La Regeneración

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English: Regeneration

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Por Charles H. Spurgeon sobre Santificación y Crecimiento
Una parte de la serie New Park Street Pulpit

Traducción por Allan Aviles


“El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios.” Juan 3: 3.

Nuestros pensamientos están mayormente ocupados, en nuestra vida diaria, en las cosas más necesarias para la existencia. Nadie se queja de que, en tiempos de escasez, el tema del precio del pan esté presente con frecuencia en labios de la gente, ya que se tiene la convicción de que el tema es de vital importancia para el grueso de la población; por eso nadie se queja, aunque tengan que escuchar continuos discursos demagógicos y leer perpetuos artículos en los periódicos que tratan sobre esos temas.

Entonces yo puedo ofrecer la misma excusa esta mañana por traer ante ustedes el tema de la regeneración. Es un tema de vital y absoluta importancia; es el eje principal del Evangelio; es el punto en el que la mayoría de los cristianos están de acuerdo, sí, todos los que son cristianos sinceros y veraces. Es un tema ubicado en la propia base de la salvación. Es el propio fundamento de nuestra esperanza del cielo, y, así como debemos ser muy cuidadosos del cimiento de nuestra estructura, de igual manera hemos de ser muy diligentes en saber si realmente somos nacidos de nuevo, debiendo cerciorarnos debidamente de ello para la eternidad. Conviene, entonces, que nos examinemos frecuentemente; y el deber del ministro es exponer aquellos temas que conduzcan al autoexamen y que propendan a escudriñar la mente y a probar los corazones de los hijos de los hombres.

Con objeto de proceder de inmediato, haré primero algunos comentarios sobre el nuevo nacimiento; en segundo lugar, voy a explicar qué significa que seamos incapaces de ver el reino de Dios si no nacemos de nuevo; después, proseguiré a notar por qué es que “si no nacemos de nuevo, no podremos ver el reino de Dios”; y luego, antes de concluir, voy a reconvenir a los hombres como embajador de Dios.

I. Primero, entonces, EL TEMA DE LA REGENERACIÓN. Al tratar de explicarla, quiero pedirles que noten, antes que nada, la figura que es empleada. Se dice que un hombre debe nacer de nuevo. No puedo ilustrarlo de mejor manera que suponiendo un caso. Supongan que en Inglaterra se promulgara una ley que estableciera que la admisión a los salones reales, la preferencia en la asignación de cargos, y cualesquiera privilegios que pudieran pertenecer a la nación, sólo pueden ser otorgados a personas que son nacidas en Inglaterra. Supongan que el nacimiento en esta tierra fuera convertido en un sine qua non (un requisito indispensable), y se declarase perentoriamente que sin importar lo que los hombres pudieran hacer o ser, a menos que fueran súbditos de Inglaterra nacidos en el país, no pueden presentarse ante su Majestad, ni gozar de ninguno de los emolumentos u oficios del Estado, ni ningún privilegio de los ciudadanos. Creo que si suponen un caso así, seré capaz de ilustrar la diferencia entre cualesquiera cambios y reformas que los hombres llevan a cabo por sí mismos y la obra real del nacimiento nuevo.

Supondremos, entonces, que alguien, digamos un indio piel roja, viniese a este país, y procurara obtener los privilegios de ciudadanía, sabiendo bien que la regla es absoluta y que no puede ser alterada: que un hombre debe nacer siendo súbdito o de lo contrario, no puede gozar de esos privilegios. Supongan que dijera: “voy a cambiar mi nombre, voy a adoptar un nombre inglés. He sido llamado por mi altisonante título entre los ‘sioux’; he sido llamado: ‘el hijo del Gran Viento de Occidente’, o cualquier otro nombre, pero tomaré un nombre inglés. Me considerarán un hombre cristiano, un súbdito inglés.” ¿Bastará eso para que lo admitan? Ven que se aproxima a las puertas del palacio y solicita admisión. Dice: “he asumido un nombre inglés”. “Pero, ¿acaso naciste y creciste en Inglaterra?” “No”, responde. “Entonces las puertas han de cerrarse para ti, pues la ley es absoluta, y aunque llevaras incluso el nombre de la familia real, puesto que no naciste aquí, no puedes ser admitido.”

Voy a aplicar esta ilustración a todos los que estamos aquí. Seguramente la mayoría de nosotros, al menos, ostenta el nombre de cristiano profesante; viviendo en Inglaterra, considerarías una ignominia que no fueses llamado cristiano. No eres un pagano, no eres un infiel; no eres ni musulmán ni judío; piensas que el nombre ‘cristiano’ es apreciable para ti y lo has adoptado.

Puedes estar muy seguro de que el nombre de cristiano no es la naturaleza de un cristiano, y de que, haber nacido en un país cristiano y ser reconocido como profesante de la religión cristiana, no te sirve absolutamente de nada, a menos que se le agregue algo más: ser nacido de nuevo como súbdito de Jesucristo.

“Pero”, -dice este indio piel roja- “estoy dispuesto a renunciar a mi atuendo, y a adoptar el estilo inglés; de hecho, iré hasta el colmo de la moda; verán que no difiero en nada del estilo aceptado en el tiempo presente. ¿No podría yo venir ante la presencia de ‘Su Majestad’, una vez que estuviera vestido con ropas de la corte, y me hubiere arreglado como lo demanda la etiqueta? Miren, voy a despojarme de este penacho, no voy a blandir más mi hacha de guerra y renunciaré a estos vestidos. Voy a renunciar a los mocasines para siempre; ahora seré un inglés, tanto en mi vestimenta como en mi nombre.” Se aproxima entonces a la puerta, vestido a la usanza de nuestros propios paisanos, pero las puertas continúan cerradas en su cara, porque la ley requiere que tiene que haber nacido en el país y, sin eso, independientemente de cómo vaya vestido, no puede entrar en el palacio.

¡Entonces, cuántos hay entre ustedes, que no sólo toman el nombre de cristianos, sino que han adoptado costumbres cristianas: van a sus iglesias y a sus capillas, asisten a la casa de Dios, se preocupan porque su familia observe alguna forma de religión, y porque sus hijos no se queden sin oír el nombre de Jesús!

Hasta aquí vamos bien; ¡Dios me libre de decir algo en contra de ellos! Pero recuerden que eso es malo, porque se quedan con eso. Todo ello no sirve absolutamente de nada para que sean admitidos en el reino del cielo, a menos que cumplan también con esto otro: haber nacido de nuevo. ¡Oh, por más que se vistan de manera sorprendentemente grandiosa con el ropaje de la piedad, y cubran sus sienes con la diadema de la benevolencia, y se ciñan los lomos con la integridad y se calcen los zapatos de la perseverancia, y caminen por la tierra como hombres honestos, deben recordar que, a menos que nazcan de nuevo, “lo que es nacido de la carne, carne es”, y si no tienen las operaciones del Espíritu en ustedes, encontrarán las puertas cerradas, porque no han nacido de nuevo.

“Bien”,- reflexiona este indio- “no solamente adoptaré el vestido, sino que aprenderé el idioma; voy a deshacerme de mi acento extranjero y del lenguaje que una vez hablé en las salvajes praderas y en los bosques, y mis labios no volverán a pronunciar esas palabras. No voy a hablar más de ‘Shu-Shu-gah’, ni voy a mencionar esos extraños nombres con los que he llamado a mis aves silvestres y a mis ciervos, sino que hablaré como hablan ustedes, y actuaré como actúan ustedes; no solamente me vestiré como ustedes, sino que imitaré minuciosamente sus modales, hablaré de la misma manera, adoptaré el acento y pondré cuidado en ser gramaticalmente correcto; ¿no me admitirían entonces? Me habría convertido por completo en un inglés; ¿no podría ser recibido entonces?” “No”, - responde el portero- “no tienes derecho de admisión, pues a menos que un hombre nazca en este país, no puede ser admitido.”

Lo mismo sucede con algunos de ustedes que hablan igual que los cristianos. Tal vez haya en ustedes un tinte de demasiada afectación; han comenzado a imitar tan estrictamente lo que creen que deba ser un hombre piadoso, que van un poco más allá del objetivo, e interpretan su papel tan exageradamente que somos capaces de detectar la impostura. Sin embargo la mayoría de la gente los considera como cristianos de cuño legítimo. Han estudiado algunas biografías, y a veces cuentan extensos relatos sobre la experiencia divina, que han tomado prestados de las biografías de hombres buenos; han estado con cristianos, y saben cómo hablar igual que ellos; tal vez hasta se les haya pegado un tonillo puritano; van a lo largo del mundo tal como lo hacen los cristianos profesantes; y si se les observara, nadie los identificaría. Tú eres un miembro de la iglesia; has sido bautizado; participas de la cena del Señor; tal vez seas un diácono o un anciano; compartes la copa sacramental; eres justamente todo lo que un cristiano pueda ser, excepto que no tienes un corazón cristiano. Eres un sepulcro blanqueado, lleno todavía de podredumbre por dentro, aunque hermosamente adornado por fuera.

¡Bien, tengan cuidado, tengan cuidado! Es algo sorprendente comprobar cuánto se aproxima a expresar la vida el pintor, y, sin embargo, el lienzo está inerte e inmóvil; y es igualmente sorprendente ver cuánto se puede acercar un hombre a ser cristiano, y, sin embargo, debido a que no es nacido de nuevo, la regla absoluta lo excluye del cielo; y, con toda su profesión, con todas las galas de su profesada piedad, y con todos los vistosos penachos de la experiencia, tiene que ser transportado lejos de las puertas del cielo.

-Señor Spurgeon, usted es poco caritativo. No me importa lo que digas sobre eso; nunca deseo ser más caritativo que Cristo. Yo no fui el que dijo eso; Cristo lo dijo. Si tienes alguna querella en Su contra, dirímela en el lugar apropiado; yo no soy el hacedor de esta verdad, sino simplemente su vocero. Encuentro que está escrito, “El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios.” Si el lacayo acude a la puerta y entrega el mensaje correctamente, el hombre que está a la puerta puede maltratarle lo que quiera, pero el lacayo respondería: “señor, no me maltrate, yo no puedo remediarlo; yo sólo puedo decirle lo que mi señor me dijo. Yo no soy quien origina esto.” Así que, si me consideran falto de caridad, recuerden que no me están acusando a mí, sino que acusan a Cristo; no están criticando al mensajero, sino que están criticando el mensaje; Cristo es quien ha dicho: “el que no naciere de nuevo.” Yo no puedo disputar con ustedes, y no lo intentaré. Se trata simplemente de la palabra de Dios. Si la rechazan, lo hacen bajo su propio riesgo. Crean en ella y recíbanla, se los suplico, porque proviene del labio del Altísimo.

Pero noten ahora la manera en que es obtenida esta regeneración. No creo que haya personas aquí presentes que fueran tan profundamente estúpidas como para ser pusey istas. Me cuesta creer que yo hubiere sido el instrumento de atraer a alguien hasta aquí, tan completamente desprovisto de algún remanente de cerebro, como para creer en la doctrina de la regeneración bautismal. Sin embargo, he de referirme a ella brevemente:

Hay algunos que enseñan que por medio de unas cuantas gotas de agua, rociadas sobre la frente de un infante, el infante se vuelve regenerado. Bien, concedido. Y, ahora, voy a encontrar a sus ‘regenerados’ veinte años después. Aquel púgil del cuadrilátero es un hombre regenerado. ¡Oh, sí, fue regenerado porque fue bautizado en su infancia!; y, si todos los bebés son regenerados en el bautismo, entonces ese boxeador profesional es un hombre regenerado. Acéptalo y recíbelo como tu hermano en el Señor. ¿Oyes a aquel hombre que jura y blasfema contra Dios? Es regenerado, créeme, él es un regenerado; el sacerdote puso unas cuantas gotas de agua en su frente, y, por tanto, es un regenerado. ¿Ves a ese borracho que se tambalea por la calle, que es la peste del vecindario, que pelea con todo mundo y golpea a su esposa y es peor que una bestia? Pues bien, es un regenerado, es uno de esos regenerados pusey istas, ¡oh, es un excelente regenerado! ¿Pueden ver aquella muchedumbre reunida en la calle? Erigen un patíbulo, y Palmer está a punto de ser ejecutado; ¡es el hombre cuyo nombre ha de ser execrado a lo largo de toda la eternidad por su villanía! Aquí tenemos a uno de esos regenerados de Pusey. Sí, es regenerado porque fue bautizado en la infancia; regenerado mientras mezcla su estricnina, regenerado mientras administra lentamente su veneno para que provoque la muerte y un infinito dolor durante todo el tiempo que lo está administrando. ¡Regenerado, en verdad! Si en eso consiste la regeneración, no vale la pena tener esa regeneración; si eso es lo que nos constituye en los seres libres del reino de los cielos, en verdad, el evangelio es ciertamente un evangelio licencioso; no podemos decir nada al respecto. Si ese es el evangelio: que todos esos hombres son regenerados y serán salvos, sólo podemos decir que sería el deber de cada quien en el mundo quitar al evangelio de inmediato, pues es tan inconsistente con los principios más comunes de la moralidad, que es imposible que sea de Dios, sino que es del diablo.

Pero algunas personas dicen que todos son regenerados cuando son bautizados. Bien, si piensan eso, aférrense a sus propios pensamientos; no puedo evitarlo. Simón el Mago fue ciertamente una excepción; fue bautizado por causa de la profesión de su fe, pero lejos de ser regenerado por su bautismo, encontramos que Pedro le dice: “en hiel de amargura y en prisión de maldad veo que estás.” Y, sin embargo, él era uno de esos regenerados, porque había sido bautizado. ¡Ah, esa doctrina sólo necesita ser enunciada a hombres sensibles, para que la rechacen de inmediato! Los caballeros que son aficionados a una religión de filigrana y que gustan de los ornamentos y del espectáculo; los caballeros que pertenecen a la ‘alta escuela de Beau Brummel’, muy probablemente preferirán esta religión, porque han cultivado su gusto a expensas del cerebro, y han olvidado que lo que es inconsistente con el sano juicio de un hombre, no puede ser consistente con la palabra de Dios. Esto nos basta en cuanto al primer punto.

A continuación, afirmamos que tampoco es regenerado un hombre por sus propios esfuerzos. Un hombre podría reformarse a sí mismo mucho, y eso es bueno y está muy bien; todos deben hacerlo. Un hombre podría desechar muchos vicios, y abandonar muchas concupiscencias y vencer muchos malos hábitos, pero nadie en el mundo puede hacerse a sí mismo nacido de Dios; aunque luchara al máximo, nunca podría lograr aquello que está más allá de su poder. Y, fíjense bien, si pudiera nacer de nuevo por sí mismo, aun así no entraría al cielo, porque hay otro punto que habría violado en la condición: “el que no naciere del Espíritu, no puede ver el reino de Dios.” De tal forma que los mejores esfuerzos de la carne no alcanzan esta altura: ser nacido de nuevo por el Espíritu de Dios.

Y ahora debemos decir que la regeneración consiste en esto: Dios el Espíritu Santo, de una manera sobrenatural, -fíjense que por sobrenatural quiero decir precisamente lo que significa en sentido estricto: sobrenatural, más que natural- obra en los corazones de los hombres, que por las operaciones del Espíritu divino, se convierten en hombres regenerados. Pero, sin el Espíritu, no pueden ser regenerados nunca. Y a menos que Dios el Espíritu Santo, que “produce en nosotros así el querer como el hacer”, obre en la voluntad y en la conciencia, la regeneración es una absoluta imposibilidad, y, por tanto, también lo es la salvación.

“¡Cómo!”, -dirá alguien- “¿quieres decir que Dios interviene absolutamente en la salvación de cada hombre para regenerarlo?” “En efecto, es lo que digo; en la salvación de cada persona hay un ejercicio real de poder divino, por medio del cual el pecador muerto es revivido, el pecador renuente es convertido en un ser dispuesto, el pecador desesperadamente empedernido recibe una conciencia tierna; y aquel que rechazaba a Dios y despreciaba a Cristo, es conducido a arrojarse a los pies de Jesús. Esta tal vez sea llamada una doctrina fanática. No podemos evitarlo. Es una doctrina de la Escritura, y eso nos basta. “El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios; lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es.” Si no te gusta, alterca con mi Maestro y no conmigo; yo simplemente declaro Su propia revelación: que debe haber en tu corazón algo más de lo que jamás pudieras obrar en él. Debe haber una operación divina; la puedes llamar una operación milagrosa si quieres; lo es en algún sentido. Debe haber una intervención divina, una obra divina, una influencia divina, pues de lo contrario, puedes hacer lo que quieras, pero sin eso perecerás y estás arruinado, pues: “el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios.”

El cambio es radical; nos da una naturaleza nueva, nos induce a amar lo que odiábamos, y a odiar lo que amábamos; nos coloca en un camino nuevo; cambia nuestros hábitos, cambia nuestros pensamientos, nos hace diferentes en privado y diferentes en público. Así que, estando en Cristo, se cumple esto: “Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas.”

II. Y ahora debemos dirigirnos al segundo punto. Confío haber explicado en qué consiste la regeneración, de tal forma que todos puedan ver qué es. Ahora, ¿QUÉ SIGNIFICA LA EXPRESIÓN: “VER EL REINO DE DIOS”? Quiere decir dos cosas. Ver el reino de Dios en la tierra es ser un miembro de la iglesia mística, es gozar de los privilegios y de la libertad del hijo de Dios. Ver el reino de los cielos significa tener poder en la oración, tener comunión con Cristo, tener comunión con el Espíritu Santo, y producir y engendrar todos esos frutos benditos y gozosos que son el efecto de la regeneración.

En un sentido más excelso, “ver el reino de Dios”, significa ser admitido al cielo. “El que no naciere de nuevo”, no puede saber acerca de las cosas celestiales en la tierra, y no puede gozar de las bendiciones celestiales por siempre; “no puede ver el reino de Dios.”

III. Pienso que puedo pasar por alto el segundo punto sin comentarios, y proceder a notar en tercer lugar, POR QUÉ RAZÓN “EL QUE NO NACIERE DE NUEVO, NO PUEDE VER EL REINO DE DIOS.” Y voy a limitar mis comentarios al reino de Dios en el mundo venidero.

Bien, él no puede ver el reino de Dios porque estaría fuera de lugar en el cielo. Un hombre que no es nacido de nuevo no podría gozar el cielo. Hay una imposibilidad real en su naturaleza, que le impide gozar de cualquiera de las bienaventuranzas del paraíso. Tal vez piensen que el cielo consista en esas paredes enjoyadas, en esas puertas de perla y de oro; no es así; esa es la habitación del cielo. El cielo mora allí, pero no es el cielo. El cielo es un estado que es constituido aquí, que es constituido en el corazón; constituido por el Espíritu de Dios dentro de nosotros, y a menos que Dios el Espíritu nos hubiere renovado, y nos hubiere causado nacer de nuevo, no podemos gozar de las cosas del cielo.

Vamos, es una imposibilidad física que un cerdo pueda pronunciar una conferencia sobre astronomía; todo individuo percibirá claramente que es imposible que un caracol construya una ciudad; y es igualmente imposible que un pecador sin enmienda pueda gozar del cielo. Vamos, no habría nada para él de lo que pudiera gozar; si pudiera ser colocado en el lugar donde está el cielo, sería miserable; gritaría: “¡déjenme salir, déjenme salir; sáquenme de este miserable lugar!” Apelo a ustedes mismos; un sermón es a menudo demasiado largo para ustedes; el canto de las alabanzas a Dios es un soso esfuerzo insustancial; consideran que subir a la casa de Dios es algo muy tedioso. ¿Qué harían allí donde se alaba a Dios día sin noche? Si simplemente un breve discurso es muy fatigante aquí, ¿qué pensarían de las eternas conversaciones de los redimidos a lo largo de las edades sobre las maravillas del amor redentor? Si la compañía de los justos es muy enfadosa para ustedes, ¿qué sería entonces su compañía a lo largo de toda la eternidad? Yo pienso que muchos de ustedes son libres de confesar que el cántico de salmos nos es para nada de su gusto, que las cosas espirituales no les importan; que les ofrezcan su botella de vino y que puedan sentarse a gusto, ¡ese es el cielo para ustedes!

Pues bien, todavía no se ha hecho un cielo así; y, por tanto, no hay un cielo para ustedes. El único cielo que hay es el cielo de los hombres espirituales, el cielo de la alabanza, el cielo del deleite en Dios, el cielo de la aceptación en el amado, el cielo de la comunión con Cristo.

Ahora ustedes no entienden nada acerca de esto; no podrían disfrutarlo si lo tuvieran; no tienen la capacidad de hacerlo. Ustedes, ustedes mismos, son su propia barrera para ir al cielo, debido al propio hecho de que no son nacidos de nuevo, y si Dios abriera de par en par la puerta, y les dijera: “Entren”, no podrían disfrutar del cielo si fueran admitidos, pues, a menos que un hombre nazca de nuevo, hay una imposibilidad, -una imposibilidad moral- de que vea el reino de Dios.

Supongan que hubiese algunas personas aquí presentes que son completamente sordas, que no han oído nunca sonido alguno; bien, entonces yo digo que esas personas no pueden escuchar el canto. ¿Acaso cuando digo esto, estoy diciendo algo cruel? Es su propia discapacidad la que se los impide. Entonces cuando Dios dice que no pueden ver el reino de los cielos, quiere decir que es su propia incapacidad para gozar del cielo lo que les impedirá entrar allí.

Pero hay otras razones; hay razones del porqué:

“Esas santas puertas excluyen por siempre
La polución, el pecado y la vergüenza.”

Hay razones, además de las que se encuentran en ustedes mismos, por las que no pueden ver el reino de Dios, a menos que nazcan de nuevo. Pregunten a aquellos espíritus que están delante del trono: “Ángeles, principados y potestades, ¿quisieran ustedes que los hombres que no aman a Dios, que no creen en Cristo, que no han nacido de nuevo, moren aquí?” Los veo mientras nos miran desde la altura, y los oigo responder: “¡No, una vez combatimos al dragón, y lo expulsamos, porque nos tentó a pecar! No debemos tener aquí a los malvados y no los tendremos. Estos muros de alabastro no deben ser manchados por dedos negros y lascivos; el pavimento blanco del cielo no debe ser manchado y ensuciado por los pies profanos de hombres impíos. ¡No!” Veo mil lanzas enhiestas, y los rostros de fuego de miríadas de serafines asomados sobre los muros del paraíso. “No, en tanto que estos brazos tengan fuerzas, y estas alas tengan poder, ningún pecador habrá de entrar aquí.”

Ahora me dirijo a los santos que están en el cielo, redimidos por la gracia soberana: “Hijos de Dios, ¿están anuentes a que los malvados entren al cielo como son, sin haber nacido de nuevo? Ustedes, hombres de amor, digan, digan, digan, ¿están anuentes a que sean admitidos los pecadores tal como son?” Veo que Lot se levanta y clama: “¡Admitirlos en el cielo! ¡No! ¡Cómo! ¿He de ser vejado otra vez por la conversación de los sodomitas, tal como lo fui una vez?” Veo a Abraham, quien da un paso al frente, y dice: “No; no puedo tenerlos aquí. Ya sufrí lo suficiente por culpa de ellos mientras estuve en la tierra: sus escarnios y sus burlas, sus necias pláticas y su vana conversación, nos vejaron y nos afligieron. No los queremos aquí.” Y aunque sean seres celestiales y amorosos, como lo son esos espíritus, no hay un solo santo en el cielo que no resintiera, con suma indignación, la aproximación de cualquiera de ustedes a las puertas del paraíso, si todavía fueran impíos, y no hubieren nacido de nuevo.

Pero eso no sería nada. Podríamos escalar, tal vez, las murallas del cielo, si sólo estuvieran protegidas por ángeles, y forzar las puertas del paraíso, si sólo los santos las defendieran. Pero hay otra razón adicional: Dios mismo lo ha dicho: “El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios.” ¡Qué, pecador! ¿Escalarás las murallas almenadas del paraíso cuando Dios está listo a arrojarte a la profundidad del infierno? ¿Acaso le afrontarías descaradamente con un rostro impúdico? Dios lo ha dicho, ¿pueden ustedes tener lucha con el Todopoderoso? ¿Acaso podrían vencer a la Omnipotencia? ¿Podrían tratar de vencer al Altísimo? ¡Gusano del polvo!, ¿podrías vencer a tu Hacedor? Insecto trémulo de una hora, sacudido por los rayos que destellan muy en lo alto a través de todo el cielo, ¿podrías desafiar la mano de Dios? ¿Te atreverías a retarlo en Su cara? ¡Ah!, Él se reiría de ti. Así como la nieve se derrite ante el sol, así como la cera corre ante la fiereza del fuego, así lo harías tú, si Su furia se apoderara de ti una vez. No creas que tú puedes vencerle. Él ha sellado la entrada del paraíso ante ti, y no hay entrada para ti. El Dios de justicia dice: “No recompensaré al impío con el justo; no me permitiré que mi hermoso y piadoso paraíso sea manchado por hombres perversos y malvados. Si se arrepienten, tendré misericordia de ellos, pero si no se arrepienten, vivo Yo, los haré añicos, y no habrá quien libre.”

Ahora, pecador, ¿puedes sostenerte con desfachatez contra Él? ¿Te apresurarás contra los gruesos tachones de las adargas de Jehová? ¿Acaso intentarás escalar Su cielo cuando Su flecha está entesada sobre el arco para alcanzar tu corazón y cuando la espada reluciente está presta para matarte? ¿Te esforzarás para oponerte a tu Hacedor? No tiesto, no; alterca con los tiestos que son tus semejantes. Anda, langosta arrastrada; anda y pelea con tus hermanos; contiende con ellos, pero no te pongas contra el Omnipotente. Él lo ha dicho, y tú no entrarás en el cielo nunca, nunca, excepto que nazcas de nuevo.

Además te digo, que no alterques conmigo; yo sólo he entregado el mensaje de mi Señor. Tómalo, no creas en él si te atreves; pero si crees en él, no me injuries de palabra, pues se trata del mensaje de Dios, que proclamo a tu alma con amor, para que no perezcas en la oscuridad si estás desprovisto de él, ni camines con los ojos vendados a tu perdición sempiterna.

IV. Ahora, amigos míos, UNA BREVE RECONVENCIÓN PARA USTEDES; y luego, me despido. Oigo que alguien dice: “Bien, bien, bien, ya veo. Espero nacer de nuevo cuando muera.” Oh, amigo, créeme, serás un miserable insensato por tus dolores. Cuando los hombres mueren, su estado queda fijado.

“Puesto que está fijado su estado sempiterno,
Aunque se arrepintieran, ‘ya es demasiado tarde’.

Nuestra vida es como esa cera que se derrite en la llama; la muerte pone su sello allí, y luego se enfría, y la marca ya no puede ser cambiada nunca. Tú eres hoy como el metal ardiente que corre desde la paila hasta el molde; la muerte los enfría a ustedes en su molde, y toman esa forma a lo largo de toda la eternidad. La voz de la condenación clama sobre los muertos: “El que es santo que siga siendo santo; el que es injusto, que siga siendo injusto; el que es inmundo, que siga siendo inmundo.” Los condenados están perdidos para siempre; no pueden nacer de nuevo; seguirán por siempre maldiciendo, por siempre siendo maldecidos; por siempre luchando contra Dios, y siendo siempre hollados bajo Sus pies; seguirán burlándose sempiternamente, y siendo objetos de escarnio por sus burlas; siempre rebelándose, y siendo siempre torturados con los látigos de la conciencia, porque siempre están pecando. No pueden ser regenerados porque están muertos.

“Bien”, dice otro, “voy a asegurarme de ser regenerado justo antes de que muera.” Amigo, lo repito una vez más, tú eres un necio cuando hablas así; ¿cómo sabes tú que vivirás? ¿Has firmado un contrato de arrendamiento sobre tu vida, como lo has hecho con tu casa? ¿Podrías garantizar acaso el aliento en tu nariz? ¿Podrías decir con certeza que otro rayo de sol alcanzará jamás tu ojo? ¿Podrías estar seguro de que, conforme tu corazón late una marcha funeral hacia tu tumba, no latirás pronto la última nota, y de tal forma podrías morir donde estás parado o donde te sientas ahora? ¡Oh, hombre!, si tus huesos fueran de hierro, tus nervios de cobre y tus pulmones de acero, entonces podrías decir: “viviré”. Pero tú estás hecho de polvo; tú eres como la flor del campo; tú podrías morir ahora mismo. ¡He aquí!, veo a la muerte parada por allá, moviendo de un lado a otro la piedra del tiempo sobre su guadaña, para afilarla; hoy, hoy, la muerte toma la guadaña para usarla con algunos de ustedes, y sin cesar, sin cesar, siega los campos y ustedes caen, uno a uno. No deben y no pueden vivir. Dios nos transporta como una corriente, como un barco sumergido en una vorágine; como un tronco en una corriente en una carrera desenfrenada hacia la catarata. ¡No hay forma de que nos detengamos; todos estamos muriendo ahora, y, sin embargo, tú dices que serás regenerado antes de que mueras! Ay, señores, ¿pero son regenerados ahora? Pues, si no lo son, podría ser demasiado tarde esperar para mañana. Mañana podrían estar en el infierno, sellados para siempre por un destino adamantino, que no puede ser removido nunca.

“Bien”, -clama otro- “a mí no me importa mucho eso, pues no creo que sea gran cosa quedarse fuera del paraíso. Ah, amigo, eso dices porque no lo entiendes. Tú te ríes de eso ahora, pero llegará un día en el que tu conciencia sea tierna, cuando tu memoria sea fuerte, cuando tu juicio sea iluminado, y cuando pienses de manera muy diferente de como piensas ahora. Los pecadores que están en el infierno no son los necios que eran en la tierra; en el infierno no se ríen de las quemaduras eternas; en el pozo no desprecian estas palabras: “fuego eterno.” El gusano que nunca muere, cuando está royendo, roe todos los chistes y la risa; tú podrías despreciar a Dios ahora, y me desprecias ahora a mí por lo que te digo, pero la muerte cambiará tu nota.

¡Oh, mis oyentes!, si eso fuera todo, yo estaría dispuesto a recibir el desprecio. Pueden despreciarme, sí, pueden hacerlo; pero, ¡oh!, se los suplico, no se desprecien a ustedes mismos; ¡oh!, no sean tan temerarios como para ir silbando al infierno, y reírse mientras se dirigen al pozo; pues cuando estén allá, señores, descubrirán que es algo diferente de lo que ahora sueñan que es. Cuando vean las puertas del Paraíso cerradas ante ustedes, descubrirán que es un asunto más importante de lo que ahora consideran. Ustedes vinieron para oírme predicar ahora, igual que si hubiesen ido a la ópera o al teatro; pensaron que yo los divertiría. ¡Ah!, ese no es mi propósito, y Dios es mi testigo de que vine aquí con toda la solemne sinceridad, para lavar mis manos de su sangre. Si son condenados, si cualquiera de ustedes fuera condenado, no sería debido a que no les advertí. Hombres y mujeres, si perecen, mis manos están lavadas en inocencia, pues les he hablado de su condenación. Clamo de nuevo: arrepiéntanse, arrepiéntanse, arrepiéntanse, pues “si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente.” Vine aquí resuelto esta mañana a usar palabras ásperas si debo usarlas; a hablar sin tapujos contra los hombres y para los hombres, pues las cosas que decimos contra ustedes ahora, son realmente para su bien. No hacemos sino advertirles para que no perezcan.

Pero, ¡ah!, oigo que uno de ustedes dice: “yo no entiendo este misterio, te ruego que me lo expliques.” Necio, necio que eres; ¿ves aquel fuego? Nos levantamos asustados de nuestras camas, y hay luz en la ventana; bajamos corriendo las escaleras; la gente se desplaza rápidamente de un lado a otro; multitudes de personas han salido a la calle: corren hacia la casa que arde en llamas. Los bomberos ya están cumpliendo con sus funciones; un río de agua está siendo vertido sobre la casa; pero, ¡miren, miren! Hay un hombre arriba; un hombre está en la habitación superior; tiene sólo el tiempo justo para escapar, y eso con dificultad. Se escucha un grito: “¡Eh! ¡Fuego! ¡Fuego! ¡Fuego! ¡Eh! Pero el hombre no se asoma a la ventana. Vean, una escalera es colocada contra la pared; llega hasta el antepecho de la ventana. Una mano fuerte se introduce por los cristales de la ventana. ¿Qué está haciendo nuestro hombre todo ese tiempo? ¡Qué!, ¿está atado a su cama? ¿Acaso se trata de un tullido? ¿Se ha apoderado de él algún espíritu maligno que lo ha clavado al suelo? ¡No, no, no; siente que las tablas de madera se están calentando bajo sus pies, el humo comienza a sofocarlo, las llamas arden a su alrededor, y él sabe que sólo hay una vía de escape por esa escalera! Pero, ¿qué está haciendo? Está sentado, -no, no me lo creerán- está sentado y diciendo: “el origen de este incendio es muy misterioso; y me pregunto cómo ha de ser descubierto; ¿cómo habremos de entenderlo?” Pues bien, ustedes se ríen de él, pero se están riendo de ustedes mismos. ¡Ustedes están buscando obtener la respuesta de esta pregunta y de aquella otra cuando su alma está en peligro del fuego eterno! ¡Oh!, cuando sean salvos, entonces habrá tiempo para hacer todas las preguntas; pero mientras se encuentran ahora en la casa en llamas, y en peligro de destrucción, no tienen tiempo de estarse confundiendo acerca del libre albedrío, del destino fijado, y de la absoluta predestinación.

Todas estas preguntas son buenas y están muy bien, después, para aquellos que son salvos. Dejen que el hombre que está en la costa intente descubrir la causa de la tormenta; su única tarea ahora es preguntar: “¿Qué debo hacer para ser salvo? ¿Y cómo puedo escapar de la gran condenación que me espera?

Pero, ¡ah!, amigos míos, no puedo hablar como desearía hacerlo. Creo que esta mañana me siento un poco como Dante cuando escribió “El infierno”. Los hombres decían de él que había estado en el infierno; se veía así. Había pensado sobre el infierno durante tanto tiempo, que la gente decía: “ha estado en el infierno”, ya que hablaba con una terrible sinceridad. ¡Ah, si pudiera, yo hablaría de esa manera también! Sólo faltan unos cuantos días, y nos encontraremos cara a cara; puedo mirar al lapso de unos cuantos años, cuando ustedes y yo estaremos cara a cara delante del tribunal de Dios. “Centinela, centinela”, -dice una voz- “¿les advertiste?, ¿les advertiste?” ¿Acaso dirá alguno de ustedes que no lo hice? No, incluso el más abandonado de ustedes dirá en aquel día: “nos reímos, nos mofamos de eso, y no nos importó; pero, oh Señor, estamos obligados a confesar la verdad: el hombre era denodado al respecto; nos habló de nuestra condenación, y por tanto está limpio.” ¿Dirán eso? Yo sé que lo harán.

Pero quiero agregar todavía este comentario: ser echado fuera del cielo es algo terrible. Algunos de ustedes tienen a sus padres allí; tienen amigos muy queridos allí; ellos tomaron la mano de ustedes al morir, y les dijeron: “hasta luego, hasta que nos reunamos.” Pero si ustedes no ven nunca el reino de Dios, no los podrán ver a ellos nunca más. “Mi madre”, -dice alguien- “duerme en el cementerio; a menudo voy a la tumba y le pongo algunas flores, en recuerdo de aquella que me amantó; pero, ¿no habré de verla nunca más?” No, nunca más; no, nunca, a menos que nazcas de nuevo.

Madres, ustedes tienen bebés que han ido al cielo y quisieran ver a toda su familia alrededor del trono; pero ustedes no verán nunca más a sus hijos, a menos que nazcan de nuevo. ¿Quieren decir adiós en este día al inmortal? ¿Dirán hasta siempre en esta hora a sus amigos glorificados en el paraíso? Deben decirles eso, o de lo contrario han de ser convertidas.

Deben acudir prontamente a Cristo, y confiar en Él, y Su Espíritu ha de regenerarlos, pues, de lo contrario, habrán de mirar a lo alto, al cielo, y decir: “¡Coro de los bienaventurados! No los oiré cantar nunca; padres de mi juventud, guardianes de mi infancia, yo los amo, pero entre ustedes y yo está puesta una gran sima; yo soy echado fuera, y ustedes son salvos.”

Oh, les suplico que piensen en estos asuntos; y cuando salgan, no deben olvidar lo que les he dicho. Si han sido conmovidos de alguna manera esta mañana, no se deshagan de la conmoción; pudiera ser su última advertencia; sería algo terrible estar perdidos con las notas del Evangelio en sus oídos, y perecer bajo el ministerio de la verdad.


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