Cristo en el Pacto
De Libros y Sermones BÃblicos
Por Charles H. Spurgeon
sobre Santificación y Crecimiento
Una parte de la serie New Park Street Pulpit
Traducción por Allan Aviles
“Te daré por pacto al pueblo.” Isaías 49: 8.
Todos nosotros creemos que nuestro Salvador tiene mucho que ver con el pacto de la salvación eterna. Nos hemos acostumbrado a considerarle como el Mediador del pacto, como la fianza del pacto, y como el alcance o la esencia del pacto. Le hemos considerado como el Mediador del pacto, pues teníamos la certeza de que Dios no podía hacer ningún pacto con el hombre a menos que hubiese un mediador, un árbitro, que debía estar entre ambos. Y le hemos aclamado como el Mediador que, con la misericordia en Sus manos, descendió para comunicarle al hombre pecador las nuevas de que la gracia fue prometida en el consejo eterno del Altísimo. Hemos amado también a nuestro Salvador como la Fianza del pacto quien, a nombre nuestro, asumió pagar nuestras deudas; y a nombre de Su Padre, asumió también vigilar que todas nuestras almas estuviesen seguras y salvas, y al final fuesen presentadas sin tacha y completas delante de Él. Y no dudo que también nos hayamos alegrado con el pensamiento de que Cristo es la suma y la sustancia del pacto; creemos que si quisiéramos resumir todas las bendiciones espirituales, tenemos que decir: “Cristo es todo.” Él es su materia y Él es su sustancia; y aunque se podría decir mucho en lo tocante a las glorias del pacto, no podría decirse nada que no fuera encontrado en esa sola palabra: “Cristo”.
Pero esta mañana voy a hablar de Cristo, no como el Mediador, no como la fianza ni como el alcance del pacto, sino como un grandioso y glorioso artículo del pacto que Dios ha dado a Sus hijos. Es nuestra firme creencia que Cristo es nuestro, y nos es dado por Dios; sabemos que “lo entregó por todos nosotros”, y por tanto, creemos que “nos dará también con él todas las cosas”. Podemos decir con la esposa: “Mi amado es mío.” Sentimos que tenemos una propiedad personal en nuestro Señor y Salvador Jesucristo, y por tanto, de la manera más sencilla posible, sin los adornos de la elocuencia o los atavíos de la oratoria, nos habrá de deleitar durante unos momentos en esta mañana, meditar simplemente sobre este grandioso pensamiento: Cristo Jesús, en el pacto, es propiedad de cada creyente.
Primero, examinaremos esta propiedad; en segundo lugar, notaremos el propósito por el que nos fue transferida esta propiedad; y, en tercer lugar, daremos un precepto, que muy bien podría ser unido a una bendición tan grande como esta, y que, ciertamente, es una inferencia de ella.
1. Entonces, en primer lugar, aquí tenemos UNA GRANDIOSA POSESIÓN: Jesucristo, por el pacto, es la propiedad de todo creyente. Por esto debemos entender a Jesucristo en diversos sentidos; y vamos a comenzar, ante todo, declarando que Jesucristo es nuestro, en todos Sus atributos. Él posee un doble conjunto de atributos, puesto que hay dos naturalezas enlazadas en gloriosa unión en una sola persona. Él posee los atributos de Dios verdadero, y posee los atributos de hombre perfecto; y, sean los que fueren, cada uno de esos atributos es una propiedad perpetua de cada creyente hijo de Dios. No necesito hacer hincapié en Sus atributos como Dios; todos ustedes saben cuán infinito es Su amor, cuán vasta Su gracia, cuán firme Su fidelidad, cuán constante Su veracidad. Ustedes saben que Él es omnisciente; saben que es omnipresente; saben que es omnipotente, y ha de consolarles pensar que todos estos grandiosos y gloriosos atributos que pertenecen a Dios, son todos suyos. ¿Tiene Él poder? Ese poder es suyo, suyo para apoyarlos y fortalecerlos; suyo para que venzan a sus enemigos, suyo para guardarlos inmutablemente seguros. ¿Tiene Él amor? Bien, no hay una sola partícula del amor en Su grandioso corazón que no sea suya; todo Su amor les pertenece; pueden sumergirse en el inmenso océano sin fondo de Su amor, y decir de todo ello: “es mío”. ¿Tiene Él justicia? Puede parecer un atributo severo; pero incluso eso es suyo, pues por Su justicia Él verificará que todo lo que ha sido pactado para ustedes por el juramento y la promesa de Dios, les sea concedido de manera sumamente cierta. Menciona lo que quieras que sea una característica de Cristo como el siempre glorioso Hijo de Dios, y, oh amigo fiel, puedes poner tu mano sobre eso y decir: “es mío”.
Tu brazo, oh Jesús, que sostiene las columnas de la tierra, es mío. Esos ojos, oh Jesús, que traspasan las densas tinieblas y contemplan lo porvenir, Tus ojos son míos, para considerarme con amor. Esos labios, oh Cristo, que algunas veces hablan palabras más retumbantes que diez mil truenos, o que susurran sílabas más dulces que la música de las arpas de los glorificados, esos labios son míos. Y ese gran corazón que palpita aceleradamente con un amor muy desinteresado, puro e incólume, ese corazón es mío. Todo Cristo, en toda Su gloriosa naturaleza como el Hijo de Dios, como Dios sobre todo, bendito para siempre, es suyo, positivamente, realmente, sin metáfora, en realidad es suyo.
Considérenlo también como hombre. Todo lo que Él tiene como un hombre perfecto, es suyo. Como un hombre perfecto estuvo delante de Su Padre, “lleno de gracia y de verdad”, lleno de favor; y aceptado por Dios como un ser perfecto.
Oh, creyente, la aceptación de Dios para con Cristo es tu aceptación, pues ¿no sabes que ese amor que el Padre puso en un Cristo perfecto, ahora lo pone en ti? Pues todo lo que Cristo hizo es tuyo. Esa perfecta justicia que Jesús obró, cuando a lo largo de Su vida inmaculada guardó y honró la ley, es tuya. No hay una sola virtud que Cristo haya tenido jamás, que no sea tuya; no hay un solo acto santo que hubiere hecho jamás que no sea tuyo; no hay una oración que hubiere enviado una vez al cielo que no sea tuya; no hay un solitario pensamiento hacia Dios que hubiere sido Su deber pensar y que pensó como hombre sirviendo a Su Dios, que no sea tuyo. Toda Su justicia, en Su vasto alcance y en toda la perfección de Su carácter, te es imputada. ¡Oh!, ¿podrías pensar en todo lo que posees en la palabra “Cristo”? Vamos, creyente, considera la palabra “Dios” y piensa cuán poderosa es; y luego medita en esa palabra “hombre perfecto”, pues todo eso que el Hombre-Dios, Cristo, y el glorioso Dios-hombre, Cristo, hubiere tenido jamás, o pueda tener jamás como característica de cualquiera de Sus naturalezas, todo eso es tuyo. Todo te pertenece a ti; se debe a un puro favor inmerecido, más allá de todo miedo de revocación, pero todo es traspasado a ti para que sea tu propiedad real, y eso para siempre.
2. Considera después, creyente, que no solamente Cristo es tuyo en todos Sus atributos, sino que es tuyo en todos Sus oficios. Grandiosos y gloriosos son esos oficios; tenemos poco tiempo para mencionarlos todos. ¿Es un profeta? Entonces es tu profeta. ¿Es un sacerdote? Entonces es tu sacerdote. ¿Es un rey? Entonces es tu rey. ¿Es un redentor? Entonces es tu redentor. ¿Es un abogado? Entonces es tu abogado. ¿Es un precursor? Entonces es tu precursor. ¿Es una fianza del pacto? Entonces es tu fianza. En cada nombre que lleva, en cada corona tiene, en cada vestidura que le cubre, Él pertenece al creyente.
¡Oh!, hijo de Dios, si tuvieras gracia para guardar este pensamiento en tu alma, te consolaría maravillosamente pensar que, en todo oficio que Cristo ejerce, Él es ciertamente tuyo. ¿Lo ves allá, intercediendo delante de Su Padre, con Sus brazos extendidos? ¿Observas Su efod, Su mitra de oro sobre Sus sienes, que muestra la inscripción “SANTIDAD A JEHOVÁ”? ¿Le ves cuando alza Sus manos para orar? ¿No escuchas esa maravillosa intercesión, tal como nunca ningún hombre oró sobre la tierra; esa intercesión con autoridad tal como ni Él mismo usó en las agonías del huerto? Pues,
“Con suspiros y gemidos, elevó
Su súplica aquí abajo;
Pero con autoridad intercede,
Entronizado ahora en la gloria.”
¿Ves cómo pide y cómo recibe, tan pronto como Su petición es presentada? ¿Y podrías creer, te atreverías a creer que esa intercesión es toda tuya, que tu nombre está escrito en Su pecho y que en Su corazón está estampado con señales de gracia indeleble, y que toda la majestad de esa maravillosa y excelente intercesión es tuya, y que toda ella sería utilizada en tu favor si así lo requirieras; que no tiene ninguna autoridad con Su Padre que no usaría a tu favor, si la necesitaras; que no tiene poder de interceder que no emplearía por ti en cualquier tiempo de necesidad? Vamos, las palabras no pueden expresar esto; son únicamente sus pensamientos los que pueden enseñarles esto; únicamente Dios el Espíritu Santo es el que puede hacerles entender la verdad que ponga este pensamiento embelesador y arrobador en su propia posición en su corazón; ese Cristo es suyo en todo lo que es y en todo lo que tiene. ¿Lo ves en la tierra? Allí está, como sacerdote ofreciendo Su sacrificio sangriento; mírale sobre el madero, ¡Sus manos están traspasadas, Sus pies están vertiendo sangre! ¡Oh!, ¿ves el pálido semblante, y esos lánguidos ojos que desbordan compasión? ¿Observas esa corona de espinas? ¿Contemplas el más poderoso de los sacrificios, la suma y sustancia de todos ellos?
Creyente, eso es tuyo, esas preciosas gotas suplican y reclaman tu paz con Dios; ese costado abierto es tu refugio, esas manos perforadas son tu redención; ese gemido lo emite por ti; ese clamor de un corazón abandonado lo expresa por ti; esa muerte la muere por ti. Vamos, te lo suplico, considera a Cristo en cualquiera de Sus oficios; pero cuando lo consideres, ten en cuenta este pensamiento: que en todas estas cosas Él es TU Cristo, dado a ti para ser un artículo en el pacto eterno: tu posesión para siempre.
3. Observa a continuación que Cristo es del creyente en cada una de Sus obras. Ya sean obras de sufrimiento o de deber, constituyen la propiedad del creyente. Cuando era un niño, fue circuncidado, y ¿ese rito sangriento es mío? Sí, “Circuncidados en Cristo”. Como creyente es enterrado, y ¿es mío ese signo líquido del bautismo? Sí; “sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo”. Yo comparto el bautismo de Jesús cuando permanezco enterrado con mi mejor amigo en la mismísima tumba líquida. Mira allí, Él muere, y morir es una obra suprema. Pero ¿es mía Su muerte? Sí, yo muero en Cristo. Él es enterrado, y ¿es mío ese entierro? Sí, yo soy enterrado con Cristo. Él resucita. ¡Obsérvalo sorprendiendo a Sus guardas y levantándose de la tumba! Y ¿es mía esa resurrección? Sí, habemos “resucitado con Cristo”. Fíjense además que Él asciende a lo alto, y lleva cautiva a la cautividad. ¿Es mía esa ascensión? Sí, pues “juntamente con él nos resucitó”. Y, miren, Él se sienta sobre el trono de Su Padre; ¿es mío ese acto? Sí, “asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales”. Todo lo que hizo es nuestro. Por decreto divino existió tal unión entre Cristo y Su pueblo que todo lo que Cristo hizo lo hizo Su pueblo: y todo lo que Cristo ha desempeñado, Su pueblo lo desempeñó en Él, pues estuvieron en Sus lomos cuando descendió a la tumba, y en Sus lomos han ascendido a lo alto; con Él entraron en la bienaventuranza; y con Él se sientan en los lugares celestiales. Representado por Él, su Cabeza, todo Su pueblo, incluso ahora, es glorificado en Él, en Él, que es la cabeza sobre todas las cosas para Su iglesia. En todos los hechos de Cristo, ya sea en Su humillación o en Su exaltación, recuerda, oh creyente, que tienes un interés en el pacto, y todas esas cosas son tuyas.
4. Quiero sugerir por un instante un dulce pensamiento, y que es este: ustedes saben que en la persona de Cristo “habita corporalmente la plenitud de la Deidad.” ¡Ah!, creyente, “de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia”. Toda la plenitud de Cristo. ¿Sabes lo que es eso? ¿Entiendes esa frase? Te garantizo que tú no lo sabes ni lo sabrás todavía. Pero toda esa plenitud de Cristo cuya abundancia podrías adivinar por tu propio vacío, toda esa plenitud es tuya para suplir tus necesidades multiplicadas. Toda la plenitud de Cristo para constreñirte, para guardarte y preservarte; toda esa plenitud de poder, de amor, de pureza, que está almacenada en la persona del Señor Jesucristo, es tuya. Has de atesorar este pensamiento, pues entonces tu vacío no necesita ser nunca causa de temor; ¿cómo puedes estar perdido cuando tienes toda la plenitud a la cual acudir?
5. Pero llego a algo más dulce que eso; la propia vida de Cristo es propiedad del creyente. ¡Ah!, este es un pensamiento en el que no puedo adentrarme, y pienso que me he excedido al sólo mencionarlo. La vida de Cristo es la propiedad de cada creyente. ¿Puedes concebir qué es la vida de Cristo? “Seguro” –respondes- “Él la derramó en el madero”. Así lo hizo, y fue Su vida la que te dio entonces. Pero Él tomó esa vida de nuevo; incluso la vida de Su cuerpo fue restaurada; y la vida de Su grandiosa y gloriosa Deidad nunca sufrió ningún cambio, incluso en aquel momento. Pero ahora, tu sabes que tiene inmortalidad: “el único que tiene inmortalidad”. ¿Podrías concebir qué tipo de vida es la que Cristo posee? ¿Puede morir alguna vez? No; primero serían acalladas las arpas del cielo y el coro de los redimidos cesaría para siempre; primero se verían sacudidos los gloriosos muros del paraíso, y sus cimientos serían levantados antes que Cristo, el Hijo de Dios, muriera jamás. Inmortal como Su Padre, ahora está sentado en gloria, el Grandioso Ser Eterno.
Cristiano, esa vida de Cristo es tuya. Escucha lo que dice: “Porque yo vivo, vosotros también viviréis.” “Habéis muerto, y vuestra vida”, ¿dónde está?, “está escondida con Cristo en Dios.” El mismo golpe que nos hiera hasta la muerte, ha de asesinar a Cristo también; la misma espada que pueda quitar la vida espiritual de un hombre regenerado, debe quitar también la vida del Redentor; pues están íntimamente vinculadas; no son dos vidas, sino una. Nosotros somos sólo los rayos del grandioso Sol de Justicia, nuestro Redentor, chispas que han de retornar de nuevo al grandioso astro. Si somos los verdaderos herederos del cielo, no podemos morir mientras Aquel de quien tomamos nuestra resurrección, no muera también. Nosotros somos la corriente que no puede detenerse mientras la fuente no se seque; somos los rayos que no pueden cesar mientras el sol no cese de brillar. Nosotros somos los pámpanos, y no podemos marchitarnos mientras el tronco viva. “Porque yo vivo, vosotros también viviréis.” La propia vida de Cristo es la propiedad de cada uno de Sus hermanos.
6. Y lo mejor de todo es que la persona de Jesucristo es la propiedad del cristiano. Amados, estoy persuadido de que pensamos muchísimo más en los dones de Dios de lo que pensamos en Dios; y predicamos muchísimo más acerca de la influencia del Espíritu Santo, de lo que predicamos acerca del Espíritu Santo. Y tengo también el convencimiento de que hablamos muchísimo más acerca de los oficios, y las obras y los atributos de Cristo de lo que lo hacemos acerca de la persona de Cristo. Por esto es que sólo hay unos cuantos entre nosotros que pueden entender las figuras que son utilizadas en el Cantar de Salomón, concernientes a la persona de Cristo, porque muy pocas veces hemos procurado verle o hemos deseado conocerle.
Pero, oh creyente, tú has sido capaz algunas veces de contemplar a tu Señor. ¿No le has visto a Él, que es blanco y rubio, “señalado entre diez mil y todo él codiciable”? ¿No has estado algunas veces perdido en el placer cuando has visto Sus pies, que son muy semejantes al oro fino, como si ardieran en un horno? ¿No le has contemplado en el doble carácter, el blanco y el rojo, el lirio y la rosa, el Dios y sin embargo el hombre, agonizante y sin embargo viviente; perfecto, y sin embargo ostentando en Él un cuerpo de muerte? ¿Has contemplado alguna vez a ese Señor con la seña de los clavos en Sus manos y la marca todavía en Su costado? ¿No te has quedado extasiado ante Su sonrisa amorosa, y no has sido deleitado por Su voz? ¿Nunca has recibido Sus visitas de amor? ¿No ha puesto nunca Su estandarte sobre ti? ¿Nunca has caminado con Él hasta las aldeas y hasta el huerto de los nogales? ¿Nunca te has sentado bajo Su sombra? ¿Nunca has descubierto que Su fruto es dulce para tu paladar? Sí, lo has hecho. Su persona, entonces, es tuya. La esposa ama a su esposo; ella ama su hogar y su propiedad; ella ama a su esposo por todo lo que le da, por toda la liberalidad que le confiere, y todo el amor que le entrega; pero el objeto de sus afectos es su persona.
Lo mismo sucede con el creyente: bendice a Cristo por todo lo que hace y por todo lo que es. Pero, ¡oh!, Cristo es todo. A él no le importa tanto lo concerniente a Su oficio, sino lo que le importa es lo concerniente al Hombre Cristo. Mira al hijo sobre las rodillas de su padre; el padre es un catedrático de la universidad; es un gran hombre con muchos títulos, y tal vez el hijo sepa que esos son títulos honrosos, y estime a su padre por ellos; pero a él no le importa el asunto de la cátedra y la dignidad del padre, como la persona de su padre. No es el birrete de la universidad ni la toga lo que ama el muchacho; ay, y si es un hijo amoroso, no será tanto el alimento que el padre provea, o la casa en que viva, sino el padre al que ama; es su amada persona la que se ha convertido en el objeto del afecto verdadero y cordial.
Estoy seguro de que lo mismo sucede con ustedes, si conocen a su Salvador; aman Sus misericordias, aman Sus oficios, aman Sus obras, pero, ¡oh!, aman más a Su persona. Reflexionen, entonces, en que la persona de Cristo es transferida a ustedes en el pacto: “Te daré por pacto al pueblo.”
II. Ahora llegamos al segundo punto: ¿CON QUÉ PROPÓSITO DIOS PONE A CRISTO EN EL PACTO?
1. Bien, en primer lugar, Cristo está en el pacto para consolar a cada pecador que viene. “Oh”, -dice el pecador que está viniendo a Dios- “yo no puedo asirme a un grandioso pacto como ese, no puedo creer que el cielo sea provisto para mí, no puedo concebir que ese manto de justicia y todas esas cosas maravillosas puedan ser aplicadas a un ser tan vil como yo.” Aquí interviene el pensamiento de que Cristo está en el pacto. Pecador, ¿puedes aferrarte a Cristo? ¿Puedes decir:
“Nada en mis manos traigo,
Simplemente a Tu cruz me aferro”?
Bien, si tienes eso, fue puesto a propósito para que te aferres a eso. Las misericordias del pacto de Dios van todas juntas, y si te has asido de Cristo, has ganado todas las bendiciones del pacto. Esa es una de las razones por las que Cristo fue puesto allí. Vamos, si Cristo no estuviera allí, el pobre pecador diría: “no me atrevo a asirme a esa misericordia. Es semejante a Dios y es divina, pero no me atrevo a aferrarme a ella; es demasiado buena para mí. No puedo recibirla, mi fe se tambalea”. Pero ve a Cristo en el pacto con toda Su grandiosa expiación; y Cristo le mira tan amorosamente, y extiende Sus brazos tan ampliamente, diciendo: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar”, que el pecador viene y abraza a Cristo, y luego Cristo le susurra: “Pecador, al asirte a Mí, has conseguido todo.” Vamos, Señor, no me atrevo a pensar que pudiera recibir las otras misericordias. Me atrevo a confiar en Ti, pero no me atrevo a tomar las otras misericordias.
Ah, pecador, pero al tomarme a Mí lo has tomado todo, pues las misericordias del pacto son como los eslabones de una cadena. Este eslabón en particular es seductor. El pecador se aferra a él; y Dios lo ha puesto allí a propósito para motivar al pecador a que venga y reciba las misericordias del pacto. Pues una vez que se ha asido de Cristo –allí está el consuelo- tiene todo lo que el pacto puede dar.
2. Cristo es puesto también para confirmar al santo que duda. En algunas ocasiones él no puede leer su interés en el pacto. No puede ver su porción entre aquellos que son santificados. Tiene miedo de que Dios no sea su Dios, de que el Espíritu no tenga ningún trato con su alma; pero entonces,
“En medio de las tentaciones agudas y potentes,
Su alma vuela a ese amado refugio;
La esperanza es su ancla, firme y sólida,
Cuando la tempestad ruge y las olas golpean.”
Entonces se aferra a Cristo, y si no fuera por eso, incluso el creyente no se atrevería a venir del todo. No se podría aferrar a ninguna otra misericordia sino a aquella con la que Cristo esté conectado. “Ah”, - dice- “yo sé que soy un pecador, y Cristo vino para salvar a los pecadores.” Así que se aferra firmemente a Cristo. “Puedo asirme aquí”, -dice- “mi negras manos no van manchar a Cristo, mi inmundicia no lo hará a Él inmundo.” Entonces el santo se sujeta firmemente a Cristo, tan firmemente como si fuera la crispación agónica de un hombre que se está ahogando. ¿Y qué pasa entonces? Pues que tiene cada una de las misericordias del pacto en su mano. Ha sido sabiduría de Dios haber puesto a Cristo en el pacto, para que un pobre pecador, que podría tener miedo de asirse a alguien más, conociendo la naturaleza misericordiosa de Cristo, no tenga miedo de asirse a Él, y allí se aferre al todo, aunque muy a menudo de manera inconsciente para él.
3. Además, era necesario que Cristo estuviera en el pacto, porque hay muchas cosas allí que no serían nada sin Él. Nuestra grandiosa redención está en el pacto, pero no tenemos ninguna redención excepto por medio de Su sangre. Es cierto que mi justicia está en el pacto, pero no puedo tener ninguna justicia aparte de la justicia que Cristo ha obrado, y que me es imputada por Dios. Es muy cierto que mi perfección eterna está en el pacto, pero los elegidos sólo son perfectos en Cristo. Ellos no son perfectos en sí mismos, ni lo serán jamás, hasta no ser lavados y santificados y perfeccionados por el Espíritu Santo. E incluso en el cielo su perfección consiste no tanto en su santificación, como en su justificación en Cristo.
“Su belleza es ésta: su glorioso vestido,
Jesús el Señor su justicia.”
De hecho, si sacaran a Cristo del pacto, habrían hecho lo mismo que si hubieran roto el cordón de un collar: todas las joyas, o cuentas, o corales, se caerían y se separarían unos de otros. Cristo es el cordón de oro donde se engarzan las misericordias del pacto, y cuando te sujetas a Él, has obtenido todo el conjunto de las perlas. Pero si Cristo fuese sacado, es cierto que habría perlas, pero no podríamos usarlas ni podríamos asirlas; están separadas, y la pobre fe no puede saber nunca cómo asirlas. Oh, que Cristo esté en el pacto es una misericordia que vale mundos.
4. Pero observen, además, tal como les dije cuando prediqué en lo tocante a Dios en el pacto, que Cristo está en el pacto para ser usado. Dios nunca da a Sus hijos una promesa que no tenga el propósito de que la usen. Hay algunas promesas en la Biblia que no he usado todavía; pero estoy muy convencido de que vendrán tiempos de aflicción y tribulación cuando encontraré que esa pobre promesa despreciada, que yo pensaba que no estaba dirigida a mí, será la única sobre la que pueda flotar. Sé que viene el tiempo cuando cada creyente conocerá el valor de cada promesa del pacto. Dios no le ha dado al creyente ninguna parte de una herencia que no haya tenido la intención de que la cultive. Cristo nos es dado para que lo utilicemos.
¡Creyente, recurre a Él! Te diré de nuevo como te dije antes, que tú no recurres a Cristo como deberías hacerlo. Vamos, hombre, cuando estás en problemas, ¿por qué no vas y se lo cuentas? ¿Acaso no tiene un corazón compasivo, y acaso no puede Él consolarte y aliviarte? No, andas correteando a todos tus amigos salvo a tu mejor amigo, y andas contando tu historia por todas partes excepto en el pecho de tu Señor. Oh, recurre a Él, recurre a Él. ¿Estás negro con los pecados de ayer? Aquí está una fuente llena de sangre; úsala, santo, úsala. ¿Ha regresado otra vez tu culpa? Bien, Su poder ha sido comprobado una y otra vez; ¡vé y recurre a Él! ¡Recurre a Él! ¿Te sientes desnudo? Ven aquí, alma, ponte el vestido. No te quedes viéndolo; póntelo. Desvístete, amigo, desvístete de tu propia justicia, y también de tus propios miedos. Ponte este manto, y úsalo, pues fue diseñado para vestirlo. ¿Te sientes enfermo? Cómo, ¿no quieres ir y tocar la campana nocturna de la oración, y despertar al médico? Te suplico que vayas y lo despiertes temprano y Él te dará el cordial que te revivirá. Cómo, ¿estás enfermo, con ese médico en la puerta vecina, un pronto auxilio en las tribulaciones, y no quieres acudir a Él? Oh, recuerda que tú eres pobre, pero también recuerda que tú tienes “un pariente… hombre rico de la familia”. Cómo, ¿no quieres acudir a Él para pedirle que te dé de Su abundancia, aunque te ha dado esta promesa: que en tanto que Él posea algo tú participarás de ello, pues todo lo que Él es y todo lo que Él tiene, es tuyo?
Oh, creyente, recurre a Cristo, te lo suplico. No hay nada que le desagrade más a Cristo que Su pueblo lo exhiba pero que no recurra a Él. A Él le agrada que se le pidan trabajos. Él es un gran obrero; siempre lo fue para Su Padre y ahora le agrada ser un gran obrero para Sus hermanos. Entre más cargas pongan sobre Sus hombros, los amará más. Pongan su carga sobre Él. Nunca conocerán tan bien la simpatía del corazón de Cristo y el amor de Su alma, como cuando hubieren transferido a Sus hombros una verdadera montaña de aflicciones que estaba sobre ustedes, y descubran que Él no se tambalea bajo el peso. ¿Son sus aflicciones como gigantescas montañas de nieve sobre su espíritu? Ordénenles que rueden y retumben como una avalancha hacia los hombros del Todopoderoso Cristo. Él puede llevárselas y transportarlas a lo profundo del mar. Recurre a tu Señor, pues para este preciso propósito fue puesto en el pacto, para que recurras a Él siempre que lo necesites.
III. Ahora, por último, aquí hay un PRECEPTO, y ¿cuál habría de ser el precepto? Cristo es nuestro; entonces sean de Cristo, amados. Ustedes saben muy bien que son de Cristo. Son Suyos por la donación del Padre cuando los entregó a ustedes al Hijo. Son Suyos por Su compra sangrienta cuando contó el precio para la redención de ustedes. Son Suyos por dedicación, pues ustedes se han entregado a Él. Son Suyos por adopción, pues son llevados a Él y convertidos en Sus hermanos y coherederos con Él. Yo les suplico, amados hermanos, que laboren para mostrarle al mundo que le pertenecen en la práctica. Cuando sean tentados a pecar, repliquen: “No puedo hacer este grande mal. No puedo, pues le pertenezco a Cristo.” Cuando esté puesta frente a ti una riqueza que puede ser ganada pecando, no la toques; di que tú eres de Cristo; si no fuera así, lo harías, pero ahora no puedes tomarla. Dile a Satanás que tú no ganarías el mundo si tuvieras que amar menos a Cristo. ¿Estás expuesto en el mundo a dificultades y peligros? Resiste en el día malo, recordando que tú le perteneces a Cristo. ¿Estás en un campo en donde hay mucho por hacer, y otros permanecen sentados ociosa y perezosamente, sin hacer nada? Dedícate a tu tarea, y cuando el sudor bañe tu frente y se te pida que te detengas, responde: “No, no puedo detenerme; yo le pertenezco a Cristo. Él tuvo un bautismo con el que debía ser bautizado, y yo también, y me veo presionado hasta que sea terminado. Yo soy de Cristo. Si yo no fuera de Cristo, y no fuera comprado por sangre, podría ser como Isacar: asno fuerte que se recuesta entre los apriscos; pero yo soy de Cristo.” Cuando el canto de la sirena del placer quiera apartarte del sendero de la rectitud, respóndele: “Acalla tus provocaciones, oh tentadora; yo soy de Cristo. Tu música no puede afectarme; yo no me pertenezco pues he sido comprado por un precio”. Cuando la causa de Dios te necesite, entrégate a ella, pues tú eres de Cristo. Cuando los pobres te necesiten, date a ellos, pues tú eres de Cristo. Cuando, en cualquier momento, haya algo que deba hacerse para Su iglesia y para Su cruz, hazlo, recordando que le perteneces a Cristo. Te suplico que nunca falsees tu profesión. No vayas donde otros puedan decir de ti: “ese no puede pertenecerle a Cristo”; sino sé siempre uno de aquellos cuya forma de hablar sea cristiana, cuyo idioma mismo sea semejante a Cristo, cuya conducta y conversación sean tan fragantes para el cielo, que todos los que te vean puedan saber que tú le perteneces al Salvador y puedan reconocer en ti Sus rasgos y Su hermoso semblante.
Y ahora, muy queridos oyentes, debo decir una palabra a aquellos de ustedes a quienes no les he predicado, pues hay algunos que nunca se han asido al pacto. A veces escucho el susurro y algunas veces leo que hay hombres que confían en las misericordias no pactadas de Dios. Permítanme asegurarles solemnemente que ahora no hay tal cosa en el cielo como las misericordias no pactadas; no hay tal cosa bajo el cielo de Dios ni por encima de él, como una gracia no pactada para con los hombres. Todo lo que pudieran recibir y todo lo que pudieran esperar jamás, debe ser a través del pacto de la gracia inmerecida, y solamente a través de ese pacto.
Tal vez tú, pobre pecador convencido, no te atrevas a asirte del pacto hoy. Tú no puedes decir que el pacto es tuyo. Tienes miedo de que no sea nunca tuyo; tú eres tan indigno y vil. Pon atención; ¿puedes asirte de Cristo? ¿Te atreverías a hacer eso? “Oh” – dices- “yo soy demasiado indigno”. Es más, alma, ¿te atreverías a tocar el borde de Su vestido hoy? ¿Te atreverías a acercarte a Él lo suficiente como para tocar la parte de Su vestido que se arrastra sobre el suelo? “No” –respondes- “no me atrevo”. ¿Por qué no, pobre alma, por qué no? ¿No puedes confiar en Cristo?
“¿No son Sus misericordias abundantes y gratuitas?
Entonces di, pobre alma, por qué no son para ti.”
No me atrevo a venir; soy tan indigno”, afirmas. Escucha, entonces: mi Señor te invita a que vengas, y ¿tendrás miedo después de eso? “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar”. “Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores.” ¿Por qué no te atreves a venir a Cristo? ¡Oh, tienes miedo de que te eche fuera! Escucha atentamente, entonces, lo que dice: “Al que a mí viene, no le echo fuera.” Tú dices: “yo sé que me echaría fuera”. Ven, entonces, y ve si puedes demostrar que es un mentiroso. Yo sé que no podrías, pero ven e inténtalo. Él ha dicho: “Al que a mí viene”. “Pero yo soy el más negro”. Sin embargo, Él ha dicho: “Al que a mí viene”; ven tú, que eres el más negro de los negros pecadores. “Oh, pero yo soy inmundo”. Ven tú, que eres inmundo, ven y pruébalo, ven y haz el intento; recuerda que ha dicho que no echará fuera a nadie que venga a Él por fe. Ven y compruébalo. Yo no te pido que te aferres al pacto entero, pues eso lo harás poco a poco; pero aférrate a Cristo, y si hicieras eso, entonces tú tendrías el pacto. “Oh, no puedo aferrarme a Él”, dice una pobre alma. Bien, entonces, quédate postrado a Sus pies, y pídele que te sujete a ti. Gime un gemido y di: “Dios, sé propicio a mí, pecador”. Suspira un suspiro, y di: “¡Señor, sálvame!” Deja que tu corazón lo diga, si tus labios no pueden hacerlo. Si el dolor, largamente sofocado, arde como una llama dentro de tus huesos, deja salir por lo menos una chispa. Ahora, di una oración, y en verdad te digo que una sincera oración demostrará con suma certeza que Él te salvará. Un verdadero gemido, cuando Dios lo ha puesto en el corazón, es un sello de Su amor; un verdadero anhelo de Cristo, si es seguido por una búsqueda sincera y denodada de Él, será aceptada por Dios, y serás salvo. Ven, alma, una vez más. Aférrate a Cristo.“Oh, pero no me atrevo a hacerlo.” Ahora estaba a punto de decir algo necio; iba a decir que yo desearía ser un pecador como tú mismo en este instante, y pienso que yo correría adelante y me aferraría a Cristo, y luego te diría: “aférrate tú también”. Pero yo soy un pecador como tú mismo, y no soy mejor que tú; no tengo ningún mérito, ninguna justicia, no tengo obras; yo sería condenado en el infierno a menos que Cristo tenga misericordia de mí, y estaría en el infierno ahora si hubiera recibido lo que merezco. ‘Heme aquí, un pecador que fue una vez tan negro como lo eres tú; y, sin embargo, oh Cristo, estos brazos te abrazan’. Pecador, ven y toma tu turno después de mí. ¿Acaso no lo he abrazado? ¿Acaso no soy tan vil como lo eres tú? Ven y que mi caso te dé confianza. ¿Cómo me trató cuando me aferré a Él por primera vez? Bien, Él me dijo: “Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia.” Ven, pecador, ven y prueba. Si Cristo no me echó fuera a mí, Él jamás te menospreciará. Vamos, pobre alma, vamos:
“Arriésgate con Él (no es un riesgo) arriésgate por entero,
No dejes que se entrometa ninguna otra confianza;
Nadie sino Jesús
Puede hacer bien a los pecadores desvalidos.”
Él puede hacerte todo el bien que tú necesitas: ¡oh!, confía en mi Señor, ¡oh!, confía en mi Señor; Él es un precioso Señor Jesús, Él es un dulce Señor Jesús, Él es un amoroso Salvador, Él es un amable y condescendiente perdonador del pecado. Ven, tú que eres negro; ven, tú que eres inmundo; ven, tú que eres pobre; ven, tú que te estás muriendo; ven, tú que estás perdido, tú, que has sido enseñado a sentir tu necesidad de Cristo; vengan, todos ustedes, vengan ahora pues Jesús los invita a venir; vengan rápidamente. ¡Señor Jesús, atráelos, atráelos por Tu Espíritu! Amén.
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