De la humillación a la exaltación

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English: Humiliation to Exaltation

© Ligonier Ministries

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Por R.C. Sproul sobre La Muerte de Cristo
Una parte de la serie Right Now Counts Forever

Traducción por Ivana


Simplemente está allí. Se presenta como si sólo fuera una idea tardía al segundo capítulo del Génesis. Sin embargo, sabemos que no hay ideas tardías en el pensamiento e inspiración del Espíritu Santo. Por eso, revisamos este pasaje para que nos brinde una pista acerca de nuestra condición previa al sufrimiento del pecado. El versículo 25 del capítulo 2 dice: "Y estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, y no se avergonzaban" (LBLA). Esto nos dice que antes de que el pecado entrara en la tierra, no existía la vergüenza. No había turbación. La experiencia de la humillación era totalmente ajena y desconocida para la raza humana. No obstante, junto con la primera experiencia del pecado vino la terrible carga de la vergüenza y la turbación personal. La vergüenza y la turbación son sentimientos y experiencias que tienen lugar en nuestras vidas en distintos grados. El peor tipo de vergüenza, la forma más espantosa de turbación, es aquella que provoca una absoluta y completa humillación. La humillación trae consigo no solo el enrojecimiento del rostro avergonzado, sino también una sensación de desesperación a medida que perdemos nuestra dignidad y que nuestra reputación es echada a la ruina.

Sin embargo, fue justamente en este ámbito de vergüenza y humillación donde ingresó voluntariamente nuestro Salvador en la encarnación. El cántico popular "Ivory Palaces" (Palacios de Marfil) describe este descenso desde la gloria, la partida voluntaria del Hijo del Hombre del palacio de marfil que es Su eterna morada. Él eligió, por voluntad propia, no hacerse de ninguna reputación, convertirse en un hombre y un servidor, obediente incluso hasta la muerte. Es esta humillación la que Jesucristo aceptó voluntariamente para sí mismo, la que está al comienzo de la progresión que Él experimenta en Su camino a la gloria y a Su exaltación final. La progresión, tal como la traza el Nuevo Testamento, parte de la humillación en el nacimiento de Jesús hacia Su exaltación en Su resurrección, ascenso y regreso.

La cualidad de la exaltación es exactamente lo contrario, la fuerte antítesis, de la cualidad de humillación. En la exaltación, la dignidad no solo es restablecida sino que es coronada con la gloria que solo Dios puede otorgar. Y así, al considerar el asunto bíblico de la exaltación de Jesús, advertimos la manera en que el Padre recompensa a Su Hijo y declara Su gloria a toda la creación.

Se nos dice que nadie asciende al cielo excepto aquel que desciende del cielo, y se nos dice también, que en el bautismo se nos da la marca y la señal de nuestra participación con Jesús tanto en Su humillación como en Su exaltación. La promesa de participar en la exaltación de Cristo es concedida a cada creyente -pero hay una detalle. Hay una advertencia, y esa advertencia es clara: si no estamos dispuestos a participar de la humillación de Jesús, no tendremos ninguna razón para esperar participar en Su exaltación. Pero esa es la corona dispuesta ante nosotros, que nosotros, quienes no tenemos ningún derecho a la gloria y el honor eternos, los recibiremos, no obstante, por lo que ha sido alcanzado en nuestro lugar por nuestro perfecto Redentor.

En 1990, escribí un libro titulado La Gloria de Cristo. El escribir ese libro fue una de las experiencias más emocionantes que jamás haya tenido al escribir. En esa ocasión, mi objetivo era demostrar que aunque existe una progresión general desde la humillación a la exaltación en la vida y sacerdocio de Jesús, esta progresión no se desarrolla en una línea continua e ininterrumpida. Más bien, el libro explica que incluso en la progresión general de Jesús desde la humillación a la exaltación, en sus peores momentos de humillación, hay interposiciones de la gracia de Dios, en las que también se manifiesta la gloria del Hijo.

Por ejemplo, al considerar el nacimiento de Jesús es fácil centrar nuestra atención en el puro empobrecimiento que sobrevino por el hecho de haber nacido en un establo y en un lugar donde no era bienvenido en la hostería y taberna local. Hubo una abrumadora sensación de degradación en la humildad de Su nacimiento. Pero, en el mismo instante que nuestro Señor ingresó en la humanidad en esas modestas circunstancias, a poca distancia, los cielos estallaron con la gloria de Dios brillando ante los ojos de los pastores con el anuncio de Su nacimiento como el Rey.

Incluso cuando va a la cruz, en los peores momentos de Su humillación, aún queda un indicio de Su triunfo sobre el mal, ya que Su cuerpo no es arrojado al basurero en las afueras de Jerusalem, sino que, de acuerdo con la profética predicción de Isaías, capítulo 53, el cuerpo de Jesús fue puesto a descansar, con ternura, en la tumba de un hombre adinerado. Su muerte fue ignómita, pero Su entierro fue uno de gran honor para la antigüedad. Su cuerpo fue adornado con las especias más dulces y los perfumes más caros, y se le brindó un sepelio de honor. Por lo tanto, Dios, en medio del sufrimiento de Su obediente servidor, no permite que su Santidad vea la corrupción.

Y por todas partes en las páginas de las Escrituras, vemos estos destellos aquí y allá, abriéndose paso entre el velo y la capa de humanidad de Jesús, atravesando la armadura de la humillación y la degradación que fue Su destino durante su estadía terrenal. Estos momentos o destellos de gloria deberían ser para los cristianos un anticipo de lo que les depara el futuro, no solo por la exaltación final de Jesús en la consumación de Su reino, sino también como una muestra para nosotros del cielo mismo, conforme nos convertimos en los herederos y coherederos de Jesús. La suerte final de Jesús, Su destino, Su legado, prometido y garantizado por el Padre, es la gloria, y esa gloria la comparte con todos aquellos que ponen su confianza en Él.

En palabras sencillas, los términos exaltación y humillación se presentan como polos opuestos. La gloria más esplendorosa de la verdad revelada por Dios y la ironía más conmovedora, es que en la cruz de Cristo estos dos polos opuestos se fusionan y se reconcilian. En Su humillación encontramos nuestra exaltación. Nuestra vergüenza es reemplazada por Su gloria. El compositor lo entendió correctamente y escribió: "Mi lado pecaminoso, mi única vergüenza, mi gloria, todo en la cruz".

Por ejemplo, al considerar el nacimiento de Jesús es fácil centrar nuestra atención en el puro empobrecimiento que sobrevino por el hecho de haber nacido en un establo y en un lugar donde no era bienvenido en la hostería y taberna local. Hubo una abrumadora sensación de degradación en la humildad de Su nacimiento. Pero, en el mismo instante que nuestro Señor ingresó en la humanidad en esas modestas circunstancias, a poca distancia, los cielos estallaron con la gloria de Dios brillando ante los ojos de los pastores con el anuncio de Su nacimiento como el Rey.

Incluso cuando va a la cruz, en los peores momentos de Su humillación, aún queda un indicio de Su triunfo sobre el mal, ya que Su cuerpo no es arrojado al basurero en las afueras de Jerusalem, sino que, de acuerdo con la profética predicción de Isaías, capítulo 53, el cuerpo de Jesús fue puesto a descansar, con ternura, en la tumba de un hombre adinerado. Su muerte fue ignómita, pero Su entierro fue uno de gran honor para la antigüedad. Su cuerpo fue adornado con las especias más dulces y los perfumes más caros, y se le brindó un sepelio de honor. Por lo tanto, Dios, en medio del sufrimiento de Su obediente servidor, no permite que su Santidad vea la corrupción.

Y por todas partes en las páginas de las Escrituras, vemos estos destellos aquí y allá, abriéndose paso entre el velo y la capa de humanidad de Jesús, atravesando la armadura de la humillación y la degradación que fue Su destino durante su estadía terrenal. Estos momentos o destellos de gloria deberían ser para los cristianos un anticipo de lo que les depara el futuro, no solo por la exaltación final de Jesús en la consumación de Su reino, sino también como una muestra para nosotros del cielo mismo, conforme nos convertimos en los herederos y coherederos de Jesús. La suerte final de Jesús, Su destino, Su legado, prometido y garantizado por el Padre, es la gloria, y esa gloria la comparte con todos aquellos que ponen su confianza en Él.

En palabras sencillas, los términos exaltación y humillación se presentan como polos opuestos. La gloria más esplendorosa de la verdad revelada por Dios y la ironía más conmovedora, es que en la cruz de Cristo estos dos polos opuestos se fusionan y se reconcilian. En Su humillación encontramos nuestra exaltación. Nuestra vergüenza es reemplazada por Su gloria. El compositor lo entendió correctamente cuando escribió: "Mi yo pecaminoso, mi única vergüenza, mi gloria, toda en la cruz".


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