Ahora su fe vive en mí
De Libros y Sermones BÃblicos
Por Erica Owen sobre Santificación y Crecimiento
Traducción por E. G.
Contenido |
El regalo de una abuela temerosa de Dios
La mayoría de los niños que la volvían loca han crecido. Ayudó a criar a su nieta e intentó compartir la figura de Jesús con las mujeres de las tierras de los Apalaches, en Ohio, que no conocían a su Salvador.
Recuerdo cuando la encontraba en el salón, antes de salir el sol, de rodillas, con la Biblia abierta y la cabeza inclinada. Sabía que estaba presenciando el secreto de cómo amaba y vivía cuando se puso de pie. En las páginas de ese libro, su Dios la convenció de que Él todavía se dedicaba cambiar vidas. Lo demostró con la forma en que cambió la suya.
El primer misionero que conocí
Trabajó para llevar su mensaje a todo el mundo que conocía. Comenzó por ayudar a los que sufren escribiéndoles cartas de ánimo y llamándolos y visitándolos para saber de ellos. Redactó unidades didácticas y exámenes, trabajando sin sueldo como maestra de educación infantil en una escuela administrada por la iglesia. Quería que las adolescentes de su iglesia supieran que el camino de Dios es el más satisfactorio, así que estudió de forma diligente e impartió una clase semanal de discipulado.
En los veranos, ella y yo solíamos meternos en el coche y conducíamos junto a los imponentes arroyos, siguiendo vueltas y revueltas, para visitar a las señoras de las colinas que mastican tabaco y no tienen ni dientes ni una relación con Jesús. En cuanto conocía a alguien, le amaba y quería hacerle partícipe de un amor aún mayor que el suyo.
Mi abuela fue la primera misionera que conocí, aunque nunca salió del sureste de Ohio. Fue la primera persona que me habló sobre Jesús, viviendo su misión justo donde ella estaba. Dios le ayudó a convertir su doloroso arrepentimiento por no haber criado a sus propios hijos en un hogar cristiano, en fidelidad para enseñarme acerca de Él. Vivía y respiraba la palabra de Dios, y metió su verdad en mi corazón desde el momento en que apenas podía hablar. A los 3 años era la campeona de memorización de versículos de su iglesia gracias a ella.
Yo, como el joven Timoteo, vi primero la fe de mi abuela (2 Timoteo 1:5). Y pronto, su fe se convirtió en mi fe. Este Padre bondadoso, que tuvo compasión de esta niña sin padre, me aceptó como su propia hija. Y mi valiosa abuela estaba arrodillada allí junto a mí cuando, por primera vez, reconocí mi necesidad y pedí a Jesús salvarme de mis pecados.
Biblia en el arroyo
Unos años más tarde, llamé a su casa para ver si había llegado sana y salva en medio de una tormenta de nieve. Sabía que había pasado algo terrible. Mi abuelo no pudo contestarme, pero pedí hablar con mi tío en su lugar.
El coche tuvo que ser retirado con maquinaria de rescate en el arroyo donde se hundió después de haber perdido el control en las carreteras cubiertas de nieve. Se encontraron sus posesiones en el fondo del arroyo después de haberse descongelado.
Recuerdo que alguien me entregó su Biblia. Las páginas, ahora secas, se habían arrugado y quebrado al mojarse. La tuve en mis manos y la abrí para ver sus marcas cubriendo las páginas. La tinta estaba moteada y sus escritos desaparecidos. Yo debía ser la única persona que sabía que antes de que sus páginas se humedecieran por el agua, se habían humedecido por sus lágrimas. Llena de lágrimas de una madre arrodillada que oraba con premura para que sus hijos adultos se acercaran a la fe. Las lágrimas de una amiga interesada en que sus vecinos confiaran en Jesús. Las lágrimas de una abuela llorosa, pidiendo a Dios proteger y hacer crecer a su joven nieta para convertirse en una mujer piadosa.
Aférrense a la gracia
Abuelas, no subestimen su influencia sobre sus nietos. Lo que ven que ustedes valoran y las prioridades que configuran su día a día les enseñan. Lo que comentan, y a quién se lo dicen, también transmite.
Pueden no gustarle sus vidas domésticas o la manera en que sus padres hacen las cosas, pero por el bien de sus almas y su futuro, ámenlos lo suficiente para darles algo más que juguetes, dulces, ropa y viajes. Denles algo que treinta años más tarde, cuando hayan muerto y desaparecido, todavía enriquezca su vida y la de los demás por su voluntad, abnegación, sacrificio y persistencia impulsadas por gracia.
Pocos podían empatizar con el arrepentimiento como mi abuela. Rápidamente aparecían las lágrimas al hablar de su pasado antes de acercarse a Cristo. Y así, con ustedes, queridas atormentadas por la culpabilidad de años desperdiciados y oportunidades perdidas, ella se encontraría con sus ojos llenos de lágrimas, les entregaría un pañuelo y les diría: "¡Aférrense a la gracia! Nada les motivará tanto para servir y amar como darse cuenta ¡de lo mucho que Jesús les sirvió y les quiso! La ternura de su trato con ustedes, persiguiéndolas y atrayéndolas, será su ejemplo para acercarse a los demás, en su salón, junto al arroyo o entre los bloques de manzanas de la ciudad. No saben cuánto tiempo tienen, pero saben que ahora lo tienen. Así, con la gracia ante y tras de ustedes, no desperdicien el poder ejercer de abuelas".
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