La Obra del Espíritu Santo/AMOR

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English: The Work of the Holy Spirit/LOVE

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Por Abraham Kuyper sobre Espíritu Santo
Capítulo 22 del Libro La Obra del Espíritu Santo

Traducción por Glorified Word Project


XVII. Amor Natural

“Y la esperanza no avergüenza; porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado.”—Rom. v. 5.

La santificación no agota la obra del Espíritu Santo. Es una obra extraordinaria, requerida por la caída del hombre en el pecado. El Amor, tema que ahora trataremos, es su más profunda y excelente obra, la cual Él hubiese forjado aunque nunca se hubiera escuchado jamás del pecado, la cual Él continuará después de la muerte; que Él obra ahora ya en los ángeles, y que continuará en nosotros en las mansiones de la casa del Padre para siempre. Necesariamente, a través del camino del amor vivo cae la sombra oscura de esa terrible operación de juicio y endurecimiento que el Espíritu Santo obra en los perdidos. Cerraremos con un esbozo del imperdonable pecado contra el Espíritu Santo.

Nuestro tema no es el amor en general, sino el Amor. La diferencia es evidente. El Amor significa el único puro, verdadero, divino amor; por amor en general se entiende toda expresión de generosidad, vínculo, mutua afección, y devoción donde se ven reflejos de la gloria del Amor Eterno.

El amor en su sentido general también se encuentra en el mundo de los animales; un amor tan fuerte que a veces avergüenza al hombre, proyectando reproche sobre su conciencia. La ternura de la gallina es proverbial. La misma gallina que en otras ocasiones arranca ante la aproximación distante de un perro o un gato, vuela hacia el gato más feo o al buldog más fiero cuando tiene polluelos que defender. Toda ave madre defiende sus huevos al precio de su vida. Y a pesar de que ni gato ni perro tuvo la mínima consideración por el amor maternal de gallina o pato, no obstante ambos manifiestan el mismo amor por sus crías. Los animales más sanguinarios, aun tigres y hienas, nunca están más enrabiados que cuando el cazador se aproxima demasiado a sus cachorros. Es innecesario decir que el amor en este sentido no tiene valor moral. Sin embargo no está carente de valor. Cristo hizo del amor de la gallina un tipo de Su propio amor por Su pueblo y por Jerusalén. Y cuando nuestros pequeños hijos se ponen furiosos al ver al conejo macho matando a sus críos mientras la hembra lucha por ellos, hay en sus corazones de niños una voz pura de alabanza por el amor superior de aquella pequeña madre. Sin embargo, la alabanza por este amor que es meramente instintivo, no creado, irresistible, pertenece, no a la gallina o a la madre leona, sino a Aquel que lo creó en ellos.

Yéndose del amor por instinto hacia el mundo de los hombres, nos sorprende encontrarnos con un fenómeno cercanamente semejante a él. Una doncella coqueta, aparentemente desprovista de toda devoción, se transforma en una esposa y madre, y repentinamente parece haber sido iniciada en los misterios del amor. Su hijo es el único objeto de todos sus pensamientos. Sufre por él sin quejarse, lo acaricia y lo quiere; y si un perro cruel atacara al bebé, como una heroína la otrora tímida doncella lucharía como monstruo.

Y sin embargo con todas estas similitudes hay una diferencia. El amor en esa madre es más débil que en el animal. Por horas ella puede dejar a su hijo a cargo de otros, mientras que el ave madre que está empollando prácticamente no deja su nido. La primera tiene afecto por otros miembros de la familia, pero la segunda con sus chillidos aleja a todos los que se atreven a acercarse al nido. En una palabra, el amor maternal del animal es más absoluto; con respecto a esto excede al amor de la joven madre. Pero cuando los polluelos ya han crecido, la madre los olvida y los abandona; mientras que el amor de la mayoría de las madres hacia sus tiernos hijos asume gradualmente un carácter más noble, ascendiendo desde el amor instintivo hasta el amor espiritual. El poder de una madre yace en el hecho de que ella reza por su hijo.

Evidentemente debemos distinguir aquí dos tipos de amor: una forma más baja que nace de la sangre, que la madre tiene en común con el ave, pero que es menos constante; y un amor superior de otro tipo del cual carece la gallina, mediante el cual el ser humano sobrepasa por lejos al animal.

Esta forma inferior es de la sangre; no del todo instintiva como en la paloma, pero casi instintivo, es decir, independiente del desarrollo moral de la madre. Esto puede ser observado en niñas de un desarrollo moral inferior, quienes, cuando se transforman en madres, se enamoran casi desesperadamente de sus bebés; mientras en otras, en un nivel más alto de moralidad, el amor maternal es mucho más moderado. Y esto demuestra que la pasión irresistible del amor materno carece de un motivo superior. Tal como el amor del animal, este nace de la naturaleza. Y cuando vemos y disfrutamos del espectáculo, nos damos cuenta que su gloria pertenece, no a la mujer, sino a Él cuya obra admiramos en las inclinaciones de la criatura.

Próximo a este amor instintivo encontramos en la madre algo superior; no sólo en algunas, sino en todas. Y decimos esto a pesar del hecho que hay madres antinaturales que están casi desprovistas de este amor superior. Sólo que, se debe recordar, el alma humana contiene mucho que está reprimido, lo cual antes estuvo activo; que en mujeres deshumanizadas, sólo cuando parcialmente recuperado, este atributo más noble a menudo reaparece; sin duda que en las vidas de tales madres, en medio del pecado de la vergüenza, hay chispas momentáneas de un amor superior que ilumina su oscuridad moral como un relámpago.

Este grado superior de amor maternal tiene un carácter totalmente diferente. La vista del dulce y encantador bebé puede apoyarlo, pero no puede ser la justificación de él, ni tampoco lo puede producir. Tiene un origen superior. Su signo es: una madre que lleva su hijo al santo Bautizo. Porque a pesar de que mucho de esto se hace por costumbre y por amor a la exhibición, es esencialmente la declaración de que un bebé humano es más que una joven ave o el cachorro de un animal. Incluso cuando la Revolución Francesa abolió temporalmente el santo Bautismo, lo reemplazó por una especie de bautizo político. La joven madre está limitada a ver en su hijo algo más grande que simplemente “pedazos de carne infantil.” Y a pesar de que en muchas madres se ha vuelto casi imperceptible, se ha hundido tan bajo que muchas han sido vistas arrastrando a sus hijos a los caminos del pecado; sin embargo, en naturalezas más nobles, y bajo circunstancias más favorables, este refrescante amor de madre tiene el poder de desarrollar la energía del crecimiento moral de las futuras generaciones. Al entender la diferencia entre padre y madre uno será capaz de distinguir este amor materno más alto y más bajo, aun en sus variaciones más finas. Por supuesto, el amor instintivo no es tan fuerte en el padre como lo es en la madre; de ahí que el amor que lleva el carácter moral del deber y la vocación es más conspicuo en el primero.

Pero aun donde esta maravillosa mezcla de amor instintivo y moral en el amor mutuo de marido y mujer se manifiesta en forma más hermosa, en el amor de los padres y por contraposición en el amor filial, y como un eslabón conectivo en el amor fraternal, sigue siendo una forma de amor que puede existir en forma totalmente independiente al amor consciente de Dios. A menudo se expresa con fuerza entre los declarados no creyentes.

Y lo mismo es cierto de aquella expresión más libre del amor que, independientemente de los vínculos de sangre, a menudo se desarrolla en hermosas formas entre amigos, entre mentes que congenian, entre camaradas en la misma lucha, entre los líderes y los liderados; ciertamente que de las cosas visibles puede surgir para abrazar las cosas invisibles, y desenvolverse en las más hermosas formas de amor por el arte y la ciencia, por el rey y el país, por la nación y su historia, por derechos y privilegios heredados—en resumen, por todo aquello que llena al pecho con los nobles sentimientos de consagración y sacrificio. Porque, cualquiera sea su riqueza y su centellante hermosura, en sí mismo está separado del Amor de lo Eterno. Con el objeto de no traicionar a sus cómplices, criminales endurecidos han soportado crueles torturas sobre el potro con maravillosa constancia. Comunistas, muriendo sobre las barricadas de París en defensa del más blasfemo barbarismo, han desplegado un heroísmo similar a nuestros héroes en Waterloo y Dogger-Bank. Soldados profanos y desenfrenados se han lanzado sobre el enemigo con un raro desprecio por la muerte. Pero en todas estas manifestaciones de amor, la sangre calentada por la pasión por un lado, y los motivos impuros por el otro, pueden jugar su rol y robarlo casi completamente de su carácter divino.

Sin duda que aun en sus manifestaciones más elevadas entre los hombres, tal como la compasión por los que sufren y la misericordia hacia los caídos y agonizantes, puede estar desprovisto de la chispa del Amor sagrado. Hay hombres naturales que no pueden soportar ver sufrir; que son afectados tan profundamente por los espectáculos desgarradores de pena y luto que deben mostrar piedad; para quienes el ofrecimiento de compasión es una necesidad natural; que consideran el calmar la pena de otros hombres como una felicidad más que como un sacrificio.

Pero aun en su forma más elevada, que más cercanamente se aproxima a las misericordias divinas, frecuentemente no tiene conexión con el Amor Eterno. Puede ser un impulso instintivo, una inclinación surgida del temperamento, el efecto de un noble ejemplo, o con el objeto de obtener fama que casi en cualquier lugar es obtenible por obras de misericordia; pero el amor de Cristo está ausente. No es el palpitante Amor de Dios el que vibra en estas manifestaciones. Hay amor que debe ser apreciado; pero el Amor del cual declara San Juan que Dios es Amor, se encuentra sólo cuando el Espíritu Santo entra en el alma y le enseña a glorificar: “Porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Rom. v. 5).


XVIII. Amor en el Ser Trino de Dios

“Dios es Amor.”—1 Juan iv. 8.

Entre el amor natural, aun en sus formas más elevadas y el Amor Santo hay un gran abismo. Esto tenía que ser enfatizado para que nuestros lectores no se equivocaran respecto a la naturaleza del Amor. Muchos dicen que Dios es Amor, pero miden Su Amor por el amor de los hombres. Estudian el ser del amor y sus manifestaciones en otros y en ellos mismos, y se consideran competentes para juzgar que este amor humano, en una forma más perfecta, es el Amor de Dios. Por supuesto que están equivocados. El Amor Esencial debe ser estudiado como es en Dios Mismo; como Él lo ha manifestado en su Palabra. Y los centelleos del débil amor de la criatura deben mirarse sólo como chispas del fuego del Amor divino.

Nuestro Dios es la mismísima Fuente de todo bien. Siendo el amor el bien supremo, Dios debe ser la misma Fuente de todo Amor. Y de esa Fuente fluye todo amor terrenal de cualquier nombre, cuan tenue o débil sea. Sólo el Creador puede crear en su criatura el amor irresistible del instinto, donde vemos una exhibición de Su gloria. Con el mismo propósito Él creó un fuerte lazo en las criaturas, no totalmente instintivo, sino de la misma forma subconscientemente activo; a este pertenecen el amor de la madre por su bebé, el amor a primera vista, el amor fraternal, etc. Más alto que este es el amor de afinidad moral, mediante el cual Dios ha dispuesto espíritu a espíritu para camaradería congenial y amor mutuo. Estas son tres formas en las que se encuentra algo del Amor de Dios, pero que aún pertenecen a la Creación y a la Providencia, de ninguna manera compartiendo el tesoro de la Vida divina.

El amor en la tierra adopta este carácter más elevado sólo cuando se vuelve auto- consagrante, abnegado, sacrificado; cuando el objeto del amor no atrae, sino que repele. La devota enfermera cuidando al extraño afectado por una peste no encuentra nada en él que le atraiga; más bien, todo lo contrario. Pero aun así permanece, persevera, no sólo por un sentido del deber, sino atraída por la miseria y la desolación del que sufre. Esto es sin duda el efecto de un amor superior, que fluye de la Fuente de Amor Eterno. Esa enfermera exhibe devoción a lo invisible, aprehensión de lo espiritual.

Y aunque Dios ha constituido de tal manera nuestro sistema nervioso que el sufrimiento nos causa incomodidad, tanto que el ver dolor nos afecta dolorosamente, de manera que por un sentimiento fraterno estamos instantáneamente listos para proveer alivio al que sufre, sin embargo, esa forma más elevada de amor generalmente surge de la vida nerviosa inferior a una expresión más alta que es imposible sin una operación interna de gracia.

De esta forma prepara el camino para el más alto amor, que se dirige no sólo a las cosas invisibles, sino al Invisible, atrayendo el alma hacia Él con atracciones irresistibles. Y sólo entonces se alcanza el Amor mismo.

La Palabra declara que Dios es Amor, y el testimonio del Espíritu dice en cada corazón: "Amén, no en nosotros, sino en Ti, oh Eterno. Tú eres Amor. ¡No hay amor que no nazca de Ti!" Y este es el misterio que hombres y ángeles no pueden desentrañar. ¿Quién expresó alguna vez su perfección en palabras? ¿Quién no se da cuenta que es una armonía maravillosamente hermosa, bendita y divina que el oído confundido de la criatura no puede apreciar completamente? Los hombres lo confiesan, absorben su dulzura y encanto; el corazón es bendecido y amado por él; pero después que la felicidad se ha probado y la taza se aleja de los labios, no sabemos más de la naturaleza del amor que el bebé que ha disfrutado, el Amor en el pecho de su madre. No podemos describirlo ni analizarlo; no podemos desentrañar ni penetrar su esencia escondida. Toma posesión de nosotros, nos invade, nos refresca; pero tal como el viento, del cual no sabemos de dónde viene y a dónde irá, de la misma manera en nuestros mejores momentos son las maravillosas atracciones de Amor de nuestro Dios. No es creado ni concebido. Es eterno como Dios Mismo. El Amor nunca estuvo fuera de Él, para venir a Él de otra parte; ni por un solo momento a través de la eternidad estuvo Él sin el Amor. Sin llevar en sí mismo un profundo, eterno Amor, sin ser Amor, no puede ser nuestro Dios.

Las mentes superficiales, sin embargo, conciben el Amor de Dios sólo para perdonar el pecado; como demasiado bueno para tolerar el sufrimiento; demasiado pacífico para permitir la guerra. Pero la Palabra enseña que el amor de Dios es un amor Santo, intolerante de la maldad, por su propio bien haciendo sufrir al pecador para que pueda desligarse de sus falsas alegrías. Fue este mismo amor que dijo en el Paraíso, inmediatamente después de la ruptura pecadora: “¡Pondré enemistad!”

Los hijos de Dios han derivado de la Palabra concepciones más ricas y profundas del Amor divino, porque confiesan a un Dios Trino, Padre, Hijo, y Espíritu Santo, un Dios en tres personas: el Padre, el que engendra; el Hijo, el que es engendrado; y el Espíritu Santo, que procede tanto del Padre como del Hijo. Y la vida de Amor mediante la cual estos Tres se aman mutuamente es el propia Ser Eterno. Esto por sí solo es la verdadera y real vida de Amor. Toda la Escritura enseña que nada es más precioso y glorioso que el Amor del Padre por el Hijo, y del Hijo por el Padre, y del Espíritu Santo por ambos.

El amor no tiene nombre: la lengua humana no tiene palabras para expresarlo; ninguna criatura puede inquisitivamente mirar en sus eternas profundidades. Es el gran e impenetrable misterio. Escuchamos su música y la adoramos; pero cuando su gloria ha pasado a través del alma, los labios aún no pueden describir adecuadamente ninguno de sus rasgos. Dios puede soltar la lengua para que ella pueda gritar y cantar las alabanzas del Amor eterno, pero el intelecto permanece impotente.

Antes que Dios creara el cielo y la tierra con todos sus habitantes, el Amor eterno del Padre, Hijo y Espíritu Santo brillaba con esplendor no visto en el Ser divino. El Amor existe, no por el bien del mundo, sino por el bien de Dios; y cuando el mundo entró en existencia, el Amor se mantuvo sin cambios; y si todas las criaturas desaparecieran, se mantendría tan rico y glorioso como siempre. El Amor existe y obra en el Ser Eterno aparte de la criatura; y su radiación sobre la criatura no es más que un débil reflejo de su ser.

El amor no es Dios, pero Dios es Amor; y Él es suficiente para sí mismo para amar absolutamente y para siempre. Él no tiene necesidad de la criatura, y el ejercicio de Su Amor no comenzó con la criatura a quien Él podía Amar, sino que nace y fluye eternamente en la vida de Amor del Dios Trino. Dios es Amor; Su perfección, belleza divina, verdaderas dimensiones, y santidad no se encuentran en los hombres, ni siquiera en los mejores de entre los hijos de Dios, sino que sólo brillan alrededor del Trono de Dios.

La unión del Amor con la Confesión de la Trinidad es el punto de partida desde donde procedemos a basar el Amor independientemente en Dios, absolutamente independiente de la criatura o cualquier cosa relacionada con la criatura. No se trata de hacer de la divina Trinidad una deducción filosófica del amor esencial. Eso es ilegal; si Dios no hubiera revelado este misterio en Su Palabra seríamos totalmente ignorantes de él. Pero como la Escritura ubica al Ser Trino frente a nosotros como el objeto de nuestra adoración, y en casi todas las páginas exalta sobremanera el amor mutuo de Padre, Hijo y Espíritu Santo, y lo delinea como un Amor Eterno, sabemos y vemos claramente que este Amor sagrado jamás podrá ser representado sino es naciendo del amor mutuo de las Personas divinas.

Por lo tanto, a través del misterio de la Trinidad, el amor que está en Dios y es Dios obtiene su existencia independiente, aparte de la criatura, independiente de las emociones de mente y corazón; y se levanta como el sol, con su propio fuego y rayos, afuera del hombre, en Dios, en quien descansa y desde quien irradia.

De esta forma erradicamos toda comparación del Amor de Dios con nuestro amor. De esta forma la mezcla fácil cesa. En principio resistimos la inversión de las posiciones mediante la cual el hombre arrogante había logrado copiar de sí mismo un tal Dios de Amor, y silenciando toda adoración. De esta forma el alma regresa a la bendita confesión de que Dios es Amor, y que el camino de la misericordia y la piedad divina se abre de manera que la luminosidad de ese Sol pueda irradiar de una forma humana, es decir, en una forma finita e imperfecta hacia y en el corazón humano, para la alabanza de Dios.


XIX. La Manifestación del Amor Sagrado

“Y nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios tiene para con nosotros.”—1 Juan iv. 16.

La pregunta que se presenta ahora es: ¿De qué manera se logra el acto divino, majestuoso, de hacer al hombre partícipe del amor verdadero? Respondemos que esto es—

  1. Preparado por el Padre en la Creación.
  2. Hecho posible por el Hijo en la Redención.
  3. Efectivamente logrado por el Espíritu Santo en la Santificación.

Con respecto a esto, primero la obra del Padre, que el Catecismo de Heidelberg designa, "de Dios el Padre y nuestra Creación," siguiendo el ejemplo de San Pablo, que escribió: "Para nosotros, sin embargo, sólo hay un Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas" (1 Cor. viii. 6). Con esto no queremos negar que Dios el Padre obre también en la redención y en la santificación, porque todas las obras salientes de Dios pertenecen a las Tres Personas. Sólo deseamos indicar que en la búsqueda del origen de las cosas, uno no puede detenerse en el Espíritu Santo, pues Él procede del Hijo y del Padre; ni tampoco en el Hijo, pues Él es engendrado por el Padre; sino en el Padre, porque Él no procede de nadie, ni tampoco es engendrado.

En este sentido bíblico decimos que la obra de hacer al hombre partícipe del amor es preparada por el Padre en la creación.

Porque cada ejercicio de amor, tanto en el hombre como en el animal, encuentra su raíz en la creación. En el animal Dios creó directamente el amor instintivo; en el hombre creó el amor al hacer a todos los hombres de una sangre, al ordenar que marido y esposa fueran compañeros, y creando en la sangre misma esa maravillosa atracción del uno por el otro.

Más aun, Él también implantó en la conciencia del hombre el sentido del amor. El animal ama, pero sin saberlo. Por el contrario, el hombre no sólo siente el impulso del amor, pero este impulso se refleja además en el espejo de su alma en donde contempla la belleza del amor; de esta forma aprende a apreciar el amor y a alzarse al acto de amar con plena conciencia.

Finalmente, por Su providencia, que es un resultado de la creación, el Padre ordena que el hombre se encuentre con el hombre, entre en contacto con el hombre, que de esta forma el sentido del amor pueda hacerse activo en él. Porque ya sea se trate de una pobre persona que sufre, cuya angustia despierta mi amor, o un carácter audaz que atrae mi compasión, o, por último, una figura pura y hermosa que me atrae irresistiblemente, siempre es Dios el Padre quien me asigna estas reuniones, quien por Sus conducciones providenciales hace posible el inicio del amor.

Esto es seguido, en segundo lugar, por la obra del Hijo, que se hizo carne para revelarnos la plenitud del amor divino en la carne. De ahí la manifestación del Amor en la obra redentora.

Esto es totalmente diferente a lo que hizo el Padre en la creación; porque, aun cuando en la creación el amor divino fue prefigurado, su concepción implantada, y hecho posible su imperfecto ejercicio, sin embargo, el amor divino mismo no fue revelado. Pero es revelado en la venida del Hijo: "Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.” (Juan iii. 16); “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros, y nos envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1 Juan iv. 10). Esta es la "Paz en la tierra, buena voluntad para con los hombres” (Lucas ii. 14) de la cual cantaban los ángeles en los campos de Belén; este es el misterio que los ángeles desean investigar.

Aquí notamos nuevamente dos cosas:

Primero, el amor mediante el cual Dios amó al mundo comprobado por el hecho de que no escatima a Su propio Hijo, sino que lo entrega para todos nosotros.

Segundo, el amor de Cristo por el Padre, cuyo obra Él terminó, y por nosotros, a quienes salvó.

Lo segundo es de la mayor importancia para nosotros. En Cristo, a quien honramos como Dios manifiesto en la carne, se observa el Amor divino; en Él apareció y centelleó con brillo incomparable. La realidad del Amor divino apareció a los hombres por primera vez y para siempre en Él: "Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos, declaramos a vosotros.” (1 Juan i. 1-3); y esa fue siempre la gloria del Amor eterno que había cautivado e impregnado la totalidad de su alma.

Hasta ahora el hombre había caminado en la sombra del amor, pero en Emanuel el Amor mismo apareció en carne viva y a la manera de los hombres. No fue una mera radiación del Amor, su reflejo, una característica, sentido, o inclinación increada, sino las ondas frescas, irresistibles del poder restrictivo propio del amor que fluyen de las profundidades de Su corazón divino. Fue este Amor que, en el corazón de Emanuel, trajo el cielo a la tierra, y que por su ascenso al cielo levantó nuestro mundo a las aulas de la luz eterna. Aunque Europa no había sentido nada de ello, y América nunca había pensado en un Salvador, aunque África no había escuchado las buenas nuevas, y fue un pequeño lugar en Asia donde sus pies habían tocado suelo, sin embargo, fue el corazón de Emanuel que unió cada continente y el mundo—por cierto, todo el universo que lo rodea, a la Misericordia divina.

Ese Amor brilló como amor por un enemigo. El hombre se había vuelto enemigo de Dios: "No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” (Salmo xiv. 3; liii. 3; Rom. iii. 12). La criatura odiaba a Dios. La enemistad era absoluta y terrible. No había nada en el hombre para atraer a Dios; por el contrario, todo para repelerlo. Y cuando todo era enemistad y repulsión, entonces el amor de Dios se hizo manifiesto en el hecho de que Cristo murió por nosotros cuando éramos aún Sus enemigos.

El amor entre hombres y animales descansa sobre atracción mutua, compasión, e inclinación; aun el amor que alivia al que sufre siente su poder. Pero aquí tenemos un amor que no encuentra atracción en ninguna parte, sino repulsión en todas partes. Y en este hecho brilla la libertad soberana del Amor divino: ama porque ha de amar, y amando salva al objeto de Su amor.

Dado que este Amor logró su más severa tensión en el Calvario, su símbolo es y será para siempre la Cruz. Porque la Cruz es la más temida manifestación de la enemistad del hombre; y por el propio contraste, la belleza y la adorabilidad del amor divino brillan gloriosamente: el Amor que sufre y soporta todo, amor que puede morir voluntariamente, y en esa muerte anuncia el amanecer de un futuro aun más glorioso.

Pero incluso la obra del Hijo no termina la obra de poner la huella del Amor de Dios sobre el corazón humano. Tal como la Creación es seguida de la Encarnación, el Pentecostés sigue a la Encarnación; y es Dios el Espíritu Santo quien logra esta tercera obra al descender al corazón del hombre.

“Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuera, el Consolador no vendría a vosotros” (Juan xvi. 7). Esto implica que el Espíritu Santo daría a los discípulos un bien aun mayor que aquel que les pudiera dar el Hijo. Esto no es independiente del Hijo; porque la Escritura enseña enfáticamente que Él no puede ni tiene la voluntad de hacer cualquier cosa sin el Hijo, y que recibe del Hijo sólo para dar a nosotros. Sin embargo, se mantiene la diferencia de que, a pesar de que Jesús sufre, muere y resucita por nosotros, no obstante, la obra efectiva en las almas de los hombres espera la misericordiosa operación del Espíritu Santo. Es, como escribe San Pablo a los Romanos, que "el Amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo” (Rom. v. 5).

Y este es la obra propia del Espíritu Santo, que permanecerá suya para siempre. Cuando no quede más pecado para ser expiado, ni impiedad alguna para ser santificada, cuando los elegidos se regocijen ante el trono, aun entonces el Espíritu Santo realizará este trabajo divino de mantener el amor de Dios habitando activamente en sus corazones. Cómo, no lo podemos decir; pero esto entendemos, que es el Espíritu Santo quien, siendo igual en todos, unifica todas las almas en Santa unión. Cuando al mismo tiempo la vida espiritual se forja en tu alma y la mía y en las almas de otros, la unión mutua del amor debe ser el resultado. Porque, aunque los hombres y las cosas están conectados en el Padre, y las almas de los redimidos están unidas en el Hijo, sin embargo, el entrar personalmente en cada alma, haciéndola su templo y morada, es obra del Espíritu Santo.

Por lo tanto, es el mismo Espíritu que como Dios entra en el corazón de cada uno de los redimidos, y como Dios realiza y perfecciona su obra irresistiblemente en cada corazón. Y, aunque diferentes circunstancias y múltiples pecados han causado diferencias de opinión entre personas en las cuales ha obrado el mismo Espíritu Santo, de manera que en ciertas oportunidades han sostenido posiciones fuertemente opuestas, sin embargo, subsiste el hecho de su unión interna, que por la obra del Espíritu Santo al interior de sus corazones se vuelve una unión real y, más aun, indisoluble.

Puede que esto no siempre salga a la superficie, pero al interior el tema es tanto más real y glorioso. Aun más, el Espíritu Santo está siempre trabajando activamente para remover cualquier obstáculo externo; y si esto no es del todo exitoso antes de nuestra muerte, no hay motivo para temer con tal que en la muerte las escamas, por así decirlo, caigan de nuestros ojos, y el amor triunfe. Comparado con la eternidad, la vida en la tierra es sólo un momento. Por lo tanto, no puede negarse que el lazo de unión, el entrelazamiento que debe unir a los hijos de Dios en el fuego divino del Amor, es, por la obra del mismo Espíritu, un hecho real. Es el mismo Espíritu Santo quien, habitando en cada corazón, los dirige todos juntos a un mismo fin; quien, consagrando a cada alma a ser Su tabernáculo, en el sentido de que Él es Dios y por lo tanto es Amor, logra que, dentro y a través y consigo mismo, el Amor de Dios se derrame en cada corazón. Piensa en Él como desterrado de sus almas, y el amor de Dios habrá huido de sus corazones; pero deja que cada gracia esté oculta y dormida, deja que la apariencia externa niegue la gracia interna, porque con tal que estemos seguros que el Espíritu Santo habita en nuestros corazones podemos estar seguros de que el Amor de Dios aún habita en nosotros.

Más aun, el Espíritu Santo no es un extraño en nuestros corazones, sino que penetra nuestro ser más profundamente y trae a cada cual un don, una palabra, un consuelo particularmente adaptado a nuestra necesidad individual. Por supuesto que este es un trabajo muy variado; pero, a pesar de su multiplicidad de sus formas, no es un trabajo parcial sin una conexión interior, sino una ejecución del plan del Padre de acuerdo al Consejo eterno. De manera que, no importa cuán delicada pueda ser su naturaleza, está siempre apuntando a esa armonía pura y perfecta que en el Consejo de Dios está preparada no solamente para cada uno de los redimidos, sino para toda la casa de Dios, y el cuerpo de Cristo en todas sus proporciones.

Como el mismo Espíritu no solamente obra en todos, uniendo todo, sino, como Él procede del Padre y del Hijo, Él también dispone y dirige su trabajo en un alma en relación a aquel en otra, de manera que el entrelazamiento y la soldadura de las almas de los santos debe ser el resultado. Cuando de acuerdo al mismo plan glorioso un Obrero trabaja en todos, entonces cada muro de separación ha de caer; el Amor debe prevalecer, y toda su dulce y bendita influencia debe sentirse: no como algo que procede de nosotros mismos y nos pertenece, sino como un Amor aún externo a nosotros que viniendo de Dios penetra y refresca el alma; no el mero ideal de entusiastas, sino el poder divino que nos domina y nos supera; no una concepción abstracta que meramente nos encanta, sino el Espíritu Santo a quien sentimos y descubrimos en el alma como Amor; un derrame de amor tibio, pleno, bendito, el cual es más fuerte que la muerte y que las muchas aguas no pueden apagar.


XX. Dios el Espíritu Santo, el Amor que Habita en el Corazón

"Es como el buen óleo sobre la cabeza, el cual desciende sobre la barba, la barba de Aarón, y baja hasta el borde de sus vestiduras.”—Salmos cxxxiii. 2.

El hecho de que el amor pueda irradiar al interior del hombre no le asegura la posesión de un verdadero y real Amor, a no ser que, de acuerdo a Su eterno consejo, Dios esté complacido de entrar en hermandad personal con él. Mientras el hombre lo conoce sólo de lejos y no de cerca, Dios es un extraño para él. Puede admirar Su Amor, tener una leve sensación de Él, ser afectado placenteramente por Él, y aun regocijarse de ver a otros beber de Su Fuente, y sin embargo, nunca acercarse un paso a Él. De la mano de Dios él puede ser el medio para mostrar a otros el camino a él, sin conocerlo por experiencia personal.

El verdadero Amor es uno con Dios e inseparable de Él. Puede irradiar su brillo aun en el animal, pero el Amor mismo no puede entrar al corazón a menos que Dios entre primero. Y los elegidos de Dios tienen el real privilegio de llamar a este don algo propio. Toda su fortuna y tesoro consiste en el hecho de que de la mano de su Señor ellos han recibido este oro refinado en fuego.

Esto no significa, sin embargo, que este amor que los posee totalmente, será de aquí en adelante el único impulso de todas sus acciones. De San Pablo aprendemos que, mientras el amor de Dios se derrama en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, se puede encontrar mucha maldad entre nosotros; por lo tanto, se nos exhorta a ejercitar paciencia y a negarnos a nosotros mismos. Pero aunque, como la fe, el amor puede estar en la esencia y que nada sea visible en la superficie, en la tierra tibia, como una semilla, puede crecer, brotar, y sacar sus raíces al suelo. Por lo tanto, no importa cuán defectuosa e incompleta sea su forma, el amor mismo habita en nuestros corazones; y por nuestra propia experiencia tenemos conciencia de él. ¿Quién de entre los hijos de Dios no recuerda los benditos momentos cuando este amor cayó sobre el alma como leves gotas de rocío sobre la hoja sedienta, llenándolo de una felicidad hasta entonces desconocida? Esta bendita experiencia fue celestial y sobrenatural. El alma en verdad sintió los brazos eternos por debajo de sí, y reconoció que Dios es bueno y esencialmente es Amor. Es cierto que la divina Majestad, como se dice, consumió el alma, pero al mismo tiempo la levantó y la glorificó. El alma se dio cuenta de que estaba rodeada de Amor, levantada por encima de la llanura baja de la vanidad, y, más bendita aun, que había recibido el poder para abrazar a Dios con los brazos de su propio amor. Es cierto, esto no dura. El lucero de la esperanza es seguido una y otra vez por el amanecer de la vida común del día a día; pero por esa experiencia hemos visto abrirse los cielos, la señal del Amor Eterno descendiendo, y hemos escuchado la música de su voz diciendo: "He aquí tu Dios."

Por lo tanto, estos dos siempre deben ir juntos: (1) el Amor derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, y (2) el anuncio de la buena nueva de que nuestro Dios ha venido a nosotros. Y estos son uno y el mismo, porque, como hemos visto antes, cuando el Eterno viene a habitar con el hombre, no es el Padre, ni el Hijo, sino el Espíritu Santo cuya función es entrar al espíritu del hombre y establecer la relación más íntima entre él y Dios. El Padre y el Hijo también vendrán a habitar con él; incluso se dice que el Hijo se para a la puerta y golpea esperando ser admitido; pero ambos, Padre e Hijo hacen esto a través del Espíritu Santo. Estos tres son uno: el Espíritu Santo está en la creación, pero sólo a través de su unión esencial con el Padre y con el Hijo. También está en el trabajo redentor, porque está ligado al placer del Padre y a la Encarnación del Hijo. De la misma manera, tanto el Padre como el Hijo habitan en los santos, pero sólo a través del Espíritu Santo.

Si ser testigo del Espíritu Santo fuera sólo momentáneo, si Él viniera a quedarse sólo por una noche, el bendito trabajo de Amor no podría forjarse. Y si Él tuviera que dejar los santos en una parte del mundo para visitar aquellos en otras partes, sería totalmente imposible. Pero Él es Dios, no tiene limitaciones: en mi recámara Él permanece conmigo en forma tan real como con miles en todos los lugares de la tierra al mismo tiempo; y no sólo con los santos abajo, pero en un sentido más elevado, en todos los redimidos que ya han llegado a la Jerusalén celestial. Tal como el sol brilla en tu habitación, mientras irradia luz y calor sobre millones en tierras lejanas, así es la operación del Espíritu Santo, no local ni limitada, sino divinamente omnipresente en ti y en mí, aunque ninguno conoce la cara del otro y tampoco ha escuchado su nombre.

Porque el Espíritu Santo no habita en nuestros corazones tal como nosotros habitamos en nuestra casa, independientes de ella, caminando por ella, para abandonarla a la brevedad; sino que Él reside tanto en nosotros y se adhiere tanto a nosotros que, aunque nos lanzaran al crisol más ardiente, Él y nosotros no podríamos ser separados. El fuego más feroz no podría disolver la unión. Incluso el cuerpo es denominado el templo del Espíritu Santo; y aunque en la muerte Él pueda dejarlo al menos en parte, para traerlo nuevamente en mayor gloria en la resurrección, no obstante en lo que concierne a nuestro hombre interior, Él nunca nos deja. En ese sentido Él vive con nosotros para siempre.

Angustiados y abrumados por la sensación de culpabilidad y vergüenza, podemos llorar con David: “¡No quites de mí tu Santo Espíritu!” (Salmos li. 11); mas Su morada en nuestras almas no puede ser destruida. Un antiguo templo era notable por el hecho de que, aunque las visitas iban y venían, y sucesivas generaciones traían sus sacrificios al altar, el mismo ídolo permanecía por siglos parado detrás del altar inamovible y firme. San Pablo escribió sobre el templo del Espíritu Santo, no a la gente de Jerusalén, sino a los Corintos; de donde resulta evidente que tomó prestada su imagen del templo-ídolo en su ciudad, y no de aquella en Jerusalén. Quiso decir que, tal como la imagen de Diana habitaba en el templo de Corinto permanentemente y sin ser removida, de la misma manera el Espíritu Santo habita permanentemente y en forma firme en las almas de los escogidos de Dios.

David dice del Amor: "Es como el buen óleo sobre la cabeza, el cual desciende sobre la barba, y baja hasta el borde de sus vestiduras” (Salmos cxxxiii. 2)—una figura no muy atractiva para nosotros que no estamos familiarizados con los aceites perfumados. Pero cuando se recuerda que el aceite usado para la unción del sumo sacerdote era fragante y volátil, de manera que cuando la preciada botella era abierta llenaba la casa entera con su fragancia, se apreciará la belleza de la figura; porque cuando el aceite dorado es vertido sobre la cabeza y se escurre por la ondeante túnica del sumo sacerdote, su fragancia que todo lo impregna se encuentra a la mañana siguiente en la basta de la prenda que toca el suelo. El sumo sacerdote, en su túnica oficial, es la imagen de la Iglesia del Dios viviente, y su cabeza es la imagen de Cristo. El aceite de unción representa al Espíritu Santo, quien, al ser vertido sobre la cabeza de Cristo, fluye hacia abajo desde Él sobre todos los que pertenecen a Su glorioso, místico cuerpo; llegando tan abajo que aun los menos estimados, los cuales son como la basta de Su vestimenta, son impregnados por la misma y preciosa unción.

Esta bella figura ilustra la unidad que, como el fruto del Amor, es forjada por el mismo Espíritu Santo que en todos los siglos, entre todas las naciones, en todas las lenguas e idiomas, entra a los corazones de los elegidos de Dios, habitando con ellos, plantándose en ellos, para nunca dejarlos; quien habitando y obrando en todos no de acuerdo a su propia elección, sino de acuerdo a la disposición de los miembros en el cuerpo de Cristo, bajo Él como su gloriosa Cabeza, ha establecido la más bendita hermandad entre la Cabeza y sus miembros; ha entrado a cada corazón y ha penetrado hasta su estrato más profundo; ha unido a la totalidad de la asamblea de los elegidos en un glorioso y concordante todo, en perfecto Amor, ahora y para siempre.

Y este poderoso hecho, que el mismo Espíritu Santo habita y obra en todos, no sólo es la profecía del Amor, sino la demostración del hecho de que el Amor existe, y que todo elemento perturbador no es más que el polvo que aún cubre el diamante, y la escoria que impide que el oro brille. Dios el Espíritu Santo vive, es, y se siente Uno en todos los hijos de Dios; y aunque cada uno experimenta esto a su propia manera, y lo expresa en su propia lengua, es Uno y el Mismo el que los consuela y obra en todos ellos.

De ahí que el Espíritu Santo que vive en nosotros, ama Su propio trabajo que Él obra en otros. El Espíritu Santo en uno, no puede negarse a Sí mismo en otro. De aquí se infiere que al habitar el mismo Espíritu Santo en todos no sólo garantiza una real y sustancial unidad para el futuro y para el presente, ya sea visible o invisible, sino que el solo hecho determina que el Amor de Dios sea derramado en los corazones de los santos, dado que el Espíritu Santo siempre deberá amarse a Sí mismo.

Si Él meramente revoloteara sobre la superficie de la vida del alma, esto no significaría mucho; pero no puede haber ningún estrato en el alma tan bajo que Él no lo penetre. La fuente que Él ha abierto en nosotros fluye del lugar donde las primeras pulsaciones, los más profundos motivos y obras del nuevo hombre, se originan. En la superficie podemos entonces querer otro amor; pero cuando, engañados y decepcionados por ese amor, con corazones compungidos sentimos que no se puede confiar en la criatura, entonces encontramos al fondo de nuestra propia alma el mismo viejo, fiel, bendito y divino Amor mediante el cual el Espíritu Santo nos consuela y nos enseña a consolar a otros. Aunque en tiempos de indiferencia todo puede parecer perdido, no necesitamos temer, porque tan pronto como las fundaciones del alma son descubiertas, la presencia de ese Amor eterno se manifiesta. Por debajo, en la vida oculta, mística, yace el fundamento de todo amor en la presencia del Espíritu Santo.

Dios es Amor, y a través del Espíritu Santo el Amor vive en todos los hijos de Dios; y estos hijos, unidos bajo Su gloriosa Cabeza en un cuerpo, son uno—uno por el mismo renacer, por la misma vida, y el mismo Amor; y, si fuera posible de una vez remover toda la basura y contaminación terrenal, veríamos el brillo de ese Amor en todos y entre todos, hermoso y glorioso.


XXI. El Amor del Espíritu Santo en Nosotros

“Jerusalén, Jerusalén, cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste.”—Mat. xxiii. 37.

La Escritura no sólo enseña que el Espíritu Santo habita en nosotros, y con Él el Amor, sino también que Él derrama ese amor en nuestros corazones.

Este derramamiento no se refiere a la venida de la Persona del Espíritu Santo, porque una persona no puede derramarse. Él llega, toma posesión, y habita en nosotros; pero aquello que es derramado debe consistir en innumerables partículas. El verbo “derramar” se usa principalmente refiriéndose al agua, grano, o fruta; es decir, de líquidos o sólidos compuestos de partes o partículas de un tipo que pasan de un receptáculo a otro. En la Escritura, el verbo se usa metafóricamente. Ana dijo: “He derramado mi alma delante de Jehová” (1 Sam. i. 15); el Salmista: “Derramad delante de Él vuestro corazón” (Salmos lxii. 8); Isaías: "Derramaron oración cuando los castigaste” (Isa. xxvi. 16). “Derramar,” siempre significa que el corazón está lleno hasta rebalsar con tantas quejas, preocupaciones, tristezas, o angustias que ya no las puede contener, y las vierte delante de Dios o los hombres en gemidos y plegarias.

Con referencia a Dios, leemos que Él derramó la fiereza de Su ira sobre Sus enemigos; y nuevamente, "que Él derramará el Espíritu de plegaria y súplica." En el primer pasaje, la metáfora es tomada de la granizada que sobreviene al viajero y lo postra. De la misma manera, los golpes de la divina ira descienden como granizo sobre las cabezas de sus enemigos y los postran. Y en el segundo, se quiere decir que con un poder abrumador Su pueblo estará constreñido a la plegaria.

En este último sentido, la Escritura lo aplica frecuentemente al advenimiento del Espíritu Santo. Tanto profetas como apóstoles declaran que Jehová derramará Su Espíritu sobre todos. Finalmente, leemos que el Espíritu Santo fue derramado. Pero aun aquí debe retenerse el significado principal de la palabra, porque por el derramamiento del Espíritu Santo entendemos la afluencia a nuestros corazones, o a la Iglesia, de una multitud de poderes del mismo tipo que llenan el vacío del alma.

Puede objetarse—y esto merece cuidadosa consideración—que en este pensamiento contradecimos nuestra afirmación anterior, que es el Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Trinidad, que toma posesión del corazón y habita allí; porque ahora decimos que no es la Persona que entra, sino una obra, un elemento, un poder que es derramado. Pero, en vez de ser contradictorias, estas dos son iguales; sólo que por su conexión mutua, nos dan una visión más correcta—y eso es justo lo que necesitamos. Cuando llevo una lámpara encendida a una pieza oscura, entro como el portador de la luz, mientras al mismo tiempo la luz se derrama en la pieza. Estas dos no deben ser confundidas. No soy yo el derramado, sino la luz. Yo entro a la pieza, pero la luz es llevada a ella. Y esto es exactamente lo que hace el Espíritu Santo. Cuando Él entra al corazón, el brillo de Su persona se derrama allí.

Es cierto que en estos casos el Espíritu Santo es mencionado en un sentido algo modificado, pero lo mismo es cierto cuando hablamos de la luz. De una luz que se acerca decimos, “Ahí viene la luz,” aunque sabemos que alguien trae la luz. Al amanecer decimos, "El sol está saliendo," aunque sería más correcto decir: "La luz del sol está saliendo." En forma similar, el nombre del Espíritu Santo se usa en la Escritura en una doble forma: primero, en relación a la Tercera Persona de la Trinidad; segundo, en relación al brillo celestial y a la bendita actividad que Él lleva Consigo. Y en vez de estar más o menos incorrecto, este doble uso del nombre es mucho más correcto en relación al Espíritu Santo que cuando se refiere a la luz artificial o al sol. Debemos recordar que hay una diferencia entre la lámpara y la luz que irradia; y que el inmenso cuerpo del sol y su luz son también dos cosas diferentes. Pero esto no es así en relación al Espíritu Santo. No existe diferencia entre Él y Sus operaciones. Hacemos la distinción para asistir a nuestra representación, pero en realidad no existe. Allí donde está el Espíritu Santo, Él obra; y donde Él obra, allí está el Espíritu Santo. Son lo mismo. Él uno es incluso impensable sin el otro.

Existe una ventaja en el uso de la metáfora "derramar." Esta enseña que la morada del Espíritu Santo en la congregación de los elegidos no es ni inefectiva, ni por compulsión manteniéndose al margen de sus personas; sino que Él no puede venir a ellos sin derramarse en ellos. Y, habitando en los elegidos, Él no duerme ni permanece en un eterno sábado, encerrándose ociosamente en sus corazones; pero como divino Trabajador, busca llenar sus personas individuales desde dentro, derramando el arroyo de Su brillo divino a través de cada espacio.

Pero no debemos imaginar que cada creyente sea llenado e impregnado instantáneamente con ese brillo. Por el contrario, el Espíritu Santo lo encuentra lleno de todo tipo de maldad y falsedad. Hay iniquidades amontonadas por todos lados. Horribles pecados surgen por debajo. La consciencia de su amarga miseria espiritual lo acosa. Más aun, su corazón está dividido por muchos muros y divisiones. Incluso la luz más brillante no puede penetrar el todo de una vez; y lejos la mayor parte permanece, al menos por el presente, en la más profunda oscuridad.

De aquí sigue que, cuando el Espíritu Santo ha entrado al corazón del hombre, Su trabajo no ha terminado, sino que ha recién comenzado—una obra tan difícil que sólo el poder del Espíritu Santo lo puede realizar. Su forma de proceder no consiste en usar su poder divino para obligar al hombre como si fuera material o bloque, sino para, mediante el poder del amor y la compasión, influenciar y energizar los impulsos de la débil voluntad de manera que sienta el efecto, se incline, y finalmente consienta ser el templo del Espíritu Santo.

Una vez firmemente establecido, Él gradualmente somete los más ocultos impulsos e intensiones de la personalidad del santo al poder de Su Amor, para así prevalecer. Para este fin, Él utiliza al mismo tiempo los medios externos de la palabra predicada que penetra la conciencia y coge a la persona, y la operación interna de bendecir la palabra y hacerla efectiva. Esta operación es diferente en cada persona. En uno procede con maravillosa velocidad; en otro, el progreso es excesivamente lento, siendo frenado por una seria reacción que en algunos casos excepcionales sólo es superada con el último aliento. Es raro encontrar dos hombres en quienes la graciosa operación sea completamente igual.

No puede negarse que el Espíritu Santo a menudo se encuentre con seria oposición por parte del santo: no por enemistad, porque ya no es un enemigo, sino porque es ordenado a apartarse del pecado, a renunciar a sus ídolos, a sus afecciones pecaminosas, a las muchas cosas que parecen ser indispensables para su felicidad y su vida; y especialmente cuando, apuntando a la cruz, el Espíritu Santo le impone sacrificios, lo persigue con aflicciones, lo cubre de ignominia. Entonces esa oposición se puede tornar tan fuerte y severa que uno casi podría decir: "Él ya no es más un hijo de Dios."

Y el Espíritu Santo soporta toda esta resistencia con infinita compasión, y la supera y elimina con eterna misericordia. ¿Quién, que no es un extraño para su propio corazón, no recuerda cuántos años demoró antes de ceder en un cierto punto de resistencia; como siempre evitó enfrentarlo; inquietamente se opuso, para al final terminar con el tema acordando una especie de modus vivendi entre él y el Espíritu Santo? Pero el Espíritu Santo no cesó, no le dio descanso; una y otra vez se escuchó ese golpeteo familiar, el llamado en su corazón de esa voz familiar. Y después de años de resistencia no pudo más que ceder al final; se tornó como fuego en sus huesos, y gritó: “Tú, Jehová, eres más fuerte que yo; Tú has prevalecido.

De esta forma, el Espíritu Santo rompe cada muro de división, derramando Su luz en todos los lugares vacíos del corazón, abriendo gradualmente cada puerta, logrando acceso a las cámaras más secretas del alma, incluso a las bóvedas debajo de la estructura de nuestro ser, hasta que finalmente, ya sea antes o en la muerte, el derramamiento de Su luminosidad se completa en toda nuestra personalidad, y el corazón entero se ha transformado en su templo.

Esta labor es ejecutada sólo por medio del Amor. El Espíritu Santo se permite ser afligido, provocado, e insultado; pero nunca cesa. Nunca se cansa de repetir lo mismo al oído que una vez fue sordo. En nuestro pasado o presente no puede haber pecado, no importa cuán bajo sea, del cual Él no nos consuele, el cual Él no perdone. Él provee un bálsamo curativo para cada herida interna. Él siempre tiene una palabra reconfortante para todos los que están fatigados. Es Amor que siempre nos llena con vergüenza; pero al mismo tiempo siempre nos levanta, nunca desesperándose, incesante en su devoción.

No es meramente un Amor por los hombres en general, sino en el sentido más exclusivo un Amor personal para el individuo; no sólo Amor por los redimidos tomados como una multitud, sino un Amor individual, con un tinte particular para satisfacer la especial peculiaridad de nuestro ser. No es sólo una misericordia por todos los que sufren, como aquella de la enfermera para los pacientes de su sala, sino amor que no puede satisfacer las necesidades de cualquier otro, pero es para mí en lo personal precisamente lo que debe ser y que no puede ser de otra manera.

De ahí la divina paciencia para ganarte. Uno podría decir: "Existen miles de otros a quienes Él podría tomar e influenciar con mucho menos trabajo quizás." Pero esa no es la cuestión. Con toda la profundidad de Su Amor divino, Él te buscó personalmente. Es Amor en el sentido más rico, puro, tierno de la palabra.

El Espíritu Santo prevalece al amarnos, al proveer Su Amor, al respirar Amor, mientras, al mismo tiempo, Su victoria trae Amor a nuestros corazones. Permite que entre en tu alma, y Él traerá el Amor que imperceptiblemente se imparte a tu corazón e inclinación. Cedemos, no porque estemos obligados por una fuerza superior, sino que al ser atraídos por el Amor, somos afectados de tal manera que no lo podemos resistir.

Y este es el glorioso, divino, y hermoso arte del cual el Espíritu Santo es el principal Artista. Sólo Él lo entiende, y aquellos a quienes Ha enseñado. Todo otro amor no es más que una débil sombra o tenue imitación. No hasta que a través del Amor el Espíritu Santo haya prevalecido, puede el Amor entrar a nuestros corazones. Y entonces nosotros, los anteriormente pecadores y egoístas, aprendemos a apreciar el Amor.


XXII. El Amor y el Consolador

“En el Espíritu Santo, en amor sincero.”—2 Cor. vi. 6.

La pregunta es, "¿En qué sentido es el derramamiento de Amor una obra siempre continua, que nunca termina?”

El Amor aquí se toma en su sentido más elevado y puro. El amor que da sus bienes a los pobres y su cuerpo para ser quemado está fuera de discusión. San Pablo declara que uno puede hacer estas cosas y aún ser nada más que un metal que suena, que carece por completo de la más mínima chispa del verdadero y real Amor.

En 2 Cor. vi. 6, el apóstol menciona los motivos de su celo por la causa de Cristo; y es notable que entre ellas menciona estas tres, en el siguiente orden: “En bondad, en el Espíritu Santo, en amor sincero.” La bondad indica benevolencia general y disposición al sacrificio; de éstas encontramos entre hombres de mundo muchos ejemplos que nos avergüenzan. Luego vienen las estimulantes y animantes influencias del Espíritu Santo; finalmente, el Amor sincero que es el verdadero, real, y divino Amor.

En su himno al amor eterno el apóstol nos da una exquisita delineación de este "Amor sincero"; el cual no dejará de provocar la admiración de los santos en la tierra mientras el gusto por las melodías celestiales permanezca en sus corazones:

"El Amor es sufrido, es benigno; el Amor no tiene envidia, el Amor no es jactancioso, no se envanece; y un no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El Amor nunca deja de ser… Por ahora vemos en un espejo, oscuramente; pero entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido. Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el Amor” (1 Cor. xiii. 4-8, 12-13).

Esto enseña cómo el Espíritu Santo desarrolla Su obra de Amor. Y de esa forma, dice el apóstol, deberá estar el fruto de su trabajo en nuestros corazones. Muy bien; si tal es el glorioso fruto de Su trabajo y los hombres conocen al árbol por sus frutos, ¿no podremos concluir que esto no es sino la descripción de Su propia obra de Amor?

El medio empleado por el Espíritu Santo para derramar el amor de Dios en nuestros corazones es simplemente el Amor. Al amarnos Él enseña el amor. Al aplicar el amor a nosotros, al consumir amor en nosotros, Él nos inculca el amor. El Amor del Espíritu Santo ha hecho posible el derramamiento de amor en nuestros corazones. Tal como, de acuerdo a 1 Cor. xiii, el Amor debe manifestarse en nuestras vidas, el Espíritu Santo lo ha forjado en nuestros corazones. Con infinita paciencia y bondad buscó conquistarnos. Del amor que dimos al Padre y al Hijo Él nunca estuvo celoso, sino que se regocijó en él. Su Amor nunca hizo una exhibición de nosotros conduciéndonos a tentaciones insoportables. Nunca nos impresionó siendo egoísta, sino que siempre ministrando amor. Siempre se acomodó a las necesidades y condiciones de nuestros corazones. No importa cuán afligido estuviera, nunca fue provocado. Nunca nos malentendió o sospechó de nosotros, sino que siempre nos estimuló a nuevas esperanzas. Por tanto, se regocijó no en la iniquidad para santificarla, sino cuando la verdad prevaleció en nosotros. Y cuando nos desviamos e hicimos el mal, cubrió el mal susurrando en nuestro oído que aún creía y esperaba puras cosas buenas de nosotros. Por tanto, soportó en nosotros todo mal, toda fealdad, todas las contradicciones. No nos falló como la lámpara que se apaga en la oscuridad. El Amor del Espíritu Santo nunca falla. Y mientras aquí gozamos de toda Su dulzura y ternura, profetiza que sólo en otra vida manifestará la plenitud de Su luminosidad y gloria, porque en la tierra se le conoce sólo parcialmente. Su dicha perfecta sólo aparecerá cuando, no mirando más por medio del vidrio a lo fenomenal, contemplaremos las verdades eternas. Porque por más que todo el resto falle, siendo entre nuestras bendiciones espirituales el más elevado, el más rico, por lo tanto el más grandioso, el Amor permanecerá para siempre.

De esta forma comenzamos a entender algo acerca del Consuelo. Cristo llama al Espíritu Santo el “Consolador.” Él dice: “Yo os daré otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre” (Juan xiv. 16).

Esto no se refiere a "sólo consuelo en la vida y en la muerte," porque eso consiste en "que no estoy solo, sino pertenezco a mi fiel Salvador Jesucristo" (Heid. Cat., p. 1). Cristo habla, no de consuelo, sino del Consolador. No una cosa, un evento, o un hecho, como el pago del rescate en el Calvario, sino de una Persona, quien por Su aparición personal viene en realidad a consolarnos. Abrumados por la angustia y la tristeza, no hemos perdido el consuelo, porque nada puede venir a nosotros sin la voluntad de nuestro Padre celestial; pero podemos haber perdido al Consolador. Es una cosa estar vigilando al costado de la cama de mi hijo enfermo, y recordar que aun esta aflicción puede ser para la gloria de Dios y una bendición para el niño; y es otra cosa muy diferente cuando un fiel padre entra a la pieza, y viendo mis lágrimas las seca; viendo mi tristeza busca cómo sacarla de mi corazón; con el calor de su amor, me trata con ternura en la frialdad de mi desolación; e inclinando mi cabeza contra su pecho me mira esperanzado a los ojos; y suavizando mi frente, con santa animación, me apunta hacia el cielo, inspirándome con confianza en mi Padre celestial.

El consuelo es un tesoro depositado del cual puedo pedir prestado; es como el sacrificio de Cristo en quien está todo mi consuelo, porque, en el Calvario el abrió para toda la casa de Israel una fuente para la limpieza del pecado y la inmundicia. Pero un consolador es una persona, que, cuando yo no puedo ir a la fuente y ni siquiera la puedo ver, va por mí y llena su cántaro y pone las gotas refrescantes en mis labios quemantes. Cuando Ismael yacía muriendo de sed, el consuelo de su madre estaba cerca, en la grieta de la roca desde donde el agua salía en chorros; aun con el consuelo tan cerca podría haber muerto. Pero cuando el ángel de Jehová apareció y le mostró el agua, entonces Agar había encontrado a su Consolador.

Y tal es el Espíritu Santo. Mientras Jesús caminó sobre la tierra Él fue el Consolador de Sus discípulos. Él los levantó cuando tropezaban; cuando estaban desalentados y angustiados por el temor y la duda, Él fue su fiel Salvador y Consolador. Pero Él mismo no fue consolado. Cuando estando en Getsemaní, estando muy triste aun ante la muerte, les pidió consuelo, ellos no se lo pudieron dar. No tenían fuerzas; durmieron y no pudieron vigilar con Él siquiera una hora. Así es que luchó solo, desconsolado e incómodo, hasta que vino un ángel que hizo lo que los pecadores no podían hacer, consolar al Salvador en Su angustia.

Cuando estaba a punto de marcharse de la tierra, Jesús supo de antemano lo desolados que estarían sus discípulos. Eran cañas débiles, indefensas, rotas. Tal como la delgada vid se aferra al roble, asimismo se aferraban a su Señor. Y ahora, cuando el árbol iba a ser removido y las vides iban a yacer en el suelo en una masa enmarañada, necesitaban ser consolados como uno a quien su madre consuela. ¿Iban ahora a quedar como huérfanos, dado que Él que les había consolado aun más tiernamente que una madre tendría que irse? Y Jesús responde: "No, no los dejaré huérfanos, les enviaré otro Consolador, y Él permanecerá con ustedes para siempre."

De esta manera el profundo significado de la palabra de Cristo, que el Espíritu Santo es nuestro consolador, naturalmente se revela. Por supuesto, para que pueda consolarnos Él debe estar personalmente con nosotros. Uno sólo puede consolar por medio del amor. Es el levantar de la cruz demasiado pesada de los hombros, el constante susurro de palabras de amor, el recoger de las lágrimas, el escuchar pacientemente las quejas de nuestra aflicción, el compadecer nuestros sufrimientos, el estar oprimido por nuestras angustias, la identificación con nuestra persona que sufre. Con seguridad, aun un obsequio puede proveer consuelo; una carta de una tierra lejana puede emitir un rayo de esperanza al alma atribulada; pero consolarnos de tal forma que la carga caiga de nuestros hombros, y que el alma reviva y ame, esperando regocijarse en su amor—tal consuelo sólo podemos esperar de la persona viviente, quien, viniendo a nosotros con la llave de nuestro corazón, nos trata con ternura con el calor de su propia alma.

Y como nadie más puede estar siempre con nosotros, entrar completamente en nuestras tristezas, entendernos completamente y consolarnos con amor infinito, resulta que el Espíritu Santo es el Consolador. Él permanece con nosotros para siempre, entra en los lugares profundos de cada alma, cada palpitación del corazón, es capaz de relevarnos de todas nuestras preocupaciones, lleva todos nuestros problemas sobre Sí mismo, y por Sus palabras de amor tiernas y divinas y Su dulce comunión nos levanta de nuestra condición desconsolada. Esta gloriosa obra del Espíritu Santo debe ser estudiada con extremo cuidado.

Se puede comparar, no con aquella del artista que esculpe una estatua de mármol, sino con aquella madre piadosa quien con amor sacrificado estudia los caracteres de sus hijos, vigila sus almas mientras ellos mismos no tienen pensamiento alguno de ello, los cuida en la enfermedad, reza con ellos y para ellos para que puedan aprender a rezar por sí mismos, presta un oído oyente a sus pequeñas quejas, y quien a través de todo esto expende la energía de su alma con advertencias y admoniciones, con reprimendas, luego caricias, para atraer sus almas a Dios.

Sin embargo, aun en esto no hay comparación; porque todos los sacrificios de la madre más piadosa, y todo el consuelo con el cual consuela a sus hijos, son absolutamente nada comparado con el exquisito y divino consuelo del Espíritu Santo.

¡Oh, ese Consolador, el Espíritu Santo, que nunca deja de preocuparse por los hijos de Dios, que siempre reanuda con nueva vida el tejido de sus almas, aunque su obstinación ha roto los hilos! En la tierra no hay una comparación adecuada para ello. En la vida humana puede haber un tipo en alguna parte; pero no existe una imagen de tamaño real capaz de medir este consuelo divino. Es del todo singular, del todo divino, la medida de todo otro consuelo. El consuelo mediante el cual consolamos a otros tiene valor y significado sólo cuando brilla con la chispa del consuelo divino.

El Cantar de los Cantares contiene una descripción del tierno amor de Emanuel por su Iglesia: Él, el Novio que llama a la novia; ella, la novia que languidece con amor por su Novio dado por Dios. Esto es, por lo tanto, algo totalmente diferente: el amor, no de consuelo, sino de la más tierna, más íntima comunión y mutuo pertenecerse el uno al otro; el uno no feliz sin el otro; destinados el uno para el otro; unidos por la divina ordenanza, y en virtud de esa misma ordenanza, miserables a no ser que el uno posea al otro. Tal no es el amor del Espíritu Santo en el consuelo. La comunión de Cristo y la Iglesia es para el tiempo y la eternidad; pero, el consuelo del Espíritu Santo cesará—no Su obra de Amor, sino aquella de consolar. El consuelo puede ser administrado mientras haya uno sin consuelo y desconsolado. En tanto Israel deba rezar para ser liberada de las iniquidades; en tanto fluyan las lágrimas; en tanto exista amarga tristeza y angustia—durante todo ese tiempo, el Espíritu Santo será nuestro Consolador.

Pero cuando el pecado se termine y la miseria ya no exista, cuando la muerte sea abolida y la última tristeza sea soportada y la última lágrima sea secada, entonces, yo pregunto, ¿qué le queda al Espíritu Santo por consolar? ¿Cómo podría haber aún lugar para un Consolador?

¿Entonces por qué dijo Jehová, "Yo os daré otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre”? (Juan xiv. 16) Yo respondo con otra pregunta: ¿Es para el honor del niño que, mientras llora por el consuelo de su madre, la olvida tan pronto la tristeza ha pasado? Esto no puede ser; esto sería una negación de la naturaleza del amor. Aquel que está verdaderamente consolado abriga para su consolador un sentido tan intenso de gratitud, obligación y apego que no puede mantenerse en silencio, sino que después de haber disfrutado del consuelo anhela también la dulzura del amor. Lo mismo es cierto en relación al Espíritu Santo. Cuando Él nos haya consolado de nuestra última angustia, y nos haya apartado de la tristeza para siempre, entonces no podremos decir, "Oh Espíritu Santo, ahora te puedes retirar en paz"; al contrario, estaremos obligados a gritar, "Oh, refréscanos y enriquécenos ahora con Vuestro Amor para siempre.”

Esto no sería así si el pecado aún habitara en nosotros; porque el pecado hace que uno sea tan mal agradecido y autosuficiente que después de haber probado el consuelo pueda olvidarse del Consolador. Pero entre los benditos no hay ingratitud; sino que por una profunda compulsión interior amaremos y alabaremos a aquel que, con amor cautivante, nos ha consolado divinamente.

Por lo tanto el Consolador que ha de retirarse después de habernos consolado no puede ser el Consolador de los hijos de Dios. Por eso Jesús aseguró a sus discípulos: “No los dejaré desconsolados. Yo os daré otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre.”


XXIII. El Mayor de Ellos es el Amor

“El mayor de ellos es el Amor.”—1 Cor. xiii. 13.

Que el derramamiento del Amor y el brillo de su fuego a través del corazón es el trabajo eterno del Espíritu Santo, es afirmado concisamente por San Pablo en el último verso de su himno de Amor. La Fe, La Esperanza, y el Amor son los más preciados dones de Dios; pero el Amor sobrepasa por lejos a los otros en preciosidad. Comparados con todos los dones celestiales, La Fe, La Esperanza, y el Amor están en lo más alto, pero de estos tres el Amor es el más grandioso. Todos los dones espirituales son preciosos, y con santo celo el apóstol los codicia, especialmente el don de la profecía; pero, entre los diversos caminos para obtener dones espirituales, él conoce un camino aun más excelente, a saber, el camino real del Amor.

Sabemos que algunos nos niegan el derecho a interpretar de esta manera el verso decimotercero; pero con poco efecto. Afirmar que en la vida celestial la fe y la esperanza, al igual que el Amor, permanecerán para siempre, se opone a la enseñanza general de la Escritura, y especialmente al curso de razonamiento de San Pablo. En su Epístola a los Corintos, opone la fe a la vista, diciendo, “Por fe andamos, no por vista” (2 Cor. V. 7); por lo cual no puede estar queriendo decir que después de todo la fe continuará cuando se transforme en vista. Si la fe es la evidencia de cosas no vistas, ¿cómo puede continuar cuando veamos cara a cara? ¿Cómo es posible sostener que San Pablo representa la fe como un don eterno cuando en el decimosegundo verso dice, "Entonces conoceré como fui conocido”? (1 Cor. xiii. 12). Y hace la misma representación en relación a la esperanza, "Porque en esperanza fuimos salvos,” agregando, "La esperanza que se ve, no es esperanza; porque lo que alguno ve, ¿a qué esperarlo?” (Rom. viii. 24). Por lo cual la fe y la esperanza no pueden ser representadas como elementos permanentes y perdurables en nuestro tesoro espiritual. Ni la fe ni la esperanza pertenecen a la herencia legada a nosotros por testamento. Constituyen fuentes de vida y alegría espiritual para nosotros ahora, porque aún no poseemos la herencia; pero una vez que la herencia es nuestra, ¿por qué deberíamos preocuparnos aún por el testamento? Como prueba y seriedad de que la herencia no puede perderse, el testamento es muy preciado para nosotros; pero cuando la herencia es entregada a nuestras manos es un mero papel de desecho, y sólo la herencia tiene valor.

Incluso los Doctores Beets y Van Oosterzee, a pesar de que eligen caminar por senderos algo diferentes a aquellos de los padres, conceden este punto completamente, como muestran claramente sus hermosos comentarios del último verso de 2 Cor. xiii, el Dr. Beets escribe:

"Sin causa aparente, al final de la digresión sobre la excelencia del amor, el apóstol menciona la fe y la esperanza antes del amor. Es evidente que, mientras piensa en lo último, no puede pasar por alto lo primero. ¿No podemos inferir de esto que la fe y la esperanza son tan esenciales para el cristiano como lo es el amor? ¡Un cristiano sin amor! Es de hecho una contradicción de términos. El apóstol dice: ’Aquel que no tiene amor no es nada.’ ¿Cómo podría serlo cristiano? ¡Ah, qué decepción, que hipocresía, qué horrible pecado disfrazar una vida sin amor, un corazón sin amor bajo el nombre de cristiano! Pero, ¿qué piensa usted de un cristiano sin esperanza? ¿No es esto igual de absurdo e igual de ofensivo? ¡Qué! La vida y la inmortalidad traída a la luz por Jesucristo; Él la Resurrección y la Vida, poseyendo las palabras de vida eterna; Su Evangelio las buenas nuevas del perdón de los pecados, de la reconciliación con Dios, de un cielo abierto de dicha; ¡y todavía se piensa que es posible que en medio del sufrimiento y la tristeza actual un cristiano pueda vivir sin la posibilidad y la expectativa de un futuro tan glorioso! ¡Sin esperanza! ¿No es éste un rasgo fatal en el triste cuadro del ciego pagano que hace el apóstol? ¿No es lo mismo que estar sin Cristo? ¿Sin Dios? Ciertamente, sin Cristo, ningún hombre puede conocer esta esperanza, y nadie que conozca a Cristo puede estar sin ella.

"Y nuevamente, ¿se puede ser cristiano sin fe en Dios, que ‘tanto amó al mundo que dio a su único Hijo, para que quienquiera crea en Él no muera, mas tenga vida eterna’? ¿Sin fe en Cristo que ha dicho, ‘que no se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en Mí’? ¿Sin fe en esa fiel y verdadera palabra de la divina promesa que se centra en el hecho de que Jesucristo ha venido al mundo a salvar a los pecadores? ¿Un cristiano sin fe—no digo el poder de la fe mediante la cual el puede remover montañas, sino sin la fe que es la evidencia de cosas no vistas? Lector, si quizás tú eres uno de tales cristianos, ¿cuál es tu cristianismo? ¿En qué te beneficias? ¿Con qué derecho, con qué conciencia, con qué propósito persistes en pretender el nombre de cristiano? Un cristiano sin fe es uno sin esperanza; y como tal es un mortal, un pecador sin consuelo en la vida y en la muerte.

"Quizás algunos responderán: ‘Aun como tal mi Cristianismo puede ser muy importante para mí, y servirme el más alto y mejor propósito, si sólo me causa ir al amor. Aunque yo tuviera fe que me permitiera mover montañas, y no tuviera amor, no sería nada. Sólo a través del amor uno es algo, es mucho, es todo. Teniendo amor, tengo suficiente; y teniendo amor, no puedo estar del todo sin esperanza. Siendo estos tres igualmente indispensables, son igualmente inseparables del cristiano. Ningún cristiano sin fe, sin esperanza, sin amor. Ninguna esperanza cristiana ni amor cristiano sin fe cristiana. Y, por otro lado, ninguna fe cristiana sin esperanza cristiana; ni fe cristiana sin amor cristiano. Fe, Esperanza, Amor; estos tres originan el uno del otro; se sostienen el uno al otro; estos tres son uno; se hacen uno más y más; se fortalecen, se purifican, se regeneran mutuamente. El amor no es el primero, ni tampoco la esperanza, sino la fe. Sin embargo, la fe es imposible, aun por un momento, sin esperanza y amor.

"Pero entre estas tres, que son indispensables para el cristiano y absolutamente entre ellas, el amor es el más grande y más excelente de todos:

"Primero, por su importancia para el cristiano. La fe es la salvación interior, y la esperanza es la felicidad renacida del hombre caído; pero el amor es la perfección creciente del hombre restablecido.

"Segundo, por su relación con Dios. De la fe y de la esperanza Dios es el Objeto y el Ejemplo. Creer en Dios es lanzarse a los brazos de Dios; tener esperanza es descansar en Su corazón; pero, amar es llevar Su imagen. Su propio Ser es Amor. Amar es divino. Dios es Amor, y aquel que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él.

"Tercero, el amor es más grande por sus obras. Del profundamente enraizado árbol de la fe, es el fruto que glorifica a Dios y la sombra que difunde una bendición. Por el amor todos los que creen son uno; por él se fortalecen, se sirven, y se soportan mutuamente. ‘El amor edifica.’ Construye el Cuerpo del Señor; propaga Su Iglesia entre la raza pecadora, y continúa Su trabajo de amor. Por amor Su Iglesia, Su Cruz, Su Persona encuentran gracia y honor en los ojos de los no creyentes. Avergüenza la incredulidad y calla la burla.

"Cuarto, el amor es más grande en razón de su resistencia; el Amor nunca falla. Cuando el tiempo se funde en la eternidad, la profecía estará en silencio. Cuando los redimidos de todas las naciones se unan en el canto del Cordero, las lenguas cesarán; y el conocimiento parcial desaparecerá cuando llegue aquel que es perfecto. Y cuando todo sea vista no habrá más lugar para la fe; y ¿dónde estará la esperanza cuando todo se haya cumplido?

"Finalmente, el amor nunca falla. Cuando este corruptible se haya puesto la incorrupción, y este mortal se haya puesto la inmortalidad; cuando sea revelado a nosotros aquello que seremos; cuando inclinados en adoración lo veamos a Él como Él es, en quien, aunque no lo veamos, sin embargo, creyendo, nos regocijemos con alegría indecible y llena de gloria, entonces todo nuestro ser, toda nuestra fe y esperanza, será sólo amor. Entonces el amor, purificado de su última mancha y habiendo logrado su más alta verdad, será en nosotros para siempre la fuente inagotable de felicidad y el poder inagotable de la actividad glorificadora de Dios. Sólo entonces nos daremos cuenta perfectamente, es decir para siempre, lo que significa amar, y también qué poco han sabido del amor aquellos que, negando el amor de Dios en Cristo, consideraron el ejercicio del santo amor consistente con la perseverancia en la incredulidad blasfema.”

Y el Dr. Van Oosterzee ha escrito con no menos ánimo:

"Son nobles compañeras aun cuando las consideramos cada una por sí sola: la fe, no meramente una cierta confianza del alma en la realidad de cosas invisibles, y en la certeza de la revelación de Dios en Jesucristo, sino aquella fe salvadora que construye sobre la Persona y la obra del Redentor; que entra en la más cercana comunión con Él; esperanza en el perfecto cumplimiento de todas las promesas de Dios que son amén en Jesucristo; y el Amor que une al creyente, no sólo con Dios y Cristo, sino con todos sus hermanos y hermanas en el Señor, y con toda la raza que en el cielo y la tierra lleva el nombre de Dios.

"Un hermoso cuadro: a la derecha, la Fe abrazando la Cruz salvadora; a la izquierda, la Esperanza apoyándose en el ancla infalible; y al medio, el Amor sujetando en su mano el corazón ardiente, su sacrificio diario consagrado al Dios del Amor. Y sin embargo, aunque en la representación deben estar separadas, en la realidad no pueden estarlo, siendo compañeras inseparables, no sólo de cada cristiano, sino también de cada cual. Porque, ¿qué es la fe, sin esperanza y sin amor? Una fría convicción del entendimiento, pero sin el poder avivante en el corazón, y sin fruto maduro en la vida. Sin esperanza, la fe no podría ver el cielo siquiera una vez; pero aunque pudiera entrar al cielo sin el amor, perdería su más alta felicidad. Y, ¿qué es la esperanza, sin fe y sin amor? A lo más un vano engaño, seguido de un doloroso despertar; una flor fragante que pronto ha de marchitarse sin siquiera una vez dar fruto. Y finalmente, ¿qué es el amor sin esperanza y sin fe? Quizás el brotar del sentimiento natural; pero de ninguna manera un principio espiritual, vital. Si el amor no cree, debe morir; y si no tiene esperanza además de amor, debe ser una fuente de inmensurable sufrimiento.

"Separar una de estas tres hermanas de las otras es escribir la sentencia de muerte de la una, y destruir la belleza de las otras. Inseparablemente unidas, sin embargo, merecen ser llamadas compañeras en el más amplio sentido de la palabra. La fe es mucho, la esperanza es más, el amor es lo máximo. La fe nos une con Dios; la esperanza nos levanta hasta Dios; pero el amor nos hace conformes a Dios, porque Dios es Amor. La fe es la hija de la humildad, la esperanza es el vástago de la persecución, pero el amor es el fruto de la fe y la esperanza juntas. Mediante la fe y la esperanza en cierto sentido nos buscamos a nosotros mismos; sólo el amor nos hace olvidarnos de nosotros mismos, trabajando para la salvación de otros. La fe se arrodilla en la habitación, y la esperanza, en santo éxtasis, ve abrirse los cielos; pero entonces el amor nos envía de vuelta al mundo para impartir a otros el tesoro de consuelo ahí recibido. Sí, del amor, no de la fe ni de la esperanza, se puede decir que nunca falla. La fe se transforma en vista y la esperanza en placer, porque ¿por qué el hombre ha de tener esperanzas por algo que ya ha visto? Pero aun ante el trono de Dios, el amor permanece tan joven como cuando nació por primera vez en el corazón. Aún ahí el lazo de perfección es al mismo tiempo la condición y la promesa de un infinito aumento en la santidad y en la bienaventuranza; y, por lo tanto, es el más grande para siempre, tanto aquí como allá, aunque su nombre está meramente en tercer lugar. Para el cristiano aquí estas tres son compañeras constantes; no importa qué pueda cambiar y desaparecer, ellas permanecerán, porque son una marca inmutable de cada creyente. Deben permanecer, o todo nuestro cristianismo se transformará en una forma sin vida. Ellas permanecerán, porque son sublimemente divinas y verdaderamente humanas. Puede que la fe tenga que luchar con la oscuridad, la esperanza con la duda, el amor con la resistencia; pero donde Cristo verdaderamente vive en el corazón, deberán permanecer para siempre.”

Hay, por supuesto, expresiones en estos pasajes que son de la exclusiva responsabilidad de estos dos divinos; queremos mostrar sólo que estos dos hombres han sentido fuertemente que la superioridad de lugar y calidad del Amor es principalmente conspicua por el hecho de que, mientras la fe y la esperanza eventualmente cesarán, el amor permanece para siempre.

Ciertamente, la fe y la esperanza no cesan en el sentido que cesan otros dones espirituales. La palabra "temporal" tiene un doble significado. Temporal es el gusano que muere y del cual nada queda. Temporal es la oruga que debe morir como gusano, pero que surge hermosa nuevamente como una mariposa. Lo mismo es cierto de la fe y la esperanza, al compararse con los dones espirituales de hablar en lenguas y sanar a los enfermos. Los últimos fallaran completamente. Ellos desaparecerán completamente. Ellos se desvanecerán, como dice San Pablo en 1 Cor. xiii. 8. Pero el fracaso de la fe y de la esperanza no pueden tomarse en ese sentido. Ellas fracasan sólo para surgir nuevamente en una forma más completa, más rica, y más bella de vista y goce.

Pero el amor no conoce esta metamorfosis. No sólo permanece para siempre, sino que permanece inmutable. En el hecho de que todos los otros dones perecen o cambian, y que sólo el amor es eterno, vemos el permanente trabajo del Espíritu Santo brillando en los corazones de los creyentes; en nuestra meditación sobre el Amor comprendemos su propia obra en todas sus profundidades, incluso hasta la raíz.


XXIV. El Amor en los Benditos

“Que Dios sea todo en todos.”—1 Cor. xv. 28.

La santificación y el derrame de amor no son la misma cosa. Antes de la caída, Adán no podría haber sido el sujeto de ningún acto de santificación, porque era santo; pero el Amor podría haber sido derramado en su corazón en forma más rica, más completamente, y más abundantemente. Y esto habría sido la obra del Espíritu Santo.

Sólo los impíos necesitan santificación; pero suponer que el Amor se agota en la victoria sobre el egoísmo es un gran error. Por supuesto, el egoísmo es totalmente inconsistente con el Amor; pero el Amor no es la mera ausencia de egoísmo, como en Adán; ni su reprensión y victoria a costa de sangre en el santo; de hecho, el Amor empieza a revelarse y desarrollarse sólo después de que los últimos rastros de egoísmo han sido totalmente borrados.

Lo mismo es cierto de la salud, que no es meramente deshacerse de la enfermedad y su sutil veneno; porque entonces sólo los convalecientes podrían ser denominados saludables, y la real vida saludable y la vida de salud estarían fuera de la cuestión. Por el contrario, la salud existe independientemente de la enfermedad; la antecede, y la expulsa cuando invade el sistema; porque esta es una de sus operaciones esenciales. Y después de su lucha con la enfermedad continúa en forma más rica y exuberante, como si no hubiera existido enfermedad alguna, desarrollando poderes y ofreciendo placeres cada vez más nuevos y gloriosos. De la misma manera el Amor antecede al egoísmo. Y cuando el egoísmo apareció, el Amor inmediatamente se preparó para expulsarlo. Y habiendo tenido éxito, su trabajo no estuvo concluido, sino que continuó su vida de amor como si nada hubiera ocurrido. La victoria sobre un enemigo invasor no termina la existencia nacional, sino que el desarrollo y la prosperidad de la nación continúan callada y agradecidamente. Satanás invadió el Paraíso, la morada del Amor, y con todos sus poderes malignos de egoísmo se opuso al Amor. Entonces el Amor tuvo que luchar, no porque estuviera en su naturaleza, sino en defensa propia. En realidad, puede que no deje de luchar hasta que el egoísmo esté bajo perfecto control. Y cuando el dominio del Amor está seguro, el amor no se reclina en un sueño eterno, sino que con un fuerte impulso y Santa animación continúa desplegando su Santa y reposada vida.

Esta lucha no se combate separadamente en todo corazón. El hecho de que Satanás es el autor e inspirador de todo egoísmo comprueba la relación mutua del egoísmo en todo corazón. Hasta cierto punto incluso el egoísmo es organizado. Por lo tanto, la victoria sobre un egoísmo individual no es de utilidad mientras continúe el egoísmo en otros. El egoísmo de uno necesariamente afectará al otro, y el amor no puede celebrar su triunfo.

Es cierto, en la muerte Dios elimina todo pecado de nuestros corazones; y por lo que a nosotros concierne, el egoísmo es eliminado. Aquel que despierta en la eternidad con egoísmo en su corazón va camino al infierno. Pero aunque en la muerte Dios con Su gracia elimina los últimos rastros de egoísmo de los corazones de sus elegidos, la guerra contra el egoísmo no ha finalizado. Porque aun desde el cielo Cristo emprende la guerra, hasta la hora en que, como el verdadero Miguel, con todos Sus ángeles propinará el último golpe a Satanás y sus demonios impíos. Y si inmediatamente después de la muerte los elegidos gozan con Emanuel de la comunión del Amor, entonces por supuesto que participarán con Él en su conflicto contra Satanás y lucharán con Él día y noche. Ningún santo puede ver luchar a su Salvador y permanecer neutral. No, el Amor de Dios es tan profundo, inspirador, y cautivante que no puede sino entrar en el conflicto.

No sabemos cómo participan del conflicto en el cielo los redimidos. Cuando en tiempos de guerra los maridos, los padres y los hijos salen a enfrentarse con el enemigo, las esposas, las madres y las hijas se quedan en el hogar y nunca ven el campo de batalla, pero sin embargo son partícipes del conflicto: en sus corazones y plegarias; por sus cartas de amor inspirando a los hombres en el campo; con sus propias manos proveyendo para sus necesidades; cuidando a los heridos y moribundos; honrando a los héroes que retornan y a los que cayeron batallando. Aun en la tierra uno puede participar en la lucha sin mover un pie, sin empuñar arma alguna excepto el Amor. Esto responde en alguna medida la pregunta de cómo participan los redimidos en el cielo en la guerra junto con Miguel contra Satanás: mediante el gran amor en sus corazones; y por anticipación gozan del cumplimiento de la promesa de que con Emanuel se sentarán sobre Su trono.

Sin embargo, esta condición es sólo provisoria y terminará con el amanecer de ese día notable cuando desde el cielo se escuche el grito, "Consumado es,” como una vez se escuchó desde el Calvario: "¡Consumado es!” Entonces, con el último enemigo destruido, todos estarán sujetos a Cristo. Entonces terminado todo egoísmo, toda impiedad, y siendo vencida toda oposición al Amor, los hijos de Dios gozarán de una existencia eterna e inalterada en que el Amor logrará su apogeo; y este es, como lo expresa la Escritura: "Que Dios será todo en todos.”

"Dios todo en todos,” considerado en conexión con la obra del Espíritu de derramar el amor de Dios en los corazones de los santos, arroja nueva luz sobre el tema. Si mediante Su morada interior el Espíritu Santo derrama el Amor de Dios en los corazones de los santos, y hace que ese Amor fluya como ríos de agua sobre los campos de su vida espiritual; si este cultivar el Amor es su más apropiada obra, entonces este “Dios todo en todos" es inmediatamente inundado de luz. Porque entonces significa ni más ni menos que el Espíritu Santo, habiendo entrado en el último de los elegidos, habitará en los corazones de todos los santos; habrá impregnado todo el cuerpo de Cristo tan completamente que el egoísmo no solamente será expulsado, y finalizado el conflicto con el egoísmo, sino que ni siquiera será recordado, ni temido su posible regreso.

A pesar de que "Dios todo en todos" tiene indudablemente referencias a Satanás y a los perdidos, porque ellos permanecerán para siempre bajo el furor del Todopoderoso y serán consumidos por Su ira; no obstante, en su correcto y completo significado se refiere sólo a los elegidos. Sólo en ellos Él establece Su morada personalmente; sólo en ellos Él se transformó en algo; sólo en ellos Él se tornó gradualmente más y más; sólo en ellos Él se transformó en todo. "En todos,” refiriéndose al número de los elegidos, significa que en ellos, no individualmente, sino colectivamente como el cuerpo de Cristo, el triunfo del Amor será completo.

Pero aun entonces el trabajo del Espíritu Santo no está terminado, pero de ahí en adelante continuará para siempre. Entonces la felicidad celestial sólo comenzará a revelarse en una forma totalmente divina, y sin el más mínimo impedimento la Rosa del Amor mostrará su brillante belleza. Cuando, como novio saliendo de sus aposentos, el sol surge del vientre de la mañana y hace que sus rayos dorados luchen con las nubes oscuras de la noche que se va, hasta que, habiéndolas dispersado a todas, se incorpora como magnífico conquistador en el profundo azul de un cielo sin nubes, su esplendor no declina entonces con los últimos vapores que se desvanecen, sino sólo comienza a brillar con mayor fulgor y poder. Y lo mismo es cierto del Sol del Amor. Primero pelea y lucha para vencer la resistencia de las nubes oscuras y los vapores del egoísmo; y sólo gradualmente, después de lo que pareciera un conflicto interminable, Él tiene éxito en dispersarlas y expulsarlas ante el esplendor de Su brillantez. Pero cuando la victoria es suya, y el Sol del Amor se muestra finalmente en deslumbrante gloria en el cielo sin nubes, entonces, y sólo entonces, comienza a mostrar Su belleza perfecta y a irradiar sus rayos benditos y acariciantes.

Después del día del juicio, el Espíritu Santo no puede dejar de alimentar, cultivar, y fortalecer el Amor de Dios en los elegidos; porque, si sólo por un momento los abandonara, dejarían de ser Sus hijos, y el cuerpo de Cristo perdería la ligadura que lo ata a su sagrada Cabeza.

Los elegidos de Dios no existen sin la existencia interior del Espíritu Santo. Obtenemos todo lo que somos no de nosotros mismos, sino por ese rico Morador en nuestros corazones. Nosotros, su pobre anfitrión, no tenemos nada, y de nuestro tesoro no podemos producir siquiera un grano de amor; pero nuestra rica Visita obra en nosotros con toda Su riqueza. O en realidad, no con los Suyos propios, sino con las riquezas de los méritos de la Cruz de Cristo; y con pródigas manos el gasta esos méritos de la Cruz en el pobre dueño de la casa, haciéndolo indeciblemente rico. Pero Él hace esto, no de tal manera de hacer del Santo el poseedor de un capital independiente, a ser gastado sin el Espíritu Santo. No, es el Espíritu Santo quien de momento a momento sujeta la lámpara que irradia el brillo del Amor en el corazón en Su propia mano. Por lo tanto, si después del juicio, el Espíritu Santo dejara de trabajar en los corazones de los santos o se alejara de, toda su vida, luz, y amor serían apagados de una vez. Son lo que son por Su existencia interior, y el Amor puede celebrar su triunfo sólo al impregnar toda su personalidad con Sus influencias. Y qué es esto, sino que "Dios es todo en todos"; puesto que por el Espíritu Santo incluso el Padre y el Hijo vienen a habitar en ellos.

Debido a los variados obstáculos que ahora impiden que la luz y el brillo del Amor los impregnen, esta existencia interior es bastante imperfecta. Aún en el cielo está obstaculizada en mayor o menor grado, debido al conflicto de Cristo y su gente contra Satanás. Pero después del juicio, terminándose para siempre estos obstáculos internos y conflictos externos, la obra del Espíritu Santo penetrará desde el centro a la circunferencia y desplegará gloriosamente la belleza interior del cuerpo de Cristo.


XXV. La Comunión de los Santos

“Un cuerpo, y un Espíritu, como fuisteis también llamados en una misma esperanza de vuestra vocación.”—Ef. iv. 4.

Clasificar el amor entre las obras del Espíritu Santo no es una invención nueva. En relación a esto, asignar al amor un lugar tan conspicuo puede ser nuevo, pero la doctrina misma es tan antigua como el Credo Apostólico, el cual confiesa: "Creo en el Espíritu Santo; en la Iglesia Santa, Apostólica, Cristiana, en la comunión de los santos.”

Pues, ¿qué es la comunión de los santos sino el Amor en su manifestación más noble y rica? ¿Y cómo es presentada aquí sino como el propio fruto del Espíritu Santo? La obra del Padre se confiesa primero; aquella del Hijo en la Encarnación segundo; y en relación a la obra del Espíritu Santo, la Iglesia confiesa que esta no aparece en la creación, ni en la Encarnación, sino en la comunión de los santos, la cual, entre los hombres, es la expresión más tierna y gloriosa del amor.

"Comunión de santos,” es decir, el régimen del Amor, no entre los egoístas, los débiles, los no puestos a prueba, los nuevos principiantes, sino entre los iniciados hijos de Dios, cuya vida es de Dios; una comunión cuyo anticipo se disfruta en la tierra, pero cuyo goce completo sólo puede encontrarse en el cielo; una comunión dulce y bendita, porque es pura, y procede sólo de santas impresiones; no fluyendo del corazón del hombre, sino derramada en él desde las alturas cuando de pecador se transformó en santo, y desarrollándose en él más cálida y tiernamente en la medida que en su persona el hombre nuevo se pronuncia más y más; una comunión encontrada entre santos, no por casualidad, porque nace del hecho de que son santos, enraizado en el hecho de que son santos, y derivado de Aquel que los santificó. Por lo tanto, es un amor que la muerte no puede destruir; que, más fuerte que la muerte, continuará en tanto existan santos, inextinguible, para siempre.

Por tanto, es evidente que los padres tenían un profundo conocimiento del magnífico pensamiento que la obra real, característica, y perpetua del Espíritu es el derramamiento del amor; y lo han expresado en una forma hermosa y artística. El Espíritu Santo no era para ellos una Persona mística en la Divinidad, a quien miraban maravillados, sino Dios el Espíritu Santo obrando con poder omnipotente dentro y alrededor de ellos. Por lo tanto, seguían la confesión del Espíritu Santo con aquella de su creación, es decir la Iglesia Santa, Católica, Cristiana, que es el cuerpo de Cristo; y esa por la confesión de la comunión de los santos, forjada por el Espíritu Santo en la Iglesia.

La Iglesia y la comunión de santos son dos cosas. La primera se originó y existió antes de que hubiera la más mínima señal de la segunda. La Iglesia existe y continúa, aunque en tiempos desfavorables la comunión de los santos sufre pérdidas. El niño recién nacido no tiene conciencia de su relación con la familia. Vive, pero sin adhesión, inclinación, amor, ni lazo de unión alguno por la familia. El amor de hecho sí ejerce su influencia sobre él, y se preocupa por él, pero no vive ni en él ni a través de él. Por lo tanto, no existe comunión entre él y los otros miembros de la familia. Y lo mismo es cierto de la Iglesia. Ella puede existir, vivir, y aumentar antes de que exista una consciente comunión de santos. Por esta razón, la comunión de santos puede languidecer, desaparecer aparentemente, sí, incluso transformarse en amargura.

Por lo tanto la Iglesia y la comunión de los santos son dos cosas. Primero la Iglesia, que es el cuerpo, luego la comunión de los santos, que es su sustento y alimento.

Por tanto se lee, no que veo o pruebo el sabor, sino creo en la comunión de los santos. La comunión de los santos pertenece a las cosas invisibles y desconocidas, que en la tierra son parte del tenor de la fe, y que en la Nueva Jerusalén se transformarán en una rica y bendita experiencia. Porque este artículo de fe habla, no de una comunión de unos pocos santos, miembros del mismo círculo pequeño, sino de "la comunión de los santos"; y esta rica y comprensiva confesión no puede ser empequeñecida por una concepción estrecha de ella. La comunión de unos pocos santos no es algo desconocido en la tierra. Y existen pocos lugares donde algunos de los queridos hijos de Dios no viven juntos en dulce camaradería. Pero un círculo tan pequeño no constituye de ninguna manera el cuerpo de Cristo; y tal dulce camaradería sería injuriosa si no se considera el hecho, que debe ser una comunión de todos los santos de Dios en la tierra—del presente, pasado, y futuro.

Para alguien viviendo en un oscuro caserío, la comunión de los santos constituye la conciencia de que pertenece a una familia muy rica, numerosa, santa, y elegida; y que, en lugar de alguna vez ser enajenado de ella, estará unido cada vez más de cerca a ella. Es el sagrado conocimiento que todos los santos del Antiguo y del Nuevo Pacto, todos los héroes y heroínas, la completa nube de testigos, junto con apóstoles, profetas, y mártires, y los redimidos en el cielo, no son extraños para él, sino que junto a él pertenecen al mismo cuerpo; no sólo de nombre, sino en realidad, como será manifestado gloriosamente de una vez. Es el preciado consuelo para el corazón solitario que, en todos los confines de la tierra, entre las naciones y las gentes, en cada ciudad y pueblo, Dios tiene a los suyos a quienes ha llamado y reunido hacia la vida eterna; y que yo comparto con ellos la misma vida, poseo la misma esperanza y vocación, y sostengo con ellos, no importa cuán imperceptiblemente, la más tierna y sagrada comunión; sí, la firme y positiva seguridad de que si la tierra llegara repentinamente a su fin, sólo serían salvados aquellos que, siendo poseídos de un principio eterno, tuvieran el poder para florecer para siempre, y que todos los santos de Dios se mostrarían como una familia sagrada, en cuyo círculo sagrado hasta los más mínimos de Sus sirvientes brillarían como piedras preciosas.

Y por lo tanto, esta gloriosa comunión ya no debe ser menospreciada confinándola al propio entorno pequeño, y a menudo superficial. Por supuesto que no hay objeción cuando amigos que viven en el mismo lugar, que se reúnen juntos en el Señor, entendiéndose mutuamente, y edificándose mutuamente a través de la Palabra, hablan de su pequeño círculo en conexión con la comunión de los santos. Porque, dondequiera que santos moren juntos en amor y adoración, ahí efectivamente la comunión de los santos rompe a través de las nubes, y concede a ellos un vistazo de su brillo y gloria. Pero, aunque tal morar juntos en unidad se presenta en conexión con la comunión de los santos, y es resultado de ella, y proporciona un anticipo de lo que será en algún momento, es sólo una pequeña parte y un débil reflejo de la realidad. En un círculo tal, no importa cuán bueno, devoto y santo, los corazones se vuelven excluyentes. Comparado con el gran círculo mundial, no puede ser otra cosa que una pequeña compañía. Y esto necesariamente le imparte algo privado y exclusivo; en tanto la comunión de los santos es totalmente lo contrario; no excluyente, sino incluyente. No es una idea que cierra la puerta y cierra las ventanas; sino que, abriendo de par en par puertas y ventanas, camina a través de los cuatro rincones de la tierra, busca tiempos pretéritos, y mira hacia adelante a los tiempos que vendrán.

La comunión de los santos abre sus brazos lo más ampliamente posible. ¡Oh Dios mío! ¡Cómo puedo abarcar y abrazar a todos los queridos hijos a quienes Tú a través de los tiempos has regenerado y aún regeneras, los redimidos tanto en el cielo como en la tierra! Hay unos pocos de generaciones anteriores cuyos libros yacen abiertos sobre nuestra mesa, de manera que con Calvino podemos orar, o con gloria agustina en un Dios perdonador de pecados, o con Owen perdernos en la contemplación de las excelencias de Cristo, o caminar con Comrie por los senderos de la divina virtud. Pero ¿qué son estos pocos que hablan en comparación con los miles que están silenciosos; que fueron cada uno a su modo dotados y adornados divinamente con dones espirituales; que en el cielo se mostrarán brillantes con coronas, nuestros hermanos y hermanas ahora y para siempre? La comunión de los santos grita: "Alarguen sus cuerdas y afirmen sus estacas.” Porque es la comunión no con cientos, sino con miles; no con diez mil, sino con millones; una multitud que ningún hombre puede contar, como gotas de agua en el mar de cristal que está ante el trono de Dios.

Y esta comunión de los santos será real: no limitada como en esta vida terrenal, donde viviendo juntos en la misma ciudad nos juntamos a lo sumo diez veces al año; sino un verdadero vivir juntos la misma vida, comiendo juntos en la misma mesa, bebiendo de la misma copa, pensando el mismo pensamiento, regocijados por la misma felicidad, adorando las mismas misericordias insondables de nuestro Dios.

En Europa nuestra asociación con miles es ahora mucho más plena y rica que alguna vez la conocieron nuestros padres. Los medios de comunicación han mejorado y se han multiplicado maravillosamente. El telégrafo y el teléfono permiten al hombre una comunicación no confinada a lugar ni a distancia. Jamás se pensó contar con algo así. Nunca se le ocurrió al hombre que en quince minutos un santo en América podría intercambiar pensamientos con un hermano en Europa. Esta comunión de los santos era entonces para ellos un acertijo no solucionado. Pero para nosotros el velo se ha levantado parcialmente. En realidad vemos algo en ello: la intercomunicación del pensamiento en el más mínimo detalle, no confinado por la distancia, cruzando océanos, unificando continentes. Y sin embargo, ¿qué son el telégrafo y el teléfono comparados con los poderes de la era que vendrá? Y de esta forma vamos a tientas por la oscuridad y nos preguntamos cómo será cuando ya no exista distancia, cuando las ayudas materiales sean superfluas, cuando los hijos de Dios, activos en cualquier parte del cielo, gozarán de una comunión plena, rica, e íntima, hechos uno con Emanuel, todos participando del mismo amor.

¿Por qué es la comunión de los santos un artículo del credo de la Iglesia en la tierra? (1) Porque en el mundo invisible incluso ahora es una realidad; (2) porque está implícito en la naturaleza del caso; y (3) porque ya está activa en el germen.

Primero, ya existe en el mundo invisible; porque arriba hay un Iglesia triunfante. Millones han dormido en su Señor, y han entrado a las aulas de la eterna Luz. Y aunque para ellos la gloria completa del Reino no está revelada, demorándose como lo hace hasta después del Día del juicio, y la ausencia del cuerpo glorificado aún detracta de la completa comunión de los santos, incluso ahora los santos y mártires que se han ido viven en tal felicidad celestial que la palabra del Salmista, "Mirad cuán bueno y cuán delicioso es para los hermanos habitar juntos en la unidad,” sólo puede ser aplicado a aquella compañía celestial.

Segundo, y aunque en ese sentido no se le encuentra en la tierra, sin embargo está insinuado y si existe en la naturaleza del caso; y como tal, debe ser el objeto de la fe. Profesamos creer en el Espíritu Santo, quien no vive separado de la Iglesia, sino que ha descendido a la Iglesia y a todos los miembros de Cristo, en quienes mora y obra; y tal hecho Él busca traer a sus conciencias individuales. Y como es la esencia de la auto-negación por parte del santo dejar que el Espíritu Santo obre en él más y más, siendo él sólo un colaborador, es evidente que la actividad de la fe debe tener este único resultado: que hay en todos los santos de Dios un solo Trabajador, trabajando en ti y en mí y en todos los que aman la aparición del Señor Jesucristo. Este es un hecho del cual estamos todos conscientes, cuyo resultado debe ser la más íntima armonía de vida, un crecimiento desde la misma raíz, y una fuerte y mutua atracción entre todos sus miembros. En el único Espíritu Santo debe concentrarse el trabajo en las almas de todos. Puede que no aparezca en la superficie, pero debajo de la superficie todas estas aguas deben fluir juntas en la comunión de los santos.

Tercero, y esto es verificado por la experiencia; porque claramente descubrimos su germen en la tierra. Hasta cierto punto es evidente en nuestro propio círculo íntimo: en la lectura de antiguos libros, y en el cantar de antiguos himnos; es evidente cuando escuchamos cómo la obra de Dios prospera o sufre en otros lugares, en otros países, y entre otras naciones. Porque, cualquiera sean las diferencias, esto notamos, que es el mismo lenguaje de amor que se habla en los confines de la tierra; que entre todos los hombres es la misma humillación y levantamiento del pecador; una bendita, divina comunión que los hombres atestiguan en cada lengua humana. Sí, aun más, hay pocos hijos de Dios que en algún momento de sus vidas no han visto ampliarse su horizonte espiritual, y no han escuchado, por así decirlo, el Canto del Cordero ascendiendo de los confines de la tierra, e innumerables multitudes gritando: "También glorificamos en el Amor que es eterno, misericordioso, y divino; también somos los peregrinos de Sión, la Ciudad del Dios Viviente.” Esta es la actividad de la fe que, escapando de las actuales limitaciones, se glorifica en la ilimitada comunión de los santos de Dios, que aún llevan la cruz, o que ya llevan la corona.


XXVI. La Comunión de Bienes

“Si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros.”—1 Juan i. 7.

La comunión de los santos está en la Luz. Sólo en el cielo, en las aulas de la eterna Luz, brillará con brillo no atenuado. Incluso en la tierra sus delicias se conocen sólo en la medida en que los santos caminan en la luz.

La comunión de los santos es una sagrada confederación; una unión de accionistas en la misma sagrada empresa; una sociedad de todos los hijos de Dios; una unión esencial para el goce de un bien común; una firma no de la tierra, sino del cielo, en donde los miembros tienen igual participación, que no es tomada de su propia riqueza, sino legada a su favor por Otro.

No se piense que esto tiene mucho sabor a laicismo. Aun el Señor Jesús comparó el reino del cielo con un mercader, y con alguien que había encontrado un tesoro en el campo. Y nuestro Catecismo también explica la comunión de los santos como la posesión de un bien común, diciendo que incluye dos cosas: Primero, ser partícipes de Cristo y de todas Sus riquezas y dones.

Segundo, la obligación de emplear estos dones para la ventaja y salvación de otros miembros.

Originalmente la comunión de los santos se tomaba en el sentido absoluto de incluir la comunión en las posesiones terrenales. De ahí el particular fenómeno en Jerusalén de tener todo en común. Vendieron sus posesiones y depositaron lo obtenido en la Tesorería común, que estaba en manos de los apóstoles. Y de aquí eran sostenidos los pobres y aquellos que antes habían sido ricos. Por lo tanto, no había ni ricos ni pobres, sino que había igualdad.

En relación a esta comunión de bienes, existen opiniones contrapuestas. Algunos la han tomado como una indicación de que todos los cristianos deberían renunciar a sus posesiones privadas, y vivir a la manera de los monjes, como miembros de una única familia; en tanto otros han desaprobado de ella considerándola una extravagancia de fanatismo cristiano. Ambos extremos son insostenibles.

La Escritura parece estar mostrando que este esfuerzo generoso y entusiasta por escapar de la plaga de la pobreza era no sólo no rentable para unos pocos, sino que causaba un terrible sufrimiento que se extendía a toda la Iglesia. Al menos, en sus epístolas, San Pablo habla una y otra vez de los santos empobrecidos de Jerusalén quienes siempre estaban necesitando de una colecta y estaban en peligro de inanición. En otros lugares que no tenían una comunión de bienes había un excedente; y en Jerusalén, donde las posesiones se habían dividido en gran escala, la gente sufría escasez. Esto muestra convincentemente que la división de la propiedad, o comunión de bienes, no es la forma ordenada por Dios para sobreponerse a la pobreza o para lograr un estado de mayor prosperidad mutua. Los esfuerzos posteriores de varias sectas en Roma para lograr un ideal similar en una escala más pequeña y cuidadosa se encontró con fracasos similares. Y las empresas laicas de Proudhon y otras llegaron a resultados similarmente miserables.

Pero es igualmente erróneo suponer que este fracaso nos justifica en condenar a la Iglesia primitiva de Jerusalén por este acto. Esto sería inconsistente con el sostenimiento de la autoridad apostólica. Los apóstoles tuvieron un rol en esta materia; ayudaron a la Iglesia a recibir el dinero para su distribución. Por lo tanto, romper el sello de los apóstoles de este heroico acto de la Iglesia de Jerusalén es simplemente imposible. Deberíamos ser cuidadosos en no condenar lo que los apóstoles han estampado en su propio manual.

A juzgar por los resultados, esta comunión de bienes y la posterior miseria produjeron preciados frutos; en parte por el hecho de que la Iglesia de Jerusalén fue de este modo impedida de recaer en las actividades mundanas y al apego a casas y tierras; y con mayor fuerza en el otro hecho de que este mismo empobrecimiento de la Iglesia se transformó en el medio por el cual se previno el quiebre entre las iglesias de Palestina y aquellas del mundo de los Gentiles. La angustia de Jerusalén apagó el creciente orgullo del corazón judío; y el goce de impartir a otros ablandó los corazones en Corinto y en Macedonia. San Pablo, viajando a Jerusalén, llevando consigo tesoro europeo, sujeta en su mano la cuerda de plata que mantiene juntas y por corto tiempo une a las atribuladas iglesias.

Pero, aparte de estos buenos resultados, la división de la propiedad encarna algo aun mayor y de más sagrada importancia, que esencialmente le pertenece a la primera congregación cristiana. La intercomunicación internacional se desarrolló gradualmente; la traducción de la Palabra de Dios a los idiomas del mundo para la predicación universal del Evangelio tomaría muchos siglos. Aún hoy no es universal; y sólo en el cielo, después del juicio, surgirá el himno a la Sagrada Trinidad desde todas las gentes y lenguas. Y sin embargo, mientras esto se demoraba, y la Iglesia del Nuevo Testamento estaba recién empezando manifestarse, a Dios le plació en Pentecostés, mediante el milagro de las lenguas, hacer que los hombres escucharan el glorioso mensaje que venía de los labios de los apóstoles, a cada uno en su propio lenguaje. Y lo mismo es cierto en relación a la comunión de bienes. Incluso esto algún día será una realidad. Los bienes externos, visibles del cielo serán para el mutuo goce de todos los redimidos. Pero, a raíz del pecado y las limitaciones actuales, esto es imposible ahora. En el Paraíso la posesión privada estaba fuera de discusión. Ni Adán ni Eva tenían cosa alguna que no perteneciera a ambos. El jardín entero era de ellos y su posesión era mutua. La división tuvo lugar sólo después de llegar la ruptura, y continuará mientras dure la ruptura. Pero tal como en Pentecostés el milagro de las lenguas fue una profecía, una manifestación, y una incipiente realización de lo que ante el Trono del Cordero será una realidad gloriosa, universal, asimismo la comunión de los bienes fue la profecía, la manifestación, y la incipiente realización de lo que será la comunión de dones externos en la gloria celestial.

No sólo hay una inmortalidad del alma, sino también una resurrección del cuerpo. Por tanto la gloria de la Nueva Jerusalén no puede ser presentada como consistiendo sólo en lo espiritual e invisible. El cielo existe, y en ese cielo Cristo se sienta sobre el trono en el cuerpo que el Padre ha preparado para Él. La casa del Padre no es una ficción, sino una verdadera ciudad con muchas mansiones; y cuando llegue la gloria, después del gran y notable día del Señor, la felicidad de los hijos de Dios será no sólo un deleite espiritual, sino también el goce de la gloria y belleza externa y visible. Como hubo en Edén, también habrá en el cielo, bienes externos en relación con la apariencia corporal externa del hombre, donde caminará en su cuerpo glorificado. Y como el cuerpo y el alma en perfecta e indisoluble unión trabajarán en forma armoniosa, la comunión de los santos debe tener dos lados: una comunión de bien espiritual, y una comunión de la gloria externa y visible. Y en la medida que esta doble naturaleza de la comunión de los santos debía ser ilustrada a la Iglesia de Jerusalén en su perfecta unidad, entonces la comunión en el partimiento del pan tenía que ser acompañado de una comunión igualmente íntima en la posesión de bienes temporales. La división de la propiedad contenía la profecía de esta futura comunión, una profecía gloriosa que contiene una exhortación triple para la Iglesia cristiana de todos los tiempos.

La primera exhortación es lo que San Pablo llama "poseer como no poseyendo"; estar suelto del mundo; el llevar a cabo consistentemente la idea de que somos sólo administradores del Señor Jesucristo, quien es el único propietario de toda la propiedad personal y bienes raíces de los hombres. Siempre es la elección entre Jehová y Mamón. Ni Baal, ni Kamosh, ni Moloc, sino la Avaricia la cual es el poder idólatra en la que aparece Satanás en contra la gloria de Jehová, especialmente entre las naciones mercantiles. Muchos hombres, por lo demás no espirituales, pueden escasamente separarse del altar de la avaricia—las cosas visibles poseen una atracción tan fuerte, y se atrincheran tan firmemente en el corazón impresionable.

Comparados con los tesoros de la tierra, aquellos del cielo nos parecen algo accidental y de valor incierto. Poseer como no poseyendo es a nuestra carne una cruz demasiado amarga. Y por esta razón la Iglesia primitiva de Jerusalén aparece al comienzo de la disposición del Nuevo Pacto gloriosa en su comunión de bienes, de manera de ilustrar contra el fondo oscuro de la debilidad de Ananías y Zafira el poder del Espíritu Santo para hacer que los hijos de Dios en Jerusalén inmediatamente se desprendieran de sus posesiones terrenales. Por supuesto no duró, porque faltaban las fuerzas espirituales del Paraíso para hacerlo duradero; pero muestra el acto majestuoso del Espíritu Santo, y la majestuosa prédica que derivó de él: "No acumulen tesoros aquí en la tierra,” sino “que su tesoro esté en el cielo.”

Y la segunda exhortación es que los pobres sean recordados. No meramente vendieron sus posesiones, sino que las dividieron entre los pobres; y de esta divina manifestación de amor nació la hermosa flor de la misericordia, como autóctona de la Iglesia de Cristo. Puede decirse que fue resultado de la emoción; pero recuérdese que, a no ser que las impresiones sobre nuestros corazones pecadores se produzcan en una forma muy potente, pronto serán borradas; y con esto en mente debe reconocerse que ningún otro evento pudo estampar sobre la Iglesia la impresión de misericordia, que habría de perdurar por los siglos, en tanto durara la Iglesia, que esta división general de los bienes, la cual fue forjada por la poderosa presión de las ondas de amor y la maravillosa manifestación de la obra del Espíritu Santo.

Y así, por esta comunión de bienes, devino el indestructible carácter de la Iglesia de Cristo de ejercitar la misericordia, de impartir a los pobres, de abundar en las obras de benevolencia, y de interpretar a los hombres la misericordia de Dios. Pero no es que la Iglesia debiera reducirse a una sociedad benévola; aquel que propone tal cosa corta su vida de raíz. El ejercicio de la misericordia en la Iglesia de Cristo es el fruto de la Cruz. Donde esto falta, la misericordia languidece. Pero es el placer del Espíritu Santo obrar el amor, mostrar el amor, cultivar el amor, causar que el amor sea glorificado. Y dado que la vida del hombre y de la Iglesia tiene un lado espiritual y material, el Espíritu Santo persevera con Su obra por tanto tiempo y tan poderosamente que incluso el oro y la plata de la tierra son dominados por Él y lo sirven a Él. Por lo tanto, la comunión de bienes en Jerusalén es la impresionante inauguración de la obra de misericordia para toda la Iglesia de Cristo, y como tal no es otra cosa que el poder del Espíritu Santo penetrando el círculo de la vida material.

Finalmente, la tercera exhortación está contenida en el interminable grito: "He aquí, Él viene.” Los hombres en Jerusalén hace diecinueve siglos no habrían vendido y dividido sus posesiones tan libremente y fácilmente si la expectativa del retorno del Señor para juzgar no los hubiera sobrecogido con un poder tan abrumador. Indudablemente esperaban ese retorno durante sus vidas; no después de muchos días, sino en un corto plazo. Y como esta expectativa depreciaba el valor de sus posesiones, resolvieron venderlas y distribuirlas mucho más fácilmente de lo que hubiera sido posible de otra manera para sus codiciosos corazones. Y aunque había en su excitación algo sobrecargado, que los siglos posteriores han corregido, no obstante hay en este “Maranata” de la Iglesia apostólica un testimonio inestimable, que exhorta a la Iglesia de todos los tiempos a mirarlo a Él, Aquel que vendrá sobre las nubes. Con pan y copa recordamos Su muerte hasta que Él venga. Todos los apóstoles nos dirigen al futuro; y cuando, en la Revelación de San Juan, se cierra el Libro de Testamentos, nos deja sobre la cima de la montaña, desde donde no hay otra perspectiva que la gloria del retorno de Cristo.

Alejando ese retorno de nuestros pensamientos, o ignorándolo totalmente, es imposible que unamos nuestra vida con la vida de Emanuel. El Espíritu Santo pone en funcionamiento la eterna obra del Amor; pero esta obra nunca está cortada del Amor del Hijo. El tesoro que distribuye el Espíritu Santo está en Emanuel. Cristo es la Bendita Cabeza de esta santa comunión en donde Él junta a los elegidos de Dios. Y, por lo tanto, la vista nunca puede quitarse de Cristo; siempre debe estar puesta en Él; no debe dejar de esperarlo a Él. El amor forjado por el Espíritu Santo es el amor de la Novia por su Novio; y así la comunión de los santos encuentra su coronamiento en la comunión más íntima del corazón con el Redentor de las almas.


XXVII. La Comunión de los Dones

“Pues el propósito de este mandamiento es el amor nacido de corazón limpio, y de buena conciencia, y de fe no fingida.”—1 Tim. i. 5.

La comunión de bienes en Jerusalén fue un símbolo. Tipificó la comunión de los bienes espirituales que constituía el verdadero tesoro de los santos de Jerusalén. Los otros habitantes de esa ciudad poseían casas, campos, muebles, oro y plata al igual que los santos, y quizás en mayor abundancia. Pero los últimos habrían de recibir riquezas que ni el judío, ni el romano, ni el griego poseía, es decir, un tesoro en el cielo. Los santos eran sagrados, no por sí mismos, sino a través de Aquel había dicho, "Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado” (Juan xv. 3). El Señor en efecto había ascendido al cielo, pero sólo "para recibir dones para los hombres; sí, para los rebeldes también, para que el Señor Dios pueda morar entre ellos.” Y este tesoro era Cristo Mismo.

Hablando de la contribución que estaba siendo recolectada en Macedonia, Acaya, y Corinto para los santos en Jerusalén, el apóstol aconseja a la Iglesia de Corinto rendir gracias a Dios por el obsequio infinitamente más grande que el oro que iba a ser enviado a Jerusalén; y es en conexión a esto que emplea la cautivante expresión—"obsequio indecible"—el cual recibimos en la entrega del amado Hijo de Dios.

Es, por lo tanto, una posesión mutua, Jesús nos tiene a nosotros, y nosotros lo tenemos a Él. Él posee a los santos, y ellos lo poseen a Él. Que Él los posea es el único consuelo en la vida y en la muerte para ellos. Pero ellos también lo poseen a Él, como el tesoro de su corazón; es para ellos la fuente de toda su riqueza y lujo. El Catecismo confiesa, por lo tanto, muy correctamente que la comunión de santos consiste primero que todo en el hecho de que ellos son partícipes de Él, y luego de sus dones.

El don no está sin la Persona, ni fuera de la Persona, ni siquiera antes de la Persona. El santo es partícipe primero de Cristo, y de esta sociedad sagrada fluyen todas las otras bendiciones. Tal como la Cabeza posee al Cuerpo, y el Cuerpo posee la Cabeza, de la misma manera esto es también una posesión mutua. La Cabeza y el Cuerpo se pertenecen una al otro, aunque la Cabeza tiene esta ventaja sobre el Cuerpo, que lo comanda a su voluntad, mientras el Cuerpo debe seguir a la Cabeza dondequiera que vaya. "A seguir al Cordero dondequiera que Él vaya," es la marca particular de esta relación mutua.

Pero, con la excepción de esta marca esencial, la posesión es absoluta. Los santos pertenecen a Jesús, tanto porque el Padre los ha obsequiado y los ha traído a Él, como que Él los ha comprado, no con oro y plata, sino con Su propia preciosa sangre. Y, por el contrario, Él pertenece a sus santos, no porque por su propio trabajo ellos lo haya obtenido a Él, sino como un don de libre gracia. El Dios Trino ha ordenado al Mediador para Su gente, a quienes lo ha obsequiado y entregado; y el Mediador habiendo venido en la carne, se ha obsequiado a Sí mismo a Su gente.

Cada hijo de Dios sabe por experiencia propia que Cristo es todo su tesoro. Cuando María Magdalena grita, "Se han llevado a mi Señor,” (Juan xx. 13) ella ha perdido toda la riqueza de su alma. Los santos están en la fe y tienen paz sólo cuando y en la medida que posean a Emmanuel. Él es el Único para ellos, y su Todo. Tan pronto lo encuentran, toda su pobreza se transforma en riqueza. Sin Él están ciegos y desnudos; con Él la necesidad y la miseria dejan lugar para las riquezas y la abundancia. Con Él están establecidos en el cielo. Y cuando dejen esta vida su esperanza y su suerte para la eternidad dependen de esto: si lo poseen a Él como el Salvador de sus almas, glorioso y del todo hermoso.

Por lo tanto, esto es lo más importante: el gran tesoro de los santos en Jerusalén era su Señor. Esto lo incluía todo. Todos los otros tesoros eran de ellos sólo a través de Él. Poseerlo a Él era poseer todo lo que Él había obtenido para ellos, incluso la justificación y la santificación; todo el poder dado a Él por el Padre para ayuda y protección de ellos; toda la sabiduría y la luz, todos los carismas, dones de gracia, recibidos del Padre para ser distribuidos entre Su gente.

Sin embargo, no podían disponer de esta sociedad, porque su tesoro estaba fuera de su alcance; no estaba en la tierra, sino en el cielo. En la actualidad permanecían pobres y perplejos; ricos en el futuro, pero ahora necesitados y desamparados.

La siguiente ilustración clarificará esto. Un millonario inglés, bien provisto de billetes, se encuentra en un pueblo africano reducido a la mendicidad. Los nativos, ignorantes de su riqueza y no entendiendo el valor de los billetes, rehúsan venderle cualquier cosa a no ser que sea por su propia moneda. Por lo tanto, con todo su tesoro, él es, en ese lugar distante, pobre e indigente. De la misma manera, siendo peregrinos, y residentes por una temporada en la tierra, los santos serían espiritualmente pobres y necesitados sino hubiera un Consolador, no hubiera un Intermediario que de Su tesoro celestial pudiera proveer para todas sus necesidades durante todos los días de su peregrinaje. Y este Intermediario es el Espíritu Santo. De Sí mismo no tiene nada. Por Sí mismo jamás podría salvar a un pecador. Él nunca ha adoptó la carne ni la sangre de niños ni habitó entre nosotros; nunca sufrió, murió ni resucitó en su nombre. Todo lo que Él puede hacer es rezar por ellos con gemidos indecibles, y en divino amor puede venir a habitar con ellos. Pero lo que el Espíritu Santo no posee, Cristo sí lo posee, quien, en nuestra carne, rico en los méritos obtenidos en la cruz, vive con el Padre en nuestro nombre.

Y de ese tesoro en Cristo, el Espíritu Santo toma e imparte a los santos, tal como el cambista de dinero provee al viajero inglés de su moneda nativa. No sólo Él les da el oro y la plata espiritual tal como se encuentra en la tesorería de Cristo, sino que Él los convierte a las formas requeridas por sus necesidades y conflictos actuales. Y este es el rasgo particularmente consolador de la obra del Espíritu Santo. Él no reparte promiscuamente este tesoro del cielo, sino que lo lleva a cada uno de nosotros en una forma adaptada para satisfacer todas nuestras condiciones y capacidades. Él no les da carne a los bebés y leche a los adultos, sino que a cada paciente espiritual según la naturaleza de su queja. Mejor que el paciente mismo Él entiende la naturaleza de la enfermedad, a la cual, como el Médico divino, adapta el remedio.

Para los santos de Jerusalén y para aquellos del presente, Cristo debe ser una posesión común. Tal como los primeros tenían su propiedad material en común—y esto los segundos también deberían tener, en un sentido más elevado, a través de los trabajos de misericordia—asimismo tenían ellos y tenemos nosotros nuestro tesoro espiritual como una posesión común, en el mismo Emanuel, quien enriquece a todos. Pero no siendo capaces los santos de dividir correctamente su tesoro, el Espíritu Santo lo divide para ellos. Él toma la porción de cada miembro como yace en Cristo, marcado con Su nombre, especialmente adaptado para su particular necesidad, y lo distribuye cuidadosamente y sin errores, de manera que cada santo recibe lo propio. Y mientras de esta forma cada uno es partícipe de Cristo y de sus dones, el único Cristo con Su tesoro es común para todos.

En el niño vemos algo del Amor cultivado por mutua posesión. El amor entre los padres se puede haber enfriado, pero mientras ambos pueden decir de su pequeña, “ella es mía,” y "mía" pueda transformarse en "nuestra," hay esperanza de que el anterior amor pueda volver. A pesar de sus diferencias ambos poseen a la única hija, quien con todo su amor y dulzura pertenece a ambos. Y esto se aplica en un sentido más elevado a Cristo. En la Iglesia hay muchos santos y cada uno dice: "Emanuel es mi Novio." Y este testimonio individual se transforma al fin en el himno general de alabanza: "Emanuel es nuestro Señor." Ciertamente cada santo encuentra en Cristo algo especialmente adaptado para sí mismo, sin embargo, todos poseen al único Señor y a todo su tesoro. Y este es el poder mismo del amor que en bendición vela por todo. El amor puede enfriarse y en una hora malvada puede transformarse en amargura; pero esto es sólo temporal; el amor debe volver. Tal como en la riqueza de la mutua posesión, marido y mujer sintieron su unión, de la misma manera los santos, considerando su mutua posesión de Emanuel, se sienten unidos por la abrumadora impresión del Amor.

"Un bautizo, una fe, un Señor, un Jesús para cada corazón,"; "un Emanuel a quien todos llaman precioso," y sólo aquí yace el poder del amor para mantener unidos, y después de una separación temporal, reunir a todos los santos de Dios.

Y tal como la comunión de los bienes en Jerusalén fue un símbolo de la posesión mutua de los santos en Emanuel, de la misma manera fue también la indicación simbólica de su obligación individual, de tener los dones en posesión común, usándolos voluntaria y diligentemente para los más altos beneficios de los otros miembros.

El Señor imparte "dones," "ministerios," y "operaciones," como las llama San Pablo (1 Cor. xii. 4, 5, 6); agregando que todos estos dones son del mismo Espíritu, y estos ministerios son del mismo Señor, y estas operaciones son del Dios que obra todo en todos. Y luego muestra que es el deber de los santos de usar estos dones, ministerios, y operaciones no en forma egoísta para la propia gloria, sino para el Cuerpo del Señor, que es Su Iglesia.

Y por esto son más conocidos los verdaderos hijos de Dios; y se conocen mejor a sí mismos en la operación de gracia de la cual ellos son los sujetos. Porque cuando el Espíritu Santo imparte talentos y dones, el tentador susurra en el oído que será para su mejor provecho usar estos dones para la gloria de cada cual, para brillar con luz propia y hacerse un nombre entre los hombres, y que de esa forma la bendición coronare su trabajo como resultado obvio. Y, ¡ay! Muchos escuchan estos susurros y de esta forma defraudan al hogar de la fe de sus dones individuales, no entendiendo el significado de la colmena, que enseña que uno puede purificar la miel sin comérsela.

Y no debemos juzgar demasiado severamente; esta tentación es mucho más fuerte de lo que muchos están dispuestos a reconocer, especialmente para los ministros de la Palabra. La gente admira tremendamente tu sermón, te alaba por él, hablan de él, y te llevan sobre sus hombros. Y por este miserable quemado de incienso uno es intoxicado antes de que se dé cuenta. Ya no se trata de si Jesús está satisfecho, si es que hay una ganancia espiritual a la gloria de Su nombre, sino casi exclusivamente: ¿Le gustó a la gente? ¿Cómo los afectó? Y al cabo de diez años de ministerio bajo la influencia de tales susurros malvados, el resultado escasamente puede ser otra cosa que el talento enterrado fuera de la vista, el sagrado oficio profanado, toda operación espiritual suspendida, y el ministro de la palabra poco más que un ministro de su propia gloria. Y la misma maldad aparece entre los laicos. Existe una falta de ternura, de amor, de consagración, frecuentemente un abuso de los dones espirituales para la gratificación del corazón ambicioso. ¡Oh, somos tan aterradoramente débiles y pecadores! De seguro, todo talento estaría enterrado y todo buen don ensuciado si es que no hubiera Espíritu Santo, quien con poder divino y superior vela en contra de esta maldad. Porque cuando en la Iglesia despierta la conciencia, y los talentos y dones son una vez más emancipados del y yugo de la ambición egoísta, vemos en ello no nuestra obra, sino la del Espíritu Santo. Entonces cumplimos nuestro deber. Entonces revive la comunión de los santos. Entonces los santos están nuevamente listos con dones y talentos para servir al Señor y a sus hermanos. Pero el poder que forjó el milagro de amor no fue nuestro, sino del Espíritu Santo.


XXVIII. El Sufrimiento del Amor

“Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos.”—Juan xv. 13.

El amor sufre porque el espíritu del mundo es antagonista al Espíritu de Dios. El primero es impío, el Segundo es santo, no en el sentido de mera oposición al espíritu del mundo, sino porque Él es el Autor absoluto de toda santidad, siendo Dios Mismo. De ahí el conflicto.

No hay punto alguno en toda la línea de la vida del mundo que no antagonice al Espíritu Santo cuando Él la toca. Cuando sea que somos tentados por el mundo e interiormente animados por el Espíritu Santo, hay una colisión en la conciencia: tan pronto como un miembro respira un espíritu mundana y otro testifica en contra de él en el Espíritu de santidad, hay problemas y distensión en la familia. Cuando en el estado, en el colegio, en la Iglesia, o en la sociedad aparece una tendencia mundana y una corriente del Espíritu divino, hay problemas y distensión para uno y todos. Estos dos se oponen mutuamente y no pueden ser reconciliados. El compromiso es imposible. Cualquiera de los dos, el espíritu mundano, al fin cierra nuestros corazones contra el Espíritu Santo, y entonces estamos perdidos; o después de un largo conflicto el Espíritu Santo vence al espíritu mundano; entonces el príncipe de este mundo no encuentra nada en nosotros, y nuestros nombres están escritos en la entrada de la Nueva Jerusalén.

Y esto hace que el amor sufra. Cuando el amor aumenta en nuestros corazones, debido a la creciente actividad del Espíritu Santo, entra en conflicto con todo aquello que pertenece al espíritu del mundo y que busca mantenerse en el alma.

Esto es evidente en mayor o menor grado en niños pequeños. La indulgencia es el método de educación más fácil, pero no el mejor. La mujer indulgente no ama a sus hijos, sino que los sacrifica siguiendo obedeciendo su propia debilidad. Ella encuentra más fácil no oponerse a sus maldades; evitando de esta manera las lágrimas, la contradicción, y la mala voluntad. Cuando ellos la llaman "querida madre," esto es dulce música para sus oídos; por lo tanto, nunca se ve disgustada, y antes que negarles cualquier cosa ella anticipa sus deseos. Entonces ella no los ama a ellos, sino a sí misma. Su objetivo no es el bienestar de ellos, o la realización de la voluntad de Dios en relación a ellos y a ella; sino ahorrarse el desagrado y asegurar para sí misma el afecto de los niños. Pero no es así con aquella que ama a sus hijos con el amor derramado por el Espíritu Santo. Movida por Su Amor; mirándolos en Su luz, ella busca el bienestar eterno para ellos. Para ella cada niño es un paciente que necesita medicina amarga, que ella no puede retener. Su objetivo no es la satisfacción del deseo del niño, sino su más alto beneficio en la forma de vida. Y esto causa conflicto; porque mientras la madre indulgente está siempre complacida con sus hijos y siempre lista para escuchar a los hombres alabarlos, la otra está a menudo agitada entre la esperanza y el temor, diciendo; "¿Cuál será el fin?” Más aun, llegará el momento en que su hijo, no entendiendo su amor, la resistirá; pensará que ella es hermosa sólo cuando lo consiente; cuando recompensará su devoción con mirada y voz enojada y desobediencia intencional; cuando su conversación se torne restringida; cuando, considerándola celosa de sus placeres, con un corazón rebelde se alejará de su amor; mientras que ante Dios ella está consciente de que busca sólo sus más altos y santos intereses.

Hay otro cuadro de amor sufrido. Nunca surgió entre los hombres uno que tuviera más amor que Cristo. En el corazón humano el amor nunca brilló con luz más brillante, nunca resplandeció con una llama de amor más brillante. Sin medida Él había recibido el Espíritu Santo que habitó en Él, el cual lo llenó con el amor más tierno que impregnó el alma y ablandó el corazón. Su amor entendió el secreto de abrazar en la más verdadera intimidad todo lo que era humano, y al mismo tiempo de respirar amor que vino como una bendición para cada individuo. Se entregó a la raza completa, y abre Su corazón a un judío viejo ciego en las puertas de Jericó. Tal es el poder infinito, rico, y casi omnipotente de Su amor. Abarca la eternidad, y sin embargo, sin importar cuán degradado, no hay ningún rechazado demasiado bajo para sus compasiones.

¿Y qué recepción preparó el mundo para Él? ¿Le ofreció amor, honor, y admiración? ¿Apreció Su santo Amor y encendió su propio corazón con Su llama? Por el contrario, el mundo fue ofendido por Él, no lo pudo tolerar; lo consideró un odio mortal; porque Él negó sus alegrías y placeres pecaminosos. Ni siquiera sonrió cuando estaba lleno de risas, y cuando le rogó por su aplauso, Él sólo le reprendió. Él impidió que el aristócrata de Jerusalén fuera fariseo, y al mundano de ser saduceo. Toda su apariencia era una protesta viviente contra el régimen del mundo. Por lo tanto, el mundo se opuso a Él, trató a Su amor como odio, y se lo devolvió con desprecio. Por supuesto, si Él sólo hubiera lamentado cuando estaba de duelo, hubiera bailado cuando le tocó música en el mercado, le habría construido un trono. Pero como Él lo amaba con un amor santo y no cedió a su súplica, entonces lo golpeó, amargó Su vida, y lo cubrió con vergüenza y burlas. Y cuando Él persistió en amar y amonestar, pronunció su "anatema," y el entierro de la Cruz en el calvario fue sólo una cuestión de tiempo.

Y lo que le hizo a Jesús lo ha hecho a todos sus seguidores. Aquel que cede es tolerado. Aquel que deja lugar para el espíritu del mundo recibe la quema de incienso. Aquel que transa con él puede tener asegurado el honor y la gloria; pero aquel que se rehúsa a transar, amando al mundo con amor santo, debe tarde o temprano experimentar su ira. El pueblo de Dios en cada lugar y en cada nación siempre ha cantado: "Muchas son las aflicciones de los justos." Toda época tiene su historia de mártires. Y las mejores épocas de nuestra raza, en donde el Espíritu Santo ejerció su mayor poder, son los tiempos en que los santos más nobles y piadosos sufrieron las más crueles torturas y soportaron los mayores males.

La causa del sufrimiento del amor yace en su origen. Dado que es el Espíritu Santo quien irradia Su calor en el corazón, y mantiene vivo el fuego de momento a momento, los impíos lo odian y lo rechazan.

El amor puede soportar, pero no tolerar todas las cosas. Soporta sufrimientos, porque no tolera al espíritu mundano; mas el grito de "apacibilidad" y "moderación" nunca lo tientan a saciar el odio con el cual ha entrado en el conflicto con la impiedad. Porque el verdadero amor es también verdadero odio. Aquel que ama débilmente o falsamente no puede odiar enérgicamente. Pero si en tu corazón reina el amor ardiente, animado, entonces el odio reina junto a él. Aquel que ama lo bello odia lo feo. Aquel que ama la armonía odia la discordia. De la misma manera, aquel que se ha enamorado de la santidad ha concebido a través del Espíritu Santo un odio igualmente fuerte hacia todo lo impío.

El amor por Jesús no puede existir sin el odio por Satanás. Y la mejor medida del amor de Dios en nuestros corazones es la profundidad de nuestro desprecio por el pecado.

Aquel que ama al mundo odia a Dios, y ha hecho de Dios su enemigo; como señala correctamente el Catecismo: "Por naturaleza somos propensos a odiar a Dios y a nuestro vecino”; "la mente carnal es enemistad hacia Dios.” Pero el hombre cuya alma rebalsa con el amor de Dios odia al espíritu impío del mundo dentro y alrededor de él, y lucha contra ello hasta la hora de su muerte. El testimonio de David, "¿No odio, oh Jehová, a los que te aborrecen, y me enardezco contra tus enemigos?” (Salmo cxxxix. 21)—es sólo el reverso del sello del amor. Y si de entre aquellos nacidos de la voluntad del hombre jamás hubo uno que pudiera decir verdaderamente, "Señor, los odio con perfecto odio"; sin embargo, hubo Uno en cuyo corazón este odio fue profundo y verdadero, y sólo Él podía decir "que amó a Dios con todo Su corazón, con toda Su alma, con toda Su mente y con todas Sus fuerzas."

Esta posición mutua es por lo tanto muy clara. Hay grados tanto en el amor como en el odio. Proporcionalmente a si el corazón late fuertemente o débilmente, es decir proporcionalmente como el espíritu de este mundo o como el Espíritu Santo habita en nosotros y nos anima a una expresión más fuerte, en esa proporción ese amor o ese odio surgirá en nosotros en más alto grado. Y de acuerdo a ese grado será la proporción de nuestro verdadero conflicto, pena y sufrimiento.

"A través del sufrimiento a la gloria," es cierto especialmente en relación al amor. Siendo amor, no puede ser neutral o insensible. Y en tanto su contacto con el hombre le causa mucho sufrimiento, este sufrimiento es aumentado por el conflicto en su propio seno.

Porque este amor puro, santo se ama a sí mismo, pero sólo en un sentido santo. A pesar de que no puede purgar su corazón de una vez de todo lo que es impío e impuro, constantemente está luchando con ellos y se separa de ellos. Y dado que en ese conflicto a menudo es convencido de su propia falta de amor y fidelidad, y de haber acongojado al Amor divino, se entristece mucho. Frecuentemente se siente tan humillado en la presencia de Jesús que casi no se atreve a mirarlo; humillado en la presencia de Su Cruz; consciente de su inhabilidad para el auto sacrificio; humillado ante sus propios seres queridos a quienes debería bendecir, a quienes frecuentemente daña; y especialmente en la presencia del Espíritu Santo, que tiernamente buscó animarlo, y a quien a menudo silenció por su falta de coraje y voluntad.

Y esto acongoja el alma del santo, que busca en vano la evidencia de su filiación en el amor de su propio corazón inconsistente. Y si este amor fuera del hombre, perecería al fin. Pero no lo es. Es del Espíritu Santo, derramado y esparcido por Él continuamente. Por lo tanto, nunca es aplacado; no importa cuán cerca esté de la muerte, es reanimado, y ardiendo nuevamente con una llama brillante, vuelve a entrar al conflicto.

La historia ofrece la evidencia. Hubo épocas en que la Iglesia inicial fue casi exterminada; cuando los waldensianos fueron casi borrados de la faz de la tierra; cuando nuestros padres consagraron y sacrificaron sus vidas en esta tierra empapada de sangre, con el propósito de no negar al Señor su Dios. Porque entre estos mártires hubo hombres y mujeres a quienes les parecía imposible dar sus vidas por Cristo; que a menudo pensaron: "Cuando me llegue a mí, de seguro fracasaré.” Y sin embargo cuando llegó, el Espíritu Santo fortaleció estas almas con tanta gracia y en forma tan extraordinaria que el lisiado inmediatamente saltó como un ciervo, y aquellos que no creían posible ceder sus bienes, sacrificaron sus vidas en Su nombre. Entonces quedó demostrado que en el Hijo de Dios el amor de Cristo es un amor eterno, que, habiendo nacido de Su sacrificio, es más fuerte que la muerte—sí, intrépido en la presencia de la tortura y el martirio.


XXIX. El Amor en el Antiguo Pacto

“Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros.”—Juan xiii. 34.

En relación con la obra del Espíritu Santo, de esparcir el amor de Dios en nuestros corazones, surge la pregunta: ¿Cuál es el significado de las palabras de Cristo: “Un mandamiento nuevo os doy”? ¿Cómo puede llamar a este mandato natural que es “Amarse unos a otros,” un mandamiento nuevo?

Esto no ofrece ninguna dificultad para aquellos que consideran la perspectiva errónea de que Cristo, durante Su ministerio en la tierra, estableció una religión nueva y superior para reemplazar a la anticuada religión de Israel.

Ellos declaran que las antiguas ideas religiosas de los Judíos eran burdas, defectuosas, y primitivas, incluso muy por debajo de la moral pagana. Entre los propios israelitas, se trataba de ojo por ojo, y diente por diente. Ellos perseguían con rencor vengativo a sus enemigos. Cantaban salmos imprecatorios. Y para colmo, consentían con el ávido deseo de sangre, que los llevaba a arrojar en contra de piedras a los inocentes bebés de sus enemigos. Entre esta gente ruda y bárbara fue que Jesús se levantó para proclamar una religión superior y más noble. Él dijo: “Oísteis que fue dicho: Ojo por ojo, y diente por diente. Pero yo os digo: No resistáis al que es malo. Oísteis que fue dicho: aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos. Y cualquier cosa de corta visión que Moisés haya enseñado al antiguo Israel, Yo, Jesús, les doy un mandamiento nuevo, Que os améis unos a otros.”

En este sentido, las palabras “mandamiento nuevo” no ofrecen ninguna dificultad. “Nuevo,” que representa a la religión cristiana, se opone a “antiguo,” que simboliza la ley de Moisés. Pero, a pesar de ser convincente, esta representación es completamente falsa y hechos evidentes la contradicen.

Cristo introduce el tema en Mt. v. 17-20, cuando muestra que Él no opone Su Evangelio como un código moral superior al código anticuado e inferior de Moisés; sino que Su objetivo, al oponerse a las falsas interpretaciones de Moisés que hacen las escuelas rabínicas liberales, es el de devolverle a la ley de Moisés su posición legítima. Él dice: “No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir. No sólo en un sentido general, como si la semilla de valor que pueda contener, sólo necesitara que se le despoje de su cubierta exterior para poder ser desarrollada; sino que para dar cumplimiento a su sola jota o tilde. Mas cualquiera que los haga y los enseñe, éste será llamado grande en el reino de los cielos.” Desde el versículo 20, es claro que Él se opone, no a la justicia de Moisés, sino a la falsa interpretación de la misma, que fue llevada a cabo por los rabinos liberales.

Y luego de esta introducción, Él continúa: “Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo” (Mt. v. 43). ¿Alguna vez ha encontrado esto en el Antiguo Testamento? En efecto, no; por el contrario, en Pr. xxv. 21 dice: “Si el que te aborrece tuviere hambre, dale de comer pan, Y si tuviere sed, dale de beber agua,” y en Éx. xxiii. 4, 5, se le enseñó a Israel: “Si encontrares el buey de tu enemigo o su asno extraviado, vuelve a llevárselo. Si vieres el asno del que te aborrece caído debajo de su carga, ¿le dejarás sin ayuda? Antes bien le ayudarás a levantarlo.”

Por lo tanto, es injusto decir que el Antiguo Testamento enseña una moral baja y perversa, ya que inculca exactamente lo contrario. Las palabras rechazadas por Jesús no se encuentran en el Antiguo Testamento, sino en los escritos de los rabinos liberales. Con “Liberal,” nos referimos a muchos de los rabinos que no respaldaron esta interpretación. Esto demuestra que un hombre realmente se rebaja a sí mismo cuando pone en boca de Jesús, una acusación en contra del Antiguo Testamento, la cual en realidad sólo puede ser proferida en contra de los rabinos liberales.

Sin entrar en los detalles de Mat. v. 21 a continuación, existe otro motivo por el cual “mandamiento nuevo” no puede ser interpretado como hacer que la ley del amor cristiano se oponga al mandamiento mosaico del odio. Si Mt. v. 43, “Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo,” había sido el antiguo mandamiento de Moisés, Jesús se pudo haber opuesto a él por medio de este nuevo mandamiento: “Pero yo os digo: Amarás a tu prójimo y a tu enemigo.” Eso habría tenido sentido. Pero, del “mandamiento nuevo” Él no habla en este pasaje, sino en Juan xiii. 34, donde Él trata, no del amor por el enemigo, sino del amor cordial y fraternal. Él acaba de lavar los pies de los discípulos; ningún enemigo se encuentra presente, Él está entre amigos. Y luego no dice, “Moisés os ha dado el mandamiento antiguo de amaros unos a otros, pero yo digo, amad incluso a vuestros enemigos, y este es Mi nuevo mandamiento,” sino, “Un mandamiento nuevo os doy, Que [en vuestro propio círculo] os améis unos a otros.”

Por lo tanto, es evidente que toda esta representación referente a que el nuevo mandamiento del amor se encontraba en oposición al mandamiento mosaico del odio, no puede ser sostenida ni por un momento. Y así mismo, la ley divina del Sinaí no puede ser otra cosa sino una ley perfecta; y Jesús, siendo su propio Autor, no puede contradecirse a Sí mismo.

A fin de evitar extraer inferencias tan perjudiciales a partir de las palabras “un mandamiento nuevo,” San Juan declara enfáticamente: “Y ahora te ruego, señora, no como escribiéndote un nuevo mandamiento, sino el que hemos tenido desde el principio, que nos amemos unos a otros” (2 Jn. 5). Y para hacer que esa representación sea aún más imposible, él llama al mismo mandamiento, antiguo y nuevo, de acuerdo al punto de vista desde el cual se considera: “Hermanos, no os escribo mandamiento nuevo, sino el mandamiento antiguo que habéis tenido desde el principio; este mandamiento antiguo es la palabra que habéis oído desde el principio. Sin embargo, os escribo un mandamiento nuevo, que es verdadero en él y en vosotros, porque las tinieblas van pasando, y la luz verdadera ya alumbra” (1 Juan ii. 7, 8).

El camino está ya abierto para llegar a la correcta comprensión de este nuevo mandamiento, especialmente con referencia al tema que está siendo tratado.

Jesús y los discípulos han entrado en el santuario interior de Su pasión. El Gólgota se da a conocer. La lucha dolorosa del lavado de pies y de la expulsión del traidor, ha terminado. Y durante estos solemnes momentos, Jesús habla de Su partida, de la venida del Espíritu Santo y de la nueva relación que el pueblo de Dios deberá mantener de aquí en adelante con el Mesías. Desde el Paraíso hasta el regreso del Señor, no existe sino una sola salvación para todos los escogidos, no existe sino un solo camino en el que todos deben andar, no existe sino una sola puerta por la que todos deben pasar. La obra de redención completa fluye desde un consejo inmutable. Y aquí radica la unidad del Antiguo y del Nuevo Pacto.

Sin embargo, aunque reconocemos plenamente esta unidad, no podemos pasar por alto, el hecho de que en diferentes dispensaciones y circunstancias, los santos mantienen distintas relaciones con su Señor. Ver la expiación tipificada en las promesas del sacrificio ceremonial es una cosa, pero verla del modo que fue completada en el Calvario, es otra cosa muy distinta; y esta diferencia crea una relación modificada. Lo mismo resulta cierto respecto de la vida antes o después de la Encarnación. Caminar con Jesús en la tierra, o conocerlo en el cielo, pone a los santos en una posición diferente. Nuestros amigos que han partido, y aquellos que estarán vivos al regreso del Señor, se encuentran en relaciones diferentes; pues estos últimos no morirán, sino que serán cambiados en un momento, cuando se extinga la vida de este cuerpo mortal.

El tema de conversación que sostuvo Cristo antes que Él entrara en Getsemaní, fue este cambio de la posición y la relación mutuas. Él hace especial hincapié en el nuevo hecho de la venida del Espíritu Santo para ser su Consolador. Él mismo partirá, pero su tesoro será aún más rico y más glorioso. Por lo tanto, no tienen por qué temer. Ellos recibirán el Espíritu Santo, a quien Él enviará desde el Padre. No como si el Espíritu Santo no hubiera ya operado para y en los santos de Israel; pues entonces la fe y la salvación habrían sido imposibles. De hecho, Su obra en las almas de los hombres es tan antigua como la generación de los escogidos, y se origina en el Paraíso. Pero para los santos bajo el Antiguo Pacto, esta operación provenía desde fuera; mientras que ahora, al ser liberados de los grilletes de Israel, el cuerpo de la Iglesia misma se convierte en el portador del Espíritu Santo, quien desciende sobre ella, habita dentro de ella, y por lo tanto, obra sobre sus miembros desde dentro.

Esto es la parte nueva. Esto es Pentecostés. Y esta es toda la diferencia que existe entre la dispensación antes y después de la Resurrección de Cristo. Esta es Su promesa hacia y para Sus discípulos, y para todos Sus santos.

Y en este sentido, Cristo habla del mandamiento nuevo, que se deberían amar unos a otros. El mismo amor que Moisés les había mandado, iba a afectarlos ahora de una manera diferente, dado que por causa de Su partida, ellos iban a entrar en una relación diferente. No es un suceso extraño que los hijos de una misma familia, que de pronto han quedado huérfanos, sientan como si tuvieran una relación mutua más íntima de lo que nunca la han sentido antes, y que ante la tumba de sus padres se prometan mutuamente un nuevo amor. Mientras permanecen ante el sepulcro abierto y se miran unos a otros, de pronto sienten en sus corazones una sensación que hasta ahora resultaba desconocida; es la comprensión de una nueva relación. Es el amor antiguo, y sin embargo, es uno nuevo, con una nueva concepción, un nuevo motivo, una nueva consagración. Así mismo ocurre en este caso. Mientras estaban con Jesús, los discípulos se amaban; sin embargo, nunca entendieron el carácter cercano y único de esa relación. Pero, cuando Jesús repentinamente los dejó, se dieron cuenta de la verdad de Su mandamiento nuevo, y su amor se volvió conscientemente más profundo, más íntimo, un amor realmente nuevo.

Y este nuevo amor es el fruto del Espíritu Santo que habita en la Iglesia. Es como la diferencia que existe entre transportar agua con un gran esfuerzo desde un manantial lejano, y tener un torrente de ese manantial fluyendo frente a su propia puerta, desde donde se puede beber en abundancia, por cuyo aroma vigorizante siente que su espíritu es reanimado, en el que puede lanzarse para darse un refrescante baño. El Espíritu Santo viene con gloriosa bendición a los hijos de Dios bajo el Nuevo Pacto. Ellos beben, no con medida escasa, sino de una completa y rebosante taza. Ellos se deleitan en la plenitud del Amor eterno, y Aquel que crea esta dicha es el Espíritu Santo, el Consolador, a quien Jesús ha enviado desde el Padre.


XXX. Orgánicamente Uno

“De quien todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor”—Ef. iv. 16.

La novedad del santo Amor se encuentra en la Iglesia. Cuando vemos el estado debilitado de la Iglesia en casi todas las épocas, casi dudamos en hacer esta declaración; sin embargo, la mantenemos en principio en toda su extensión y poder.

La Iglesia de Cristo en la tierra es como un “ermitaño.” Los ermitaños eran hombres y mujeres honorables quienes en la Edad Media se encerraban a sí mismos en pequeñas celdas de piedra, construidas bajo la calle, sólo con la altura suficiente como para permitir que un hombre pudiera estar de pie en forma erguida. Luego de que el ermitaño había descendido a su celda, ella era cerrada tras él mediante una reja, y de este modo, él pasaba su vida solitaria y sin consuelo en aislamiento voluntario. Los transeúntes podían ver muy poco de él. A través de la reja, las líneas débiles de una forma oscura eran apenas visibles; sin embargo, no parecía poseer la más mínima atracción; no sugería ni por un momento, la estatura viril y noble que podría estar oculta en esa celda; y mucho menos, qué extraordinario poder podría estar contenido en ese ermitaño, y cuántas horas y días eran pasados en conflicto interior. Y esa es exactamente la imagen que tiene la Iglesia de Cristo en la tierra. Está cercada y no puede revelarse. De su forma real, sólo se asoma un leve perfil, casi siempre desfavorable y poco atractivo. A menos que su riqueza y nobleza espiritual se descubran de alguna otra manera, nadie supondría que ésta es la Iglesia que un día decidirá el destino de los cielos y de la tierra.

Aun así, esta es la realidad. El Padre ama al Hijo. El cuerpo del Hijo es la Iglesia. Por lo tanto, nadie puede ser salvo, sino sólo aquel que se incorpora a Su Cuerpo, la Iglesia.

Sin duda, se requiere de un gran esfuerzo de la imaginación para creer que esta capa de barro, que es la Iglesia visible, contenga una perla tan preciosa; pero los iniciados lo creen. Ellos saben que en este sentido, la Iglesia se asemeja a su gloriosa Cabeza en los días de Su carne; de quien se dijo: “le veremos, mas sin atractivo para que le deseemos. Despreciado y desechado entre los hombres, y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos” (Is. liii. 3). Y cuando los soldados de Herodes se burlaron, y con oprobio Le rogaron, mientras estaba desnudo y agonizante, Él gimió sobre la cruz, “Tengo sed,” nadie más que aquellos que miraban bajo la superficie podrían suponer que este hombre era el Señor de Gloria. Y sin embargo, Él demostró serlo. “se les dé gloria en lugar de ceniza, óleo de gozo en lugar de luto, manto de alegría en lugar del espíritu angustiado” (Is. lxi. 3). Y lo mismo se puede decir de la Iglesia, mientras ella exista en la tierra. Cuando la vemos, no hay belleza por la que debamos desearla; ella es despreciada y rechazada. Todos están, por así decirlo, escondiendo su cara de ella. Sin embargo, es la esposa escogida del Cordero; y la santa Iglesia, que sin mancha ni arruga será presentada un día al Novio celestial, se oculta en su interior. Y por lo tanto, el santo Amor debe celebrar su triunfo en la Iglesia

La novedad del mandamiento, “Amaos unos a otros,” consiste en el hecho de que, habiendo sido liberados de las ataduras del carácter nacional judío, el amor puede funcionar efectivamente en la Iglesia. Y aunque se objete una y mil veces que en ningún lugar el amor es un extraño más grande que en la propia Iglesia, y que más bien los conflictos y la división, la maledicencia y el devorarse unos a otros, siempre han parecido estar a la orden del día en ella, aun así, este hecho lamentable no modifica la definitiva declaración anterior.

En primer lugar, se debe recordar que la contienda y la división, adquieren su aspecto más feroz entre aquellos que están más estrechamente relacionados; resultan ser mucho más graves entre hermanos y hermanas que entre extraños. Caín y Abel estaban demasiado íntimamente conectados. Esta es también la razón de por qué las diferencias entre marido y esposa dejan huellas tan profundas y dolorosas. Su amor mutuo no puede tratar el asunto a la ligera. Se trata de la intimidad misma de la relación, la que da a la diferencia un carácter tan serio.

En segundo lugar, no debemos olvidar que, incluso en la Iglesia, lo que hace más ruido es la contienda y la división, mientras que el amor prosigue oculta y silenciosamente su camino. Entre los iniciados en la Iglesia, siempre se ha dado una comunión en el alma que no tiene igual en ninguna parte—un apego y apertura de los corazones, imposible de presentarse sino en el pífano cristiano; un amor fraternal tan dulce, como para superar todo amor distinto de este.

Y por último, por el momento, deberán continuar estas discordias, de modo que en el último día, la belleza y la simetría de la estructura puedan aparecer, para lograr el mayor beneficio. Durante la construcción de un palacio, se buscará en vano la simetría; el ojo no encontrará sino sólo desproporciones e irritantes contrastes. No podría ser de otra manera. La confusión deberá estar presente hasta que se complete el trabajo. Entonces, la simetría pura y perfecta del total podrá ser vista y admirada. Exigirla durante el período de construcción, haría que la belleza final resultara imposible. No traería beneficio, sino pérdida. Echaría a perder el trabajo. La armonía perfecta de las partes, tanto terminadas como sin terminar, se encontrará fuera de cuestión mientras que la totalidad del trabajo no se haya completado. Hasta entonces, la armonía perfecta será una cuestión de fe, no de vista. Esta es la razón por la que el santo no puede decir, "Yo veo,” sino, “Creo en la Iglesia Santa, Católica, Cristiana.”

Esto es causado por otro elemento de separación en la Iglesia, que antagoniza al amor, es decir, la verdad. Esto resulta evidente de la palabra apostólica que nos advierte en contra del amor sentimental, diciendo: “Para que ya no seamos niños fluctuantes, sino que haciendo la verdad (Traducción holandesa) en amor, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo” (Ef. iv. 15).

¿Qué debemos entender por el hecho de que la verdad se oponga al amor? ¿No provienen ambos de la misma fuente?

El amor es unión; une y combina a las partes que se pertenecen mutuamente, pero que se encuentran separadas. Y esto puede realizarse de dos maneras. La forma más fácil de hacer coincidir dos engranajes que nos son congruentes, es quitando los dientes; y entonces sus caras se cubrirán mutuamente. Una manera mucho más difícil es la de limar cada diente al tamaño requerido. Apliquemos esto al amor. Hacer que las ruedas encajen entre sí mediante la eliminación de los dientes es, sin duda, una obra de amor; pues ahora las ruedas calzan perfectamente, parecen ser una sola pieza. Pero la verdad se ha perdido; las ruedas ya no son engranajes. Los dientes que las conformaban como tal, ya no están. Es cierto que para ajustarlas mediante el proceso de limar cada diente a su tamaño adecuado, se requiere de una paciencia inagotable, pero se conserva la verdad; las ruedas siguen siendo engranajes; aunque el amor, el cual constituye el calce de las ruedas, se alcanzará lentamente, es decir, no llegará hasta que el último diente se haya limado hasta su tamaño adecuado.

El amor que debería reinar entre el pueblo de Dios, no es la emoción de un sentimiento místico, de ensueño, de una individualidad destructora; sino aquel que une y junta a los escogidos de manera tal, que cada uno pueda alcanzar la plena medida de su crecimiento individual decretado para él en el consejo divino; de modo que, en este logro, la gloria de su afiliación al mismo cuerpo, pueda aparecer y ser degustada en la conciencia bendecida de la unión más afectuosa e íntima.

Esta está contenida en Ef. iv. 16: “de quien todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor.” En primer lugar, el apóstol hace completa justicia a la ordenanza divina, y honra la disposición divina en el “concertar” y “Unir entre sí” y “coyunturas de ayuda”; y luego, por este camino claramente definido, él regresa con las palabras: “Para ir edificándose en amor,” al misterio profundo de la santa intimidad.

Es fácil cultivar el amor sin considerar la verdad. No requiere conflictos ni esfuerzo. Simplemente limamos cada lugar áspero y frotamos para quitar cada arruga; y al final no quedará nada que se pueda oponer al amor. Pero de esa manera, la disposición del Señor se deja simplemente de lado, Su ordenanza se ha dejado sin efecto y Su verdad tropieza en la calle. Pero, si se reconoce la verdad, el consejo y disposición divinos; si no se ponen reparos a la ordenanza y al orden divinos; si no se cepilla, lima y nivela, sino que se busca la unión de los espíritus, de tal forma, que juntos formen un todo de modo que los dientes de las ruedas siempre se enganchen entre sí—entonces, el cultivo del amor se encontrará con muchos más obstáculos y requerirá una atención y un trabajo infinitamente mayores. Pero finalmente, será coronado con el éxito glorioso de la obtención del amor, sin haber sacrificado la verdad divina.

O, para expresarlo de manera más exhaustiva: Dios mismo constituye el mayor obstáculo en el camino de ese amor inmaduro y de rápido crecimiento. Si Dios no existiera, dos hombres muy serios podrían ser llevados a un acuerdo de manera mucho más fácil. Luego, ellos se encontrarían en libertad de disponer y arreglar las cosas a su antojo, según su propia elección. Pero Dios existe; de ahí que la disposición de las cosas deba ser de acuerdo a Su elección. En todo pacto de amor entre dos personas, Él es siempre la Tercera, y demanda que Él y su nombre no sean sacrificados por el amor mutuo de ellos. De ahí provienen todos los conflictos y dificultades; y la aflicción de espíritu. En el pueblo de Dios, el amor, en cualquiera de sus formas, se encuentra siempre sujeto al primer y más grande mandamiento: Dios, primero y último. Esta es la razón por la cual no es lícito atesorar y cultivar un afecto que excluya Su amor. En su afecto mutuo, ellos no pueden ignorar a Dios; actuar como si Dios no existiera; ser indiferentes a Su nombre y verdad, como si estos fueran de poca importancia y su amor mutuo fuera lo más relevante.

No, la sabiduría que viene de lo alto es primeramente pura, luego pacífica. El amor mutuo entre los santos no puede florecer, a menos que ellos reconozcan a Dios, confiesen Su nombre, exalten Su verdad como su escudo y adarga; alaben Sus virtudes y reverencien Su consejo, especialmente en relación a su propia persona y destino. El amor cristiano, nuevo e incondicional, nacido aquí para vivir para siempre; puede centellear sólo donde el nombre del Señor resplandece en Su verdad, donde esa verdad, llevando y animando las almas, es experimentada y confesada. Y esto existe, no en el sentimentalismo, en tonos zalameros, o en la indulgencia pecaminosa, sino en el estar unidos y juntos por causa del Espíritu Santo, conforme a la predestinación divina.

En este punto, la labor del Espíritu Santo regresa al consejo eterno de Jehová el Señor. Desde ese consejo fluye; en ese consejo, cada vida tiene su punto de partida, y todo desarrollo que se haya completado debe volver a ese mismo consejo, impulsado por su propia presión interna. Todo crecimiento, aunque se adorne a sí mismo con los nombres más bellos, lo cual se opone a ese consejo, prosigue en una dirección equivocada; y debe, o bien cambiar su curso, o impactar contra la muerte eterna. Aquello que va a recibir la coherencia, la resistencia, y la plenitud inagotable y eterna, debe brotar de ese consejo, y al final, con referencia a sí mismo, debe reflejar correctamente su plenitud.

Y, como en ese consejo, las partes no se encuentran sueltas una al lado de la otra sino que están destinadas a formar un todo abundante y espiritual, entonces, es el Espíritu Santo quien une y junta estas partes—es decir, los hijos escogidos de Dios—de una manera apropiada de acuerdo con ese consejo. Sólo cuando esto se logre, aparecerá la belleza perfecta del amor. Entonces, la Iglesia de Cristo brillará como la portadora de ese amor en la presencia del Señor. Y sólo entonces, el Espíritu Santo, igual al Espíritu de Verdad, habrá terminado Su obra más importante—aquella del cultivo del Amor.


XXXI. La Operación de Endurecimiento del Amor

“Entristecido por la dureza de sus corazones”—Mc. iii. 5.

El amor también puede ser revertido. Si se fallara en atesorarlo, en elevarlo y en enriquecerlo, consume y destruye. Este es un misterio que el hombre no puede comprender. Pertenece a las profundidades insondables del Ser divino, del cual no deseamos saber más de lo que nos ha sido revelado. Pero esto no modifica los hechos.

Ninguna criatura puede excluirse a sí misma del control divino. Ningún hombre puede decir que no tiene nada que ver con Dios; que él o cualquier otra criatura existe en forma independiente de Dios; pues Dios lo sostiene, lo carga, y lo lleva de un momento al siguiente, dándole vida y poder, y todas sus facultades. Incluso Satanás no existe por sí mismo. Si le placiera a Dios poner fin a su existencia, él dejaría de existir. Satanás y todos sus demonios y toda carne, viven, y se mueven, y tienen su existencia en Dios. Esta palabra apostólica no significa un íntimo conocimiento del secreto del Señor, sino que es simplemente la afirmación clara y seria de la relación esencial que cada criatura sostiene con el Creador. Ya sea pecador o santo, ángel en el cielo o demonio en el infierno, incluso planta o animal, cada uno vive, se mueve y existe en Dios.

Por lo tanto, distanciarse uno mismo de Dios resulta absolutamente imposible. Salmos cxxxix., no es sólo un boceto de la omnipresencia divina, sino mucho más; en un sentido santo, constituye un testimonio y una confesión desde la raíz misma de la existencia del hombre, de la incapacidad absoluta de la criatura de alejarse del control activo de Dios. La miseria de los perdidos en el infierno, consiste en el hecho de que en sus corazones impíos y malvados, están sujetos al activo y divino control. El clamor que una vez escapó de labios que gemían: “y déjame, antes que vaya para no volver” (Job x. 20, 21), es el presentimiento del control inevitable de Dios, que sobrepasa a los impíos como una inundación desastrosa. Si Dios los dejara en paz, no habría infierno ni miseria. El fuego inextinguible se apagaría, y el gusano moriría. Pero Él no los deja solos. Él continúa con Su dominio sobre ellos. Y esto causa el dolor eterno, y los abruma con la destrucción y la condena eternas.

Se representa a veces, como si las relaciones materiales de Dios fueran a continuar con todos los hombres, fueren estos buenos o malos, mientras que Sus relaciones espirituales se limitaran sólo a los escogidos. Pero esto es un error. Es cierto que Su sol sale sobre el bueno y el malo, y Su lluvia cae sobre justos e injustos; pero lo mismo es cierto espiritualmente hablando: Existe una diferencia, sin embargo, y es que mientras los justos y los injustos se ven ambos beneficiados por la lluvia y el sol, la radiación del Sol de Justicia y la lluvia de la gracia resultan de bendición para los escogidos, pero de destrucción para los perdidos.

Esto se ilustra claramente con los efectos de los rayos del sol en la naturaleza. En marzo, estos funden la nieve y temperan y fertilizan el suelo, mientras que en agosto, endurecen el campo y secan su fruto. Esto es causado, porque en verano existe una gran proximidad del campo al sol, mientras que en la primavera, ocupa la posición correcta en relación con el sol. Y esto mismo se aplica al Sol de Justicia. De pie en la posición correcta en relación a ese Sol, uno siente sus efectos nutritivos y fertilizantes; pero renunciar a esa posición a través de la exaltación propia, aspirando a mayores alturas, se descubre de inmediato que el Sol de Justicia ya no puede bendecirlo, sino que debe consumirlo con fuego divino.

Las Escrituras nos enseñan esta terrible verdad de diversas maneras, y bajo variadas imágenes. San Pablo dice que el mismo Evangelio es para uno sabor de vida para vida, y para otro, es sabor de muerte para muerte. En cuanto al Santo Niño, Simeón profetiza que Él es puesto para caída y nuevo levantamiento de muchos en Israel; y el profeta declara que para los santos, el Mesías será una piedra de defensa, y para aquellos que abandonan a su Dios, Él será una ofensa y una piedra de tropiezo. Existen ramas que aparentemente están en la misma vid: sin embargo, algunas son arrojadas al fuego, y otras florecen y llevan fruto abundante. Es un solo barro y el mismo alfarero; sin embargo, del mismo terrón se formarán una vasija para honra y una vasija para deshonra; pero en ambos casos, será mediante el mismo poder.

Las Escrituras presentan esta operación para muerte y destrucción, con el serio nombre de: “endurecimiento del corazón”; en forma especial cuando el endurecimiento es el resultado de resistir al Amor eterno.

No todo efecto de la operación divina, sin embargo, destructiva para el pecador, es en sí un endurecimiento del corazón. También se puede producir un mero “renunciar” o “dejar en paz.” Este es seguido por un más sombrío “oscurecimiento.” Y sólo entonces vendrá la operación mortal propiamente dicha y en su sentido limitado, el “endurecimiento del corazón,” en su peor y más temible grado.

La forma más suave y, sin embargo, la más terrible de esta destrucción, consiste en el hecho de que según el testimonio del apóstol, el Señor entrega al pecador no arrepentido a una mente reprobada: “Por lo cual también Dios los entregó a la inmundicia, ya que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, honrando y dando culto a las criaturas antes que al Creador” (Ro. i. 24, 25). De nuevo, él declara en el versículo 26: “Por esto Dios los entregó a pasiones vergonzosas.” Y por tercera vez en el versículo 28: “Y como ellos no aprobaron tener en cuenta a Dios, Dios los entregó a una mente reprobada, para hacer cosas que no convienen, estando atestados de toda injusticia.”

Este “renunciar” se encuentra relacionado con el “oscurecimiento,” del cual San Pablo habla en conexión a lo mismo (v. 21): “Se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido.” En Ro. xi. 8, él describe lo mismo en las palabras de Isaías: “Dios les dio espíritu de estupor, ojos con que no vean y oídos con que no oigan.” De este modo, el “oscurecimiento” y “el espíritu de estupor” son las transiciones graduales entre el “ser entregados a una mente reprobada” y el “endurecimiento del corazón” propiamente tal.

Cuando un pecador es entregado a una mente reprobada, el Señor le concederá el deseo de su corazón. Dios había abierto para él otro camino; pero los deseos y las inclinaciones del corazón pecaminoso giran en una dirección diferente. En principio, el Amor divino que lo observa, le impedirá dar en el gusto a estos deseos. Y si su corazón fuera recto, él daría gracias a Dios por esto. Sin embargo, él murmurará por causa de esta amorosa interferencia de su Padre celestial, y buscará los medios para obtener lo que Dios hasta ahora le ha negado. El resultado será una dolorosa tensión: por un lado, el pecador se ha inclinado hacia la ejecución de sus malas intenciones; y por el otro, Dios lo impedirá temporalmente, reteniendo la oportunidad. Pero a medida que el pecador persista en su mal rumbo y queme su conciencia, entonces, finalmente Dios retirará Su cuidado amoroso; la tensión cesará; Él permitirá al pecador obtener su deseo; y este último, entregado a una mente reprobada, se deleitará en la satisfacción de sus pasiones impías; y, en lugar de acongojarse en arrepentimiento ante el Dios santo, disfrutará de su victoria.

Sin embargo, incluso desde esta condición terrible, el retorno será aún posible. Pues la primera alegría de la victoria será seguida por un sentimiento cierto y doloroso de desilusión. Es claro que él ha vencido, pero su conquista no será satisfactoria: en primer lugar, porque cada satisfacción pecaminosa alertará a su conciencia, y esto traerá desdicha para el alma; en segundo lugar, porque el placer impío siempre será agotador y decepcionante, nunca producirá lo que prometió, nunca probará ser lo que al principio parecía. En tales momentos, la salvación será aún posible. Mejores sentimientos podrían ser despertados, y podrían conducir al pecador a darse cuenta de que Dios está en lo correcto y lo ama más de lo que él se ama a sí mismo. Y, reconociendo que Dios tiene razón, podrá dejar de justificarse a sí mismo. Entonces, las puertas de la salvación estarán abiertas, y él no podrá encontrarse lejos del reino celestial.

Sin embargo, superando el sentimiento de decepción, él caerá inmediatamente en un abismo más profundo. Luego, explicará sus sentimientos en el sentido contrario: está decepcionado, no porque ya haya bebido demasiado a fondo de la copa del pecado, sino porque no lo ha hecho de una manera suficientemente profunda. Él reconocerá su decepción, pero se imaginará que una mayor audacia en el pecado va a solucionar este problema. Y así, llegará el punto de inflexión. Cuando el terrible pensamiento sea una vez concebido y admitido, y el deseo casi demoníaco del corazón haya surgido profunda y sistemáticamente para deleitarse en los placeres del pecado, es en ese momento cuando él estará perdido. Entonces, “los vanos razonamientos y el oscurecimiento de su necio corazón” se añadirán a ser “entregado a una mente reprobada.” Entonces el espíritu de estupor se apoderará de él. Ya no podrá discernir la verdadera causa de su descontento y desilusión. El pecado lo embriagará más y más. Y cuanto más consiente, mayor será su ceguera respecto de las consecuencias. Las cosas perderán sus formas. Lo extraordinario tomará el lugar de lo real. Él tendrá ojos, pero no para lo real y verdadero; tendrá oídos, pero no para la voz del Orador eterno. Y de este modo, se apresurará de un pecado a otro; insatisfecho con el pecado, y, sin embargo, sediento por más. Tal como San Pablo dice, incluso ansioso de ver a otros pecar.

En el camino de la salvación hay “Gracia para gracia”; pero en el camino del pecado, hay pecado para pecado. Detenerse es imposible. El camino se inclina cada vez más.

Así, Dios permite al pecador avanzar. Lo embriaga, para que no vea el precipicio que se despliega ante él. Y esto le abre el camino al endurecimiento. Todos los esfuerzos para hacer de esa persona, el sujeto de la gracia salvadora, son como arrojar perlas a los cerdos; entonces, Emanuel debe ocultar Su amor, de modo que viendo no vea, y oyendo no entienda.


XXXII. El Amor que se Marchita

“De manera que de quien quiere, tiene misericordia, y al que quiere endurecer, endurece”—Ro. ix. 18.

La idea del endurecimiento es tan horrible que, con toda su compasión profana y religión natural, el corazón del hombre la rechaza como un pensamiento horrible. La compasión natural no puede soportar la idea de que un compañero, instigado hasta la maldad por ese endurecimiento, debiera arruinarse para siempre. Y la religión natural no puede concebir a un Dios que, en lugar de persuadir a Su criatura hacia la virtud, lo entregaría y lo incitaría a pecar. Esta completa representación de endurecimiento se encuentra en un conflicto abierto e irreconciliable de tal magnitud con respecto de cada sentimiento del corazón humano, que resulta imposible suponer que se originó en la mente humana.

Cuando, aún siendo niños, oímos de este endurecimiento del corazón por primera vez, no pudimos recibirlo. Nuestra completa naturaleza se alzó en contra de él. Y más tarde, cuando, en relación con esta doctrina, nos enteramos de los misteriosos salmos imprecatorios y de una inevitable condena eterna, entonces nuestra naturaleza humana se rebeló en contra de estas cosas terribles con una fuerza tan incontenible, que hemos preferido abandonar temporalmente nuestra confesión antes de ser obligados a aceptar una idea tan horrible. Por tanto, los escépticos tienen razón cuando dicen que, para demostrar la inconsistencia de las Escrituras, los milagros que ellas presentan no necesitan ser atacados, pues su doctrina de endurecimiento y maldición antagoniza las afirmaciones del corazón aún en mayor medida de lo que la doctrina de los milagros se opone a las afirmaciones de la razón.

Por lo tanto, la oposición en contra de la Sagrada Escritura siempre procede en forma simultánea de dos frentes: por un lado, de mentes fríamente intelectuales que siempre resultan conmocionadas por los tan llamados absurdos e imposibilidades de las Escrituras; y por otro lado, de las personas emocionales, cuyos sentimientos siempre resultan heridos por la Escritura Santa. El esfuerzo por comprometerse nunca puede satisfacer a nadie. Decir: “Para mí, las Escrituras son la propia y preciosa Palabra de Dios; pero cuando llego a los ‘Salmos imprecatorios’ y al ‘endurecimiento del corazón,’ entonces simplemente cierro mis ojos y callo,” no es ninguna posición, sino mera auto contradicción.

Y sin embargo, se debería recordar que la gran mayoría de los cristianos se pierden en esta lamentable falta de entusiasmo. Los de tendencia arminiana hacen esto en forma consciente; erigen voluntariamente su Dagón del libre albedrío, tan a menudo, como el testimonio del Arca del Pacto lo ha derribado ya. Estos constituyen un pueblo singular. Cuando un escéptico se niega a creer en la Divinidad de Cristo, se encuentran inmediatamente preparados para poder demostrar con su Biblia, mediante tal texto, tal pasaje, y tales hechos registrados, que Cristo debe ser el Hijo de Dios y, por lo tanto, Dios mismo. Pero, cuando en relación a la doctrina de la salvación, se les prueba a partir de la misma Biblia, mediante textos, pasajes y hechos similares, que por cierto existe un endurecimiento del corazón que a veces es causado por Dios mismo, entonces su contradicción no tiene fin y se niegan a someterse a la Palabra. Ellos no parecen darse cuenta de la irracionalidad y la deshonestidad de este camino. Sólo demuestra que, cuando la gente se propone decidir arbitrariamente respecto de cuál parte de las Escrituras es verdadera y cuál es falsa, se deja ver una deslealtad interior y una falta de convicción culpable.

Pues, o son las Escrituras las que deciden lo que es verdadero, o soy yo quien lo decide. Si son las Escrituras, entonces debo aceptar tanto sus afirmaciones con respecto de la Divinidad del Señor Jesús, así como aquellas respecto del endurecimiento del corazón. Pero si yo decido de acuerdo a mis propias ideas, entonces me estoy atreviendo a hacer de mí mismo un juez de las Escrituras, y, debido a la propia naturaleza del caso, su autoridad como un testimonio divino y absoluto, no logrará afectarme.

No nos detendremos a considerar a aquellos que niegan voluntariamente el endurecimiento. Ellos se han apartado de las Escrituras y de la verdad divina. Pero nos damos cuenta de aquellos que prácticamente niegan esta doctrina, en parte, por ignorarla, en parte, al negarse a reconocerla como parte de su confesión en relación con el Ser divino. Ellos ensayan las declaraciones de las Escrituras con respecto a esta doctrina en forma fiel y correcta; si fuera necesario, estarían dispuestos a defenderla, en lugar de, por el bien de la sensibilidad humana, negarla. Por el contrario, su institucionalismo, incluso respecto de este punto, se encuentra por sobre todo reproche. Ellos enseñan los que las Escrituras enseñan, incluida la doctrina del endurecimiento. No obstante, sólo la ensayan. Ellos no saben cómo usarla. Los deja fríos; no están en contacto con ella. Aunque nunca se olvidan de darle un lugar en su inventario, no trabajan con ella. Y esta es la parte seria de su postura, ya que resulta incoherente. Aquel que trata las cosas santas honesta y sinceramente, debe considerar que la aceptación o el rechazo de esta doctrina afecta necesariamente su representación del Ser divino. La representación de nuestro propio corazón, naturalmente, excluye el endurecimiento. De esto se deduce que el Dios de las Escrituras quien efectúa el endurecimiento, y de quien no puede ser separado, no está de acuerdo con la representación de Él que hace nuestro corazón, y por lo tanto, requiere que adoptemos una distinta.

Y esta es la dificultad con estos escépticos prácticos. Aunque registran la doctrina como un monumento en sus libros, nunca la aplican: en parte, porque nunca consideran la medrosidad de este pensamiento, y por tanto, hablan de ella insensiblemente; en parte—y esto merece una atención especial—porque nunca consideran cómo la seria confesión de la doctrina afecta necesariamente su representación del Ser divino.

Este último punto tiene una importancia vital. De acuerdo con la representación de nuestro corazón natural, no tiene importancia quién o qué es Dios realmente y en esencia, si Él sólo nos ama no importando lo que seamos, y aun hasta tal punto, como para siempre restaurar lo que nosotros mismos destruimos. Por lo tanto, Dios mismo no es de ninguna importancia. El hombre es lo principal; y el objetivo más elevado del amor divino es llevar al hombre, tarde o temprano, al mayor disfrute de la felicidad, cualquiera sea su conducta, aunque hasta su último aliento él tenga que dar coces contra el aguijón. Ese Dios es exactamente el que sería apropiado para nosotros: un Dios sin carácter; quien en los asuntos grandes y en los pequeños no cuente para nada; quien, por causa de Su amor de proporciones enfermizas, sea insensible a cualquier insulto que le podamos ofrecer. De ahí, a pesar de cuán malvado pueda ser un hombre, a pesar de que sea insolente su tratamiento del Santo, el Padre bueno y benévolo encontrará, a Su tiempo, una manera de conducirlo a la felicidad eterna; si no es en esta vida, entonces será en la vida venidera. De esto se deduce que a medida que Dios disminuye, en esa misma proporción aumenta Su amor. Su amor será perfecto y completamente sobresaliente, sólo cuando Él mismo se convierta en nada y se rebaje totalmente a Sí mismo.

Tal representación de Dios es el resultado de un proceso natural. Para el hombre, el amor significa abnegación y sacrificio. Es egocéntrico; y el amor no puede tener pleno dominio dentro y alrededor de él a menos que primero renuncie a sí mismo, se cuente a sí mismo como nada y sólo esté consciente de las necesidades de su prójimo. Su amor humano requiere que se ignore a sí mismo cada vez más y más, y haga de la salvación de los demás, el único objeto de su existencia. Y dado que el amor obra así en él, se imagina que así debe obrar en Dios. En forma inconsciente, aplica a Dios el mismo concepto humano de amor; y, finalmente, se imagina que el amor de Dios se eleva más y más alto, a medida que Su gracia se hace más universal.

Si una persona puede decir que no es posible que exista ningún pecador tan malvado y deshonroso, sino que el Amor divino finalmente lo recibirá en la felicidad perfecta, mientras otra dice, “Tienes razón, aunque me gustaría hacer una excepción con Judas y otros como él,” entonces, la primera postura parece ser la más plausible. Sólo aquel que incluye incluso a Judas entre los bienaventurados, tiene la idea más digna del Amor de Dios. La menor duda al respecto desprestigia ese Amor. Y la medida de esa denigración queda determinada por su estimación, tanto del número de los bienaventurados como del de los perdidos.

El punto en cuestión es el Ser de Dios. Si la concepción humana del amor se aplica a Dios, entonces todos los hombres deben ser salvos, y Dios no tiene derecho a ser ninguna cosa en relación con la criatura. Pero, si hemos de confesar que Dios es la Fuente de todos los seres, y que por lo tanto, el concepto de amor que corresponde a las criaturas no se puede aplicar a Él porque entonces dejaría de ser el Ser Supremo, luego, toda la oposición se vuelve inválida. Pues entonces dejamos de lado nuestras propias ideas en relación a este misterio, y reconocemos que no pueden sino conducirnos por mal camino. Así mismo, desconfiamos de las enseñanzas de otros, sabiendo que su corazón, no más que el nuestro, nos puede enseñar nada a este respecto. Y, por la naturaleza del caso, se nos hace ver que respecto de este asunto, Dios es el único que puede iluminarnos.

Por lo tanto, o bien se debe negar que existe una revelación sobre el Amor divino, para que de este modo no podamos ni negar ni confirmar nada respecto de él; o, debemos confesar que las Escrituras sí nos ofrecen tal revelación, y entonces, debemos también reconocer como verdadero todo lo que las Escrituras nos enseñan acerca de él.

No negamos que nosotros mismos sentimos la influencia antagónica de esta doctrina, y confesamos que no concuerda en absoluto con la concepción de amor que tenemos como criaturas. Ni los escépticos ni los arminianos necesitan recordarnos de ella. Somos demasiado humanos, y libres, y sin trabas como para negarlo. Pero negamos absolutamente a nuestro propio corazón y sentimientos, el derecho a decidir sobre este asunto, o incluso a tener cualquier opinión respecto de él, y declaramos que nosotros y nuestros oponentes debiéramos someternos sin reservas a todo lo que Dios ha puesto de manifiesto en Su Palabra a este respecto.

Si bien, el corazón humano considera que Dios no puede endurecer el corazón de ningún hombre, nos guste o no, nos encontramos en las Escrituras con el impresionante testimonio: “y al que quiere endurecer, endurece.” Y creámoslo con reverencia, aunque sea con temblor interior en nuestra alma.


XXXIII. El Endurecimiento en la Sagrada Escritura

“Y endureció su corazón”—Juan xii. 40.

La Biblia nos enseña, con total certeza, que el endurecimiento y el “oscurecimiento de su necio corazón” es un acto divino e intencional.

Esto resulta claramente evidente de la acusación que hace Dios a Moisés con respecto al rey de Egipto: “Tú dirás todas las cosas que yo te mande. Y yo endureceré el corazón de Faraón, y multiplicaré en la tierra de Egipto mis señales y mis maravillas. Y Faraón no os oirá; mas yo pondré mi mano sobre Egipto. Y sabrán los egipcios que yo soy Jehová” (Éx. vii. 2-5). Antes de esto, el Señor había dicho a Moisés: “Cuando hayas vuelto a Egipto, mira que hagas delante de Faraón todas las maravillas que he puesto en tu mano; pero yo endureceré su corazón, de modo que no dejará ir al pueblo” (Éx. iv. 21).

Faraón, es la persona principal en las Escrituras en quien esta terrible verdad obtiene su más clara revelación. Por qué en él, no podemos decirlo. Y, en lugar de mirarlo hacia abajo desde las alturas de nuestra propia piedad imaginada, deberíamos más bien recordar las palabras del Apóstol: “y al que quiere endurecer, endurece.”

Sin embargo, el tema de este terrible juicio de endurecimiento no es la persona de Faraón en su vida privada, sino el rey, el poderoso príncipe y soberano, el gobernante y déspota, quien en la majestad de su corona y su cetro, representaba la supremacía del primer gran imperio mundial sobre las naciones de la tierra.

En aquellos días, Egipto ocupaba la posición que posteriormente sería alcanzada por Nínive, Babilonia, Macedonia y Roma; fue la encarnación de todo el brillo y la gloria que el mundo natural, pecaminoso y que rechaza a Dios, podría crear. En las ciudades del Alto y Bajo Egipto los hombres disfrutaban de los placeres refinados de la vida. El oro llegaba de todos los países circundantes y se derramaba a Egipto. Los gobernantes se construyeron grandes ciudades y poderosas fortalezas, esfinges y pirámides con forma de montañas. Las ciudades de los muertos fueron labradas en rocas. Magníficos sarcófagos fueron cincelados en mármol de exquisita belleza. En una sola palabra, el orgullo del mundo y las majestuosas creaciones de esos días, se encontraban todos a orillas del Nilo. El faraón de Egipto fue el hombre más poderoso de la tierra.

Y como tal, él es el sujeto del endurecimiento. Resulta evidente que San Pablo veía el conflicto entre Jehová y Faraón bajo este punto de vista, y esto se desprende de su cita de Éx. ix. 14, 16, en la que se expresa en un lenguaje muy fuerte y evidente: “Porque yo enviaré esta vez todas mis plagas a tu corazón, sobre tus siervos y sobre tu pueblo, para que entiendas que no hay otro como yo en toda la tierra. Y a la verdad yo te he puesto para mostrar en ti mi poder, y para que mi nombre sea anunciado en toda la tierra” (Ro. ix. 11).

Estas palabras no tienen sentido si se usan para hacer referencia a la vida privada de Faraón como individuo. Ningún individuo, como persona, poseyó jamás tal poder. Pero si ellas se entienden como una referencia a Faraón, el gran gobernante mundial, asumen un aspecto totalmente diferente. Pues él no fue el creador de ese poder, tampoco ocurrió que ese poder fuera creado en un día, sino que fue el resultado de un desarrollo gradual que se produjo bajo la propia dirección de Dios. Cuatro siglos antes de Moisés, Dios ya había hablado a Abraham respecto de este poderoso Egipto y había predicho el conflicto que traería Su poder sobre él. Muchas dinastías de los monarcas absolutos se habían sucedido, una tras otra. Y cuando la dinastía de Faraón subió al trono, el gobierno central del Imperio recayó por completo sobre su persona.

En Su consejo insondable, evidentemente, el Señor había conducido al mundo sin Dios de ese tiempo, a concentrar toda su sabiduría, poder, intelecto y refinamiento, en el confinado territorio de Egipto. Él mismo había levantado a Egipto, Él mismo había levantado sus grandes dinastías, y por último, levantó a Faraón, quien, completamente absorto en el lujo, el poder y toda la majestad del mundo, los que se encontraban en Egipto, representó la encarnación en un solo hombre, tanto de todo aquello a lo que el mundo podría oponerse, así como él por tanto, siendo un hombre de pecado en contra de la majestad de Dios.

Y este altivo monarca encerró a Israel en los lazos de la muerte, y con ellos la Esperanza de los padres, la preparación del Mesías según la carne, y la Iglesia de Dios en su estado patriarcal. Él debería haber honrado y bendecido a este pueblo, pero en cambio lo trató con crueldad. Las ciencias de aquellos días florecieron en Egipto. Los acontecimientos históricos fueron grabados sobre piedra en jeroglíficos, y publicados sobre obeliscos y sarcófagos, para la información de todo el público. Por lo tanto, Egipto no podía alegar ignorancia como una excusa; en la corte real, José era aún recordado como el gran benefactor de Egipto, quien lo había salvado de la hambruna; y los egipcios no podrían haber olvidado sus solemnes promesas a los hebreos. Y sin embargo, Faraón tiranizó al pueblo, e incluso trató de impedir su aumento al ordenar la aniquilación de todos los bebés varones.

Por lo tanto Faraón, esclavizando a Israel, representa el poder malvado del mundo que mantuvo al Cristo en la esclavitud. Por lo cual, Dios dijo: “He llamado a mi hijo fuera de Egipto.” Junto con Israel Él llamó al Mesías fuera de Egipto. El terrible conflicto fue a favor del Mesías y en contra de Faraón.

Esto arroja alguna luz sobre las enigmáticas palabras: “Para esto mismo te he levantado.” Después de haber perdido su soporte, debido a su alejamiento de Dios, el mundo no podía manifestar su poder pecaminoso, sino a través de un imperio mundial, y a través de monarcas individuales. Y tal manifestación no fue casual, sino una necesidad lógica, divinamente intencionada, de modo que el poder divino pudiera triunfar sobre ella. Por esta razón, se declara en repetidas ocasiones: “Pero Jehová endureció el corazón de Faraón” (Ex. x. 20); “Y yo endureceré el corazón de Faraón para que los siga; y seré glorificado en Faraón y en todo su ejército, y sabrán los egipcios que yo soy Jehová” (Ex. xiv. 4); “Y endureció Jehová el corazón de Faraón, y él siguió a los hijos de Israel” (Ex. xiv. 8). Más tarde, el endurecimiento vino sobre todo Egipto: “Y he aquí, yo endureceré el corazón de los egipcios; y yo me glorificaré en Faraón y en todo su ejército” (Ex. xiv. 17).

A lo largo de toda esta terrible historia, el eventual endurecimiento es primero anunciado, luego llevado a efecto y, por último, se registra que fue logrado en Faraón. Pues—y esto merece especial atención—cada anuncio del endurecimiento divino, es seguido por el anuncio desde un punto de vista subjetivo, respecto de que Faraón mismo endureció su corazón: “Y el corazón de Faraón se endureció” (Éx. vii. 13); y nuevamente: “Y los hechiceros de Egipto hicieron lo mismo con sus encantamientos, Y el corazón de Faraón fue endurecido[1] (Éx. vii. 13); y otra vez: “Y el corazón de Faraón se endureció, y no dejó ir a los hijos de Israel” (Ex. ix. 35). Y por esta razón, San Pablo escribe: “¿Que hay injusticia en Dios? En ninguna manera. Pues a Moisés dice: Tendré misericordia del que yo tenga misericordia, y me compadeceré del que yo me compadezca. Así que no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia. Porque la Escritura dice a Faraón: Para esto mismo te he levantado, para mostrar en ti mi poder” (Ro. ix. 14-17).

A pesar de que Faraón es la figura que más llama la atención en este sentido, aun así, el endurecimiento no se limita sólo a él. De Sehón, el temido déspota de Hesbón, se escribió: “porque Jehová tu Dios había endurecido su espíritu, y obstinado su corazón para entregarlo en tu mano, como hasta hoy” (Dt. 2: 30). De los reyes aliados del norte de Palestina, que en virtud de Jabín, rey de Hazor, declararon guerra en contra de Josué, está escrito: “Porque esto vino de Jehová, que endurecía el corazón de ellos para que resistiesen con guerra a Israel” (Josué xi. 20).

Satanás dijo que tentó a David a contar el pueblo (1 Cr. xxi. 1); pero, a partir de 2 S. xxiv. 1, resulta evidente que éste no actuaba sin la dirección divina y que sólo obedeció con desgano.

El profeta tristemente pregunta: “¿Por qué, oh Jehová, nos has hecho errar de tus caminos, y endureciste nuestro corazón a tu temor?” (Is. lxiii. 17); un reclamo conmovedor, que hace eco de la terrible profecía de su investidura: “Anda, y di a este pueblo: Oíd bien, y no entendáis; ved por cierto, mas no comprendáis. Engruesa el corazón de este pueblo, y agrava sus oídos, y ciega sus ojos, para que no vea con sus ojos, ni oiga con sus oídos, ni su corazón entienda, ni se convierta, y haya para él sanidad” (Is. vi. 9, 10).

A la objeción de que esta es teología del Antiguo Testamento, pero que tanta aspereza es ajena a la Iglesia cristiana en la que Cristo ha instituido el reino del Amor, nuestra respuesta es que esa Iglesia es tan antigua como el Paraíso, que en ambos pactos el Orador divino es el mismo, y que Cristo y Sus apóstoles revelan el mismo endurecimiento. En Mt. xiii. 14, Marcos iv. 12, 14, Lucas viii. 10, Cristo hace hincapié en gran parte en el hecho, y lo afirma, incluso para la dirección de la conducta, en las mismas palabras de la profecía de investidura de Isaías, respecto de que a veces Dios hace que la Palabra venga a un hombre de tal manera, que oyéndola no la oiga, sino que en cambio, endurezca su corazón. Y San Pablo dirigió las mismas palabras a los romanos (Hechos xxviii. 26; x. 8). Ya hemos dado cuenta de sus palabras, “Entregar a una mente reprobada,” y así mismo el oscurecimiento del corazón, que tienen el mismo efecto que el endurecimiento. Es de destacar que el Nuevo Testamento presenta, especialmente, la idea de endurecimiento en una forma pasiva, no como un acto de los propios sujetos, sino como una calamidad que ha caído sobre ellos como una consecuencia terrible de sus pecados. En Ro. xi. 25 se lee: “Porque no quiero, hermanos, que ignoréis este misterio, que ha acontecido a Israel endurecimiento en parte”; en 2 Co. iii. 14: “Pero el entendimiento de ellos se embotó”; en Ro. xi. 7, “Y los demás fueron endurecidos.” Así también, en Marcos vi. 52: “Por cuanto estaban endurecidos sus corazones”; en Hechos xix. 9: “Pero endureciéndose algunos”; y por último, en Heb. iii. 13: “Antes exhortaos los unos a los otros cada día, entre tanto que se dice: Hoy; para que ninguno de vosotros se endurezca por el engaño del pecado.”

Con estos pasajes presentados ante nosotros, resulta imposible negar que las Escrituras revelen a Dios como el Autor del endurecimiento. Y, el que dice que el Dios a quien adora no puede endurecer el corazón de cualquier hombre, debería entonces ver que él no adora al Dios de las Escrituras.

La objeción que dice, que si el endurecimiento es una operación divina, entonces la advertencia y amonestación resultan vanas e inútiles, apunta a otro extremo. Las mismas Escrituras que dicen: “y al que quiere endurecer, endurece” (Ro. ix. 18) también dice, “antes exhortaos los unos a los otros cada día, entre tanto que se dice: Hoy; para que ninguno de vosotros se endurezca” (Heb. iii. 13). A estos dos pasajes nos sometemos, llevando todo pensamiento cautivo a la obediencia de la Palabra.


XXXIV. Endurecimiento Temporal

“¿Por qué, oh Jehová, endureciste nuestro corazón?” —Is. ixiii. 17.

No se puede negar el que exista un endurecimiento del corazón, que culmina en el pecado en contra del Espíritu Santo. Cuando se trata con cosas espirituales, debemos tenerlo en cuenta; pues es uno de los instrumentos más terribles de la ira divina. Porque, ya sea que digamos que Satanás o David o el Señor tentaron al rey, viene a ser lo mismo. La causa se encuentra siempre en el pecado del hombre; y en cada uno de estos tres casos, la fatalidad destructiva mediante la cual el pecado envenena y destruye el alma, no puede separarse del gobierno de Dios.

Sin embargo, al estudiar este asunto, deberíamos recordar, para nuestro propio consuelo, que el endurecimiento no es esencial e invariablemente absoluto e irreparable. Deberíamos distinguir entre un endurecimiento temporal y uno permanente. Este último es absoluto; el primero desaparece, y se diluye dentro de la fe salvadora.

Clamando: “¿Por qué, oh Jehová, endureciste nuestro corazón?” Isaías representa a las personas que ahora están en la gloria delante del trono; más aún, la pregunta misma, el dolor que expresa y el deseo de Dios del cual habla, son suficientes para asegurarnos que Isaías no era Faraón. El que Israel fuera exhortado, “No endurezcáis vuestro corazón, como en Meriba” (Salmos xcv. 8), demuestra que el endurecimiento del que se habla no se había pretendido que durara para siempre. Y el endurecimiento que, de acuerdo con San Pablo, había venido “en parte” a Israel, no era absoluto, tal como se desprende de las palabras “en parte.”

El endurecimiento temporal y el permanente, no deberían confundirse. De lo contrario, esto conduciría al pecador culpable a una desesperanza espiritual, y elevaría el pensamiento de Caín en su corazón—un peligro que requiere el más serio y atento cuidado. Satanás, el enemigo de las almas, entiende a cabalidad todas las debilidades del corazón humano. En este sentido, él conoce aun más que los hombres mejor informados. Él sabe si atacar a un hombre por el frente o por la espalda, sabe si arruinarlo con amenazas o con halagos, sabe asustarlo con desesperación o atraparlo con perspectivas de paz. Esta es la razón por la cual se deleita una y otra vez, ya sea en hacer que un hombre pierda el tiempo con el peligro mortal de su alma, o en hacerle creer que está irremediablemente perdido y se encuentra fuera del poder de la redención.

¡Cuántas almas no ha aterrorizado Satanás con el pecado en contra del Espíritu Santo!—almas que nunca pensaron en una cosa como aquella; que por el contrario, tenían una tierna consideración por la honra del Espíritu Santo en la esperanza de su salvación, pero a las cuales, sin embargo, atrajo con engaño hacia la temible creencia de ser completamente desechadas, de haber cometido el pecado imperdonable. Por supuesto, si estas almas hubieran vivido más cerca de la Palabra, la hubieran buscado más intensamente, y se hubieran adherido más íntimamente a la conducción de la interpretación de la Iglesia sobre este oscuro misterio, no habrían caído en esta trampa. Pero, lo que ocurrió fue que Satanás lo susurró en su oído, y, casi asfixiando su vida espiritual, las mantuvo, en algunas ocasiones durante años, debilitándose en el temor mortal de perderse para siempre. Y la noche espiritual fue tan oscura, que parecía que ningún rayo de luz jamás la traspasaría.

Y lo mismo ocurre con el endurecimiento. Aun con esta terrible operación espiritual, Satanás juega su horrible juego de robar la paz espiritual de los hijos de Dios. Por supuesto, esto nunca ocurre sin su propia falta. Toda la angustia espiritual de los santos, es el resultado necesario de sus transgresiones, ya sean públicas o privadas. Pero aquel que sembró la dañina semilla en el campo fertilizado por el pecado, no fue otro que el tentador de las almas, quien sigilosamente llegó a su lado y les sugirió que su lastimoso estado era aun peor que si fueran simplemente “abandonados”; que debía haber señales de endurecimiento que se incrementarían de manera constante; por lo cual, la flor de la esperanza fue secada y toda esperanza fue cortada.

Y para este peligro, el alma debe ser preparada mediante la distinción clara y definida que existe entre el endurecimiento temporal y el permanente. El primero viene a cada uno de los hijos de Dios. No existe uno solo, entre aquellos que han envejecido en el camino, que no pueda recordar un tiempo en que sintió el amor de Dios atrayéndolo, a fin de separarlo de algún pecado o incredulidad; pero esto parecía sólo incitarlo aun más a resistir ese amor, a cerrar sus oídos a él y a abrazar el mal con mayor energía. No fue con la intención de persistir en él, sino simplemente para ganar más tiempo en el cual pudiera continuar disfrutando de los placeres pecaminosos, mientras el amor divino permanecía siendo resistido. Lo que decimos es: “Sólo una vez más, y luego dejaremos de resistir.” En realidad, mientras jugamos con el amor de Dios de este modo, creemos que ese amor será bastante fuerte, lo suficiente como para soportar esta pequeña oposición.- Y esto puede resultar en un endurecimiento temporal, el que a veces puede ser muy serio, y que se caracteriza y consiste en el hecho de que el santo, cuya intención era cortar con su pecado a la siguiente oportunidad, descubre entonces para su consternación, que debido a su indulgencia temporal ha perdido el poder para resistir.

Y esta es la recompensa de la justicia de Dios. El amor que el santo desobediente resistió en post del pecado, ha sido insultado y se niega a que se juegue a costa de él. Aunque él no lo esperaba, sin embargo, por su obstinada resistencia de ese primer amor, el poder del pecado resultó fortalecido, la tierna sensibilidad del alma fue adormecida, y el corazón se volvió insensible. Lo que en un comienzo fue sólo una astilla en la carne, se convirtió en un furúnculo maligno. Un poder malvado se desarrolló en forma imperceptible e inesperada. La persona lucha contra él, pero resulta en vano. Después de repetidas caídas ella detiene la lucha, y poco a poco cae en un estado de endurecimiento tan grave, que ya no puede descubrir en su corazón ni el más mínimo rastro del amor divino.

Sin embargo, este endurecimiento es sólo parcial, pues se refiere solamente a algún asunto en particular; y esta es la diferencia entre este endurecimiento y el permanente. Aparte de este asunto, la persona aún puede arder en amor y celo por su Dios; ella todavía puede abrir su corazón para la operación de los poderes de gracia de la vida eterna, e incluso, tener una bendecida comunión con el Señor. Sin embargo, todo esto desaparece lentamente. El absceso maligno imparte gradualmente su temperatura de fiebre de una parte a otra. La sangre en las venas del alma es mantenida en inquieta tensión, y a este endurecimiento parcial, se añade una sensación de abandono general que produce que su comunión se vuelva menos frecuente y menos refrescante. Puede ser que reciba una gota de aceite de vez en cuando, pero nunca, una unción completa y fresca. Como resultado, se siente pobre, seco y muerto; va de un lado a otro con la sentencia de condenación en su conciencia; pero en medio de su angustia, su alma gime a Dios.

Y el Señor escucha ese gemido. Puede que no haya ninguna oración, y el Espíritu Santo puede haberse ido hace demasiado tiempo como para permitir que su alma se derrame en súplicas; y, sin embargo, mientras haya un pabilo que humeare y una caña cascada que trate en vano de levantarse a sí misma, siempre y cuando exista una sensación de vergüenza y un gemido interior que se levanta a Dios por su liberación, el Señor inclina Su oído lleno de compasión, y se acerca la hora cuando el Sol de Justicia deberá disipar las nubes y derretir la dureza de su corazón. El amor, que en un inicio fue resistido, ahora regresa con fuerza irresistible para alegrar su alma. La capa de hielo se empieza a derretir. Una bendecida emoción, desconocida por años, se hace sentir. Los ojos secos se vuelven nublados por las lágrimas y las rodillas rígidas y el cuello duro se doblan en oración. Y la misericordia y la resignación de Dios, hacen que el aceite fresco fluya y ayude, con una auto degradación hasta ahora desconocida, el alma cree, alaba y adora una vez más la gracia del Señor Jesucristo y la abundante misericordia de Su Dios.

A pesar de tratarse de un endurecimiento real, sin embargo, es semejante a aquel que cae sobre los arroyos y los campos en invierno, cuando las hojas amarillas caen de los árboles, los rayos del sol se inclinan, y las aguas se congelan. Pero ese invierno no dura para siempre. La primavera llegará muy pronto. Y cuando el pasto esté verde nuevamente y las aves canten en el bosque, parecerá como si, después de su sueño invernal, la naturaleza haya sido avivada a una vida más abundante y gloriosa. Tal es el endurecimiento temporal de los llamados de Dios: un invierno seguido de la primavera, hasta que llegue el amanecer de la mañana imperecedera en el reino de la luz eterna.

Sin embargo, el endurecimiento permanente y eterno, no es así: Esto nos lleva a pensar en el mundo de la nieve y el hielo eternos en las regiones polares, donde se congela para jamás derretirse, y donde la naturaleza se cubre con sombrías mortajas, para ser descubiertas sólo cuando el Señor haya de venir sobre las nubes, y todo el mundo se derrita con calor ardiente.

Es cierto que, aun en medio de esa nieve y hielo eternos, pueda ocurrir que por un tiempo, un único rayo por separado pueda atravesar la oscuridad, las estalactitas puedan caer, y los campos de hielo puedan separarse; pero el corazón de ese mundo de hielo no se verá afectado y sus fundamentos eternos permanecerán inconmovibles. Un témpano de hielo puede desprenderse de los demás, pero seguirá siendo un témpano. No se puede derretir; eternamente endurecido, ¡incluso en la naturaleza!

Y ese mundo de hielo es la imagen terrible de los Sehón y los Faraones, y de todo aquel que está endurecido en forma permanente y que ha sido entregado a la sentencia de Dios. Se ha pecado para siempre en contra del amor de Dios, y cada nueva manifestación de vida, sólo se suma a la dureza del corazón, hasta que todo sentimiento, idea, y sensibilidad con respecto a las cosas espirituales hayan desaparecido por completo. Y si es que queda algo de vida y de crecimiento, son sólo la vida y el crecimiento de un moho que envenena, de un parásito que destruye. El endurecimiento es tan terrible, que el mismo sujeto es totalmente insensible a él. En su endurecimiento temporal, llegará el día en que el hijo de Dios finalmente llorará; pero el otro endurecimiento, avanzará con bulliciosas carcajadas hasta encontrarse con su condena.

¡El Señor Dios tenga misericordia de nosotros! ¡El juicio de Dios sobre el endurecimiento es una cosa tan horrible!


XXXV. El Endurecimiento de las Naciones

“Pero los escogidos sí lo han alcanzado, y los demás fueron endurecidos”—Ro. xi. 7.

La palabra de San Pablo en el título de esta sección, es sorprendentemente impresionante, y su contenido es extremadamente rico e instructivo. Anuncia claramente el hecho de que el endurecimiento no es excepcional u ocasional, sino universal, afecta a todos quienes, estando en contacto con el Amor divino, no son salvados por él.

La última limitación es necesaria, pues respecto de los paganos, no se puede decir que estén endurecidos. Sólo pueden ser endurecidos aquellos que viven bajo el Pacto de la Gracia. Es cierto que los paganos desarrollan una mente reprobada. Su corazón ha sido oscurecido. Andando por sus propios caminos, ellos no pueden resistir el impulso, pues el proceso de pecado no puede ser detenido; pero esta no es la concepción correcta de endurecimiento conforme a lo que las Escrituras presentan.

Las naciones y los individuos paganos pueden entrar en contacto directo con el Señor y Su Ungido, tal como Faraón y Sehón lo hicieron a través de sus relaciones con Israel; y tal como los turcos y los pueblos de la India y China, que hoy están en contacto con naciones cristianas y con misioneros. Por supuesto, no nos referimos a que un simple contacto casual con una nación cristiana o con misioneros, hará que un país musulmán o pagano sea responsable. Esto es imposible. Cuando los turcos en Epiro encuentran hordas que se llaman a sí mismos cristianos, pero que son por completo carentes del Espíritu de Cristo, y que en salvajismo más bien superan a los bashi bazouks, entonces, ningún rayo de la cruz caerá sobre la luna creciente por causa de este encuentro. El hecho de que un misionero se instale en un rincón oscuro de una nación pagana, abra una pequeña escuela, y hable de las Escrituras con unos pocos individuos de una manera que revela su propia ignorancia sobre la naturaleza humana, no hará a esa nación responsable. Ellos no sabrán nada al respecto; no tocará de ninguna manera la vida nacional.

Las naciones cristianas, sus gobiernos, sus iglesias, y sus misioneros, bien pueden preguntarse a sí mismos si acaso jugando a las misiones no aumentan sus propias responsabilidades más que las de las naciones paganas. ¡Cuán serias son estas responsabilidades, especialmente en relación con las naciones paganas y musulmanas! Debido al agrado divino, las naciones cristianas tienen una superioridad moral y material. Inglaterra por sí misma, es perfectamente capaz de controlar China, Japón, además de la totalidad de la India y Turquía. No existe la menor posibilidad de que las naciones paganas, de aquí a un largo tiempo, sean capaces de hacer frente con éxito a las naciones de la cristiandad. Puede que en sus propias selvas nativas, sean capaces de mantenerse a sí mismos, pero tan pronto como salgan a campo abierto, estarán vencidos. Podemos hostigar a los chinos, pero nunca entrará en nuestras mentes el que ellos vayan a efectuar un desembarco en nuestras costas.

Respecto de si esto continuará igual, ese es otro asunto. A medida que las naciones cristianas regresan más y más al judaísmo, y de ahí al paganismo, es muy posible que ellas pierdan también su superioridad material. Ya hay señales que muestran que China podría alguna vez hostigar muy en serio a las naciones cristianas; y en la India, nuestra posesión no se encuentra tan imperturbable como una vez lo estuvo. La grandeza moral del mundo antiguo y la supremacía mundial de las naciones paganas, no debería ser olvidada; fue sólo hace quince siglos que tal estado de las cosas fue revertido. Mayor razón aún de por qué las naciones cristianas deberían considerar que deben su poder y gloria sólo al nombre de Cristo; y que son responsables ante Dios por el cumplimiento de su deber para con estas naciones. Dios exige que los traigamos a un encuentro con Cristo; y ellos mismos tienen el derecho a esto.

Este encuentro debe ser amplio. Debería ser apreciable en los colonizadores europeos y estadounidenses en esos países; en las leyes e instituciones que imponemos sobre ellos; en los escritos y la información que les traemos; sobre todo en la predicación de Cristo que hacemos entre ellos. Y al comparar estas moderadas demandas, con los reportes que se han hecho respecto del modo vergonzoso en que hombres que se hacen llamar cristianos actúan en esos países, sus inmoralidades, sus crueldades, sus tomas a la fuerza, su corrupción de las naciones mediante sus leyes injustas y sus prácticas pecaminosas—por ejemplo, el tráfico de opio—resulta evidente que, en lugar de cumplir con esas demandas y, siendo nosotros la causa del endurecimiento de las naciones paganas, nuestra propia deuda y nuestras responsabilidades con respecto a ellos se ven grandemente aumentadas.

Es cierto que algunas naciones han trabajado entre los paganos con gran éxito; y existen incluso algunas pequeñas naciones paganas que, debido a su contacto con excelentes hombres cristianos, gobernadores y misioneros, se puede decir que han entrado en contacto con Cristo; y, si no Le recibieron, ese contacto debe ser la causa de su endurecimiento. Pero estas son excepciones, y nosotros, los miembros de las iglesias reformadas, no podemos presumir que nuestra participación en revolucionar al mundo pagano será muy grandiosa.

Pero con estas excepciones, limitamos el endurecimiento a los hombres que, viviendo en países cristianos, han estado durante largo tiempo bajo la influencia del Evangelio. Esto se aplica también a Israel bajo el Antiguo Pacto. La Iglesia, hoy extendida entre las naciones, en Israel se encontraba oculta. El endurecimiento raramente se producía entre los paganos, y por regla general se limitaba a los judíos. Evidentemente, cuando San Pablo dice que los escogidos lo han obtenido, mientras que los demás fueron endurecidos (Ro. xi. 7), se refiere exclusivamente a Israel, como se deduce del contexto: “Lo que buscaba Israel, no lo ha alcanzado; pero los escogidos sí lo han alcanzado, y los demás fueron endurecidos.” Y luego sigue una descripción de este endurecimiento, tomado de Is. xxix. 10: “Porque Jehová derramó sobre vosotros espíritu de sueño, y cerró los ojos de vuestros profetas, y puso velo sobre las cabezas de vuestros videntes.” Por lo tanto, el endurecimiento que ahora se manifiesta como un nuevo obrar, se limita a la Iglesia cristiana. El endurecimiento que aún permanece sobre Israel, es un efecto secundario de la sentencia antigua; no es nuevo. Por su rechazo de Cristo frente al Gábata, en el Calvario, y el día de Pentecostés, ellos lo trajeron sobre sí mismos, y no pueden ser librados de él, sino sólo a través del don de la nueva gracia. Por lo tanto, en el debate sobre el endurecimiento que afecta a este tiempo, no entra en consideración.

Como regla general, el endurecimiento que se manifiesta en nuestros días y en nuestros propios círculos, se encuentra limitado a la Iglesia cristiana, y sigue la pista hacia el santo Bautismo.

Y aquí podemos distinguir un endurecimiento personal y un endurecimiento colectivo. Con referencia a este último, un hecho triste pero bien conocido, explicará nuestra intención. En muchas regiones, aquí y en otros lugares, las ideas correctas sobre el santo matrimonio han sido falsificadas; no sólo recientemente, sino por siglos. Esto resulta evidente, por el hecho de que se entra a la relación marital en medio del pecado, antes de que se confirme el matrimonio, por lo que se vuelve “obligatorio,” según se dice. Esto se trata de un endurecimiento colectivo en contra de la bendición divina del santo matrimonio. Es un pecado popular que no sólo afecta al individuo, sino a toda su generación y a todo su entorno. De la misma manera, existe pecado en todo negocio y compañía, sin el cual se dice que no se puede ser un hombre de negocios. “Todo hombre es un ladrón en su propia tienda”; y con este tipo de bromas pecaminosas se desecha el asunto. Cada nuevo empleado es correctamente iniciado. Aquel que no conoce los trucos es considerado incompetente, y de aquel que se encuentra renuente, se dice que estropea el juego.

En este sentido, existe un endurecimiento colectivo en muchos países e iglesias, el que ha caído sobre las multitudes como un espíritu de somnolencia. Sólo se tiene que comparar las iglesias de Escocia y de España para estar convencido de esta realidad. Las iglesias de ambos países confiesan el nombre del mismo Señor Jesucristo; ellas leen el mismo Evangelio; en parte, cantan los mismos salmos; apenas existe sólo un misterio de fe confesado en Escocia, el cual no se confiesa en España. Pero a pesar de toda esta semejanza, ¡qué diferencia tan inconmensurable! En ambos países, se es bautizado con el mismo Bautismo y se alimenta con la misma Cena del Señor; pero ¡cuán bastamente diferente es la manifestación de la vida eclesiástica! No negamos que en las iglesias de Escocia, puedan existir muchas faltas y defectos. Incluso aceptamos que en la Iglesia de España puede haber en forma ocasional un compasivo resplandor de amor, mientras que en el norte de Gran Bretaña nos encontramos con algo frío y escalofriante. Pero aparte de esto, ¡qué clara y certera es la conciencia en Escocia, y cuán pesado es el velo que cubre el rostro de la Iglesia de Cristo en España! Es cierto que España todavía posee la confesión de la verdad salvadora, pero muy profundamente enterrada bajo un sinnúmero de instituciones humanas. El brillo de las divinas cosas santas es opaco y débil. No estamos negando la acción de la gracia divina en la Iglesia española, y admitimos con mucho gusto, el que Cristo sea predicado incluso bajo ese velo, y que Sus escogidos estén siendo recogidos para vida eterna. Pero en cuanto al resto, ¡qué embotamiento del alma, qué endurecimiento de espíritu! Resulta evidente que en ese país grandiosamente bello, un poder maligno oprime los espíritus, en contra del cual su lucha resulta en vano.

Aunque menos claramente y, en menor escala, el mismo endurecimiento colectivo se encuentra en todas partes. En las regiones montañosas de Escocia, la Iglesia es mucho más pura que en las tierras bajas. En la Iglesia Luterana de Noruega, la vida espiritual es mucho más afectuosa que en Sajonia. En el Cantón suizo de Vaud, es mucho más enérgica que en Berna. Y en nuestra propia tierra, ¿quién no llora por Drenthe cuando se le compara a Zelanda? ¿Quién no sabe que los distritos rurales de Holanda del Sur son mucho más susceptibles, espiritualmente, que los de Holanda del Norte? ¿Y quién puede dejar de notar la diferencia entre arena y arcilla en Friesland y en Gelderland? Pero si tenemos un entendimiento más profundo y una vida más larga, debido a las circunstancias más favorables del medio ambiente y la educación, no deberíamos hacer ostentación de ello. Si hubiéramos sido plantados en tierra tan seca, probablemente deberíamos haber crecido igual de enjutos y poco agraciados.

Medir la culpabilidad de cada hombre, con referencia a este endurecimiento colectivo, no es de nuestra incumbencia, sino que es el Señor quien es juez de toda la tierra. Pero lo que nos corresponde es oponernos a este endurecimiento, donde sea que lo encontremos, con la levadura de la Palabra, y orar sin cesar por la liberación de esta plaga espiritual. Una y otra vez, el endurecimiento que había estado sobre pueblos y ciudades—y sobre países enteros, ha sido levantado por la audacia de un solo predicador de rectitud. Puede resultar incurable, como en Sodoma y Gomorra, las que debían ser destruidas, mientras que Nínive podía aún arrepentirse. Pero esto es excepcional. Normalmente vemos las naciones más endurecidas despertar de su letargo espiritual, tan pronto como el predicador de arrepentimiento les hace el llamado a volverse a Dios.

El endurecimiento personal es algo totalmente diferente, y en mayor o menor medida, cae sobre todos los que viven bajo la influencia del Evangelio pero que no han sido vivificados por él—quienes fueron bautizados con agua y no con el Espíritu Santo; y respecto de este endurecimiento personal, el apóstol testifica: “Pero los escogidos sí lo han alcanzado, y los demás fueron endurecidos.”


XXXVI. El Amor Apostólico.

“Cegó los ojos de ellos, y endureció su corazón”— Juan xii. 40.

Es extraño que el endurecimiento, en su manifestación más terrible, no encuentre su exponente en Jeremías, el severo predicador de arrepentimiento, ni en San Pablo, el confesor de la lógica y testigo de la soberanía divina, sino en San Juan, el apóstol del amor. San Juan conoce a los hombres a quienes él llama “hijos del diablo,” que como tales, son lo opuesto de los hijos de Dios.

Jesús había entrado en la ciudad santa en medio de los hosannas de las entusiastas multitudes. Aparentemente, todo Jerusalén, salió a vitorearlo. Incluso los griegos que ahí vivían lo pedían. Fue la hora del triunfo y la gloria. Y sin embargo, en medio de este aplauso popular, Jesús sabe que Él es el “Varón de Dolores,” y declara a Sus discípulos que Él es como el grano de trigo que, “si no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto” (Juan xii. 24). Entonces Él gritó: “Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Mas para esto he llegado a esta hora. Padre, glorifica tu nombre” (Juan xii. 27, 28). E inmediatamente vino una voz del cielo que decía: “Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez” (Juan xii. 28). La gente que le rodeaba “decía que había sido un trueno. Otros decían: Un ángel le ha hablado” (Juan xii. 29). Fue una de las señales más solemnes e impresionantes que nunca hayan estado presentes en la predicación de la Palabra—un acontecimiento como aquel del Carmelo; una respuesta directa del cielo.

Aún bajo su impresión, Jesús continúa con Sus palabras a la multitud, diciendo: “Entre tanto que tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de luz” (Juan xii. 36). ¿Y cuál fue la respuesta? ¿Otro hosanna como aquel cuando Jesús había resucitado a Lázaro de entre los muertos, y que fue honestamente expresado por algunos? De hecho no fue así. Cuando, en lugar de prometerles que Él levantaría el reino y lo liberaría de la esclavitud romana, Jesús les presentó las demandas de la fe, entonces ellos se Le resistieron, y el mal en sus ojos revelaba lo contrario a paz en sus corazones. Y al mismo Nazareno que un momento atrás ellos habían ovacionado con el ondeo de las palmas, ahora se encontraban dispuestos a enterrarlo bajo una lluvia de piedras. Jesús, viendo esto, se marchó y se escondió de ellos. Y de este modo, en esa plaza pública de Jerusalén, la multitud se quedó sola. Ellos habían rechazado al Rey a quien deberían haber adorado. Una voz había hablado desde el cielo, pero ellos habían bloqueado sus oídos.

¡Engañado pueblo! No saben a quién han rechazado, y que su rechazo de hoy deberá conducir mañana a Su crucifixión. Ustedes Lo rechazaron, y, junto a Él, se rechazaron a ustedes mismos para siempre. Porque esto es lo que San Juan, el testigo de la paz y del amor, bajo la inspiración directa del Espíritu Santo, escribe acerca de ellos: “Pero a pesar de que había hecho tantas señales delante de ellos, no creían en él; para que se cumpliese la palabra del profeta Isaías, que dijo: Señor, ¿quién ha creído a nuestro anuncio? ¿Y a quién se ha revelado el brazo del Señor? Por esto no podían creer, porque también dijo Isaías: Cegó los ojos de ellos, y endureció su corazón; Para que no vean con los ojos, y entiendan con el corazón, Y se conviertan, y yo los sane. (Juan xii. 37-40).

“No podían creer”. ¡Ningún juicio podría ser más agudo, más directo, más temible! ¿Quién puede oír estas palabras sin sentir dolor en el corazón? ¿Quién no tiembla, cuando el santo apóstol declara que tales son las ordenanzas del Reino? ¿Quién no inclina la cabeza en la presencia de esos misterios cegadores? ¡Oh, de manera que pudiéramos borrar estas palabras del Evangelio! Pero no podemos. Aunque nos afecten tan dolorosamente, aunque no nos podamos amonestar lo suficiente unos a otros para nunca hablar de estos temibles misterios, sino con un corazón amoroso y entristecido, sin embargo, estas palabras no pueden ser sacadas del Evangelio. Sin ellas, aun el Evangelio de San Juan no estaría indemne, rico y completo. Las Escrituras no pueden ser castradas.

Fue Jesús quien descubrió que estos hombres de Jerusalén, miserablemente pecadores, fueron insensibilizados y que su cerviz fue así mismo endurecida. Esto desciende, no a los hombres en Roma o Atenas, sino a los hombres en la capital judía. Es notable, que cuando los griegos se acercaron a Felipe ingenuamente preguntando por Jesús, estos hijos de Abraham deberían haberse manifestado como endurecidos en sus corazones. Tales hombres habían existido en Jericó, Betania, y Jerusalén, veinte años atrás; sin embargo, el apóstol declara que esta profecía sombría acerca del endurecimiento completado se cumplió en toda su extensión sólo en los hombres que eran entonces los líderes de la opinión pública en Jerusalén, quienes fueron endurecidos por su encuentro, no con Juan el Bautista, sino con Jesús.

El efecto del contacto con Jesús es tan decisivo, que determina todo el curso posterior de la vida y la existencia de un hombre para siempre. No existe uno más grande y más glorioso que Jesús. A quien Jesús no salva, no puede ser salvado. El que no ve la luz en Jesús, deberá por siempre vagar en la oscuridad. Él es la piedra de toque. Cuando es probada por Él, el alma es puesta de manifiesto.

A partir de este relato, y de todo lo que las Escrituras revelan sobre este tema, resulta por lo tanto lastimosamente evidente que nuestra mayor gloria, es decir, nuestra certeza cristiana, y la miseria más terrible que el alma pueda concebir, el endurecimiento de un ser humano, se presentan codo a codo uno al lado del otro, y van juntos en conexión causal. Roca de agravio; de caída y nuevo levantamiento para muchos en Israel; una señal en contra de la que se hablará; el sabor de la vida, pero también el sabor de la muerte—¡nos preguntamos cómo es posible que Él quien es el Salvador del alma, pueda también causar que su corrupción mortal se vuelva manifiesta!

Y sin embargo, es un hecho; la Palabra de Dios no deja lugar a dudas. Y lo que es aún más maravilloso, esta espantosa operación de ser un sabor de muerte procede de Cristo en uno de los momentos más gloriosos de Su vida: en el momento en que Él brilla en toda la grandeza de Su majestad. Había llegado la hora cuando, como un grano de semilla de mostaza, Él debía caer al suelo. Los galileos vieron a su Señor. Los griegos preguntaron por Él. La voz del cielo seguía vibrando en sus oídos. Con súplica conmovedora, Él los llamó al arrepentimiento. Y es en ese momento que la enemistad del corazón humano Le muestra su odio mortal, y en su resistencia fundamental Le obliga a ocultarse. Y entonces, el endurecimiento de sus corazones se vuelve manifiesto.

No existe forma de escapar a este momento crucial. Todo hombre debe ser atraído a Cristo. Y aquel que ha venido a Él debe ver más y más de Su grandeza y santidad, y llegar a tener una relación cada vez más íntima con Él. Y por esta misma entrada hacia el santuario interior, el alma perdida descubre su propia y verdadera interioridad, y si acaso alguna vez llegará a una rasgadura del velo.

Pero de esto no deberíamos nunca extraer la conclusión equivocada, de que entonces el camino más seguro es nunca traer nuestros niños a Jesús. Esto no queda a nuestro criterio. Es el mismo Señor de los Ejércitos el que nos ordena: “Dejad que los niños vengan a mí” (Marcos x. 14). Sino que lo que este profundo misterio debiera enseñarnos, es a no arrojar las cosas sagradas a los perros, ni a hacer exhibición ostentosa de la verdad divina. Aunque no juzguemos a otros, sino más bien dejemos que su celo por la difusión del Evangelio reprenda nuestra tibieza, aun así, debemos recordarles el hecho de que están tratando con fuego. Seguramente no es otra que la espada de dos filos del Espíritu la que puede alcanzar la residencia interior de la corrupción; pero recuerde, si se trata sin cuidado, podría herir alguna parte vital. Y por lo tanto, debemos siempre advertir a los hermanos, en el espíritu de amor, que nunca prediquen el temible Evangelio de un modo irreflexivo y descuidado, sino que siempre se haga con la mayor precaución y con santa seriedad. Pues el trabajo de la predicación del Evangelio es sumamente delicado.

En cuanto a la pregunta, ¿Cómo se produce el endurecimiento? simplemente decimos que debemos oponernos a todos los esfuerzos para ser más sabios que aquello que está escrito; siendo conscientes de nuestras propias limitaciones, preferimos velar, no sea que nuestra propia alma caiga bajo este terrible juicio; y de ese modo evitar perdernos en el vano esfuerzo de analizar lo que no podemos concebir sino en la unidad del misterio sagrado.

Pero esto es lo que podemos decir: que en la naturaleza, Dios nos ofrece muchos ejemplos del hecho de que en su más alta actividad, la misma potencia puede tener efectos opuestos. Sin lluvia, el campo se seca y la vegetación se quema; pero la misma lluvia que en otro lugar hará que el grano crezca, en un campo con mal drenaje hará que el cultivo se pudra. El mismo sol que calienta el suelo y madura el grano en un acre, endurecerá el suelo y quemará la cosecha en otro. El mismo alimento que nutre y fortalece al saludable, carga al débil y pone en peligro la vida del enfermo. El conocimiento es glorioso y, en su fuente, el hombre ama saciar su sed; pero, ¡cuán abrumadora es la corrupción causada, ya sea por su aplicación unilateral o por una estimación desproporcionada de su valor! El vínculo entre marido y mujer, y entre madre e hijo, es santo y amoroso; pero, ¿existe alguna pasión que haya añadido más a la contaminación y la profanación de la vida humana que este mismo deseo por el estado marital y este anhelo de ser madre?

Es una ley universal la que dice que la más alta excelencia, al no lograr su propósito, invierte su acción y causa destrucción, contaminación y, a menudo, ruina sin esperanza, en una medida mucho mayor que si fuera menos excelente. Y sabiendo esto; ¿es extraño que la misma ley prevalezca en el más alto dominio, es decir, el Amor de Dios?

El endurecimiento no es sino el efecto del Amor divino que se ha vuelto en la dirección opuesta. Ama o consume. Atrae hacia el cielo o arruina en el infierno.


XXXVII. El Pecado en Contra del Espíritu Santo

“La blasfemia contra el Espíritu no les será perdonada”—Mt. xii. 31.

Aun cuando el amor de Dios falla en su propósito siempre provoca endurecimiento del corazón, a veces tiene un efecto aún más terrible, porque puede llevar al pecado en contra del Espíritu Santo.

Los resultados de este pecado son especialmente aplastantes y terribles. Las palabras de Cristo a su respecto son sorprendentes e incisivas, y arrojan el alma culpable a la desesperación eterna:

“El que no es conmigo, contra mí es; y el que conmigo no recoge, desparrama. Por tanto os digo: Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres; mas la blasfemia contra el Espíritu no les será perdonada. A cualquiera que dijere alguna palabra contra el Hijo del Hombre, le será perdonado; pero al que hable contra el Espíritu Santo, no le será perdonado, ni en este siglo ni en el venidero” (Mt. xii. 30-32).

San Marcos lo presenta aún con mayor dureza: “De cierto os digo que todos los pecados serán perdonados a los hijos de los hombres, y las blasfemias cualesquiera que sean; pero cualquiera que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tiene jamás perdón, sino que es reo de juicio eterno (Mc. iii. 28, 29).

San Juan escribe acerca de él: “Si alguno viere a su hermano cometer pecado que no sea de muerte, pedirá, y Dios le dará vida; esto es para los que cometen pecado que no sea de muerte. Hay pecado de muerte, por el cual yo no digo que se pida. Toda injusticia es pecado; pero hay pecado no de muerte. Sabemos que todo aquel que ha nacido de Dios, no practica el pecado, pues Aquel que fue engendrado por Dios le guarda, y el maligno no le toca” (1 Juan v. 16-18).

Y San Pablo escribe: “Porque es imposible que los que una vez fueron iluminados y gustaron del don celestial, y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, y asimismo gustaron de la buena palabra de Dios y los poderes del siglo venidero, y recayeron, sean otra vez renovados para arrepentimiento, crucificando de nuevo para sí mismos al Hijo de Dios y exponiéndole a vituperio. Porque la tierra que bebe la lluvia que muchas veces cae sobre ella, y produce hierba provechosa a aquellos por los cuales es labrada, recibe bendición de Dios; pero la que produce espinos y abrojos es reprobada, está próxima a ser maldecida, y su fin es el ser quemada” (Heb. vi. 4-8). Estas cortantes palabras dejarían perpleja al alma, si él no hubiera añadido: “Pero en cuanto a vosotros, oh amados, estamos persuadidos de cosas mejores, y que pertenecen a la salvación, aunque hablamos así. Porque Dios no es injusto para olvidar vuestra obra y el trabajo de amor que habéis mostrado hacia su nombre” (vs. 9, 10).

Estas son palabras de consuelo, las que sin embargo, no desvirtúan la seriedad mortal con la que él habla en el décimo capítulo: “Porque si pecáremos voluntariamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no queda más sacrificio por los pecados, sino una horrenda expectación de juicio, y de hervor de fuego que ha de devorar a los adversarios. El que viola la ley de Moisés, por el testimonio de dos o de tres testigos muere irremisiblemente. ¿Cuánto mayor castigo pensáis que merecerá el que pisoteare al Hijo de Dios, y tuviere por inmunda la sangre del pacto en la cual fue santificado, e hiciere afrenta al Espíritu de gracia? Pues conocemos al que dijo: Mía es la venganza, yo daré el pago, dice el Señor. Y otra vez: El Señor juzgará a su pueblo. ¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo!” (Heb. x. 26-31).

Mucho más podría añadirse. Está escrito respecto de Esaú, que no pudo encontrar lugar para arrepentimiento. San Pedro y San Judas, llenos de indignación, escriben sobre las personas que “han seguido el camino de Caín,” que “se lanzaron por lucro en el error de Balaam,” y que “perecieron en la contradicción de Coré.” Pero estas palabras no tienen relación directa con el pecado en contra el Espíritu Santo. Se ha dicho suficiente a fin de convencer a nuestros lectores de que juzgamos este terrible pecado, no en base a nuestra propia autoridad, sino en base a la autoridad del Espíritu Santo.

Abrimos el debate, haciendo hincapié en que ningún hijo de Dios podría ni puede cometer jamás este pecado. Es necesario decir esto a fin de evitar que muchas almas sean perturbadas. Existe una angustia indecible en estas palabras de Jesús: “Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres; mas la blasfemia contra el Espíritu no les será perdonada. Pero al que hable contra el Espíritu Santo, no le será perdonado, ni en este siglo ni en el venidero” (Mt. xii. 31-32). Para tal pecado no existe intercesión en el cielo ni en la tierra. Esa oración aun es condenada y prohibida como profana. De hecho, nos damos cuenta de cómo las almas afligidas, azotadas por la tempestad y sin consuelo, especialmente cuando el sufrimiento de un cerebro débil y de nervios enfermos, puede volverse tan morboso como para preguntar: ¿Acaso he cometido yo ese pecado? Y si es así, ¿cuál es la utilidad de las oraciones y las lágrimas? Pues entonces yo estoy perdido, irremediablemente y para siempre.

Y un sufrimiento espiritual así de cruel no puede ser permitido. Es el resultado de una deficiente formación religiosa, y, más aún, de la predicación que, culpablemente ignorante de las formas profundas del alma, parlotea acerca de muchas cosas, pero casi nunca trata las cosas solemnes que conciernen a la eternidad. Cabe reiterar a estas almas afligidas a que se hace referencia, clara y distintamente, que ningún hijo de Dios podrá nunca cometer este pecado. No pertenece al corazón contrito y humillado, sino que se gangrena sólo en el espíritu orgulloso que se opone al Señor y a Sus santas ordenanzas.

Es cierto que el apóstol declara que los hombres culpables de este pecado “fueron una vez iluminados” y que “han gustado del don celestial,” y “fueron hechos partícipes del Espíritu Santo,” y “han probado la buena Palabra de Dios y los poderes del siglo venidero”; pero nunca se ha dicho que hubieran tenido un corazón quebrantado y contrito. Por el contrario, a ellos les importan las cosas altas; ellos dependen de sus exaltadas experiencias; alardean de una cierta parcialidad que el Señor les ha mostrado últimamente; pero no muestran ninguna evidencia de que alguna vez se lamentaran, o cayeran al suelo como muertos ante la Majestad divina, o que alguna vez la consideraran como un fuego consumidor.

Es un hecho particular que las mismas personas que nos hacen pensar en la palabra de las Escrituras, “el que piensa estar firme, mire que no caiga,” nunca tienen miedo de la perdición eterna; mientras que aquellos que no son en lo más mínimo propensos a pecar en contra del Espíritu Santo, se encuentran con frecuencia con temor y temblor de que puedan caer en él. Los médicos de manicomios están muy familiarizados con estos hechos.

Y no hay sino un remedio para estas almas afligidas, esto es, alimentarlas con las Escrituras antes de que sean atribuladas. Por supuesto, aquel que medita y murmura acerca de su pecado, permaneciendo fuera de la Palabra, no puede escapar de ser perseguido por el pensamiento tipo Caín, de haber cometido un pecado demasiado grande como para ser perdonado, y al final, tampoco puede escapar de volverse loco. Pero aquel que vive cerca de la Palabra, se encuentra a salvo y no puede ser afectado de esa manera.

Las Escrituras nos ofrecen una visión clara y transparente del pecado en contra del Espíritu Santo. Los escribas que habían bajado de Jerusalén estaban viendo gloriosas cosas y estaban oyendo palabras del cielo, pues Jesús estaba de pie en medio de ellos. Y mientras que con ojo y oído estaban gustando de estos dones celestiales, ellos se atrevieron a decir: “que tenía a Beelzebú, el príncipe de los demonios” (Mc. iii. 22). Y a esta declaración blasfema Jesús respondió de inmediato, que estas personas habían cometido el pecado en contra del Espíritu Santo, “Porque ellos habían dicho: Tiene espíritu inmundo” (Mc. iii. 30). Por lo tanto, entre las personas de buena disposición, no puede existir diferencia alguna de opinión a este respecto. El pecado en contra del Espíritu Santo sólo puede ser cometido por personas que, contemplando la belleza y la majestad del Señor, cambian la luz en oscuridad y consideran que la suma gloria del amor del Hijo de Dios pertenece a Satanás y a sus demonios. Y, dado que las almas afligidas a las que nos hemos referido están conscientes de su incapacidad para captar las cosas sagradas, y están familiarizadas con las sugerencias pecaminosas de sus propios corazones, sin embargo, a pesar de estas sugerencias, sinceramente desean ser persuadidas del amor de su Salvador, por lo tanto resulta imposible que alguna vez puedan convertirse en víctimas culpables de la desesperación.

Sin embargo, no se puede negar que a veces en los corazones de los santos, se levantan pensamientos terribles en contra del Santo. El pozo de iniquidad que se encuentra bajo nuestros corazones, con sus gases venenosos, se mantiene hasta la muerte. Mientras estamos comprometidos en la lectura de la Palabra, en la oración o en la santa meditación, a veces nos sobresaltan sugerencias que centellean por la mente, como la lanceta venenosa de una avispa, las cuales quisiéramos arrancar de la cabeza y el corazón, de las que nos encogemos como si fuéramos alcanzados por un rayo, con el clamor: Oh Dios, ¡libérame! Sin embargo, estas sugerencias no tienen nada que ver con el pecado en contra del Espíritu Santo; pues nosotros no nos identificamos con ellas, no las atesoramos, sino que las arrojamos a un lado como lo haríamos con una víbora. Ellas vienen a través de nosotros, pero no son de nosotros. O, más bien, ellas brotan de nuestra naturaleza pecaminosa, pero no están enredadas a nuestra voluntad—de hecho, resultan repugnantes a nuestra voluntad.

Debemos prestar atención, por lo tanto, no sea que al apartarnos de las Escrituras, alejemos nuestras almas del amor de Dios. Esto complacería muy adecuadamente a Satanás. A él le encanta usar ese pecado en contra del Espíritu Santo para molestar a las almas débiles, y la angustia de éstas deleita su corazón. Por lo tanto, no se les debe permitir meditar en esta temible palabra de las Escrituras. Es cierto que el Evangelio es temiblemente serio, pero al mismo tiempo, es el Evangelio de toda consolación, y ningún hombre podrá jamás robarle ese carácter.

En apego estricto a la Palabra, podemos añadir que los que comúnmente vagan lejos de Dios, no cometen el pecado en contra del Espíritu Santo; pues ellos no han visto absolutamente nada de los poderes y glorias del siglo venidero (Heb. vi.). Para cometer este pecado se requiere de dos cosas, las que van estrictamente juntas:

En primer lugar, un estrecho contacto con la gloria que es manifiesta en Cristo, o en Su pueblo.

En segundo lugar, no sólo el desprecio de esa gloria, sino la declaración de que el Espíritu que se manifiesta en esa gloria, el cual es el Espíritu Santo, es una manifestación de Satanás.

Se puede pecar en contra del Hijo y no perderse para siempre. Existe esperanza de perdón en el día del juicio para los hombres que Lo crucificaron. Pero el que profana, desprecia y calumnia al Espíritu, que habla de Cristo, de Su Palabra, y de Su obra, como si Él fuera el espíritu de Satanás, se pierde en la oscuridad eterna. Este es un pecado deliberado, intencionadamente maligno. Deja ver una oposición sistemática a Dios. Ese pecador no puede ser salvado, porque ha despreciado al Espíritu de toda gracia. Ha perdido el último vestigio en el pecador, el gusto por la gracia y, con él, la posibilidad de recibir gracia.

Por tanto, esta palabra de Jesús está divinamente intencionada a poner en guardia a las almas; las almas de los santos, para evitar que la Palabra de Dios sea tratada por ellas con frialdad, descuidadamente, con indiferencia; las almas de los falsos pastores y engañadores de la gente que, ministrando en los santos misterios de la cruz, hablan con desprecio de la “teología de la sangre”—blasfemando las más supremas manifestaciones del amor divino, como si se tratara de una abominación perversa; las almas de todos los que han abandonado el camino; de aquellos que una vez conocieron la verdad y ahora la rechazan, y quienes ‘en su auto imagen condenan abiertamente a sus hermanos que aún creen, como si fueran fanáticos ignorantes. Su sentencia será pesada por cierto. Nínive no opuso resistencia al profeta, ¡y fue exaltada por encima de Capernaum y Betsaida!

De lo anterior, el amor cristiano deduce una exhortación doble:

En primer lugar, a los creyentes declarados, de no tentar a otros a caer en este pecado por ignorancia y presunción.

En segundo lugar, a los hermanos descarriados, a no decir que el escepticismo es el camino que conduce a la verdad. Pues es este mismo escepticismo la puerta fatal por la cual el pecador entra al terrible pecado en contra del Espíritu Santo.


XXXVIII. Cristo o Satanás

“Pero el mayor de ellos es el amor”—1 Co. xiii. 13.

Aunque la revelación de las Escrituras respecto del endurecimiento del corazón resulta temible, aun así es el único precio al cual el Todopoderoso ofrece al hombre la promesa bendita de la riqueza infinita del Amor.

La luz resulta inconcebible sin la sombra; y mientras más pura y más brillante sea la luz, las sombras deberán ser más oscuras y más claramente delineadas. De igual manera, la existencia de la fe resulta inconcebible sin que exista la duda como su opuesto; la esperanza sin la angustiosa tensión de la desesperación; el mayor disfrute de amor sin la más penetrante incisión de odio. Si esto ocurre de este modo entre los hombres, ¿cuánto más fuertemente debe ocurrir cuando Dios derrama Su amor a través del Espíritu Santo?

Incluso entre los hombres, el amor siempre pierde en profundidad lo que gana en amplitud. Por tanto, existen multitudes de hombres de los que todos hablan bien y nadie habla mal; que, aunque no siendo perseguidos por odio, tampoco son queridos con amor ferviente. Y existen hombres a quienes nadie puede tratar con indiferencia; que inspiran a algunos con ardiente amor y a otros con impulsivo odio. ¡Cuán dedicado es el amor de Timoteo y Filemón por San Pablo, y con cuánto odio los maestros judíos lo persiguieron! ¡Cuán afectuoso el apego del círculo de reformadores alemanes por Martín Lutero, y cuán amarga la violencia de la jerarquía papista en contra de él! ¡Cuán profundo y tierno el amor de nuestro pueblo cristiano por Groen van Prinsterer, el noble campeón de nuestros intereses cristianos, y cuán feroz el odio y la amargura con los que los hombres de la neutralidad lo persiguieron todos los días de su vida! Los círculos de la corte de San Petersburgo casi adoran al zar de Rusia, mientras que cada nihilista lo aborrece como si se tratara del mismo diablo encarnado.

Y esto es cierto en todos los países y en todas las épocas. Tan pronto como el amor ha echado raíces en el suelo de los principios, separa a los mejores amigos y encuentra su polo opuesto en el odio más temible. El amor que es inspirado sólo por rasgos amables, que no tiene otra base que la buena voluntad mutua, que es la hija de una disposición condescendiente, que es apoyado por el servicio recíproco, la quema de incienso o el interés propio, nunca despierta tal odio. Pero tan pronto como el amor adopta un carácter más noble y más santo; cuando ama al amigo no por su apariencia, disposición, modales encantadores y formas agradables, sino a pesar de su carácter inflexible, demandas severas, y rasgos desagradables, simplemente porque es el portador de una convicción, el intérprete de un principio, el poderoso intercesor de un ideal, entonces el odio no puede tardarse mucho, sino que sigue al amor a su paso, y se enfurece con amargura y violencia en la misma medida que el apego del amor es tierno y estimulante.

Esto nunca fue más evidente que en la Persona de Cristo. Sus contemporáneos tienen derecho a un trato justo. Con la excepción de aquellos a quienes había sido especialmente revelado, ni siquiera una persona vio en el rabino de Nazaret al Hijo de Dios, la Esperanza de los Padres, y al Mesías Prometido. La gran muchedumbre del pueblo Lo aclamó simplemente como el Héroe de Su creencia, el Predicador de la Justicia, Uno que estaba lleno de celo por principios elevados y santos.

¿Y qué revela la historia de Su vida? Que en el primer encuentro, encantados por Su discernimiento santo, conmovidos por Su elocuencia, sobrecogidos por Su palabra de amor, los hombres Le ofrecen homenaje y se unen a las alabanzas de las multitudes. Pero también, que este conocimiento superficial es luego seguido por un cambio en su inclinación y su disposición, desarrollándose en algunos hacia la fe certera y la entrega total a Su Persona, y en otros, hacia un odio que se vuelve día a día más violento.

Jesús no causó molestias a nadie. Ni una sola palabra amarga salió jamás de Su boca. Hubo miles a quienes Él bendijo, y no hubo uno solo a quien dañara. Incluso a los niños pequeños Los atrajo hacia Sí y besó sus caras sonrientes. Y, aun así, ya en Su primera aparición en Nazaret, las malas pasiones empezaron a airarse en contra de Él. Cuál fue el mal que Él había cometido, nadie lo podía decir; pero ellos no podían soportarlo; Él les molestaba; era para ellos algo que ofende a la vista; debía irse. Mientras Él permaneciera en la tierra de los vivientes, no podría haber descanso en Palestina, eso es lo que ellos pensaban.

Esto explica los esfuerzos frecuentes de la multitud por apedrearlo y matarlo; los sucios adjetivos que aplicaba a Él, diciendo “que estaba fuera de Sí,” “que tenía un demonio y estaba loco,” “que Él alborotaba a la gente,” que era un “glotón” y un “bebedor.” Y cuando todo esto no fue de ninguna ventaja para ella, y Jesús siguió inspirando a muy pocos pero con un amor aún mayor, y el número de los Juanes y Marías aumentó, entonces la multitud consideró que se debía tomar medidas aún más severas; y entonces el odio se convirtió en persecución; entonces las mujeres honestas de Jerusalén gritaron: “Su sangre sea sobre nosotros y sobre nuestros hijos” (Mt. xxvii. 25); y, sedienta por Su sangre, la multitud gritó: “¡Crucifíquenle!” y la tormenta de la pasión perversa no se aplacó hasta que Lo vieron muriendo sobre la cruz. Luego, al lado de la cruz estaban Juan y María, cuyo amor por Jesús nunca fue superado, codo a codo con los dirigentes de Jerusalén, quienes se atrevieron a burlarse de Él y a desafiarlo aun en Sus momentos de agonía, mientras que ellos casi se asfixiaban en su propia furia.

Si Jesús no hubiera venido y testificado abiertamente del Padre, los serios caballeros de Jerusalén nunca habrían sido culpables de pasiones tan bajas y deshonrosas como aquellas. De hecho, Su aparición pública en Jerusalén y en Judea fue la chispa que encendió estas pasiones. Sin Él, los rabinos nunca hubieran cometido un pecado tan horrible; si Jesús no hubiera venido del cielo, la tierra nunca hubiera visto un odio tan vil, amargo y violento.

¿Por qué, entonces, Él no prefirió permanecer alejado? ¿Por qué vino a la tierra? Pues Él sabía el odio que su venida despertaría. Él sabía que -indirectamente- ocasionaría que Iscariote se convirtiera en un Judas, un hijo del diablo. Él sabía que se volvería una caída y un nuevo levantamiento para muchos; una piedra de tropiezo; una señal en contra de la cual se debería hablar. Él sabía, que por un encuentro con Él, miles de personas se convertirían en transgresores, y algunas incluso cometerían el pecado en contra del Espíritu Santo. Él sabía todo esto, porque sufrió todo por causa del consejo definitivo y el conocimiento anticipado de Dios. Y, aun así, Él vino. Él habló. Él llevó a cabo Su horrible tarea sobre la tierra, la de ser un Salvador para miles de almas, pero también una piedra de ofensa para miles de otras.

¿Y por qué no Se le impidió venir, de modo que todo este terrible mal pudiera ser evitado? ¡Por el bien del Amor, Oh hijos del Reino!

Pues el Amor es más grande; el Amor es el derecho más elevado; y el Amor, lleno, abundante y divino, no puede ser derramado en los corazones de los hombres sino sólo a este precio. Un Amor menos grandioso hubiera provocado un odio menos violento. Si este Amor no hubiera venido en absoluto, el odio hubiera sido apagado totalmente. Sólo esto Amor despertó ese odio. Irritado por la perfección de este Amor, estalló en semejante malicia demoníaca. Tan pronto como el Amor muestra su brillante semblante, el odio arroja con fuerza sus espeluznantes llamas. Sin este temible estallido de impiedad, la santidad no podría existir en este mundo de pecado.

Esto nos lleva nuevamente al Espíritu Santo. El carácter y el poder de cualquier forma de amor, están determinados por el carácter sagrado o profano del espíritu que habita en él. Por supuesto, el amor terrenal no puede alcanzar su máxima potencia a menos que el Espíritu Santo more en él y encienda en el corazón humano su chispa sagrada. Y dado que Él anima toda vida creada, Él también anima la vida del amor; y entonces empieza a vivir, recibe un alma y es verdaderamente animado; y la promesa del Padre es cumplida en la Iglesia y en nuestros corazones, y el amor es derramado por el Espíritu Santo.

Es por esto, que la operación completa y penetrante del amor ocurrió sólo el día de Pentecostés. Luego, los muros que separaban a Israel fueron derribados, y el río de su vida reveló su lecho amplio y profundo a cada pueblo y nación. Hubo ahí lenguas como de fuego, y hubo un hablar con las lenguas de todas las naciones. Ellos tuvieron todo en común. Fueron contenidos en la unión de un propósito. La melodía del salmo de alabanza se extendió a todos los círculos que invocaron el nombre del Señor.

Pero, ¡ay! con la luz del amor vino también la temible sombra del odio, que obra la obstinación, termina en el endurecimiento, y añade a sí mismo la muerte por el pecado en contra del Espíritu Santo.

Y esto es una cosa terrible. Aun así, si se pudiera lograr persuadir al Padre de las Luces para apagar la luz pura del amor, ¿diría usted: “Señor, extínguela”? ¿Se atrevería a orar para que el derramamiento de ese amor en la tierra cesara?

Y de este modo, en medio de las diferencias, disputas y discordias, en medio del tumulto de odio y el estruendo de la irreverencia y la blasfemia, la obra de la redención continúa, y la operación del Espíritu Santo sigue cumpliendo el consejo de Dios. Así, el Rey reina majestuosamente; las almas se convierten; los rebeldes son consolados; los actos de abnegación y noble consagración se multiplican; la piedad brilla y la misericordia reluce; y, oculto a los ojos de los hombres, el amor perfecto acaricia el alma que fue una vez congelada por su propia culpa, y confiere a la tierra algo de la dulzura y la santidad de su esencial sagrado ser.

Y todo esto continuará hasta que la Iglesia militante haya terminado su última batalla. Luego vendrá el fin, la señal del Hijo del Hombre será vista en las nubes, y luego, sólo la consumación de la gloria se manifestará, en la cual cada obra del espíritu profano será destruida y la obra del Espíritu Santo se completará—plena en la manifestación de la gloria, en el enjugar de muchas lágrimas, en la eliminación de todos los obstáculos, en la contemplación de lo que ojos nunca han visto y en el oír lo que oídos nunca han oído y en el éxtasis de lo que nunca ha entrado en el corazón humano; pero, por sobre todo esto, en la revelación perfecta del amor en su manifestación más santa y pura, en la imperturbable comunión con el Señor, nuestro Dios.


Notas

  1. Y el corazón de Faraón se endureció” (Traducción holandesa).

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