El Cántico de María
De Libros y Sermones BÃblicos
Por Charles H. Spurgeon
sobre Santificación y Crecimiento
Una parte de la serie Metropolitan Tabernacle Pulpit
Traducción por Allan Aviles
“Entonces María dijo: Engrandece mi alma al Señor; y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador”. Lucas 1: 46, 47.
María andaba de visita cuando expresó su dicha en el lenguaje de este noble cántico. Sería bueno que todas nuestras relaciones sociales fueran tan útiles para nuestros corazones, como esta visita lo fue para María. “Hierro con hierro se aguza; y así el hombre aguza el rostro de su amigo”. María, llena de fe, hace una visita a Elisabet, quien también rebosa de una santa confianza, y al poco tiempo de estar reunidas ambas su fe se remonta a la plena convicción y su plena convicción estalla en un torrente de sagrada loa. Esta alabanza despertó sus poderes adormecidos y en lugar de dos aldeanas ordinarias, vemos ante nosotros a dos profetisas y a dos poetisas, sobre quienes el Espíritu de Dios descansó en abundancia.
Cuando nos reunamos con nuestros parientes y conocidos, nuestra oración a Dios debe implorar que nuestra comunión sea, no únicamente agradable, sino provechosa, que no se trate simplemente de pasar el tiempo y de disfrutar de una hora agradable, sino que podamos aproximarnos al cielo en la marcha de un día, y que podamos adquirir una mayor aptitud para nuestro eterno reposo.
Observen, esta mañana, el gozo sagrado de María, para que puedan imitarlo. Esta es una estación en la que todos esperan que seamos dichosos. Nos felicitamos unos a otros deseando que podamos tener una “Feliz Navidad”. Algunos cristianos que son un poco remilgados no gustan de la palabra “feliz”. Es una buenísima palabra proveniente del antiguo sajón, que contiene la dicha de la niñez y el júbilo de la edad adulta, que trae a nuestra mente el antiguo canto de los coros navideños y el repique de medianoche de las campanas, el acebo y los leños ardiendo. Yo amo esa palabra por su mención en una de las más tiernas parábolas que describe que, cuando el hijo pródigo, perdido durante tan largo tiempo, regresó a la casa de su padre sano y salvo, “comenzaron a regocijarse”. Esta es la estación cuando se espera que seamos felices, y el deseo de mi corazón es que, en el más sublime y mejor sentido, ustedes, creyentes, sean “felices”.
El corazón de María estaba alborozado dentro de ella; pero aquí está la señal de su alborozo: que se trataba de un regocijo santo y cada una de sus gotas era de un alborozo sagrado. No era el alborozo con el que los mundanos disfrutan de sus parrandas hoy y mañana, sino un júbilo como el que los ángeles disfrutan alrededor del trono donde cantan: “Gloria a Dios en las alturas”, mientras nosotros cantamos: “Y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres”. Tales corazones dichosos gozan de un festín continuo. Yo quiero que ustedes, ‘los que están de bodas’, posean hoy y mañana, sí, posean todos sus días la sublime y consagrada bienaventuranza de María, para que no solamente puedan leer sus palabras, sino que las usen en ustedes mismos, experimentando siempre su significado: “Engrandece mi alma al Señor; y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador”.
En primer lugar, observen que ella canta; en segundo lugar, ella canta dulcemente; en tercer lugar, pregunto: ¿habrá de cantar sola?
I. Observen, primero, que MARÍA CANTA.
Su tema es un Salvador; ella aclama al Dios encarnado. El largamente esperado Mesías está a punto de aparecer. Aquél a quien los profetas y los príncipes esperaron durante largo tiempo, está a punto de venir y de nacer de la virgen de Nazaret. En verdad nunca hubo un tema para el más dulce cántico que este: la condescendencia de la Deidad para con la flaqueza de la humanidad. Cuando Dios manifestó Su poder en las obras de Sus manos, las estrellas matutinas cantaron en coro y los hijos de Dios dieron gritos de júbilo; pero cuando Dios se manifiesta Él mismo, ¿qué música bastaría para el grandioso salmo de asombro adorador? Cuando la sabiduría y el poder son vistos, no son vistos sino los atributos; pero en la encarnación, es la persona divina quien es revelada en el velo de nuestra inferior arcilla: bien podía María cantar, ya que la tierra y el cielo incluso ahora se maravillan ante la gracia condescendiente. Digna de una música sin par es la noticia que “el Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros”. Ya no existe más un gran golfo extendido entre Dios y Su pueblo, pues la humanidad de Cristo ha construido un puente sobre él. Ya no pensamos más que Dios se sienta en lo alto, indiferente a las necesidades y aflicciones de los hombres, pues Dios nos ha visitado y ha descendido hasta la bajeza de nuestra condición. No necesitamos lamentarnos más porque no podamos participar nunca de la gloria moral y de la pureza de Dios, pues si Dios en gloria desciende hasta Su criatura pecaminosa, es ciertamente menos difícil llevar a esa criatura -lavada con la sangre y purificada- a las alturas por esa vía tachonada de estrellas, para que el redimido se siente para siempre en Su trono.
No debemos soñar más, sumidos en sombría tristeza, que no podemos acercarnos a Dios y que Él no oirá realmente nuestra oración ni se compadecerá de nuestras necesidades, si vemos que Jesús se convirtió en hueso de nuestro hueso y carne de nuestra carne: un bebé nacido igual que nosotros, viviendo la vida que nosotros tenemos que vivir, cargando con las mismas debilidades y aflicciones, e inclinando Su cabeza ante la misma muerte.
Oh, ¿no podemos venir con osadía por este camino vivo y nuevo y acceder al trono de la gracia celestial, cuando Jesús se reúne con nosotros como Emanuel, Dios con nosotros? Los ángeles cantaron sin casi saber por qué. ¿Podían entender por qué Dios se había hecho hombre? Deben de haber sabido que ahí había un misterio de condescendencia; pero todas las amorosas consecuencias que la encarnación conllevó, ni sus agudas mentes habrían podido adivinarlas; pero nosotros vemos el todo, y comprendemos más plenamente el grandioso designio. El pesebre de Belén era grande con gloria; en la encarnación estaba envuelta toda la bienaventuranza mediante la cual un alma, arrebatada de las profundidades del pecado, es levantada a las alturas de la gloria. ¿No nos conducirá nuestro mayor conocimiento a alturas de canto que las conjeturas angélicas no podían alcanzar? ¿Acaso los labios de los querubines han de ser movidos a decir sonetos ardientes y nosotros, que somos redimidos por la sangre del Dios encarnado, vamos a quedarnos traicionera y desagradecidamente callados?
“¿No cantaron los arcángeles Tu venida?
¿No aprendieron los pastores Su dirección?
La vergüenza me cubriría por ingrato,
Si mi lengua se rehusara a alabar”.
Este, sin embargo, no fue el tema completo de su santo himno. Su peculiar deleite no era que un Salvador debía nacer, sino que debía nacerle a ella. Ella era bendita entre las mujeres y altamente favorecida del Señor; pero nosotros podemos gozar del mismo favor; es más, nosotros debemos gozar de él o la venida del Salvador no nos serviría de nada a nosotros. Yo sé que Cristo en el Calvario quita el pecado de Su pueblo. Pero nadie ha conocido jamás el poder de Cristo en la cruz, a menos que el Señor sea formado en el individuo como la esperanza de gloria.
El énfasis del cántico de la virgen está puesto sobre la gracia especial de Dios para con ella. Esas breves palabras, esos pronombres personales, nos informan que se trataba realmente de un asunto personal con ella. “Engrandece mi alma al Señor; y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador”. El Salvador era, de forma peculiar y en un sentido especial, suyo. Al cantar, ella no dijo: “Cristo para todos”, sino que su alegre tema fue: “Cristo para mí”.
Amados, ¿está Cristo Jesús en su corazón? Una vez lo miraron desde un punto distante, y esa mirada los curó de todas sus enfermedades espirituales, pero, ¿viven ahora descansando en Él, y le reciben en sus propias entrañas como su alimento y bebida espirituales? Frecuentemente ustedes se han alimentado de Su carne y han bebido de Su sangre en santa comunión; han sido sepultados juntamente con Él para muerte por el bautismo; ustedes se han entregado en sacrificio a Él y le han tomado como el sacrificio para ustedes; pueden cantar acerca de Él como lo hizo la esposa: “Su izquierda está debajo de mi cabeza, y su derecha me abraza… Mi amado es mío, y yo suya; Él apacienta entre lirios”.
Este es un feliz estilo de vida, y todo lo que no llegue a eso es un pobre trabajo de esclavos. ¡Oh!, ustedes no pueden conocer el gozo de María a menos que Cristo se convierta en suyo real y verdaderamente; pero, oh, cuando Él es suyo, suyo interiormente y reina en su corazón, y controla todas sus pasiones, y transforma su naturaleza, y subyuga sus corrupciones inspirándoles santas emociones, suyo interiormente, siendo un gozo indecible y lleno de gloria; oh, entonces pueden cantar, tienen que cantar; ¿quién podría acallar su lengua? Aunque todos los burladores y los escarnecedores de la tierra les pidieran que callaran, ustedes tendrían que cantar, pues su espíritu debe regocijarse en Dios su Salvador.
Perderíamos mucha instrucción si pasáramos por alto el hecho de que el poema escogido que tenemos ante nosotros es un himno de fe. Todavía no había nacido el Salvador, ni, hasta donde podemos juzgarlo, tampoco la virgen tenía ninguna evidencia del tipo requerido por el sentido carnal para hacerla creer que un Salvador nacería de ella. ¿Cómo podría ser esto?, era una pregunta que naturalmente habría podido suspender su cántico mientras no recibiera una respuesta convincente para carne y sangre; pero no se había producido tal respuesta. Sabía que para Dios todas las cosas son posibles y un ángel le había entregado esa promesa, y esto le bastaba: por la fuerza de la Palabra que salió de Dios, su corazón saltó de alegría y su lengua glorificó Su nombre.
Cuando considero qué es lo que ella creyó, y cómo recibió la palabra sin dudar, estoy dispuesto a darle como mujer, un lugar casi tan prominente como el que Abraham ocupó como hombre; y si no me atrevo a llamarla la madre de los fieles, por lo menos ha de recibir el honor debido como una de las más excelentes madres en Israel. María merecía con creces la bendición de Elisabet: “Bienaventurada la que creyó”. Para ella “la certeza de lo que se espera fue su fe, y fe fue también su “convicción de lo que no se ve”; ella sabía, por la revelación de Dios, que debía llevar la simiente prometida que heriría la cabeza de la serpiente; pero no tenía ninguna otra prueba.
En este día hay algunos en medio de nosotros que tienen poco o ningún goce consciente de la presencia del Salvador; caminan en tinieblas y no ven ninguna luz; gimen por el pecado innato y se lamentan porque prevalecen las corrupciones; deben confiar ahora en el Señor, y recordar que si creen en el Hijo de Dios, Cristo Jesús está en ellos, y por fe, muy bien pueden cantar gloriosamente el aleluya del amor adorador. Aunque el sol no brille hoy, las nubes y la niebla no han apagado su luz, y aunque el Sol de Justicia no brille sobre ti en este instante, mantiene Su lugar en esos cielos y no conoce variabilidad ni la sombra de un cambio. Si a pesar de todas tus excavaciones el pozo no brota, has de saber que una constante plenitud permanece en esa profundidad, que se agazapa tras el corazón y el propósito de un Dios de amor. Si como David, estás muy abatido, como él, di a tu alma: “Espera en Dios; porque aún he de alabarle, salvación mía y Dios mío”. Entonces, alégrate con el gozo de María: es el gozo de un Salvador que es completamente suyo, pero que es evidenciado como tal, no por el sentido, sino por la fe. La fe tiene su música igual que el sentido, pero es de una clase más divina: si las viandas en la mesa hacen que los hombres canten y dancen, los festejos de una naturaleza más refinada y etérea llenan a los creyentes de una santa plenitud de deleite.
Escuchando aún el cántico de la virgen favorecida, permítanme observar que su bajeza no la hace detener su cántico; es más, inserta en él una nota más dulce. “Porque ha mirado la bajeza de su sierva”. Querido amigo, tú estás sintiendo más intensamente que nunca la profundidad de tu natural depravación, y eres abatido bajo el sentido de tus muchas fallas, y estás tan muerto y tan ligado a la tierra aun en esta casa de oración que no puedes levantarte a Dios; Has estado triste y deprimido mientras nuestros villancicos de Navidad han resonado en tus oídos; te sientes hoy tan inútil para la Iglesia de Dios, tan insignificante, tan completamente indigno, que tu incredulidad te susurra: “En verdad, en verdad, no tienes ningún motivo para cantar”.
Vamos, hermano mío, vamos, hermana mía, imiten a esta bendita virgen de Nazaret, y conviertan a esa propia bajeza e insignificancia que sienten tan dolorosamente, en una razón más para una loa incesante. Hijas de Sion, digan dulcemente en sus himnos de amor: “Ha mirado la bajeza de su sierva”. Entre más indigno soy de Sus favores, más dulcemente cantaré de Su gracia. Qué importa que yo sea el más insignificante de todos Sus escogidos; yo alabaré a Aquel que con ojos de amor me ha buscado, y ha puesto Su amor en mí. “Yo te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y entendidos, y las has revelado a los niños. Sí, Padre, porque así te agradó”.
Queridos amigos, estoy seguro de que el recuerdo de que hay un Salvador y de que este Salvador es suyo, debe hacerles cantar; y si ponen junto a eso el pensamiento de que una vez fueron pecadores, inmundos, viles, odiosos y enemigos de Dios, entonces sus notas se remontarán más alto, y llegarán hasta el tercer cielo para enseñar la alabanza de Dios a las arpas de oro.
Es muy digno de advertirse que la grandeza de la bendición prometida no le dio a la dulce cantante un argumento para suspender su agradecida tonada. Cuando medito sobre la gran bondad de Dios al amar a Su pueblo antes de que la tierra existiera, al entregar Su vida por nosotros, al interceder por nuestra causa delante del trono eterno, al disponer un paraíso de reposo para nosotros para siempre, un negro pensamiento me ha turbado: “Ciertamente este es un privilegio demasiado sublime para un insecto de un día como es esta pobre criatura, el hombre”. María no contempló este asunto incrédulamente, sino que se regocijó más intensamente por eso mismo. “Porque me ha hecho grandes cosas el Poderoso”.
Vamos, alma, es algo grandioso ser un hijo de Dios, pero como tu Dios hace grandes portentos, no vaciles motivado por la incredulidad, sino triunfa en tu adopción aunque sea una gran misericordia. ¡Oh!, es una portentosa misericordia, más alta que los montes, ser elegido por Dios desde toda la eternidad, pero es una verdad que Sus redimidos son elegidos así, y por tanto, canta motivado por ello. Es una profunda e indecible bendición ser redimidos con la preciosa sangre de Cristo, pero tú eres redimido así más allá de toda duda. Por tanto, no dudes, antes bien, da voces en alto por la alegría de tu corazón. Es un pensamiento arrobador que mores arriba, y que lleves la corona, y agites la rama de palma por siempre; que ninguna desconfianza interrumpa la melodía de tu salmo de expectación, y más bien:
“Para la loa sonora del amor divino,
Pide a cada cuerda que despierte”.
Qué plenitud de verdad hay en estas pocas palabras: “Me ha hecho grandes cosas el Poderoso”. Es un texto a partir del cual un espíritu glorificado en el cielo podría predicar un sermón sin fin. Te pido que guardes los pensamientos que te he sugerido de esta pobre manera, y que trates de llegar al sitio donde estuvo María gozando de santa exultación. La gracia es grande pero también lo es su dador; el amor es infinito, pero también lo es el corazón del cual brota; la bienaventuranza es indecible, pero también lo es la divina sabiduría que lo planeó desde tiempos antiguos. Que nuestros corazones se apropien del ‘magnificat’, el ‘hágase’ de la Virgen, y loen al Señor muy alegremente en esta hora.
Además -puesto que no hemos agotado la melodía- la santidad de Dios ha enfriado el ardor del gozo del creyente; pero no fue así en el caso de María. Ella se regocija en él; “Santo es su nombre”. Incorpora ese brillante atributo a su cántico. ¡Santo Señor!, cuando olvido a mi Salvador, el pensamiento de Tu pureza me hace estremecerme; cuando estoy donde estuvo Moisés en el santo monte de Tu ley, estoy espantado y temblando. Para mí, consciente de mi culpa, ningún trueno podría ser más terrible que el himno del serafín: “¡Santo, Santo, Santo, Señor Dios de los ejércitos!” ¿Qué es Tu santidad sino un fuego consumidor que tiene que destruirme completamente, siendo yo un pecador? Si los cielos no son puros delante de Tus ojos, y notas necedad en Tus ángeles, ¿cuánto menos entonces puedes soportar al hombre vano y rebelde, nacido de mujer? ¿Cómo puede ser puro el hombre, y cómo pueden mirarle Tus ojos sin consumirle rápidamente en tu ira? Pero, oh Tú, el Santo de Israel, cuando mi espíritu está en el Calvario y puede ver a Tu santidad vindicarse a sí misma en las heridas del hombre que nació en Belén, entonces mi espíritu se regocija en esa gloriosa santidad que una vez fue su terror. ¿Se inclinó hasta el hombre el tres veces santo Dios y asumió la carne del hombre? ¡Entonces, en verdad, hay esperanza! ¿Soportó un santo Dios la sentencia que Su propia ley pronunció contra el hombre? ¿Extiende ese santo Dios encarnado Sus heridas e intercede por mí? Entonces, alma mía, la santidad de Dios ha de ser una consolación para ti. Extraeré aguas vivas de este pozo sagrado, y agregaré a todas mis notas de júbilo esta otra: “Santo es su nombre”. Él ha jurado por Su santidad, y no mentirá, guardará Su pacto con Su ungido y con Su simiente para siempre.
Cuando como sobre alas de ángeles nos remontamos al cielo en santa alabanza, la perspectiva se abre debajo de nosotros; de igual manera, cuando María se cierne con el ala poética, mira a lo largo de los pasadizos del pasado, y contempla los poderosos actos de Jehová en edades transcurridas hace ya mucho tiempo. Observen cómo la melodía adquiere majestad; se trata más bien del vuelo sostenido de Ezequiel, el de alas de águila, que del aleteo de la tímida paloma de Nazaret. Ella canta: “Y su misericordia es de generación en generación a los que le temen”. Mira más allá de la cautividad, a los días de los reyes, a Salomón, a David, a través de los jueces y hasta llegar al desierto, y a través del Mar Rojo a Jacob, a Abraham, y sigue su recorrido hasta que, deteniéndose en la puerta de Edén, oye el sonido de la promesa: “La simiente de la mujer herirá la cabeza de la serpiente”. Cuán magnificentemente resume el libro de las guerras del Señor, y repasa los triunfos de Jehová: “Hizo proezas con su brazo; esparció a los soberbios en el pensamiento de sus corazones”. Cuán deleitablemente la misericordia es entremezclada con el juicio en el siguiente canto de su salmo: “Quitó de los tronos a los poderosos, y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes, y a los ricos envió vacíos”.
Hermanos y hermanas míos, cantemos también nosotros del pasado, glorioso en fidelidad, temible en juicio, fecundo en portentos. Nuestras propias vidas nos proporcionarán un himno de adoración. Hablemos de las cosas que hemos experimentado tocantes al Rey. Estábamos hambrientos y Él nos llenó de cosas buenas; se encorvó sobre el muladar con el mendigo, y nos ha entronizado entre los príncipes; hemos sido sacudidos por la tempestad, pero con el Eterno Piloto al timón, no hemos tenido miedo de naufragar; hemos sido echados dentro de un horno de fuego ardiendo, pero la presencia del Hijo del Hombre apaciguó la violencia de las llamas.
Proclamen, oh, ustedes, hijas de la música, la larga historia de la misericordia del Señor para con Su pueblo en las generaciones tiempo ha idas. Las muchas aguas no pudieron apagar Su amor, ni ahogarlo los ríos; la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada, nada de esto ha separado a los santos del amor de Dios, que es en Cristo nuestro Señor. Los santos, bajo el ala del Altísimo, han estado siempre seguros. Cuando han sido más asediados por el enemigo, han morado en perfecta paz: “Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones”. Atravesando a veces la ola color rojo sangre, el barco de la Iglesia no se ha desviado nunca de su predestinado sendero de progreso. Cada tempestad la ha favorecido; el huracán que buscaba su ruina se ha visto obligado a llevarla adelante más rápidamente. Su bandera ha desafiado estos mil ochocientos años la batalla y la agitación, y no teme para nada lo que pudiera sobrevenir todavía. Pero, ¡he aquí!, se aproxima al puerto; está amaneciendo el día cuando le dirá adiós a las tormentas; las olas se han calmado debajo de ella; el reposo largamente prometido está a la mano; su Jesús mismo se encuentra con ella, caminando sobre las aguas; entrará en su puerto eterno y todos los que van a bordo cantarán de gozo con su Capitán, y triunfarán y cantarán victoria por medio de Aquel que la ha amado y ha sido su libertador.
Cuando María afinó así su corazón para glorificar en ella a Dios por Sus maravillas del pasado, enfatizó particularmente la nota de la elección. La nota más alta de la escala de mi alabanza es alcanzada cuando mi alma canta: “Yo le amo a Él, porque Él me amó primero”. Kent lo expresa muy bien de esta manera:
“Un monumento a la gracia,
Es un pecador salvado por la sangre;
Yo rastreo los raudales del amor
Hasta su fuente: Dios;
Y en Su poderoso pecho veo,
Eternos pensamientos de amor por mí”.
Difícilmente podríamos volar más alto que la fuente del amor en el monte de Dios. María sostiene la doctrina de la elección en su cántico: “Quitó de los tronos a los poderosos, y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes, y a los ricos envió vacíos”. Allí vemos a la gracia que distingue, a la consideración que discrimina; allí, a algunos se les permite que perezcan; allí están otros, los menos merecedores y los más oscuros, que son hechos objetos especiales del afecto divino.
No tengas miedo de hacer hincapié en esta excelsa doctrina, amado hermano en el Señor. Permíteme asegurarte que cuando tu mente esté más triste y decaída, descubrirás que esto es una botella que contiene el más exquisito cordial. Aquellos que dudan de estas doctrinas o que las arrojan a la fría sombra, se pierden de los más ricos racimos de Escol; se pierden de los vinos refinados y de los gruesos tuétanos; pero ustedes que, en razón de los años, han tenido sus sentidos ejercitados para discernir entre el bien y el mal, ustedes saben que no hay miel como ésta, no hay una dulzura comparable a ella. La miel en el bosque de Jonatán -cuando era tocada- iluminaba los ojos para ver, pero esta es miel que iluminará tu corazón para amar y aprender los misterios del reino de Dios.
Coman, entonces, y no tengan miedo del empalagamiento; aliméntense de esta selecta exquisitez, y no tengan miedo de cansarse de ella, pues entre más sepan, más querrán saber; entre más llena esté su alma, más desearán que su mente sea expandida, para poder comprender más el amor de Dios que es eterno, imperecedero, y discriminador.
Pero haré un comentario más sobre este punto. Ustedes ven que ella no terminó su cántico hasta no haber llegado al pacto. Cuando te remontas hasta un punto tan alto como la elección, demórate en su monte hermano, que es el pacto de gracia. En el último verso de su cántico, ella canta: “De la cual habló a nuestros padres, para con Abraham y su descendencia para siempre”. Para ella, ese era el pacto; para nosotros, que tenemos una luz más clara, el antiguo pacto hecho en la cámara del consejo de la eternidad, es el tema del mayor deleite. El pacto con Abraham fue en su mejor sentido sólo una copia menor de ese pacto de gracia hecho con Jesús, el Padre eterno de los fieles, antes que los cielos azules fueran extendidos. Los compromisos del pacto son una suaves almohadas para una cabeza adolorida; los compromisos del pacto con la fianza, Cristo Jesús, son los mejores sustentos de un espíritu trémulo.
“Su juramento, Su pacto, Su sangre,
Me sostienen en la fiera inundación;
Cuando todo sostén terrenal se derrumba,
Sigue siendo mi fortaleza y mi sostén”.
Si Cristo en efecto juró llevarme a la gloria, y si el Padre juró entregarme al Hijo para formar parte de la infinita recompensa por la aflicción de Su alma, entonces, alma mía, mientras Dios mismo no sea infiel, mientras Cristo no cese de ser la verdad, mientras el consejo eterno de Dios no se vuelva una mentira y el rojo pergamino de Su elección no sea consumido por el fuego, tú estás seguro. Descansa, entonces, en perfecta paz, venga lo que venga; descuelga tu arpa de los sauces y que tus dedos no cesen de tocarla siguiendo los acordes de la más rica armonía. Oh, que recibamos gracia de principio a fin para unirnos a María en su cántico.
II. En segundo lugar, ELLA CANTA DULCEMENTE. Ella alaba a Dios con todo su corazón. Observen cómo se sumerge hasta el centro del tema. No hay un prefacio, sino “Engrandece mi alma al Señor; y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador”. Cuando algunas personas cantan, da la impresión de que tienen miedo de ser escuchadas. Nuestro poeta declara:
“Con todos mis poderes de corazón y de lengua
Alabaré a mi Hacedor en mi canto;
Los ángeles oirán las notas que elevo,
Aprobarán el canto, y se unirán en la alabanza”.
Me temo que los ángeles frecuentemente no escuchan esos pobres susurros, débiles y desfallecientes, que a menudo brotan de nuestros labios simplemente por la fuerza de la costumbre. María es todo corazón; evidentemente su alma está ardiendo; mientras ella medita, el fuego arde; luego expresa su emoción con palabras. Nosotros también hemos de recoger nuestros pensamientos dispersos, y hemos de despertar a nuestros poderes somnolientos para alabar al amor redentor. Ella usa una noble palabra: “Engrandece mi alma al Señor”. Yo supongo que esto significa: “Mi alma se esfuerza por engrandecer a Dios por medio de la alabanza”. Él es tan grande como pudiera serlo en Su ser; mi bondad no puede magnificarle, pero mi alma quisiera engrandecer a Dios en los pensamientos de los demás, y engrandecerlo en mi propio corazón. Yo quisiera darle al cortejo de Su gloria un mayor alcance; yo quisiera reflejar la luz que Él me ha dado; quisiera convertir en amigos a Sus enemigos; yo quisiera volver los pensamientos ásperos acerca de Dios en pensamientos de amor. “Engrandece mi alma al Señor”. El viejo Trapp dice: “mi alma quisiera crear un mayor espacio para Él”. Es como si María quisiera absorber más de Dios, como Rutherford, cuando dice: “¡Oh, que mi corazón fuera tan grande como el cielo, para que yo pudiera contener a Cristo en él!”; y luego, se pone un alto a sí mismo: “Pero los cielos y la tierra no pueden contenerle. Oh, que tuviera un corazón tan grande como siete cielos, para poder contener a todo Cristo dentro de él”. En verdad, este es un deseo más grande del que podríamos esperar jamás que fuese cumplido; sin embargo, nuestros labios cantarán todavía: “Engrandece mi alma al Señor”. ¡Oh, si pudiera coronarle; si pudiera propulsarle más arriba! Si el hecho de que fuera quemado en la hoguera pudiera añadir tan sólo una chispa más de luz para Su gloria, yo sería feliz por sufrirlo. Si el hecho de que yo fuese aplastado pudiera levantar una pulgada a Jesús, ¡feliz sería la destrucción que añadiera a Su gloria! Tal es el espíritu de entrega del cántico de María.
Además, su alabanza es muy gozosa: “Mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador”. La palabra en el griego es muy notable. Yo creo que es la misma palabra que es usada en el pasaje: “Gozaos en aquel día, y alegraos”. Solíamos tener una antigua palabra en inglés que describía a un cierto baile de celebración, “a galliard”, “una gallarda”. Era un baile en el que se daban brincos; los antiguos comentaristas lo llaman un levalto. María, en efecto, declara: “Mi espíritu habrá de danzar como David delante del arca, dará saltos, brincará, retozará y se regocijará en Dios mi Salvador”. Cuando nosotros alabamos a Dios, no debería ser con notas dolorosas o lúgubres. Algunos de mis hermanos alaban siempre a Dios con la nota más baja, o en el profundo, profundo bajo; no pueden sentirse santos mientras no estén melancólicos. ¿Por qué algunos hombres no pueden adorar a Dios excepto con una cara larga? Los conozco por su simple manera de caminar cuando vienen a la adoración; ¡qué paso tan terrible es el suyo! No entienden el Salmo de David:
“A sus atrios, con gozos desconocidos,
Las sagradas tribus acuden”.
No, estos individuos suben a la casa de su Padre como si se dirigiesen a la cárcel, y adoran a Dios los domingos como si fuese el día más lúgubre de la semana. Se dice de un cierto habitante de las zonas altas de Escocia -cuando los habitantes de esa región eran muy piadosos- que una vez fue a Edimburgo, y cuando regresó de su viaje comentó que había visto un terrible espectáculo el día domingo, pues había visto a ciertas personas en Edimburgo que iban a la iglesia con rostros felices. Él consideraba que era perverso verse feliz los domingos. Ese mismo concepto existe en las mentes de ciertas buenas personas de por aquí; se imaginan que cuando los santos se reúnen deben sentarse, y experimentar una pequeña y cómoda desdicha y sólo un poco de deleite. En verdad, gemir y languidecer no es el camino señalado para adorar a Dios. Debemos tomar a María como una norma. Yo la recomiendo todo el año como un ejemplo para los que están turbados y tienen un corazón desfalleciente. “Mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador”.
Cesen de regocijarse en las cosas sensuales, y no tengan ninguna comunión con los placeres pecaminosos, pues todo ese regocijo es maligno, pero no pueden regocijarse demasiado en el Señor. Yo creo que el problema con nuestra adoración pública es que somos demasiado sobrios, demasiado fríos, demasiado formales. Yo no admiro precisamente los exabruptos de nuestros amigos metodistas primitivos cuando se desenfrenan, pero no pondría ninguna objeción a oír un “¡aleluya!” dicho de todo corazón de vez en cuando. Una entusiasta explosión de exultación podría calentar nuestros corazones; el grito de “¡Gloria!” podría encender nuestros espíritus.
Esto sé, que no me siento nunca más listo para la verdadera adoración que cuando estoy predicando en Gales, cuando a lo largo de todo el sermón el predicador es auxiliado más que interrumpido por gritos de: “¡Gloria a Dios!” y “¡Bendito sea Su nombre!” Vamos, en ese momento la sangre comienza a arder y el alma de uno es sacudida, y esta es la verdadera manera de servir a Dios con gozo. “Regocijaos en el Señor siempre. Otra vez digo: ¡Regocijaos!” “Mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador”.
En tercer lugar, ella canta dulcemente porque canta confiadamente. No se detiene a preguntarse: “¿Tengo algún derecho de cantar?”, sino más bien dice: “Engrandece mi alma al Señor; y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador. Porque ha mirado la bajeza de su sierva”. “Si”, es un triste enemigo de toda felicidad cristiana; “pero”, “por ventura”, “duda”, “conjeturar”, “sospechar”, estos constituyen una raza de salteadores de caminos que acechan a los pobres peregrinos tímidos y les roban el dinero de sus gastos. Las arpas pronto se desentonan y cuando sopla el viento desde el reducto de la duda, las cuerdas se rompen al por mayor. Si los ángeles del cielo pudieran albergar alguna duda, eso convertiría el cielo en un infierno. “Si eres Hijo de Dios” fue el arma cobarde blandida por el antiguo enemigo en contra de nuestro Señor en el desierto. Nuestro gran enemigo conoce bien cuál arma es la más peligrosa.
Cristiano, ponte el escudo de la fe siempre que veas la daga envenenada a punto de ser usada contra ti. Me temo que algunos de ustedes alientan sus dudas y temores. Bien podrían incubar jóvenes víboras y criar a un basilisco. Piensan que es una señal de gracia tener dudas, aunque más bien es una señal de debilidad. Si dudan de la promesa de Dios, eso no demuestra que no posean nada de gracia, pero demuestra, en verdad, que necesitan más gracia, pues si tuviesen más gracia, recibirían la Palabra de Dios tal como Él la da, y se diría de ustedes como se dijo de Abraham, que “tampoco dudó, por incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe, dando gloria a Dios, plenamente convencido de que era también poderoso para hacer todo lo que había prometido”. Que Dios les ayude a deshacerse de sus dudas. ¡Oh, esas son cosas diabólicas! ¿Es esta una palabra muy dura? Me encantaría encontrar una más dura. Son criminales, son rebeldes que buscan robarle a Cristo Su gloria; son traidoras que arrojan cieno sobre el escudo de armas de mi Señor. ¡Oh, son viles traidoras; cuélguenlas de la horca que debe ser tan alta como la de Amán; arrójenlas a la tierra, y dejen que se pudran como carroña, o entiérrenlas con el entierro de un asno! Las dudas son aborrecidas por Dios y también han de ser aborrecidas por los hombres. Son crueles enemigas de sus almas, lesionan la utilidad suya y los despojan en todos los sentidos. ¡Elimínenlas con la espada del Señor y de Gedeón! Por fe en la promesa busquen echar fuera a estos cananeos y posean la tierra. Oh, ustedes, hombres de Dios, hablen con confianza, y canten con sagrado júbilo.
Hay algo más que confianza en su cántico. Ella canta con gran familiaridad, “Engrandece mi alma al Señor; y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador… Porque me ha hecho grandes cosas el Poderoso; Santo es su nombre”. Este es el cántico de alguien que se aproxima muy cerca de su Dios en amorosa intimidad. Yo siempre tengo una idea cuando escucho la lectura de la liturgia: que es la adoración de un esclavo. Las palabras y las frases no son un problema para mí. Tal vez, de todas las composiciones humanas, el servicio litúrgico de la Iglesia de Inglaterra sea, con algunas excepciones, el más noble, pero sólo es bueno para esclavos o, suponiendo lo mejor, para súbditos. A lo largo de todo el servicio, uno siente que hay un cerco que rodea la montaña, tal como en el Sinaí. Su ‘letanía’ es el lamento de un pecador, y no el feliz triunfo de un santo. El servicio engendra una esclavitud, y no contiene nada del espíritu confiado de la adopción. Contempla al Salvador desde muy lejos, como alguien que ha de ser temido más bien que amado, y que ha de ser considerado temible en lugar de deleitarse en Él. No tengo duda de que se adecua a aquellos cuya experiencia los conduce a poner los diez mandamientos cerca de la mesa de la comunión, pues evidencian por esto que sus tratos con Dios son todavía sobre los términos de siervos y no de hijos.
En lo que a mí respecta, yo necesito una forma de adoración en la que pueda acercarme a mi Dios, y aproximarme incluso a Sus pies, exponiendo mi caso delante de Él, y ordenando mi causa con argumentos, hablando con Él como un amigo habla con su amigo, o un hijo habla con su padre; de otra manera, la adoración vale muy poco para mí.
Nuestros amigos de la Iglesia Episcopal, cuando vienen aquí, son naturalmente impactados por nuestro servicio viéndolo como irreverente porque es mucho más familiar y atrevido que el suyo. Hemos de guardarnos cuidadosamente de tener que merecer realmente esa crítica, y entonces no deberíamos temerla, pues un alma renovada desea vivamente precisamente ese trato que el formalista llama irreverente. Hablar con Dios como mi Padre, tratar con Él como con Uno cuyas promesas son verdaderas para mí, y a quien yo, un pecador lavado en la sangre y vestido con la justicia perfecta de Cristo, puedo venir con valor, sin tener que quedarme lejos. Yo digo que esto es algo que el adorador de los atrios exteriores no puede entender.
Hay algunos de nuestros himnos que hablan de Cristo con tal familiaridad que el crítico impasible dice: “A mí no me gustan tales expresiones. Yo no podría cantarlas”. Estoy plenamente de acuerdo contigo, señor crítico, ya que el lenguaje no te vendría bien a ti, puesto que eres un extraño; pero un hijo puede decir mil cosas que un siervo no debe decir. Recuerdo que un ministro alteró uno de nuestros himnos que dice:
“Que rehúsen cantar
Quienes no conocieron nunca a nuestro Dios;
Pero los favoritos del Rey celestial
Pueden expresar libremente sus gozos”.
Él lo cambió de esta manera:
“Pero los súbditos del Rey celestial”.
Sí; y cuando lo expresó, yo pensé: “eso es correcto; tú estás cantando lo que sientes; tú no sabes nada de la gracia que discrimina ni de las manifestaciones especiales, y, por tanto, te apegas a tu nivel innato, que es: ‘súbditos del rey celestial’”. Pero, oh, mi corazón necesita una adoración que pueda sentir y expresar el sentimiento de que soy un favorito del rey celestial, y por tanto, que pueda cantar de Su amor especial, de Su favor manifiesto, de Sus dulces relaciones y de Su misteriosa unión con mi alma. Nunca estarás bien mientras no te hagas la pregunta: “Señor, ¿cómo es que te manifiestas a nosotros, y no al mundo?” Hay un secreto que nos es revelado, y que no es revelado al mundo exterior; un entendimiento que las ovejas reciben pero que no reciben las cabras. Yo apelo a cualquiera de ustedes que durante la semana ocupan una posición oficial: un juez, por ejemplo. Tú tienes un asiento en el tribunal y no estás revestido de una insignificante dignidad cuando estás allí. Cuando llegas a casa, hay un pequeñito que tiene muy poco miedo de tu investidura de juez, aunque tiene mucho amor por tu persona, y que se sube a tus rodillas, te besa en la mejilla y te dice mil cosas que son adecuadas y correctas porque salen de él, pero que no tolerarías en la corte si provinieran de cualquier otro ser viviente. Esta parábola no necesita interpretación.
Cuando leo algunas de las oraciones de Martín Lutero, me escandalizo, pero argumento conmigo mismo así: “Es cierto que no puedo hablar con Dios de la misma manera que Martín pero, tal vez, Martín Lutero sintió y comprendió su adopción más de lo que yo lo hago, y por tanto, no era menos humilde porque fuera más arrojado. Pudiera ser que usó expresiones que estarían fuera de lugar en la boca de cualquier hombre que no hubiera conocido al Señor como él lo hizo”.
Oh, amigo mío, canta en este día de nuestro Señor Jesús como de alguien cercano a nosotros. Acércate a Cristo, lee Sus heridas, mete tu mano en Su costado y mete tu dedo en la señal de los clavos, y luego tu canto adquirirá una sagrada dulzura y una melodía que no se puede lograr en ninguna otra parte.
Debo concluir observando que aunque su cántico era todo esto, sin embargo, cuán humilde fue, en verdad, y cuán lleno de gratitud. Los papistas la llaman: “Madre de Dios”, pero ella no susurra nunca tal cosa en su cántico. No, ella dice más bien: “Dios mi Salvador”; justo las mismas palabras que el pecador que les habla podría usar, y tales expresiones como las que ustedes, pecadores, que están oyéndome, podrían usar también. Ella necesita un Salvador; siente que lo necesita y su alma se regocija porque hay un Salvador para ella. Ella no habla como si pudiera recomendarse ante Él, sino que espera ser acepta en el amado. Procuremos, entonces, que nuestra familiaridad esté mezclada siempre con la postración más humilde de espíritu, cuando recordamos que Él es Dios sobre todo, bendito para siempre, y nosotros no somos nada sino polvo y cenizas. Él llena todas las cosas, y nosotros somos menos que nada y vanidad.
III. Lo último debía ser la pregunta: ¿HA DE CANTAR SOLA? Sí, debe hacerlo, si la única música que podemos traer es la de los deleites carnales y de los placeres mundanos. Habrá mucha música mañana que no encajaría con la suya. Habrá mucho júbilo mañana, y mucha risa, pero me temo que la mayor parte de eso no iría acorde con el cántico de María. No será “Engrandece mi alma al Señor; y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador”. No querríamos impedir el retozo de los espíritus animales en los jóvenes ni en los viejos; no moderaríamos en lo más mínimo su goce de las misericordias de Dios, en tanto que no quebranten su mandamiento por causa del desenfreno, o la borrachera o el exceso; pero, aun así, cuando han practicado la mayor parte de este ejercicio corporal, de poco aprovecha, pues es sólo el disfrute de la hora pasajera y no la felicidad del espíritu que es permanente; y, por tanto María debe cantar sola en lo que a ustedes concierne. El gozo de la mesa es demasiado bajo para María; el gozo de la fiesta y de la familia es rastrero comparado con el suyo.
Pero, ¿ha de cantar sola? Ciertamente no, si en este día cualquiera de nosotros, por la simple confianza en Jesús, pudiera recibir a Cristo para ser suyo. ¿Te conduce el Espíritu de Dios a decir en este día: “Confío mi alma a Jesús”?
Mi querido amigo, entonces tú has concebido a Cristo; en el mejor sentido y en el sentido místico de esa palabra, Cristo Jesús es concebido en tu alma. ¿Lo comprendes como el que cargó con el pecado y quitó la transgresión? ¿Puedes verle sangrando como el Sustituto de los hombres? ¿Lo aceptas como tal? ¿Pone tu fe toda su dependencia en lo que Él hizo, en lo que es y en lo que hace? Entonces Cristo es concebido en ti, y puedes proseguir tu camino con todo ese júbilo que conoció María -y yo estaba casi listo a decir con algo más- pues la concepción natural del santo cuerpo del Salvador fue, como tema de congratulación, sólo la décima parte si se le compara con la concepción espiritual del santo Jesús dentro de tu corazón, cuando Él sea en ti la esperanza de gloria.
Mi querido amigo, si Cristo es tuyo, no hay cántico en la tierra tan sublime y tan santo para ser cantado; es más, no hay ningún cántico conmovedor procedente de los labios de los ángeles, ni ninguna nota conmovedora de la lengua del arcángel, a los que tú no pudieras unirte. Incluso en este día, lo más santo, lo más feliz, lo más glorioso de las palabras, de los pensamientos y de las emociones, te pertenecen. ¡Úsalos! Que Dios te ayude a gozar de todo eso, y Suya sea la alabanza y tuyo sea el consuelo para siempre. Amén.
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