Cristianismo y Liberalismo/La Iglesia

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English: Christianity and Liberalism/The Church

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Por John Gresham Machen sobre Método Apologético
Capítulo 7 del Libro Cristianismo y Liberalismo

Traducción por Glorified Word Project


Se acaba de hacer la observación que al cristianismo, al igual que el liberalismo, le interesan las instituciones sociales. Pero la institución más importante aún no ha sido mencionada—la institución de la Iglesia. Cuando, según la creencia cristiana, almas perdidas son salvadas, los salvos son unidos a la Iglesia cristiana. Sólo a través de caricaturas sin fundamento se representa a los misioneros cristianos, como si no tuvieran interés en la educación o en el mantenimiento de una vida social en este mundo; no es cierto que sólo están interesados en salvar almas individuales y una vez que las almas son salvadas dejarlas solas para que hagan lo que les plazca. Por el contrario, los verdaderos cristianos deben ser unidos en todos lados a la hermandad de la Iglesia cristiana.

Es bien distinta la concepción cristiana de hermandad de la doctrina liberal de la “hermandad del hombre.” La doctrina moderna liberal dice que todos los hombres en cualquier lugar, sin importar su raza o credo, son hermanos. En un sentido, esta doctrina puede ser aceptada por el cristiano. La relación en la que se encuentran todos los hombres frente al resto es análoga en algunos aspectos importantes a la relación de hermandad. Todos los hombres tienen el mismo Creador y la misma naturaleza. El hombre cristiano puede aceptar todo lo que el liberal moderno quiera decir en cuanto a la hermandad del hombre. Pero el cristiano también conoce una relación tanto más íntima que esa relación general del hombre, y es para esta relación más íntima que se reserva el término “hermano.” La verdadera hermandad, según la enseñanza cristiana, es la hermandad de los redimidos.

No hay nada intelectualmente estrecho en esta enseñanza; porque la hermandad cristiana está abierta sin distinción para todos; y el hombre cristiano busca traer a todos a esta hermandad. El servicio cristiano, es cierto, no está limitado a la familia de la fe; todos los hombres, sean cristianos o no, son nuestros prójimos si están en necesidad. Pero si realmente amamos a nuestro prójimo, jamás estaremos contentos con sólo vendar sus heridas, ungirles con aceite, vino, o prestarles algún otro servicio inferior. Sin duda haremos estas cosas por ellos. Pero la mayor ocupación de nuestras vidas será traerlos al Salvador de sus almas.

Es sobre esta hermandad de pecadores nacidos de nuevo, esta hermandad de los redimidos, que el cristiano basa la esperanza de la sociedad. No encuentra esperanza sólida alguna en el mejoramiento de las condiciones terrenales, o en el moldeamiento de las instituciones humanas bajo la influencia de la regla de oro. Estas cosas, sin dudas, deben ser bienvenidas. Pueden aliviar los síntomas del pecado para que así quede tiempo para aplicar el verdadero remedio; pueden servir para producir condiciones sobre la tierra que sean favorables para la propagación del mensaje del Evangelio; incluso tienen valor en sí mismas. Pero por sí solas, para el cristiano, su valor es pequeño. Un edificio sólido no puede ser construido cuando todos sus materiales son defectuosos; una sociedad bendecida no puede estar formada por hombres que siguen bajo la maldición del pecado. Las instituciones humanas debieran ser moldeadas, no por principios cristianos aceptados por los no-conversos, sino por hombres cristianos; la verdadera transformación de la sociedad vendrá por la influencia de aquellos que han sido redimidos.

Así, el cristianismo difiere del liberalismo en la forma en la que la transformación de la sociedad se concibe. Pero según la creencia cristiana, al igual que según el liberalismo, realmente debe haber una transformación de la sociedad; no es cierto que el evangelista cristiano está interesado en la salvación de individuos sin estar interesado en la salvación de la raza. Y aun antes de que la salvación de toda la sociedad se logre, ya existe una sociedad de quienes han sido salvados. Esta sociedad es la Iglesia. La Iglesia es la respuesta más elevada a las necesidades sociales del hombre.

Y la Iglesia invisible, la congregación de los redimidos, encuentra su expresión en las comuniones de cristianos que constituyen la Iglesia visible hoy. ¿Pero cuál es el problema de la Iglesia visible? ¿Cuál es la razón de su evidente debilidad? Probablemente existen varias causas de debilidad. Pero una causa es totalmente evidente—la Iglesia de hoy ha sido infiel a su Señor al permitir la entrada de grandes grupos de personas no-cristianas, no sólo como miembros, sino también como participantes de los organismos de enseñanza. Sin duda, es inevitable que algunas personas, que no son verdaderamente cristianas, encuentren una forma de entrar a la Iglesia visible; hombres falibles no pueden discernir el corazón, y muchas profesiones de fe que pueden parecer genuinas, pueden ser en realidad falsas. Pero no es este tipo de error al cual nos referiremos. Lo que queremos decir con esto no es la admisión de individuos cuyas confesiones de fe pueden no ser sinceras, sino la admisión de grandes grupos de personas que jamás han hecho una confesión de fe adecuada y cuya actitud hacia el Evangelio es la contraria a la actitud cristiana. Tales personas, más aún, han sido admitidas no solamente a la membresía, sino también al ministerio de la Iglesia, y en gran medida se les ha permitido dominar sus concilios y determinar su enseñanza. La mayor amenaza para la Iglesia cristiana hoy viene, no de los enemigos de afuera, sino de los enemigos de adentro; viene de la presencia dentro de la Iglesia de un tipo de fe y práctica que es anticristiana hasta la médula.

No estamos tratando aquí con preguntas personales delicadas; no estamos presumiendo decir si acaso tal o cual hombre es cristiano o no. Sólo Dios puede responder tales preguntas; ningún hombre puede decir con seguridad si la actitud de cierto individuo liberal hacia Cristo es de fe salvadora o no. Pero una cosa es totalmente clara—aun cuando no sabemos si los liberales son cristianos, queda perfectamente claro que el liberalismo no es cristianismo. Y siendo ese el caso, es altamente indeseable que el cristianismo y el liberalismo sigan siendo propagados dentro de los límites de la misma organización. Una separación entre los dos grupos en la Iglesia es la necesidad urgente del momento.

Muchos, sin duda, buscan evitar la separación. ¿Por qué, preguntan, no pueden los hermanos vivir en unidad? La Iglesia, se nos dice, tiene espacio tanto para liberales como para conservadores. A los conservadores se les permite quedarse si mantienen los temas insignificantes fuera de la palestra y se ocupan principalmente de “lo más importante de la ley.” Y entre las cosas señaladas como “insignificantes” se encuentra la Cruz de Cristo como la verdadera reconciliación vicaria por el pecado.

Tal oscurecimiento del tema avala una estrechez intelectual realmente asombrosa por parte del predicador liberal. La estrechez intelectual no consiste en la devoción firme hacia ciertas convicciones o en el rechazo firme de otras. Pero el hombre con estrechez intelectual es el hombre que rechaza las convicciones del otro sin primero intentar entenderlas, el hombre que no hace esfuerzo alguno por mirar las cosas desde el punto de vista del otro. Por ejemplo, no es ser estrecho de mente si se rechaza la doctrina católico-romana de que no hay salvación fuera de la Iglesia. No es ser intelectualmente estrecho si se trata de convencer a católicos romanos de que esa doctrina es errada. Pero sería de una gran estrechez intelectual decirle a un católico romano: “Tú puedes seguir sosteniendo tu doctrina respecto de la Iglesia y yo sostendré la mía, pero unámonos en el trabajo cristiano, porque a pesar de tan insignificantes diferencias, estamos de acuerdo respecto de los temas que son importantes para el bienestar del alma.” Por supuesto, este dicho ignoraría lo evidente; el católico romano no podría sostener su doctrina de la Iglesia y al mismo tiempo rechazarla, como se le requiere por el programa de unidad de la iglesia recién sugerido. Un protestante que hablara así sería intelectualmente estrecho, porque independientemente de la pregunta respecto de quién tiene la razón en relación a la Iglesia, él mostraría claramente que no hizo el más mínimo esfuerzo por entender el punto de vista católico romano.

El caso es similar con el programa liberal para la unidad de la Iglesia. Jamás podría ser respaldado por alguien que haya hecho el mínimo esfuerzo por entender el punto de vista de su oponente en la controversia. El predicador liberal dice al ala conservadora de la iglesia: “Unámonos en la misma congregación, ya que claramente las diferencias doctrinales son insignificantes.” Pero es la esencia misma del “conservadurismo” en la Iglesia el considerar las diferencias doctrinales no como insignificantes sino como temas de suprema importancia. Un hombre no puede ser un “evangélico” o “conservador” (o, como él mismo diría, simplemente un cristiano) y considerar la Cruz de Cristo como algo insignificante. El suponer que sí puede, es el extremo de la estrechez intelectual. No es necesariamente “estrecho de mente” rechazar el sacrificio vicario de nuestro Señor como el único medio de salvación. Puede estar muy equivocado al hacerlo (y nosotros creemos que si lo está), pero no es necesariamente intelectualmente estrecho. Pero suponer que un hombre puede seguir firme en el sacrificio vicario de Cristo y al mismo tiempo menospreciar tal doctrina, suponer que un hombre puede creer que el Hijo eterno de Dios realmente cargó con los pecados del hombre sobre la cruz y al mismo tiempo considerar tal creencia como “insignificante” sin que eso tenga relación con el bienestar de las almas humanas—eso sí que es muy estrecho de mente y muy absurdo. Realmente no llegaremos a ningún lado con en controversia a menos que hagamos un esfuerzo sincero por entender el punto de vista de la otra persona.

Pero hay otra razón por la cual el esfuerzo de hundir las diferencias doctrinales y unir a la Iglesia bajo un programa de servicio cristiano es insatisfactorio. Es insatisfactorio porque, en su forma usual contemporánea, es deshonesto. Sin importar lo que se piense sobre doctrina cristiana, difícilmente puede ser negado que la honestidad sea parte de “lo más importante de la ley.” Sin embargo, el grupo liberal está renunciando a la honestidad al por mayor en muchos organismos eclesiásticos hoy.

Para reconocer este hecho no es necesario tomar una posición respecto de preguntas doctrinales o históricas. Supongamos que sea verdad que la devoción a un credo es un signo de estrechez intelectual e intolerancia; supongamos que la Iglesia debiera estar basada en la devoción por el ideal de Jesús o en el deseo de poner a su Espíritu en funcionamiento en el mundo, y no en una confesión de fe respecto de su obra redentora. Aun cuando todo esto fuera verdad, aun cuando una iglesia fiel al credo fuese algo indeseable, seguiría siendo verdad que de hecho muchas (sin dudas, en espíritu todas) iglesias evangélicas son iglesias fieles al credo, y que si un hombre no acepta su credo, no tiene derecho a ocupar un lugar en su ministerio de enseñanza. El carácter fiel al credo de las iglesias se expresa de forma diferente en los diferentes cuerpos evangélicos, pero el ejemplo de la Iglesia Presbiteriana en los Estados Unidos de América quizás pueda servir como ilustración. Se requiere de todos los dirigentes de la Iglesia Presbiteriana, incluyendo a los pastores, que al ser ordenados contesten claramente una serie de preguntas que comienza con las dos siguientes:

“¿Crees que las Escrituras del Antiguo y Nuevo Testamento son la Palabra de Dios, la única regla infalible de fe y práctica?”

“¿Recibes y adoptas sinceramente la confesión de fe de esta iglesia, como contenedora del sistema de doctrina enseñado en las Santas Escrituras?”

Si estas “preguntas constitucionales” no fijan claramente la base ortodoxa de la Iglesia Presbiteriana, es difícil pensar cómo cualquier lenguaje humano pueda lograrlo. ¡Sin embargo, inmediatamente después de hacer tan solemne declaración, inmediatamente después de declarar que la Confesión de Westminster contiene el sistema de doctrina enseñado en infalibles Escrituras, muchos ministros de la Iglesia Presbiteriana procederán a despreciar esa misma confesión y esa doctrina de infalibilidad de las Escrituras a la que se acaban de suscribir solemnemente!

No estamos hablando de la membresía de la Iglesia, sino del ministerio, y no estamos hablando del hombre que está atribulado por serias dudas y se pregunta si con sus dudas puede continuar honestamente con su membresía en la Iglesia. Para grandes multitudes de estas almas aproblemadas, la Iglesia ofrece abundantemente su compañerismo y su ayuda; sería un crimen echarlos fuera. Hay muchos hombres de poca fe en nuestros tiempos difíciles. No es a ellos a quien nos referimos. ¡Que Dios permita que ellos obtengan consuelo y ayuda a través de los servicios de la Iglesia!

Pero estamos hablando de hombres bien distintos a estos hombres de poca fe—a estos hombres que están atribulados por dudas y que están buscando con gran seriedad la verdad. Los hombres a los cuales nos referimos no están en busca de la membresía en la Iglesia, sino un lugar en el ministerio, y no desean aprender sino enseñar. No son hombres que dicen, “Creo; ayuda mi incredulidad,” sino hombres que se enorgullecen en la posesión de conocimiento de este mundo, y buscan un lugar en el ministerio para poder enseñar lo que es directamente contrario a la confesión de fe a la cual se suscribieron. Para tomar esta decisión se utilizan varias excusas—el acostumbramiento a través del cual las preguntas constitucionales se supone se han convertido en letra muerta, las varias reservas mentales, las varias “interpretaciones” de la declaración (que, por supuesto, significan una completa inversión del significado). Pero estas excusas no pueden cambiar el hecho esencial. Sea deseable o no, la declaración de ordenación es parte de la constitución de la Iglesia. Si un hombre puede someterse a estas reglas puede ser un dirigente en la Iglesia Presbiteriana; si no puede, entonces no tiene ningún derecho de ser uno de los dirigentes en la Iglesia Presbiteriana. Y el caso es, sin dudas, esencialmente similar en otras iglesias evangélicas. Nos guste o no, estas iglesias están fundadas sobre un credo; están organizadas para la propagación de un mensaje. Si un hombre decide combatir ese mensaje en vez de propagarlo, no tiene ningún derecho, sin importar lo falso que el mensaje pueda ser, de lograr una posición ventajosa para combatirlo al hacer una declaración de su fe que—en términos claros—no es verdadera.

Pero si tal forma de actuar está mal, otro modo de acción se encuentra completamente abierto para el hombre que desee propagar “el cristianismo liberal.” Si encuentra que las iglesias “evangélicas” existentes están amarradas a cierto credo que él no acepta, puede unirse a otro organismo existente o fundar un nuevo organismo que le convenga. Existen, por supuesto, ciertas desventajas obvias de tomar tal curso—el abandono de edificios de iglesia a los cuales uno está sujeto, el rompimiento de tradiciones familiares, el que se hieran los sentimientos de diversas formas. Pero hay una ventaja suprema que supera a todas estas desventajas. Es la ventaja de la honestidad. El camino de la honestidad en este tipo de temas puede ser duro y espinoso, pero puede ser recorrido. Y ya ha sido recorrido—por ejemplo, por la Iglesia Unitaria. La Iglesia Unitaria es honestamente, exactamente el tipo de iglesia que el predicador liberal desea—a saber, una iglesia sin una Biblia autoritativa, sin requerimientos doctrinales y sin un credo.

La honestidad, independientemente de todo lo que pueda ser dicho o hecho, no es una insignificancia, sino parte de lo más importante de la ley. Ciertamente tiene valor en sí misma, un valor bastante independiente de las consecuencias. Pero las consecuencias de la honestidad no serían, bajo el tema en discusión, insatisfactorias; aquí, al igual que en otros casos, la honestidad probablemente probaría ser la mejor política. Al alejarse de las iglesias adheridas a credos—esas iglesias que están fundadas sobre un credo derivado de las Escrituras—el predicador liberal sacrificaría, sin duda, la oportunidad, casi al alcance de su mano, de obtener tal control sobre esas iglesias confesionales como para cambiar su carácter fundamental. El sacrificio de esa oportunidad significaría que la esperanza de volcar los recursos de las iglesias evangélicas a la propagación del liberalismo se acabaría. Pero el liberalismo ciertamente no sufriría al final. Al menos no habría más necesidad de usar un lenguaje equívoco, no más necesidad de evitar ofensas. El predicador liberal obtendría el completo respeto personal incluso de sus oponentes, y todas las sesiones de discusión serían levantadas. Todo sería directo y completamente honesto. Y si el liberalismo está en lo cierto, la mera pérdida de recursos físicos no les impediría hacerse un camino.

A esta altura puede surgir una pregunta. Si debiera haber una separación entre los liberales y los conservadores en la Iglesia, ¿por qué razón no debieran ser los conservadores los que se retiran? Ciertamente eso puede terminar ocurriendo. Si el ala liberal obtiene el control absoluto de los concilios de las iglesias, entonces ningún cristiano evangélico podría seguir apoyando el trabajo de la Iglesia. Si un hombre cree que la salvación del pecado proviene sólo de la muerte reconciliadora de Jesús, entonces no puede apoyar de forma honesta, a través de sus dones y su presencia, una propaganda que tiene la intención de producir la impresión exactamente opuesta. Hacerlo provocaría el peor sentimiento de culpa que se pueda concebir. Si el ala liberal, por lo tanto, realmente obtiene el control de la Iglesia, los cristianos evangélicos deben estar preparados para retirarse sin importar lo que cueste. Nuestro Señor ha muerto por nosotros, y ciertamente no debemos negarlo por tratar de congraciarnos con los hombres. Pero hasta ahora tal situación aún no se ha presentado; las bases sobre el credo siguen estando firmes en las constituciones de iglesias evangélicas. Y hay una razón muy real del porqué no son los “conservadores” quienes debieran retirarse. La razón se encuentra en la confianza que mantienen las iglesias. Esa confianza incluye fondos de confianza del tipo más seguro. Y contrariamente a lo que parece ser la opinión imperante, nos atrevemos a considerar estos fondos como algo sagrado. Los fondos de las iglesias evangélicas están mantenidos bajo una confianza muy segura; están dedicados a los diversos organismos para la propagación del Evangelio como lo presenta la Biblia y las confesiones de fe. Si se consagran a cualquier otro propósito, aun cuando ese otro propósito sea en sí mismo mucho más deseable, sería una violación de la confianza.

Debe ser admitido que la presente situación es anómala.

Los fondos dedicados a la propagación del Evangelio por hombres y mujeres piadosos de previas generaciones o dadas por congregaciones completamente evangélicas hoy, son usados en casi todas las iglesias, en parte, para la propagación de lo que está diametralmente opuesto a la fe evangélica. Ciertamente esta situación no debe continuar; es una ofensa para cualquier hombre considerado y honesto, sea este cristiano o no. Pero al permanecer en las iglesias existentes, los conservadores están en una posición fundamentalmente distinta a los liberales; porque los conservadores están en pleno acuerdo con las constituciones de las iglesias, mientras el grupo liberal se puede mantener sólo a través de una suscripción equívoca a las declaraciones que, en realidad, no cree.

¿Pero cómo se acabará con una situación tan anómala? La mejor forma sería indudablemente el retiro de los pastores liberales de esas iglesias confesionales cuyas confesiones no aceptan, en el claro sentido histórico. Y no hemos abandonado del todo la esperanza de tal solución. Nuestras diferencias con el grupo liberal en la Iglesia son, sin dudas, profundas, pero con respecto a la obligación de un discurso honesto, algún acuerdo seguramente se puede alcanzar. Ciertamente el retiro de los pastores liberales de las iglesias fieles al credo sería un paso grande a favor de la armonía y la cooperación. Nada engendra el conflicto tanto como la unidad forzada, dentro de la misma organización, de aquellos que están en desacuerdo en forma fundamental en cuanto a objetivos.

¿Pero acaso no es el apoyo de tal separación, una instancia flagrante de intolerancia? Esta objeción es elevada comúnmente. Pero ignora totalmente la diferencia entre organizaciones voluntarias y no voluntarias. Las organizaciones involuntarias deben ser tolerantes, pero las organizaciones voluntarias, en cuanto al propósito fundamental de su existencia se refiere, debe ser intolerante o, de otra forma, cesar de existir. El estado es una organización involuntaria; un hombre es obligado a ser miembro de él, incluso si no lo desea. Es, entonces, una interferencia con la libertad para el estado el recetar un tipo de opinión o un tipo de educación para sus ciudadanos. Pero dentro del estado, ciudadanos individuales que deseen unirse con algún propósito especial, deberían tener el permiso para hacerlo. Especialmente en la esfera de la religión, tal permiso de los individuos a unirse es uno de los derechos que descansa en la base misma de nuestra libertad civil y religiosa. El estado no escudriña lo correcto o incorrecto del propósito religioso por el cual tales asociaciones religiosas voluntarias son formadas—si asumiera tal escudriñamiento toda libertad religiosa se acabaría—sino meramente protege el derecho del individuo de unirse, por cualquier propósito religioso que pueda elegir.

Entre tales asociaciones voluntarias se encuentran las iglesias evangélicas. Una iglesia evangélica se compone de un número de personas que han llegado a acuerdo en cierto mensaje acerca de Jesús y que desean unirse en la propagación de ese mensaje, como lo muestra su credo basado en la Biblia. Nadie está obligado a unirse al cuerpo así formado; y a causa de esta total ausencia de obligación, no puede haber interferencia alguna con la libertad en el mantenimiento tanto de cualquier propósito específico—por ejemplo, la propagación de un mensaje—como del propósito fundamental de la asociación. Si otras personas desean formar una asociación religiosa con un propósito distinto al de la propagación de un mensaje—por ejemplo, el propósito de promover en el mundo, simplemente a través de la exhortación y a través de la inspiración del ejemplo de Jesús, un cierto tipo de vida—están en completa libertad de hacerlo. Pero para una organización que está fundada sobre el propósito fundamental de la propagación de un mensaje, el confiar sus recursos y su nombre a aquellos que están involucrados en combatir el mensaje, esto no es tolerancia sino simple deshonestidad. Sin embargo, es exactamente esta forma de actuar la que es defendida por aquellos que permitirían que la religión no-doctrinal fuera enseñada en el nombre de iglesias doctrinales—iglesias que son claramente doctrinales tanto en su constitución como en las declaraciones que exigen a cada candidato a la ordenación.

El tema se puede aclarar a través de una ilustración de la vida secular. Supongamos que en una campaña política en Estado Unidos se forma un club democrático con el propósito de ayudar en el avance de la causa del Partido Democrático. Suponga que hay ciertos ciudadanos que se oponen a los principios del club democrático y en oposición desean apoyar al Partido Republicano. ¿Cuál es la forma honesta en la que ellos pueden llevar a cabo su objetivo? Clara y simplemente, es la formación de un club republicano que llevará a cabo una propaganda a favor de los principios republicanos. Pero suponga, que en vez de llevar a cabo este simple modo de acción, los defensores de los principios republicanos concibieran la noción de hacer una declaración de conformidad a los principios democráticos, de esa forma logrando una entrada al club democrático y finalmente transformando sus recursos en una propaganda antidemocrática. Ese plan puede ser ingenioso. Pero, ¿sería honesto? Sin embargo, es exactamente este plan el que es adoptado por los defensores de la religión no-doctrinal que, a través de la suscripción a un credo, logran la entrada al ministerio de enseñanza de iglesias evangélicas o doctrinales. Que nadie se ofenda con la ilustración tomada de la vida diaria. No estamos diciendo siquiera por un instante que la Iglesia no es más que un club político. Pero el hecho de que la Iglesia es más que un club político no significa que en asuntos eclesiásticos exista alguna abolición de los principios simples de honestidad. La Iglesia probablemente es más honesta, pero ciertamente no puede ser menos honesta, que un club político.

Ciertamente el carácter esencial conforme al credo de las iglesias evangélicas está firmemente fijo. Un hombre puede estar en desacuerdo con la Confesión de Westminster, por ejemplo, pero difícilmente puede obviar lo que significa; al menos, difícilmente puede dejar de comprender el “sistema de doctrina” que se enseña en él. La Confesión, cualquiera sean sus faltas, ciertamente no carece de concreción. Y ciertamente un hombre que solemnemente acepta ese sistema de doctrina como propio no puede, al mismo tiempo, ser defensor de una religión no-doctrinal que considera algo insignificante aquello que es lo esencial y lo central de la Confesión y el centro mismo de la Biblia sobre la cual está basada. El caso es similar en otras iglesias evangélicas. La Iglesia Protestante Episcopal, algunos de cuyos miembros, es cierto, les puede molestar el título distintivo de “evangélico,” está claramente fundada sobre un credo, y ese credo, incluyendo el supernaturalismo del Nuevo Testamento y la redención ofrecida por Cristo, es claramente parte del Libro de Oración Común que cada pastor en su propio nombre y en nombre de la congregación, debe leer.

La separación del liberalismo naturalista de las iglesias evangélicas sin duda reduciría el tamaño de las iglesias. Pero los trescientos hombres de Gedeón fueron más poderosos que los treinta y dos mil con los cuales comenzó la marcha contra los madianitas.

Ciertamente la situación presente está llena de extrema debilidad. Los hombres cristianos han sido redimidos del pecado, sin mérito propio, por el sacrificio de Cristo. Pero todo hombre que verdaderamente ha sido redimido del pecado anhela llevar a otros el mismo bendito Evangelio a través del cual él mismo ha sido salvado. La propagación del Evangelio es claramente el gozo y al mismo tiempo el deber de todo hombre cristiano. ¿Pero cómo será propagado el Evangelio? La respuesta natural es que será propagado a través de los organismos de la Iglesia—directiva de misiones y otros similares. Un deber obvio, por lo tanto, que recae sobre el hombre cristiano es de contribuir a los organismos de la Iglesia. Pero a esta altura crece la perplejidad. El hombre cristiano descubre, para su consternación, que los organismos de la Iglesia no sólo están propagando el Evangelio como se lee en la Biblia y en los credos históricos, sino también un tipo de enseñanza religiosa que es, en cada punto, el opuesto diametral del Evangelio. Naturalmente surge la pregunta si acaso hay razón alguna para contribuir a tales organismos. Por cada dólar contribuido a ellos, probablemente la mitad va en ayuda de los verdaderos misioneros de la Cruz, mientras que la otra mitad va en ayuda de aquellos que están persuadiendo a los hombres de que el mensaje de la Cruz es innecesario o erróneo. Si parte de nuestros aportes serán usados para neutralizar la otra parte, ¿no es acaso completamente absurda la contribución a las directivas misioneras? La pregunta puede al menos ser hecha de forma natural. No debiera ser contestada con apuro de una forma hostil hacia la contribución de directivas misioneras. Quizás es mejor que el Evangelio sea predicado y combatido por el mismo organismo, en vez de que no sea predicado en lo absoluto. De cualquier forma, los verdaderos misioneros de la Cruz, aun cuando las directivas misioneras que los financian resulten ser muy malas, no deben dejarse desatendidos. Pero la situación, desde el punto de vista del evangélico cristiano, es en extremo insatisfactoria. Muchos cristianos buscan aliviar la situación al “designar” sus aportes, en vez de permitir que sean distribuidos por las directivas misioneras. Pero a esta altura uno se encuentra con la centralización de poder que está ocurriendo en la Iglesia moderna. Teniendo en cuenta esta centralización, la designación de aportes a veces se considera ilusoria. Si los aportes son dedicados por los donantes a una misión reconocida como evangélica, eso no siempre aumenta los recursos de esa misión; porque las directivas misioneras simplemente pueden reducir la proporción asignada a esa misión desde los fondos no designados, y el resultado final es exactamente igual al que hubiese habido sin designación alguna del fondo.

La existencia y la necesidad de directivas misioneras y organizaciones similares previenen, en general, una solución obvia para la presente dificultad en la Iglesia—la solución ofrecida a través de la autonomía local de la congregación. Se puede sugerir que cada congregación determine su propia confesión de fe o su propio programa de trabajo. Entonces cada congregación parecería ser responsable sólo de sí misma y parecería estar libre de la odiosa tarea de juzgar a otros. Pero la sugerencia es impracticable. Más allá de la pregunta de si un sistema puramente congregacional de gobierno eclesiástico es deseable en sí mismo, es imposible donde existe interés por los organismos misioneros. Para el apoyo de tales organismos, muchas congregaciones obviamente deben unirse; y surge la pregunta acerca de si las congregaciones evangélicas pueden honestamente apoyar a organismos que se oponen a la fe evangélica.

De cualquier manera, la situación no puede ser mejorada al ignorar los hechos. El hecho claro es que el liberalismo, sea este verdadero o falso, no es una mera “herejía”—no es una mera divergencia en puntos aislados de la enseñanza cristiana. Por el contrario, procede de una raíz completamente distinta y constituye, esencialmente, un sistema unitario en sí mismo. Eso no significa que todos los liberales sostienen todas las partes del sistema, o que cristianos que han sido afectados por la enseñanza liberal en un punto han sido afectados en todos los puntos. Existe a veces una saludable falta de lógica que previene la destrucción de la totalidad de la fe de un hombre cuando ha renunciado a una parte. Pero la verdadera forma en la cual se debe examinar un movimiento espiritual es en cuanto a sus relaciones lógicas; la lógica es la gran dinámica, y las inferencias lógicas de cualquier forma de pensamiento tarde o temprano serán resueltas. Y tomado como un todo, incluso como en realidad existe hoy, el liberalismo naturalista es un fenómeno bastante unitario; está tendiendo más y más a eliminar de sí mismo remanentes ilógicos de la creencia cristiana. Difiere del cristianismo en su visión de Dios, del hombre, de la autoridad máxima y de la salvación. Y difiere del cristianismo no sólo en teología sino en la totalidad de la vida. Es cierto que a veces se dice que puede existir comunión en sentimientos donde la comunión en pensamiento se ha acabado, una comunión del corazón si se distingue de la comunión de la cabeza. Pero respecto de la presente controversia, tal distinción ciertamente no aplica. Por el contrario, al leer los libros y escuchar los sermones de profesores liberales recientes—tan relajados respecto del problema del pecado, tan carentes de toda compasión por una humanidad llena de culpa, tan propensos a abusar y ridiculizar las cosas más atesoradas por el corazón de todo hombre cristiano—uno sólo puede confesar que si el liberalismo regresa a la comunión cristiana, debe haber un cambio completo de corazón, tanto como un cambio de mente. ¡Que Dios permita que este tipo de cambio de corazón pueda llegar! Pero mientras tanto, la presente situación no debe ser ignorada sino enfrentada. El cristianismo está siendo atacado desde adentro por un movimiento que es anticristiano hasta la médula.

¿Cuál es el deber de los hombres cristianos frente a estos tiempos? ¿Cuál es el deber, en particular, de los dirigentes cristianos en la Iglesia?

En primer lugar, deben animar a aquellos que se están ocupando de la lucha intelectual y espiritual. No deben decir, en el sentido en el que algunos laicos lo dicen, que se debe dedicar más tiempo a la propagación del cristianismo y menos a la defensa del cristianismo. Ciertamente debe haber propagación del cristianismo. Los creyentes ciertamente no deben contentarse con rechazar ataques, sino que también deberían desplegar, de forma ordenada y positiva, las completas riquezas de Evangelio.

Pero quieren decir mucho más que eso los que llaman a menos defensa y más propagación. Lo que realmente pretenden es la desincentivación de la completa defensa intelectual de la fe. Y sus palabras llegan como un golpe en el rostro para aquellos que están peleando la gran batalla. De hecho, no menos tiempo, sino más tiempo debiera ser dedicado a la defensa del Evangelio. En efecto, la verdad no puede ser establecida claramente sin ser contrastada con el error. Así, gran parte del Nuevo Testamento es polémico; el anuncio de la verdad evangélica fue ocasionado por los errores que habían surgido en las iglesias. Así será siempre, como consecuencia de las leyes fundamentales de la mente humana. Más aún, la presente crisis debe ser tomada en cuenta. Puede haber existido un día cuando podía haber propagación del cristianismo sin defensa. Pero, como sea, ese día ya pasó. En el presente, cuando los oponentes del Evangelio están casi al control de nuestras iglesias, la más pequeña elusión a la defensa del Evangelio es simplemente una completa deslealtad al Señor. Ha habido grandes crisis previas en la historia de la Iglesia, crisis casi comparables a esta. Una apareció en el siglo dos, cuando la vida misma del mundo cristiano fue amenazada por los gnósticos. Otra vino en la Edad Media cuando el Evangelio de la gracia de Dios pareció haberse olvidado. En tales tiempos de crisis, Dios siempre ha salvado a la Iglesia. Pero siempre la ha salvado, no a través de pacifistas teológicos, sino a través de fuertes contendientes de la verdad.

En segundo lugar, los dirigentes cristianos en la Iglesia debieran realizar su labor al tomar decisiones sobre las calificaciones de los candidatos para el ministerio. La pregunta “¿A favor de Cristo o contra Él?” constantemente aparece en la examinación de los candidatos a la ordenación. Usualmente hay intentos por oscurecer el tema. Normalmente se dice: “El candidato sin duda se moverá en dirección a la verdad; que ahora se le permita salir tanto a aprender como a predicar.” Y así otro oponente al Evangelio entra en los concilios de la Iglesia y otro falso profeta surge para animar a los pecadores a aproximarse al trono del juicio de Dios vestido en los trapos miserables de su propia justicia. Tal acción no es realmente “amable” hacia el candidato mismo. Nunca es amable el animar a un hombre a entrar a una vida de deshonestidad. Regularmente parece olvidarse que las iglesias evangélicas son organizaciones puramente voluntarias; no se le requiere a nadie el entrar a su servicio. Si un hombre no puede aceptar las creencias de tales iglesias, hay otros cuerpos eclesiásticos en los que puede encontrar un lugar. La creencia de la Iglesia Presbiteriana, por ejemplo, es claramente presentada en la Confesión de Fe y la Iglesia jamás proveerá la calidez de la comunión o se dedicará con real vigor alguno a su trabajo hasta que sus pastores estén de acuerdo de todo corazón con esa creencia. Es extraño cómo, para lograr una amabilidad totalmente falsa para con los hombres, los cristianos a veces están dispuestos a renunciar a su lealtad hacia el Dios crucificado.

En tercer lugar, los dirigentes cristianos en la Iglesia debieran mostrar su lealtad a Cristo en su capacidad como miembros de las congregaciones individuales. El asunto normalmente aparece en conexión con la elección de un pastor. Tal o tal hombre, se dice, es un predicador brillante. Pero, ¿cuál es el contenido de su predicación? ¿Está su predicación llena del Evangelio de Cristo? La respuesta es a menudo evasiva. El predicador en cuestión, se dice, es de buena reputación en la iglesia, y jamás ha negado las doctrinas o la gracia. Por lo tanto, se insta a que sea llamado al pastorado. Pero, ¿quedaremos satisfechos con tales garantías negativas? ¿Quedaremos satisfechos con predicadores que meramente “no niegan” la Cruz de Cristo? ¡Que Dios permita que tal satisfacción sea destrozada! La gente está pereciendo bajo el ministerio de aquellos que “no niegan” la Cruz de Cristo. De seguro se necesita algo más que eso. ¡Envíanos, Dios, pastores que, en vez de meramente evitar la negación de la Cruz, sean apasionados por la Cruz, cuya vida entera sea un sacrifico encendido de gratitud hacia el bendito Salvador que los amó y se dio a Sí mismo por ellos!

En cuarto lugar—lo más importante de todo—debe haber una renovación de la educación cristiana. El rechazo al cristianismo se debe a varias causas. Pero una causa muy potente es simple ignorancia. En incontables casos, el cristianismo es rechazado porque los hombres simplemente no tienen la más mínima noción de qué es el cristianismo. Un hecho destacado de la historia reciente del cristianismo es el horrible crecimiento de la ignorancia en la Iglesia. Varias causas, sin duda, pueden ser asignadas a este lamentable desarrollo. El desarrollo se debe en parte al deterioro general de la educación—al menos en lo que respecta a la Historia y la literatura. Los colegios de hoy están siendo minados con la absurda noción de que la educación debiera seguir el camino más fácil, y de que algo puede ser “extraído” de la mente antes de que algo sea ingresado a ella. También están siendo minadas por un énfasis exagerado en la metodología en desmedro del contenido, y en lo que es materialmente útil en desmedro de la elevada herencia espiritual del ser humano. Estas lamentables tendencias, más aún, están en riesgo de ser hechas permanentes a través de la extensión siniestra de control por parte del Estado. Pero algo más que el deterioro general de la educación se necesita para dar cuenta del especial crecimiento de la ignorancia en la Iglesia. El crecimiento de la ignorancia en la Iglesia es el resultado lógico e inevitable de la noción falsa de que el cristianismo es una vida pero no es, al mismo tiempo, una doctrina; si el cristianismo no es una doctrina entonces, por cierto, la enseñanza no es necesaria para el cristianismo. Pero sean cuales sean las causas del crecimiento de la ignorancia en la Iglesia, la maldad debe ser corregida. Debe ser corregida primeramente a través de la renovación de la educación cristiana en la familia, pero también a través del uso de cualquier otra agencia educacional que la Iglesia pueda encontrar. La educación cristiana es la ocupación primordial del momento para todo hombre cristiano serio. El cristianismo no puede subsistir a menos que los hombres sepan lo que es el cristianismo; y la cuestión justa y lógica es aprender qué es el cristianismo, no a través de los oponentes, sino de aquellos que son cristianos. El método de procedimiento sería el único método justo en el caso de cualquier movimiento. Pero es aun más importante en el caso de un movimiento como el cristianismo que ha sentado las bases de todo lo que consideramos como lo más importante. Los hombres tienen oportunidades abundantes hoy para aprender lo que puede ser dicho en contra el cristianismo, y es justo que también puedan aprender algo respecto de la materia que está siendo atacada.

Tales medidas se necesitan hoy. El presente no es un tiempo para el relajo o el placer, sino para un trabajo ferviente y un trabajo en oración. Una terrible crisis indudablemente ha aparecido en la Iglesia. En el ministerio de las iglesias evangélicas se encuentran multitudes de aquellos que rechazan el Evangelio de Cristo. A través del uso equívoco de frases tradicionales, a través de la representación de diferencias de opinión como si sólo fueran diferencias respecto de la interpretación de la Biblia, la entrada a la Iglesia se asegura a aquellos que son hostiles hacia los mismos fundamentos de la fe.

Y ahora hay algunas indicaciones de que la mentira de la conformidad con el pasado debe ser quitada, y que al verdadero significado de lo que ha estado ocurriendo se le debe permitir la entrada. La Iglesia, se supone aparentemente, ha sido educada casi hasta el punto en donde los grilletes de la Biblia pueden ser abiertamente desechados y la doctrina de la Cruz de Cristo puede ser relegada al limbo de las sutilezas descartadas.

Sin embargo, en la vida cristiana no hay espacio para la desesperación. Nuestra esperanza no debiera estar fundada sobre la arena. Debiera estar fundada, no sobre una ciega ignorancia del peligro, sino exclusivamente sobre las preciosas promesas de Dios. Los laicos, al igual que los pastores, deberían volver, en estos días de prueba, con una nueva actitud ferviente, al estudio de la Palabra de Dios.

Si la Palabra de Dios es atendida, la batalla cristiana será luchada tanto con amor como con fidelidad. Las pasiones partidarias y las animosidades personales serán sacadas del camino, pero por otro lado, aun los ángeles del cielo serán rechazados si predicasen un evangelio diferente al bendito evangelio de la Cruz. Cada hombre debe decidir de qué lado se parará. ¡Dios permita que decidamos de manera apropiada!

No podemos saber lo que el futuro inmediato pueda traer. El resultado final sin dudas es claro. Dios no ha abandonado a su Iglesia; la ha guiado a través de tiempos aun más oscuros que aquellos que ponen a prueba nuestro coraje ahora; y sin embargo, la hora más oscura siempre ha llegado antes del amanecer. Tenemos hoy la entrada del paganismo a la Iglesia en el nombre del cristianismo. Pero en el siglo dos, una batalla similar fue luchada y ganada. Desde otro punto de vista, el liberalismo moderno es como el legalismo de la Edad Media, con su dependencia en los méritos del hombre. Y otra Reforma vendrá en los tiempos que Dios estime conveniente.

Pero mientras tanto, nuestras almas están cansadas. Sólo podemos intentar hacer nuestra labor con humildad y en dependencia exclusiva del Salvador que nos compró con su sangre. El futuro está en las manos de Dios, y no sabemos los medios que usará para cumplir Su voluntad. Puede ser que las iglesias evangélicas de hoy se enfrenten a los hechos, y recuperen su integridad mientras aún haya tiempo. Si esa solución es adoptada, entonces no hay tiempo que perder, ya que las fuerzas que se oponen al Evangelio están ya casi al control. Es posible que las iglesias existentes sean entregadas completamente al naturalismo, para que los hombres puedan ver entonces que las necesidades fundamentales del alma son satisfechas, no adentro, sino afuera de las iglesias existentes, y que así nuevos grupos cristianos puedan ser formados.

Pero sea cual sea la solución, una cosa es clara. En algún lado debe haber grupos de hombres y mujeres redimidos que puedan congregarse humildemente en el nombre de Cristo, para darle gracias por Su indescriptible regalo y para adorar al Padre a través de Jesús. Tales grupos pueden satisfacer las necesidades del alma. En la actualidad, hay un anhelo del corazón humano que es a menudo olvidado—es el profundo y sufrido anhelo del cristiano de compañerismo con sus hermanos. Uno escucha mucho, es cierto, acerca de la unión, armonía y cooperación cristiana. Pero la unión a la que se refieren, es a menudo una unión con el mundo y contra el Señor, o, en el mejor de los casos, una unión forzada de comités de maquinación y tiranía. ¡Cuán diferente es la verdadera unidad del Espíritu en el vínculo de paz! A veces, es cierto, el anhelo de compañerismo cristiano es satisfecho. Hay congregaciones, aun en la etapa de conflicto actual, que realmente se encuentran congregadas alrededor de la mesa del Señor; hay pastores que son pastores realmente. Pero tales congregaciones, en muchas ciudades, son difíciles de encontrar.

Cansado con los conflictos del mundo, uno entra a la Iglesia, en busca de refresco para el alma. ¿Y con qué se encuentra uno? Por desgracia, muy a menudo, uno encuentra sólo la confusión del mundo. El predicador surge, no de algún lugar secreto de meditación y poder, no con la autoridad de la Palabra de Dios impregnando su mensaje, no con la sabiduría humana empujada bien al fondo para dar paso a la gloria de la Cruz, sino con opiniones humanas acerca de los problemas sociales del momento o soluciones fáciles al problema global del pecado. Tal es el sermón. Y luego quizás el servicio es concluido con uno de esos himnos que expresan las furiosas pasiones de 1861, que son encontradas en la parte de atrás de los himnarios. Así las disputas del mundo han entrado incluso a la casa de Dios. Y triste, sin duda, es el corazón del hombre que ha llegado en busca de paz.

¿Acaso no hay refugio de las disputas? ¿No hay un lugar de refresco en donde un hombre puede alistarse para la batalla de la vida? ¿No hay un lugar en donde dos o tres pueden congregarse en el nombre de Jesús, para olvidar por un momento todas esas cosas que dividen a las naciones y las razas, para olvidar el orgullo humano, para olvidar las pasiones de la guerra, para olvidar los desconcertantes problemas de las disputas industriales y para unirse en gratitud rebosante a los pies de la Cruz? Si existiese tal lugar, entonces esa es la casa de Dios y la puerta del cielo. Y debajo del umbral de esa casa correrá un río que revivirá al mundo cansado.


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