Una Visita a Belén

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English: A Visit to Bethlehem

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Por Charles H. Spurgeon sobre Jesucristo
Una parte de la serie Metropolitan Tabernacle Pulpit

Traducción por Allan Aviles


“Pasemos, pues, hasta Belén, y veamos esto que ha sucedido, y que el Señor nos ha manifestado.” Lucas 2: 15.

Yo quisiera conducir su meditación de esta noche, no a Belén, tal como es ahora, sino a Belén, tal como fue una vez.

Si visitaran el sitio de esa antigua ciudad de Judá tal como se encuentra en el presente, encontrarían muy pocas cosas que pudieran edificar sus corazones. Aproximadamente a unos diez kilómetros al sur de Jerusalén, en la ladera de una colina, se ubica una aldea, irregular y pequeña, que no ha sido notoria nunca ni por sus dimensiones ni por la riqueza de sus habitantes. El único edificio digno de mención es un convento. Cuando se aproximan al lugar, si su imaginación les pintara un patio, un establo o un pesebre, a su llegada se verían grandemente desilusionados. Todo lo que alcanzarían a contemplar sería ornamentos estridentes, puestos con el propósito de borrar, más bien que de preservar, el sagrado interés con el que un cristiano contemplaría el lugar. Podrían caminar sobre el piso de mármol de alguna capilla, y fijar su mirada en las paredes engalanadas con cuadros, y adornadas con las fantásticas estatuillas y otras chucherías que son encontrados usualmente en los lugares de adoración pertenecientes a la iglesia de Roma. Dentro de una pequeña gruta, podrían observar el lugar exacto que la superstición ha atribuido a la natividad de nuestro Señor; allí, una estrella, hecha de plata y piedras preciosas, rodeada de lámparas de oro, podría recordarles, -pero meramente como una parodia- la sencilla historia de los evangelistas. En verdad, Belén fue siempre pequeña, y, tal vez, hasta sea la más insignificante entre las familias de Judá, siendo famosa únicamente por sus asociaciones históricas.

Entonces, amados hermanos, “Pasemos, pues, hasta Belén” tal como era; de ser posible, traslademos hasta nuestros propios días, la portentosa historia de ese “Niño nacido”, ese “Hijo dado”. Imaginen que el evento tiene lugar precisamente ahora. Procuraré pintar un cuadro con vívidos colores, para que perciban de manera fresca la grandiosa verdad, y queden impresionados, -como debe ser- por los hechos relativos al nacimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.

Yo les propongo ahora que hagamos UNA VISITA A BELÉN, y voy a necesitar cinco acompañantes que vuelvan instructiva nuestra visita; entonces, primero, quisiera contar con un anciano judío; a continuación, con un gentil anciano; luego, con un pecador convicto; después, con un joven crey ente; y, por último, con un cristiano avanzado. Sus comentarios no podrían dejar de agradarnos y beneficiarnos. Posteriormente, me gustaría llevar a una familia entera al pesebre, para que todos contemplen al Divino Infante y oigan lo que cada uno tiene que decir respecto a Él.

I. Entonces, para comenzar, ME GUSTARÍA IR A BELÉN ACOMPAÑADO DE UN ANCIANO JUDÍO.

Vamos, mi venerable hermano de luenga barba; tú eres, en verdad, un israelita, pues tu nombre es Simeón. ¿Ves al Niño “envuelto en pañales, acostado en un pesebre”? Sí, lo ve; y, subyugado por el espectáculo, toma al Niño en sus brazos y exclama: “Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz, conforme a tu palabra; porque han visto mis ojos tu salvación.” “Aquí tenemos”, -dice este hijo fiel de Abraham- “el cumplimiento de mil profecías y promesas, la esperanza, la expectación y la dicha de mi noble linaje; aquí está el Antitipo de todos aquellos símbolos místicos y ofrendas típicas prescritos en las leyes de Moisés. Tú, oh Hijo del Altísimo, eres la Simiente prometida de Abraham, el Siloh cuyo advenimiento vaticinó Jacob, el más grandioso Hijo del gran David, y el Rey legítimo de Israel. ¡Nuestros profetas anunciaron Tu venida, en verdad, en cada página profética; nuestros bardos compitieron entre ellos para definir quién cantaba Tus loas con las más dulces estrofas; y ahora, oh feliz hora, estos pobres ojos mortecinos ven Tu figura encantadora! Es suficiente, y más que suficiente; ¡oh Dios, no pido vivir más tiempo en la tierra!” Así habla el anciano judío; y, mientras habla, observo la sonrisa embelesada que ilumina cada facción de su rostro y escucho los profundos tonos melodiosos de su trémula voz. Mientras contempla al tierno Niño, le oigo citar las palabras de Isaías: “Subirá cual renuevo delante de él”; y luego, cuando mira hacia a un costado a la virgen madre, descendiente de la casa real de David, vuelve rápidamente su mirada al Niño sin mácula y dice: “como raíz de tierra seca”.

¡Adiós, venerable judío, tu plática resuena dulcemente en mis oídos; que pronto amanezca el día en el que todos tus hermanos retornen a su patria, y confiesen allí a nuestro Jesús como su Mesías y su Rey!

II. Mi siguiente acompañante será UN ANCIANO GENTIL.

Se trata de un hombre inteligente. No me hagan pregunta alguna en cuanto a su credo. Profundamente versado en las obras de Dios en la naturaleza, él posee una luz trémula y tenue que le basta para detectar la tenebrosidad moral que le circunda, aunque la verdad del Evangelio no ha encontrado aún una entrada a su corazón. Llámenlo un escéptico, desde el punto de vista pagano, si les parece; pero la suya no es una testaruda perversión del corazón; es más bien ese estado de transición de la mente en donde las falsas esperanzas son rechazadas, pero no ha sido todavía abrazada la verdadera esperanza. Este hermano gentil está quedándose en Jerusalén, y caminamos y conversamos juntos al dirigir nuestros pasos hacia Belén. Él me ha dicho cuán gran placer siente cuando lee las Escrituras judías, y cómo ha anhelado con frecuencia el amanecer de aquel día que los videntes de la Escritura predicen. Ahora entramos en la casa, -una estrella brilla intensamente en el cielo y está suspendida sobre el establo-; contemplamos al Niño y mi acompañante exclama en un éxtasis: “¡Luz para revelación a los gentiles!” “¡Hermoso Niño de la promesa”, -dice- “Tu nacimiento será un júbilo para todos los pueblos! ¡Príncipe de paz, Tu reino será pacífico! Los reyes te ofrecerán dones; todas las naciones te servirán. Los pobres se alegrarán en Tu advenimiento, pues Tú les harás justicia; y los opresores se estremecerán en Tu venida, pues Tus labios pronunciarán juicio en su contra.” Luego habló muy dulcemente de las esperanzas que habían florecido en esa ‘sala de maternidad’. Parecía como si en esa precisa hora viera en el Niño maravilloso que estaba frente a él, el cumplimiento de muchas promesas antiguas en cuya letra ya era versado. Era alentador escuchar a ese gentil citar palabras como estas, tomadas del profeta evangélico: “Morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el cabrito se acostará; el becerro y el león y la bestia doméstica andarán juntos, y un niño los pastoreará”.

En tanto que me despido de este amigo, han de permitirme que les ofrezca una o dos reflexiones propias. Cuando, en Su ira, Dios ocultó Su rostro de la casa de Jacob, alzó la luz de Su faz sobre los gentiles. Cuando la tierra fecunda se convirtió en un desierto, al mismo tiempo el páramo comenzó a florecer como el huerto del Señor.

Moisés había anticipado estos dos eventos y los profetas inspirados habían previsto tanto el uno como el otro. El corazón engrosado del pueblo judío, la pesadez de sus ojos y la dureza de sus oídos, no son más sorprendentes, -como un exacto cumplimiento del juicio divinoque la extrema susceptibilidad de la mente gentil para recibir la evidencia de la condición de Mesías de nuestro Señor, y abrazar Su Evangelio.

Así había dicho Jehová mil quinientos años antes: “Yo también los moveré a celos con un pueblo que no es pueblo, los provocaré a ira con una nación insensata.” No se asombren, entonces, sino admiren las crisis de la historia cuando Pablo y Bernabé fueron comisionados a decirles a los judíos que rechazaron el Evangelio: “He aquí, nos volvemos a los gentiles”.

Yo he consultado el mapa y he mirado, con intensa emoción, la ruta que Pablo y Bernabé tomaron en su primer viaje misionero. Antioquía, la ciudad de la que partieron, está situada directamente al norte de Jerusalén, y allí, en proporciones no muy desiguales, se podía encontrar tanto judíos como gentiles. “Al judío, primeramente”, era conforme al precepto divino; y, puesto que su propia nación rechazó la gracia de Dios, he aquí, se volvieron a los gentiles, con un resultado manifestado inmediatamente que los alegró grandemente, pues los gentiles oyeron con regocijo, y glorificaban la Palabra del Señor.

Conforme sigan los diversos viajes del apóstol Pablo, verán que el curso fue siempre hacia el norte, o, más bien, en una dirección noroeste, y así las nuevas del Evangelio prosiguieron su viaje hasta que la Iglesia de los redimidos encontró un punto central en nuestra isla grandemente favorecida.

Me parece oír que algunos de ustedes dicen: “No somos anticuarios del suficiente calibre para apreciar la compañía de tus dos venerables acompañantes.” Bien, entonces, amados, los tres compañeros que siguen serán tomados de entre ustedes y pudiera ser que descubran sus propios pensamientos expresados en los esbozos que estoy a punto de añadir.

III. El siguiente en el orden ES EL PECADOR DESPIERTO

Ven aquí, hermana mía, me agrada verte, y voy a disfrutar mucho de tu compañía en nuestro camino a Belén. ¿Por qué retrocedes? No tengas miedo; no hay nada aquí que deba horrorizarte. Entra, entra. Con trémulo recelo, mi hermana avanza hasta el tosco pesebre en el que se encuentra el Niño. Pareciera que tiene miedo de alegrarse, y está desmesuradamente asombrada de sí misma porque no se ha desmayado. Me pregunta: “¿Y acaso, señor, es este, real y verdaderamente, el gran misterio de la piedad? ¿Acaso contemplo yo, en este pesebre, a ‘Dios manifestado en la carne’? Yo esperaba ver algo muy diferente.” Mirando su rostro, comprendí claramente que ella difícilmente podía creer debido al gozo. Esta trémula penitente es una visitante humilde aunque cautivadora del lugar de nacimiento de mi Señor. Yo desearía tener esta noche muchas más personas como ella en esta congregación. Ustedes verían cómo el misterio se disuelve en misericordia. Ninguna espada encendida que se revuelve por todos lados obstruye su entrada; ningún boleto de admisión es requerido por un insolente criado a la puerta; no se muestra ningún favor por rangos o títulos especiales; pueden entrar libremente para ver al más noble Niño, nacido de mujer, en el más humilde catre en el que un infante hubiere estado cobijado alguna vez. Ni siquiera una visible tiara de luz circunda Su frente. Es demasiado humilde, se los aseguro, para ser descrito por la imaginación del poeta, o bosquejado por el pincel del artista: como hijo de pobre, está envuelto en pañales y es acunado en un pesebre. Se requiere de fe para creer lo que el ojo del sentido no podría discernir jamás, cuando se mira al “Príncipe de la vida” con tan humilde aspecto.

IV. Mi cuarto acompañante es UN JOVEN CREYENTE.

Bien, hermano mío, tú y yo juntos hemos tenido a menudo una dulce comunión relacionada con las cosas del reino; “Pasemos, pues, hasta Belén, y veamos esto que ha sucedido, y que el Señor nos ha manifestado.” Diviso la sagrada jovialidad en el rostro de mi joven amigo conforme se aproxima al misterio encarnado. Con frecuencia le he oído discutir sobre curiosas sutilezas doctrinales; pero ahora, con serenidad de espíritu, mira el rostro del Divino Niño, y dice: “La verdad ha brotado de la tierra, pues una mujer ha dado a luz a su Hijo; y la justicia ha mirado desde el cielo, pues Dios, en verdad, se ha revelado en ese Niño”. Mira al pequeño Niño tan ansiosamente como si un fresco manantial de santa gratitud se hubiere abierto en su corazón. “Aquí no hay visión, ni imaginación, ni mito”, -afirma- “sino un partícipe real de nuestra carne y de nuestra sangre; Él no ha asumido la naturaleza de los ángeles, sino la naturaleza de la simiente de Abraham. El cielo y la tierra se han unido para hacernos bienaventurados. ¡La fuerza y la debilidad se han dado la mano aquí!” Hace una pausa para adorar, y luego habla de nuevo: “¡en qué tabernáculo tan pequeño, débil y delicado te dignas morar ahora, oh glorioso Dios! En verdad, la misericordia y la verdad se han encontrado aquí, y la justicia y la paz se han besado. Oh Jesús, Salvador, Tú eres la misericordia misma, la entrañable misericordia de nuestro Dios está encarnada en Ti. Tú eres la Verdad, la misma Verdad que los profetas anhelaban ver, y en la cual los ángeles deseaban mirar, la Verdad que mi alma buscó por tanto tiempo, pero que no podía encontrar hasta que contemplé Tu faz. Una vez pensé que la Verdad estaba oculta en algún profundo tratado, o en algún docto libro, pero ahora sé que es revelada en Ti, ¡oh Jesús, mi pariente, y, sin embargo, el igual de Tu Padre! Y, dulce Niño, Tú eres también la justicia, la única justicia que Dios puede aceptar. ¡Qué condescendencia, y a la vez qué paciencia! ¡Ah, amado Niño, cuán quieto te quedas! ¡Me sorprende que, consciente de Tu divino poder, puedas soportar de esta manera las fastidiosas y prolongadas horas de la infancia con una humildad tan extraña, tan extraordinaria! Creo que, si hubieras estado a mi lado, y me hubieras cuidado, ese habría sido un servicio que podría muy bien admirar; pero, sobrepasa cualquier esfuerzo de la imaginación, darse cuenta de lo que será para Ti ser tan débil, tan desvalido, tan necesitado de ser alimentado y cuidado por una madre terrenal. ¡Que el Admirable, el Dios fuerte, se humille de esta manera, es profunda humildad!

Así habló el joven creyente y me gustó mucho su discurso, pues pude ver en él cómo la fe obraba por amor, y cómo el fin de la controversia y del argumento es alcanzado en Belén, pues “indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne.”

V. Ahora voy a ir a Belén en compañía de UN CRISTIANO MADURO, tal como lo era Pablo, el anciano, o Juan, el teólogo; no, más bien lo haré con algún cristiano que encuentre en el círculo de los miembros de mi propia iglesia.

Tranquilo, pacífico y benigno, pareciera como si su entrenamiento en la escuela de Cristo y la sagrada unción del Espíritu Santo le han convertido en un niño, conforme su carácter madura y su idoneidad para el reino de los cielos se vuelve más aparente. Las lágrimas resplandecían en los ojos del anciano al momento de mirar con terneza expresiva a ese “Niño de eternos días”. No habló mucho, y lo que dijo no fue exactamente parecido a lo que cualquier otro de mis acompañantes había hablado. Su comportamiento consistía en citar breves frases de la Palabra de Dios, con gran exactitud. Las expresaba lentamente, las ponderaba profundamente, y había abundante unción espiritual en el acento con el que hablaba. Sólo voy a mencionar unas cuantas de las útiles frases que expresó:

Primero dijo: “Nadie subió al cielo, sino el que descendió del cielo; el Hijo del Hombre, que está en el cielo”; y realmente daba la impresión de que podía ver más de lo yo hubiere visto jamás en aquel pasaje; ¡Jesús, el hijo del hombre, que estaba en el cielo incluso cuando estaba en la tierra! Luego miró al Niño y dijo: “Este era en el principio con Dios”. Después de eso, expresó estas tres breves frases en sucesión: “En el principio era el Verbo”; “Todas las cosas por él fueron hechas”; “Y aquel Verbo fue hecho carne”. Se veía como si se diese cuenta de la grandeza del misterio de que nuestro Señor Jesús hiciera primero todas las cosas, y posteriormente Él mismo “fuera hecho carne”. Luego, reverentemente, dobló su rodilla, juntó sus manos y exclamó: “el don de mi Padre, ‘¡Mirad cuál amor!”

Al retirarnos de aquel pesebre y de aquel establo, ese anciano cristiano pone su mano en mi hombro y dice: “joven amigo, he ido a Belén muchas veces; era uno de mis sitios más favoritos antes de que nacieras, y he aprendido una dulce lección allí que me gustaría transmitirte: el Infinito se volvió finito; el Todopoderoso consintió en volverse débil; Aquel que sostuvo todas las cosas por la palabra de Su poder, se tornó indefenso voluntariamente; Aquel cuya palabra dio existencia a todos los mundos, renunció por un tiempo incluso al poder del habla. En todas estas cosas, Él cumplió la voluntad de Su Padre; así que no tengas miedo, ni te sorprendas con ningún asombro, si fueras tratado de igual manera, pues Su Padre es también tu Padre. Tú, que te has gozado en los antiguos convenios del pacto eterno, podrías tener que depender débilmente de las misericordias de la hora. Tú te has recostado sobre el pecho de tu Salvador a Su mesa; pero en el momento presente podrías ser tan débil que debes depender de la atención de una mujer. Tu lengua fue tocada como con un carbón proveniente del altar celestial, pero tus labios pueden ser sellados todavía como los de un infante. Si aún te hundieras más profundamente en la humillación, nunca alcanzarías la profundidad a la que descendió Jesús en ese acto único de condescendencia.” “Cierto, cierto”, -respondí- “el hermano que es joven apuntó a la maravillosa condescendencia del Hijo de Dios; tú me las has explicado más plenamente”.

Entonces, de esta manera, amados, me he esforzado por cumplir mi propósito de ir a Belén con cinco acompañantes distintos, siendo todos ellos personas representativas. ¡Ay, es lamentable que algunos de ustedes no estén representados por alguno de estos personajes! “¿No os conmueve a cuantos pasáis por el camino?” ¿No les importa esta bendita natividad, que marcó desde tiempos antiguos “el cumplimiento del tiempo”? Si murieran sin el conocimiento de este misterio, sus vidas serían un terrible hueco, y su porción eterna será verdaderamente terrible.

VI. Préstenme su más solícita atención, por un poco más de tiempo, mientras intento cambiar la línea de la meditación. Podría agradarle a Dios que, mientras procuro CONDUCIR A UNA FAMILIA ENTERA A BELÉN, algunos corazones que hasta aquí se han resistido a todos mis llamados, puedan todavía rendirse al Señor Jesucristo.

Un cuadro familiar servirá a mi propósito. Imaginen que hoy es la noche previa del día de Navidad, y que un padre cristiano tiene a todo su hogar reunido junto a él en torno a la lumbre de la chimenea. Deseoso de combinar la instrucción con el placer, propone que el tema de la conversación sea “el nacimiento de Cristo”, y que cada uno de los niños diga algo al respecto, y que él predicará un breve sermón sobre cada una de sus observaciones. Invita a María, -la sirvienta- a la habitación, y cuando todos están confortablemente sentados, comienzan.

(1) Después de un simple bosquejo de los hechos, el padre se vuelve a su hijo menor, y le pregunta: “¿qué tienes que decir, Memito?” El muchachito, que es apenas lo suficientemente grande para asistir a la escuela dominical, repite dos líneas que ha aprendido a cantar allí, y que muchos de ustedes, sin duda, conocen:

“Jesucristo, mi Señor y Salvador,
Una vez se hizo un niño como yo.”

“Bien, mi querido hijo”, -le dice el padre- “una vez se volvió un niño como yo.” Sí, Jesús nació en el mundo como nacen los otros bebés. Él era tan pequeño, tan delicado, tan débil, como los otros infantes y necesitó ser alimentado al igual que ellos.

“El Dios Todopoderoso se hizo hombre,
Un bebé igual que los otros que vemos:
Tan pequeño en tamaño, y débil de cuerpo,
Como siempre han sido los bebés.

A partir de allí creció y fue un infante dócil
A pasos tersos y normales;
Y luego se convirtió en un muchacho más grande,
Sentado en el regazo de María.

Inicialmente cargado por falta de fuerzas,
Con el tiempo corrió solo;
Luego llegó a ser un mozuelo, un adolescente; luego,
Un joven; por fin, un hombre.”

Es incorrecto pintar cuadros del niño Jesús, y luego decirles que son como Él. Los idólatras perversos hacen eso. Más bien debemos pensar de Jesucristo como hecho en todo semejante a Sus hermanos. Nunca hubo algo en lo que no fuera semejante a nosotros, excepto que Él no tenía pecado. Él solía comer, y beber, y dormir, y se despertaba, y reía, y gritaba, y era cariñoso con Su madre, igual que lo hacen otros niños. Así que está muy bien que digas, Memito: ‘una vez se hizo un niño como yo’.

(2) “Ahora, Juan”, -dijo el padre, dirigiéndose a un chamaco un poco mayor- “tú, ¿qué tienes que decir?” “Bien, papá”, -dijo Juan- “si Jesucristo fue igual a nosotros en algunas cosas, no creo que haya tenido tantas comodidades como nosotros; no tendría un cuarto de juegos tan bonito, ni una cama tan cómoda. ¿Acaso no era turbado por los caballos, y las vacas y los camellos? Me parece chocante que haya tenido que vivir en un establo.”

“Esa es una observación muy apropiada, Juan”, le respondió su padre. ‘Todos nosotros debemos considerar cómo nuestro Señor compartió Su vida con los pobres. Cuando esos magos vinieron del oriente, me atrevería a decir que estuvieron sorprendidos, primero, al descubrir que Jesús era el niño de un hombre pobre; sin embargo, se postraron y le adoraron, y abriendo sus tesoros, le ofrecieron presentes muy costosos: oro, incienso y mirra. ¡Ah!, y cuando el Hijo de Dios se humilló del cielo a la tierra, dejó atrás los esplendentes palacios de los reyes, y los salones de mármol de los opulentos y los nobles, y estableció Su morada en los alojamientos de la pobreza. Aun así, Él era ‘nacido Rey de los judíos’. Ahora, Juan, ¿leíste alguna vez sobre algún hijo que fuera nacido rey? Nunca lo hiciste, por supuesto; los hijos han nacido siendo príncipes, y herederos al trono, pero nadie, aparte de Jesús, nació jamás siendo rey.

La pobreza de las circunstancias de nuestro Salvador es como un contraste que realza la gloriosa dignidad de Su persona. Ustedes han leído acerca de algunos reyes buenos, tales como David, y Ezequías y Josías; sin embargo, si no hubieran sido reyes, nunca nos habríamos enterado de ellos; pero sucedió algo muy diferente con Jesucristo. Él poseía una mayor grandeza verdadera en ese establo que la que hubiere poseído cualquier otro rey en un palacio; pero no se imaginen que solamente en Su niñez fue el Pariente del pobre. Cuando creció y llegó a ser un hombre, dijo: “Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar su cabeza.”

¿Saben, hijos míos, que nuestros consuelos fueron comprados con el precio de Sus sufrimientos? “Se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos.” Por tanto, debemos dar gracias y alabar al bendito Jesús cada vez que recordemos que Él estaba en este mundo en una peor condición de la que nos encontramos nosotros.

(3) “Ahora te toca a ti”, -dijo el padre mirando a su hijita, una niña inteligente, que apenas comenzaba a ser de alguna ayuda para su madre en el desempeño de los deberes domésticos cotidianos. Pobre niña; al oír esto, inclinó modestamente su cabeza, pues recordó, justo entonces, cuán frecuentemente los pequeños actos de descuido la habían expuesto a los fieles pero tiernos regaños de sus padres. Por fin dijo: “¡oh, padre, cuán bueno fue Jesucristo! Él no hizo nunca nada malo.” “Muy cierto, mi amor”, le respondió el padre. “Eso que comentas es un dulce tema para la meditación. Su naturaleza fue sin pecado, Sus pensamientos eran puros, Su corazón era transparente, y todas Sus acciones fueron justas y rectas. Ustedes han leído acerca de las ovejas que Moisés ordenó en la ley que fueran ofrecidas en sacrificio a Dios. Todas debían estar libres de mancha y defecto; y si hubiere habido la menor traza de impureza en el Niño que nació de María, no habría podido ser nunca nuestro Salvador.

Algunas veces se nos vienen pensamientos perversos y nadie lo sabe sino Dios; y, algunas veces, hacemos lo que es malo, aunque nadie nos descubra. No sucedió igual con el manso y humilde Salvador; Él no tuvo nunca ni siquiera una imperfección. En la ley de Jehová estaba Su delicia y en Su ley meditaba de día y de noche. Aun cuando no cometamos ningún pecado positivo, a menudo olvidamos cumplir con nuestro deber; pero Jesús nunca lo hizo. Era como árbol plantado junto a corrientes de aguas, que da su fruto en su tiempo. No frustró jamás alguna esperanza que hubiere sido depositada en Él.”

“Hasta aquí”, -dijo el padre- “hemos tenido ya tres hermosos pensamientos: Jesucristo tomó nuestra naturaleza, condescendió a ser muy pobre, y era sin pecado.”

(4 ) En la habitación se encontraba también un muchacho más grande, que acababa de regresar del internado escolar para pasar sus vacaciones de Navidad en casa. Entonces su padre se dirigió a este hijo y le dijo: “Fred, a continuación tenemos que oír tu comentario”. Muy breve, pero muy significativa, fue la respuesta de Fred: “ese Niño tenía una mente maravillosa”.

“En verdad la tenía”, -dijo el padre- “y sería muy bueno que hubiere en todos nosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús. Su mente era infinita, pues participó en los eternos consejos de Dios. Pero yo preferiría sugerirles otra línea de pensamiento: ‘En Él estaba la luz’. La mente de Jesús era como la luz por su claridad y pureza. Nosotros vemos con frecuencia a las cosas a través de un medio distorsionado; nos formamos impresiones erróneas, y nos cuesta bastante corregirlas; pero Jesús era de un rápido entendimiento para discernir entre el bien y el mal. Su mente no se vio nunca influida por el prejuicio; veía las cosas tal como son. Nunca tuvo que pedir prestados los ojos de otras personas, y nunca guiaron Su juicio las ideas incubadas en el cerebro de otras personas. Tenía luz en Sí mismo, y esa luz era la vida de los hombres, por lo que fue capaz siempre de instruir a los ignorantes, y guiar sus pies en los senderos de paz. De igual manera, Su corazón era puro, y eso tiene más que ver con el desarrollo de la mente, y el mejoramiento del entendimiento, de lo que estamos inclinados a suponer. Ninguna imaginación corrupta empañó jamás Su visión. Siempre estaba en armonía con Dios, y siempre sintió buena voluntad para con el hombre. Bien dices, Fred, que poseía una mente maravillosa”.

(5) Después de que cada uno de los hijos hizo alguna observación, el padre se dirigió, a continuación, a María, la sirvienta. “No seas tímida”, -le dijo- “y di lo que piensas, y comparte con nosotros tu pensamiento”. “Solamente pensaba, señor”, -dijo María- “cuán humilde de parte del Señor fue asumir la forma de un siervo.” “Cierto, María, muy cierto; y siempre es muy útil considerar cómo Jesús se rebajó a nuestro humilde estado. Deberíamos reconciliarnos con cualquier ‘porción’ que Jesús escogiera voluntariamente para Sí mismo. Pero hay algo más en tu comentario que es aplicable a Belén, y a la natividad, de lo que tú, tal vez, hubieres imaginado; pues, de acuerdo al relato que hace el doctor Kitto sobre la posada, o caravanserai, la sagrada familia ocupaba el lugar de los siervos. Imaginen ahora una construcción cuadrada de paredes altas y sólidas, construidas de ladrillos sobre un cimiento de piedra, con un gran arco en la entrada. Estas paredes encierran un gran espacio abierto con un pozo en medio de esa área. En el centro hay un patio interior, que contiene una plataforma levantada, cubierta en sus cuatro costados por hileras de portales, y luego, en la pared trasera hay unas puertas pequeñas que conducen a diminutas celdas que constituían los alojamientos. Así podemos suponer que era el ‘mesón’ en el que ‘no había lugar’ para María y José.

Ahora vamos a hacer una descripción del establo. Está formado por una avenida cubierta que corre entre la pared trasera de las habitaciones de la posada y la pared exterior de todo el edificio; así, está al mismo nivel del patio, y un metro aproximadamente por debajo de la plataforma suspendida. Las paredes laterales del cuadrángulo interior, al proyectarse por detrás hacia el patio, forman nichos o pesebres, que los siervos y los muleros usaban como albergue del mal clima. Nos da la impresión de que José y María encontraron un refugio en uno de esos nichos. Se supone que allí nació el niño Jesús; y si así fuera, ¡cuán literalmente cierto es que tomó la forma de siervo, y ocupó la habitación de los siervos!”

(6 ) Una vez más el padre buscó un texto fresco, y, mirando a su esposa, le dijo: “querida, has adoptado un tranquilo interés en nuestras conversaciones esta noche; oigamos ahora tu reflexión. Estoy seguro de que puedes decir algo que nos agradará escuchar a todos.” La madre se veía absorta en el pensamiento, y daba la impresión que tenía ante sí un cuadro vívido de la escena completa, y sus ojos se iluminaron como si en realidad pudiese ver al amado Niño en el pesebre. Habló con suma naturalidad y lo hizo muy maternalmente. ¡Qué Niño tan hermoso! Y, sin embargo, -agregó con un profundo suspiro- “Él, que es así más hermoso en Su cuna que los hijos de los hombres, después de unos breves años, estaba tan sobrecogido de ansiedad, sufrimiento y angustia, que su parecer fue desfigurado más que el de cualquier otro hombre, y su hermosura más que la de los hijos de los hombres.”

Una melancólica tristeza se deslizó en el semblante de cada uno mientras aquella piadosa madre compartía sus reflexiones. La ternura de la mujer parecía ser santificada por la gracia divina en su corazón, para producir su más rica fragancia. El padre de inmediato rompió la quietud cuando dijo: “¡Ah, amada mía, tú has dicho lo mejor!” Su corazón estaba quebrantado con reproche; ese humilde nacimiento no era sino el preludio de una vida todavía más humilde, y de una muerte todavía más humillante. Tu sentimiento, amor mío, es una evidencia sumamente preciosa de tu íntima relación con Él.

“Un amigo fiel participa del dolor;
Pero no puede haber ninguna unión
Entre un corazón que se derrite como la cera
Y corazones tan duros como la piedra;
Entre una cabeza que vierte sangre
Y miembros incólumes y sanos,
Entre un Dios agonizante
Y un alma que no siente.”

(7) “Para concluir ahora”, dijo el padre, mirando a su alrededor y recorriendo con una expresión animada a los miembros de su hogar, “yo supongo que ustedes esperan unas cuantas palabras de mi parte. Por mucho que les gusten las observaciones de su madre, pienso que no sería correcto, en un día tan propicio como este, terminar con un tono melancólico y triste. Ustedes saben que los padres son generalmente sumamente precavidos acerca de las perspectivas de sus hijos. Yo puedo mirarlos a ustedes, muchachos, y pensar, ‘no te ha de importar si tienes unas cuantas dificultades, en tanto que puedas esforzarte exitosamente frente a ellas’. Bien, ahora, me he estado imaginando el pesebre, el Niño que estaba acostado allí, y, María, Su madre, vigilándolo amorosamente; les diré lo que pensaba. Esas manitas tomarán un día el cetro del imperio universal; esos bracitos lucharán a brazo partido con el monstruo llamado ‘Muerte’, y lo destruirán; esos diminutos pies hollarán el cuello de la serpiente, y aplastarán la cabeza de ese antiguo engañador; sí, y esa pequeña lengua, que todavía no ha aprendido a articular palabra, derramará, en breve, tales arroyos de elocuencia proveniente de Sus labios, que fertilizarán las mentes de toda la raza humana, e infundirán Su enseñanza en la literatura del mundo; y después de un breve tiempo, esa lengua pronunciará los juicios del cielo sobre los destinos de toda la humanidad. Todos nosotros hemos considerado que es maravilloso que el Dios de la gloria se humillara tanto; pero un día consideraremos que es más maravilloso que el Varón de dolores sea exaltado muy en alto. La tierra no pudo encontrar un lugar tan bajo para Él; el cielo difícilmente encontrará un lugar lo suficientemente excelso para Él.

Entonces ya sólo queda por decir esto acerca de Jesucristo: Él es ‘el mismo ayer, y hoy, y por los siglos’. Nosotros podemos cambiar con las circunstancias, pero Jesús nunca lo hizo y nunca lo hará. Cuando le miramos en el pesebre, podemos decir: “Él es el Admirable, el Consejero, el Dios fuerte’. Y cuando le veamos exaltado a la diestra de Su Padre, podremos exclamar: ‘¡He aquí el Hombre!’

“Todavía retiene Su corazón humano,
Aunque esté entronizado en la más excelsa bienaventuranza,
Siente los dolores de cada miembro tentado,
Pues nuestra aflicción es la Suya”.

Así concluyó la serie de observaciones hechas por varios miembros de una familia cristiana en torno a la chimenea en el tiempo de Navidad. El padre dijo que era tiempo de retirarse y les dio a todos las buenas noches; y tal como dijo el padre, así digo yo: “¡buenas noches y que el Señor los bendiga a todos!” Amén.


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