Cuando no sabes qué hacer
De Libros y Sermones BÃblicos
Por Dave Zuleger sobre Santificación y Crecimiento
Traducción por Janet Castillo
¿Cuándo fue la última vez que te sobrevino una prueba con tanto ímpetu y tan de repente que no supiste que hacer?
Mi esposa pasó por la experiencia de un dolor crónico por ocho años. Sin embargo, hace poco mi esposa se levantó una mañana con una nueva preocupación por su salud. Esto trajo otra realidad difícil, confusa y atemorizante; una más pesada sobre la que ya estábamos viviendo día con día. Nos habíamos mudado recientemente a una casa nueva y estábamos asistiendo a una iglesia nueva. Era el nuevo pastor de esa iglesia. Nuestro bebe tenía solo seis semanas de nacido.
Nos sentíamos como si el ejército de nuestras circunstancias nos estuviera cercando sin saber a donde ir. Como esposo y padre, me sentía completamente confundido. No había nadie que me pudiera animar. Me sentía incapaz de ayudar a mi esposa, y abrumado por el peso de su sufrimiento. ¿Por qué, Dios? Incluso después de años de padecer un dolor crónico y ver lo que el Dios bueno haría a través de este, me sentía como si regresara a la fase uno de mi fe, solo agarrándome de un hilo. Debería haber estado pastoreando a otros, pero me sentía como si solo pudiera emitir una palabra a Dios: “Ayuda”.
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Pretender ser autosuficiente
Por ese entonces, encontré una historia de un rey que se sintió incapaz de proteger y cuidar a las personas que se encontraban a su cargo. Un rey también sobrecogido por el temor. El rey Josafat se enteró que había una “gran multitud” que venía para atacar a su pueblo (2 Cro 2:20:1-2). Un ejército contra el cual sabían que no podían competir por ellos mismos.
La mayoría de nosotros nunca sabrá lo que sintió. En el verdadero sentido de la expresión, nunca estaremos bajo el ataque de un gran ejército que marche hacia nuestra puerta. Pero todos nosotros lo podemos relacionar con una circunstancia abrumadora en nuestra vida que nos hace sentir atrapados, impotentes y, por supuesto, no dejaremos que dure mucho. Hay honestidad en la biblia acerca de cómo el rey Josafat se sintió cuando recibió la noticia de que el ejército de una muerte segura se acercaba. Tenía temor (2 Cro 20:3). Su respuesta frente a ese temor fue sorprendente. Proclamó ayuno en toda Judea y reunió a la gente para que buscara del Señor y su ayuda (2 Cro 20:4).
Esta no es una respuesta natural humana. Si alguien nos preguntara cómo nos va en la iglesia, la respuesta casi inmediata que saldría de nuestra boca sería: “Estoy bien”. Nuestros perfiles presentarían la mejor representación de una imagen de fortaleza y suficiencia elaborada con el mejor cuidado. No estamos dispuestos a admitir que, con frecuencia, tenemos temor, estamos destrozados, solos, desesperados, que hemos caído en pecado, y estamos luchando por ver a Dios y poner nuestra confianza en él.
Josafat podría haber pretendido no tener temor. Podría haber actuado como si tuviera todo bajo control. Podría haberse reunido con los generales y haber llevado a cabo el mejor plan posible. Por el contrario, reunió a la gente, admitió su debilidad y buscaron juntos la ayuda del Señor. Entonces, oró: “No tenemos fuerza alguna delante de esta gran multitud que viene contra nosotros. No sabemos qué hacer, pero nuestros ojos están vueltos hacia ti” (2 Cro 20:12). No solo se acerca a Dios en oración, sino que también llama a otros a orar con él.
¿No fuiste tú, Dios Nuestro?
Aun cuando Josafat reconoció que tenía temor y no contaba con un buen plan, no se desesperó. De hecho, su oración emitía un sonido de audacia y esperanza continua en el Dios de su pueblo. ¿De donde provenía ese coraje? ¿No fuiste tú, oh, Dios nuestro, el que echaste a los habitantes de esta tierra delante de tu pueblo Israel, y la diste para siempre a la descendencia de tu amigo Abraham? Y han habitado en ella, y allí te han edificado un santuario a tu nombre, diciendo: Si viene mal sobre nosotros, espada, juicio, pestilencia o hambre, nos presentaremos delante de esta casa y delante de ti (porque tu nombre está en esta casa). Y clamaremos a ti en esta nuestra angustia, y tú oirás y nos salvarás” (2 Cro 20:7-9).
La esperanza de Josafat estaba fundada en las promesas y la presencia de Dios. Es el nombre de Dios que habita en Judá, y, por lo tanto, su gloria estaba en juego en esta gran multitud que marchaba contra ellos. Josafat sabía que Dios era un apasionado de mostrar su gloria y fidelidad para mantener todas sus promesas. Por eso, acudió a él con una gran seguridad y franqueza sabiendo que recibiría la ayuda oportuna por el pacto de amor de Dios (He 4:14-16).
De la misma manera, aun cuando nos sintamos abrumados por las circunstancias, la esperanza continua vive y permanece en las promesas de Dios para nosotros en Cristo. Jesús es el Buen Pastor que nos guiará, aun en el valle de sombra de muerte, buscándonos con su bondad y misericordia todos los días de nuestra vida (Sal 23:4,6). Jesús no quebrará la caña cascada o apagará el pabilo mortecino (Is 42:3). Jesús derramará su gracia toda suficiente mientras nos vanagloriamos en nuestras debilidades (2 Co 12:7-10). Nada nos separará del amor de Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro mientras que todas las cosas obran para nuestro bien (Ro 8:28-39).
Cuando tenemos temor, oramos con confianza debido a estas promesas infalibles y continuas. Promesas que son nuestras por la sangre y la muerte de Jesús para hacernos hijos e hijas de Dios.
¿A través de quién habló Dios?
En lo que Josafat reunía al pueblo para orar, Dios envía fortaleza y ánimo de una forma inesperada. El Espíritu de Dios vino no sobre Josafat sino sobre un hombre llamado Jahaziel (2 Cro 20:14). Jahaziel se levantó y declaró: “Así os dice el Señor: No temáis, ni os acobardéis delante de esta gran multitud, porque la batalla no es vuestra, sino de Dios” (2 Cro 20:15). No temáis. Dios peleará por nosotros. Y a pesar de todo lo que podamos ver, ganaremos (2 Cro 20:17).
La palabra particular de esperanza que necesita ser dicha no siempre viene al rey o, hoy en día, al pastor o a un líder de un grupo pequeño. En lo que sufrimos, compartimos nuestras cargas con otros y buscamos al Señor juntos en oración, Dios va a hablar muy a menudo a través de alguien más.
Nuestra sociedad individualista, cuando menos en el occidente, ha invadido a menudo nuestras iglesias. Nos reunimos una vez a la semana para cantar, orar, tomar la cena del Señor y escuchar que se predique la palabra de Dios (¡Todavía algo maravilloso!), pero la verdad es que no vivimos a menudo como una familia comprada con la sangre. Por lo menos, no como la que vemos en el Nuevo Testamento (Hech 2:42-47; 20-28).
Los miembros de la iglesia primitiva estaban tan juntos y el amor de Cristo que daban de sí prevalecía tanto entre ellos que nadie consideraba sus posesiones como propias. Con alegría suplían las necesidades de cada uno. El apóstol Pablo llamaba a los cristianos a unírsele en oración, de manera que mientras más oraban y Dios respondía, Dios recibía mayor gloria (2Co 1:11). Pareciera más sencillo y fácil y más cómodo mantener nuestras luchas para nosotros mismos y buscar nuestras propias respuestas. Pero Dios ha puesto a los creyentes en un cuerpo, en una familia en la cual manifieste su amor a través del cuidado y la oración mutua.
En otras palabras, si no dejamos entrar a otras personas en nuestras pruebas o crisis, nos perderíamos de las bendiciones que podríamos haber recibido de Dios.
¿Cuál es nuestra victoria?
El pueblo de Judá recibió la palabra de Jahaziel con alegría. A la mañana siguiente, Josafat los instó a creer la palabra de Dios, y marcharon para enfrentar al ejército. Qué pasaría si nos detuviéramos cuando las circunstancias fueran difíciles y nos preguntáramos si creemos la palabra de Dios habiendo recibido el testimonio del Espíritu del cuidado del Padre hacia nosotros en nuestros corazones (Ro 8:15-16).
Hicieron, de nuevo, algo sorprendente. Enviaron a la banda primero (2 Cro 20:21-22). Esta no es una práctica adecuada para ganar una batalla. Esta es una práctica adecuada para la adoración cuando confía en el Dios que le ha dado una promesa. A medida que comenzaban a cantar, el Señor dirigía al ejército más grande y fuerte. Israel alababa su nombre por la gran victoria.
Usted podría estar pensando: ¿Cómo podría alabar cuando al parecer Dios no está ganado la batalla de esa forma para mí? ¿Cómo podríamos alabar mientras marchamos hacia lo que pareciera un pronóstico abrumador sin una palabra específica de Dios sobre nuestra situación?
La respuesta es que nuestra victoria en Cristo es tan cierta como la victoria que Dios le prometió a Judá si creemos lo que Dios ha dicho en Cristo. La biblia nos promete que sea lo que podamos estar pasando, sufriendo o perdiendo en la vida, aquellos que Dios predestinó son llamados, aquellos que llamó son justificados y aquellos que justificó con glorificados. Esto es cierto. Nuestro futuro está asegurado. Para nosotros “el vivir es Cristo y el morir es ganancia” (Fil 1:21).
Cuando le doy la bienvenida a Dios (y a otros)
Podemos dejar a un lado nuestra autosuficiencia, invitar a que otros entren en nuestros temores y, luego, orar y adorar con expectativa sabiendo que, de una forma u otra, nuestra victoria está asegurada. Tan segura como la victoria de Judá contra los moabitas y amonitas.
Mientras mi novia y yo hemos caminado a través de la prueba presente, nos hemos sentido como que Dios nos guía a que dejemos entrar a las personas en la guerra junto con nosotros. Y nos hemos quedado sorprendidos por las oraciones y la motivación que hemos recibido. Bajo la protección de Dios, ellas nos han sostenido y han hecho que pongamos nuestra mirada en Jesús en medio de lo que se siente, a veces, cuando el dolor y el temor le abruman.
Dios trabaja en y entre su pueblo para salvarnos y sostenernos mientras nos acercamos a él sin dudar. Ha diseñado el universo para que funcione de tal forma que nos despojemos de toda autosuficiencia y dependamos más de él en todo lo que necesitemos para que así él reciba la gloria una y otra vez.
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