Confesión y Absolución
De Libros y Sermones BÃblicos
Por Charles H. Spurgeon
sobre Santificación y Crecimiento
Una parte de la serie New Park Street Pulpit
Traducción por Allan Aviles
“Mas el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador.” Lucas 18: 13.
La mayoría de los héroes de las historias de nuestro Salvador han sido elegidos para ilustrar rasgos de carácter enteramente diferentes de su reputación general. ¿Qué pensarían de un escritor de moral de nuestra época, si en una obra de ficción, se empeñase en exponer ante nosotros la compasiva virtud de la benevolencia mediante el ejemplo de un cipayo? Y, sin embargo, Jesucristo nos ha dado uno de los mejores ejemplos sobre la caridad, en el caso de un samaritano. Para los judíos, un samaritano era proverbial por su amarga animosidad en contra de su nación, como lo es para nosotros el cipayo por su crueldad traicionera, y es igualmente objeto de menosprecio y de odio; pero Jesucristo, sin embargo, eligió a Su héroe de entre los samaritanos, para que no hubiera nada adventicio que le adornara, y más bien todo el engalanamiento le fuera atribuido a la gracia de la caridad.
Así, también, en la presente instancia, nuestro Salvador, estando deseoso de explicarnos la necesidad de la humildad en la oración, no seleccionó a algún santo distinguido que fuera famoso por su humildad, sino que eligió a un publicano, que probablemente era uno de los más extorsionadores de su clase, pues da la impresión que el fariseo sugiere eso; y no dudo de que hubiera lanzado una mirada de soslayo a este publicano, cuando comentó, con autocomplacencia: “Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano.”
Pero, con el objeto de que pudiéramos ver que no había nada en la persona que le predispusiera, y para que pudiera sobresalir la aceptación de la oración, al ser colocada incluso bajo una luz más resplandeciente contra el negro fondo del carácter del publicano, nuestro Señor seleccionó a este hombre para que fuera la norma y el modelo de alguien que ofrece una oración aceptable a Dios. Noten eso, y no se sorprenderán al encontrar esa misma característica exhibida, muy frecuentemente, en las parábolas de nuestro Señor Jesucristo.
En lo tocante a este publicano, sabemos muy poco sobre su previa carrera, pero podríamos hacer algunas conjeturas cercanas a la verdad, sin incurrir en un serio error. Sin duda era un judío, que pudo haber sido educado piadosamente y entrenado religiosamente, pero, tal vez, como Leví, huyó de sus padres y, no encontrando otro oficio que fuera exactamente el apropiado para su gusto depravado, se convirtió en un miembro de esa clase corrompida que cobraba los impuestos romanos, y, avergonzado de ser conocido como Leví por más tiempo, cambió su nombre al de Mateo, para que nadie reconociera, en la casta degradada de publicano, al hombre cuyos padres temían a Dios, y se arrodillaban delante de Jehová.
Pudiera ser que este publicano hubiera abandonado los caminos de sus padres entregándose a la lascivia, y luego hubiera descubierto que la indigna ocupación de publicano era sumamente afín a su espíritu depravado. No podríamos decir cuántas veces trituró el rostro de los pobres, o cuántas maldiciones fueron derramadas sobre su cabeza cuando arrebató la herencia de la viuda, y robó al huérfano desamparado y desvalido. El gobierno romano le daba al publicano un poder mucho mayor del que debía poseer, y nunca era tardo en usar esa ventaja para su propio enriquecimiento. Posiblemente la mitad de todo lo que poseía era un robo, si no es que más, pues Zaqueo pareciera sugerir algo así en su propio caso, cuando dice: “He aquí, Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo cuadruplicado.”
No era algo común que este publicano turbara el templo; los sacerdotes raramente le veían venir con algún sacrificio; habría sido una abominación, y por eso no lo traía. Pero sucedió que el Espíritu del Señor se encontró con el publicano, y lo llevó a considerar sus caminos, y su peculiar negrura: estaba lleno de turbación, pero la guardaba para sí, dejándola encerrada en su pecho; a duras penas podía descansar por la noche, y le era difícil dedicarse a sus negocios durante el día, pues día y noche la mano de Dios se había agravado sobre él. Por fin, incapaz de soportar más su abatimiento, pensó en aquella casa de Dios en Sion, y en el sacrificio que se ofrecía diariamente allí. “¿A quién acudiré, o adónde iré”, -se preguntaba- “sino a Dios? ¿Y dónde puedo esperar encontrar misericordia, sino allí donde es ofrecido el sacrificio?” Dicho y hecho. Fue; sus pies desacostumbrados se orientaron al santuario, pero al llegar tiene vergüenza de entrar. Aquel fariseo, santo como parecía ser, sube desvergonzadamente al atrio de los judíos; se acerca lo más que puede a los propios recintos en los que sólo el sacerdocio podía estar; y ora con un lenguaje jactancioso. Pero en cuanto al publicano, elige para sí algún rincón apartado donde no sea visto ni oído, y ahora se dispone a orar, no con sus manos alzadas como aquel fariseo que está allá, no con los ojos vueltos al cielo con una mirada santurrona de hipocresía, sino fijando sus ojos en el suelo; lágrimas cálidas se escurren de ellos, y no se atreve a levantarlos al cielo. Por fin, sus ahogados sentimientos encuentran una expresión; aunque esa expresión era un gemido, era una breve oración que toda ella debía caber en el ámbito de un suspiro: “Dios, sé propicio a mí, pecador.” Está hecho; él es oído; el ángel de la misericordia registra su perdón; su conciencia queda en paz; desciende a su casa, a diferencia del fariseo, como un hombre dichoso y justificado que se goza por la justificación que el Señor le había otorgado.
Entonces, mi oficio esta mañana será invitarlos, exhortarlos e implorarles que hagan lo que hizo el publicano, para que reciban lo que él obtuvo. Hay dos cosas en particular sobre las que procuraré hablar solemnemente y con denuedo: la primera es la confesión; la segunda es la absolución.
I. Hermanos, hemos de imitar al publicano, ante todo, en su CONFESIÓN. Ha habido mucha agitación pública durante las últimas semanas y meses en torno al confesionario. En cuanto a ese tema, es tal vez una misericordia que el signo exterior y visible del Papado en la Iglesia de Inglaterra haya revelado a sus amigos sinceros el mal interno y espiritual que había estado asechando durante tanto tiempo allí. No necesitamos imaginarnos que el confesionario, o el clericalismo, del cual es simplemente un vástago, sean una novedad en la Iglesia de Inglaterra: han estado ya por mucho tiempo allí; pero ahora nos congratulamos ante la perspectiva de que la propia Iglesia de Inglaterra se verá forzada a descubrir sus propios males; y nosotros esperamos que Dios le dé gracia y vigor para cortar el cáncer de su pecho antes de que cese de ser una iglesia protestante, y Dios la deseche como algo aborrecible.
Esta mañana, sin embargo, no tengo nada que ver con el confesionario. Las mujeres necias pueden seguir confesándose tanto como quieran, y los necios esposos pueden confiar sus mujeres, si les place, a confesores como esos. Que quienes sean necios lo manifiesten; que quienes no tengan ningún entendimiento hagan al respecto lo que les parezca; pero en cuanto a mí, tendré el máximo cuidado para que ni yo ni los míos tengamos algo que ver con tales cosas. Dejando eso, sin embargo, llegamos a asuntos personales, procurando aprender a actuar rectamente, incluso de los errores de otros.
Noten la confesión del publicano; ¿ante quién fue presentada? “Dios, sé propicio a mí, pecador.” ¿Pensó alguna vez el publicano en acudir a un sacerdote para pedirle misericordia y confesar sus pecados? Tal vez el pensamiento atravesara su mente, pero su pecado constituía un peso demasiado grande sobre su conciencia para que fuera aliviado de una manera como esa, así que pronto desechó esa idea. “No”, -dijo- “siento que mi pecado es de tal carácter que nadie, sino Dios, puede quitarlo; y aunque fuera correcto que fuera e hiciera una confesión ante mi semejante, pienso que sería totalmente inútil en mi caso, pues mi enfermedad es de tal naturaleza que nadie, sino un Médico Todopoderoso, podría suprimirla.”
Así que dirige su confesión y su oración a un lugar, y sólo a un lugar: “Dios, sé propicio a mí, pecador.” Y ustedes notarán que esta confesión a Dios fue secreta: todo lo que pueden oír de su confesión es una única palabra: “pecador”. ¿Ustedes suponen que eso fue todo lo que confesó? No, amados, yo creo que mucho antes de esto, el publicano había hecho una confesión de todos sus pecados, privadamente, de rodillas en su propio hogar delante de Dios. Pero ahora, en la casa de Dios, todo lo que tiene que decir para que lo oiga el hombre es: “soy un pecador”.
Y yo te aconsejo que si alguna vez hicieras una confesión ante un hombre, que sea una confesión general, pero nunca debe ser una confesión específica. Tú debes confesar ante tus semejantes que has sido un pecador, pero decirle a cualquier hombre en qué sentido has sido un pecador, no sería sino pecar otra vez y ayudar a que tus semejantes transgredan. Cuán inmunda ha de ser el alma de ese sacerdote que presta su oído para que se convierta en una alcantarilla que ha de albergar la inmundicia de los corazones de otras personas. No puedo imaginar ni siquiera que el diablo sea más depravado que el hombre que gasta su tiempo, sentado en un confesionario, con su oído contra los labios de hombres y mujeres que, si confesaran verazmente, le harían un adepto de todos los vicios, y le instruirían en iniquidades que, de otra manera, no habría conocido jamás. Oh, yo te exhorto que nunca contamines a tu prójimo; guarda tu pecado para ti mismo, y para tu Dios; Él no puede ser contaminado por tu iniquidad; haz una clara y plena confesión de tu pecado delante de Él; pero, ante tu prójimo, no le agregues nada a la confesión general: “¡soy un pecador!”
Esta confesión que hizo delante de Dios, fue espontánea. No se le hizo ninguna pregunta a este hombre en lo tocante a si era un pecador o no; o en cuanto a si había quebrantado el séptimo mandamiento, o el octavo, o el noveno, o el décimo; no, su corazón estaba lleno de penitencia, y se derramaba en este susurro: “Dios, sé propicio a mí, pecador.”
Nos dicen que algunas personas no pueden nunca hacer una plena confesión, a menos que un sacerdote les ayude, haciéndoles preguntas. Mis queridos amigos, la propia excelencia de la penitencia se pierde, y su encanto desaparece, si se hiciera alguna pregunta: la confesión no es verdadera ni real a menos que sea espontánea. El hombre que necesita que alguien le diga cuáles son sus pecados, no podría haber sentido el peso del pecado. ¿Pueden imaginarse a algún hombre cargado con un peso a su espalda, quien, antes de que gimiera bajo ese peso, necesitara que se le dijera que llevaba un peso allí? Ciertamente no. El hombre gime bajo el peso, y no necesita que se le diga: “allí está sobre tu espalda”; él sabe que allí está. Y si, mediante las preguntas de un sacerdote, pudiera obtenerse una plena y exhaustiva confesión de algún hombre o de alguna mujer, sería totalmente inútil, totalmente vana delante de Dios, porque no sería espontánea.
Debemos confesar nuestros pecados porque no podemos evitar confesarlos; tienen que salir porque no podemos guardarlos adentro; es como un fuego en los huesos, que pareciera como si fuera a derretir nuestro propio ánimo, a menos que diéramos salida al gemido de nuestra confesión delante del trono de Dios. Miren al publicano; no pueden oír la plena confesión humilde que hace; todo lo que pueden oír es su simple reconocimiento de que es un pecador; pero eso brota espontáneamente de sus labios; Dios mismo no tiene que hacerle la pregunta, sino que el publicano viene delante del trono, y libremente se entrega en manos de la Justicia Todopoderosa, confesando ser un rebelde y un pecador. Esto es lo primero que debemos notar de su confesión: que hizo la confesión a Dios, secreta y espontáneamente; y todo lo que dijo abiertamente fue que era “un pecador”.
Además: ¿qué confesó? Confesó, según nos informa nuestro texto, que era un pecador. Ahora, ¡cuán apropiada es esta oración para nosotros! Pues, ¿hay acaso algún labio aquí presente para el que esta confesión no sea adecuada: “Dios, sé propicio a mí, pecador?” ¿Acaso dices: “esa oración le vendría bien a la ramera, cuando, después de una vida de pecado, la corrupción está en sus huesos, y está muriendo en la desesperación: esa oración se adecua a sus labios?” Ay, pero, amigo mío, le vendría bien a tus labios y a los míos también. Si conocieras tu corazón, -y yo conozco el mío- la oración que sería apropiada para ella sería apropiada para nosotros también. Tú nunca has cometido los pecados que el fariseo repudió; tampoco has sido extorsionador, ni has sido injusto, ni has sido un adúltero; tampoco has sido ni siquiera como el publicano; pero, sin embargo, la palabra “pecador” todavía se aplica a ti; y sentirías que así es, si estuvieras en la condición apropiada. Recuerda cuánto has pecado tú en contra de la luz. Es verdad que la ramera ha pecado más abiertamente que tú, pero ¿tenía ella la luz que tú has recibido? ¿Crees que recibió una educación y un entrenamiento tan tempranos como los que tú has recibido? ¿Experimentó ella alguna vez los remordimientos de conciencia y las guardas de la providencia como los que han vigilado tu carrera? Esto he de confesar en cuanto a mí: siento, y debería sentir una peculiar atrocidad en mi propio pecado, pues peco contra la luz, contra la conciencia, y peor todavía, contra el amor recibido de Dios, y contra la misericordia prometida por Dios.
Pasa al frente, tú, que eres el mayor de los santos, y responde a esta pregunta: ¿no es apropiada esta oración para ti? Oigo que respondes, sin un momento de vacilación: “Sí, ahora se adecua a mí; y hasta que muera, mis trémulos labios han de repetir la petición con frecuencia: ‘Dios, sé propicio a mí, pecador’.”
Varones y hermanos, les imploro que usen esta oración hoy, pues es apropiada para todos ustedes. Comerciante, ¿no tienes ningún pecado en tus negocios que debas confesar? Mujer, ¿no tienes pecados hogareños que debas reconocer? Hijo de muchas oraciones, ¿no tienes ninguna ofensa contra el padre o la madre que debas confesar? ¿Hemos amado al Señor nuestro Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con toda nuestra fuerza; y ha amado cada uno de nosotros a nuestro prójimo como a sí mismo? Oh, cerremos nuestros labios en lo tocante a cualquier jactancia, y cuando los abramos, estas son las primeras palabras que han de brotar de ellos: “He pecado, oh Señor; he quebrantado tus mandamientos; Señor, sé propicio a mí, pecador.”
Pero, observen esto: ¿no es algo extraño que el Espíritu Santo enseñe a un hombre a argumentar su condición de pecador delante del trono de Dios? Uno pensaría que cuando nos presentamos delante de Dios, deberíamos hablar un poco de nuestras virtudes. ¿Quién supondría que cuando un hombre está pidiendo misericordia, deba decir de sí mismo: “soy un pecador”? Vamos, seguramente la razón le impulsaría a decir: “Dios, sé propicio a mí, puesto que hay algo bueno en mí: Señor, yo no soy peor que mis vecinos: Señor, sé propicio a mí; intentaré ser mejor.” ¿No es contra la razón, y no está maravillosamente por encima de la razón que el Espíritu Santo le enseñe a un hombre a argumentar ante el trono de la gracia, aquello que pareciera ir en contra de su súplica: el hecho de que él es un pecador? Y, sin embargo, amados hermanos, si ustedes y yo queremos ser oídos, hemos de venir a Cristo como pecadores. No intentemos hacernos mejores de lo que somos. Cuando llegamos ante el trono de Dios, no pretendamos, ni por un momento, recoger alguna de las falsas joyas de nuestras pretendidas virtudes; los harapos son los vestidos de los pecadores. La confesión es la única música que debe brotar de nuestros labios: “Dios, sé propicio a MÍ, pecador”, es el único carácter en el que puedo orar a Dios.
Ahora, ¿acaso no hay muchos aquí presentes que sienten que son pecadores, y están gimiendo, suspirando y lamentando porque el peso del pecado está en su conciencia? Hermano, me alegra que te sientas pecador, pues tú tienes la llave del reino en tus manos. Tu sentido de tu condición pecadora es tu único título para la misericordia. Ven, te lo suplico, tal como estás: tu desnudez es tu único reclamo al derecho de tener acceso al guardarropa del cielo; tu hambre es tu único reclamo al derecho de entrar en los graneros del cielo; tu pobreza es tu único reclamo al derecho para las eternas riquezas del cielo. Ven tal como estás, sin nada propio, excepto tu pecaminosidad, y argumenta esto delante del trono: “Dios, sé propicio a mí, pecador.” Esto es lo que aquel hombre confesó, que era un pecador, y lo argumentó, haciendo que el peso de su confesión fuera el contenido de su súplica delante de Dios.
Además, ¿cómo se presenta? ¿Cuál es la postura que asume? Lo primero que quisiera que notaran es su ubicación: “estando lejos”. ¿Para qué hizo eso? ¿Acaso no fue porque se sentía como un hombre separado? Hemos hecho con frecuencia confesiones generales en el templo, pero nunca una confesión fue aceptada a menos que fuera particular, personal y de corazón. Allí estaba la gente congregada para el acostumbrado servicio de adoración; se unen en un salmo de alabanza, pero el pobre publicano se quedó lejos de ellos. En seguida, se unen en el orden de la oración, pero él no podía acercarse a ellos. No, él había llegado allí solo, y debía permanecer solo. A semejanza del ciervo herido que busca las más profundas cañadas del bosque para desangrarse y morir solo, en profunda soledad, así parecía que este pobre publicano sentía que necesitaba estar solo. Ustedes observan que no dice nada acerca de otras personas en su oración. “Dios, sé propicio a mí”, como si no hubiese otro pecador en todo el mundo. Fíjate en esto, persona que me escuchas: debes sentirte solitario y aislado, para que puedas elevar aceptablemente esta oración. ¿Te ha seleccionado alguna vez el Señor en una congregación? ¿Te ha parecido, en esta vasta sala, como si una gran pared negra te circundara, y tú estuvieras encerrado allí con el predicador y con tu Dios; como si cada saeta salida del arco del predicador estuviera apuntada hacia ti, y cada amenaza fuera para ti, y cada solemne reproche fuera una censura para ti? Si has sentido eso, voy a felicitarte. Nadie elevó jamás esta oración rectamente a menos que la orara solo; a menos que dijera: “Dios, sé propicio a mí”, como un pecador solitario y aislado. “El publicano, estando lejos.”
Noten lo que sigue. “No quería ni aun alzar los ojos al cielo”. Eso era porque no se atrevía, no porque no quisiera; lo habría hecho si se hubiera atrevido. Cuán notable es que ese arrepentimiento quite todo el atrevimiento de los hombres. Hemos visto algunos individuos que eran muy atrevidos antes de ser tocados por la gracia soberana, y que posteriormente se volvieron los hombres más trémulos y escrupulosos, poseedores de la más tierna conciencia que se pudiera imaginar. Hombres que eran descuidados, que alardeaban y desafiaban a Dios, se volvieron tan humildes como unos niñitos, temerosos incluso de alzar sus ojos al cielo, aunque una vez lanzaron sus blasfemias y sus maldiciones en esa dirección.
Pero, ¿por qué no se atrevía a alzar sus ojos al cielo? Era porque estaba abatido en su “espíritu”, tan oprimido y cargado, que no podía mirar a lo alto. ¿Es ese tu caso, amigo mío, esta mañana? ¿Tienes miedo de orar? ¿Sientes como si no pudieras esperar que Dios tenga misericordia de ti; como si el menor destello de esperanza fuera la mayor luz que podrías soportar; como si tus ojos estuvieran tan acostumbrados a las tinieblas de la duda y de la desesperación, que incluso un rayo robado pareciera ser demasiado para tu débil y pobre visión? ¡Ah!, bien, no temas, pues será una bienaventuranza para ti; tú estás solamente siguiendo al publicano en su triste experiencia ahora, y el Señor, que te ayuda a seguirle en la confesión, te ayudará a regocijarte con él en la absolución.
Noten qué otra cosa hizo. Se golpeaba el pecho. Era un buen teólogo; era un real doctor en teología. ¿Por qué se golpeaba el pecho? Porque sabía dónde se albergaba la maldad: en su pecho. No se golpeaba la frente, como lo hacen algunos hombres cuando están perplejos, como si el error estuviera en su entendimiento. Muchas personas culpan a su entendimiento y, en cambio, no culpan a su corazón, y dicen: “Bien, he cometido un error; ciertamente he estado actuando mal, pero, en el fondo, soy un hombre de buen corazón.” Este hombre sabía dónde se albergaba la maldad, y golpeó el lugar debido.
“Aquí, en mi corazón, se alberga la maldad.”
Se golpeaba el pecho como si estuviera enojado consigo mismo. Pareciera decir: “¡Oh!, que pudiera golpearte más duro a ti, mi ingrato corazón, porque has amado más al pecado que a Dios.” No hizo penitencia, y, sin embargo, era un tipo de penitencia ejercida sobre sí mismo cuando se golpeaba el pecho una y otra vez, y clamaba: “¡Ay! ¡Ay! Ay de mí, que haya pecado jamás contra mi Dios: ‘Dios, sé propicio a un pecador’.”
Ahora, ¿puedes venir a Dios de esta manera, querido amigo mío? Oh, acerquémonos todos a Dios de esta manera. Tú tienes suficiente, hermano mío, para hacer que te quedes solo, pues ha habido pecados en los que tú y yo, cada uno de nosotros, hemos incurrido en una culpa solitaria. Hay iniquidades conocidas solamente por nosotros, que nunca le dijimos a la pareja de nuestro propio pecho, ni a nuestros propios padres o hermanos, ni siquiera al amigo a quien le pedíamos el dulce consejo. Si hemos pecado solos, de esta manera, retirémonos a nuestros aposentos, y confesémonos solitariamente, el esposo aparte, y la esposa aparte, el padre aparte, y el hijo aparte. Cada uno de nosotros ha de lamentarse individualmente.
Varones y hermanos, dejen de acusarse unos a otros. Desistan de las riñas provocadas por su inclinación a censurar, y por las calumnias provocadas por su envidia. Censúrense a ustedes mismos y no a su prójimo. Rasguen sus propios corazones y no la reputación de sus vecinos. Vamos, que cada individuo considere ahora su propio caso y no el caso de otro; que cada uno clame: “Dios, sé propicio a mí, estando solo aquí, pecador.”
¿Y no tienes una buena razón para bajar tu mirada? ¿No pareciera, a veces, que es demasiado para nosotros mirar jamás al cielo otra vez? Hemos blasfemado contra Dios, algunos de nosotros, e incluso hemos imprecado maldiciones sobre nuestros miembros y sobre nuestros ojos; y cuando esas cosas regresan a nuestra memoria, muy bien podemos estar avergonzados de mirar a lo alto. O si hemos sido preservados del crimen de una blasfemia abierta, ¡con cuánta frecuencia hemos olvidado a Dios, ustedes y yo! ¡Cuán a menudo hemos descuidado la oración! ¡Cómo hemos quebrantado Sus días domingo y hemos dejado de leer la Biblia! Ciertamente estas cosas, cuando atraviesan nuestra memoria, podrían constreñirnos a sentir que no podemos ni siquiera levantar nuestra vista al cielo.
Y en cuanto a golpear nuestro pecho, ¿quién hay entre nosotros que no deba hacerlo? Debemos enojarnos contra nosotros mismos ya que hemos provocado a Dios a enojarse con nosotros. Tenemos que tener ira contra los pecados que han acarreado la ruina sobre nuestras almas; debemos sacar a rastras a esos traidores, y ejecutarlos de inmediato en una muerte sumaria; bien que lo merecen; han sido nuestra ruina; seamos nosotros su destrucción. Se golpeaba el pecho y decía: “Dios, sé propicio a mí, pecador”.
Hay otro distintivo más en la oración de este hombre, que no deben pasar por alto. ¿Qué razón tenía para esperar que Dios tuviera alguna misericordia para con él? El idioma griego nos explica más de lo que lo hace el inglés; y la palabra original aquí podría ser traducida: “Dios sé propiciado en cuanto a mí, pecador.” En la palabra griega hay una clara referencia a la doctrina de la expiación. No es la oración de un ‘unitariano’: “Dios, sé misericordioso para mí”, es más que eso: es la oración del cristiano: “Dios, sé propiciado en cuanto a mí, pecador.” Hay, repito, una clara apelación a la expiación y al propiciatorio en esta breve oración.
Amigo, si queremos venir ante Dios con nuestras confesiones, hemos de tener cuidado de argumentar la sangre de Cristo. No hay esperanza para un pobre pecador aparte de la cruz de Jesús. Podríamos clamar: “Dios, sé propicio a mí”, pero la oración no puede ser respondida nunca, aparte de la víctima ofrecida, el Cordero inmolado desde antes de la fundación del mundo. Cuando tú tienes el ojo puesto en el propiciatorio, asegúrate de poner también tu ojo en la cruz. Recuerda que la cruz es, después de todo, el propiciatorio; que la misericordia no fue nunca entronizada hasta que colgó de la cruz, coronada de espinas. Si tú quieres encontrar perdón, has de ir al tenebroso Getsemaní, y has de mirar a tu Redentor sudando, en profunda angustia, gotas de sangre. Si tú quieres tener paz de conciencia, acude a Gabata, el Enlosado, y has de ver la espalda del Salvador inundada por una corriente de sangre. Si tú quieres tener el último y el mejor descanso para tu conciencia, vé al Gólgota; mira a la víctima inmolada colgando de la cruz, con manos y pies y costado todos traspasados, con cada herida abierta y en extremo dolor. No puede haber ninguna esperanza de misericordia aparte de la víctima ofrecida: el propio Jesucristo, el Hijo de Dios.
Oh, vengan; todos y cada uno de nosotros hemos de acercarnos al propiciatorio, y argumentar la sangre. Cada uno de nosotros debe ir y decir: “Padre, he pecado; sé propicio a mí, por medio de Tu Hijo.” Vamos, borracho, dame tu mano; iremos juntos. Ramera, tú también dame tu mano; y acerquémonos de igual manera al trono. Y ustedes, cristianos profesantes, vengan ustedes también, no se avergüencen de quienes les acompañan. Vayamos ante Su presencia con muchas lágrimas, sin que ninguno de nosotros acuse a su prójimo, sino cada uno acusándose a sí mismo, y argumentemos la sangre de Jesucristo que habla paz y perdón para cada conciencia turbada.
Hombre despreocupado, te diré unas palabras antes de concluir este punto. Tú dices: “Bien, esa es una buena oración, en verdad, para un hombre que está al borde de la muerte. Cuando un pobre individuo sufre del cólera, y ve a la negra muerte mirándole en el rostro, o cuando está aterrorizado y estupefacto en el tiempo de la tormenta, o cuando se descubre en medio de una terrible confusión y alarma debido a una peligrosa catástrofe o un inesperado accidente, mientras está acercándose a las puertas de la muerte, lo correcto es que diga: “Dios, sé propicio a mí.”
Ah, amigo, entonces la oración ha de ser apropiada para ti, si eres un moribundo; ha de ser apropiada para ti, pues tú desconoces cuán cerca estás del borde de la tumba. Oh, si sólo entendieras la fragilidad de la vida y lo resbaladizo de ese pobre sostén en el que estás descansando, dirías: “¡Ay de mi alma!” Si la oración es apropiada para mí al morir, ha de ser apropiada para mí ahora, pues me estoy muriendo, incluso en este día, y no sé cuando he de exhalar mi último suspiro.”
“Oh”, -dice alguien- “yo pienso que es apropiada para un hombre que ha sido un pecador muy grande.” Correcto, amigo mío, y por tanto, si te conocieras a ti mismo, sería apropiada para ti. Estás en lo correcto al decir que no se adecua a nadie excepto a los grandes pecadores; y si tú no sientes ser un gran pecador, yo sé que nunca musitarás esa oración. Pero hay algunas personas aquí hoy que sienten que son lo que tú deberías sentir y saber que eres. Esas personas, constreñidas por la gracia, usarán la oración esta mañana con un énfasis, derramando una lágrima sobre cada letra, y exhalando un suspiro sobre cada sílaba, conforme claman: “Dios, sé propicio a mí, pecador.” Pero observa, amigo mío; tú podrías sonreír despreciativamente ante el hombre que hace esta confesión, pero él saldrá justificado de esta casa, mientras que tú te alejarás estando todavía en tus pecados, sin ninguna esperanza, sin un rayo de dicha que alegre tu espíritu contumaz.
II. Habiendo descrito brevemente esta confesión, voy a notar, con mayor brevedad todavía, la ABSOLUCIÓN que Dios dio. Yo creo, en verdad, que la absolución proveniente de los labios de un hombre es poco menos que una blasfemia. Hay, en el Libro de Oración de la Iglesia de Inglaterra, una absolución que es esencialmente una copia de la absolución de la iglesia de Roma, que yo pensaría que es casi un extracto literal del misal romano. No dudo cuando digo que nunca se imprimió nada más blasfemo en la calle Holywell, que la absolución que debe pronunciar un clérigo junto al lecho de un moribundo; es positivamente espantoso pensar que alguien que se llame a sí mismo cristiano, descanse tranquilamente en una iglesia hasta que hubieren hecho lo más que pudieran para revisar y reformar completamente ese libro -sumamente excelente-, y despojarlo de todo vestigio de catolicismo romano.
Pero la absolución existe, amigos míos, y el publicano la recibió. “Éste descendió a su casa justificado antes que el otro.” El otro no tuvo ninguna paz revelada a su corazón; este pobre hombre la tuvo toda, y descendió a su casa justificado. No dice que regresó a su casa habiendo tranquilizado su mente; eso es verdad, pero es más: descendió a su casa “justificado”. ¿Qué quiere decir eso? Resulta que la palabra griega usada aquí es la misma palabra que el apóstol Pablo emplea siempre, para exponer la grandiosa doctrina de la justicia de Jesucristo: la propia justicia que es de Dios por la fe. El hecho es que, en el momento en que el hombre elevó esa oración, todo pecado que cometió jamás fue borrado del libro de Dios, así que no permaneció en el registro en contra suya; y es más, en el instante en que la oración fue oída en el cielo, el hombre fue considerado como un hombre justo. Todo lo que Cristo hizo por él, fue colocado sobre sus hombros para que fuera el manto de su belleza, y en ese instante, toda la culpa que hubo cometido jamás fue lavada enteramente y desapareció para siempre. Cuando un pecador cree en Cristo, sus pecados, positivamente, dejan de existir, y lo que es más maravilloso todavía, todos ellos cesan de ser, como afirma Kent en esas líneas muy conocidas:
“Aquí hay perdón para transgresiones pasadas,
Sin importar cuán negro sea su aspecto,
Y, oh alma mía, mira esto con asombro:
Para pecados venideros hay también perdón.”
Todos son arrastrados sin dejar rastro en un solitario instante; los crímenes de muchos años; extorsiones, adulterios o incluso asesinatos, todos son limpiados en un instante; pues ustedes observarán que la absolución fue otorgada instantáneamente. Dios no le dijo al hombre: “Ahora debes ir y realizar algunas buenas obras, y luego te daré la absolución.” Él no dijo como dice el Papa: “ahora debes achicharrarte por un tiempo en las llamas del Purgatorio, y luego te dejaré salir.” No, Él le justificó allí mismo y en ese instante; el perdón le fue otorgado tan pronto como el pecado fue confesado. “Anda, hijo mío, en paz; no tengo ningún cargo contra ti; tú eres un pecador en tu propia estimación, pero no en la mía; he borrado todos tus pecados, y los he arrojado en lo profundo del mar, y no serán mencionados nunca jamás en tu contra.” ¿Pueden imaginar cuán feliz era el publicano, cuando todo fue cambiado en un instante? Si pudieran revertir la figura usada por Milton, le parecía a él mismo que era un sapo despreciable, pero el toque de la misericordia del Padre le hizo trepar a una brillantez y a un deleite angélicos; y salió de aquella casa con su mirada hacia lo alto, sin estar temeroso ya más. En vez del gemido que había en su corazón, tenía un cántico en sus labios. Ya no caminó nunca más solo; buscó a los piadosos y les dijo: “Vengan y oigan, ustedes, que temen a Dios, y les diré lo que ha hecho por mi alma.” No se golpeaba el pecho, sino que regresó a casa y tomó su arpa y rasgó las cuerdas, y alabó a su Dios. No habrías sabido que se trataba del mismo hombre si le hubieras visto al salir; y todo eso fue realizado en un minuto.
“Pero”, -dirá alguien- “¿crees que él sabía con seguridad que todos sus pecados fueron perdonados? ¿Puede un hombre saber eso?” Puede, ciertamente. Y hay algunos aquí presentes que podrían dar testimonio de que esto es cierto. Ellos también lo han sabido. El perdón que es sellado en el cielo es resellado en nuestra propia conciencia. La misericordia que es registrada arriba, es llevada a derramar su luz en las tinieblas de nuestros corazones. Sí, un hombre puede saber en la tierra que sus pecados son perdonados, y puede estar seguro de que es un hombre perdonado así como está seguro de su propia existencia.
Y, ahora, oigo una exclamación de alguien que pregunta: “¿Y puedo ser perdonado yo esta mañana? ¿Y podría saber que he sido perdonado? ¿Podría ser perdonado de tal manera que todo sea olvidado: yo, que he sido un borracho, un blasfemo, y no sé cuántas cosas más? ¿Pueden ser lavadas todas mis transgresiones? ¿Puedo estar seguro del cielo, y todo eso, en un instante?” Sí, amigo mío, si tú crees en el Señor Jesucristo, si te quedas donde estás ahora y musitas esta oración: “¡Señor, ten misericordia! Dios, sé propicio a mí, pecador, por medio de la sangre de Cristo.”
Yo te digo, amigo, que Dios no ha rechazado nunca esa oración; si brotó de unos labios honestos, Él nunca cerró las puertas de la misericordia a esa oración. Es una letanía solemne que será usada en tanto que el tiempo dure, y atravesará los oídos de Dios en tanto que exista un pecador que la use. Vamos, no tengas miedo, te lo imploro, usa esa oración antes de que abandones este Salón. Quédate donde estás; procura imaginarte que estás completamente solo, y si sientes que eres culpable, haz que ascienda esa oración.
¡Oh, cuán maravilloso sería si de los miles de corazones que están aquí presentes, igual número de oraciones ascendieran hasta Dios! Seguramente ni los propios ángeles tuvieron un día así en el Paraíso, como el que tendrían hoy, si cada uno de nosotros pudiera hacer esa confesión sinceramente. Algunas personas la están haciendo; sé que la están haciendo; Dios les está ayudando. Y, tú, pecador, ¿acaso te quedas lejos? Tú, que tienes suma necesidad de venir, ¿acaso rehúsas unirte a nosotros? Ven, hermano, ven. Dices que tú eres demasiado vil. No, hermano, tú no puedes ser demasiado vil para decir: “Dios sé propicio a mí.” Tal vez no seas más vil de lo que somos nosotros; de cualquier manera, podemos decirte esto: nosotros sentimos que somos más viles que tú, y queremos que musites la misma oración que nosotros hemos musitado.
“Ah!, -dice alguien- “no puedo hacerlo; mi corazón no se doblegaría a eso; no puedo.” Pero, amigo, si Dios está listo para tener misericordia contigo, el tuyo debe ser entonces un corazón muy duro, si no está listo a recibir Su misericordia. ¡Espíritu de Dios, sopla sobre el corazón duro, y derrítelo ahora! Ayuda al hombre que siente que la indiferencia se está apoderando de él; ayúdale a que se despoje de ella a partir de esta hora.
Tú estás luchando contra ella; tú dices: “Quisiera poder orar pidiendo regresar a ser un muchacho o un niño otra vez, y entonces podría hacerlo; pero me he endurecido, y he envejecido en el pecado, y la oración sería una hipocresía en mí. No, hermano, no lo sería. Si sólo clamaras con tu corazón, te imploro que la digas. Muchos hombres piensan que son hipócritas cuando no lo son, y tienen miedo de no ser sinceros, cuando su propio miedo es una prueba de su sinceridad.
“Pero”, -dirá alguno- “yo no tengo en mi carácter ningún rasgo que redima en absoluto.” Me alegra que pienses eso; aun así puedes utilizar la oración: “Dios, sé propicio a mí.” “Pero será una oración inútil”, dice alguien. Hermano mío, yo te aseguro, no en mi propio nombre, sino en el nombre de Dios, mi Padre y tu Padre, que no será una oración inútil. Tan cierto como Dios es, aquel que viene a Cristo no será echado fuera de ninguna manera. Ven conmigo ahora, te lo imploro; no te demores más; las entrañas de Dios están anhelándote. Tú eres Su hijo, y Él no renunciará a ti. Tú has huido de Él todos estos años, pero Él no te ha olvidado nunca; tú has resistido todas Sus advertencias hasta ahora, y Él ya casi está cansado, pero aun así, Él ha dicho en lo tocante a ti: “¿Cómo podré yo hacerte como Adma, o ponerte como Zeboim? Mi corazón se conmueve dentro de mí, se inflama toda mi compasión.”
“Ven pecador humillado, en cuyo pecho
Giran mil pensamientos;
Ven, oprimido por tu culpa y tu miedo,
Y haz esta última resolución:
Vendré a Jesús; aunque mi pecado
Se ha elevado como una montaña,
Conozco Sus atrios; entraré allí
No importa quién se oponga.
Postrado me quedaré ante Su rostro,
Y allí mis pecados confesaré;
Le diré que soy un infeliz arruinado,
Sin Su gracia soberana.”
Regresen a sus hogares: que cada uno de nosotros, el predicador, los diáconos, la gente, ustedes que pertenecen a la iglesia, y ustedes que son del mundo, cada uno de ustedes, regrese a casa, y antes de que alimenten sus cuerpos, derramen sus corazones delante de Dios, y que este clamor único ascienda de todos nuestros labios: “Dios, sé propicio a mí, pecador”.
Tengo que hacer una pausa. Ténganme paciencia.
Tengo que retenerlos unos instantes. Usemos esta oración como propia ahora. ¡Oh, que pudiera subir delante del Señor en este momento como la súplica sincera de cada corazón presente en esta asamblea! Voy a repetirla, no como un texto, sino como una oración, como mi propia oración; como su propia oración. ¿Podría cada uno de ustedes adoptarla personalmente para sí? Que cada uno, repito, que desee ofrecer la oración y pueda integrarse a ella, exprese a su conclusión, un audible “Amén”.
Oremos
“DIOS, SÉ PROPICIO A MÍ, PECADOR.”
(Y la gente dijo, efectivamente, con profunda solemnidad: “AMÉN”.
P. S. El predicador espera que quien lea esto se sienta constreñido muy solemnemente a hacer lo mismo.
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