¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?

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{{info|Am I My Brother's Keeper}}<br>“¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?” Génesis 4: 9.  
{{info|Am I My Brother's Keeper}}<br>“¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?” Génesis 4: 9.  
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<br>A qué vergonzoso extremo de insolencia había llegado Caín cuando<br>pudo insultar al Señor Dios de esta manera. Si no estuviera<br>registrado en la página de la inspiración, habríamos podido dudar de<br>que un hombre hablara tan desvergonzadamente a pesar de estar<br>plenamente consciente de que el propio Dios era su interlocutor. Los<br>hombres blasfeman espantosamente, pero esto se debe usualmente a<br>que olvidan a Dios e ignoran Su presencia; pero Caín estaba<br>consciente de que Dios estaba hablándole. Le oyó preguntar:<br>“¿Dónde está Abel tu hermano?”, y, no obstante, se atrevió a<br>replicarle a Dios con la más descarada impertinencia: “No sé. ¿Soy<br>yo acaso guarda de mi hermano?” Era tanto como decir: “¿Piensas<br>que tengo que guardarlo como él guarda de sus ovejas? ¿Acaso soy<br>también un pastor como lo fue él, y habría de guardarlo como Abel<br>guardaba de una oveja lisiada?”  
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A qué vergonzoso extremo de insolencia había llegado Caín cuando pudo insultar al Señor Dios de esta manera. Si no estuviera registrado en la página de la inspiración, habríamos podido dudar de que un hombre hablara tan desvergonzadamente a pesar de estar plenamente consciente de que el propio Dios era su interlocutor. Los hombres blasfeman espantosamente, pero esto se debe usualmente a que olvidan a Dios e ignoran Su presencia; pero Caín estaba consciente de que Dios estaba hablándole. Le oyó preguntar: “¿Dónde está Abel tu hermano?”, y, no obstante, se atrevió a replicarle a Dios con la más descarada impertinencia: “No sé. ¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?” Era tanto como decir: “¿Piensas que tengo que guardarlo como él guarda de sus ovejas? ¿Acaso soy también un pastor como lo fue él, y habría de guardarlo como Abel guardaba de una oveja lisiada?”  
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<br>La descarada insolencia de Caín es un indicativo del estado de su<br>corazón que lo condujo al asesinato de su hermano; y era también<br>una parte del resultado de haber cometido ese crimen atroz. Caín no<br>habría procedido con ese cruel acto de derramamiento de sangre si<br>no hubiera desechado primero el temor de Dios ni hubiera estado<br>dispuesto a desafiar a su Hacedor. Habiendo cometido el asesinato,<br>la influencia endurecedora del pecado en la mente de Caín debe de<br>haber sido muy intensa, y así, finalmente, fue capaz de expresar<br>delante de Dios lo que sentía dentro de su corazón, y de decir: “¿Soy<br>yo acaso guarda de mi hermano?”  
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La descarada insolencia de Caín es un indicativo del estado de su corazón que lo condujo al asesinato de su hermano; y era también una parte del resultado de haber cometido ese crimen atroz. Caín no habría procedido con ese cruel acto de derramamiento de sangre si no hubiera desechado primero el temor de Dios ni hubiera estado dispuesto a desafiar a su Hacedor. Habiendo cometido el asesinato, la influencia endurecedora del pecado en la mente de Caín debe de haber sido muy intensa, y así, finalmente, fue capaz de expresar delante de Dios lo que sentía dentro de su corazón, y de decir: “¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?”  
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<br>Esto nos explica en gran manera lo que ha intrigado a algunas<br>personas, es decir, la asombrosa calma con la que grandes<br>criminales enfrentan el juicio de sus crímenes. Yo recuerdo haberme<br>enterado de alguien que había cometido indudablemente un<br>macabro asesinato pero que se mostraba como un hombre inocente.<br>Enfrentó a sus acusadores tan tranquila y serenamente –según se<br>decía- como sólo lo haría un inocente. Recuerdo haber reflexionado,<br>cuando me contaron eso, que un hombre inocente probablemente no<br>habría estado sereno. La turbación mental ocasionada a un hombre<br>inocente cuando es objeto de una acusación de tal naturaleza, le<br>habría impedido tener la entereza exhibida por aquel sujeto<br>culpable. El hecho de que un hombre muestre un rostro de piedra<br>cuando es acusado de un grave crimen, en lugar de ser una evidencia<br>de inocencia, debería ser considerado por los hombres sabios como<br>una evidencia en su contra. Es posible que quien ya ha sido tan<br>insensible como para bañar su mano en sangre pudiera parecer<br>desapasionado e impasible. Si estaba tan endurecido como para<br>realizar aquel acto reprobable, no es probable que muestre más<br>blandura cuando se le acusa de ese acto.  
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Esto nos explica en gran manera lo que ha intrigado a algunas personas, es decir, la asombrosa calma con la que grandes criminales enfrentan el juicio de sus crímenes. Yo recuerdo haberme enterado de alguien que había cometido indudablemente un macabro asesinato pero que se mostraba como un hombre inocente. Enfrentó a sus acusadores tan tranquila y serenamente –según se decía- como sólo lo haría un inocente. Recuerdo haber reflexionado, cuando me contaron eso, que un hombre inocente probablemente no habría estado sereno. La turbación mental ocasionada a un hombre inocente cuando es objeto de una acusación de tal naturaleza, le habría impedido tener la entereza exhibida por aquel sujeto culpable. El hecho de que un hombre muestre un rostro de piedra cuando es acusado de un grave crimen, en lugar de ser una evidencia de inocencia, debería ser considerado por los hombres sabios como una evidencia en su contra. Es posible que quien ya ha sido tan insensible como para bañar su mano en sangre pudiera parecer desapasionado e impasible. Si estaba tan endurecido como para realizar aquel acto reprobable, no es probable que muestre más blandura cuando se le acusa de ese acto.  
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<br>Oh, queridos amigos, evitemos el pecado, aunque sólo fuera por el<br>pernicioso efecto que tiene sobre nuestras mentes. Es un veneno<br>para el corazón. Embota a la conciencia, la droga, le provoca el<br>sueño; intoxica el juicio y sume a todas las facultades, por así decirlo,<br>en un estado de ebriedad a tal punto que nos hacemos capaces de<br>una monstruosa insolencia y de una ciega impertinencia que nos<br>vuelven lo bastante locos como para atrevernos a insultar a Dios en<br>Su cara.  
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Oh, queridos amigos, evitemos el pecado, aunque sólo fuera por el pernicioso efecto que tiene sobre nuestras mentes. Es un veneno para el corazón. Embota a la conciencia, la droga, le provoca el sueño; intoxica el juicio y sume a todas las facultades, por así decirlo, en un estado de ebriedad a tal punto que nos hacemos capaces de una monstruosa insolencia y de una ciega impertinencia que nos vuelven lo bastante locos como para atrevernos a insultar a Dios en Su cara.  
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<br>Sálvanos, oh Dios, de que nuestros corazones sean moldeados hasta<br>asumir la dureza del acero por el pecado, y guárdanos diariamente,<br>por Tu gracia, para que seamos sensibles y blandos delante de Ti, y<br>temblemos a Tu palabra.  
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Sálvanos, oh Dios, de que nuestros corazones sean moldeados hasta asumir la dureza del acero por el pecado, y guárdanos diariamente, por Tu gracia, para que seamos sensibles y blandos delante de Ti, y temblemos a Tu palabra.  
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<br>Ahora, hemos de notar aquí que mientras estamos censurando de<br>esta manera a Caín, debemos tener cuidado de no ser culpables<br>nosotros de eso mismo, pues si lo vemos sin ningún prejuicio,<br>cualquier tipo de excusa que le presentemos a Dios no es sino una<br>muestra refinada de presunción. Cuando se nos acusa de cualquier<br>forma de culpa, si comenzamos a negarla o atenuarla, somos<br>culpables del pecado de Caín en cuanto a insolencia delante de Dios;<br>y cuando hay algún deber que deba cumplirse, si comenzamos a<br>eludirlo o tratamos de hacer una apología para la desobediencia,<br>¿acaso no estaríamos olvidando en presencia de Quién estamos?<br>Dios me acusa de lo que he cometido, y ¿seré tan perverso como<br>para intentar negarlo? Me ordena que cumpla con un deber, y ¿acaso<br>comienzo a dudar, a cuestionar, y a preguntarme: “lo haré o no lo<br>haré”? ¡Oh, qué descarada rebelión! La esencia de la traición acecha<br>en cada indecisión de obedecer y mora en cada intento de atenuar<br>nuestra falta, una vez que hemos desobedecido.  
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Ahora, hemos de notar aquí que mientras estamos censurando de<br>esta manera a Caín, debemos tener cuidado de no ser culpables<br>nosotros de eso mismo, pues si lo vemos sin ningún prejuicio,<br>cualquier tipo de excusa que le presentemos a Dios no es sino una<br>muestra refinada de presunción. Cuando se nos acusa de cualquier<br>forma de culpa, si comenzamos a negarla o atenuarla, somos<br>culpables del pecado de Caín en cuanto a insolencia delante de Dios;<br>y cuando hay algún deber que deba cumplirse, si comenzamos a<br>eludirlo o tratamos de hacer una apología para la desobediencia,<br>¿acaso no estaríamos olvidando en presencia de Quién estamos?<br>Dios me acusa de lo que he cometido, y ¿seré tan perverso como<br>para intentar negarlo? Me ordena que cumpla con un deber, y ¿acaso<br>comienzo a dudar, a cuestionar, y a preguntarme: “lo haré o no lo<br>haré”? ¡Oh, qué descarada rebelión! La esencia de la traición acecha<br>en cada indecisión de obedecer y mora en cada intento de atenuar<br>nuestra falta, una vez que hemos desobedecido.  
<br>Catalogas a Caín como un monstruo porque se atrevió a confrontar a<br>Dios; sin embargo, Dios está presente en todas partes, y todo pecado<br>es perpetrado mientras Él lo está mirando. Contra Él pecamos y en<br>presencia Suya hacemos el mal; y cuando comenzamos a<br>disculparnos por el mal cometido, o dudamos de cumplir con un<br>deber, estamos desobedeciendo en la inmediata presencia del Señor<br>nuestro Dios. Puesto que, sin duda, hemos sido culpables de este<br>modo, confesémoslo humildemente y pidámosle al Señor que nos dé<br>una gran delicadeza de conciencia para que, de aquí en adelante,<br>temamos al Señor y no nos atrevamos nunca a levantarnos para<br>cuestionar lo que tenga que decirnos.  
<br>Catalogas a Caín como un monstruo porque se atrevió a confrontar a<br>Dios; sin embargo, Dios está presente en todas partes, y todo pecado<br>es perpetrado mientras Él lo está mirando. Contra Él pecamos y en<br>presencia Suya hacemos el mal; y cuando comenzamos a<br>disculparnos por el mal cometido, o dudamos de cumplir con un<br>deber, estamos desobedeciendo en la inmediata presencia del Señor<br>nuestro Dios. Puesto que, sin duda, hemos sido culpables de este<br>modo, confesémoslo humildemente y pidámosle al Señor que nos dé<br>una gran delicadeza de conciencia para que, de aquí en adelante,<br>temamos al Señor y no nos atrevamos nunca a levantarnos para<br>cuestionar lo que tenga que decirnos.  

Revisión de 18:29 20 dic 2010

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Por Charles H. Spurgeon sobre Santificación y Crecimiento
Una parte de la serie Metropolitan Tabernacle Pulpit

Traducción por Allan Aviles


“¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?” Génesis 4: 9.

A qué vergonzoso extremo de insolencia había llegado Caín cuando pudo insultar al Señor Dios de esta manera. Si no estuviera registrado en la página de la inspiración, habríamos podido dudar de que un hombre hablara tan desvergonzadamente a pesar de estar plenamente consciente de que el propio Dios era su interlocutor. Los hombres blasfeman espantosamente, pero esto se debe usualmente a que olvidan a Dios e ignoran Su presencia; pero Caín estaba consciente de que Dios estaba hablándole. Le oyó preguntar: “¿Dónde está Abel tu hermano?”, y, no obstante, se atrevió a replicarle a Dios con la más descarada impertinencia: “No sé. ¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?” Era tanto como decir: “¿Piensas que tengo que guardarlo como él guarda de sus ovejas? ¿Acaso soy también un pastor como lo fue él, y habría de guardarlo como Abel guardaba de una oveja lisiada?”

La descarada insolencia de Caín es un indicativo del estado de su corazón que lo condujo al asesinato de su hermano; y era también una parte del resultado de haber cometido ese crimen atroz. Caín no habría procedido con ese cruel acto de derramamiento de sangre si no hubiera desechado primero el temor de Dios ni hubiera estado dispuesto a desafiar a su Hacedor. Habiendo cometido el asesinato, la influencia endurecedora del pecado en la mente de Caín debe de haber sido muy intensa, y así, finalmente, fue capaz de expresar delante de Dios lo que sentía dentro de su corazón, y de decir: “¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?”

Esto nos explica en gran manera lo que ha intrigado a algunas personas, es decir, la asombrosa calma con la que grandes criminales enfrentan el juicio de sus crímenes. Yo recuerdo haberme enterado de alguien que había cometido indudablemente un macabro asesinato pero que se mostraba como un hombre inocente. Enfrentó a sus acusadores tan tranquila y serenamente –según se decía- como sólo lo haría un inocente. Recuerdo haber reflexionado, cuando me contaron eso, que un hombre inocente probablemente no habría estado sereno. La turbación mental ocasionada a un hombre inocente cuando es objeto de una acusación de tal naturaleza, le habría impedido tener la entereza exhibida por aquel sujeto culpable. El hecho de que un hombre muestre un rostro de piedra cuando es acusado de un grave crimen, en lugar de ser una evidencia de inocencia, debería ser considerado por los hombres sabios como una evidencia en su contra. Es posible que quien ya ha sido tan insensible como para bañar su mano en sangre pudiera parecer desapasionado e impasible. Si estaba tan endurecido como para realizar aquel acto reprobable, no es probable que muestre más blandura cuando se le acusa de ese acto. 

Oh, queridos amigos, evitemos el pecado, aunque sólo fuera por el pernicioso efecto que tiene sobre nuestras mentes. Es un veneno para el corazón. Embota a la conciencia, la droga, le provoca el sueño; intoxica el juicio y sume a todas las facultades, por así decirlo, en un estado de ebriedad a tal punto que nos hacemos capaces de una monstruosa insolencia y de una ciega impertinencia que nos vuelven lo bastante locos como para atrevernos a insultar a Dios en Su cara.

Sálvanos, oh Dios, de que nuestros corazones sean moldeados hasta asumir la dureza del acero por el pecado, y guárdanos diariamente, por Tu gracia, para que seamos sensibles y blandos delante de Ti, y temblemos a Tu palabra.

Ahora, hemos de notar aquí que mientras estamos censurando de
esta manera a Caín, debemos tener cuidado de no ser culpables
nosotros de eso mismo, pues si lo vemos sin ningún prejuicio,
cualquier tipo de excusa que le presentemos a Dios no es sino una
muestra refinada de presunción. Cuando se nos acusa de cualquier
forma de culpa, si comenzamos a negarla o atenuarla, somos
culpables del pecado de Caín en cuanto a insolencia delante de Dios;
y cuando hay algún deber que deba cumplirse, si comenzamos a
eludirlo o tratamos de hacer una apología para la desobediencia,
¿acaso no estaríamos olvidando en presencia de Quién estamos?
Dios me acusa de lo que he cometido, y ¿seré tan perverso como
para intentar negarlo? Me ordena que cumpla con un deber, y ¿acaso
comienzo a dudar, a cuestionar, y a preguntarme: “lo haré o no lo
haré”? ¡Oh, qué descarada rebelión! La esencia de la traición acecha
en cada indecisión de obedecer y mora en cada intento de atenuar
nuestra falta, una vez que hemos desobedecido.


Catalogas a Caín como un monstruo porque se atrevió a confrontar a
Dios; sin embargo, Dios está presente en todas partes, y todo pecado
es perpetrado mientras Él lo está mirando. Contra Él pecamos y en
presencia Suya hacemos el mal; y cuando comenzamos a
disculparnos por el mal cometido, o dudamos de cumplir con un
deber, estamos desobedeciendo en la inmediata presencia del Señor
nuestro Dios. Puesto que, sin duda, hemos sido culpables de este
modo, confesémoslo humildemente y pidámosle al Señor que nos dé
una gran delicadeza de conciencia para que, de aquí en adelante,
temamos al Señor y no nos atrevamos nunca a levantarnos para
cuestionar lo que tenga que decirnos.


Exactamente lo mismo, sin duda, yace en el fondo de las objeciones
levantadas en contra de las verdades de la Biblia. Hay algunas
personas que no acuden a la Escritura para quitarle lo que está allí,
pero viendo lo que es claramente revelado, comienzan a cuestionarlo
y a juzgarlo y formulan unas conclusiones de acuerdo a sus
conceptos de lo que debió haber estado allí. ‘Mas antes, oh hombre,
¿quién eres tú, para que alterques con Dios?’ Si Él lo dice, así es.
Créelo. ¿No puedes entenderlo? ¿Quién eres tú para que debas
entenderlo? ¿Puedes encerrar al mar en el hueco de tu mano o
apresar a los vientos en tu puño? ¡Gusano del polvo, el infinito ha de
estar siempre fuera de tu alcance! Siempre ha de haber en torno al
glorioso Señor algo que es incomprensible, y no te corresponde a ti
dudar porque no puedas entenderlo, sino que has de inclinarte
humildemente delante de la terrible presencia de Aquel que te hizo,
y en cuya mano está tu aliento. Que Dios nos libre de la presunción
que se atreve a decir como Faraón: “¿Quién es Jehová, para que yo
oiga su voz?”, y de la profana arrogancia que replica al Señor en el
espíritu de Caín.


Ahora veamos tranquilamente lo que dijo Caín. Le preguntó al
Señor: “¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?” Que el Espíritu Santo
nos guíe al considerar esta pregunta.


I. Primero, ha de notarse que EL HOMBRE NO ES GUARDA DE
SU HERMANO EN ALGUNOS SENTIDOS. Hay cierto peso en lo
que dijo Caín. Generalmente cada mentira lleva adherida cierta
porción de verdad e incluso en la mayor irreverencia hay,
usualmente, aquí o allá, algo de verdad, aunque sea penosamente
torcida o distorsionada. En esta atroz pregunta de Caín hay una
pequeña medida de razón. En algunos sentidos, nadie es guarda de
su hermano.  Primero, por ejemplo, todo hombre debe asumir su propia
responsabilidad por sus propios actos ante el Dios Todopoderoso
.
No es posible que un hombre transfiera sus obligaciones para con el
Altísimo, de sus propios hombros a los hombros de alguien más. La
obediencia a la ley de Dios ha de ser cumplida personalmente, pues,
de lo contrario, el hombre se vuelve culpable. Sin importar cuán
santo sea su padre o cuán justa sea su madre, él mismo habrá de
estar sostenido sobre sus propios pies para responder, por sí mismo,
delante del tribunal de Dios. Cada hombre que oye el Evangelio es
responsable por lo que ha oído. Nadie más puede creer el Evangelio
por él, o arrepentirse por él, o nacer de nuevo por él, o volverse
cristiano por él. Él debe arrepentirse personalmente del pecado,
debe creer personalmente en Jesucristo, debe ser convertido
personalmente, y personalmente ha de vivir para el servicio y la
gloria de Dios. Cada tonel ha de sostenerse sobre su propia base.

Ha habido vanos intentos de transferir la responsabilidad a un cierto
orden de hombres llamados sacerdotes, o clérigos o ministros, según
sea el caso; pero eso no puede hacerse. Cada individuo debe, por sí
mismo, buscar al Señor, él mismo ha de poner su carga de pecado al
pie de la cruz, y él mismo debe aceptar para sí a un Salvador
personal. No puedes hacer con los asuntos de tu alma lo mismo que
haces con los asuntos de tu patrimonio, ni puedes emplear a un
sacerdote de la misma manera que contratas a un agente para que te
represente.


Hay un sustituto y abogado que puede argumentar por nosotros,
pero ningún patrocinador terrenal podría servir en cuanto al cielo.
Dios exige el corazón, y con el corazón debe creer el hombre para
justicia, y además, debe hacerlo con su propio corazón, pues nadie
puede tomar su lugar. El grandioso Rey exige un servicio personal
que ha de ser prestado so pena de eterna destrucción. Ningún
hombre puede ser guarda de su hermano en el sentido de tomar
sobre sí las responsabilidades de otro.


Y además, nadie puede asegurar positivamente la salvación de
otro
, es más, ni siquiera puede tener alguna esperanza de la
salvación de su amigo, en tanto que ese amigo permanezca en la
incredulidad. Oh, personas inconversas, podemos orar por ustedes,
podemos pedirle al Señor que las renueve por Su Espíritu, pero
nosotros no podemos hacer nada con ustedes, y nuestras oraciones
no serán respondidas mientras ustedes mismos no hagan una
confesión de su pecado y acudan presurosamente a Cristo para su
salvación. Es, sin duda, una grandísima bendición tener amigos que
llevan los nombres de ustedes en sus corazones delante de Dios; oh,
pero no tengan confianza alguna en las oraciones de otras personas
mientras ustedes mismos permanezcan sin orar. Deberíamos estar
muy agradecidos cuando otras personas oran con fe por nosotros,
pero nunca seremos salvos si nosotros mismos permanecemos en la
incredulidad.


Ahora, puesto que no podemos convertir a otras personas, nosotros
no somos responsables de hacer aquello que no podemos hacer, y en
ese sentido, no somos guardas de nuestro hermano tan plenamente
como para ser responsables de que acepte o reciba a Jesús.


Y aquí permítanme decir, a continuación, que hacen muy mal
quienes se comprometen mediante votos y promesas a nombre de
otros en este asunto,
cuando en realidad son completamente
impotentes. Para mí sigue siendo siempre un enigma que no puedo
explicar, excepto por la total falta de corazón y por la impiedad de
esta época, que se deba encontrar hombres y mujeres que pasen al
frente para prometer solemnemente a nombre de un bebé, que no se
da cuenta de nada, que guardará todos los santos mandamientos de
Dios y que caminará en los mismos todos los días de su vida, y que
renunciará a todas las pompas y vanidades de este presente mundo
malvado. No quisiera dejar de mencionar que cuando hacen una
promesa así, mienten de manera sumamente atroz. Y van más lejos
que eso: ustedes son culpables de perjurio delante del Dios
todopoderoso. Con qué ira ha de mirar el Señor a las personas que,
en un edificio que consideran consagrado en Su honor, y en
presencia de quienes visten ornamentos sagrados que tienen el
propósito de distinguirlos como mensajeros especiales de Dios, se
atreven a decir que harán aquello que está completamente fuera de
su alcance. No pueden hacerlo y ustedes lo saben. Tal vez, ni ustedes
mismos hayan renunciado a las pompas y vanidades del mundo;
ciertamente ustedes no han guardado todos los santos
mandamientos de Dios. ¿Cómo podrían hacerlo a nombre de otros?
Si ustedes se pusieran allí, y prometieran delante de Dios que el niño
crecerá hasta alcanzar un metro y ochenta centímetros de estatura,
que su cabello será de color rubio y que sus ojos serán verdes,
estarían tan justificados al hacer un voto así como al prometer eso
que prescribe el Libro de Oración, sólo que habría un toque de lo
ridículo en torno a ello; pero en esto no hay nada que yo pueda ver
de lo que se pueda uno reír, sino todo que lamentar. Es triste que la
mente humana sea capaz de un uso tal de palabras que se atreva a
pronunciar una mentira como un acto de adoración, y que luego
regrese tranquila y calmadamente a casa como si todo se hubiese
hecho para agradar a Dios. No, ustedes no pueden ser guardas de
otras personas. Por tanto, no se pongan en la terrible posición de
prometer que lo serán.


Es apropiado decir aquí que el más denodado ministro de Cristo no
debe enfatizar tanto la idea de su propia responsabilidad personal al
extremo de hacerse inadecuado para su servicio debido a una
mórbida visión de su posición. Si ha predicado fielmente el
Evangelio y su mensaje fuera rechazado, ha de perseverar en la
esperanza y no debe condenarse a sí mismo.


Yo recuerdo que hace algunos años, cuando me esforzaba por sentir
la responsabilidad de las almas de los hombres sobre mí, me deprimí
mucho en espíritu, y de allí surgió la tentación de renunciar a la obra
por causa de la desesperanza. Yo creo que esa responsabilidad debe
ser sentida debidamente, y no quiero decir ni una sola palabra para
excusar a cualquiera que sea infiel; pero en mi propio caso vi que
podría insistir en tensar las cuerdas de mi naturaleza hasta destruir
mi poder de hacer bien, pues me volví tan infeliz que la elasticidad
de mi espíritu me abandonó. Luego recordé que si hubiese
presentado el Evangelio fielmente y con apremio ante ustedes, pero
aun así lo rechazaran, yo no tendría nada más que hacer al respecto
excepto orar; recordé que si supliqué denodadamente al Señor que
enviase una bendición, y si tratara una y otra vez de suplicar y
exhortar a sus propias conciencias para que se reconcilien con Dios,
y aun así fallara, no sería considerado responsable por no hacer
aquello que no podía hacer, es decir, convertir los corazones de
piedra en corazones de carne, o resucitar a los pecadores muertos a
una nueva vida. Nuestra responsabilidad es lo bastante onerosa para
que la exageremos; no somos padrinos de los hombres, y si ellos
rechazaran a nuestro Salvador a quien predicamos fielmente, su
sangre ha de recaer sobre sus propias cabezas.


Nuestro Señor no siempre lloró por Jerusalén; algunas veces se
regocijó en espíritu: ningún pensamiento ha de ocupar con
exclusividad nuestras mentes pues seríamos unos buenos para nada
en la vida práctica. Nosotros no somos guardas de las almas de otros
hombres en un sentido ilimitado; hay un límite para nuestra
responsabilidad y es insensato permitir que una sensibilidad
excesiva nos abrume hasta casi perder la razón.


Sin embargo, hay un sentido en el que somos guardas de nuestro
hermano, y de eso voy a hablarles ahora. Tengan presente mi
advertencia para prevenir una mala interpretación aunque no
disminuirá la fuerza de lo que digo, sino que aumentará su peso,
porque sentirán que he analizado el tema de una manera integral.


II. Así que ahora, en segundo lugar, SOMOS EN UN ALTO
GRADO, CADA UNO DE NOSOTROS, GUARDAS DE NUESTRO
HERMANO. Hemos de vernos bajo esa luz, y es un espíritu cainita el
que nos impulsa a pensar de otra manera y a envolvernos en la
insensibilidad y decir: “No es asunto mío cómo les vaya a los demás.
¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?” Debemos mantenernos
alejados de ese espíritu.


Pues, primero, los sentimientos comunes de humanidad deberían
conducir a cada cristiano a sentir un interés por el alma de cada
individuo inconverso
. Yo digo: “común humanidad” pues usamos la
palabra ‘humanidad’ para significar benevolencia. Un hombre así, -
decimos- no tiene sentimientos humanos. Yo no estoy muy seguro
de que el sentimiento humano sea siempre tan humano como las
palabras parecieran implicar. La humanidad, por allá lejos, de
cualquier manera, en Rusia y en Turquía, no pareciera ser una flor
digna de cultivarse, pero deberíamos orar para ser liberados de tal
humanidad. La bestia más terrible en aquellas regiones pareciera ser
un hombre. ¡La humanidad en Bulgaria! Que Dios nos libre de tal
humanidad. Sin embargo, yo todavía confío que la expresión entre
nosotros es usada en el sentido de que la ‘común humanidad’ nos
conduzca a desear la salvación de otros. Estoy seguro, mis queridos
amigos, de que si vieran que un hombre perece por falta de pan,
ustedes desearían compartir su mendrugo de pan con él.


¿Acaso permitirían que las almas perecieran por falta del pan de
vida, sin apiadarse de ellas ni ayudarlas? Si viéramos a un pobre
infeliz temblando en el frío del invierno, deberíamos estar
dispuestos a dividir nuestros vestidos para vestirlo a él. ¿Acaso
veremos a los pecadores carentes del manto de justicia y no
estaremos ansiosos de hablarles de Aquél que puede vestirlos con un
hermoso lino blanco? Cuando una persona se encuentra en peligro
debido a un accidente, corremos a donde sea y hacemos lo que se
requiera por si pudiéramos rescatarlo de cualquier modo; y, sin
embargo, esta vida terrenal es trivial comparada con la vida eterna, y
que permanezcamos siendo indiferentes cuando los hombres están
pereciendo, -indiferentes a los terribles dolores que le sobrevienen a
los pecadores impenitentes a lo largo de toda la eternidad- sería
actuar como si toda la compasión fraternal hubiere abandonado
nuestro pecho.

Cristianos, yo los exhorto, incluso sobre la base de un motivo tan
bajo como éste: debido a que son humanos, y todos los hombres son
sus hermanos, nacidos del mismo linaje, y morando bajo el mismo
techo abovedado del mismo Padre eterno, a que se preocupen por las
almas de los demás y sean, cada uno de ustedes, el guarda de su
hermano.


Un segundo argumento es extraído del hecho que todos nosotros,
especialmente los que somos cristianos, tenemos el poder de hacer
el bien a otros
. No todos tenemos la misma habilidad, pues no todos
tenemos los mismos dones, o la misma posición, pero igual que la
joven sirvienta que servía a la esposa de Naamán tuvo la
oportunidad de comentar acerca del profeta que podría sanar a su
señor, así no hay ni un solo cristiano joven aquí presente que no
tenga algún poder para hacer el bien a otros. Los hijos convertidos
pueden balbucear el nombre de Jesús a sus padres y bendecirlos.
Todos nosotros tenemos alguna capacidad para hacer el bien.

Ahora, tomen como un axioma que el poder para hacer el bien
involucra el deber de hacer el bien. Dondequiera que estén
colocados, si pudieran bendecir a alguien, están obligados a hacerlo.
Tener poder y no usarlo es un pecado. Al detener tu mano y no hacer
aquello que eres capaz de hacer para el bien de tus semejantes, has
quebrantado la ley del amor. No necesitas un llamamiento especial
para hablarle a un pecador acerca de Jesús. No necesitas un
llamamiento especial para acercarte a un niñito y hablarle del amor
del Salvador. No necesitas ninguna revelación por medio de ángeles
del cielo que te diga que lo que te ha beneficiado a ti mismo
beneficiará a tus semejantes. Todo tu conocimiento, toda tu
experiencia, todo lo que posees que la gracia te ha dado, exige un
retorno en la forma del servicio prestado a los demás. Los judíos
eran la nación elegida de Dios, elegidos para guardar los oráculos de
Dios para todas las naciones; pero fallaron porque nunca se
preocuparon por la implicación de esas grandes verdades para los
gentiles, sino que imaginaron que las habían recibido para su propio
beneficio especial. El espíritu egoísta creció en ellos, de tal manera,
que cuando fue mencionada la gracia de Dios para los paganos, los
hizo enloquecer de ira.


Y ustedes, los que son salvos, ustedes le deben mucho a Dios, pero
no piensen que son salvos únicamente para su propio beneficio
especial. Es un grandioso beneficio para ustedes, pero la gracia les es
otorgada como luz para que la den a otros que están en tinieblas; les
es otorgada como el pan que fue dado por el Señor a Sus discípulos
en el desierto para que lo repartieran entre la multitud, para que
todos comieran y fueran saciados. Piensen en esto: el poder de hacer
el bien involucra la responsabilidad de hacerlo en cualquier lugar en
que exista el poder; y así, en tanto que tengan alguna habilidad, por
ese mismo hecho son constituidos en guardas de su hermano.


Otro argumento es claramente extraído de la versión de nuestro
Señor de la ley moral
. ¿Cuál es el segundo y gran mandamiento de
acuerdo a Él? “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Ahora, así
como nos hemos amado a nosotros mismos tan bien que a través de
la gracia de Dios hemos buscado y encontrado el perdón de nuestro
pecado, ¿no deberíamos amar a nuestro prójimo de igual manera
como para desear que conozca su pecado y busque también el
arrepentimiento? Fue lo correcto que aseguráramos nuestros más
elevados intereses asiendo la vida eterna; pero si hemos de amar a
nuestro prójimo como a nosotros mismos, ¿podríamos darnos algún
descanso mientras las multitudes siguen despreciando a Cristo y
rechazando la salvación? No, hermanos, no hemos alcanzado la
norma todavía; pero en la proporción en que comencemos a amar a
nuestro prójimo como a nosotros mismos, sentiremos ciertamente
que Dios nos ha hecho, en una medida, ser guardas de nuestro
hermano.


Pero además, sin ver a las almas de otros hombres, no podemos
guardar el primero de los dos grandes mandamientos
en los que
nuestro Señor ha resumido la ley moral. Dice así: “Amarás al Señor
tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente
y con todas tus fuerzas”; pero es imposible que hagamos eso a menos
tengamos amor por el alma de nuestro hermano, pues muy bien
pregunta el apóstol: “Pues el que no ama a su hermano a quien ha
visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?” Es muy fácil
ponerse de pie y cantar acerca de tu amor a Dios y dejar que la
colecta misionera pase de largo mientras tus ojos están
contemplando el cielo, pero si no te preocupas por las almas de los
paganos, ¿cómo es que te importa Dios? Es muy bonito estar
enamorado de Cristo y tener una dulce experiencia, o pensar que la
tienes, y sin embargo, muchos pobres infelices están muriendo en
Londres sin el conocimiento del Salvador, y tú puedes dejarlos morir
y que se hundan en el infierno sin sentir ninguna emoción. Que Dios
nos salve de una piedad así. Es algo muy bonito para mirarse, como
la decoración color de oro sobre el pan de jengibre de las antiguas
ferias, pero no hay nada de oro en ello. Una religión sin amor no
sirve para nada. Aquél que no ama lo suficiente a su semejante como
para desear su salvación, ni la tenga por meta con todo su poder, no
aporta ninguna prueba de que ama a Dios en absoluto. Piensen en
estas cosas y sopesen mis argumentos con objetividad.


Algo más. La razón más poderosa para el cristiano tal vez sea que
todo el ejemplo de Jesucristo, a quien llamamos Maestro y Señor,
apunta en la dirección de que somos el guarda de nuestro
hermano
; pues, ¿qué fue la vida de Jesús sino una completa
abnegación? ¿Qué se dijo de Él a la hora de Su muerte, sino que: “A
otros salvó, a sí mismo no se puede salvar”? El simple hecho de que
haya un Cristo significa que hubo Alguien que se preocupó por los
demás, y que nuestro Señor se hizo hombre significa que amó a Sus
enemigos y vino aquí para rescatar a aquellos que se rebelaron en
contra de Su autoridad.


Si somos egoístas, si convertimos nuestra propia ida al cielo en el
único objetivo en la vida, no somos cristianos. Podríamos llamar a
quien queramos Señor, pero no estaríamos siguiendo a Jesucristo.
¿Derramas unas lágrimas? Pero, ¿lloras acaso por Jerusalén? Las
lágrimas por ustedes mismos son algo muy pobre si no hay nunca
lágrimas derramadas por los demás. Tú oras y agonizas; pero, ¿tu
dolor es alguna vez causado por soportar la carga de las almas de
otras personas? De otra manera, ¿eres tú semejante a Aquél con
cuyo nombre Getsemaní ha de estar vinculado siempre en nuestra
memoria? Oh, aunque entregáramos nuestros cuerpos para ser
quemados, pero no tuviéremos amor por la humanidad, de nada nos
serviría. Podríamos adelantar un buen trecho del camino, y
aparentemente llegar hasta el propio fin del camino en las cosas
externas de la religión cristiana, pero si el corazón no arde nunca
con un deseo de beneficiar a la humanidad, seríamos extraños
todavía para la mancomunidad de la cual Jesús es la grandiosa
cabeza. Estoy seguro de que es así. No estoy hablando según mi
propia mente, sino según la mente de Cristo. Si Él estuviese aquí,
¿qué diría a cualquiera que se llamara a sí mismo Su discípulo, pero
que nunca levantara su mano o moviera su lengua para arrebatar al
tizón de las llamas o para salvar al pecador del error de sus caminos?
Debe ser así, entonces: hemos de ser los guardas de nuestros
hermanos.


A continuación consideremos que somos ordenados, ciertamente,
para el oficio de guarda del hermano porque hemos de rendir
cuentas al respecto
. Caín fue llamado a rendir cuentas. “¿Dónde está
Abel tu hermano?” Quiera Dios, queridos amigos, y especialmente
ustedes, jóvenes del Colegio del Pastor, que me pidieron que hablara
acerca de las misiones esta noche, que puedan oír ahora al Señor
hablándoles y diciéndoles: “¿Dónde está Abel tu hermano?”


Tomen primero a quienes están unidos a nosotros por los lazos de la
carne, que encajan bajo el término de “hermanos”, porque nacieron
de los mismos padres, o son parientes cercanos. ¿Dónde está Juan?
¿Dónde está Tomás? ¿Dónde está Enrique, tu hermano? ¿Sigue sin
ser salvo? ¿Sigue sin Dios? ¿Qué has hecho por tu hermano en toda
tu vida? ¿Cuánto has orado por él? ¿Con qué frecuencia le has
hablado seriamente acerca de su condición? ¿Qué medios has usado
para su instrucción, para su persuasión, para su convicción?


Queridas hermanas, no he de hacerlas a un lado. ¿Dónde está su
hermano? Ustedes, hermanas, ejercen un gran poder sobre sus
hermanos, y más poder todavía del que tienen los hermanos.
¿Dónde, amada hermana –déjame hacerte la pregunta muy
tiernamente- dónde está tu prole, dónde tu hijo, dónde tu hija? No
es todo lo que pudieras desear, dices tú. Pero, ¿podrías decir que si
tu amado hijo fuera a perecer tú estarías libre de su sangre?

Padre de familia, el muchacho te preocupa; ¿estás completamente
limpio de haber ayudado a sembrar en él los pecados que ahora son
tu tribulación? Vamos, ¿has hecho todo lo que debía hacerse? Si en
el plazo de una semana tuvieras que seguir el cuerpo de tu hijo en
una procesión fúnebre hasta su tumba, ¿estarías lo suficientemente
limpio? ¿Muy limpio?


Parientes, los pongo juntos a todos ustedes, ¿están limpios de la
sangre de sus parientes?, pues el día vendrá en que se deberá hacer
la pregunta muy llanamente: “¿Dónde está Abel tu hermano?” Yo sé
que no puedes evitar que tal persona viva en pecado, y que se haya
vuelto un individuo incrédulo o un incorregible. No puedes evitarlo
en absoluto, pero, aun así, ¿has hecho todo lo que debiste haber
hecho tendiente a prevenir el pecado, conduciendo a esa alma a
entrar en el camino de vida y paz?


Hago una pausa por un momento para dejar que esa solemne
pregunta sea planteada ante cada uno de ustedes. Dice el proverbio:
“La caridad ha de comenzar en casa”, y en verdad el amor cristiano
ha de comenzar allí. ¿Están barridas nuestras propias casas? En
relación a nuestros propios hijos, y siervos, y hermanos y hermanas:
¿hemos buscado, hasta donde nos hubiere sido posible, ganarlos
para Cristo? Por mi parte, yo desprecio a aquel espíritu que aparta
de sus hijos a una madre cristiana y que la lleva a hacer el bien en
otra parte excepto en su hogar. Me da miedo el celo de aquellos que
pueden dedicarse a muchos servicios pero cuyos hogares están
descuidados; sin embargo, algunas veces, se da ese caso. He
conocido personas muy interesadas en las siete trompetas y en los
siete sellos pero que no se han preocupado por los siete queridos
hijos que Dios les ha confiado. Deja que alguien más abra la
Revelación, y tú mira a tus propios muchachos. ¡Preocúpate acerca
de dónde están por las noches! Y preocúpate porque tus hijas
conozcan, al menos, el Evangelio; pues ciertamente hay algunos
hogares en los que hay ignorancia del plan de salvación, a pesar de
que los padres profesan ser cristianos. Tales cosas no deberían ser.
¿Dónde está Abel tu hermano? ¿Dónde está tu hijo? ¿Dónde está tu
hija, tu hermana, tu padre, tu primo? Asegúrate de comenzar a
buscar, de inmediato y denodadamente, la salvación de tus
parientes.


Pero, amados, no debemos acabar allí, porque la hermandad se
extiende a todos los rangos, razas y condiciones; y de conformidad
a la habilidad de cada quien, será considerado responsable por las
almas de otros a los que nunca vio. ¿Dónde está Abel tu hermano?
Por allá, en una callejuela escondida de Londres. Está entrando
justamente a la cantina. Ya está medio ebrio. ¿Has hecho algo,
amigo, tendiente a recobrar a ese borracho? ¿Dónde está tu
hermana? Tu hermana, la que frecuenta las calles a la medianoche.
Te haces para atrás y dices: “ella no es hermana mía”. Sí, pero Dios
puede requerir de tus manos su sangre, si la dejas que perezca de esa
manera. ¿Has hecho algo para recobrarla? Ella tiene un corazón
blando a pesar de su pecado. Ay, muchas mujeres cristianas y
muchos hombres cristianos que se atraviesan en el camino de tales
individuos ruines, se retraerán con una nota de fariseísmo,
sacudirán el polvo de sus pies, y sentirán como si fueron
contaminados por su simple presencia. Sin embargo, los cristianos
deberíamos amar a los que yerran y a los pecadores, y si no lo
hacemos, seremos llamados a rendir cuentas por ello. Si tenemos
una oportunidad de hacer el bien, incluso a los más viles, y no la
aprovecháramos, no estaremos sin culpa. Algunos de ustedes, que se
enriquecen en Londres, luego se mudan para vivir directamente en
los suburbios y yo no podría culparlos. ¿Por qué no habrían de
hacerlo? Pero si dejan el corazón de Londres, donde está la gente
trabajadora, desposeída de los medios de gracia; si están contentos
de oír ustedes mismos el Evangelio y retiran su riqueza de las
iglesias que están batallando en medio de los pobres, Dios les dirá
algún día: “¿Dónde está Abel tu hermano?”

Comerciante citadino, ¿dónde están los pobres que te permitieron
ganar tu riqueza? ¿Dónde están aquellos que después de todo fueron
el hueso y el músculo que te hicieron rico, de los que huiste como si
hubiesen sido heridos por la plaga y a quienes dejaste morir en la
completa ignorancia? Oh, pongan mucho cuidado, ustedes, ricos,
ustedes, personas en posiciones respetables, para que la sangre de
los pobres de Londres no sea demandada de sus almas en el gran día
de la rendición de cuentas. Ay, pero Londres no está en todas partes,
ni tampoco esta islita de Inglaterra lo es todo. Miren si pueden a
través de mar y tierra a la India, donde viven sus compañeros
súbditos y, ay, mueren de hambre en esta hora. El día vendrá cuando
Dios les dirá a los cristianos ingleses, “¿Dónde está el Hindú tu
hermano? ¿Dónde está el Bramín tu hermano? ¿Dónde está el Sudra
tu hermano?” Y ¿qué respuesta darán los hombres que deberían
estar allí y que tienen la capacidad de estar allí? ¿Qué respuesta
darán los ricos que deberían ayudar a enviar misioneros para allá,
pero que permiten que millones de personas perezcan sin un
conocimiento de Cristo y no alzan su mano para ayudarles? Y más
allá, todavía, está ubicada la China. Es muy doloroso pensar en
China, con sus prolíficos millones, millones que nunca han ni
siquiera oído el sonido del nombre de Jesús. Su destino lo dejamos
con Dios, pero aun así sabemos que ser ignorante de Dios y de Su
Cristo es algo terrible; y todo hombre que posea la luz, a menos que
su deber esté en casa, debería ceñir sus lomos y decir en el nombre
de Dios: “No voy a tolerar que la sangre de India bañe mis vestidos
ensangrentados, ni que la sangre de China derrame una maldición
sobre mi cabeza”. Que el Señor conceda ver a todos los cristianos su
relación para con la humanidad, y que cumplan el papel de un
hermano para todas las razas.


Una cosa más sobre este llamado a rendir cuentas. Entre más
necesitada, entre más pobre sea la gente, mayor es la exigencia
para nosotros
; pues, de acuerdo al libro de las cuentas- ¿acaso
necesito buscar el capítulo?; pienso que ustedes lo recuerdan, esas
son las personas por las que principalmente tendremos que rendir
cuentas: “Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y
no me disteis de beber; fui forastero, y no me recogisteis; estuve
desnudo, y no me cubristeis; enfermo, y en la cárcel, y no me
visitasteis”. Estos sujetos susceptibles de caridad eran los más
carentes y pobres de todos, y la gran pregunta en el último día es
acerca de qué fue hecho por ellos. Entonces si hubiere una nación
más ignorante que otra, nuestro llamado es hacia allá; y si hubiere
personas más hundidas y degradadas que otras, es en lo
concerniente a ellas que tendremos que rendir cuentas especiales.

Ahora, concluyo este segundo encabezado tocante a que somos
realmente guardas de nuestro hermano, diciendo esto: que hay
algunos de nosotros que somos guardas de nuestro hermano de
manera voluntaria, pero aun así de manera muy solemne, por el
oficio que desempeñamos. Nosotros somos ministros. Oh, hermanos
ministros, nosotros somos guardas de nuestro hermano. “Si el
atalaya no les avisara perecerán”. Esa es una terrible sentencia para
mí: “Perecerán”. La siguiente no es tan terrible algunas veces para
mi corazón, pero es muy temible: “Demandaré su sangre de mano
del atalaya”. No pueden entrar al ministerio cristiano sin estar donde
necesitarán la gracia todopoderosa para quedar libres de la sangre
de las almas. Sí, y ustedes, maestros de la escuela dominical, cuando
asumen la responsabilidad de enseñar a ese grupo de niños, entran
en la más solemne de las responsabilidades. Podría agregar que
todos ustedes que nombran el nombre de Jesús, por ese simple
hecho, tienen su medida de responsabilidad, pues Cristo ha dicho,
no únicamente de los ministros ni de los maestros de la escuela
dominical, sino de todos: “Vosotros sois la luz del mundo”. Si no
proyectan ninguna luz, ¿qué se dirá de ustedes? “Vosotros sois la sal
de la tierra”; y si no hay sabor en ustedes ¿qué futuro les espera sino
ser echados fuera y hollados por los hombres?


III. Mi tiempo casi se está acabando. Necesitaría mucho más
tiempo, pero si dejo con ustedes estos pensamientos, me daré por
satisfecho. Sin embargo, he de ocupar un poco más de espacio
mientras hablo sobre el tercer encabezado, es decir, que SERÍA UNA
GRAN PRESUNCIÓN DE NUESTRA PARTE SI, DE ESTA NOCHE
EN ADELANTE, ELUDIÉRAMOS LA RESPONSABILIDAD DE SER
LOS GUARDAS DE NUESTRO HERMANO.


Lo voy a poner brevemente bajo una intensa luz. Si rehusáramos
cumplir lo que se nos ordena, sería negar el derecho de Dios para
legislar y para exigirnos que obedezcamos la ley. Dios ha organizado
la sociedad de tal manera que todo hombre que recibe la luz está
obligado a proyectarla, y si declinaran ese bendito servicio,
prácticamente le negarían a Dios el derecho de exigir tal servicio de
ustedes. Estarían juzgando a su Juez y pretendiendo gobernar a su
Dios. Eso sería un acto de alta traición.


Adviertan, además, que estarían negando todo argumento en favor
de ustedes para recibir la misericordia divina, porque si no quieren
otorgar misericordia a otros, y si rehúsan por completo su
responsabilidad ante los demás, se colocarían en la posición de
decir: “No necesito nada de nadie”, y por consiguiente, no necesitan
nada de Dios. En la medida en que muestren misericordia, en esa
medida la tendrán. La pregunta no es: ¿qué será del pagano si
ustedes no le enseñan?; la gran pregunta es: ¿qué será de ustedes si
no lo hicieran? Si permiten que mueran los pecadores, ¿qué será de
ustedes? Allí está el punto. Se ponen fuera del alcance de la
misericordia, puesto que ustedes mismos rehúsan concederla.
Cuando doblan su rodilla en oración se maldicen a sí mismos, pues
le piden a Dios que perdone sus deudas así como ustedes perdonan a
sus deudores, y así, de hecho, le piden a Dios que trate con ustedes
según están ustedes tratando con otros. ¿Qué misericordia,
entonces, podrían esperar?


Ciertamente vemos esto también al respecto: que su acto es algo así
como echarle la culpa a Dios por su propio pecado si dejan que los
hombres perezcan. Cuando Caín preguntó: “¿Soy yo acaso guarda de
mi hermano?”, quería decir, probablemente: “Tú eres el preservador
de los hombres. ¿Por qué no preservaste a Abel? Yo no soy su
guarda”. Algunos ponen sobre la soberanía de Dios el peso que
descansa sobre su propia indolencia. Si un alma perece sin que se le
hubiere enseñado el Evangelio, no podrías echar el peso de ese
hecho sobre la soberanía divina hasta que la iglesia cristiana hubiera
hecho todo lo que podía para dar a conocer el Evangelio. Si
hubiéremos hecho todo lo que se podía hacer, -me refiero a todos
aquellos que son creyentes- y a pesar de ello perecieran algunas
almas, la culpa recaería sobre esas mismas almas culpables; pero allí
donde nos quedamos cortos, en ese grado somos guardas de nuestro
hermano y no debemos acusar al Señor.


Y además, me parece que hay una completa ignorancia de todo el
plan de salvación en aquel hombre que diga: “No voy a asumir
ninguna responsabilidad acerca de los demás”, porque todo el plan
de salvación está basado en la sustitución, en el cuidado de Otro por
nosotros, en el sacrificio de Otro por nosotros; y el pleno espíritu de
ello es la abnegación y el amor por los demás. Si tú dijeras: “no he de
amar”, -bien, todo el sistema es integral y estarías renunciando a
todo-. Si no quieres amar, no podrás recibir la bendición del amor. Si
no quieres amar, no puedes ser salvado por amor; y si supones que
la fe cristiana te permite ser egoísta y desamorado y que, sin
embargo, te lleva al cielo, cometes un error. No hay una religión así
propagada por la palabra de Dios, pues la religión de Jesús enseña
que puesto que Cristo nos ha amado tanto, nosotros hemos de
amarnos los unos a los otros, y a amar a los impíos al punto de
esforzarnos para conducirlos a los pies del Salvador. Que Dios nos
conceda que estas palabras tengan un efecto saludable porque el
Espíritu de Dios las aplica a sus almas.


Por último, podría resultar que si no somos guardas de nuestro
hermano terminemos siendo asesinos de nuestro hermano. Les pido
amablemente que consideren sus pecados antes de la conversión.
Quien no hubiere cometido pecados antes de su conversión que
hayan lesionado a otros, sería un hombre sumamente feliz; y hay
algunas personas cuyas vidas antes de volverse a Cristo se vieron
espantosamente mezcladas con la carrera de otros a quienes han
dejado en hiel de amargura para perecer. He visto lágrimas amargas
derramadas por hombres que han llevado vidas descarriadas, al
recordar a otros con quienes han pecado. “Yo he sido perdonado; yo
soy salvo”, me dijo uno de ellos una vez. “Pero, ¿qué hay de esa
pobre muchacha? ¡Ay! ¡Ay!” Un hombre ha sido un infiel y ha guiado
a otros a la infidelidad, y él mismo ha sido salvado pero no puede
rescatar a aquellos para quienes sirvió de instructor en el ateísmo.
Antes de la conversión tal vez hayas cometido muchos asesinatos de
almas. ¿Acaso no debería estimularte eso a buscar ahora, de ser
posible, en la medida tus posibilidades, llevar a Cristo a quienes una
vez apartaste de Él, y enseñar la palabra viviente puesto que una vez
enseñaste la palabra letal que arruinaba a las almas? Debería brotar
de todo esto una abundante reflexión solemne. Oren pidiendo que el
poder del Espíritu Santo obre por medio de ustedes para salvación
de quienes por su perniciosa influencia fueron orientados al abismo.


Pero, ¿qué se dirá de nuestra conducta desde que hemos sido
convertidos? ¿No habremos ayudado a asesinar almas desde
entonces? Les diré que un cristiano de corazón frío hace que los
mundanos piensen que el cristianismo es una mentira. ¡Cristianos
inconsistentes –y los hay- es un infortunio, es una calamidad que los
haya! Gente irascible, ambiciosa, personas intratables, burlonas,
gruñonas, que esperamos que formen parte del pueblo del Señor,
¿qué diremos de esas personas? Cuán poco se parecen a su Maestro;
son propagadores de la muerte. Yo en verdad creo que nadie es más
dañino que un profesante que a duras penas es un cristiano, o casi
un cristiano, y continuamente muestra al mundo su lado malo
mientras se jacta de su piedad. Ese individuo hastía al mundo con el
nombre de Jesús. Hace que al mundo le repugne el nombre de Jesús.
Quizás algunos de ustedes se han rebelado desde su conversión y
han cometido actos que han hecho que el enemigo blasfeme el
nombre de Cristo. Los exhorto por el amor de Dios a que se
arrepientan de esa iniquidad. Miren lo que han hecho. Miren cómo
han hecho que otros se descarríen. Oh, revisen eso de inmediato.
Ustedes saben que cuando David pecó con Betsabé, se arrepintió y
fue perdonado, pero nunca pudo hacer que el pobre Urías, que fue
asesinado, reviviera. Urías estaba muerto. Tú pudiste haberte
descarriado y dañado a un alma eternamente, pero no puedes
revertir ese hecho. Aun así, si no puedes revivir al asesinado, puedes
lamentarte por el crimen. Despierten, levántense, ustedes, cristianos
indolentes, y pídanle al Espíritu Santo que les ayude a ser el guarda
de su hermano de ahora en adelante hasta donde su poder se los
permita.


¿Y no piensan que podríamos haber sido seriamente dañinos para
otros al negarles el Evangelio? Si quisieras asesinar a un hombre, no
necesitarías apuñalarle: mátalo de hambre. Si quisieras destruir a un
hombre no necesitarías enseñarle a beber o a blasfemar: ocúltale el
Evangelio. Cuando estés en su compañía nunca le digas una palabra
sobre Cristo. Cuando estés donde deberías hablar pero permaneces
pecadoramente silente, quién sabe cuánta sangre será colocada a tu
puerta. ¿No piensas que negarle un vaso de agua fría a un hombre y
dejarle morir de sed es un asesinato? Negar el Evangelio, no decir ni
una sola palabra por Jesús, ¿acaso no es esto un asesinato del alma?
Dios lo considera así.

“Bien” –dirá alguien- “yo no podría hablar ni predicar”. No, pero
¿oras por la conversión de otras personas? Algunas personas tienen
también algún dinero confiado a ellas: no pueden ir a India o China,
según he estado comentando, pero muchos otros hombres están
listos para ir, y deberían ayudarles enviándolos allá. Cuento con
hombres en el Colegio del Pastor listos para ir, pero no tengo ningún
poder para enviarlos. La Sociedad Misionera está endeudada; no
pueden enviar a las misiones a todos los que desearían, y, sin
embargo, aquí en Inglaterra hay personas con miles de libras
esterlinas que nunca requerirán, y sin embargo, los paganos podrían
morir y perderse antes de que se deshagan de su oro. ¿No hay
ningún crimen en todo eso? ¿Acaso la voz de la sangre de tu
hermano no clama a Dios desde la tierra? Yo creo que sí clama. No
se espera que hagas lo que no puedes hacer, sino lo que puedes
hacer; y ciertamente no puede haber ninguna pregunta acerca de un
asunto como este, porque si vieras alguna vez a personas en peligro,
si estuvieras en la playa y vieras que un buen barco se está
hundiendo, si fueras capaz de sostener un remo, querrías estar en el
bote salvavidas. No hay ni una sola mujer entre ustedes que no
estuviera dispuesta a evitarle a su marido esa tarea, o prestar su
mano para empujar el bote desde la costa pedregosa hasta que fuera
lanzado sobre la ola. Por la vida –por la preciosa vida de nuestros
semejantes- haríamos cualquier cosa; pero si creemos –como en
efecto lo hacemos- que hay un mundo venidero y un infierno
espantoso, y que no hay ningún otro camino de salvación excepto
por medio de Jesucristo, deberíamos sentir diez veces más ardor por
el rescate de las almas de los hombres, de la ira venidera.

Si algunos han de ser conmovidos por estas palabras, mi corazón se
alegrará grandemente; pero si son despertados, no prometan hacer
un esfuerzo con su propia fuerza, sino más bien oren a Dios por ello.
Entrégate a Dios, y pide que el divino Espíritu te conduzca a los
caminos de la utilidad, para que antes de que te vayas de aquí,
puedas haber llevado algunas almas a Jesús; y a Su nombre será la
gloria por todos los siglos de los siglos. Amén.

Porción de la Escritura leída antes del sermón: Génesis 4: 1-15; 1
Juan 3.


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