El Martirio de Esteban
De Libros y Sermones BÃblicos
Por Charles H. Spurgeon
sobre Santificación y Crecimiento
Una parte de la serie Metropolitan Tabernacle Pulpit
Traducción por Allan Aviles
“Pero Esteban, lleno del Espíritu Santo, puestos los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús que estaba a la diestra de Dios, y dijo: He aquí veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios”. Hechos 7: 55, 56.
El verdadero celo cristiano procura realizar la obra más excelsa entre todas aquellas que puede hacer la humanidad santificada. Primero, Esteban nos es presentado como un repartidor de las limosnas de la iglesia entre las viudas necesitadas. Él ejercía lo que era virtualmente, si no nominalmente, el oficio de diácono. Como era honesto y sin doblez, y guardaba el misterio de la fe con limpia conciencia, estaba muy bien preparado para su obra. Sin duda había ejercido bien el diaconado, ganando para sí un grado honroso, y mucha confianza en la fe que es en Cristo Jesús. Aunque el oneroso deber de servir a las mesas podría haberle excusado de cualquier otro servicio, pronto le encontramos, lleno de fe y de poder, haciendo grandes portentos y milagros entre la gente; y no contento ni siquiera con eso, le vemos defendiendo la fe ante una sinagoga de sutiles y filosóficos negadores de la verdad. Éstos, junto con sus aliados, convirtieron al valiente diácono en blanco de sus ataques, y él se levantó de inmediato para convertirse en un testigo irresistible en favor del Evangelio. Esteban, el diácono, se convirtió en Esteban, el predicador.
Este hombre santo, no solamente usaba en un área los dones que poseía, sino que teniendo habilidades para una forma de servicio más espiritual, las puso de inmediato sobre el altar de Cristo. Y eso no fue todo, pues recibió una promoción más excelsa: cuando se hubo convertido en Esteban, el sabio apologista y valeroso defensor de la fe, no se detuvo allí, sino que se remontó al rango más elevado del ejército cristiano pues ganó la dignidad incomparable, la nobleza más distinguida, la gloria más esplendente: me estoy refiriendo al nombre y al honor del mártir. Esteban, el diácono, es primero Esteban, el predicador, y posteriormente Esteban, el testigo fiel y veraz, que entrega su vida para sellar su testimonio con su sangre.
Si se pusiera a la vanguardia a un hombre sin celo, gradualmente regresaría a su insignificancia innata o se quedaría al frente solamente para ser un impedimento y un estorbo; pero si pusieran en la retaguardia del ejército de los elegidos de Dios, a un hombre cuya alma estuviera llena de un fuego santo, pronto se enterarían de ese Sansón desconocido en los campamentos de Dan, y pronto se abriría paso hasta la vanguardia y haría saber a los enemigos de la iglesia de Dios que el Espíritu Santo mora todavía en medio de Sion, en los hombres que ha elegido.
Si aquí hubiera algunos hermanos y hermanas cuyas habilidades están dormidas todavía, si han sido útiles en cualquiera de los caminos de la vida, yo espero que inquieran si no tienen talentos para una esfera más amplia todavía -sin buscar ambiciosamente los principales lugares de la sinagoga- ya que en estos días malos tenemos necesidad de usar a cada soldado del ejército al máximo de su capacidad. Cuando el mundo está tan oscuro, necesitamos que cada lámpara proyecte alguna luz y que queme todo el aceite que contenga, para que su luz sea lo más brillante posible.
Esteban es expuesto ante nosotros, en las palabras de nuestro texto, como un mártir. No me voy a concentrar tanto en el testimonio que Esteban da de la verdad, sino más bien les voy a pedir que miren, primero, el poder del Espíritu Santo en él, para que aprendan a confiar en ese poder divino; en segundo lugar, les voy a pedir que contemplen la fuente de su consuelo al morir, para que aprendan a contemplar esa misma visión encantadora; y, en tercer lugar, voy a pedirles que noten el efecto de este consuelo celestial en él, con la esperanza de que vivamos en paz y que nos quedemos dormidos en tranquilidad, por la fe en la misma gran visión que alentó a sus ojos moribundos.
I. Primero, entonces, esta mañana quiero que toda mente devota OBSERVE EL PODER DEL ESPÍRITU SANTO SEGÚN FUE REVELADO EN LA MUERTE DE ESTEBAN, CON EL OBJETO DE QUE APRENDAMOS A CONFIAR EN ESE PODER.
En este punto nuestras uvas cuelgan en racimos, y quisiéramos que los notaran por separado. Quisiera que observaran, primero, que a pesar de que Esteban estaba rodeado de acérrimos enemigos que sin duda lo denigraban y criticaban y hacían observaciones para turbarlo y distraer su mente, su defensa es maravillosamente lógica, clara, coherente y convincente. Si leen todo el capítulo séptimo, podrían pensar que fue predicado desde este púlpito a una audiencia tan afectuosa, apreciativa y atenta como podrían serlo ustedes: no se lee como un mensaje dirigido a una turba furiosa de intolerantes que crujían sus dientes ante el hombre valeroso y solitario. En un lenguaje calmado, apacible, deliberado, valeroso y punzante, trata con ellos sin temor y sin reservas. Toma el afilado cuchillo de la Palabra y hace pedazos los pecados del pueblo, poniendo al descubierto lo íntimo de sus corazones y los secretos de sus almas: inserta deliberadamente la espada de dos filos entre las junturas y la médula y descubre los pensamientos y las intenciones de sus corazones. No habría podido predicar ese escrutador mensaje con mayor temeridad si hubiera tenido la seguridad de que le agradecerían esa operación; el hecho de que su muerte era cierta no tuvo en él ningún otro efecto que volverlo todavía más celoso.
¿Qué secreto espíritu le ayudó a hablar así? ¿Había preparado ese discurso mediante una larga elaboración y con mucha previsión? ¿Había compuesto cuidadosamente esa oración, y la había revisado y se la había aprendido de memoria? Nada de eso. No había desatendido las palabras de nuestro Salvador: “Mas cuando os entreguen, no os preocupéis por cómo o qué hablaréis; porque en aquella hora os será dado lo que habéis de hablar. Porque no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros”. Apresado, sin duda, sin un aviso previo, y arrastrado delante del concilio sin que se le permitiera algún momento para deliberación, Esteban se puso en pie y defendió la verdad que está en Jesús y se defendió a sí mismo con toda la habilidad de un experimentado polemista, con toda la deliberación de alguien que se había preparado laboriosamente, y con todo el vigor de alguien cuyo celo era como fuego en sus huesos. ¿A qué atribuimos esa oratoria y esa sabiduría que sus enemigos no podían impugnar? ¿A qué, en verdad, sino al Espíritu Santo? El Espíritu Santo ejerce tal poder sobre la mente humana que si es Su voluntad, habilita a Sus siervos a recoger sus pensamientos dispersos, a concentrar todos sus poderes en un solo tópico, y a decir las palabras de verdad y sobriedad con un poder inusual.
Además, el Señor puede también tocar la lengua tartamudeante, y hacerla tan elocuente como lo hizo con Isaías en otros tiempos, para que proclame la verdad en el nombre del Señor. No voy a argüir, hermanos míos, que un ministro, cuando es llamado a hablar por Cristo, debe hablar improvisadamente en todo momento. Yo difiero por completo de esa opinión, pues creo conscientemente que cuando tenemos la oportunidad de estudiar la Palabra, si la desperdiciáramos en la ociosidad, sería una clara presunción confiar en la inmediata inspiración del momento; pero ésto diré: que si el ministro cristiano o cualquiera de ustedes, fueran llamados a hablar por su Maestro no habiendo tenido ninguna preparación, pueden depender confiadamente del Espíritu de Dios para que les ayude en su hora de dificultad, sí, y voy a ir más lejos, y voy a decir que si un mayor número de nuestros ministros creyeran en el poder del Espíritu de Dios para que les ayude en su predicación, ésta sería más efectiva, y Dios la bendeciría más grandemente para la conversión de las almas.
Me parece que es algo completamente absurdo y hasta pudiera constituir un ejemplo de blasfemia, que un predicador pida la ayuda del Espíritu Santo para su predicación, pero que luego extraiga su manuscrito de su bolsillo. ¿Dónde está el espacio para la obra del Espíritu Santo? ¿Acaso no ha corrido el pestillo y no ha atrancado la puerta para que no entre? ¿Qué pensamientos podría sugerirle? ¿Qué emociones podría despertarle? El papel es la guía de la hora. Vamos, entonces, ¿habrían de burlarse del Espíritu Santo pidiéndole una ayuda que no utilizarán? O, si me aprendiera de memoria cada una de las palabras, y me aprendiera cada frase, y luego llegara al púlpito y pidiera recibir la unción del Santo para que me ayude a hablar, ¿qué haría sino pedirle que hiciera lo que no quiero que haga, pues me puedo valer tan bien con Él como sin Él, y si me ayudara tendría que ser apartado fuera de mi camino?
Me parece que después del debido estudio de la Palabra, si el predicador o si tú, querido amigo, un maestro, te entregaras a la enseñanza del Espíritu de Dios, aunque ocurran distracciones, aunque en la congregación o en la clase de la escuela dominical haya mucho que te pudiera distraer y hacerte perder el hilo de tu discurso, si te apoyaras en el Espíritu de Dios, Él te capacitaría para hablar con poder, relevancia, propiedad y personalidad. Es mejor ser enseñado por el Espíritu Santo que aprender la elocuencia partiendo de las reglas de la oratoria, o sentado a los pies de maestros de retórica. El Espíritu de Dios debe ser honrado en la iglesia en ese sentido. Estoy muy seguro de que si Él fuera más glorificado encontraríamos más personas que hablarían con poder, porque encontraríamos más personas que hablan con el Espíritu Santo. Que esta primer comentario sea aceptable para ustedes en lo que vale, pero estoy persuadido de que hay muchísimo más en ello de lo que algunos quisieran ver.
Noten, a continuación, la energía del Espíritu Santo mostrada conspicuamente en la actitud y el porte del mártir. ¡Qué porte tan real y triunfante tiene el hombre! No está en medio de la rugiente multitud con sus ojos fijos en el suelo como si, humildemente paciente y obstinadamente resignado, se sintiera aplastado y consternado; tampoco lanza su mirada en torno suyo para observar alguna brecha en el denso anillo de crueles perseguidores; no tiene ningún deseo de eludir el castigo por dar testimonio. Mira empeñosamente al cielo. Sus oponentes pueden crujir sus dientes pero no pueden turbar esa fija mirada. Su alboroto y su vehemencia pueden tronar como las rugientes olas del mar; pero desde la serena profundidad de su paz interior, su alma mira a lo alto, al trono eterno, y queda embelesado con un deleite indecible. Desprecia el tumulto del pueblo, no porque lo desdeñe, sino porque su alma entera está absorta en una bienaventurada adoración de su Dios. Mira hacia el cielo, y lo que contempla a través de sus portales abiertos, lo conduce a ser indiferente a los enemigos sedientos de sangre de la tierra. ¡Es un asombroso cuadro! Contemplen al hombre de rostro resplandeciente que mira fijamente a lo alto, como si siguiera el camino en el que su alma pronto batiría sus alas; como si viera a los grupos angélicos ascendiendo y descendiendo para ministrarle; como si tuviera una comunión perpetua y permanente con el grandioso Padre de los espíritus, y no debía ser turbado ni ser distraído por la furia de los hombres.
El porte de muchos mártires ha sido singularmente heroico. Si leyeran el libro de Fox: “Actas y Monumentos”, se sorprenderían al comprobar cuántos de los hombres y mujeres más humildes se comportaron como si hubieran sido herederos de la sangre más noble. En cada época el linaje de los mártires ha sido de una verdadera nobleza. Cuando el rey de Francia le dijo a Bernard Palissy que si no cambiaba sus sentimientos se vería forzado a entregarlo a la Inquisición, el valeroso alfarero le dijo al rey: “Usted dice que se vería forzado y, sin embargo, usted es un rey; pero yo, que soy sólo un pobre alfarero, no podría ser forzado a hacer nada que yo no considerara correcto”. Seguramente el alfarero era de una condición más regia que el rey.
Son innumerables los casos -y deberían ser como palabras de uso corriente entre ustedes- en los que hombres humildes, débiles mujeres débiles y tiernos niñitos han mostrado un heroísmo que la hidalguía nunca podría igualar. El Espíritu de Dios ha tomado a los sabios en su propia astucia, y ha respondido a los instruidos con la boca de los bebés. Las respuestas de personas sin educación entre los mártires eran frecuentemente tan apropiadas para el punto y daban tan bien en la propia cabeza del clavo, que casi podría suponerse que hubieran sido elaboradas en una asamblea de teólogos; pero provenían de una mejor fuente, pues fueron proporcionadas por el Espíritu Santo. El porte de los sangrantes testigos de nuestro Señor ha sido digno de su oficio, y muy bien se han ganado el título de “El noble ejército de los mártires”.
Ahora, hermanos míos, si ustedes y yo deseamos caminar entre los hijos de los hombres sin orgullo, pero con un porte que fuera digno de nuestro llamamiento y adopción como príncipes de la sangre real del cielo, debemos ser entrenados por el Espíritu Santo. Esos hombres que son cobardes, cuya profesión de religión es tan tímida que difícilmente se puede saber si la han hecho o no; esos hombres que van pusilánimemente por el mundo pidiendo permiso para vivir, no saben nada del Espíritu Santo. Pero cuando el Espíritu Santo mora en un hombre, entonces conoce lo que es recto y lo sostiene, y no es un siervo de los hombres. Tratándose de un asunto de conciencia, el hombre más humilde entre los humildes desde cualquier perspectiva, no reconoce a ningún amo sino a su Señor que está en el cielo. Ningún hijo de Dios necesita temer el rostro de los grandes, pues él es mayor que ellos; él es el verdadero aristócrata de Dios: Dios ha puesto en su interior un espíritu de rectitud y de entereza para lo recto, que el mundo no podría doblegar, sin importar que sus ráfagas aúllen cuanto quieran.
Yo le pido a Dios que podamos aprender la valentía del cristianismo, pues mucho daño ha recibido la fe por causa de profesantes que adoptan otro modo de proceder, y se vuelven serviles y se inclinan ante los poderosos. Esa mirada a lo alto pareciera decirnos: “¡Mira a lo alto, cristiano! Vuélvete a lo alto; deja que tu corazón se remonte al cielo; que tus deseos se eleven; que tu alma íntegra vuele hacia el cielo”. Con el cielo en nuestra mira, podríamos caminar en medio de multitudes de hombres así como el león camina en medio de un rebaño de ovejas, y nuestros semejantes reconocerían involuntariamente nuestro poder.
El poder del Espíritu fue visto también, muy conspicuamente, en el caso de Esteban, en otro sentido, es decir, en el espíritu apacible y feliz que manifestaba. No veo ningún miedo, no observo ningún signo de trepidación; no limpia de su frente ningún sudor cálido; no desmaya, ni mucho menos ofrece alguna súplica por medio de la cual pueda escapar de sus crueles manos. Nunca había salido por esa puerta de Jerusalén con un espíritu más gozoso y tranquilo en el día más resplandeciente del verano, que en aquella ocasión cuando lo arrastraron fuera para matarlo: estaba tranquilo, resignado, calmado y feliz. Es algo grandioso que un cristiano esté tranquilo internamente mientras la turbulencia reina en el exterior. Cuando la mente se distrae, no somos capaces de juzgar qué es lo sabio. Un espíritu turbado y distraído generalmente se apresura con una insensata premura a escapar de la dificultad, y así cae en el pecado de alguna manera u otra. Tener calma en medio del clamor desconcertante, confiado de la victoria; estar sereno y saber que Dios es Dios; quedarse quieto con los hijos de Israel junto al Mar Rojo y ver la salvación de Dios, ésto es difícil, es tan difícil que únicamente la paloma divina, el Consolador, puede traernos el poder de arriba para aquí sea; pero una vez que el arte de quedarse quieto es aprendido plenamente, ¡qué fortaleza y bienaventuranza hay en él! ¿Cuántos de nosotros, enfrentados a la muerte, podríamos devolver la mirada pétrea de la muerte? Si fuera decretado ahora que en este momento tienes que entregar tu vida, ¿podrías sonreír? Vamos, el simple pensamiento de ello te turba, pero el hecho te alarmaría más allá de toda medida. Pero no sucedió así con Esteban, pues su alma estaba anclada en una plácida bahía protegida.
¡Oh!, es en estos solemnes momentos de prueba, cuando no solamente estamos hablando de la muerte y jactándonos vanagloriosamente de nuestro amor por Cristo, sino cuando llega realmente la muerte y nuestro amor es puesto a prueba severamente, es entonces que la omnipotencia del Espíritu Santo es vista, cuando Él da a sus siervos esa dulce paz que nadie conoce excepto el hombre que la disfruta.
Todavía no he declarado todas las gloriosas obras del Espíritu Santo en este primer mártir cristiano: en adición a la veracidad de su defensa, a la realeza de su comportamiento y a la felicidad de su espíritu, el Espíritu de Dios fue visto todavía más claramente en su temple santo y perdonador. En su oración al morir imita a su Señor: “No les tomes en cuenta este pecado”. Permaneció erguido cuando oró por sí mismo, y no sé que hablara en voz alta; pero cuando le tocó orar por la multitud que le rodeaba, su espíritu adquirió una mayor vehemencia y denuedo. Se nos dice, en primer lugar, que se arrodilló, como para hacerles ver cómo oraba, y luego oró en voz alta, para que oyeran al tiempo que veían; gastó su último aliento al expirar en un estentóreo clamor al cielo, pidiendo que su asesinato no fuera puesto a la puerta de sus perseguidores.
¡Oh dulce Espíritu del Hijo del Hombre que permaneces todavía en la tierra! “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, ha sido la oración modelo y la precursora de diez mil oraciones de un carácter celestial similar. Morir pacientemente, con el perdón en sus labios, ha sido la marca del cristiano. Miles de aquéllos que portan coronas de rubíes en este día, y que son
“Los más destacados de los hijos de la luz,
Doblemente brillantes en medio de seres resplandecientes”,
dejaron este mundo con esas precisas palabras en sus labios. ¡En verdad, ésta es una de las obras del Espíritu Santo! Nosotros difícilmente perdonamos a aquellos que nos ofenden sólo un poco; no encontramos que sea fácil vivir en paz con todos los hombres, pero morir en paz con ellos, y morir en paz con nuestros asesinos, ¿qué diré de eso? Ciertamente, ésto es lo que el mundo no puede entender: una virtud celestial y divina que tiene que ser implantada en los corazones humanos por Dios mismo.
Noten, además, que el poder del Espíritu fue visible cuando capacitó a Esteban, en semejante coyuntura, cuando las piedras pasaban zumbando junto a sus oídos y su cuerpo era magullado y destrozado por ellas, a orar una de las oraciones más prevalecientes que jamás se hayan remontado al cielo. La oración que acabamos de mencionar no se desvaneció en el aire afuera de la puerta de Jerusalén; atravesó las puertas de perla, alcanzó el corazón de Dios y obtuvo una respuesta.
Miren a ese joven impetuoso y ávido, por allá, que tiene unos treinta años de edad. Las ropas de los testigos fueron puestas a sus pies; él desea tener una prominente participación en la lapidación del odiado nazareno; él es uno de los más fogosos entre los feroces fanáticos; pertenece a la sinagoga de Cilicia y, habiendo sido derrotado en la argumentación, se goza porque hay disponibles unas armas más contundentes; se alegra al ver que el hereje muere; sacia sus ojos con el espectáculo, pues siente que Moisés, y la ley, y los rabinos y las tradiciones, son vengados en este día.
Observen bien a ese joven, pues Esteban eleva su oración por él, aunque él no lo sabe. Pudiera ser que oyera la petición quejumbrosa y la despreciara. Es posible que habiéndola oído, se alejara para escarnecerla, y para comentar sobre el carácter hipócrita de esos discípulos de Jesús que musitaban las palabras agonizantes de su líder como si fuesen propias. Sin embargo, me parece que esa bendita petición se debió de haber enconado en su corazón; debió sentir que había allí un espíritu mucho mejor que el suyo. Ya sea que esa oración permaneciera con él desde ese entonces o no, en años posteriores debe de haber considerado a Esteban como a su padre espiritual -si alguien lo era- por medio de cuya oración fue engendrado para Dios. Al hablar de su conversión, seguramente Pablo debe de haber pensado para sí que fue la oración de Esteban la que sirvió de instrumento para transformar a Saulo, el perseguidor, en Pablo, el apóstol del Hijo crucificado de Dios.
¡Ah!, bien, amigos míos, ustedes y yo no siempre prevalecemos en la oración, incluso en climas radiantes de sol, pero cuán grande Espíritu ha de ser aquél que ayudó a Esteban a abrir las puertas del cielo en el sombrío ‘artículo de la muerte’, a tener poder con Dios, a tomar al Salvador por la manga y llevarle para que salvara a ese frenético perseguidor culpable, justo cuando las piedras estaban cayendo sobre él y su carne estaba siendo golpeada y destrozada. ¡Oh bendito Espíritu, aunque el hombre exterior se pudra, Tú renuevas cada día al hombre interior!
¡Contemplen, amados, cuán independiente de las circunstancias externas el Espíritu Santo vuelve al cristiano! ¡Vean qué brillante luz resplandece en nuestro interior cuando todo está oscuro afuera! ¡Vean cuán firmes, cuán felices, cuán tranquilos, cuán apacibles podemos estar cuando el mundo se sacude de un lado a otro, y los pilares de la tierra desaparecen! ¡Vean cómo incluso la muerte misma, con todas sus terribles influencias, no tiene ningún poder para suspender la música del corazón de un cristiano, antes bien, hace que esa música se vuelva más dulce, más clara, más celestial, hasta que el último acto amable que la muerte hace es permitir que la tonada terrenal se integre al coro celestial y el gozo temporal se convierta en eterna bienaventuranza! Entonces, debemos tener confianza en el bendito Espíritu.
Amado hermano mío, ¿anticipas pobreza en el futuro? ¿Decae tu negocio? ¿Ves claramente ante ti que pronto tendrás que soportar las aflicciones de la penuria? No temas; el divino Espíritu puede darte en tu carencia una mayor abundancia de la que gozan los ricos en su opulencia. No sabes cuáles gozos pudieran estar reservados para ti en la casucha que la gracia convertirá en la casa del contento. ¿Estás consciente de un creciente debilitamiento en las potencias de tu cuerpo? ¿Esperas sufrir largas noches de languidez y días de dolor? ¡Oh, no estés triste! Esa cama puede volverse un trono para ti. No sabes en qué medida cada dolor que hiere tu cuerpo puede ser un fuego refinador que consuma tu escoria y un rayo de gloria que ilumine las partes secretas de tu alma. ¿Te falla tu vista? ¿Esperas que te sobrevenga la ceguera? Jesús será tu luz. ¿Te fallan tus oídos? ¿Oyes sólo unos cuantos sonidos? El nombre de Jesús será la mejor música para tu alma y Su persona será tu deleite favorito.
Sócrates solía decir lo siguiente: “Los filósofos pueden ser felices sin música”; y nosotros, los cristianos, podemos ser más felices que los filósofos cuando son suprimidas todas las causas externas para el regocijo. ¡En ti, Dios mío, mi corazón triunfará, venga lo que venga en cuanto a males exteriores! Por Tu poder, oh bendito Espíritu, mi corazón será sumamente feliz, incluso si me faltaran todas las cosas de aquí abajo.
¡Espero que este primer punto sea de utilidad práctica para ustedes! Confíen en el Espíritu Santo: apóyense firmemente en Él, y no permitirá que sean confundidos.
II. A continuación SE INDICARÁ LA FUENTE DEL MÁS RICO CONSUELO, CON LA ESPERANZA DE QUE APRENDAMOS A MIRAR HACIA ALLÁ.
El propósito y la meta del Espíritu Santo era hacer feliz a Esteban. ¿Cómo podía hacerse éso? Revelándole al Salvador viviente y reinante a la diestra de Dios. Si Esteban vio literalmente con sus ojos al Señor Jesús estando a la diestra de Dios o no, no lo sabemos. Es posible que lo que se quiera decir es que su fe se volvió tan inusualmente fuerte que tenía el sentido más claro y vívido de Cristo reinando en el cielo, a tal punto que era adecuado decir que en realidad vio al Señor Jesús estando a la diestra de Dios. Si fuera realmente una visión sobrenatural, ustedes y yo no tenemos ninguna base para esperar una repetición de ella, pero, si fuera una visión de fe, como creo que lo fue, no hay ninguna razón para que nosotros no podamos gozarla incluso ahora. Si tuviéramos una fe semejante a la de Esteban, como es un grandioso hecho que Cristo está allá, no hay razón para que nuestra fe no vea lo que la fe de Esteban vio, y en este día los ojos de nuestra alma pueden ver a Jesús, y nuestras almas pueden recibir el mismo gozo y alegría con motivo de una visión de Cristo como la que tuvo Esteban.
Entonces, ¿qué fue lo que vio Esteban? Primero, vio que Jesús vivía. Ésto no es poca cosa.
“Él vive, el grandioso Redentor vive,
¡Cuánto gozo proporciona esa bendita seguridad!”
¡Con vida, también, después de la crucifixión! Esteban sabía que Cristo había muerto en la cruz. La confianza de su alma estaba depositada en ese hecho; pero él vio que aunque murió una vez y fue enterrado, Jesús vivía todavía. En eso había gran consuelo para Esteban; no estaba sirviendo a un Cristo muerto; no defendía el honor de un profeta que había partido; hablaba por un amigo que todavía existía para oír las súplicas, y aceptar su testimonio. Esteban argumentaba dentro de sí: “Si Cristo vive después de la crucifixión, ¿por qué Esteban no habría de vivir, por medio de Cristo, después de la lapidación? Si los clavos de la cruz no bastaron para dejar muerto al Salvador, tampoco las piedras de los judíos servirían para robarle a Esteban la resurrección. Jesús se levantó de Su sepulcro, y Esteban también se levantaría. No es una seguridad insignificante. Es una rica fuente de consuelo para ustedes y para mí en este día, si estamos conscientes de nuestra fragilidad y de la cercanía de la muerte, porque Jesús vive, nosotros también viviremos.
Además, no sólo vio Esteban que Jesús vivía, sino que sabía que Jesús le veía y que se identificaba con él. ¿Acaso no es ése el significado de la actitud que el Señor asumió? Se nos informa que nuestro Señor está sentado a la diestra de Dios “esperando hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies”, y sin embargo, no es visto como estando sentado, sino como estando de pie. ¿Por qué estando de pie? Uno de los antiguos padres dice que era como si el Señor Jesús se pusiera de pie horrorizado ante el acto que estaba siendo cometido; como si estuviera a punto de interceder para ayudarle a morir a su siervo, o liberarlo de sus manos. Está de pie, y simpatiza activamente con Su sufriente testigo.
Bien, amados, ésto es justo lo que vemos en el cielo. El varón de dolores está vivo, y se identifica todavía con Su pueblo. Aunque fue levantado al trono de gloria, no se olvida de nuestra vergüenza y de nuestra aflicción.
No pienses, oh hijo de la tierra, que el Hijo del Hombre se ha olvidado de lo que significa la tentación, y que ahora es un extraño en cuanto a la debilidad humana y la flaqueza. “En toda angustia de ellos él fue angustiado”. Él se identifica profundamente con cada uno de Sus atribulados hermanos, y en su medida sufre de nuevo lo que cada miembro soporta. No supongan que Él es un espectador frío y desinteresado del dolor de ustedes. Yo te digo, hijo de Dios, que Cristo se ha levantado de Su trono para socorrerte. Está de pie en este momento, en la hora de tu extrema necesidad, dispuesto a ayudarte. Él te enviará consuelos cuando los necesites, y se asegurará de que tus fuerzas sean las necesarias para tu día. ¡Qué visión fue ésta para Esteban al momento de su muerte! Jesús vive, y vive con el mismo amor en Su corazón que el que mostró en la tierra, con la misma tierna simpatía que manifestaba entre los doce mientras permaneció entre los hijos de los hombres.
El punto más resplandeciente en la visión fue éste: él vio a Jesús estando a la diestra de Dios. Ése era el punto en disputa. Los judíos decían que el Nazareno era un impostor. “No”, -dijo Esteban- “allá está: está a la diestra de Dios”. Para la mente de Esteban, el punto quedaba resuelto por lo que vio. Ésto era lo principal: lo único, en verdad, que a Esteban le interesaba; ansiaba que su Señor fuera exaltado, y le vio exaltado. El pueblo piensa cosas vanas, los príncipes consultan unidos, pero allá está el Rey sobre el monte santo de Dios; sin duda Él es un monarca reinante, y para el corazón de Esteban, eso era todo lo que deseaba. Si Esteban había sentido algún miedo, no era por sí mismo, sino por la iglesia. Pensó: “Estos lobos me despedazan primero a mí: ¿qué será del resto de las ovejas? ¿Cómo escapará alguien de sus colmillos?” Contempló hacia lo alto, y allá estaba el Pastor mirando hacia abajo, a los lobos, y diciéndole a Su oveja comprada con un alto precio: “No temáis, manada pequeña, porque a vuestro Padre le ha placido daros el reino”. Esa me parece que es la parte más grandiosa de la visión: que Cristo vive, que Cristo ama, y Cristo reina, triunfante Salvador, a la diestra de Dios.
Hermanos y hermanas míos, esta doctrina ha sido para mi propia alma la única que me alentado en tiempos de depresión extremadamente profunda de espíritu. Tal como se los he dicho antes, así se los digo ahora: yo he sabido en qué consiste ser abatido hasta lo más bajo en el corazón, al punto de que ninguna promesa de la Palabra de Dios me ha dado algún rayo de luz, ni una sola doctrina me ha proporcionado algún destello de consuelo y, sin embargo, cuantas veces he leído este texto: “Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre”, he encontrado siempre que una corriente de gozo prorrumpe en mi alma, pues me he dicho: “Bien, no tiene ninguna importancia lo que sea de mí si mi nombre es desechado como malvado, y si yo mismo soy dejado en las tinieblas; si los dolores se multiplicaran; si las aflicciones se incrementaran hasta ser incontables, no importa; no voy a levantar un solo dedo en tanto que mi Señor Jesús sea exaltado”.
Yo creo que todo corazón cristiano genuino que ama al Salvador siente justo eso. Como el soldado moribundo en la hora de la batalla, que es animado por el pensamiento: “el general está a salvo; la victoria está de nuestro lado; mi sangre está bien derramada y mi vida bien inmolada, para ganar la victoria”. Si Cristo reina no pretendo hacer ningún trueque con Dios en cuanto a mí mismo. Si Jesús es Rey sobre todo el mundo, no me importa nada más; Él debe llevar puesta la corona; que la voluntad del Señor sea en su mano prosperada; que los propósitos de Su pacto sean cumplidos; que Sus elegidos sean salvos; que los reinos de este mundo se conviertan en reinos de nuestro Dios y de Su Cristo, vamos, ¡qué importa si incluso diez mil de nosotros vamos languideciendo a lo largo del valle de sombras de muerte! Nuestras vidas y nuestras muertes estarían bien gastadas para ganar una recompensa tan grande como es ver a Jesús glorificado.
Quisiera poner este telescopio a los ojos de cada cristiano afligido aquí presente, porque habiendo tenido una influencia tan dulce sobre mi propio corazón, seguramente podría consolar al suyo. Querido amigo, tú estás turbado esta mañana, estás abatido, no prosperas en las cosas celestiales como lo desearías; bien, pero Cristo no está turbado; Él no está abatido; y la dura lucha, después de todo, va por muy buen camino; los grandiosos propósitos de Dios son cumplidos; Cristo es glorificado.
Aquí hay dos o tres perlas para ustedes; mírenlas con detenimiento y valórenlas. Primero, recuerden que su exaltado Salvador es exaltado para interceder por ustedes. Él tiene poder y lo usa en oración por ustedes. Cristo no tiene algún mérito que no argumente en favor de ustedes. Jesús no ha recibido ninguna recompensa debida a Su muerte que no comparta con ustedes. Él es amado del Padre, pero usa esa influencia en favor tuyo. José le dijo al jefe de los coperos: “Acuérdate, pues, de mí cuando tengas ese bien”; pero el jefe de los coperos lo olvidó. A Jesús le va bien hoy, y, pueden estar seguros de que les va bien a ustedes también, pues el Bienamado no puede olvidarlos; y como el Padre siempre lo escucha, Él orará al Padre por ustedes, y cualquier cosa que necesiten Él ciertamente se las dará.
Recuerden también, que Cristo tiene poder, no únicamente de interceder por ustedes, sino de prepararles un lugar. Cristiano, si Cristo es un Rey de riquezas sin límites, no desdeña usar la riqueza de Su tesorería real para decorar tu mansión más ricamente, para hacerla digna del dador que te la ha obsequiado. Además, Jesús está en la gloria como representante de ustedes. Ustedes están virtualmente en el cielo en este preciso momento en la estimación de Dios. Su representante está allá. Mi cabeza está en el cielo, entonces, ¿por qué habría de temer? ¿Cómo podría Dios darle el cielo a la cabeza, y el infierno al pie? Tan ciertamente como que Cristo está allá, todos aquellos que están virtualmente unidos a Él estarán allá también. Sólo demuestren que Cristo está en el cielo, y habrán comprobado que todo creyente tiene que estar allá. El cuerpo de Cristo no puede ser mutilado. No pueden cortar en pedazos el cuerpo espiritual de Jesús, y arrojar una extremidad de ese cuerpo en el infierno, mientras la cabeza asciende a la gloria. Porque Él vive, nosotros viviremos también; y es Su voluntad que donde Él esté, allí también ha de estar Su pueblo. Jesús está en el cielo lleno de poder y allí intercede, representa y prepara; pero ese poder de largo alcance arroja sus rayos a la tierra. Las llaves de la providencia se balancean en el cinturón de Cristo.
Créelo, cristiano, no ocurre nada aquí sin el permiso o el decreto de tu Salvador, que te amó y se entregó por ti. ¿Se enfurece el enemigo? Jesús pondrá un freno entre sus mandíbulas, y hará que retroceda. “Ciertamente la ira del hombre te alabará; Tú reprimirás el resto de las iras”. Tu Señor Jesucristo tiene todo el poder en el cielo y en la tierra, y Él ejercerá todo este poder para llevar a cada uno, incluso al más débil de Sus hijos, hasta Su pecho. ¡Bendito sea el dulce amor de Dios que nos ha dado un Pastor omnipotente que nos vigila de noche y de día! Su cabeza está coronada porque ha vencido a todos Sus enemigos. Ciertamente, podemos ver en esa corona de victoria la indicación de que ningún enemigo será capaz jamás de vencernos.
Yo desearía poder extraer para ustedes la dulzura del pensamiento de Jesús glorificado, como yo la he gozado en mi propio corazón; pero me encanta pensar algunas veces que tan ciertamente como el pecado, la muerte y el infierno están bajo los pies del Hijo del Hombre, así también estos propios pies míos hollarán el cuello del dragón. Si yo estoy en Cristo, tan ciertamente como Jesús es vencedor, así también yo seré más que vencedor por medio de Él que me ha amado. ¿Qué visión más dulce que ésta podría ver Esteban, que cuando el enemigo se ensañaba más, aun así Cristo fue invencible? Y Esteban pudo leer en eso, el hecho de que él también sería invencible; las piedras que le cayeron encima y lo aplastaron no le destruirían; la voz de su sangre clamaría desde la tierra, y el Esteban espiritual se convertiría en un vencedor sobre las huestes del error; la verdad surgiría del polvo, y florecería como una dulce flor, y Dios sería glorificado cuando Su siervo fuera asesinado. De esta manera les he indicado la visión deleitable que nos puede proporcionar consuelo. Señor, abre nuestros ojos para que la veamos.
III. Finalmente, EL PROPIO CONSUELO es digno de ser considerado unos momentos.
No vemos que la aparición de Jesús en los cielos detuviera las piedras. Cuando el Hijo del Hombre entró en el horno con Sadrac, Mesac y Abed-nego, el fuego no quemó a los tres jóvenes santos, pero en esta ocasión, aunque el Hijo del Hombre estaba allí, el fuego sí quemó a Esteban. Esteban perdió la vida. Murió tan ciertamente como si Jesús no hubiese estado allí. Ese es el plan de la presente dispensación. El Señor Jesús no viene a nosotros para impedir nuestros sufrimientos, ni eliminar nuestras aflicciones, pero nos sostiene a través de ellas. Nosotros le imploramos al Señor tres veces que esto o eso se aparte de nosotros; no se aparta –esa no es la manera general con Dios- pero obtenemos la respuesta: “Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad”. Así sucedió con Esteban. Las piedras cayeron; golpearon en toda su cabeza; acallaron su lengua elocuente; se alojaron violentamente en sus pulmones; hirieron su tierno corazón. Allí yacía su cuerpo mutilado, siendo objeto de amor y lamentación para los santos que estaban en Jerusalén. El amor de Cristo no había preservado la carne. ¿Y quién habría de esperarlo? Hemos oído decir: “Si Cristo murió por Su pueblo, ¿cómo es que ellos mueren?” Esos inquisidores olvidan que el pueblo de Dios debe morir porque Jesús murió: la muerte de la carne no es ningún mal, sino una bendición. Nos incumbe hollar las pisadas del Salvador, para que nosotros también muramos a la carne y seamos vivificados en el Espíritu. Nosotros no vemos a la muerte de Esteban como una calamidad. La muerte de la carne no fue sino una comunión necesaria con el Redentor crucificado, pues Él no murió en cuanto a Su espíritu, que gozaba de una inmortalidad que los ásperos trozos de rocas que fueron apilados sobre Él no pudieron dañar.
El glorioso consuelo de Esteban estaba siendo alimentado internamente, aunque no estaba siendo protegido externamente; estaba siendo preservado en cuanto a su hombre interior, aunque el hombre exterior fue herido y destrozado. Este es el consuelo que ustedes y yo podemos esperar. Debemos caminar entre dardos, y han de insertarse en nuestra carne, pero no envenenarán la sangre de nuestra alma. Hemos de estar bajo la despiadada tormenta de granizo, y sin embargo, ninguna piedra de granizo será capaz de golpear nuestro corazón para lesionarlo. Hemos de entrar en el horno, y el olor del fuego debe cubrirnos pero saldremos incólumes del calor de las llamas de un fuego ardiente. Nos corresponde sufrir y, sin embargo, vencer; morir y, sin embargo, vivir; ser enterrados y, sin embargo, resucitar. Cuán dulcemente es retratado el triunfo de Esteban en esas últimas palabras: “Durmió”. Esa es la vida así como también la muerte de un cristiano. Cuando el mundo ha estado más alzado en armas contra un creyente, es asombroso cómo Dios ha dado a Su amado el sueño, cómo el santo ha permanecido con perfecta compostura a la vista de sus enemigos, y cómo su copa se ha derramado en el tiempo de sequía. Ha puesto su cabeza apaciblemente sobre el pecho de Su Dios, y ha dejado que sus aflicciones sean llevadas por su Dios. Esa será la muerte del cristiano. Aunque su muerte fuera tan dolorosa como la de Esteban, sería igual de serena. Habrá de cerrar sus ojos a la tierra y de abrirlos al cielo. Su cuerpo dormirá en ese sepulcro real en que Cristo mismo reposó una vez, para ser despertado por ese trompetista celestial que traerá las nuevas de la resurrección a las durmientes miríadas de los santos.
Tengan valor, hermanos y hermanas, porque el Espíritu Santo mora en nosotros, y porque Cristo triunfa allá arriba por nosotros. Aunque nuestras tribulaciones abunden, nuestras consolaciones también abundarán por Jesucristo, y seremos más que vencedores por medio de Aquel que nos amó.
Deseo que todos ustedes hayan participado de estas cosas preciosas. Si han participado, no importa qué tan mal haya hablado de ellas; estas cosas encantarían a sus almas. Pero si no las entienden, ruego que puedan hacerlo. Que el Espíritu del Señor abra sus ojos para ver el poder del Espíritu y la gloria de Cristo, y que ustedes y yo, en breve, le veamos cara a cara en el paraíso. Amén
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