Cristianismo y Liberalismo/Cristo

De Libros y Sermones Bíblicos

Saltar anavegación, buscar

Recursos Relacionados
Leer más Por John Gresham Machen
Indice de Autores
Leer más sobre Método Apologético
Indice de Temas
Recurso de la Semana
Cada semana enviamos un nuevo recurso bíblico de autores como John Piper, R.C. Sproul, Mark Dever, y Charles Spurgeon. Inscríbete aquí—es gratis. RSS.

Sobre esta Traducción
English: Christianity and Liberalism/Christ

© Glorified Word Project

Compartir esto
Nuestra Misión
Esta traducción ha sido publicada por Traducciones Evangelio, un ministerio que existe en internet para poner a disponibilidad de todas las naciones, sin costo alguno, libros y artículos centrados en el evangelio traducidos a diferentes idiomas.

Lea más (English).
Como Puedes Ayudar
Si tú puedes hablar Inglés bien, puedes ofrecerte de voluntario en traducir

Lea más (English).

Por John Gresham Machen sobre Método Apologético
Capítulo 5 del Libro Cristianismo y Liberalismo

Traducción por Glorified Word Project


Hasta ahora, se han identificado tres puntos de diferencia entre el liberalismo y el cristianismo. Las dos religiones difieren en cuanto a las presuposiciones del mensaje cristiano, la idea de Dios y la idea del hombre; también difieren con respecto a su estimación del Libro en el cual se contiene el mensaje. No es de sorprender, entonces, que difieran fundamentalmente en cuanto al mensaje mismo. Pero antes de considerar el mensaje, debemos considerar a la Persona misma en quien el mensaje se basa. Esa Persona es Jesús. El liberalismo y el cristianismo se oponen radicalmente en su actitud hacia Jesús.

La actitud cristiana hacia Jesús aparece en todo el Nuevo Testamento. Se ha hecho costumbre en los últimos años comenzar el estudio del Nuevo Testamento con las Epístolas de Pablo. [1] Esta costumbre se basa en el error muchas veces; se basa, a veces, en la idea de que las Epístolas paulinas son fuentes “primarias” de información, mientras que los Evangelios son fuentes “secundarias.” De hecho, los Evangelios, al igual que las Epístolas, son fuentes primaras del más alto valor posible. Sin embargo, la costumbre de empezar por Pablo al menos es conveniente. Su conveniencia proviene del gran acuerdo que se mantiene con respecto a las Epístolas paulinas.

Existe debate en cuanto a la fecha y la autoría de los Evangelios; pero en cuanto a la fecha aproximada y a la autoría de las Epístolas de Pablo, todos los historiadores serios concuerdan, sean cristianos o no. Se admite universalmente que las principales Epístolas existentes atribuidas a Pablo fueron escritas por un hombre de la primera generación cristiana, un contemporáneo de Jesús que estuvo en contacto con ciertos amigos íntimos de Jesús. ¿Cuál era la actitud hacia Jesús de Nazaret, entonces, de este representante de la primera generación cristiana?

La respuesta no deja lugar a dudas. La actitud del apóstol Pablo hacia a Jesús siempre estuvo enmarcada dentro de una verdadera relación religiosa. Para Pablo, Jesús no fue un simple ejemplo de fe; más que todo, Él era el objeto de la fe. La religión de Pablo no consistía en tener fe en Dios como la fe que Jesús tenía en Dios; más bien, consistía en tener fe en Jesús. Mirar a Jesús como ejemplo no es algo ausente en las Epístolas paulinas, y ciertamente no fue algo ausente en la vida de Pablo. Pablo veía el ejemplo de Jesús no sólo en los actos de encarnación y propiciación, sino también en la vida diaria de Jesús en Palestina. Se debe evitar toda exageración con respecto a este asunto. Es claro que Pablo sabía más de la vida de Jesús de que lo que dejó plasmado con palabras en sus Epístolas; claramente las Epístolas no contienen toda la instrucción que Pablo les había dado a las iglesias al comienzo de su vida cristiana. Pero, incluso después de haber evitado las exageraciones, el hecho es suficientemente significativo. El hecho evidente es que la imitación de ejemplo de Jesús, siendo importante para Pablo, es absorbida por algo aun más importante. La cosa de mayor importancia para Pablo no era el ejemplo de Jesús, sino Su obra redentora. La religión de Pablo no consistía primeramente en fe en Dios como la fe de Jesús; consistía en la fe en Jesús; sin reservas, Pablo le entregaba a Jesús el destino eterno de su alma. Eso es lo que queremos decir con que la actitud de Pablo estaba enmarcada en una verdadera relación religiosa.

Pero Pablo no fue el primero en tener esta relación religiosa con Jesús. Evidentemente, en este punto decisivo, Pablo simplemente continuaba con una actitud hacia Jesús que ya había sido asumida por aquellos cristianos que vinieron antes de él. De hecho, Pablo no fue inducido a tener tal actitud por medio de las persuasiones de los discípulos más antiguos; el Señor mismo lo convirtió en el camino a Damasco. Sin embargo, la fe a la cual el Señor lo indujo fue, en esencia, la misma fe que ya había existido en medio de los discípulos anteriores a Pablo. De hecho, Pablo se refería al testimonio de la obra redentora de Cristo como algo que había “recibido”; y en la Iglesia primitiva, tal testimonio evidentemente ya había sido acompañado por una confianza en el Redentor. Pablo no fue el primero en tener fe en Jesús, distinguiendo tal fe de la fe en Dios que Jesús tenía; Pablo no fue el primero en hacer a Jesús el objeto de la fe.

Sin duda todo el mundo estará de acuerdo con esto. Pero, ¿quiénes fueron los predecesores de Pablo que hicieron a Jesús el objeto de la fe? La respuesta obvia siempre ha sido que fueron los primeros discípulos en Jerusalén, y tal respuesta se sostiene en base abundantemente firme. En años recientes, Bousset y Heitmuller han hecho un curioso intento de ponerlo en duda. Lo que Pablo “recibió,” se sugiere, fue recibido, no de parte de la Iglesia primitiva de Jerusalén, sino de parte de comunidades cristianas tales como la de Antioquía. Pero este intento de interponer un vínculo extra entre la Iglesia de Jerusalén y Pablo ha sido un fracaso. Las Epístolas entregan información abundante sobre las relaciones de Pablo con Jerusalén. Pablo estaba interesado profundamente en la Iglesia de Jerusalén; en oposición a sus oponentes judaizantes, los cuales habían usado a los apóstoles originales en su contra con respecto a ciertos asuntos, Pablo es enfático en su acuerdo con Pedro y los demás. Pero incluso los judaizantes no tenían objeción alguna en cuanto a la forma en que Pablo se refería a Jesús como el objeto de la fe; en cuanto a esto, en las Epístolas no existe la más mínima sospecha de un debate. Hubo discusión acerca del lugar de la ley mosaica en la vida cristiana, aunque incluso en tales asuntos los judaizantes usaron a los apóstoles originales injustificadamente en contra de Pablo. Pero en cuanto a la actitud hacia Jesús, los apóstoles originales evidentemente no dieron la más mínima muestra de desacuerdo con la enseñanza de Pablo. Sin duda, al hacer a Jesús el objeto de la fe religiosa—lo cual estaba tanto en el corazón como en el alma de la religión de Pablo—Pablo no discordaba con lo que los apóstoles habían enseñado antes de él. Si hubiese existido tal desacuerdo, la “diestra en señal de compañerismo” que los pilares de la Iglesia de Jerusalén dieron a Pablo (Gálatas 2:9) habría sido impensable. Los hechos son demasiado evidentes. La historia de la Iglesia primitiva es un acertijo imposible a menos que la Iglesia de Jerusalén, tal como Pablo, hubiese hecho a Jesús el objeto de la fe religiosa. El cristianismo primitivo ciertamente no consistía en la mera imitación del ejemplo de Jesús.

Pero esta “fe en Jesús,” ¿era justificada por la enseñanza de Jesús mismo? La pregunta ya ha sido contestada en el Capítulo II. Se demuestra ahí que Jesús ciertamente no mantuvo a Su Persona al margen de Su Evangelio sino, por el contrario, se presentaba a sí mismo como el Salvador de los hombres. La demostración de tal hecho fue el mérito más grande de James Denney. Su trabajo sobre “Jesús y el Evangelio” es defectuoso en algunos aspectos; es arruinado por una indebida concesión hacia algunos tipos de crítica moderna. Pero a pesar de su concesión en cuanto a asuntos importantes, su tesis principal se mantiene muy firme. Denney ha demostrado que sin importar qué punto de vista se tome en cuanto a las fuentes que subyacen a los Evangelios, y sin importar qué elementos de los Evangelios se descarten como secundarios, incluso el supuesto “Jesús histórico,” tal como se le deja después de todo el proceso crítico, Jesús continúa presentándose a sí mismo no sólo como el ejemplo de la fe, sino como el objeto de la fe.

Se debe añadir, sin embargo, que Jesús no invitaba a los hombres a confiar en Él minimizando la carga que se ofrecía a soportar. Jesús no dijo: “Confíen en mí para ser aceptados por Dios, porque ser aceptados por Dios no es difícil; después de todo, Dios no toma el pecado tan seriamente.” Por el contrario, Jesús presentaba la ira de Dios de una manera mucho más terrible de la que Sus discípulos presentaron; fue Jesús—Jesús, a quien los liberales modernos representan como un suave exponente de un amor incriminado—fue Jesús el que hablo de la oscuridad y del fuego eterno, del pecado que no será perdonado en este mundo ni en el venidero. En la enseñanza de Jesús, no hay nada acerca del carácter de Dios que, en sí mismo, evoque confianza. Por el contrario, la terrible presentación puede provocar, en los corazones de nosotros pecadores, sólo desesperación. La confianza sólo aparece cuando ponemos atención a la forma de salvación que Dios ofrece. Y tal forma se ofrece en Jesús. Jesús no llamaba a confiar en Él entregando una presentación minimizada de lo que era necesario para que los pecadores se pudieran presentar sin mancha frente al trono de Dios. Por el contrario, Él llamaba a confiar en la presentación de Su maravillosa Persona. Grande era la culpa del pecado, pero más grande era Jesús. Dios, según Jesús, era un Padre amoroso; pero un Padre amoroso, no con aquellos del mundo pecador, sino con aquellos a quienes Él mismo había traído a Su Reino por medio de Su Hijo.

Es verdad: el testimonio del Nuevo Testamento con respecto a Jesús como el objeto de la fe, es un testimonio absolutamente unitario. Es algo tan enraizado en los registros del cristianismo primitivo que no puede ser quitado por ningún proceso crítico. El Jesús del cual se habla en el Nuevo Testamento no era un simple maestro de justicia, el pionero de un nuevo tipo de vida religiosa, sino Uno al cual se le refiere, a cual Él mismo se refiere, como el Salvador en quien los hombres pueden confiar.

Pero en el liberalismo moderno se le refiere de una manera totalmente diferente. Los cristianos están en una relación religiosa con Jesús; los liberales no se relacionan con Jesús de una manera religiosa—¿podría haber una diferencia más profunda que esa? El predicador liberal moderno hace reverencia a Jesús; siempre tiene el nombre de Jesús en sus labios; habla de Jesús como la revelación suprema de Dios; entra, o trata de entrar, en la vida religiosa de Jesús. Pero no se relaciona con Jesús en una relación religiosa. Para él, Jesús es un ejemplo de fe, pero no el objeto de la fe. El liberal moderno trata de tener fe en Dios como la fe que supone Jesús tuvo en Dios; pero él no tiene fe en Jesús.

Según el liberalismo moderno, en otras palabras, Jesús fue el fundador del cristianismo porque Él fue el primer cristiano, y el cristianismo consiste en mantener la vida religiosa que Jesús instituyó.

¿Era Jesús un cristiano? O, para poner la misma pregunta en otros términos, ¿podemos o debemos, como cristianos, entrar en todo sentido a la experiencia de Jesús y hacerlo nuestro ejemplo en todo sentido? Muchas dificultades se presentan en cuanto a esta pregunta.

La primera dificultad se presenta en la consciencia mesiánica de Jesús. La Persona que nos pide tomar como nuestro ejemplo pensaba de sí mismo que era el Hijo del Hombre, quien sería el Juez final de toda la tierra. ¿Podemos imitarlo en ese sentido? El problema no es sólo que Jesús tenía una misión que nunca podrá ser nuestra. Es concebible que tal dificultad sea superada; aún podríamos tomar a Jesús como nuestro ejemplo al adaptar a nuestra realidad el tipo de carácter que Él mostró en su propia realidad. Pero hay otra dificultad más seria. El problema real es que si la elevada presunción de Jesús estaba injustificada, como el liberalismo moderno se sujeta a creer, la presunción deposita una mancha en el expediente moral del carácter de Jesús. ¿Qué se debe pensar de un ser humano que se desvió tanto del camino de la humildad y de la sanidad mental como para creer que el destino eterno del mundo estaba en Su manos? La verdad es que si Jesús es tomado meramente como un ejemplo, no merece serlo; Jesús decía ser mucho más que eso.

En contra de esta objeción, el liberalismo moderno ha adoptado usualmente la política de mitigación. La consciencia mesiánica, se dice, apareció más tarde en la experiencia de Jesús, y en realidad no era algo fundamental. Lo realmente fundamental, dicen los historiadores liberales, era la consciencia de ser hijo de Dios—una consciencia que puede ser compartida por todo discípulo humilde. La consciencia mesiánica, desde este punto de vista, aparece sólo como una idea posterior. Jesús estaba consciente, se dice, de estar frente a Dios en una relación filial sin problemas. Pero descubrió que esta relación no era compartida por otros. Se dio cuenta, entonces, de la misión de traer a otros al lugar de privilegio que Él ya ocupaba. Esa misión lo hizo único, y para dar expresión a tal particularidad, adoptó—tarde en Su vida y casi en contra de Su propia voluntad—la defectuosa categoría de Mesías.

De muchas formas se han hecho reconstrucciones psicológicas de Jesús en los años recientes. El mundo moderno ha dedicado sus mejores esfuerzos a esta tarea. Pero todos los esfuerzos han terminado en fracaso. En primer lugar, no hay evidencia real de que el Jesús reconstruido es histórico. Las fuentes no saben nada de un Jesús que adoptó la categoría de Mesías tarde en la vida y en contra de Su voluntad. Por el contrario, el único Jesús que presentan es el Jesús que basó todo Su ministerio sobre esta grandiosa presunción. En segundo lugar, aun si la reconstrucción moderna fuera histórica, no resolvería el problema de ninguna manera. El problema es tanto moral como psicológico. ¿Cómo puede un ser humano que pasó del camino de la rectitud a creer ser el juez de toda la tierra—cómo puede tal ser humano ser considerado el ejemplo supremo de la humanidad? No puede en absoluto ser respuesta a la objeción que Jesús aceptó la categoría de Mesías hacia el final de Su vida y en contra de Su voluntad. Sin importar cuán tarde sucumbió a la tentación, el hecho evidente es, desde esta perspectiva, que sucumbió; y tal derrota moral deposita una mancha imborrable en Su carácter. Sin duda es posible excusarle, y muchas excusas han sido dadas por los historiadores liberales. Pero, entonces, ¿qué pasa con la presunción del liberalismo de ser verdaderamente cristiano? ¿Se puede hablar de un hombre, para el cual se deben presentar excusas, como presentable ante sus críticos modernos en una relación en lo más mínimo análoga a la cual el Jesús del Nuevo Testamento se presenta ante la Iglesia Cristiana?

Pero hay otra dificultad en llamar a Jesús simplemente el primer cristiano. Esta segunda dificultad tiene que ver con actitud de Jesús hacia el pecado. Si Jesús es distinguido de nosotros por su consciencia mesiánica, es separado de nosotros incluso más fundamentalmente por la ausencia en Él de una consciencia de pecado.

Con respecto a la naturaleza sin pecado de Jesús, los historiadores liberales modernos se encuentran en un dilema. Afirmar que Jesús no tenía pecado significa renunciar a mucha de la comodidad en la defensa de la religión liberal que los historiadores liberales ansiosamente desean preservar, e involucra suposiciones muy peligrosas respecto de la naturaleza del pecado. Porque si el pecado es meramente imperfección, ¿cómo puede su negación absoluta ser aplicada al proceso de la naturaleza que supuestamente está en constante cambio y constante avance? La idea misma de “sin pecado,” y mucho más su realidad, requiere que entendamos el pecado como la trasgresión de una ley fija o estándar fijo, e involucra la idea de un bien absoluto. Pero para tal concepción de un bien absoluto, la perspectiva evolucionaria moderna del mundo, propiamente hablando, no tiene derecho alguno. En cualquier caso, si se le permite entrada a tal bien absoluto en algún punto del proceso global presente, nos involucraríamos en ese supernaturalismo que, como se observará más tarde, es la mismísima cosa que la reconstrucción moderna del cristianismo desea tan ansiosamente evitar. Una vez que se acepta que Jesús no tenía pecado y que todos los demás hombres son pecadores, se ha entrado a un conflicto irreconciliable con todo el punto de vista moderno. Por otro lado, si existen objeciones científicas, desde el punto de vista liberal, en contra de la afirmación de la naturaleza sin pecado de Jesús, también existen objeciones religiosas bastante obvias en contra de la afirmación opuesta de la pecaminosidad de Jesús—dificultades tanto para el liberalismo moderno como para la teología de la Iglesia histórica. Si Jesús era pecador tal como otros hombres, el último remanente de su peculiaridad habría desaparecido, y toda la continuidad con el previo desarrollo del cristianismo sería destruido.

Frente a este dilema, el historiador liberal moderno está inclinado a evitar aserciones precipitadas; no estará seguro de que cuando Jesús le enseñó a Sus discípulos a decir, “Perdona nuestras deudas,” Él oraba lo mismo junto con ellos; por otro lado, no enfrentará realmente los resultados que siguen lógicamente de su duda. En su perplejidad, se contenta con la aserción de que, haya sido Jesús pecador o no, Él estaba de todas maneras inconmensurablemente por sobre nosotros. Si Jesús “no tenía pecado,” es un tema académico que tiene que ver con los misterios del absoluto, se nos dirá probablemente; lo que necesitamos hacer es rendirnos en sencilla reverencia ante una santidad que, comparada a nuestra impureza, es una blanca luz en una oscura habitación.

Difícilmente se requieren pruebas para decir que tal evasión a la dificultad es insatisfactoria; obviamente el teólogo liberal está tratando de obtener las ventajas religiosas de una afirmación de impecabilidad de Jesús, al mismo tiempo que trata de obtener las supuestas ventajas científicas de la negación de la misma. Pero por ahora no estamos interesados en la pregunta; no estamos interesados en determinar si, de hecho, Jesús tenía o no pecado. Lo que necesitamos ver por ahora es que Jesús, haya sido pecador o no, en el relato de Su vida que ha llegado hasta nuestras manos, no muestra ninguna consciencia de pecado. Incluso si las palabras “¿Por qué me llamas bueno?” indicaran que Jesús rechazaba el atributo de bondad—que no es el caso—todavía sería cierto que Él nunca, en los registros que hay de Sus palabras, Él nunca trató en forma identificable con pecado en Su propia vida. En el relato de la tentación se nos dice que no dejó que el pecado entrara, pero nunca se nos dice cómo lo enfrentó después de que su entrada había ocurrido. La experiencia religiosa de Jesús, como se encuentra registrada en los Evangelios, en otras palabras, no nos da información alguna acerca de la manera en la cual el pecado será borrado.

Pero a Jesús sí se le representa en los Evangelios tratando el problema del pecado. Él siempre asume que los otros hombres son pecadores; pero Él nunca identifica pecado en Su vida. Una gran diferencia se encuentra aquí entre la experiencia de Jesús y la nuestra.

Esa diferencia evita que la experiencia religiosa de Jesús sea la única base de la vida cristiana. Porque, claramente, si el cristianismo sirve de algo, es porque sirve para deshacerse del pecado. Si no es eso, es totalmente inútil; porque todos los hombres han pecado. Y, de hecho, así ha sido desde el principio. Aunque el principio de la predicación cristiana sea ubicado en el día de Pentecostés o en los días en que Jesús comenzó Su ministerio en Galilea, cualquiera sea el caso, una de las primeras palabras que se dijo fue “Arrepiéntanse.” A través de todo el Nuevo Testamento, el cristianismo de la Iglesia primitiva es representado claramente como una forma de deshacerse del pecado. Pero si el cristianismo se trata de deshacerse del pecado, entonces Jesús no era cristiano; porque Jesús, hasta donde podemos ver, no tenía ningún pecado del cual deshacerse.

¿Por qué, entonces, los primeros cristianos se llamaban a sí mismos seguidores de Jesús? ¿Por qué se identificaban con Su nombre? La respuesta no es difícil. Se vinculaban con Su nombre no porque Él les había enseñado a deshacerse del pecado por sí mismos, sino porque la forma de deshacerse del pecado era por medio de Él. Lo que Jesús hizo por ellos, y no fundamentalmente Su ejemplo de vida, era lo que los hacía cristianos. Tal es el testimonio de todos nuestros primeros registros. El registro es completo, como ya se ha observado, en el caso del apóstol Pablo; claramente Pablo se refería a sí mismo como salvo del pecado por medio de lo que Jesús había hecho por él en la cruz. Pero Pablo no estaba solo. “Cristo murió por nuestros pecados” no fue algo a lo que Pablo dio origen; fue algo que “recibió.” Los beneficios de la obra salvífica de Cristo, según la Iglesia primitiva, debían ser recibidos por fe; incluso si la formulación clásica de esta convicción fuera probada como original de Pablo, la convicción misma claramente vuelve al principio de todo. Los primeros cristianos se reconocían en necesidad de salvación. ¿Cómo, se preguntaban, cómo será quitada la carga del pecado? La respuesta es perfectamente clara. Simplemente confiaban en que Jesús la quitaría. En otras palabras, tenían “fe” en Él.

Aquí otra vez somos puestos cara a cara con el hecho significativo que fue notado al principio de este capítulo; los primeros cristianos se referían a Jesús, no meramente como un ejemplo de la fe, sino primeramente como el objeto de la fe. El cristianismo, desde sus inicios, era un medio para deshacerse del pecado a través de la confianza en Jesús de Nazaret. Pero si Jesús era, por tanto, el objeto de la fe cristiana, Él mismo no podía ser un cristiano, tal como Dios no puede ser un ser religioso. Dios es el objeto de toda religión; Él es absolutamente necesario para toda religión; pero Él es el único ser en el universo que no puede ser, por Su naturaleza, un ser religioso. Tal es el caso de Jesús en la fe cristiana. La fe cristiana es confianza que reposa en Él para la remoción del pecado; Él no podría confiar (en el sentido que aquí nos referimos) en sí mismo; por ende, ciertamente Jesús no era un cristiano. Si estamos buscando una ilustración completa de la vida cristiana, no podremos encontrarla en la experiencia religiosa de Jesús.

Esta conclusión necesita ser resguardada de dos objeciones. En primer lugar, se dirá, ¿no estaremos yendo en contra de la verdadera humanidad de Jesús, la cual se afirma tanto en los credos de la Iglesia como en la teología moderna? Cuando decimos que Jesús no puede ilustrar la fe cristiana en la misma manera en que Dios no puede ser religioso, ¿acaso no le estamos negando a Jesús esa experiencia religiosa, la cual es un elemento necesario en la verdadera humanidad? ¿No debería Jesús, si realmente era un hombre, haber sido más que el objeto de una fe religiosa, no debería haber tenido Su propia religión? No es difícil dar respuesta a tales preguntas. Ciertamente Jesús tenía una religión propia; Su oración era una oración de verdad, Su fe era una fe religiosa de verdad. La relación con Su Padre celestial no era meramente la relación de un padre con un hijo; era la de un hombre a su Dios. Ciertamente Jesús tenía una religión; sin ella, de cierto Su humanidad hubiese sido incompleta. Sin duda Jesús tenía una religión; el hecho es de máxima importancia. Pero es igualmente importante observar que esa religión que Jesús tenía no era cristianismo. El cristianismo era una forma de deshacerse del pecado, y Jesús no tenía pecado. Su religión era una religión del Paraíso, no una religión de la humanidad pecaminosa. Era una religión a la cual nosotros quizás tengamos de alguna manera en el cielo, cuando el proceso de nuestra purificación sea completo (aunque la memoria de haber sido redimidos jamás nos dejará); pero ciertamente no es una religión con la cual podemos empezar. La religión de Jesús era una religión de una relación filial sin problemas. El cristianismo es una religión en la cual esa relación filial se alcanza por medio de la obra redentora de Cristo.

Pero si es cierto, se puede objetar, en segundo lugar, que se está alejando a Jesús de nosotros, también es cierto que Él ya no puede ser nuestro Hermano ni nuestro Ejemplo. Esta objeción es bienvenida, ya que ayuda a evitar entendimientos errados y exageraciones.

Ciertamente si el celo por la grandeza y particularidad de Jesús nos llevara a separarlo de nosotros, de tal manera que ya no pudiese ser tocado por el sentimiento de nuestras enfermedades, el resultado sería desastroso; la venida de Jesús perdería mucho de su significado. Pero debe observarse que la similitud no es siempre necesaria a la cercanía. La experiencia de un padre en relación a su hijo es muy diferente de la relación de un hijo a su padre; pero es esa misma diferencia la que une tan cercanamente a padre e hijo. El padre no puede compartir el afecto específicamente filial del hijo, y el hijo no puede compartir el afecto específicamente paternal del padre: aún así, ni siquiera la relación de hermanos, quizás, podría ser tan cercana. La paternidad y la filiación son complementos una de la otra; de ahí la disimilitud, y de ahí también la cercanía del lazo. Puede ser, más o menos, el mismo caso en nuestra relación con Jesús. Si Él fuera exactamente lo mismo que nosotros, si Él fuera nuestro Hermano meramente, no seríamos tan cercanos a Él como cuando Él tiene la posición de Salvador en la relación.

No obstante, Jesús es de hecho nuestro Hermano como también nuestro Salvador—un Hermano mayor, cuyos pasos debemos seguir. Imitar a Jesús ocupa un lugar fundamental en la vida cristiana; es perfectamente correcto representarle como nuestro único, perfecto y supremo ejemplo.

Ciertamente, en el terreno de la ética, no puede haber disputa. Sin importar el punto de vista que se tome de Su origen y Su elevada naturaleza, Jesús ciertamente llevaba una vida verdaderamente humana, y en ella entró en relaciones humanas que dan oportunidad para logros morales. Su vida de perfecta pureza no fue vivida en un frío distanciamiento de las presiones y el gentío; Su amor desinteresado no se mostró sólo en grandes prodigios, sino también en actos de bondad que sólo los más humildes entre nosotros podríamos imitar, si es que tuviéramos la voluntad de hacerlo. Más efectiva que todo detalle es, también, la indefinible impresión del todo; Jesús mismo es mucho más grande que cualquiera de Sus obras o palabras. Su calma, desinterés propio y fuerza ha sido la gran maravilla de todos los tiempos; el mundo no puede volver a inspirarse en Su radiante ejemplo.

Jesús es un ejemplo, además, no sólo en las relaciones entre los hombres, sino también en la relación de hombre con Dios; imitarle puede y debe expandir la esfera de la religión, como también la de la ética. De hecho, la ética y la religión nunca estuvieron separadas en Él; ningún elemento de Su vida puede entenderse sin no es con referencia a Su Padre celestial. Jesús es el hombre más religioso que jamás ha vivido; nada hizo, nada dijo, nada pensó sin tener en mente a Dios. Si Su ejemplo algo significa, significa que la vida humana sin la presencia consciente de Dios—incluso si es una vida de servicio humanitario externamente similar a la de Jesús—es una monstruosa perversión. Si de verdad queremos seguir los pasos de Jesús, debemos obedecer el primer mandamiento como también el segundo, el cual es similar; debemos amar al Señor nuestro Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con toda nuestra mente, y con todas nuestras fuerzas. La diferencia entre Jesús y nosotros sólo sirve para reforzar la lección, ciertamente no para invalidarla. Si Aquel a quien todo el poder se la entregado necesitaba renovación y fortalecimiento en oración, nosotros más; si para Aquel a quien los lirios del campo revelaban la gloria de Dios iba al santuario, de seguro nosotros lo necesitamos aun más que Él; si el sabio y Santo dijo “Hágase Tu voluntad,” por seguro el sometimiento a Él es aun más necesario para nosotros, pues nuestra sabiduría es como las tonterías de los niños.

De esta forma, Jesús es el ejemplo supremo para los hombres. Pero el Jesús que puede servir como ejemplo no es el Jesús recreado por los liberales modernos, sino sólo el Jesús del Nuevo Testamento. El Jesús del liberalismo moderno hizo estupendas afirmaciones que no estaban basadas en hechos—semejante conducta jamás debiera ser considerada como norma. El Jesús del liberalismo moderno a lo largo de su ministerio usó un lenguaje extravagante y absurdo—y sólo se puede esperar, que al imitarlo, sus discípulos actuales no lleguen a tener tal extravagancia. Si el Jesús recreado de forma naturalista realmente fuera tomado como ejemplo, sería desastroso. Pero de hecho, el liberal moderno realmente no toma al Jesús de los historiadores liberales como su ejemplo; en la práctica, lo que realmente hace es elaborar, como su ejemplo, a un exponente simple de una religión no-doctrinal a quien los historiadores competentes, aun de su propia escuela, consideran como inexistente excepto en la mente de hombres modernos.

Muy distinta es la imitación del verdadero Jesús—el Jesús del Nuevo Testamento que realmente vivió en el primer siglo de nuestra era. Ese Jesús hizo afirmaciones elevadas; pero sus afirmaciones, en vez de ser nada más que sueños extravagantes de un entusiasta, eran la franca verdad. Por lo tanto, en sus labios el lenguaje, que en el reducido Jesús de la recreación moderna sería frenético y absurdo, se convierte en algo cargado de bendición para la humanidad. Jesús exigió de aquellos que lo siguieran el estar dispuestos a romper aun los vínculos más sagrados—Él dijo, “Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre, madre… no puede ser mi discípulo,” y “Deja que los muertos entierren a sus muertos.” Viniendo del mero profeta creado por el liberalismo moderno, esas palabras serían monstruosas; viniendo del verdadero Jesús, son sublimes. ¡Cuán grande fue la misión de misericordia que avaló tales palabras! ¡Y qué maravillosa la condescendencia del Hijo Eterno! ¡Cuán inigualable el ejemplo para los hijos del hombre! Bien puede Pablo recurrir al ejemplo de nuestro Salvador encarnado; bien puede decir, “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús.” La imitación del verdadero Jesús jamás llevará a un hombre a extraviarse.

Pero el ejemplo de Jesús es un ejemplo perfecto sólo si está justificado en lo que ofrecía a los hombres. Y Él ofrecía, no una guía, primordialmente, sino salvación; Él se presentó a sí mismo como el objeto de la fe de los hombres. Esa oferta es rechazada por el liberalismo moderno, pero es aceptado por hombres cristianos.

Hay una profunda diferencia, entonces, en la actitud tomada por el liberalismo moderno y por el cristianismo hacia Jesús el Señor. El liberalismo lo considera un Ejemplo y una Guía; el cristianismo, como un Salvador: el liberalismo lo convierte en un ejemplo para tener fe; el cristianismo, en el objeto de la fe.

Esta diferencia en la actitud hacia Jesús depende de una profunda diferencia en relación a la pregunta de quién era realmente Jesús. Si Jesús sólo era lo que suponen los historiadores liberales, entonces tener confianza en Él sería algo fuera de lugar; nuestra actitud hacia Él podría ser como la de un aprendiz hacia su Maestro y nada más. Pero si Él fue lo que el Nuevo Testamento dice que fue, entonces podemos encomendarle con seguridad el destino eterno de nuestras almas. ¿Cuál es, entonces, la diferencia entre el liberalismo y el cristianismo respecto de la Persona de nuestro Señor?

Puede ser difícil presentar la respuesta en detalle. Pero el punto esencial puede ser casi puesto en una sola palabra—el liberalismo considera a Jesús como lo mejor de la humanidad; el cristianismo lo considera como una Persona sobrenatural. [2]

La idea de Jesús como una Persona sobrenatural fluye a lo largo de todo el Nuevo Testamento. En las Epístolas de Pablo, desde luego, esto es bastante claro. Sin la menor duda, Pablo separó a Jesús del resto de la humanidad y lo consideró a la altura de Dios. Las palabras en Gálatas 1:1, “no por disposición de hombres ni por hombre, sino por Jesucristo y por Dios Padre que lo resucitó de los muertos,” son algo típico de lo que aparece por todos lados en las Epístolas. El mismo contraste entre Jesucristo y la humanidad común y corriente es algo que se presupone en todos lados. Sin duda Pablo se refiere a Jesús un hombre. Pero la forma en la que habla de Jesús como un hombre sólo profundiza la impresión que uno ya ha recibido. Pablo habla acerca de la humanidad de Jesús aparentemente como si el hecho de que Jesús fuera un hombre hubiese sido algo raro, algo maravilloso. De cualquier forma, el hecho realmente sobresaliente en las Epístolas de Pablo, es que Jesús es separado de la humanidad común y corriente en todos lados; la deidad de Cristo es algo que se presupone por todas partes. No es de sorprender, consecuentemente, que Pablo aplique a Jesús en algún momento la palabra griega que se traduce como “Dios” en la Biblia en inglés; ciertamente es muy difícil, considerando Romanos 9:5, negar que lo hace. Sea como sea, el término “Señor,” que es la designación regular de Pablo a Jesús, realmente es tanto una designación de deidad como lo es el término “Dios.” Era una designación de deidad aun en las religiones paganas, algo que era muy familiar para los convertidos de Pablo; y (lo que es mucho más importante) en la traducción griega del Antiguo Testamento, que era común en los días de Pablo y fue usada por el Apóstol mismo, el término era usado para traducir el “Yahveh” del texto hebreo. Y Pablo no titubea en aplicarle a Jesús pasajes estupendos del Antiguo Testamento griego en donde el término Señor se refiere al Dios de Israel. Pero lo que probablemente es lo más significativo para que la enseñanza paulina acerca de la Persona de Jesús sea establecida, es que en todos lados Pablo tiene una actitud religiosa hacia Jesús. De esta forma, Aquel quien es el objeto de la fe religiosa, no es, sin duda, un mero hombre, sino una Persona sobrenatural, y realmente una Persona que era Dios.

Así, Pablo consideraba a Jesús como una Persona sobrenatural. Este hecho sería sorprendente si fuese entendido por sí solo. Pablo era un contemporáneo de Jesús. ¿Qué habrá sido este Jesús para que fuese tan rápidamente elevado sobre los límites de la humanidad común y corriente, y puesto a la altura de Dios?

Pero hay algo aun más sorprendente. Lo verdaderamente sorprendente es que la forma en la cual Pablo veía a Jesús también era la forma de ver a Jesús que tenían sus amigos más íntimos. [3] Este hecho aparece en las mismas Epístolas paulinas, sin mencionar otras evidencias. Claramente las Epístolas presuponen una unidad fundamental entre Pablo y los apóstoles originales respecto de la Persona de Cristo; ya que, si hubiese habido cualquier controversia en esta materia, ciertamente habría sido mencionada. Aun los judaizantes, los opositores amargos de Pablo, parecen no haber tenido alguna objeción a la concepción de Pablo respecto de Jesús como una Persona sobrenatural. Lo realmente impresionante en relación a la forma de ver a Jesús por parte de Pablo es que no es defendida. De hecho, apenas es presentada en las Epístolas en forma sistemática alguna. No obstante, se presupone en todas partes. La inferencia es perfectamente clara—la concepción de Pablo de la Persona de Cristo era un tema, por supuesto, de la Iglesia primitiva. En relación a este tema, Pablo parece estar en perfecta armonía con todos los cristianos Palestinos. Los hombres que habían caminado y hablado con Jesús y que lo habían visto sujeto a las mezquinas limitaciones de la vida sobre la tierra, todos coincidían plenamente con Pablo en considerarlo como una Persona sobrenatural, sentado en el trono majestuoso.

En la narrativa detallada de los Evangelios aparece exactamente el mismo relato de Jesús que se presupone en las Epístolas paulinas. Los Evangelios coinciden con Pablo en presentar a Jesús como una Persona sobrenatural, y la coincidencia aparece no en uno o en dos de los Evangelios, sino en los cuatro. Ya pasó aquel día, si es que alguna vez existió tal día, cuando el Evangelio de Juan, presentando a un Jesús divino, podía ser contrastado con el Evangelio de Marcos, presentando a un Jesús humano. Por el contrario, los cuatro Evangelios claramente presentan a una Persona levantada muy por sobre el nivel de la humanidad común y corriente; y el Evangelio de Marcos, el más corto y según la crítica moderna el más antiguo de los Evangelios, muestra las obras sobrehumanas de poder de Jesús, de forma particularmente prominente. En los cuatro Evangelios Jesús aparece poseyendo un poder soberano sobre las fuerzas de la naturaleza; en los cuatro Evangelios, al igual que en todo el Nuevo Testamento, Él aparece claramente como una Persona sobrenatural. [4]

Pero, ¿qué quiere decir una “Persona sobrenatural”; qué quiere decir lo sobrenatural?

La concepción de lo “sobrenatural” está conectada de forma cercana con la idea de “milagro”; un milagro es la manifestación sobrenatural misma en el mundo externo. Pero, ¿qué es lo sobrenatural? Muchas definiciones han sido propuestas. Pero sólo una definición es realmente correcta. Un evento sobrenatural es uno que ocurre por el inmediato, en contraposición con el mediato, poder de Dios. La posibilidad de lo sobrenatural, si sobrenatural fuese definido de esta forma, presupone dos cosas—presupone (1) la existencia de un Dios personal y (2) la existencia de un orden real de la naturaleza. Sin la existencia de un Dios personal no podría haber una entrada deliberada del poder de Dios al orden del mundo; y sin la existencia de un orden real de la naturaleza no podría haber una distinción entre eventos naturales y aquellos que están por sobre la naturaleza—todos los eventos serían sobrenaturales, o de otra forma la palabra “sobrenatural” no tendría significado alguno. La distinción entre “natural” y “sobrenatural” no quiere decir, ciertamente, que la naturaleza es independiente de Dios; no significa que mientras Dios lleva a cabo eventos sobrenaturales, los eventos naturales no son llevados a cabo por Él. Por el contrario, el creyente en lo sobrenatural considera que todo lo que es hecho es obra de Dios. Sólo que él cree que, en los eventos llamados naturales, Dios usa un medio, mientras que en los eventos llamados sobrenaturales no usa medio alguno, sino que libera Su poder creativo. La distinción entre lo natural y lo sobrenatural, en otras palabras, es simplemente la distinción entre las obras de Dios de providencia y las obras de Dios de creación; un milagro es una obra de la creación tan ciertamente como el acto misterioso que generó el mundo. Esta concepción de lo sobrenatural depende absolutamente de una visión teísta de Dios. El teísmo debe ser diferenciado (1) del deísmo y (2) del panteísmo.

Según la visión deísta, Dios echó a andar al mundo como una máquina y luego lo dejó para ser independiente de sí mismo. Tal visión es inconsistente con la realidad de lo sobrenatural; los milagros de la Biblia presuponen un Dios que está constantemente vigilando y guiando el curso de este mundo. Los milagros de la Biblia no son intrusiones arbitrarias de un Poder que no tiene relación con el mundo, sino que están evidentemente intencionadas para lograr resultados dentro del orden de la naturaleza. Ciertamente lo natural y lo sobrenatural están mezclados en los milagros de la Biblia, de una forma completamente incongruente con la concepción deísta de Dios. En la alimentación de los cinco mil, por ejemplo, ¿quién podría decir qué parte cumplieron los cinco panes y los dos peces en el evento; quién podría decir cuándo lo natural se acabó y comenzó lo sobrenatural? Sin embargo, ese evento, si es que lo hubo, ciertamente trascendió el orden de la naturaleza. Lo milagros de la Biblia, entonces, no son la obra de un Dios que no tiene parte en el curso de la naturaleza; son la obra de un Dios que, a través de sus obras de providencia, está “preservando y gobernando a todas sus criaturas y sus acciones.”

Pero la concepción de lo sobrenatural es incongruente, no sólo con el deísmo, sino también con el panteísmo. El panteísmo identifica a Dios con la totalidad de la naturaleza. Por lo tanto, en la perspectiva panteísta, resulta inconcebible que algo pueda entrar en el curso de la naturaleza desde el exterior. Una incongruencia similar respecto de lo sobrenatural, aparece también en ciertas formas de idealismo, las cuales niegan la existencia real de las fuerzas de la naturaleza. Si lo que parece estar conectado en la naturaleza, sólo está realmente conectado en la mente divina, entonces resulta difícil hacer cualquier distinción entre aquellas operaciones de la mente divina que se presentan como milagros, y las que se presentan como fenómenos naturales. Una vez más, se ha dicho a menudo que todos los eventos son una obra de creación. Desde este punto de vista, el decir que un cuerpo es atraído hacia otro de acuerdo a una ley de gravitación, es sólo una concesión a la fraseología popular; lo que debería realmente decirse, es que cuando dos cuerpos se encuentran en sus cercanías y bajo determinadas condiciones, estos se unen. Desde esta perspectiva, ciertos fenómenos en la naturaleza son siempre seguidos por otros fenómenos correspondientes, y en realidad es sólo esta regularidad de secuencia la que se indica al afirmar que el primer tipo de fenómenos "causa" el segundo; en todos los casos la única causa real es Dios. Sobre la base de esta perspectiva, no puede haber distinción entre los eventos que son causados por el poder inmediato de Dios, y los que no lo son, pues en ella todos los eventos son causados por Dios. En contra de esta perspectiva, aquellos quienes aceptan nuestra definición de milagro, aceptarán naturalmente la noción de causa que dicta el sentido común. Dios es siempre la primera causa, pero existen en realidad causas secundarias; y ellas son los medios que Dios utiliza, en el curso normal del mundo, para el cumplimiento de Sus fines. Es la exclusión de tales segundas causas lo que transforma un evento en milagro.

A veces se dice que la realidad de los milagros destruiría la base de la ciencia. Se dice que la ciencia se basa en la regularidad de las secuencias; da por supuesto que si se dan determinadas condiciones dentro del curso de la naturaleza, siempre les seguirán condiciones correspondientes. Pero si va a ocurrir cualquier intromisión de acontecimientos, que por su propia definición son independientes de todas las condiciones anteriores, se dice entonces que la regularidad de la naturaleza sobre la que la ciencia se basa, está dividida. El milagro, en otras palabras, parece introducir un elemento de arbitrariedad y misterio al curso del mundo. La objeción ignora lo que es realmente fundamental en la concepción cristiana del milagro. De acuerdo con la concepción cristiana, un milagro es causado por el poder inmediato de Dios. No es causado por un déspota arbitrario y absurdo, sino por el mismo Dios que es el causante de la regularidad de la naturaleza—más aun, por el Dios cuyo carácter es conocido a través de la Biblia. Podemos estar seguros que un Dios como ese no actuará a pesar de la razón que Él ha dado a Sus criaturas; Su intervención no introducirá ningún trastorno al mundo que Él mismo ha creado. Según la concepción cristiana, no existe nada arbitrario acerca de un milagro. No se trata de un evento espontáneo, sino de un evento que es causado por la fuente misma de todo el orden que existe en el mundo. Es enteramente dependiente de la menos arbitraria y más firmemente invariable cosa de todas las que existen—es decir, depende del carácter de Dios. Entonces, la posibilidad del milagro, está indisolublemente unida al "teísmo." Una vez que se admite la existencia de un Dios, Creador y Gobernante personal para el mundo, no existen límites, sean estos temporales o eternos, que se puedan establecer al poder creativo de ese Dios. Admita que Dios alguna vez creó el mundo, y usted no podrá negar que Él podría involucrarse nuevamente en la creación. Pero, se podría decir que la realidad de los milagros es diferente a la posibilidad de ellos. Se podría admitir que tiene sentido que los milagros puedan ocurrir. Pero, ¿han ocurrido en realidad?

Esta pregunta ocupa un lugar muy importante en la mente del hombre moderno. La carga de la pregunta parece posarse excesivamente sobre muchos que aceptan los milagros del Nuevo Testamento. Se suele decir que los milagros eran comúnmente considerados como una ayuda a la fe, pero ahora son más bien un impedimento a la fe; la fe solía venir por causa de los milagros, pero ahora viene a pesar de ellos; los hombres solían creer en Jesús porque Él realizó milagros, pero ahora aceptamos los milagros, debido a que por otros motivos hemos llegado a creer en Él.

Una extraña confusión da base a esta común forma de hablar. En un sentido, sin duda, los milagros son un impedimento a la fe—pero, ¿quién pensó alguna vez lo contrario? Es posible admitir, ciertamente, que si la narrativa del Nuevo Testamento no incluyera milagros, resultaría mucho más fácil de creer. Mientras más común es una historia, más fácil resultará aceptarla como verdadera.

Pero las narraciones comunes tienen poco valor. El Nuevo Testamento, sin los milagros, sería mucho más fácil de creer. Pero el problema es que no valdría la pena creerlo. Sin los milagros, el Nuevo Testamento contendría un relato de un hombre santo—no un hombre perfecto, es cierto, pues Él fue conducido a hacer sublimes afirmaciones a las que no tenía derecho—pero de un hombre por lo menos mucho más santo que el resto de los hombres. Pero, ¿cuál sería el beneficio que, un hombre como Él y Su muerte, la cual marcó Su propio fracaso, representaría para nosotros?

Mientras más sublime es el ejemplo que Jesús estableció, mayor resulta nuestro dolor frente a nuestra incapacidad para alcanzarlo; y mayor es nuestra desesperanza bajo el peso del pecado. El sabio de Nazaret puede satisfacer a aquellos que nunca han enfrentado el problema del mal en sus propias vidas, pero hablar acerca de un ideal a aquellos que se encuentran bajo la esclavitud del pecado, es una burla cruel.

Sin embargo, si Jesús fue simplemente un hombre como el resto de los hombres, entonces todo lo que encontramos en Él constituye un ideal. Un mundo pecaminoso necesita mucho más. Es de muy poco consuelo que se nos diga que hubo bondad en el mundo, cuando lo que necesitamos es la bondad triunfando sobre el pecado. Pero para que la bondad triunfe sobre el pecado, se requiere que entre en escena el poder creador de Dios, y es ese poder creador de Dios el que se manifiesta a través de los milagros. Sin los milagros, el Nuevo Testamento podría resultar más fácil de creer. Pero lo que se creería sería totalmente distinto de lo que se nos presenta ahora. Sin los milagros tendríamos a un profesor; con los milagros, lo que tenemos es un Salvador.

Ciertamente, es un error aislar los milagros del resto del Nuevo Testamento. Es un error tratar el asunto de la resurrección de Jesús como si lo que se debiera demostrar fuera simplemente la resurrección de cierto hombre del primer siglo en Palestina. Sin duda que las pruebas existentes para tal caso, por muy fuerte que resulte la evidencia, podrían ser insuficientes. De hecho, el historiador se vería obligado a afirmar que ninguna explicación naturalista del origen de la Iglesia ha sido aún descubierta, y que las pruebas para el milagro son sumamente fuertes; pero los milagros son, por decir lo menos, acontecimientos extremadamente inusuales, y existe una arrogancia hostil enorme en contra de aceptar la hipótesis del milagro en cualquier caso determinado. Pero, de hecho, la pregunta en este caso no se refiere a la resurrección de un hombre sobre quien no sabemos nada, sino que se refiere a la resurrección de Jesús. Y Jesús fue, sin duda, una Persona muy extraordinaria. La singularidad del carácter de Jesús elimina la arrogancia hostil en contra del milagro; era extremadamente improbable que cualquier hombre ordinario se levantara de entre los muertos, pero Jesús fue como ningún otro hombre que haya existido jamás. Y la evidencia para los milagros del Nuevo Testamento se sustenta aun de otra forma más; se sustenta por la existencia de una oportunidad adecuada.

Se ha observado previamente, que un milagro es un evento producido por el poder inmediato de Dios, y que Dios es un Dios de orden. Por lo tanto, la evidencia de un milagro se ve enormemente reforzada cuando el propósito del milagro puede ser detectado. Eso no significa que dentro de un sistema de milagros se deba asignar una razón exacta a cada uno de ellos; no significa que en el Nuevo Testamento deberíamos esperar entender exactamente por qué se efectuó un milagro en un caso y no en otro. Pero sí significa que la aceptación de un sistema de milagros se facilita ampliamente cuando se puede detectar una razón adecuada para el sistema en su conjunto.

En el caso de los milagros del Nuevo Testamento, no es difícil encontrar una razón adecuada. Se encuentra en la conquista del pecado. De acuerdo a la visión cristiana, como se establece en la Biblia, la humanidad se encuentra bajo la maldición de la ley santa de Dios, y el temible castigo incluye la corrupción de toda nuestra naturaleza. Las verdaderas transgresiones provienen de una raíz pecaminosa, y llevan a profundizar la culpabilidad de todo hombre ante los ojos de Dios. Sobre la base de esa perspectiva, tan profunda, tan fiel a los hechos observados de la vida, es evidente que nada natural satisfará nuestra necesidad. La naturaleza transmite el terrible defecto; la esperanza se deberá buscar sólo en un acto creativo de Dios. Y ese acto creativo de Dios—tan misterioso, tan contrario a todas las expectativas, y aun así, tan congruente con el carácter del Dios que se revela como el Dios de amor—se encuentra en la obra redentora de Cristo. Ningún producto de una humanidad pecadora podría haberla redimido de la terrible culpa, ni podría haber levantado a una raza pecadora desde el abismo del pecado. Pero un Salvador ha venido de Dios. Ahí es donde yace la raíz misma de la religión cristiana; ahí se encuentra la razón por la cual lo sobrenatural es la base y esencia misma de la fe cristiana.

Pero la aceptación de lo sobrenatural depende de una convicción de la realidad del pecado. Sin la convicción de pecado no puede haber reconocimiento de la singularidad de Jesús; sólo cuando se contrasta nuestra maldad con Su santidad, es que apreciamos el abismo que Lo separa del resto de los hijos de los hombres. Y sin la convicción de pecado no puede haber una comprensión de la oportunidad para el acto sobrenatural de Dios; sin la convicción de pecado, la buena noticia de la redención parece ser una historia sin valor. La convicción de pecado es tan fundamental en la fe cristiana, que no resultará suficiente llegar a ella por un mero proceso de razonamiento; no resultará suficiente simplemente decir: Todos los hombres (según se me ha dicho) son pecadores; yo soy un hombre, por lo que supongo que debo ser también un pecador. A veces, esa es toda la supuesta convicción a la que se llega respecto del pecado. Pero la verdadera convicción es mucho más inmediata que eso. De hecho, depende de la información que proviene desde fuera; depende de la revelación de la ley de Dios; depende de las dramáticas verdades establecidas en la Biblia en cuanto a la pecaminosidad universal de la humanidad. Pero añade a la revelación que ha provenido desde el exterior, una convicción total en la mente y el corazón, una profunda comprensión de la propia condición personal que se ha perdido, una iluminación de la conciencia insensibilizada que provoca una revolución copernicana en la actitud personal hacia el mundo y hacia Dios. Cuando un hombre ha pasado por esa experiencia, se asombra de su ceguera anterior. Y, sobre todo, se asombra de su actitud previa respecto de los milagros del Nuevo Testamento, y hacia la Persona sobrenatural que en él se nos reveló. El hombre verdaderamente arrepentido se gloría en lo sobrenatural, porque sabe que nada de lo natural satisfaría su necesidad; el mundo ha sido sacudido una vez en su caída, y deberá ser agitado nuevamente si va a ser salvado.

Sin embargo, la aceptación de las presuposiciones del milagro, no vuelve innecesario el evidente testimonio de los milagros que de hecho se han producido. Y ese testimonio es sumamente poderoso. El Jesús presentado en el Nuevo Testamento fue claramente una Persona histórica—esto es admitido por todos los que realmente han llegado a enfrentarse alguna vez con los problemas históricos. Pero resulta así de claro que el Jesús presentado en el Nuevo Testamento es una Persona sobrenatural. Sin embargo, para el liberalismo moderno, una persona sobrenatural nunca es histórica. Un problema surge entonces para aquellos que adoptan el punto de vista liberal—el Jesús del Nuevo Testamento es histórico, es sobrenatural y, sin embargo, lo que en la hipótesis liberal es sobrenatural, nunca puede ser histórico. El problema podría ser resuelto sólo mediante la separación de lo natural respecto de lo sobrenatural, en el relato acerca de Jesús que se encuentra en el Nuevo Testamento, con el fin de que lo que es sobrenatural pudiera ser rechazado y lo que es natural pudiera conservarse. Pero el proceso de separación nunca ha sido llevado a cabo con éxito. Muchos han sido los intentos—la iglesia liberal moderna ha puesto su propio corazón y su alma en el intento, de modo que seguramente no existe un capítulo más brillante en la historia del espíritu humano, que esta "búsqueda del Jesús histórico"—pero todos los intentos han fracasado. El problema es que los milagros no resultan ser una excrescencia en los relatos acerca de Jesús que se encuentran en el Nuevo Testamento, sino que pertenecen a su propia urdimbre y trama. Ellos se encuentran íntimamente relacionados con las sublimes afirmaciones de Jesús; se sostienen o caen con la indudable pureza de Su carácter; revelan la naturaleza misma de Su misión en el mundo.

Sin embargo, los milagros son rechazados por la iglesia liberal moderna, y junto con los milagros, la totalidad de la Persona sobrenatural de nuestro Señor. No sólo se rechazan algunos milagros, sino todos. No tiene ninguna importancia el que algunas de las maravillosas obras de Jesús sean aceptadas por la iglesia liberal; no significa absolutamente nada el que algunas de las obras de sanidad se consideren como históricas. Pues el liberalismo moderno ya no considera esas obras como sobrenaturales, sino simplemente como sanidades de un tipo extraordinario de fe. Y lo que en realidad es importante, es la presencia o ausencia de lo verdaderamente sobrenatural. Tales concesiones como la de las sanidades de fe, más aun, nos llevan a un mejor pero muy corto camino—los incrédulos de lo sobrenatural deben simplemente rechazar como legendaria o mítica la mayor parte de las maravillosas obras.

Entonces, la pregunta no se refiere a la historicidad de tal o cual milagro, sino se refiere a la historicidad de todos los milagros. Ese hecho a menudo se oculta, y el oscurecimiento del mismo introduce un elemento algo similar a la falsedad en el apoyo de la causa liberal. El predicador liberal escoge uno de los milagros y lo discute como si se tratara del único punto en cuestión. El milagro que se suele destacar es el Nacimiento Virginal. El predicador liberal insiste en la posibilidad de creer en Cristo, no importando cuál sea la perspectiva que se adopte en cuanto a la forma de Su entrada al mundo. ¿No es la Persona la misma, sin importar cómo nació? La impresión que entonces se produce sobre el hombre común y corriente, es que el predicador está aceptando los principales lineamientos de los relatos del Nuevo Testamento acerca de Jesús, y que tiene dificultades simplemente con este elemento particular del relato. Pero esta impresión es radicalmente falsa.

Es cierto que algunos hombres han negado el Nacimiento Virginal y, sin embargo, han aceptado el relato del Nuevo Testamento acerca de Jesús como una Persona sobrenatural. Pero tales hombres son extremadamente escasos y se presentan alejados en el tiempo. Podría resultar difícil hoy en día encontrar uno solo, de cualquier nivel de importancia, que se encuentre vivo; así de profunda y obviamente congruente es el Nacimiento Virginal con la presentación total de Cristo en el Nuevo Testamento. La inmensa mayoría de aquellos quienes rechazan el Nacimiento Virginal, rechazan así mismo todo contenido sobrenatural del Nuevo Testamento, y hacen de la "resurrección" exactamente lo que la palabra "resurrección" más enfáticamente no significó—una permanencia de la influencia de Jesús, o una mera existencia espiritual de Él más allá de la tumba. Antiguas palabras pueden ser utilizadas aquí, pero lo que ellas designan se ha ido. Los discípulos creyeron en la existencia personal continua de Jesús, incluso durante los tres tristes días posteriores a la crucifixión; ellos no eran saduceos; ellos creyeron que Jesús vivía y que se iba a levantar en el último día. Pero lo que les permitió comenzar la obra de la Iglesia Cristiana, fue que ellos creyeron que el cuerpo de Jesús ya había sido levantado de la tumba por el poder de Dios. Esa creencia implica la aceptación de lo sobrenatural, y la aceptación de lo sobrenatural es, pues, el corazón y alma mismos de la religión que profesamos.

Cualquiera sea la decisión que se tome, la cuestión no debe ser enturbiada. El asunto no se refiere a milagros individuales, ni siquiera en relación a un milagro tan importante como el Nacimiento Virginal. Realmente se refiere a todos los milagros. Y el asunto concerniente a todos los milagros es simplemente la cuestión de la aceptación o el rechazo del Salvador que presenta el Nuevo Testamento.

Si se rechazan los milagros, se tiene en Jesús la más bella flor de la humanidad, que causó tal impresión sobre Sus seguidores, que después de Su muerte ellos no podían creer que había muerto, sino que experimentaron alucinaciones en las que pensaban que Le vieron resucitado de entre los muertos; si se aceptan la milagros, se tiene un Salvador que vino voluntariamente a este mundo para nuestra salvación, sufrió por nuestros pecados sobre la Cruz, se volvió a levantar de entre los muertos por el poder de Dios, y vive para siempre para interceder por nosotros. La diferencia entre esos dos puntos de vista, constituye la diferencia entre dos religiones totalmente distintas. Ya es tiempo de que esta cuestión sea enfrentada; es tiempo de que el uso engañoso de frases tradicionales sea abandonado y que los hombres digan lo que piensan. ¿Aceptaremos al Jesús del Nuevo Testamento como nuestro Salvador, o Lo rechazaremos junto con la iglesia liberal?

Respecto de este punto, podría presentarse una objeción. Se puede decir que el predicador liberal está a menudo dispuesto a hablar de la "divinidad" de Cristo, y a decir que "Jesús es Dios." El hombre común y corriente quedará muy impresionado. El predicador, dirá el hombre, cree en la divinidad de nuestro Señor; entonces, evidentemente, su herejía debe referirse únicamente a detalles; y aquellos que se oponen a su presencia en la Iglesia son sólo cazadores de herejía, intolerantes y poco compasivos.

Pero, por desgracia, el idioma es valioso sólo como la expresión del pensamiento. La palabra inglesa “God” ("Dios"), no tiene ninguna virtud particular en sí misma, no es más hermosa que otras palabras. Su importancia depende por completo del significado que se le atribuye. Por lo tanto, cuando el predicador liberal dice que "Jesús es Dios," el significado de la expresión depende totalmente de lo que se quiere decir con "Dios."

Y ya se ha observado que cuando el predicador liberal utiliza la palabra "Dios," él se refiere a algo totalmente diferente de lo que el cristiano quiere decir con la misma palabra. Dios, por lo menos según la tendencia lógica del liberalismo moderno, no es una Persona separada del mundo, sino simplemente la unidad que domina el mundo. Por lo tanto, decir que Jesús es Dios, significa simplemente que la vida de Dios que aparece en todos los hombres, aparece con especial claridad o riqueza en Jesús. Tal afirmación se opone diametralmente a la creencia cristiana en la divinidad de Cristo.

Igualmente opuesto a la creencia cristiana, se encuentra otro significado que a veces se atribuye a la afirmación de que Jesús es Dios. La palabra "Dios" se usa a veces para denotar simplemente el objeto supremo de los deseos de los hombres, la cosa más elevada que los hombres conocen. Hemos renunciado a la idea, se dice, de que existe un Creador y Gobernante del universo; tales nociones pertenecen a la "metafísica," y son rechazadas por el hombre moderno. Pero resultaría adecuado decir que la palabra "Dios," a pesar de que ya no puede significar el Hacedor del universo, denota el objeto de las emociones y deseos de los hombres. De algunos hombres, se puede decir, que su Dios es Mamón—Mamón es aquél para quien ellos trabajan, y a quien sus corazones están atados. En una forma algo similar, el predicador liberal dice que Jesús es Dios. Él no se refiere en absoluto a que Jesús es idéntico en naturaleza a un Creador y Gobernante del universo, de quien se podría obtener una idea por separado de Jesús. En un Ser como ese, él ya no cree. Todo lo que él quiere decir es que Jesús el hombre—un hombre, aquí, en medio de nosotros, y de la misma naturaleza que la nuestra—es lo más elevado que conocemos. Es evidente que tal forma de pensar se encuentra mucho más apartada de la creencia cristiana, de lo que lo está el Unitarismo, por lo menos en sus primeras formas. Pues el Unitarismo temprano, sin duda, al menos creía en Dios.

Por otra parte, los liberales modernos dicen que Jesús es Dios no porque crean en la grandeza de Jesús, sino porque creen en un Dios extremadamente chico. De manera distinta, el liberalismo en las iglesias “evangélicas,” es inferior al “Unitarismo.” Es inferior al Unitarismo respecto a la honestidad. Para mantenerse dentro de las iglesias evangélicas y callar los temores de conservadores asociados, los liberales optan constantemente por un uso doble del lenguaje. Un joven, por ejemplo, ha recibido noticias desconcertantes acerca de la profanación de un predicador prominente. Al interrogar al predicador con respecto a sus creencias, recibe una afirmación confortadora. “Puedes decirles a todos,” afirma el predicador liberal, “que creo que Jesús es Dios.” El joven se va impresionado.

Sin embargo, se puede poner en duda si la afirmación “creo que Jesús es Dios,” o a una frase similar, es realmente verdadera, cuando viene de la boca de un predicador liberal. El predicador liberal le da un verdadero significado a las palabras, y ese significado lo lleva en el corazón. Realmente cree que “Jesús es Dios.” El problema es que le da un significado a las palabras diferente al significado que recibe el oyente de mentalidad simple. Luego atenta en contra del principio fundamental de la veracidad del lenguaje. De acuerdo a este principio fundamental, el lenguaje es veraz, no cuando el significado concuerda con los hechos, sino cuando el significado que intenta expresar a la otra persona concuerda con los hechos. Luego, la veracidad de la afirmación, “Creo que Jesús es Dios,” depende de la audiencia a quien se dirigen las palabras. Si la audiencia se compone de gente preparada teológicamente, quienes le dan el mismo significado a la palabra “Dios” que quiere entregar el comunicador, la frase es veraz. Pero si la audiencia se compone de cristianos anticuados, que siempre le han dado el mismo significado antiguo a la palabra “Dios” (el significado que aparece en el primer capítulo del Génesis), el lenguaje no es veraz, y en este último caso aunque tengan todas las buenas motivaciones del mundo, la afirmación no es correcta. Poseer ética cristiana no invalida la honestidad; ningún deseo por edificar la Iglesia evitando ofensas puede justificar una mentira.

En cualquier caso, la deidad de nuestro Señor es negada por el liberalismo moderno, en cualquier sentido verdadero de la palabra “Dios.” De acuerdo a la iglesia liberal moderna, Jesús difiere del resto de los hombres por grado y no por tipo; es divino sólo si cualquier hombre puede ser divino. Pero si la concepción de la deidad de Cristo pierde su significado, ¿cuál es la concepción cristiana? ¿A qué se refiere un hombre cristiano cuando dice que “Jesús es Dios”? Se nos dio la respuesta en lo que ya fue dicho. Hemos observado que el Nuevo Testamento presenta a Jesús como persona sobrenatural. Pero si Jesús es una Persona sobrenatural, entonces o es divino o es un Ser intermedio, claramente superior al hombre, pero inferior a Dios. Esta perspectiva se ha abandonado por varios siglos en la iglesia, y no hay muchas señales de que pueda revivir; el Arrianismo ciertamente está muerto. La idea de Cristo como un ser suprangelical, parecido a Dios, pero no Dios, viene evidentemente de la mitología pagana, y no de la Biblia ni de la fe cristiana. Generalmente se acepta, si se mantiene la concepción deísta de la separación entre el hombre y Dios, que Cristo es Dios o simplemente hombre; claramente no es un Ser intermedio entre Dios y el hombre. Luego, si no es meramente hombre, sino más bien una Persona sobrenatural, la conclusión es que es Dios.

En segundo lugar, hemos visto que en el Nuevo Testamento, y en todo cristianismo verdadero, Jesús no es un simple ejemplo de fe, sino el objeto de la fe. Esta fe, de la cual Jesús es objeto, es claramente una fe religiosa; el cristiano deposita su confianza en Dios, de una forma que sería completamente inadecuada, si Cristo no fuera Dios. Lo que el hombre le entrega a Jesús, no es nada más ni nada menos que el bienestar eterno de su alma. La actitud completa en el Nuevo Testamento hacia Jesús, presupone claramente la deidad de nuestro Señor. Sólo debemos acercarnos a cualquier afirmación individual a la luz de esta presuposición medular. Los pasajes individuales que hablan de la deidad de Cristo no son excrescencias del Nuevo Testamento, sino frutos naturales de una concepción fundamental que en todas partes es igual. Esos pasajes individuales no se limitan a un libro o a un grupo de libros. En las Cartas Paulinas, por supuesto, los pasajes son particularmente claros; el Cristo de las Epístolas aparece una y otra vez asociado con el Padre y con Su Espíritu. En el Evangelio de Juan, tampoco hay que buscar mucho; la deidad de Cristo es prácticamente el tema del libro. Pero el testimonio de los Evangelios Sinópticos no es diferente del testimonio en el resto de los libros. La forma en que Jesús habla de Su Padre y del Hijo—por ejemplo el famoso pasaje de Mateo 11:27 (Lucas 10:22): “Todas las cosas las he recibido del Padre, y nadie conoce al Hijo sino sólo el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar.”—esta forma de presentar la relación de Jesús con el Padre, absolutamente fundamental en los Evangelios Sinópticos, involucra la declaración de la deidad de nuestro Señor. Alguien que hable de esta forma muestra una misteriosa unión con el Dios eterno.

Sin embargo, el Nuevo Testamento, con igual claridad, presenta a Jesús como hombre. El Evangelio de Juan, que al comienzo contiene la extraordinaria declaración, “El verbo era Dios,” y permanece refiriéndose a la deidad del Señor, al mismo tiempo representa a Jesús angustiado y sediento en la hora de la Cruz. En los Evangelios Sinópticos, escasamente se pueden observar esos toques drásticos que dan testimonio de la humanidad de nuestro Salvador como aquellos que aparecen una y otra vez en el Evangelio de Juan. Con respecto a los Evangelios Sinópticos, claramente no hay debate; los escritores presentan a una Persona que vivió genuinamente como ser humano y era verdaderamente hombre.

La verdad es que el testimonio del Nuevo Testamento es igual en todas partes; el Nuevo Testamento, en todas partes, muestra a Alguien que era Dios y hombre a la vez. Es interesante observar cuán poco exitosos han sido los intentos por rechazar una parte de este testimonio y retener el resto. Los apolinios rechazaban la completa humanidad del Señor, pero al hacerlo obtuvieron a una Persona bastante distinta al Jesús del Nuevo Testamento. El Jesús del Nuevo Testamento era claramente, en sentido pleno, un hombre. Algunos suponían que la humanidad y divinidad de Jesús estaban tan fusionadas que su naturaleza no era ni humana ni divina, sino un tertium quid. Pero nada puede estar más lejos de las enseñanzas del Nuevo Testamento. De acuerdo al Nuevo Testamento, la naturaleza humana y divina eran claramente distintivas; la naturaleza divina era divinidad pura, y la naturaleza humana era humanidad pura; Jesús era Dios y hombre en dos naturalezas distintivas.

Los nestorianos, por otra parte, enfatizaron lo distintivo de lo humano y divino de Jesús hasta suponer que existían dos personas distintas en Jesús. Pero tal perspectiva gnóstica es plenamente contraria a lo escrito; el Nuevo Testamento es muy claro respecto a la unidad de la Persona de Cristo.

Mediante el abandono de estos errores la Iglesia llegó a la doctrina Neo Testamentaria de dos naturalezas en una Persona; el Jesús del Nuevo Testamento es “Dios y hombre, en dos naturalezas distintivas, y para siempre una Persona.”

A veces se considera esta doctrina como especulativa. Pero nada puede estar más lejos de los hechos. La doctrina de las dos naturalezas no nace de la especulación, sino del intento de resumir con precisión y exactitud la enseñanza de la Escritura. Por supuesto que esta doctrina es rechazada por el liberalismo moderno y se rechaza de forma simple—deshaciéndose de toda la naturaleza eminente de nuestro Señor. Pero tal radicalismo fracasa al igual que todas las herejías del pasado. El Jesús que supuestamente queda al haber eliminado su elemento sobrenatural es, a lo más, una figura poco clara; ya que eliminar el elemento sobrenatural involucra lógicamente eliminar mucho de lo que queda, y el historiador constantemente enfrenta la perspectiva absurda que elimina completamente a Jesús de las páginas de la Historia. Pero aun cuando se evitan estos peligros, aun cuando el historiador, al definir límites arbitrarios en el proceso de eliminación, ha logrado construir un Jesús plenamente humano, el Jesús construido es completamente irreal. Presenta una contradicción moral en el centro de su ser—una contradicción que se debe a su naturaleza mesiánica. Era puro, humilde, fuerte y cuerdo, sin embargo supuso, sin base de hecho, ¡que habría ser el Juez de todo el mundo! El Jesús liberal, a pesar de todos los intentos de reconstrucción psicológica para darle vida, sigue siendo una falsa figura manufacturada. Muy diferente es el Jesús del Nuevo Testamento y de los grandiosos credos que derivan de la Escritura. Jesús es claramente misterioso. ¿Quién puede entender el misterio de Su persona? Pero su misterio, es un misterio en el cual el hombre puede hallar descanso. El Jesús del Nuevo Testamento tiene al menos una ventaja sobre el Jesús de reconstrucción moderna—es real. No es una figura creada para sostener máximas, sino una Persona genuina que puede ser amada por el hombre. Durante muchos siglos el hombre lo ha amado, y lo extraño es que a pesar de todos los intentos por eliminarlo de las páginas de la Historia, todavía hay algunos que lo aman.

Referencias

  1. Este método de acercamiento al texto ha sido estudiado por el presente autor en The Origin of Paul’s Religión, 1921.
  2. Comparar con The Origin of Paul’s Religion. 1921, pp. 118-13.
  3. Comparar con “History and Faith,” 1915, pp. 5ss.
  4. Comparar con “History and Faith”, 1915, pp. 6-8.

Vota esta traducción

Puntúa utilizando las estrellas