemos ver la pecaminosidad de la naturaleza humana: su orgullo. Esa es la peor característica del hombre: que sea tan orgulloso. Amados, el orgullo está entrelazado en toda la trama y la urdimbre de nuestra naturaleza, y sólo podremos deshacernos de él, cuando estemos envueltos en nuestra mortaja. Es sorprendente que cuando oramos y procuramos usar expresiones de humildad, el orgullo nos traiciona. Hace muy poco tiempo, estando de rodillas, me descubrí usando expresiones como esta: "oh, Señor, me duelo delante de Ti por haber sido alguna vez tan gran pecador como he sido. Oh, que me haya rebelado y sublevado como lo he hecho." Aquí hay orgullo, pues, ¿quién soy yo? ¿Qué había de sorprendente en ello? Yo debía saber que era tan pecador que no era sorprendente que me descarriara. Lo sorprendente es que no haya sido peor, y en eso el crédito es de Dios, no mío. Así que cuando tratamos de ser humildes, podemos estar apresurándonos insensatamente a los brazos del orgullo. ¡Qué cosa tan extraña es ver a un ser depravado, pecador y culpable, que esté orgulloso de su moralidad! Y sin embargo eso es algo que podemos ver cada día. El hombre, cuando es un enemigo de Dios, está orgulloso de su honestidad, aunque le esté robando a Dios; está orgulloso de su castidad, y sin embargo, si conociera sus propios pensamientos, descubriría que están llenos de lascivia e inmundicia; está orgulloso del elogio de sus semejantes, cuando él mismo sabe que tiene el remordimiento de su propia conciencia y la reconvención del Dios Todopoderoso. Pensar que un hombre pueda ser orgulloso cuando no tiene ningún motivo para ser orgulloso, es extraño y extravagante. Una masa de barro, viva, animada, manchada e inmunda, un infierno viviente, y sin embargo orgullosa de sí misma. ¡Yo, un hijo depravado de aquel que robó en el antiguo huerto de su Señor, y que se descarrió y que no quiso obedecer; de uno que cambió todas sus posesiones por el soborno despreciable de una manzana, y sin embargo, que esté orgulloso de mi linaje! ¡Yo, que vivo de la caridad diaria recibida de Dios, que esté orgulloso de mi riqueza, aunque no tenga ni un centavo con el que bendecirme a mí mismo, a menos que Dios decida dármelo! ¡Yo, que vine desnudo a este mundo, y debo salir desnudo de él! ¡Yo, orgulloso de mis riquezas, qué cosa tan extraña! ¡Yo, un pollino de asno montés, un insensato que no sabe nada, que esté orgulloso de mis conocimientos! Oh, qué cosa tan extraña, que un necio llamado hombre, se nombre a sí mismo doctor, y se convierta a sí mismo en maestro de todas las artes, cuando no lo es de ninguna, y se vuelve más necio cuando piensa que su sabiduría ha alcanzado la cima. Y, oh, lo más extraño de todo, que el hombre que tiene un corazón engañoso, lleno de todo tipo de concupiscencias perversas, y de adulterio, y de idolatría, y de lujuria, presuma ser un individuo de buen corazón, y se precie de contar al menos con buenos puntos que merecen la veneración de sus semejantes, si no es que merecen también alguna consideración del Altísimo. Ah, naturaleza humana, esta es, entonces, tu propia condenación, porque eres insensatamente orgullosa, cuando no tienes por qué ser orgullosa. Escribe 'Icabod' sobre ella. Traspasada es la gloria de la naturaleza humana para siempre. Que sea quitada, y que Dios nos dé algo nuevo pues lo viejo no puede ser compuesto. La naturaleza humana es irremediablemente insensata, decrépita e inmunda.

Además, es muy cierto que la naturaleza humana no puede ser mejorada, pues muchos lo han intentado, pero siempre han fracasado. Quien trata de mejorar la naturaleza humana es como el que procura cambiar la posición de una veleta, girándola hacia el este cuando el viento sopla en dirección oeste; basta que quite su mano, y la veleta retoma su lugar. Así he visto a muchos que tratan de controlar a su naturaleza: él es un hombre de mal carácter, y está tratando de controlarlo un poco y lo logra, pero vuelve a manifestarse el mal carácter, y si no se desahoga en el instante, y si las chispas no vuelan por todos lados, quemará sus huesos por dentro hasta ponerlos incandescentes con el calor de la malicia, y permanecerá dentro de su corazón un residuo de cenizas de venganza. He conocido a algunos hombres que procuran hacerse religiosos, y al intentarlo lo único que logran es crear una monstruosidad, pues sus piernas son desiguales, y caminan cojeando en el servicio de Dios; son criaturas deformes y torpes, y cualquiera que les mire descubrirá pronto las inconsistencias de su profesión. ¡Oh!, afirmamos que en vano ese hombre tratará de aparentar ser blanco, como es imposible que el etíope mude su piel para que sea blanca aplicándole cosméticos, y en vano trataría el leopardo de mudar sus manchas. Igualmente es imposible que este hombre imagine que puede ocultar la depravación de su naturaleza por medio de algunos esfuerzos religiosos.

Ah, yo procuré mejorarme a mí mismo durante mucho tiempo, sin obtener buenos resultados; cuando comencé a intentarlo, descubrí que tenía dentro de mí a un demonio, y luego, cuando dejé de intentarlo, tenía a diez demonios. En vez de volverme mejor, me volví peor: ya tenía al diablo de la justicia propia, de la confianza en mí mismo, del orgullo, y muchos otros que vinieron y me convirtieron en su hogar. Mientras estaba ocupado barriendo mi casa y arreglándola, he aquí que el diablo del que buscaba deshacerme y que se había ido por una corta temporada, volvió y trajo consigo otros siete espíritus más perversos que él, y entraron y habitaron en mí. Ah, pueden intentar reformarse, queridos amigos, pero descubrirán que no podrán lograrlo, y recuerden que aunque pudieran, no sería la obra que Dios requiere. Él no acepta la reforma. Él quiere una regeneración. Él quiere un corazón nuevo, y no un corazón que sólo haya tenido una pequeña mejoría.

Pero, además, ustedes percibirán con facilidad que debemos recibir un corazón nuevo, cuando consideren cuáles son las ocupaciones y gozos de la religión cristiana. La naturaleza que se alimenta de la basura del pecado, y que devora la carroña de la iniquidad, no puede ser la naturaleza que canta las alabanzas a Dios y que se regocija en Su santo nombre. ¿Acaso esperan que aquel cuervo que se alimenta de la comida más repugnante, tendrá toda la buena índole de la paloma, y que podrá jugar con la muchacha en su aposento? No, a menos que conviertan al cuervo en paloma, pues mientras siga siendo un cuervo, sus viejas inclinaciones permanecerán en él y será incapaz de hacer algo por encima de su naturaleza de cuervo. Ustedes han visto al buitre atracarse con la carne más podrida hasta quedar harto, y, ¿acaso esperan ver luego al buitre, posado en el ramaje, cantando las alabanzas de Dios con su torpe chillido y con el graznido de su garganta? Y, ¿acaso imaginan que le verán alimentándose de grano limpio, como cualquier ave de corral, a menos que su carácter y su disposición cambien enteramente? Imposible. ¿Pueden imaginar que el león se eche junto al buey, o que coma paja como el novillo, mientras siga siendo un león? Podrán vestir al león con una piel de oveja, pero no lo convertirán en oveja a menos que lo despojen de su naturaleza de león. Pueden tratar de hacer mejor al león tanto como quieran. El mismo Van Amburgh, si hubiera logrado mejorar a su leones durante mil años, no habría podido convertirlos en ovejas. Y podrán tratar de cambiar al cuervo o al buitre tanto como quieran, pero no podrán convertirlos en paloma: debe haber un cambio total de carácter. Me preguntarán, entonces, ¿es posible que un hombre que ha cantado las canciones lascivas del borracho, y ha manchado su cuerpo con inmundicia, y ha maldecido a Dios, cante sentidas alabanzas al Dios del cielo, igual que la persona que ha amado los caminos de pureza y de comunión con Cristo? Respondo, no, nunca, a menos que su naturaleza sea cambiada enteramente. Pues si su naturaleza sigue siendo lo que es, no importa cuánto intente cambiarla, no obtendrá ningún resultado positivo. En tanto que su corazón sea lo que es, nunca podrá gozar de los elevados deleites de la naturaleza espiritual del hijo de Dios. Por tanto, amados, ciertamente debe implantarse en nosotros una nueva naturaleza.

Voy a agregar algo más, para concluir con este punto. Dios aborrece la naturaleza depravada, y por tanto, debe ser quitada, antes de que podamos ser aceptos en Él. Dios no odia tanto nuestro pecado como odia nuestra pecaminosidad. No es el desbordamiento de la fuente, es el pozo mismo. No es la flecha arrojada por el arco de nuestra depravación; es el propio brazo que sostiene el arco del pecado, y el motivo que dispara la flecha contra Dios. El Señor está airado no sólo contra nuestros actos manifiestos, sino contra la naturaleza que dicta esos actos. Dios no es miope y no sólo mira la superficie: Él mira el origen y la fuente. Él dice: "En vano será que traten de alcanzar buenos frutos si el árbol sigue siendo malo. En vano será que procuren limpiar el agua, en tanto que la fuente misma permanezca contaminada." Dios está airado con el corazón del hombre. Él odia la naturaleza depravada del hombre, y la quitará y la limpiará a fondo antes de que admita al hombre a la comunión con Él, a la dulce comunión del Paraíso. Hay por tanto, una necesidad de una naturaleza nueva, y debemos recibirla, pues, de lo contrario, nunca podremos ver Su rostro con aceptación.

II. Y ahora, tendré la gozosa responsabilidad de mostrarles, en segundo lugar, LA NATURALEZA DE ESTE GRAN CAMBIO QUE EL ESPÍRITU SANTO OBRA EN NOSOTROS.

Y doy inicio haciendo la observación que es una obra divina de principio a fin. Dar al hombre un corazón nuevo y un nuevo espíritu es obra de Dios, y únicamente de Dios. El arminianismo se desploma cuando llegamos a este punto. Nada funciona aquí, excepto la vieja verdad que los hombres llaman calvinismo. "La salvación es sólo de Jehová;" esta verdad soporta la prueba de las edades y no podrá ser conmovida nunca, porque es la verdad inmutable del Dios vivo. Y a lo largo de todo el camino de la salvación tenemos que aprender esta verdad, pero especialmente cuando nos encontramos aquí, en este punto particular e indispensable de la salvación: la implantación de un nuevo corazón en nosotros. Esa debe ser la obra de Dios; el hombre tal vez pueda reformarse a sí mismo, pero ¿cómo se puede dar a sí mismo un nuevo corazón? No necesito abundar en este pensamiento, pues comprenderán al instante, que la misma naturaleza del cambio, y los términos en que ese cambio es mencionado aquí, lo ponen fuera del alcance del hombre. ¿Cómo puede el hombre ponerse un nuevo corazón, ya que siendo el corazón el poder motor de toda la vida, debe ejercitarse a sí mismo antes de que pueda hacer alguna otra cosa? Pero ¿cómo pueden los esfuerzos de un viejo corazón producir un nuevo corazón? ¿Pueden imaginar por un momento un árbol con un corazón podrido, que por su propia energía vital, se dé un joven corazón nuevo? No se puede suponer tal cosa. Si su corazón estuviera bien originalmente, y los defectos estuvieran localizados en alguna rama del árbol, pueden concebir que el árbol, por medio del poder vital de la savia dentro de su corazón, rectifique el problema. Sabemos de algún tipo de insectos que pierden sus miembros, y por su poder vital son capaces de recuperarlos de nuevo. Pero quiten el asiento del poder vital: el corazón; y, ¿qué poder hay que pueda, con alguna posibilidad, rectificarlo, a menos que sea un poder externo, de hecho, un poder de lo alto?

Oh, amados, todavía no ha existido el hombre que haya avanzado ni un ápice en el camino de producir un nuevo corazón. El hombre debe permanecer pasivo en este proceso (posteriormente se volverá activo), pero en el momento en que Dios pone una nueva vida en el alma, el hombre es un sujeto pasivo: y si acaso hay alguna actividad, es una resistencia activa en Su contra, hasta que Dios, por medio de una gracia victoriosa e irresistible, ejerce el señorío sobre la voluntad del hombre.

Además, este es un cambio inmerecido. Cuando Dios pone un nuevo corazón en el hombre, no es porque el hombre merezca un nuevo corazón. No es porque haya algo bueno en su naturaleza por lo que Dios le da un nuevo espíritu. El Señor simplemente le da al hombre un corazón nuevo porque así le agrada; esa es Su única razón. "Pero," podrías comentar, "supón que un hombre clame por un corazón nuevo." Yo respondo, nadie clamó alguna vez por un corazón nuevo antes de recibirlo, pues el clamor por un corazón nuevo demuestra que ya hay un nuevo corazón. Pero, dirá alguien, "¿no debemos buscar un espíritu recto?" Sí, yo sé que es tu deber buscarlo, pero igualmente sé que es un deber que no cumplirás nunca. Se les ordena que tengan nuevos corazones, pero yo sé que no los tendrán nunca, a menos que Dios se los dé. Tan pronto como empiezan a buscar un nuevo corazón, hay una evidencia presuntiva que el nuevo corazón ya está allí, en germen, pues no habría podido germinar esta oración, a menos que las semillas no estuvieran antes allí.

"Pero," dirá uno, "supón que el hombre no tiene un nuevo corazón, pero que sinceramente lo buscara, ¿lo recibiría?" No debes hacer suposiciones imposibles; en tanto que el corazón del hombre sea depravado y vil, no hará nunca tal cosa. Por tanto, no puedo decirte qué pasaría si hiciera lo que no hará nunca. No puedo responder a tus suposiciones; y si tú supones una dificultad, debes suponer también su solución. Pero el hecho es que nadie buscó jamás un corazón nuevo, ni lo buscará jamás, o un espíritu recto, hasta que, en primer lugar, la gracia de Dios comience a obrar en él. Si hay algún cristiano aquí, que dio el primer paso para acercase a Dios, que lo proclame al mundo; nos enteraríamos por primera vez que ha habido un hombre que de antemano se acercó a su Hacedor. Pero yo nunca me he encontrado con un caso así; todo el pueblo cristiano declara que Dios comenzó la obra, y todos ellos cantarán:

"Fue el mismo amor que preparó el festín,
El que dulcemente me forzó a entrar,
Pues yo me habría resistido a probar,
Y habría perecido en mi pecado."

Es un cambio por gracia, gratuitamente dado sin ningún mérito por parte de la criatura, sin ningún deseo anticipado, ni buena voluntad precedente. Dios lo hace porque así le agrada, y no de conformidad a la voluntad del hombre.

Además, es un esfuerzo victorioso de la gracia divina. Cuando Dios comienza la obra de cambiar el corazón, encuentra al hombre totalmente en contra de esa obra. El hombre por naturaleza da coces contra Dios y se resiste, porque no quiere ser salvado. Yo confieso que nunca habría sido salvado, si hubiera podido evitarlo. En tanto que pude, me rebelé y me sublevé y resistí a Dios. Cuando Él quería que orara, yo no oraba; cuando Él quería que escuchara la voz del ministerio, yo no quería hacerlo. Y cuando oía la predicación, y una lágrima rodaba por mis mejillas, yo la enjugaba y le desafiaba a que ablandara mi corazón. Cuando mi corazón había sido tocado un poco, yo procuraba distraerlo con placeres pecaminosos. Y cuando eso no bastaba, intentaba la justicia propia, y no quería ser salvado, hasta que fui cercado, y entonces Él me dio el golpe irresistible de la gracia, y no hubo forma de vencer ese vigor irresistible de Su gracia. Conquistó mi voluntad depravada, y me hizo encorvarme delante del cetro de Su gracia. Y lo mismo sucede en cada caso. El hombre se rebela en contra de su Hacedor y Salvador; pero donde el Señor determina salvar, salvará. Dios recibirá al pecador, si decide recibirlo. Ninguno de los propósitos de Dios ha sido frustrado jamás. El hombre procura resistir con todo su poder, pero todo el poder del hombre, aunque es tremendo para pecar, no es rival para el poder majestuoso del Altísimo, cuando pasea en el carruaje de Su salvación. Él, en efecto, salva irresistiblemente y conquista victoriosamente el corazón del hombre.

Y, además, este cambio es instantáneo. La santificación de un hombre es obra de toda la vida, pero dar al hombre un corazón nuevo es obra de un instante. En un solitario segundo, más ligero que un relámpago, Dios pone un corazón nuevo en un hombre, y lo convierte en una nueva criatura en Cristo Jesús. Puedes estar sentado en la banca donde estás ahora, siendo enemigo de Dios, albergando un corazón perverso dentro de ti, duro como una piedra, y muerto y frío; pero si el Señor así lo quiere, la chispa de la vida caerá en tu alma, y en ese momento comenzarás a temblar: comenzarás a sentir; confesarás tu pecado, y acudirás a Cristo en busca de misericordia. Otras partes de la salvación son completadas gradualmente; pero la regeneración es una obra instantánea de la gracia soberana, eficaz e irresistible de Dios.

III. Ahora, nosotros tenemos en este tema un grandioso campo de esperanza y de aliento para los pecadores más viles. Queridos lectores, permítanme dirigirme a ustedes muy afectuosamente. Hay algunos de ustedes que están buscando misericordia; por muchos días han estado orando en secreto, y sus rodillas ya les duelen por la insistencia de su intercesión. Su clamor a Dios ha sido: "Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí." Permítanme consolarlos con esta reflexión: su oración ya ha sido escuchada. Ustedes tienen un nuevo corazón y espíritu recto: tal vez no serán capaces de percibir la verdad de esta afirmación en los próximos meses, por tanto, continúen en oración hasta que Dios haya abierto sus ojos, para que vean que la oración ha sido respondida; pero pueden estar seguros que ya ha sido respondida. Si tú odias el pecado, no es tu naturaleza humana la que lo odia; si anhelas ser un amigo de Dios, no es tu naturaleza humana la que así anhela; si deseas ser salvado por Cristo, no es tu naturaleza humana la que lo desea; si tú ansías, sin estipulaciones de tu parte, si tú quieres hoy que Cristo te haga Suyo, que te preserve y te guarde, en la vida y en la muerte, si estás deseoso de vivir para servirle, y si fuese necesario, listo también a morir por Su honor, eso no proviene de tu naturaleza humana: es obra de la gracia divina. Ya hay algo bueno en ti; el Señor ha comenzado una buena obra en tu corazón, y Él la perfeccionará hasta el fin. Todos estos sentimientos tuyos son mucho más de lo tú pudiste haber alcanzado por ti mismo. Dios te ha ayudado a subir los peldaños de esta divina escalera de gracia, y tan cierto como te ha ayudado a subir todos estos escalones, te seguirá llevando hasta la cima, hasta que te tome en los brazos de Su amor en la gloria eterna.

Hay otras personas, sin embargo, que no han experimentado eso, sino que han sido conducidas a la desesperación. El diablo les ha dicho que no pueden ser salvadas; han sido demasiado culpables, demasiado viles. Cualquier otra persona en el mundo podría encontrar misericordia, pero no tú, pues tú no mereces ser salvado. Escúchame, entonces, querido amigo. ¿Acaso no he intentado dejar tan claro como la luz del sol a lo largo de todo este servicio, que Dios no salva nunca a un hombre en razón de lo que es, ni que comienza ni perfecciona Su obra en nosotros porque haya algo bueno en nosotros? El peor pecador es precisamente tan susceptible de recibir la misericordia divina como el que peca menos. El que ha sido un cabecilla del crimen, repito, es tan buen candidato para la gracia soberana de Dios, como quien ha sido un modelo de moralidad. Dios no necesita nada de nosotros. No ocurre como con el labrador, que no desea arar todo el día sobre las rocas, ni coloca a sus caballos sobre la arena; para comenzar a trabajar, él busca un terreno fértil, pero Dios no lo hace así. Él comenzará a trabajar sobre el terreno rocoso, y golpeará ese corazón de piedra que tienes, hasta que se convierta en el limo negro y fértil del dolor penitencial, y luego esparcirá la semilla viva en ese limo, hasta que produzca fruto a ciento por uno. Pero para comenzar Su obra, Él no necesita nada de ti. Puede tomarte siendo un ladrón, un borracho, una ramera, o lo que seas: puede hacer que te pongas de rodillas, y clames por misericordia, para luego conducirte a vivir una vida santa, y guardarte hasta el fin.

"¡Oh!," dirá alguien, "yo desearía que hiciera así conmigo, entonces." Bien, alma, si ese es un deseo verdadero, lo hará. Si tú deseas en este día ser salvo, nunca habrá un Dios renuente allí donde hay un pecador dispuesto. Pecador, si tú quieres ser salvado, Dios no quiere la muerte de nadie, sino más bien que te arrepientas; y tú estás libremente invitado hoy para que vuelvas tus ojos a la cruz de Cristo. Jesucristo ha cargado con los pecados de los hombres, y ha llevado sus aflicciones; se te pide que mires allí, y confíes allí, simple y sencillamente. Entonces tú eres salvo. El simple deseo, si es sincero, muestra que Dios te ha estado engendrando de nuevo a una esperanza viva. Si ese deseo sincero permanece, será evidencia abundante que el Señor te ha traído a Él, y que tú eres y serás Suyo.

Y ahora, cada uno de ustedes, reflexione (ustedes que son inconversos), que todos nosotros estamos hoy en las manos de Dios. Merecemos ser condenados: si Dios nos condena, no se escuchará ni una sola palabra en contra de Su decisión. Nosotros no podemos salvarnos a nosotros mismos; estamos enteramente en Sus manos; como una mariposa que está entre Sus dedos, Él nos puede aplastar ahora, si quisiera, o puede dejarnos ir y salvarnos. ¡Qué reflexiones deberían cruzar por nuestra mente, si creyéramos eso! Deberíamos postrarnos, tan pronto lleguemos a casa, y clamar: "¡Grandioso Dios, sálvame, porque soy pecador! ¡Sálvame! Yo renuncio a todo mérito, pues no poseo ninguno; merezco ser condenado; Señor, sálvame, por Cristo Tu Hijo." Y vive el Señor, mi Dios, delante de Quien estoy, que no habrá nadie que haga esto, que encuentre que mi Dios le cierra las puertas de la misericordia. Anímate y pruébale, pecador; ¡ve y pruébale! Cae hoy de rodillas en tu habitación, y prueba a mi Señor. Prueba si no quiere perdonarte. Consideras que es muy duro. Es mucho más amable de lo que tú imaginas. Piensas que es un Señor duro, pero no lo es. Yo pensé que era severo y airado, y cuando lo busqué, me dije: "seguramente, aunque acepte a todo el resto del mundo, a mí me rechazará." Pero sé que me tomó en Su pecho; y cuando consideré que me despreciaría para siempre, dijo: "Yo deshice como una nube tus rebeliones, y como niebla tus pecados," y me maravillé entonces, y me sorprendo todavía ahora. Pero lo mismo sucederá con ustedes. Sólo pruébenlo, se los suplico. Que el Señor les ayude a probarle, y a Él sea la gloria y para ustedes sea la felicidad y la bienaventuranza, eternamente y para siempre.


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