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English: The True Lineage

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Por Charles H. Spurgeon sobre Santificación y Crecimiento
Una parte de la serie Metropolitan Tabernacle Pulpit

Traducción por Allan Aviles


“Mientras él decía estas cosas, una mujer de entre la multitud levantó la voz y le dijo: Bienaventurado el vientre que te trajo, y los senos que mamaste. Y él dijo: Antes bienaventurados los que oyen la palabra de Dios, y la guardan.” Lucas 11: 27, 28.

¿Era ella una mujer de un amoroso corazón que fue conmovida por el discurso del amado Salvador? Muchos, sin duda, escucharon las mismas palabras de gracia, algunos con ira, y otros con austera complacencia; pero pudiera ser que el alma de esta mujer comenzara a inflamarse de un santo asombro por las cosas prodigiosas que brotaban de Su boca, y que su alma sintiera mucho afecto por el hombre de quien emanaba tanta gracia, al punto que exclamó: “¡Bienaventurado el vientre que te trajo!” ¿Fue así? Tal vez se tratara un amor ignorante aunque apasionado, que se abría paso por en medio de todo comedimiento.

Algunas veces presenciamos el mismo tipo de reacciones entre nuestros amigos metodistas primitivos. Son arrebatados de tal manera por el poder de la verdad que acaba de serles declarada, que no pueden evitar dar voces, diciendo: “¡Gloria!”, o “¡Aleluya!” Por todo Gales prevalece esa costumbre -que estoy lejos de condenardurante todo el sermón, frecuentemente para gran consuelo del conferenciante, pues le da vida y le anima a proseguir, y le impulsa a remontarse a mayores alturas de las que se hubiera atrevido de no ser por eso. Tal vez pudiéramos considerar bajo esta luz esa interrupción por parte de la afectuosa mujer.

Sin embargo, tal vez hubiera sido una atrevida y perpleja ignorancia antes que un intenso afecto. El suyo pudiera haber sido algún tipo de vago asombro provocado por lo que había escuchado, que, involuntariamente, delató con su boca. Esto lo he notado, algunas veces, cuando predico la Palabra a nuestros amigos metodistas primitivos: que no siempre han insertado el “¡Gloria!” en el lugar oportuno, o, que la observación con la que nos han regalado ha sido tan inapropiada como bien podría serlo. Aunque me ha alegrado, unas veces, oír alguna reacción emocional cuando parecía proceder de una verdadera sensibilidad, y era compatible con el sentido común, no me he sentido muy gratificado cuando la ignorancia fue la instigadora. Tal vez sucedió así con aquella mujer. Esa, al menos, es la opinión de muchos sabios expositores. Tampoco nos da la impresión de que Jesús la ensalzara. Era un alma pobre e ignorante, que quizá no había escuchado antes ninguna predicación y menos habría escuchado una predicación como la de Jesucristo y, por tanto, dio voces en una suerte de estupefacto asombro: “Bienaventurado el vientre que te trajo, y los senos que mamaste”.

De cualquier manera, sea lo que fuere, esta mujer no es sino un ejemplo de muchísimas personas de su propia época y de millones de personas más de épocas sucesivas. Pueden percibir que ella cambió su admiración de la persona de Cristo y la transfirió a la persona de Su madre. Hubo en otras ocasiones algún tipo de manifestaciones en ese sentido en la vida de Cristo, las cuales censuró, tal como lo hizo en este caso. Ustedes observarán que aunque no dice nada irrespetuoso de Su madre, apunta el extinguidor sobre cualquier cosa semejante a bendecirla como si fuese altamente favorecida sobre todos los demás que creen en Él.

En la ocasión de las bodas en Caná de Galilea, Jesús respondió a Su madre –no diré que ásperamente, pues no era posible que hiciera eso- pero más o menos severamente, cuando le dijo: “¿Qué tienes conmigo, mujer? Aún no ha venido mi hora”. Desalentó resueltamente lo que debe de haber percibido como la tendencia natural de la mente de la gente a reverenciar indebidamente a Su madre; y parece muy sorprendente, para cualquier persona pensante, que después de palabras como las de mi texto, la Mariolatría hubiere prevalecido en la Iglesia de Roma hasta el límite tan aterrador que ha alcanzado y que sigue alcanzando. Vamos, por cada oración ofrecida a Jesucristo, yo creo que hay cincuenta ofrecidas a la Virgen María, en el momento presente. Sea lo que fuere, en el rosario de los prosélitos de Roma hay diez ‘Avemarías’ por cada ‘Padrenuestro’.

Observen que ella debe ser tenida en un profundo respeto, y que es “bendita entre las mujeres”; nunca ha de salir de los labios de ningún cristiano una sola palabra irrespetuosa hacia ella; fue altamente favorecida, fue un tipo de una segunda Eva, y así como Eva engendró el pecado, esta mujer, esta segunda Eva, engendró al Señor que es nuestra salvación. Ella está ubicada en una posición excelsa; pero, aun así, de ningún modo debe ser objeto de adoración; de ninguna manera debe ser levantada y exaltada como si hubiera sido concebida inmaculadamente, y después hubiera vivido sin pecado, y fuera asunta a lo alto -como lo declaran los papistas- por medio de una maravillosa asunción al cielo, sólo una suposición, en verdad, de parte de ellos, y nada mejor que una suposición, sin ninguna base de ningún tipo en los hechos.

No, hermanos, la Virgen María fue una pecadora salvada por gracia, como ustedes y yo lo hemos sido. El Salvador, al que ella engendró, fue un Salvador para ella de la misma manera que lo es para nosotros. María tuvo que ser lavada del pecado, tanto del original como del cometido, en la sangre preciosa de su propio Hijo, “el Hijo del Altísimo”; ella tampoco habría podido entrar al cielo a menos que Él pronunciara Su absolución, y fuera, como lo somos nosotros, “aceptos en el Amado”.

Y, sin embargo, no me sorprende que hubiera una tendencia a exaltarla indebidamente; sin embargo, me sorprende mucho que, después de que Cristo hablara tan claramente y tan expresamente, los hombres hayan tenido el descaro y el diablo haya tenido la audacia de llevar engañados, a millones de cristianos profesantes, a adorar a quien debe ser reverenciada pero nunca adorada.

Si miran el texto, verán que contiene algo muy hermoso. La mujer pronunció una bendición para la Virgen María; Cristo la recoge y la coloca sobre todo Su pueblo. Ella dijo: “Bienaventurada la mujer que te engendró”. “Sí” –replicó Jesús- “es bienaventurada; pero (en el mismo preciso sentido) bienaventurados son los que oyen la palabra de Dios, y la guardan”. Así, hermanos míos, todas las bendiciones que pudieran pertenecer a María, les pertenecen a ustedes y me pertenecen a mí, si oímos la Palabra de Dios y la guardamos; no importa cuáles mercedes supongamos que fueron incluidas en el hecho de ser una persona altamente favorecida, esas mismísimas misericordias son de ustedes y son mías, si, oyendo la Palabra de Dios, la guardamos verdaderamente.

I. Muchos suponen, y muy naturalmente, que debe de haber sido algo encantador ser la madre de nuestro Señor, PORQUE, ENTONCES, HABRÍAMOS TENIDO EL HONOR DEL TRATO MÁS CERCANO CON ÉL.

Haber visto al infante en Su cuna, y haberle cargado sobre las rodillas, haber observado los años de crecimiento del Santo Niño, haber percibido Sus agraciadas palabras, Su santa piedad, Su completa obediencia a Sus padres, haber permanecido con Él los treinta años que, sin duda, José y María pasaron con su honrado y glorioso Hijo, debe de haber sido no poca bendición. El mismo espíritu, ustedes saben, surge en el himno de la señora Lucas, tan favorito de nuestros queridos hijos y que a todos nosotros nos encanta cantar:

“Pienso, cuando leo esa antigua y dulce historia,
Cuando Jesús estuvo aquí entre los hombres,
Cómo llamaba a los niñitos como ovejas a Su redil;
Pienso que me habría gustado estar entonces con ellos.
Habría deseado que Sus manos estuvieran sobre mi cabeza,
Que Sus brazos me hubieran abrazado;
Y que hubiera podido ver Su tierna mirada cuando decía:
‘Dejad a los niños venir a mí’”.

Sí, muchas madres podrían estar convencidas de que ser besadas por esos labios pequeñitos, ser estrechadas en el cuello por Sus bracitos, ser miradas por los ojos de ese Niño que destilaban amor, habría sido una bienaventuranza apetecible cada día.

Bien, pareciera ser así, amados; y, sin embargo, si pensamos rectamente al respecto, la ilusión se disipa rápidamente. Fue un gran privilegio tener una asociación con Cristo; pero, a menos que hubieran sido santificados espiritualmente, podría haber constituido una solemne responsabilidad que hundiría más profundamente al alma en la culpa en vez de levantarla a una más elevada santificación. Permítanme que me aventure a recordarles de uno que tuvo la más íntima relación con Cristo en los días de Su ministerio público. El Salvador confiaba tanto en él que guardaba los pequeños ahorros generados por los sobrantes de las ofrendas de la caridad; él era el tesorero del pequeño grupo, y ya saben quién es: Judas. Él había estado con Jesús casi en todas partes; había sido Su amigo cercano y Su conocido, y cuando mojó el pan con él, no fue sino un indicativo de la cercana relación que había sido preservada entre el Divino Maestro y esa vil criatura que era completamente indigna de tal privilegio. Nunca hubo otro “hijo de perdición” del calibre de Judas, el amigo y conocido de Cristo. Nunca alguien más se hundió tan bajo en las profundidades de la divina ira, con una piedra de molino tan gigantesca atada a su cuello, como este hombre a quien Cristo comunicaba dulcemente los secretos, y con quien andaba en amistad en la casa de Dios. El mismo sol madura el grano y las adormideras. Este hombre fue madurado en la culpa por el mismo proceso externo que maduró a otros en santidad.

Entonces, después de todo, no resulta ser una bienaventuranza tan grande, si se considera como una bendición natural. Pero, independientemente de cuál sea la bendición, está disponible espiritualmente para cada cristiano. Amados, si son parte de Su pueblo, ustedes podrían tener un trato con Cristo más cercano y mucho más duradero que cualquier trato que Su madre pudiera haber logrado simplemente por haberlo mecido sobre sus rodillas, o haber suplido con sus pechos Sus necesidades. Hoy se puede hablar con Jesús. Para ustedes, herederos del cielo, la compañía del Divino Hermano Mayor es libre; sólo necesitan acudir a Él, y Él los llevará a Su casa del banquete, y el pendón que ondeará sobre ustedes será el del amor. Su izquierda está todavía debajo de la cabeza de los santos, y Su derecha los abraza. Hay cosas más preciosas que las que el Cristo infante pudo dar a Su madre; hay besos de Sus labios más dulces, más espirituales, que cualquiera de los que hubiere recibido María. Ustedes sólo tienen que anhelarlos y desearlos con vehemencia; y, cuando los obtienen, sólo tienen que atesorarlos, y los tendrán cada día. Confío, hermanos, que algunos de nosotros no necesitemos dar voces con la esposa en el Cantar: “¡Oh, si tú fueras como un hermano mío que mamó los pechos de mi madre! Entonces, hallándote fuera, te besaría”; pues podemos decir: “Mi amado es mío, y yo suya… Sustentadme con pasas, confortadme con manzanas; porque estoy enferma de amor”.

Yo afirmo, entonces, que todo el honor de asociarse con Cristo puede ser gozado, en el presente, por Su pueblo; podemos disfrutar de la comunión más dulce, en el sentido más excelso y más puro, de tal forma que la bendición que tuvo María es nuestra, y podemos decir con Cristo: “Antes bienaventurados los que oyen la palabra de Dios, y la guardan”.

II. Además, algunas personas suponen naturalmente que debe de haber sido algo dulce ser la madre de nuestro Señor, PORQUE, ENTONCES, LE HABRÍAMOS CONOCIDO MÁS, Y HABRÍAMOS CONOCIDO MÁS DE SU CORAZÓN.

Si tenía algunos secretos, seguramente los habría confiado a Su madre. Seguramente se habrían transparentado, en Su vida privada, algunas cosas que los hombres no verían en público. Tal vez hubo algo que no podía ser manifestado muy bien ante la mirada de los millones, que sería percibido por José y por Su admiradora madre. Ella estaba tras bastidores; tenía el beneficio de mirar dentro de Su propio corazón de la manera en que nosotros no podemos hacerlo.

Bien, podría haber algo en eso, pero no creo que haya mucho. Yo no sé si María sabía más que otros. Lo que sabía, hizo bien en guardarlo en su corazón. Pero no parecería, por lo que leemos en los evangelios, que hubiere sido una creyente más instruida que cualquier otro de los discípulos de Cristo, y no tenemos ningún indicativo de que ella hubiere logrado algunos extraordinarios avances en la instrucción espiritual que Su Hijo impartió.

Pero es cierto que, sin importar lo que María hubiere podido descubrir, ustedes y yo podemos descubrirlo ahora, no naturalmente, sino espiritualmente. ¿Se sorprenden de que diga esto? Aquí tenemos un texto que lo comprueba: “La comunión íntima de Jehová es con los que le temen, y a ellos hará conocer su pacto”. Yo recuerdo también las palabras del Maestro cuando dijo: “Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a conocer”.

Es más, tan bienaventuradamente nos dice este Divino Revelador de secretos lo que hay en Su corazón, que no se reserva nada que sea de provecho para nosotros, y puede decirnos lo que dijo a Sus discípulos: “Si así no fuera, yo os lo hubiera dicho”. Cristo no oculta nada a Sus elegidos. Entre el corazón de un verdadero santo y Cristo no hay ningún secreto; nosotros derramamos nuestros corazones en Su corazón, y Él derrama a su vez Su corazón en el nuestro. ¿Acaso no se manifiesta a nosotros, en estos días, como no se manifiesta al mundo? Ustedes saben que lo hace y, por tanto, no darán voces ignorantemente como lo hizo aquella mujer: “Bienaventurado el vientre que te trajo”; antes bien, inteligentemente bendecirán a Dios porque, habiendo oído y guardado la Palabra, ustedes tienen, ante todo, una comunión tan verdadera con el Salvador como la tuvo la Virgen, y tienen, en segundo lugar, una participación tan verdadera en los secretos de Su corazón como podemos suponer que ella los tuvo.

III. Por otra parte, quizá un comentario más común sea este: “hubiera deseado ser la madre de Cristo, para HABER PODIDO ALIMENTARLE Y SUPLIR SUS NECESIDADES, cuidarlo en Su debilidad, ponerlo a descansar, y oír los primeros balbuceos cuando comenzó a hablar. Oh, sería algo importante poder decir, al llegar al cielo, que alimenté al Ser que es exaltado ahora muy por encima de todos los principados y potestades, y que escuché el llanto de Su infancia, y alivié Sus necesidades”.

Bien, eso sería algo; pero déjenme decirles que pueden alcanzar eso, amados: cada hijo de Dios debería alcanzarlo. Cristo está todavía en la tierra, no en cuanto a Su persona corporal, sino en términos de Su persona mística; y todavía puedes alimentar a esa persona mística. Nosotros, ministros de Dios, ¿acaso no somos padres nutricios de la Iglesia de Dios? Y ustedes, cada uno de ustedes, en su esfera, al enseñar al ignorante, guiar al descarriado y consolar a quienes están abatidos, oyen el llanto plañidero de un Salvador sufriente, y están, con los pechos de su consolación, supliendo las necesidades de Su todavía infante Iglesia.

Tal vez sea mejor, y mucho más noble, tener el honor de nutrir el cuerpo místico de Cristo en lugar de cuidar Su estructura corporal, porque hay un rango mucho más amplio en esto. El Salvador sólo necesitaba un refrigerio, algún bocado y un trago de agua; pero ahora su vasto cuerpo, extendido como está desde Japón hasta América, Su vasto cuerpo que se encuentra presente, como es el caso, en cada parte de este mundo, Su vasto cuerpo, encontrado en aquellos enfermos, en aquellos aquejados de pobreza, requiere vastamente más y, por tanto, de tu riqueza puedes dar más, sí, puedes ofrecer más de tu fortaleza para alimentarle y suplir Sus necesidades espirituales. Entonces, cualquier honra que la Virgen hubiere tenido a este respecto, puede ser alcanzada todavía por las vírgenes puras de Cristo si atienden a Su Iglesia, y la ministran con la riqueza de su corazón.

“¡Jesús, el más pobre de los pobres!
¡Varón de dolores! ¡Hijo de aflicción!
Felices son aquellos cuya abundante reserva
Sirvió para Tu alivio.
Jesús, aunque Tu cabeza está coronada,
Coronada con la más excelsa majestad,
En Tus miembros eres encontrado,
Sumido en la más profunda pobreza.
* * * “Quienes alimentan a Tus pobres y desfallecidos
Proveen un banquete para TI MISMO;
Aquellos que visten a los santos desnudos
Alrededor de TUS lomos colocan esos vestidos”.

IV. Podría ser muy posible que otras personas lo hayan considerado de otra manera. Han dicho: “Bienaventurado el vientre que te trajo, y los senos que mamaste; pues si nos hubiese correspondido ser Su madre, entonces, creemos QUE ÉL ESTARÍA DISPUESTO A OÍR NUESTRO CLAMOR, pues un hijo seguramente no puede resistir la oración de su propia madre; y cuando una madre dice: ‘Hijo mío, ayúdame, yo soy pecadora; yo creo en ti, ayúdame’; cuando clama a aquél a quien ha concebido, ‘Ayúdame, quita mis pecados’, seguramente Jesús oiría, con un oído dispuesto, y diría: ‘madre, tus pecados te son perdonados’.

Pero, amados, esto es únicamente nuestra imaginación, pues Cristo está tan dispuesto a salvar a cualquier pecador en este lugar, como lo estuvo para salvar a Su madre, pues es Su mayor deleite ver a un pecador, con lágrimas en sus ojos, clamando: “Dios, sé propicio a mí, pecador”. Si yo tuviera el poder de perdonarlos, creo que ustedes saben de qué buen grado lo haría. Oh, si yo pudiera quebrantar sus corazones, los vendaría de nuevo; Dios sabe que no dejaría pasar esta noche sin hacerlo; y, ¿piensan que mi Dios y Señor es menos amoroso que yo? Ustedes sienten que si Él estuviera aquí esta noche y ustedes fueran Su madre, que oiría con certeza su clamor y les respondería; pero Jesucristo respondió -mirando a la multitud que se había congregado- a alguien que le dijo: “He aquí tu madre y tus hermanos están afuera, y te quieren hablar”, ¿qué le respondió? “¿Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos? Y extendiendo Su mano hacia Sus discípulos, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Porque todo aquel que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, y hermana, y madre”. Y tú, si pones tu confianza en el Señor Jesucristo, no estarás en una condición inferior a Su madre, es más, ¿por qué no decirlo?, incluso tendrías la preferencia. Cristo predicaba cuando le dijeron: “Aquí está tu madre”. ¿Se detuvo acaso para atender primero a Su madre? No, antes bien quiso alimentar primero a Sus discípulos, primero quiso enseñarles; y así, pecador, no estarás en una condición inferior a la madre del Salvador. Sólo clama a Él ahora. Oh, que el Espíritu Santo te enseñara tu condición perdida, te revelara tu necesidad, y pusiera un clamor penitente en tu boca; pues, cuando puedas clamar: “Jesús, apiádate de mí, y sálvame”, tú puedes clamar a Él con la mayor confianza, pues:

“Él es capaz, Él está dispuesto,
No dudes más”.

No necesitas buscar conmover Su corazón con muchos clamores; pues Su corazón ya está conmovido. Él ama a los hijos de los hombres; Sus delicias están con ellos. No podrías hacerle un mayor favor que dejándole que te salve. Sométete, con todo tu vacío, a la plenitud de Su indecible compasión. ¿Acaso no tengo un pensamiento aquí, sostenido ahora como un imán, que arrulle a algunos? ¿No hay algún metal aquí que sea atraído por él? El amor de Cristo a Su pueblo, a los pobres pecadores que le buscan, es tan grande como el amor que le hubiere tenido a Su madre, e incluso mayor; pueden venir con determinación a Él, aunque no hayan buscado Su rostro nunca antes.

V. Además, soy del parecer que algunos piensan que, si hubieran sido Su madre, HABRÍAN PODIDO VENIR A ÉL CON MAYOR FACILIDAD.

“Es fácil hablarle a alguien que conocemos. No tenemos ningún temor de declarar nuestras carencias a uno que ha estado tan cerca de nosotros como Cristo lo estuvo de Su madre”. Sin embargo, quisiera que recordaran que Cristo, como el Hijo de Dios, no era el Hijo de María; Cristo, el Divino Salvador no estaba más cerca de María de lo que está cercano a nosotros. El Cristo concebido en su vientre o que mamó de sus pechos fue meramente el hombre Cristo; y, por tanto, en Su divina persona se yergue tan por encima de ella como de nosotros. Y entonces, aunque fue nacido de la sustancia de Su madre, fue de nuestra sustancia también, pues es hueso de nuestros huesos, y carne de nuestra carne, un hombre tal como somos nosotros. Si fuera un ángel, siendo de un tipo diferente, podríamos tener miedo de venir a Él; pero Él es un hombre, tiene las emociones de un hombre, el corazón de un hombre, la compasión de un hombre, el amor de un hombre, y no tenemos que tener miedo de venir a Él. Aunque no naciera de nosotros, Él es de nosotros; aunque no seamos Su madre, somos Sus hermanos. Entonces, vayamos a Él con resolución.

Pecador, tú tienes tanto derecho de venir como el que jamás tuvo María. Ella no tenía nada excepto lo que la gracia le dio; tú tienes lo mismo. ¿Acaso Cristo echó fuera jamás a algún pecador que viniera a Él? Es más, ¿rechazó jamás a alguno que hubiere sido llevado ante Él? Hubo una mujer sorprendida en adulterio, y ella no vino voluntariamente, sino que la llevaron a Él, pensando; “Seguramente Cristo la condenará”. ¿Cuál fue el resultado? Después de echar fuera a todos sus adversarios, le dijo a ella: “Vete, y no peques más”. Y lo mismo te diría a ti si tus dudas y temores y miedos no te impidieran ir a Él. Cuando eche fuera a un alma, entonces otras almas han de temer venir a Él; pero mientras mi bendito Señor esté con los brazos abiertos, y reciba al más protervo, y al más vil y al más pobre para ministrarle Su amor, te ruego que no te quedes atrás por vergüenza o miedo. Tanto como si fueras Su madre, y Él tu hijo, ven a Él, pues te invita a venir, diciendo: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar”. Con ojos llenos de lágrimas, les implora que vengan a Él; y si no vienen, alivia Su corazón exclamando: “¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste!”

VI. Quizá si reflexionan sobre esto, verán muchas cosas más que son hermosas. Estoy seguro de que no hay tópico más consolador que el que mi texto contiene. LA PROPIA BENDICIÓN QUE PERTENECIÓ A LA VIRGEN MADRE DE JESÚS, PERTENECE A CADA ALMA QUE OYE LA PALABRA DE DIOS, Y LA GUARDA.

Ahora la oyen. ¿La oyen con sus oídos interiores, con los oídos de su corazón; y cuando la oyen, la guardan en su memoria? ¿La guardan en su fe? ¿Procuran guardarla en su obediencia? Y, ¿están dando testimonio cotidianamente de su verdad? Si fuera así, estas bendiciones son suyas; y permítanme decirle a cualquier pecador temeroso, despierto, convicto, que todas estas bendiciones podrían ser suyo si oyera la Palabra de Dios, y la guardara esta noche. Aquí tenemos una o dos palabras de Dios que quiero que guarden: “Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana”. ¿No quieres venir y estar a cuenta con Dios, y discutir este asunto? Has oído la Palabra. Te ruego que la guardes, esto es, que la obedezcas.

Aquí hay otro mensaje de la Palabra: “Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores”. Has oído eso: guárdalo, cree que, aunque eres un pecador, Él vino para salvarte; apóyate en eso, confía en eso. Aquí hay otro mensaje; te ruego que al momento de oírlo, lo guardes: “El que creyere y fuere bautizado, será salvo”. Lo has oído; ahora guárdalo. Creer es confiar; confía en Cristo ahora; le pido a Dios que te constriña a hacerlo antes de que salgas por esas puertas. Póstrate, rostro en tierra, sobre la promesa de Cristo; ¡en cuanto a tu propia justicia, arrójala a los perros! Ninguna oración, ninguna lágrima, ningún voto, ningún suspiro que sean tuyos pueden hacer nada en este asunto. Confía en Jesucristo ahora; entonces, si has oído esa Palabra, y la has guardado, prosigue tu camino, y deja que Satanás diga lo que quiera, y que la carne haga el ruido que le plazca; Cristo te ha bendecido y eres bienaventurado; Él te ha dicho aunque seas pecador: “Bienaventurados los que oyen la palabra de Dios, y la guardan”. ¡Cuando ustedes y yo lleguemos al cielo, vamos a encontrar que es así! Hemos de gloriarnos en eso, y hemos de cantar un cántico tan sonoro como lo hizo María, cuando dijo: “Engrandece mi alma al Señor; y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador. Porque ha mirado la bajeza de su sierva”, pues todas las generaciones pueden decirle bienaventurado a aquel que buscó y encontró al Salvador. Oh, amados, incluso en el cielo ese cántico de María será un dulce canto para todos nosotros. Hemos de comenzar a cantarlo aquí, y para Cristo sea la alabanza. Amén.


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