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Por Charles H. Spurgeon sobre Santificación y Crecimiento
Una parte de la serie Metropolitan Tabernacle Pulpit

Traducción por Allan Aviles


“Luego dijo a Tomás: Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Entonces Tomás respondió y le dijo: ¡Señor mío, y Dios mío!” Juan 20: 27, 28
Todos nosotros somos propensos a caer en un malsano estado de corazón, no porque seamos inconversos y ni siquiera porque seamos falsos para con Cristo, sino simplemente debido a nuestra debilidad natural. En tanto que estemos en este cuerpo expuestos a tribulaciones y tentaciones, seremos proclives a desviarnos como un arco quebrado. Tomás era un leal seguidor de Jesús. Amaba a su Maestro. Había sido un golpe severo para su sensible disposición y para su mente perspicaz, ver a su Señor traicionado, procesado criminalmente, azotado, crucificado, muerto y sepultado. No pudo recuperarse de inmediato de la agitación que todo eso le había provocado, ni pensar que fuera posible que Jesús hubiera resucitado de los muertos. Ponderando el asunto escrupulosamente, le parecía que eso involucraba un milagro demasiado grande para ser creído y que estaba más allá de lo que pudiera esperarse. Según dijo, Tomás requeriría de pruebas muy claras y satisfactorias para poder creer. De igual manera, cada uno de nosotros tenemos nuestras fallas características. Tal vez no seamos demasiado reflexivos, como Tomás; tal vez seamos demasiado irreflexivos, y eso es igualmente malo. Incluso nuestras gratas cualidades que nos adornan como virtudes, podrían convertirse en nuestras tentaciones. Nuestra mejor característica, como lo era un juicio sano en el caso de Tomás, podría convertirse en la propia trampa que nos enrede. Que nadie juzgue a sus semejantes. Por encima de todo, que nadie se enaltezca a sí mismo. Aquél que se encuentra hoy en su mejor estado, podría experimentar mañana una pobreza espiritual. Aquél que se regocija en Dios y camina en santa consistencia, podría sentir, antes de que despunte un nuevo día y a pesar de que las horas de ese intervalo fuesen pocas, que sus pies resbalaban y caer de tal manera de la firmeza en que estaba, como para llegar a deshonrar a Dios y traspasarse a sí mismo con muchas aflicciones.
Que Dios nos conceda que nuestra meditación sea para el consuelo de algunas personas presentes, mientras procedemos a considerar al Señor y al siervo –a Jesús y a Tomás- mirando estrechamente las acciones de ambos.
I. EL PRIMERO QUE HA DE CAPTAR NUESTRA ATENCIÓN ES EL MAESTRO: EL MAESTRO ANTE LA PRESENCIA DE UN DISCÍPULO INCRÉDULO QUE LO HABÍA TRATADO CON NO POCA INSOLENCIA Y TEMERIDAD.
¡Cuán exquisitamente conmovedora es Su mansedumbre! ¿Le reprocha algo a Tomás? ¿Acaso hay indignación en Su tono? ¿Hay petulancia en Su reprensión? ¿Acaso exclama: “cómo te atreves a dudar de que estoy vivo”? ¿O acaso se dirige a él con alguna frase hiriente, preguntándole: “de dónde provino la impertinencia de hablar de meter tu dedo en mis heridas e introducir tu mano en mi costado? Siervo indigno, a partir de este momento te repudio por haber hablado tan irrespetuosamente de tu Dios y Señor”. No, muy lejos de todo eso. Más bien aborda a Tomás en su propio terreno; considera sus debilidades y las enfrenta precisamente como lo que son, sin una sola palabra de reproche excepto hasta el final, e incluso entonces, lo expresa de manera muy amorosa. En verdad toda la conversación fue un reproche, pero tan velado por el amor, que Tomás difícilmente podía pensar que lo era. Le habla como si no hubiese ocurrido nada que resultara ofensivo, nada que por su insolencia hubiera ocasionado algún distanciamiento.
Reflexionen por un momento en la misericordia que nuestro Señor debe de haber mostrado y la bendita paciencia que debe de haber ejercitado, para tratar con mansedumbre a Tomás. ¿No debería haber sabido por el Antiguo Testamento que el Cristo resucitaría de los muertos? ¿No le habían sido recordadas por su Maestro, una y otra vez, las profecías que hablaban acerca de la muerte de Cristo y de la gloria que vendría después? ¿No había oído decir frecuentemente al propio Maestro que en el tercer día resucitaría? Tomás debe de haber estado presente con los otros apóstoles cuando rumiaban en sus mentes las frases proféticas, y se decían unos a otros: “¿Qué querría decir con ésto de que padecería y que resucitaría?” ¿Y no acababa de ver a las mujeres y de platicar con los apóstoles que testificaron que se habían encontrado con un sepulcro vacío, y que unos ángeles les habían dicho que Jesús había resucitado; sí, y más aún, que mientras habían estado congregados, Jesús se había aparecido en medio de ellos? Sin embargo, tan firme era la incredulidad de Tomás, que interpuso su propio juicio frente a la declaración de hechos manifestada por todos ellos, frente a las Escrituras inspiradas, frente a las apasionadas palabras que brotaban de los propios labios del Maestro y frente al reconocimiento unánime y coincidente de todos los hermanos.
¿Y no piensan ustedes, hermanos, que nuestra obstinación es algunas veces tan irracional y tan injustificada como la suya? Pese al cúmulo de evidencias abrigamos dudas, y luego nos damos el crédito por ser sabios y rectos, a la vez que denigramos a todos los demás, afirmando que son necios y que están equivocados.
El principio que está a la raíz de todas las herejías y de los cismas que desgarran y dividen a la Iglesia, es precisamente esa confianza en uno mismo que no nos permite ceder, aunque hombres superiores a nosotros mismos, sí, y aunque el consenso unánime de la Iglesia entera dieran testimonio de un hecho o de una verdad que nosotros objetamos. Por causa de alguna falta de información o por causa de alguna imprecisión de juicio, juzgamos de manera diferente de como lo hacen nuestros compañeros; y sin dilación alguna, nuestra aprobación propia se torna inflexible y nuestra conducta es intolerante.
Entonces, no constituía un pequeño escándalo que Tomás pusiera a su propio ego en oposición al Maestro, en oposición a la Escritura, y en oposición a todos sus consiervos. Aun así, nuestro Señor Jesucristo se abstiene de expresar alguna palabra de denuncia. Él simplemente dice: “Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente”. No podría haber pronunciado unas palabras más delicadas. Le responde sin hacer ningún reproche. Esa benignidad y esa tierna misericordia que David solía cantar antaño, fueron en verdad mostradas por nuestro bendito Redentor.
Otra razón para admirar la gran paciencia de nuestro Señor para con Tomás es que éste se había atrevido a dictar los términos sobre los que creería, y había escogido específicamente los términos que serían potencialmente más ofensivos para Jesucristo, si Él hubiese sido de un espíritu altivo, imperioso y carente de condescendencia. ¿Quién es Tomás para que deba meter sus manos en aquellas heridas sanadas tan recientemente y en aquel costado traspasado por la lanza del soldado? ¿Acaso debe abrir Tomás, otra vez, un camino hacia ese sagrado corazón? ¡Es extraño que pidiera una señal tan misteriosa para fortalecer su fe! ¡Cómo!, ¿no había ninguna otra manera de creer en su Señor, excepto la de revisar con su dedo y con su mano las propias heridas de ese cuerpo bendito? ¡Ah, vean cuán presuntuoso es el siervo; vean, también, cuán manso es el Señor! ¿Acaso no era pedir demasiado, no era pedir en exceso? Tal petición no debía ser proferida ni siquiera por algún discípulo que nunca hubiera abandonado a su Maestro, tanto menos por Tomás, que había huido con el resto y había estado ausente cuando los apóstoles, estando congregados, vieron al Maestro. Sin embargo, Jesús es sumamente indulgente con Tomás. Yo no sé si asombrarme más ante la impertinencia del siervo, o ante la clemencia del Maestro.
Debemos aplicarnos esa lección. ¿Caímos nosotros durante la semana pasada en un estado señero de burda incredulidad? ¿Hemos tenido severos pensamientos para con Dios? ¿Ha suspendido algún pecado nuestra comunión con nuestro Salvador? ¿Tenemos ahora frío nuestro corazón y estamos desprovistos de emoción espiritual? ¿Nos sentimos muy indignos de acercarnos a Aquel que nos amó con tan grande amor? No te desanimes. El Dios de toda paciencia no te desamparará. El amor que nuestro Señor Jesucristo tiene para Su pueblo es tan grande, que pasa por alto su transgresión, su iniquidad y su pecado. No; no hay ningún enojo de Su parte que te separe de tu Dios. He aquí, Él viene sobre los montes de tus pecados y salta sobre las colinas de tus maldades. Puesto que Él viene benevolentemente a ti, ¿no irás tú alegremente a Él? No pienses ni por un momento que Él te ha de fruncir el seño o te ha de rechazar. No te recordará tus frías oraciones, ni tu aposento olvidado, ni tu Biblia sin leer, ni te reprochará por haber desperdiciado ocasiones para la comunión; antes bien, te recibirá con la gracia y te amará gratuitamente, y te concederá justo lo que necesitas en este momento. Te ruego que notes la paciencia del Maestro. Ven a Él, amado hijo Suyo, tú, amado discípulo Suyo, y ten comunión con Él ahora.
Mientras estamos hablando del Maestro, me gustaría pedirles su atención, a continuación, al gran cuidado del Maestro. Él había acudido a ver a Sus discípulos una vez; había estado en medio de ellos y les había dicho: “Paz a vosotros”; les había entregado su comisión, había soplado sobre ellos y les había dado el Espíritu Santo. Pero uno de ellos había estado ausente. Bien, “¿Qué hombre de vosotros, teniendo cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va tras la que se perdió, hasta encontrarla?” Había una oveja que estaba lejos, y Jesús tenía que regresar. Tenía que darle el mismo saludo de paz; debía darle la misma bendición, pues Tomás no podía quedar fuera de la distribución de dones espirituales. Tomás tenía que haber buscado a Cristo, especialmente después de haber estado ausente en la primera ocasión que Él los había visitado. Seguramente tenía que haber dicho: “El Maestro vino a mí, y yo no estuve allí; por tanto, debo buscarlo donde sea que esté, y le diré cuánto lamento haberme perdido la oportunidad de oro de estar en Su presencia”.
Pero, amados, Tomás no buscó a su Maestro. En eso se asemejaba a nosotros. Necesitamos la gracia preventiva, hermanos, -la gracia que está de antemano con nosotros- incluso con nuestros más débiles deseos, y que nos viene de Jesucristo. ¡Oh, cuánto nos sobrepasa el Señor en rapidez! Nuestro sentido de necesidad no tiene pies tan veloces como Su percepción de nuestra necesidad. Mucho antes que sepamos que lo necesitamos, Él sabe que requerimos de Él, y acude en nuestro auxilio para bendecirnos. Vino por causa de una persona; buscaba a aquella persona que no le había buscado. Fue hallado por uno que no le había buscado. Se podría pensar que hubiera sido bueno que Tomás fuera dejado solo un poco más de tiempo. Nosotros habríamos dicho: “Bien, si él es tan obstinado como para establecer tales condiciones, dejemos que se enfríe un poco; dejen que permanezca un tiempo expuesto al frío hasta que tenga deseos de entrar por la puerta, y no establezca condiciones de que tiene que entrar por la ventana, o por alguna ruta propia. Entonces, hagámoslo esperar, pues los mendigos no deberían ser selectivos, ni los discípulos impertinentes deberían ser tolerados”.
Sí, pero Jesús tolera aquello que nosotros no toleramos, y Él nos tiene paciencia cuando nosotros no podríamos tenerles paciencia a nuestros hermanos. Nosotros no tenemos que tolerarlos a ellos ni la mitad de lo que Él tiene que tolerarnos a nosotros. Aunque Tomás podía haber sido abandonado y merecía ser abandonado, con todo, Jesús vino a Él porque sabía que venir a verlo sería mucho mejor que dejarlo en el abandono.
Entonces, discípulo, no te digas a ti mismo: “No me puedo acercar a la mesa de la comunión esta noche, pues no me siento apto; no me voy a esforzar por tener comunión con Cristo; no siento que mi alma pudiera disfrutarlo”. No, por el contrario, no te haría ningún bien quedarte lejos. ¿Acaso te apartarás del Maestro? ¿Rehusarás los símbolos de Su muerte? Te imploro que no seas tan impulsivo y desconsiderado. ¿Por qué no habría Él de venir a ti? Antes de que ese pan sea partido, podrías haber experimentado un deleitable cambio en el estado de tu corazón, y con agradable sorpresa podrías exclamar como Tomás: “¡Señor mío, y Dios mío!” ¡Oh!, ¿y no es algo bendito pensar que Cristo no se detiene sino hasta que Sus discípulos le invitan? El Señor no espera hasta que estén preparados para Él. No, acude a ellos y se reúne con ellos, y los encuentra antes de que le hubieren buscado.
Si tú tienes la misma disposición que Tomás, tal vez pudieras estar insistiendo en las mismas señales y portentos, como él lo hizo. Has de saber que el Maestro puede darte Su propia señal, puede desplegar Su propio portento e impartirte tal bendición que tu corazón difícilmente tendría un espacio para recibirla. Todos nuestros pensamientos y todas nuestras expectativas se ven desconcertados por Su ternura y Su cuidado.
Aunque ya la hemos considerado, les suplico que mediten un rato en la condescendencia sin par del Maestro. He aquí el Señor de vida, que había vencido al filo de la guadaña la muerte, y que había salido en triunfo a través de los portales del sepulcro habiendo despojado a los principados y potestades, y habiendo derrotado al pecado, a la muerte y al infierno; he aquí el Hijo de Dios, cuya resurrección los ángeles habían presenciado, alegres de fungir como siervos de Su realeza; he aquí ese Señor. ¿Qué piensan ustedes? Tuvo que desvestirse para complacer a un desobediente e incrédulo discípulo, sí, tuvo que desnudarse. No era suficiente que mostrara Sus manos; eso hubiera sido amabilidad. Pero esas manos tenían que ser palpadas, y esas heridas tenían que ser exploradas por un dedo excesivamente curioso. Hubiera sido una profanación de no haber sido por la piedad divina que lo permitió. El camino hacia Su corazón tenía que ser revelado. Bien, bien, pero lo hizo. Los ángeles deben de haberse quedado pasmados cuando oyeron decir a un hombre: “no voy a creer a menos que me descubra Su costado”. Pero Tomás lo hizo. Sí, justo antes de morir, ustedes recordarán cómo el Señor se quitó Su manto, y tomó una toalla y se la ciñó, y lavó los pies de Sus discípulos. Después de que resucitó de los muertos, es el mismo Cristo, y si entonces había condescendido a lavarles los pies a Sus discípulos, Él condesciende ahora a soportar las malacrianzas de un discípulo e incluso a tratar con sus debilidades. Si no pudieran ser sanadas sin una visión de Su persona herida, contemplará otra vez Su costado. Él hará cualquier cosa por amor a Su pueblo. No hay una amabilidad demasiado costosa para no ser mostrada por Cristo.
Ahora, entonces, tú que a la par que anhelas ávidamente Su compañía, ocultas tu rostro y te sonrojas de pura vergüenza, ¿acaso dices: “Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; mi corazón no es digno de recibirte como su huésped”? Es cierto, tú no eres digno; tampoco lo era Tomás. Sin embargo, tú gozarás de Su favor, y te regocijarás en la luz de Su rostro, si suspiras y clamas pidiendo eso. Sin duda, durante la semana te has alejado más de lo que tú mismo habrías deseado alejarte; sin embargo, “Yo deshice como una nube tus rebeliones, y como niebla tus pecados”. Tu antiguo amigo pudiera haber pasado a tu lado en la calle sin reconocerte porque ahora eres muy pobre, pero Jesús sí te conoce. Cristiano pobre, posiblemente nadie esté enterado de las privaciones que tú has tenido que padecer. Te imaginas que eres despreciado y olvidado por todo el mundo; tal vez sólo sea tu imaginación, pero te enfada la simple idea de que tus hermanos cristianos te miren con desprecio. Pero Jesús nunca mira despectivamente a Su pueblo. Él condesciende a estar en su misma plataforma, y a ponerse al nivel con ellos con una sagrada familiaridad apropiada a su propio caso. Con mucha frecuencia se acerca más y muestra Sus atrayentes sonrisas a quienes se encuentran en la más triste condición. Así es como Jesús suele actuar. Él nunca habla altiva o arrogantemente. Su condescendencia para con Sus hijos, así como Su cuidado para ellos, no varía.
Además, la longanimidad del Maestro desafía nuestra admiración y nuestra confianza. Cuando Tomás hubo recibido lo que pedía, fácilmente se habría conjeturado que sería relegado a una segunda clase de discípulos. No obstante, en lugar de eso, fue confirmado en el apostolado, y aunque no estuvo presente cuando Jesús sopló sobre ellos, y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”, en el día de Pentecostés, recibió la misma lengua repartida y el mismo poder que recibieron los otros apóstoles. Ciertamente, tenemos razón para creer que Tomás se convirtió en un apóstol tan empeñoso, en un testigo tan fiel y en un mártir de la fe de Cristo tan bienaventurado, como lo fueron Pedro o Juan. El Maestro no escatimará Su bondad porque nosotros demostremos una y otra vez nuestra bajeza. No, amados; Él nos dará según nuestra habilidad de recibir. Si no somos capaces de recibir hoy, Él acrecentará nuestros deseos y expandirá nuestras capacidades, para que mañana seamos capaces de tomar de Su plenitud, y gracia sobre gracia.
Vengan, entonces, ustedes, almas hambrientas y famélicas, ustedes, creyentes, que se están acercando a la penuria y a la bancarrota espiritual, acérquense en el espíritu del amor a Cristo que está tan ciertamente presente con nosotros en este lugar, como lo estuvo con ellos en aquel aposento donde se encontraban reunidos los doce. Acérquense en espíritu y en verdad a Él, y sus almas serán enriquecidas, para su propio beneficio y para la gloria de Dios.
Y ahora tengo que decir unas cuantas palabras acerca de:
II. EL SIERVO.
Tomás, impactado por el conocimiento que tenía el Señor de lo que pasaba en su corazón, y sobrecogido por la manifestación de la presencia del Maestro y de Su poder, exclamó: “¡Señor mío, y Dios mío!” Estas cinco palabras están llenas de significado. Permítanme intentar interpretarlas para ustedes. Primero, eran una expresión de fe. Tomás hace ahora un reconocimiento de la fe que negó en el pasado. “No creeré” –dijo él- “a menos que… y a menos que… y a menos que…” Ahora Tomás cree mucho más de lo que creían los demás apóstoles; por tanto, lo declara abiertamente. Él fue el primer teólogo que enseñó la Deidad de Cristo a partir de Sus heridas. Y desde entonces ningún teólogo ha sido capaz de ver la Deidad de Cristo en Su humanidad herida y resucitada de los muertos. Tomás hizo eso. Declaró la verdadera humanidad de Cristo cuando lo tocó, y declaró Su verdadera Deidad cuando confesó que era su Señor y su Dios. Tomás llegó a los hechos lentamente, pero tenía una mente incluyente y cuando finalmente llegó a la convicción, la captó enteramente en todas sus implicaciones. Pedro hubiera sido impetuoso, y habría saltado a una conclusión, pero Tomás debía considerar las circunstancias, sopesar el testimonio, analizar, juzgar y comprobar las evidencias antes de reconocer alguna verdad. Cuando su juicio producía un asentimiento, era firme; no había dudas; entendía la verdad a la que se adhería mejor que otras personas. Deleitable en el oído de Cristo, hermanos míos, es la expresión de nuestra fe. Ninguno de nosotros debe titubear al repetir mentalmente la declaración de fe en Aquel “que vive, y estuvo muerto; mas he aquí que vive por los siglos de los siglos”.
Es muy apropiado que algunas veces hagamos lo que los católicos llaman: “actos de fe”. Quiero decir que en santa contemplación y en quieta meditación, declaremos delante del Señor que creemos en los hechos que nos son dados a conocer, y en las doctrinas que nos han sido entregadas.
Creemos que Jesús es el Hijo de Dios, cuyo nombre sea por siempre adorado; que existe por Sí solo y que está lleno de poder y de gloria; creemos que hizo a un lado esa gloria, y que se hizo hombre en semejanza de carne de pecado; que no desdeñó dormir en el pecho de Su madre virgen. Vivió una vida de santidad, y murió una muerte de escarnio e ignominia; durmió en la tumba y al tercer día resucitó de los muertos; ascendió al cielo; está sentado a la diestra de Dios Padre; reina sobre todas las cosas para Su pueblo, teniendo poder sobre toda carne para dar vida eterna a todos cuantos el Padre le ha dado; pronto vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos; Él reinará en medio de los hijos de los hombres; ha de sentarse en el trono de Su Padre David; se orará por Él continuamente; todo el día se le bendecirá”.
La breve pero expresiva profesión de fe que hizo Tomás, me sugiere esta palabra de consejo. Nosotros, frecuentemente, deberíamos hacer delante de Dios una declaración de nuestra fe en la Deidad de nuestro Señor Cristo, y en todas las glorias que rodean Su carácter. Ésto han de hacerlo vocalmente cuando puedan –o de otra manera mentalmente- pues el ejercicio es provechoso. Pero estas palabras: “¡Señor mío, y Dios mío!”, me suenan un poco diferentes de una simple profesión de fe. Fue, según ha dicho alguien, como el grito de una paloma que al fin ha encontrado a su pareja. Pobre Tomás. Él dudaba de su Maestro, pero lo necesitaba y no podía ser feliz sin Él. Ahora que ha regresado volando, y lo ha encontrado, pareciera recostar su cabeza, por así decirlo, en el pecho de su Maestro, y pareciera que comenzara a llorar y a suspirar como un pobre niñito que ha perdido a su madre en las calles de Londres, quien, cuando es llevado de regreso, no puede decir otra cosa que: “madre mía… y madre mía… y madre mía”, y se siente muy feliz de pensar que ha encontrado otra vez el pecho amado sobre el cual ha de descansar. Así Tomás pareciera decir: “Te he encontrado, Maestro mío, Señor mío y Dios mío”. Pareciera humillarse, y es como si quisiera decirle: “¿Cómo pude dudar de ti? ¿Adónde he estado? ¿En qué he estado pensando? ¿A qué me ha conducido mi mente obstinada? ¿Qué fue lo que dije? ¿Qué fue lo que pedí? ¿Cómo pude ser tan impertinente? ¡Señor mío, y Dios mío! Tú has perdonado todo, y en Tu presencia expreso estas pocas palabras gimiendo. ¡Yo soy Tu siervo necio, tu insensato siervo, y Tú eres mi bendito Maestro, mi Maestro condescendiente, mi Señor y mi Dios!”
Ahora bien, amados, hay algo muy dulce en ésto. Aunque yo los llamo: gemidos, con todo, contienen mucha música. Vamos, ahora, tú que te has descarriado, ven y cuéntale todo a Cristo junto a la mesa de la comunión. Ven y dile que estás afligido, pero que no estás tan afligido como deberías estarlo. Dile que lamentas porque no has vivido con Él día a día. Tu autocensura bien pudiera ser incisiva.
“Miserable soy por descarriarme así
En busca de los vanos deleites”.
Penitentemente lamenta delante de Él por haber sido embelesado de tal manera como para apegarte a las cosas de abajo, y desprenderte de tu Dios y Salvador. Un sentimiento intenso comúnmente encuentra expresión en unas cuantas palabras. El silencio es algunas veces más vibrante que el discurso. “¡Señor mío, y Dios mío!” es la exhalación de un corazón contrito, aliviado por haber encontrado la gracia que necesitaba.
Sin embargo, la jaculatoria: “¡Señor mío, y Dios mío!”, es el producto de más de una emoción. Si involucraba un dolor agudo, también incluía un placer intenso. ¿No fue acaso un gozoso asombro lo que engendró esas palabras? Fue tan dulce para Tomás, que difícilmente pensó que sus condiscípulos fueran capaces de apreciar una maravilla tan grande. Era demasiado para el propio Tomás; por tanto, se dirige al Maestro, como si sólo Él, siendo el mayor portento, pudiera identificarse con él. “¡Me asombra!”, pareciera decir. “No podía creerlo. Vi al traidor besar Tu mejilla. Vi cuando te llevaban con palos y linternas a esa guarida del león. Te vi cuando estabas en el pretorio de Pilato, siendo juzgado y siendo objeto de burlas. Te vi cuando fuiste clavado al madero; yo estuve allí, y te vi desangrarte y morir. Vi cuando bajaron Tu cuerpo y lo cubrieron de especias; ¿y se trata del mismo cuerpo, del mismísimo cuerpo? ¡Oh, sí! Yo te reconozco. Conozco esas manos. Ellas me entregaron los panes cuando miles de personas fueron alimentadas en Galilea. Conozco ese rostro; muchísimas veces he contemplado con ojos radiantes Tu amado rostro. Conozco ese costado; es el mismo costado que vi atravesado por el soldado, y lo conozco. ¡Es el mismo; eres Tú mismo, Tú mismo, Tú mismo, el Cristo resucitado! ¡Oh, portento de portentos! No puedo decir nada menos ni nada más. ‘¡Señor mío, y Dios mío!’ Bien, ahora, el santo asombro, amados, no es un tipo insignificante de adoración; tal vez no sea una parte insignificante de la adoración del cielo. Me encanta ese verso que cantamos:
“Entonces, permítanme remontar la vía estrellada,
A los mundos refulgentes del día sin fin;
Y cantar con arrobamiento y sorpresa,
Tu misericordia en los cielos”.
¿Acaso no será una sorpresa cuando lleguemos allá? Aunque, en verdad, no veremos nada en el cielo excepto lo que se nos ha informado al respecto en la tierra, pues será precisamente el mismo cielo del cual nos ha hablado Dios, sin embargo, diremos que no se nos dijo ni la mitad porque no entendíamos lo que oíamos, y no podíamos adentrarnos en el significado de las profundas revelaciones espirituales. ¡Oh, cuánto asombro podría apoderarse de nosotros si realmente pudiéramos captar el pensamiento, y yo espero que lo captemos! “Jesús me amó, y vivió y murió por mí, y ahora vive e intercede por mí”.
¡Oh, creyente!, ponte a ver a Cristo ahora con la óptica de tu mente; míralo enaltecido ahora en los cielos supremos, aunque una vez fue desechado entre los hombres, y contempla con estupor el inefable esplendor de ese trono estrellado, rodeado de millones de millones de los carros de Dios, y de cohortes de mensajeros de fuego, todos en espera de obedecer Su voluntad soberana; al ver al Hombre cuya cabeza fue una vez coronada de espinas, pero que ahora reclama la soberanía eterna desde el asiento más excelso disponible en el cielo, inclina tu cabeza con devoto asombro, póstrate a Sus pies, y, dando voz a tu arrobamiento, exclama: “¡Señor mío, y Dios mío!”
Y mediante una exclamación como esa, ¿acaso no renovó Tomás sus desposorios con Cristo y su positiva consagración a Su servicio? “Señor mío eres Tú”, -dijo él- “y yo soy Tu siervo; a partir de ahora Tú eres mi Dios, y yo soy Tu adorador en tanto que viva”.
Amados, hace años, algunos de nosotros fuimos unidos espiritualmente en desposorios con Cristo. Me daría por feliz si recordara aquellas benditas horas cuando mi joven corazón anduvo en pos Él, y Su bendito corazón de amor me fue revelado. No debemos olvidar aquellos tiempos, pues Él no los olvida. Él le dijo a Israel: “Me he acordado de ti, de la fidelidad de tu juventud, del amor de tu desposorio”. Con cuánto entusiasmo cantamos:
“Está hecha, la gran transacción está completada,
Yo soy de mi Señor, y Él es mío;
Él me atrajo, y yo le seguí,
Alegre de obedecer la voz Divina”.
Tal vez hayan transcurrido muchos años desde entonces, pero sean muchos o pocos, estoy seguro de que no hemos sido invariablemente fieles a esos votos y resoluciones; nuestra memoria de Él no ha estado a la altura de Su diligencia para con nosotros. Ahora, si el Señor viniera a ti de nuevo, y te ofreciera un tiempo escogido de comunión con Él, ¿no sería una respuesta sumamente apropiada que nuevamente te entregaras a Él? ¿No deberíamos hacer esto con frecuencia? ¿No sería peculiarmente apropiada para la renovación de nuestro pacto con nuestro Señor y de nuestra consagración a su servicio, la frescura de una íntima comunión? En la noche en que fueron bautizados, ustedes pudieron cantar sinceramente:
“El cielo excelso que oyó el solemne voto,
Ha de oír ese voto renovado diariamente;
Hasta que me incline en la última hora de la vida,
Y bendiga en la muerte un lazo tan amado”.
¡Oh!, que el Espíritu Santo de Dios te capacite ahora para decir en tu alma: “Jesús, el desechado entre los hombres, a quien los grandes de este mundo no conocen, en cuya bendita Persona y obra redentora no quieren creer, yo te tomo a Ti, Señor mío; yo te reconozco como mi Señor; Tu pueblo será mi pueblo; tu Dios y Padre será mi Dios; Tu sangre será mi confianza y Tu ley será mi regla; Tu amor engendrará mi amor; Tu vida será mi ejemplo; Tu gloria será el único propósito en pos del cual me esforzaré; Tú, oh Cristo, eres ‘Señor mío, y Dios mío’”. Así abundará tu fe y florecerán todas tus gracias.
¿Acaso oigo alguna tímida voz surgida de esta congregación que susurra una queja? “¡Ah!, no hay nada para mí; el predicador les está hablando a los discípulos. Cuando las puertas estén cerradas, yo me quedaré afuera como un forastero. No hay nada para mí; yo soy un pecador”. ¡Oh!, pero yo te digo que bastará que toques a la puerta y Jesucristo saldrá afuera por ti. Las puertas no están cerradas para mantener fuera de la presencia del Salvador a los pobres pecadores. ¿Necesitas tú que Jesús se revele a ti? Enaltecido en los más altos cielos, Él mira hacia abajo y te ve a ti ahora. Su voz te está llamando: “Ven a Mí, y yo te daré descanso”. ¡Oh, pobre pecador!, si tú no puedes meter tu dedo en la señal de los clavos, con todo, cree que Jesús murió; entonces confía en Él y descansa en Sus méritos. Póstrate a Sus pies. Reflexiona en Su pasión y en Su expiación, y serás salvo – salvo ahora- salvo instantáneamente. Entonces todos esos otros gozos serán tuyos, pues tú también serás considerado como miembro de la familia, y festejarás con el alimento de los hijos y serás partícipe de todos los privilegios de los hijos e hijas del Señor Dios Omnipotente.


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