El Sacerdocio de los Creyentes

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Por Charles H. Spurgeon sobre Santificación y Crecimiento
Una parte de la serie Metropolitan Tabernacle Pulpit

Traducción por Allan Aviles


“Sacerdocio santo”. 1 Pedro 2: 5.

En esta epístola, Pedro está hablando de los santos esparcidos en todo el mundo y, enseñado por el Espíritu Santo, dice de ellos que constituían “un sacerdocio santo”. No está hablando acerca de ministros; no se está refiriendo a un cierto número de hombres que han pasado a través de diversos grados de funciones y están por ello calificados para usar sotanas de un cierto color; antes bien, está hablando de todo creyente, y llama a cada santo: un miembro de un “sacerdocio santo”. Cada María y cada Juan, cada doncella campesina y cada trabajador que pone su mano en el arado, cada siervo de Dios en cada capacidad, es un miembro de este “sacerdocio santo”; al menos eso dice Pedro, y Pedro no estaba equivocado, pues hablaba conforme era “inspirado por el Espíritu Santo”.

Por diezmilésima vez hemos de declarar nuestra propia convicción solemne de que es tiempo de que Inglaterra despierte, y censure solemnemente la superchería sacerdotal que pareciera estar aumentando en nuestro medio. Ningún hombre tiene ningún derecho de llamarse en cualquier sentido exclusivo: ‘un sacerdote’. Cuando tomo el Libro de la Oración Común y leo “Entonces el sacerdote dirá”, lo cierro de nuevo con detestación. Y si fuese el mejor libro humano impreso jamás y no contuviera ningún otro disparate o error, pero si se aventurara a llamar a cualquier clase de hombres: ‘sacerdotes’, yo lo denunciaría por estar manchado de doctrina católica romana.

Cristo es el único sacerdote que puede ofrecer sacrificio para la expiación del pecado. Él es “el apóstol y sumo sacerdote de nuestra profesión”. Pero hay otro sacerdocio, uno de ofrecimiento de oraciones y alabanzas, y éste no me pertenece porque yo sea un ministro, ni le pertenece a cualquier número de hombres que sean llamados “Reverendo”, o “Muy Reverendo”, o “Reverendísimo”, sino que les pertenece de igual manera a ustedes, y a todos los que por fe han creído en Jesucristo como Salvador y Señor. Si un hombre es verdaderamente convertido a Dios, aunque sea escasamente capaz de leer su Biblia, es un sacerdote para Él, porque tiene un nuevo corazón y un espíritu recto. Pudiera ser que nunca suba a un púlpito, ni que presida en alguna reunión de la iglesia, pero puede ser un sacerdote para Dios. Su único púlpito pudiera ser el taller de zapatero; su única plataforma para dar testimonio de Cristo pudiera ser tras el mostrador, o en la fábrica, pero, a pesar de ello, es un sacerdote.

O si el Señor llamara a una hermana para Sí, debe estar callada en la reunión de la iglesia, pero ella pertenece al sacerdocio divino, y sus oraciones y alabanzas ascenderán delante de Dios con la misma aceptación, por medio de Jesucristo, como si fuese una eminente teóloga o la más dotada de los santos. Todos los hijos de Dios son sacerdotes, y éste es el cántico de todos los que están en el cielo, y de todos los que están en la tierra que son verdaderamente salvos: “Nos hizo reyes y sacerdotes para Dios, y reinaremos por los siglos de los siglos”.

Ahora, es sobre este tema del sacerdocio que deseo hablar en esta noche, y la forma en la que los sacerdotes eran consagrados bajo la ley es descrita para nosotros en el capítulo 8 de Levítico. Entonces, yo los invito a que busquemos y consideremos el tema según es expuesto allí, pues, ciertamente, la forma en que los hijos de Aarón eran ordenados para su sacerdocio terrenal y temporal, es ricamente sugerente e intencionalmente típico, de la manera en que Dios llama a todo Su pueblo a su santo sacerdocio.

Al considerar este capítulo, encontramos que uno de los primeros pasos con relación a la ordenación de Aarón y de sus hijos para su sacerdocio, era que ERAN LAVADOS. Leemos en Levítico 8: 6: Entonces Moisés hizo acercarse a Aarón y a sus hijos, y los lavó con agua. Ése era un lavatorio. ¡Pero varias veces en este capítulo encontramos que un segundo lavatorio era necesario para ellos, y ése era con sangre! En el versículo 2 encontramos que llevaron un becerro de la expiación, y dos carneros, y eran rociados con la sangre de uno de los carneros y con la sangre de la expiación para estar limpios delante de Dios. Ésto enseña poderosamente que cada uno de nosotros que aspire a ser un sacerdote para Dios, tiene que ser limpiado primero con una doble purificación.

“Que el agua y la sangre
Que fluyeron de Su costado traspasado,
Sean la doble cura del pecado,
Limpiándonos de su culpa y su poder”.

Si consideramos más detenidamente esta limpieza con sangre, vemos que Aarón y sus hijos ponían sus manos sobre el cordero y confesaban sus pecados. Entonces era inmolado el cordero, la sangre era rociada sobre el altar y sobre la fuente y sobre todos los utensilios del santuario y, después, sobre Aarón y sus hijos. ¡Cuán profunda instrucción tenemos aquí! Si somos sacerdotes de Dios, ponemos nuestra mano sobre Cristo, le aceptamos como nuestro sustituto, y confiamos en esa sangre derramada para la remisión de los pecados. Él no aceptará a ningún sacerdote en Su santuario que no haya sido lavado con la sangre de Cristo. Mientras ésto no se haya experimentado, todo servicio es una vana oblación que Él no puede aceptar. Acude al altar, confiesa tu pecado, ponlo sobre el Cordero de Dios, y entonces, pero no hasta entonces, tú puedes ser un sacerdote santo.

Además, los sacerdotes eran lavados también en agua posteriormente. En la primera ocasión eran lavados de la cabeza a los pies; pero en ocasiones posteriores, cuando iban al tabernáculo, sólo necesitaban lavar sus manos y sus pies. Lo mismo sucede con nuestra vida cristiana. Por la aplicación de los méritos de nuestro Señor, hecha por el Espíritu Santo, los creyentes son lavados completamente, y no queda ni mancha ni arruga en su aceptación para con Él. Pero aunque un hombre pueda estar perfectamente limpio después de su baño, sus pies podrían ensuciarse cuando camina hacia su habitación y necesita lavarlos otra vez. Por eso, ustedes y yo, necesitamos orar: “Perdónanos nuestras deudas”, aunque todas ellas hayan sido perdonadas. Estamos lavados, pero la contaminación diaria exige una limpieza constante. Aunque todo verdadero cristiano ha sido limpiado, igual que Pedro lo fue, no debe decir: “No me lavarás los pies jamás”. Cuando Jesús viene por la palabra y el espíritu que limpian, y se ciñe con la toalla y trae el lebrillo, tenemos que estar dispuestos a dejar que nos limpie, es más, tenemos que rogarle que lave nuestros pies, para que estemos enteramente limpios. En verdad necesitamos orar: “Perdónanos nuestras deudas”. No está en conflicto, en lo más mínimo, con la doctrina de una completa santificación o de una completa justificación.

Cada uno de los sacerdotes era lavado y tenía un claro derecho de entrar en el santuario; no obstante, tenía que lavarse las manos y los pies cada vez que entraba.

Así también nosotros estamos limpios; Dios nos acepta; somos Sus hijos y, no obstante, día a día, hemos de acudir a Él con la oración: “¡Señor, límpiame de nuevo con la Sangre del Redentor; purifícame por el lavatorio de agua de la Palabra!” Entonces, si viene la contaminación, puede ser comprobado Su poder limpiador una y otra vez.

Bien, amados, ¿hemos intentado alguna vez servir a Dios sin esta limpieza? Si así fuera, debemos arrepentirnos de nuestra justicia imaginaria, de la misma manera que debemos hacerlo de nuestros pecados, pues incluso nuestras justicias no son nada sino pecados, mientras no hayamos sido limpiados. ¿Anhelamos esta limpieza perfecta? La fuente está llena; la sangre y el agua tienen la misma eficacia que siempre han tenido. “Si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana”. Desciende y entra en este baño celestial. Confía que Cristo te salva, y siendo limpiado por Él, tú serás por siempre un miembro de este “sacerdocio santo”.

Refiriéndonos otra vez a Levítico 8, vemos que el segundo paso en el ordenamiento del sacerdocio era que ESTABAN VESTIDOS DIVINAMENTE. Por limpios que estuvieran, tenían que estar vestidos apropiadamente, o no podían presentarse delante del Señor. Se nos ha dado una lista de las vestiduras, y encontramos que Aarón, como Sumo Sacerdote, estaba vestido suntuosamente, mas no así sus hijos. En el versículo 13 se nos informa que tenían túnicas, y cintos y tiaras. Demos una mirada a cada uno de éstos, pues están cargados de significación espiritual. La “Túnica” es una vestidura sacerdotal. Todos los que ministraban ante el altar se ponían un efod, una túnica que colgaba de los hombros, generalmente de una sola pieza, de un solo tejido de arriba abajo, semejante a la que usaba el Señor Jesús. Así, todo creyente debe vestirse con la justicia imputada de Jesús, que nos es dada en nuestra conversión.

Él oficia como Sumo Sacerdote delante del trono vestido de lino blanco, y lo mismo hacen todos los santos; “porque el lino fino es las acciones justas de los santos”, dice Juan en el Apocalipsis. Ahora, nosotros no tenemos ninguna justicia propia, pero la voz del cielo dice: “Yo te aconsejo que de mí compres… vestiduras blancas para vestirte”. Nosotros venimos a Cristo tal como somos, y Él nos viste con Su justicia, activa y pasiva, y éste es el efod con el que ministramos para Dios. Con la justicia de nuestro Señor que nos viste, podemos presentarnos sin miedo delante del tremendo escrutinio de los ojos de Dios, ahora y en el más allá, sin temer.

“Osado estaré en aquel gran día,
Pues, ¿quién me acusará de algo,
Habiendo sido absuelto por Tu sangre,
De la maldición y vergüenza tremendas del pecado?”

Amado, ¿estás vestido de la justicia de tu Salvador? Entonces, ¡pasa al frente, y oficia como Su sacerdote!

Después del efod, venía el cinto. En el caso de Aarón, se nos informa que era un cinto “de obra primorosa”. ¡Ah, un cinto de obra muy primorosa! ¡Cuán incomparable, cuán maravilloso es el cinto que ciñe los lomos de Cristo! Él ciñe Su cintura con un cinto de oro. Su fidelidad, Su verdad, Su amor, cada uno de Sus atributos de excelencia, combinados, constituyen este cinto ‘de obra primorosa’ que ciñe al efod.

Pero todos los demás sacerdotes verdaderos tienen su cinto. Ustedes y yo, si somos llamados a este santo oficio, hemos de ceñir nuestros lomos, estando siempre listos para obedecer al instante el mandato de Dios y deleitarnos en Su servicio. Los orientales usaban vestidos sueltos y cuando estos vestidos se desplegaban, no podían darse prisa en sus actividades. Por eso usaban el cinto para recoger sus túnicas y para estar preparados para alguna labor especial, o conflicto o lucha.

Así, todo sacerdote de Cristo debe usar su cinto de fidelidad. Hay un mundo impío que siempre está en actitud vigilante. Tengan cuidado; estén alerta. El pecado que tan fácilmente nos asedia podría echarles una zancadilla. Asegúrense de estar bien preparados, de tal manera que si el enemigo viene súbitamente, puedan enfrentarlo con valor, o si un mensaje les llegara de su Señor, puedan cumplirlo con diligencia.

Otra parte de las vestiduras del sacerdote se llama “la tiara”, literalmente, el turbante. Ésto era, así se nos dice, “para honra y hermosura”. Ciertamente nuestro Señor ha puesto en Su pueblo Su propia gloria y hermosura. No somos simplemente aceptables, sino amados; no pasables, sino admirables; no simplemente no hemos de ser condenados, sino que estamos llenos de belleza impartida. Jesús le dice a toda alma salvada: “Prendiste mi corazón, hermana, esposa mía; has apresado mi corazón con uno de tus ojos, con una gargantilla de tu cuello”.

Jesús se enamora de tal manera de Su propia imagen en cada alma salvada, que Su corazón es cautivado. Aquí están “la honra y la hermosura” con las que nos ha investido. Todo creyente es considerado por Dios como si fuese Cristo. Cristo tomó tu lugar, y fue maldecido por ti; tú tomas el lugar de Cristo, y a pesar de todas las blasfemias, de todas las rebeldías, de todas las durezas que puedas sentir por dentro, si tú estás verdaderamente en Cristo, ¡estás vestido de tal manera que la honra y la hermosura, que son Divinas, son tuyas! Los sacerdotes no sólo eran lavados sino también vestidos. ¡Alma mía, qué gozo es éste! ¡Pondéralo hasta el punto que te domine y te cautive!

Después de ser lavados y vestidos, los sacerdotes procedían a SER UNGIDOS. Ésto es mencionado más de una vez. La cabeza de Aarón era ungida con el santo óleo, hasta deslizarse en la falda de su ropa. Así Jesús fue ungido sin medida por el Espíritu Santo. Los otros sacerdotes eran tocados también con el óleo: eran rociados con él.

Y tú y yo, si hemos sido lavados y vestidos, todavía debemos ser ungidos. Hijo de Dios, ¿reconoces tú, clara e intensamente, tu necesidad de esta unción? Si he predicado sin el Espíritu Santo, he predicado en vano. Si he acudido a mi cámara de oración, sin importar cuán sincero deseara ser, he orado en vano, a menos que el Espíritu de Dios hubiere estado sobre mí. Esta unión es la suprema necesidad del cristiano.

El apreciado Joseph Irons solía decir muy a menudo cuando subía al púlpito: “¡Oh, anhelamos una unción de lo alto!” Maestro de la escuela dominical, tú eres un sacerdote y ésta es tu gran necesidad: la unción. Ustedes, que predican en las calles, ustedes, que son intercesores en privado por Cristo, ustedes, que buscan mostrar a Dios en su vida diaria, todos ustedes necesitan la unción. ¿Qué cosa nos es imposible hacer cuando el Espíritu está en nosotros, y qué podríamos hacer si Él ocultara Su presencia y poder? ¡Como sacerdotes de Dios, podemos y debemos tener una unción cotidiana –un ungimiento- del Santo!

Después de esto, ERAN CONSAGRADOS. Aquí he de extenderme más que sobre el punto anterior. Esta escogencia para la función y la obra sacerdotales, era sumamente notable. Encontramos que se tomaba sangre, y que Moisés tocaba con ella a los sacerdotes (según el versículo 24) primero “sobre el lóbulo de sus orejas derechas, sobre los pulgares de sus manos derechas y sobre los pulgares de sus pies derechos; y roció Moisés la sangre sobre el altar alrededor”. Esta descripción es muy detallada y sugerente. Todo cristiano ha de ser consagrado a Dios, con sangre, en lo tocante a su oído. Esto es, tenemos que estar ávidos de oír la voz de Dios, ya sea en Su Palabra impresa o predicada. “Bienaventurado el pueblo que sabe aclamarte”. Ellos reconocen esa voz porque la sangre está sobre su oído. Hemos de oír la voz de Dios en la providencia. Cuando hay un ruido como de marcha por las copas de las balsameras, como David, hemos de movernos. Debemos estar dispuestos a oír incluso a la vara y a Aquel que la ha determinado. Hay muchas voces que el oído santificado detecta, pero que el oído carnal no ha escuchado nunca. El hombre piadoso tiene admoniciones del Altísimo cuando el hombre natural no capta ningún susurro. Oír siempre “el silbo apacible y delicado” es la audición que deberíamos desear. Así también, con relación al hombre, deberíamos oír su miseria y sentir por ella; oír su pecado, y pedirle a Dios su pleno perdón, como lo hizo Jesús.

Sin embargo, por otro lado, hay algunos sonidos que el oído, así consagrado, no debe oír. Hemos de ser sordos a las insinuaciones de la suspicacia, la difamación de la calumnia, ¡ay!, un insulto intencionado, para muchos, que de otra manera nos hubiera provocado y enfadado.

Que podamos sentir siempre que así como había sangre sobre la oreja del sacerdote, así todos nuestros poderes receptivos deben ser consagrados a Dios. Si es así, he de sentir que hay algunos libros que no puedo leer, pues tengo sangre sobre mi oído; hay algunas canciones que no me atrevo a escuchar, alguna plática en la que no me atrevo a participar, pues tengo un oído consagrado. He de usar eso para Él, pues yo soy Su sacerdote.

Lo siguiente en el orden, era el pulgar. Ésto consagraba la mano. Y así como el oído simboliza nuestras facultades receptivas, así la mano representa nuestros poderes activos. Hay algunas cosas que no debemos tocar ni palpar; hay algunas cosas que no podemos hacer, en las que no podemos tener parte, es más, que no podemos ni siquiera palpar. Puesto que nuestra mano ha sido santificada con la sangre, todo lo que haga debe ser agradable a Dios. Yo sé que es un error común pensar que no puedes servir a Dios a menos que te subas a un púlpito, o asistas a una reunión de oración. ¡Tonterías! Tú puedes servir a Dios, verdaderamente, detrás del mostrador y en el cuarto de trabajo; puedes servir a Dios cuando cavas una zanja, o recortas un vallado. Yo creo que Dios es servido con frecuencia por el sastre o el zapatero que están conscientes de su llamado, de la misma manera que es servido por obispos y arzobispos, o por hombres de cualquier iglesia en el mundo. De cualquier manera, si tú no puedes servir a Dios en todo lo que haces, tienes la necesidad de pedir que se te enseñe el secreto de la vida cristiana, pues ese secreto es la consagración de todo a Jesucristo.

Has de convertir tus vestidos en ornamentos, tus comidas en sacramentos, cada uno de tus días en un día santo, cada una de tus horas en un tiempo consagrado a Dios. Nuestra mano, con todas sus múltiples actividades, debe ser consagrada –marcada con sangre- a Él.

Después de ésto, seguía el pie. La sangre era puesta sobre el pulgar del pie derecho, de forma que los pies eran apartados para Dios. ¡Ah, estas piernas nuestras solían llevarnos a los teatros! Podíamos correr lo suficientemente rápido calle abajo con ellos. Yo recuerdo a un hombre que se quedaba en el pasillo durante largo tiempo; decía que quería “poner a servir a sus piernas”; él había servido con ellas al demonio durante tanto tiempo que esas piernas debían soportar ahora un poquito de incomodidad por su nuevo señor y maestro, Jesucristo. Yo conozco a unos cuantos que solían caminar muchos kilómetros para venir a la casa de Dios: diez kilómetros. Yo solía decirles que era demasiado lejos. No era entonces demasiado lejos para ustedes, pero últimamente se ha vuelto demasiado lejos. El camino no se ha vuelto más largo, pero ustedes han retrocedido en lo tocante a su celo, y cuando el celo declina, los kilómetros se vuelven tristemente largos. Pero yo he observado que cuando hombres y mujeres se encuentran en el debido estado mental, no importa cuánto deban caminar, ni qué tengan que hacer por Cristo; el pie consagrado puede hacerlo gozosamente. Si yo tengo un pie consagrado, no he de permitirle que me lleve con malas compañías. Si alguien les dijera: “¿puedes venir conmigo a tal y tal lugar?”, ustedes deben responder: “¡No! ¡No puedo! ¡Tengo un pie que no irá, y no puedo ir sin él! Y si alguien dijera: “¿Cuál es el problema con tu pie?” Responde: “¡Tengo un pie que tiene sangre sobre él!” Dirán: “¡Qué extraño!” No te entenderán. Pero si intentas explicarles que la sangre de tu Señor Jesucristo te compró a ti y también a tu pie, entonces entenderán que no puede ir a ninguna parte excepto donde Cristo quiere que vaya. Eso podría significar que tendrás que cambiar tu posición en la vida; has de reubicarte y decidir adónde irás. Toma esa decisión con base en el principio de que tienes un pie consagrado. No vayas donde no puedas oír la pura Palabra de Dios.

Un judío se enteró de un buen negocio que involucraba mucho dinero, pero que estaba en un lugar donde no había una sinagoga; y se enteró de otro negocio, cerca de una sinagoga, pero que tenía poca actividad comercial y, siendo un judío piadoso, eligió el lugar con la sinagoga. Me temo que sólo hay unos cuantos judíos que querrían hacer eso y un igualmente escaso número de cristianos que piensen primero en la casa de Dios y en oír el Evangelio. Es mejor tener una comida de hierbas y el Evangelio con ella, que un novillo cebado y no escuchar a la verdad de nuestro Señor Jesucristo. ¡Al elegir su hogar, de hecho, en todo lo que concierne a su progreso en la vida, actúen como si tuviesen, y como si supiesen que tienen, un pie consagrado!

Juntándolo todo, eso ciertamente nos enseña que un cristiano, siempre, y en todas partes, y enteramente, no se pertenece a sí mismo, sino que está consagrado a Cristo. No meramente para ser bautizado, para acercarse una vez al mes a la mesa del Señor, para tomar un asiento y sentarse y de esta manera dar la impresión de tener una mente celestial. Cualquier hipócrita puede hacer eso. Pero la señal de un cristiano es ser tan honesto, recto, caritativo, amable, semejante a Cristo y santo, de tal manera, que todos los que lo vean sean forzados a decir: “Ese hombre es distinto a los demás hombres”. El secreto, aunque ellos pudieran no descubrirlo, es que mientras que otros hombres son sólo hombres comunes y están ubicados donde el padre Adán los dejó en la caída, este hombre ha sido hallado, y ha sido hecho nuevo en Jesucristo. ¡Oreja, pulgar y pie, todos consagrados al servicio de Cristo!

Recorriendo rápidamente el resto de este capítulo (Levítico 8), observamos que la consagración era muy meticulosa. Se hace mención de pan sin levadura. Ésto enseña que un cristiano no ha de seguir la religión por motivos de honor, ganancia o fama. Nada de la levadura de la hipocresía, o del mero formalismo, deben ser tolerados. Debemos servir a Cristo por Cristo mismo, y seguir a Dios porque nuestro corazón es recto para con Él.

Además, la consagración es expuesta –aunque tengo poco tiempo para considerarlo- por las diferentes partes de la víctima que eran ofrecidas a Dios. Observarán que los sentimientos más profundos del cristiano deben estar con Dios, que las entrañas y la grosura de los riñones debían ser quemadas sobre el altar. Así las emociones más ricas y más plenas de la mente y del corazón del cristiano, deben pertenecerle a Dios, pues la grosura y el tuétano debían ser quemados también; y la mayor fuerza del cristiano debe ser la del Señor, pues la espaldilla derecha debía ser ofrecida como una ofrenda mecida, y luego tenía que ser consumida con fuego. Tenemos que dar a Dios nuestros más íntimos pensamientos, nuestras pasiones más profundas, nuestra mayor fuerza. “Bienaventurado el hombre que tiene en ti sus fuerzas”. Algunas personas pueden hablar lo suficientemente fuerte como para despertar a un pueblo cuando están en su negocio, pero cuando vienen a orar, difícilmente puedes oírlos. Pero yo quisiera que un cristiano nunca fuera un hombre tan completo o tan excelente como cuando está sirviendo a Dios. Den al mundo, si quieren, las sobras de su mente, de su alma y de su fortaleza; pero ¡den a Dios su hombre entero, su vida interna y su vida externa, cada parte y poder y pasión, llevados a su límite máximo, y todo ello entregado a Él!

Pero, además, para concluir, la consagración del cristiano ha de ser constante. Este notable capítulo me ha interesado grandemente al observar que estos sacerdotes debían estar oficiando durante una semana entera en el tabernáculo. No debían abandonar su santo trabajo ni de día ni de noche. Cómo encontraban la suficiente fortaleza, o si ésto realmente incluía tiempos absolutamente necesarios de reposo, no podría decirlo. Pero dice que por siete días debían servir sin interrupción tanto de día como de noche. Entonces, el sacerdocio cristiano debe ser perpetuo. No debemos cesar de servir a Dios. Ustedes han oído acerca de uno que estaba tan enamorado, que en verdad comía, y bebía y dormía por el ser amado; así el cristiano debe “hacerlo todo para la gloria de Dios”.

Dirá alguien: “¿puede hacerse éso? ¿Acaso hemos de seguir a los monjes católicos y entrar a un monasterio?” ¡No!, no tengo ninguna duda de que hacen bien en rasurarse sus cabezas; hay probablemente una gran necesidad para ello. Pero a menos que nos volvamos dementes, no hay necesidad de que imitemos su ejemplo. El cristiano no ha de encerrarse, y convertirse en un eremita, y pensar que por eso él puede cultivar la santidad. Eso es impiedad; la santidad cristiana es social; es la luz de la palabra, la sal de la tierra. Hemos de estar en el mundo, aunque no hemos de ser del mundo; nuestro sacerdocio es ejercido en la calle, en el taller, en la familia y junto a la chimenea. De día y de noche, hemos de ofrecer oraciones y alabanzas y acciones de gracias a Dios, y así ser un sacerdote perpetuamente.

Pero, ¿de qué estoy hablando? Hay algunas personas aquí que nunca han sido sacerdotes para Dios todavía. ¿Qué han estado haciendo hoy? Pues bien, incluso en el día de guardar de Dios no le sirven, sino que se sirven a ellas mismas. ¡Vamos, amigo! Dios no ha cosechado nunca ni una solitaria espiga de tu campo. Ten cuidado, no sea que habiendo vivido para ti, mueras para ti; habiendo vivido sin Dios, mueras sin Dios y descubras que es algo tremendo presentarte para ser juzgado sin un Salvador que sea tu ayudador o tu sacerdote intercesor. Yo no te digo nada a ti acerca de ser un sacerdote para Dios. Tú necesitas primero un sacerdote para ti mismo. No acudas a ningún hombre. Ningún hombre tiene poder para ayudarle a tu alma, excepto orar e interceder por ti. El poder salvador y perdonador radica únicamente en Jesucristo. Míralo a Él; confía en Su sacrificio; Él resucitó, Él ascendió, Él está a la diestra de Dios. Hay vida en una mirada a Él. ¡Mira! ¡Confía! Y entonces serás lavado, vestido, ungido, consagrado, y así servirás a Dios. Pero tu primera ocupación es ir a Cristo. ¡Oh, que Cristo venga a ti, y te salve ahora, y Él recibirá de nosotros la gloria, mundo sin fin! Amén.


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