La Obra del Espíritu Santo/El Derramamiento Del Espíritu Santo
De Libros y Sermones BÃblicos
Por Abraham Kuyper
sobre Espíritu Santo
Capítulo 10 del Libro La Obra del Espíritu Santo
Traducción por Glorified Word Project
XXIV. El derramamiento del Espíritu Santo
“Pues aún no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado.”—Juan 7: 39.
Hemos llegado a la parte más difícil en la discusión de la obra del Espíritu Santo, esto es, el derramamiento del Espíritu Santo en el décimo día después de la ascensión.
En el manejo de este tema, no es nuestro objetivo crear un nuevo interés en la celebración de Pentecostés. Lo consideramos casi imposible, pues la naturaleza del hombre es muy poco espiritual como para lograrlo con éxito. Pero en forma muy reverente, realizaremos un esfuerzo para dar, a todos aquellos en que el Espíritu Santo ya ha comenzado la obra en sus corazones, una visión más clara respecto de este evento.
Pues, aunque el relato del segundo capítulo de Hechos pueda parecer simple, en realidad es muy complejo y difícil de explicar; y quien intente seriamente comprender y explicar este evento, a medida que profundice en los vínculos íntimos de la Sagrada Escritura, se encontrará cada vez con mayores dificultades. Por esta razón, establecemos que nuestra exposición no va a resolver totalmente este misterio. Simplemente procuraremos anclar más seriamente a él las mentes santificadas del pueblo de Dios; y convencerlo de que, en general, este tema es tratado con demasiada superficialidad.
En el análisis de este acontecimiento, surgen cuatro dificultades:
En primer lugar, ¿cómo explicaremos el hecho de que mientras que el Espíritu Santo fue derramado sólo en Pentecostés, los santos del Antiguo Pacto ya eran partícipes de Sus dones?
En segundo lugar, ¿cómo distinguiremos el derramamiento del Espíritu Santo ocurrido hace diecinueve siglos, respecto de Su entrada en el alma de los inconversos el día de hoy?
En tercer lugar, ¿cómo podían los apóstoles—quienes ya habían hecho la buena confesión, abandonándolo todo, siguiendo a Jesús, y sobre quienes Él había soplado diciendo: “Recibid el Espíritu Santo”—no haber recibido el Espíritu Santo sino hasta el décimo día después de la ascensión?
En cuarto lugar, ¿cómo debemos explicar las señales misteriosas que acompañan el derramamiento? No hay ángeles alabando a Dios, sino que se escucha un sonido como el de un viento apresurado y poderoso; y no aparece la gloria del Señor, sino que lenguas de fuego se ciernen sobre sus cabezas; no se produce teofanía, sino un hablar con sonidos extraños e inusuales, pero que sin embargo, fueron entendidos por quienes se encontraban presentes.
Con referencia a la primera dificultad: Cómo explicar el hecho de que, mientras que el Espíritu Santo sólo fue derramado en Pentecostés, los santos del Antiguo Pacto ya eran partícipes de Sus dones. Llevemos esto a lo concreto: ¿cómo se deberían conciliar los siguientes pasajes? “porque yo estoy con vosotros, dice Jehová de los ejércitos, así mi Espíritu estará en medio de vosotros, no temáis” (Hag. ii. 4, 5); y “Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él; pues aún no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado” (Jn. vii. 39).
Evidentemente, las Escrituras pretenden impresionarnos con ambos hechos, respecto de que el Espíritu Santo vino sólo en el día de Pentecostés, y que el mismo Espíritu ya había obrado durante siglos en la Iglesia del Antiguo Pacto. San Juan no sólo declara concluyentemente que el Espíritu Santo aún no había sido dado, sino que las predicciones de los profetas y de Jesús, y toda la postura de los apóstoles, demuestran que a este hecho no se le puede restar la más mínima importancia.
En primer lugar, examinaremos las profecías. Isaías, Ezequiel y Joel, contienen un testimonio innegable respecto de que esto era lo que los profetas esperaban.
Isaías dice: “Porque los palacios quedarán desiertos, la multitud de la ciudad cesará—hasta que sobre nosotros sea derramado el Espíritu de lo alto, y el desierto se convierta en campo fértil, y el campo fértil sea estimado por bosque. Y habitará el juicio en el desierto, y en el campo fértil morará la justicia.” Esta profecía se refiere, evidentemente, a un derramamiento del Espíritu Santo, que efectuará una obra de salvación a gran escala, ya que termina con la promesa: “Y el efecto de la justicia será paz; y la labor de la justicia, reposo y seguridad para siempre” (Is. xxxii. 14-17).
De la misma manera, Ezequiel profetizó “Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados. Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra. Y os guardaré de todas vuestras inmundicias; No lo hago por vosotros, dice Jehová el Señor, sabedlo bien” (cap. xxxvi. 25); Ez. xi. 19 provee la introducción a esta profecía: “Así ha dicho Jehová el Señor: Y les daré un corazón, y un espíritu nuevo pondré dentro de ellos; y quitaré el corazón de piedra de en medio de su carne, para que anden en mis ordenanzas.”
Joel pronunció su conocida profecía: “Y después de esto derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones. Y también sobre los siervos y sobre las siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días” (Jl. ii. 30, 31); —una profecía que, según la magistral exposición de San Pedro, se refiere directamente al día de Pentecostés.
Zacarías añade una hermosa profecía (xii. 10): “Y derramaré espíritu de gracia y de oración.”
Es cierto que estas profecías fueron dadas a Israel durante su período tardío, cuando la vigorosa vida espiritual de la nación había ya muerto. Sin embargo, Moisés expresó el mismo pensamiento en su oración profética: “Ojalá todo el pueblo de Jehová fuese profeta, y que Jehová pusiera su espíritu sobre ellos” (Nm. xi. 29). Pero estas profecías son prueba de la convicción profética del Antiguo Testamento, respecto de que la dispensación del Espíritu Santo en esos días era en extremo imperfecta; de que la verdadera dispensación del Espíritu Santo aún se tardaba; y que sólo en los días del Mesías vendría en toda su plenitud y gloria.
En cuanto a la segunda dificultad, nuestro Señor, en varias ocasiones, puso el sello de Su autoridad divina sobre esta convicción profética; anunciando a Sus discípulos la aún futura venida del Espíritu Santo: “Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; porque mora con vosotros, y estará en vosotros” (Jn. xiv. 16, 17); “Pero cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre, él dará testimonio acerca de mí” (Jn. xv. 26); “He aquí, yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros; hasta que seáis investidos de poder desde lo alto” (Lc. xxiv. 49); “Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuera, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré. Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio” (Jn. xvi. 7, 8). Y por último: Él les mandó que no se apartaran de Jerusalén, sino que esperaran la promesa del Padre, “la cual, les dijo, oísteis de mí. Porque Juan ciertamente bautizó con agua, mas vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos días. Pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo” (Hch. i. 4, 5, 8).
La tercera dificultad se satisface, por el hecho de que los mensajes de los apóstoles concuerdan con la enseñanza de las Escrituras. Ellos, efectivamente, permanecieron en Jerusalén sin siquiera tratar de predicar durante los días que transcurrieron entre la ascensión y Pentecostés. Ellos explican el milagro de Pentecostés, como el cumplimiento de las profecías de Joel y Jesús, y ven en él algo nuevo y extraordinario; y nos muestran claramente que en sus días, se consideraba que un hombre que quedó fuera del milagro de Pentecostés, no sabía nada sobre el Espíritu Santo. Pues cuando se preguntó a los discípulos de Efeso, ¿Recibisteis el Espíritu Santo?” ellos respondieron ingenuamente: “Ni siquiera hemos oído si hay Espíritu Santo.”
Por tal razón, no cabe duda de que la Sagrada Escritura pretende enseñarnos y convencernos de que el derramamiento del Espíritu Santo en Pentecostés fue Su primera y verdadera venida sobre la Iglesia.
Pero, ¿cómo puede conciliarse esto con pasajes del Antiguo Testamento, tales como los siguientes? “Pues ahora, Zorobabel, esfuérzate, dice Jehová; esfuérzate también, Josué…sumo sacerdote; porque yo estoy con vosotros,…así mi Espíritu estará en medio de vosotros, no temáis” (Hag. ii. 4, 5), y de nuevo “Pero se acordó de los días antiguos, de Moisés y de su pueblo, diciendo: ¿Dónde está el que les hizo subir del mar con el pastor de su rebaño? ¿Dónde el que puso en medio de él su santo Espíritu?” (Is. lxiii. 11). David estaba consciente de que había recibido el Espíritu Santo, pues después de su caída él ora: “Y no quites de mí tu santo Espíritu” (Sal. li. 11). Hubo un envío del Espíritu, pues lo que dice es: “Envías tu Espíritu, son creados, Y renuevas la faz de la tierra” (Sal. civ. 30). Parece haber ocurrido un descenso real del Espíritu Santo, pues Ezequiel dice: “Y vino sobre mí el Espíritu de Jehová” (cap. xi. 5). Miqueas testificó: “Mas yo estoy lleno de poder del Espíritu de Jehová” (cap. iii. 8). De Juan el Bautista, está escrito que él sería lleno del Espíritu Santo desde el vientre de su madre—Lc. i. 15. Aun el mismo Señor fue lleno del Espíritu Santo, a quién Él recibió sin medida. Ese Espíritu vino sobre Él en el Jordán, ¿cómo entonces se podría hablar de Él como si todavía estuviera por venir?—una pregunta todavía más desconcertante, ya que leemos que en la noche de la resurrección, Jesús sopló sobre sus discípulos, diciendo: “Recibid el Espíritu Santo” (Jn. xx. 22).
Ha sido necesario presentar a nuestros lectores esta gran serie de testimonios, a fin de demostrarles el grado de dificultad que presenta el problema que nos esforzaremos en resolver en el siguiente artículo.
XXV. El Espíritu Santo en el Nuevo Testamento, Distinto al del Antiguo Testamento
“Por Su Espíritu que mora en vosotros”—Rom. viii. 11.
A fin de comprender el cambio que ocurrió por primera vez en Pentecostés, se debe distinguir entre las diversas formas mediante las cuales el Espíritu Santo entra en relación con la criatura.
Nosotros confesamos, tal como la Iglesia cristiana, que el Espíritu Santo es Dios verdadero y eterno, y por lo tanto es omnipresente; de ello se desprende que ninguna criatura, piedra o animal, hombre o ángel, es excluido de Su presencia.
Con referencia a Su omnisciencia y omnipresencia, David canta: “¿A dónde me iré de tu Espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia? Si subiere a los cielos, allí estás tú; Y si en el Seol hiciere mi estrado, he aquí, allí tú estás. Si tomare las alas del alba Y habitare en el extremo del mar, Aun allí me guiará tu mano, Y me asirá tu diestra.” Estas palabras establecen, con total certeza, que la omnipresencia pertenece al Espíritu Santo; que no existe un lugar o punto, ni en el cielo ni en el infierno, en el este ni en el oeste, del cual Él sea excluido.
Para el tema en cuestión, esta simple consideración es de vital importancia, pues de ella se desprende que nunca se podrá decir que el Espíritu Santo se hubiera trasladado de un lugar a otro; que hubiera estado en medio de Israel, pero no entre las naciones; que hubiera estado presente en forma posterior al día de Pentecostés, en lugares donde Él no estaba antes. Todas estas representaciones se oponen directamente a la confesión de Su omnipresencia, eternidad, e inmutabilidad. El Omnipresente no puede ir de un lugar a otro, porque no puede entrar donde Él ya existe. Y suponer que Él es omnipresente en un momento y no en otro, se encuentra en total desacuerdo con Su eterna Divinidad. El testimonio de Juan el Bautista, “Vi al Espíritu que descendía del cielo como paloma, y permaneció sobre él,” y el de San Lucas, “el Espíritu Santo cayó sobre todos los que oían el discurso,” no puede, por tanto, entenderse como si el Espíritu Santo hubiera llegado a un lugar donde Él no se encontraba antes, porque eso resultaría imposible.
Sin embargo—y esta es la primera característica que arrojará luz sobre el asunto—la descripción de omnipresencia por parte de David se aplica a la presencia local en el espacio, pero no al mundo de los espíritus.
Nosotros no sabemos lo que son los espíritus, ni tampoco lo que es nuestro propio espíritu. En el cuerpo, se puede distinguir entre los nervios y la sangre, entre los huesos y los músculos, y sabemos algo sobre sus funciones en el organismo; pero cómo existe un espíritu, cómo se mueve y funciona, no lo sabemos. Sólo sabemos que existe, se mueve, y opera en una forma totalmente diferente de la del cuerpo. Cuando un hermano muere, nadie abre una puerta o ventana para que el alma salga, pues sabemos que ni techo, ni pared, pueden obstruir su vuelo en dirección al cielo. En nuestras oraciones, susurramos como para no ser oídos, y aun así creemos que el hombre Cristo Jesús escucha cada palabra. La rapidez de un pensamiento supera a la de la electricidad. En una palabra, las limitaciones del mundo material parecen desaparecer en el reino de los espíritus.
Incluso el funcionamiento del espíritu sobre la materia es maravilloso. El promedio de peso de un adulto es de aproximadamente ciento sesenta libras. Se requiere de tres o cuatro hombres para poder llevar un cadáver de ese peso a la parte superior de un edificio alto; sin embargo, cuando el hombre estaba vivo, su espíritu tenía el poder para hacer que este peso subiera y bajara por esos tramos de escaleras con facilidad y rapidez. Pero, dónde el espíritu se apodera del cuerpo, cómo lo mueve, y de dónde obtiene esa velocidad, constituye un perfecto misterio para nosotros. Sin embargo, esto demuestra que el espíritu está sujeto a leyes totalmente diferentes de aquellas que rigen la materia.
Hacemos hincapié en la palabra ley. De acuerdo con la analogía de la fe, deben existir leyes que rijan al mundo espiritual, tal como existen las que rigen al mundo natural; pero debido a nuestras limitaciones, no podemos conocerlas. Pero en el cielo las conoceremos, junto a todas las glorias y los detalles del mundo espiritual, tal como nuestros médicos conocen los nervios y los tejidos del cuerpo.
Sin embargo, esto es lo que sabemos: que aquello que se aplica a la materia, no por ello se aplica así mismo al espíritu. La omnipresencia de Dios hace referencia a todo espacio, pero no a todo espíritu. Del hecho que Dios sea omnipresente no se desprende que Él también habite en el espíritu de Satanás. Por lo tanto, es evidente que el Espíritu Santo puede ser omnipresente sin morar en cada alma humana; y que Él puede descender sin cambiar de lugar y, sin embargo, entrar en un alma que hasta entonces no se encontraba ocupada por Él; y que Él Se encontraba presente en medio de Israel y en medio de los gentiles, y aun así se manifestó entre los primeros y no entre los últimos. De esto se deduce que, en el mundo espiritual, Él puede venir a donde antes no estaba; que Él vino en medio de Israel, no habiendo estado entre ellos antes; y que entonces, Se manifestó entre ellos en una forma distinta y menos poderosa que en el día de Pentecostés y previamente a él.
El Espíritu Santo parece actuar sobre un ser humano en una manera dual—desde fuera, o desde dentro. La diferencia es similar a la que se presenta en el tratamiento que realizan en el cuerpo humano el médico y el cirujano: el primero actúa sobre él mediante medicamentos ingeridos hacia el interior; el último, mediante incisiones y la administración de medicamentos en forma externa. Una comparación muy defectuosa, de hecho, pero que puede ilustrar ligeramente la doble operación del Espíritu Santo sobre las almas de los hombres.
En un principio, sólo se descubre una impartición externa de ciertos dones. En Sansón, Él otorga una enorme fuerza física. Aholiab y Bezaleel son dotados de talento artístico para construir el tabernáculo. Josué es enriquecido con genio militar. Estas operaciones no tocaban el centro del alma, y no eran para salvación, sino que eran únicamente externas. Se convierten en más duraderas cuando asumen un carácter oficial, como en Saúl; aunque en él encontramos la mejor evidencia del hecho que ellas fueran sólo imparticiones externas y temporales. Estas operaciones asumen un carácter superior cuando reciben el sello profético; aunque el ejemplo de Balaam nos demuestra que ni aun así atraviesan al centro del alma, sino que sólo afectan al hombre en lo externo.
Pero en el Antiguo Testamento había también una operación interior en los creyentes. Los israelitas que creyeron fueron salvos. Por lo tanto, deben haber recibido gracia salvadora. Y puesto que la gracia salvadora se encuentra fuera de cuestión sobre si existe un obrar interior del Espíritu Santo, se deduce que Él fue el Forjador de la fe en Abraham, tal como lo es en nosotros mismos.
La diferencia entre las dos operaciones es evidente. Una persona forjada en lo externo puede ser enriquecida con dones externos, mientras que espiritualmente permanece tan pobre como siempre. O, habiendo recibido el don interno de la regeneración, ella podrá ser privada de todo talento que adorna al hombre en lo aparente.
Por lo tanto, tenemos los tres siguientes aspectos:
En primer lugar, existe la omnipresencia del Espíritu Santo en el espacio; la misma se encuentra en el cielo y en el infierno, en medio de Israel y en medio de las naciones.
En segundo lugar, existe una operación espiritual del Espíritu Santo de acuerdo a la elección, la cual no es omnipresente; está activa en el cielo, pero no en el infierno; activa en medio de Israel, pero no en medio de las naciones.
En tercer lugar, esta operación espiritual obra, ya sea desde fuera, impartiendo dones temporales; o desde el interior, impartiendo el don permanente de la salvación.
Hemos hablado hasta ahora respecto de la obra del Espíritu Santo sobre personas individuales, lo suficiente para poder explicarla en los días del Antiguo Testamento. Pero cuando llegamos al día de Pentecostés, esto deja de ser suficiente. Pues Su operación singular, durante ese día y después de él, consiste en la extensión de ella a un grupo de hombres orgánicamente unidos.
Dios no creó a la humanidad como una serie de almas aisladas, sino como una especie. De ahí que en Adán, las almas de todos los hombres estén caídas y contaminadas. De la misma manera, la nueva creación en el ámbito de la gracia no ha operado la generación de individuos aislados; sino la resurrección de una nueva raza, un pueblo particular, un sacerdocio santo. Y esta raza favorecida, este pueblo singular, este santo sacerdocio, es también orgánicamente uno y participante de la misma bendición espiritual.
La Palabra de Dios expresa esto mediante la enseñanza de que los escogidos constituyen un solo cuerpo, del cual todos son miembros, uno de ellos siendo un pie, otro un ojo, y otro una oreja, etc. —una representación que transmite la idea de que los escogidos sostienen mutuamente la relación de una unión espiritual vital y orgánica. Y esto no es sólo en apariencia, a través del amor mutuo, sino mucho más a través de una comunión vital que les pertenece por causa de su origen espiritual. Tal como nuestra liturgia lo expresa bellamente: “Porque así como de muchos granos se muele la harina y un pan es horneado, y de muchas bayas que se prensan en conjunto, un vino fluye y es mezclado, así, los que por una verdadera fe somos injertados en Cristo, seremos todos juntos un cuerpo.”
Esta unión espiritual de los escogidos no existió en medio de Israel, ni podía existir en su tiempo. Hubo una unión de amor, pero no una comunión espiritual y vital que fluía de la raíz de la vida. Esta unión espiritual de los escogidos, se hizo posible sólo mediante la encarnación del Hijo de Dios. Los escogidos son hombres que están conformados por cuerpo y alma; por lo tanto, al menos en parte, su cuerpo es visible. Y cuando se dio el hombre perfecto en Cristo, quien podía ser el templo del Espíritu Santo en cuerpo y alma, sólo entonces la entrada y el derramamiento del Espíritu Santo se establecieron en y a través del cuerpo así creado.
Sin embargo, esto no ocurrió inmediatamente después del nacimiento de Cristo, sino luego de Su ascensión; pues Su naturaleza humana no desarrolló toda Su perfección hasta después de que Él había ascendido, cuando, como el Hijo de Dios glorificado, se sentó a la diestra del Padre. Sólo entonces se produjo el Hombre perfecto, quien sin impedimento alguno podía, por un lado, ser el templo del Espíritu Santo, y por otro lado, unir el espíritu de los escogidos en un solo cuerpo. Y cuando esto se había convertido en un hecho, mediante Su ascensión y al sentarse a la diestra de Dios y cuando, por lo tanto, los escogidos se habían convertido en un cuerpo, resultó perfectamente natural que la morada interior del Espíritu Santo fuera impartida desde la Cabeza a la totalidad cuerpo. Y, de este modo, el Espíritu Santo fue derramado hacia el cuerpo del Señor, a Sus escogidos, la Iglesia.
De esta forma, todo se vuelve sencillo y claro: se vuelve claro por qué los santos del Antiguo Testamento no recibieron la promesa, pues sin nosotros ellos no debían aún ser hechos perfectos, y debían esperar por esa perfección hasta la formación del cuerpo de Cristo, en el cual también ellos serían incorporados; se vuelve claro que la tardanza del derramamiento del Espíritu Santo no impidió que la gracia salvadora operara sobre las almas individuales de los santos del Antiguo Pacto; se vuelve clara la palabra de Juan respecto de que el Espíritu Santo todavía no había sido dado, porque Jesús aún no había sido glorificado; se vuelve claro que los apóstoles nacieron de nuevo mucho tiempo antes de Pentecostés, y que recibieron los dones oficiales en la noche del mismo día de la resurrección, a pesar de que el derramamiento del Espíritu Santo en el cuerpo así formado no se produjo hasta Pentecostés. Se vuelve claro cómo Jesús pudo decir: “porque si no me fuera, el Consolador no vendría a vosotros,” y otra vez, “mas si me fuere, os lo enviaré,” pues el Espíritu Santo fluiría a Su cuerpo desde Él mismo, quien es la Cabeza. Se vuelve claro también que Él no lo enviaría desde sí mismo, sino desde el Padre; se vuelve claro por qué este derramamiento del Espíritu sobre el cuerpo de Cristo nunca se repitió, y no podía ocurrir sino una sola vez; y por último, se vuelve claro que el Espíritu Santo estaba de hecho presente en medio de Israel (Is. lxiii. 12), obrando sobre los santos desde el exterior, mientras que en el Nuevo Testamento se dice que Él está dentro de ellos.
Llegamos, en consecuencia, a las siguientes conclusiones:
En primer lugar, los escogidos deben constituir un cuerpo.
En segundo lugar, ellos no fueron constituidos como tal durante los tiempos del Antiguo Pacto, de Juan el Bautista, y mientras Cristo estuvo en la tierra.
En tercer lugar, este cuerpo no existió hasta que Cristo subió al cielo y, sentado a la diestra de Dios, le confirió su unidad de cuerpo; en el que Dios Lo puso como Cabeza sobre todas las cosas para la Iglesia—Ef. iv. 12.
Por último, como la Cabeza glorificada, y habiendo formado Su cuerpo espiritual mediante la unión vital de los escogidos, en el día de Pentecostés Cristo derramó Su Espíritu Santo sobre todo el cuerpo, para nunca más dejarlo que Se apartara de él.
Estas conclusiones descritas contienen únicamente lo que la Iglesia de todos los tiempos ha confesado, y esto se desprende del hecho de que las iglesias reformadas siempre han mantenido las siguientes afirmaciones:
En primer lugar, que nuestra comunión con el Espíritu Santo depende de nuestra unión espiritual con el cuerpo del cual Cristo es la Cabeza, concepto que constituye la esencia de la Cena del Señor.
En segundo lugar, que los escogidos forman un cuerpo bajo Cristo, Su Cabeza.
En tercer lugar, que este cuerpo comenzó a existir cuando recibió Su Cabeza; y que, según Ef. i. 22, Cristo fue dado para ser la Cabeza sólo después de Su resurrección y ascensión.
XXVI. Israel y las Naciones
“De que también sobre los gentiles se derramase el don del Espíritu Santo”—Hch. x. 45.
La pregunta que surge con relación a Pentecostés es la siguiente: Ya que el Espíritu Santo impartió la gracia salvadora a los hombres, tanto antes como después de Pentecostés, ¿cuál es la diferencia que causó el descenso del Espíritu Santo?
Un ejemplo puede explicar la diferencia. La lluvia desciende del cielo y el hombre la colecta para saciar su sed. Cuando los habitantes la recogen cada uno en su propia cisterna, llega a cada familia por separado; pero cuando, como en la vida de la ciudad moderna, todas las casas son suministradas a partir del embalse de la ciudad, por medio de matrices y tuberías de agua, ya no hay más necesidad de bombas y cisternas privadas. Supongamos que una ciudad, cuyos ciudadanos han estado bebiendo cada uno desde su propia cisterna por generaciones, propone la construcción de un embalse que abastecerá a todos los hogares. Cuando el trabajo se haya completado, el agua podrá fluir a través del sistema de matrices y tuberías hacia cada casa. Se podrá decir, entonces, que ese es el día en que el agua fue derramada en la ciudad. Hasta este momento, cayó sobre el techo de cada hombre: ahora, mana a través del sistema organizado hacia la casa de cada hombre.
Si se aplica esto al derramamiento del Espíritu Santo, la diferencia que existe entre el antes y el después de Pentecostés, se hará evidente. Las suaves lluvias del Espíritu Santo, descendieron sobre el antiguo Israel en gotas de gracia salvadora; pero sólo de tal manera que cada uno recogía de la lluvia celestial para sí mismo, para saciar la sed de cada corazón en forma separada. Así continuó hasta la venida de Cristo. Entonces se produjo un cambio, pues Él recolectó, en Su propia Persona, el torrente completo del Espíritu Santo para todos nosotros. Con Él, todos los santos están conectados por los canales de la fe. Y cuando, después de Su ascensión, esta conexión con Sus santos fue completada y Él había recibido el Espíritu Santo de Su Padre, entonces, el último impedimento fue removido, y el torrente completo del Espíritu Santo llegó rápidamente a través de los canales de conexión hacia el corazón de cada creyente.
Anteriormente: aislamiento, cada hombre para sí mismo; ahora: la unión orgánica de todos los miembros bajo su única Cabeza: esta es la diferencia entre los días previos y los días posteriores a Pentecostés. El hecho esencial de Pentecostés consistió en que, en ese día, el Espíritu Santo entró por primera vez en el cuerpo orgánico de la Iglesia, y los individuos vinieron a beber, ya no cada uno por sí mismo, sino todos juntos en unión orgánica.
Respecto de la pregunta sobre dónde puede ser encontrado ese sistema de canales de conexión que nos une en un solo cuerpo bajo nuestra Cabeza, no podemos dar respuesta. Esto pertenece a las cosas invisibles y espirituales que escapan a nuestra capacidad de observación, de las cuales sólo podemos tener una representación a través de imágenes.
Sin embargo, esto no altera el hecho de que la unión orgánica realmente exista. Para nosotros, la Palabra de Dios es su testigo innegable. La vida orgánica aparece en la naturaleza en dos formas: en la planta, y en el cuerpo del hombre y del animal. Estos son los mismos tipos que Cristo utiliza para ilustrar la unión espiritual entre Él y Su pueblo. Él dijo: “Yo soy la vid, vosotros los pámpanos.” Y San Pablo habla de haber sido plantado con Cristo. Y con frecuencia utiliza la imagen del cuerpo y sus miembros.
Por lo tanto, no puede haber ninguna duda de que existe una unión espiritual entre Cristo y los creyentes, la que funciona por medio de una conexión orgánica que une la Cabeza y los miembros de una manera que resulta invisible e incomprensible para nosotros. Fue a través de esta unión orgánica que el Espíritu Santo fue derramado en Pentecostés, desde Cristo la Cabeza, hacia nosotros, los miembros de Su cuerpo.
Si fuera posible construir las obras hidráulicas de la ciudad en el aire, por encima de la ciudad, el ingeniero jefe podría decir con propiedad: “Cuando abra la llave del agua por primera vez, voy a bautizar a la ciudad con agua.” En sentido similar, se puede decir que Cristo ha bautizado a Su Iglesia con el Espíritu Santo. Pues la palabra de Juan el Bautista, “Yo a la verdad os bautizo en agua; pero viene uno más poderoso que yo; él os bautizará en Espíritu Santo,” es explicada por Cristo mismo como una referencia al día de Pentecostés (Hch. i. 4, 5): “Y estando juntos, les mandó que no se fueran de Jerusalén, sino que esperasen la promesa del Padre, la cual, les dijo, oísteis de mí. Porque Juan ciertamente bautizó con agua, mas vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos días”; —una promesa que, sin duda, se refería al milagro de Pentecostés. Esto concuerda con el hecho de que Jesús, durante Su ministerio, permitió a Sus discípulos continuar con el Bautismo de Juan. Y esto demuestra que, incluso antes de la crucifixión, Juan y Pedro, Felipe y Zaqueo, y muchos otros, recibieron la gracia salvadora del Espíritu Santo, cada uno por sí mismo; pero ninguno de ellos fue bautizado con el Espíritu Santo antes del día de Pentecostés.
Con referencia a los apóstoles, por tanto, debemos distinguir una triple impartición del Espíritu Santo:
En primer lugar, aquella de la gracia salvadora en la regeneración, y su consecuente iluminación—Mt. xvi. 17.
En segundo lugar, los dones oficiales capacitándolos para la actividad apostólica—Jn. xx. 22.
En tercer lugar, el Bautismo con el Espíritu Santo—Hch i. 5 en relación con Hch. ii. 1 a continuación.
Aún resta una dificultad. A menudo leemos de derramamientos del Espíritu Santo ocurridos después de Pentecostés. ¿Cómo se puede conciliar esto con nuestra explicación? En Hechos x. 44, 45, leemos: “Mientras aún hablaba Pedro estas palabras, el Espíritu Santo cayó sobre todos los que oían el discurso. Y los fieles de la circuncisión que habían venido con Pedro se quedaron atónitos de que también sobre los gentiles se derramase el don del Espíritu Santo.” Y Pedro confirma esto diciendo: ¿Puede acaso alguno impedir el agua, para que no sean bautizados estos que han recibido el Espíritu Santo también como nosotros?” De esto se desprende, en forma evidente, que el derramamiento ocurrido en la casa de Cornelio fue de la misma naturaleza que la del ocurrido el día de Pentecostés. Más aún, se nos habla de una venida del Espíritu Santo en Samaria (Hch. viii.), y de otra en Éfeso (Hch. xix. 6). Esta venida tuvo lugar, en ambos casos, después de la imposición de manos realizada por los apóstoles; y en Cesarea y Corinto, fue seguida de un hablar en lenguas extrañas, tal como en Jerusalén.
Es evidente, por lo tanto, que el derramamiento del Espíritu Santo no se limitó únicamente a Pentecostés en Jerusalén, sino que luego fue repetido en una forma algo distinta y más débil, pero aún extraordinaria, tal como en Pentecostés.
¿Y quién negaría que hoy en día exista un derramamiento del Espíritu Santo en las iglesias? Sin que él ocurra, no puede haber regeneración ni salvación. Sin embargo, no hay presencia de las señales de Pentecostés; por ejemplo, no hay más hablar en lenguas. Por lo tanto, se hace necesario distinguir entre el derramamiento normal que ocurre en estos tiempos y el extraordinario que ocurrió en Corinto, Cesarea, Samaria y Jerusalén.
De ahí que la pregunta se presente de la siguiente manera: Si en el día de Pentecostés el Espíritu Santo fue derramado de una vez y para siempre, ¿cómo podemos explicar los derramamientos normales y los extraordinarios?
Permítanos recurrir, una vez más, a nuestro ejemplo anterior. Supongamos que la ciudad antes mencionada estuviera conformada por una parte baja y una parte alta, ambas para ser suministradas por el mismo embalse. Tras la finalización del sistema de la parte baja de la ciudad, esta puede recibir el agua primero, y la parte superior la recibe sólo después de que el sistema haya sido ampliado. Aquí nos damos cuenta de dos cosas: la distribución del agua se llevó a cabo de una sola vez, en lo que fue la inauguración formal de las obras hidráulicas, y no podría ocurrir más que en una única ocasión; mientras que la distribución del agua en la parte alta de la ciudad, aunque fuera extraordinaria, no fue más que un efecto resultante del evento anterior. Esta es una ilustración clara de lo que ocurrió en el derramamiento del Espíritu Santo. La Iglesia estaba conformada por partes bien definidas, es decir, los judíos y el mundo gentil. Sin embargo, ambos debían constituir un solo cuerpo, un solo pueblo, una sola Iglesia; ambos debían vivir una vida en el Espíritu Santo. En Pentecostés, Él fue derramado en el cuerpo, pero sólo para saciar la sed de una parte, es decir, la parte judía; la otra parte aún era excluida. Pero luego, los apóstoles y evangelistas salen desde Jerusalén y entran en contacto con los gentiles, y ha llegado la hora para que el torrente del Espíritu Santo se derrame en la parte gentil de la Iglesia, y todo el cuerpo sea refrescado por medio del mismo Espíritu Santo. Por consiguiente, existe un derramamiento original en Jerusalén el día de Pentecostés, y un derramamiento adicional en Cesarea para la parte gentil de la Iglesia; ambos son de la misma naturaleza, pero cada uno tiene su propio carácter especial.
Además de estos, existen algunos derramamientos aislados del Espíritu Santo, asistidos por la imposición de manos de los apóstoles, tal como en el caso de Simón el Mago. Explicaremos esto de la siguiente manera: tal como de vez en cuando se realizan nuevas conexiones entre las casas particulares y el embalse de la ciudad, así mismo, nuevas partes del cuerpo de Cristo fueron añadidas a la Iglesia desde afuera, a las cuales el Espíritu Santo se derramó desde el cuerpo como a nuevos miembros. Es perfectamente natural que los apóstoles, en estos casos, aparezcan como instrumentos; y que, recibiendo en la Iglesia personas que provienen de una parte del mundo que aún no ha sido conectada con ella, se les extienda mediante la imposición de manos, la comunión del Espíritu Santo que mora en el cuerpo.
Esto también explica por qué hoy en día personas recién convertidas reciben el Espíritu Santo sólo en la forma ordinaria. Pues aquellos convertidos que están en medio de nosotros ya están en el pacto, ya pertenecen a la semilla de la Iglesia y al cuerpo de Cristo.[1] Por lo tanto, no se forma ninguna nueva conexión, sino que una obra del Espíritu Santo es forjada en un alma con la que Él ya estaba relacionado a través del cuerpo.
Y de esta manera, todas las objeciones son satisfechas y cada detalle es puesto en orden, y los límites del área que se habían vuelto ambiguos y confusos, vuelven a estar claramente delineados.
Así mismo, es evidente que la oración que pide otro derramamiento o bautismo del Espíritu Santo es errónea y no tiene real significado. En realidad, una oración de ese tipo niega el milagro de Pentecostés. Porque Aquél que vino y permanece con nosotros, no puede volver a venir a nosotros.
XXVII. Las Señales de Pentecostés
Y señales abajo en la tierra” —Hch. ii. 19.
Veamos ahora las señales que acompañaron al derramamiento del Espíritu Santo—el sonido de un viento apresurado y poderoso; lenguas de fuego; y el hablar en otras lenguas—las que constituyen la cuarta dificultad con que nos encontramos en la investigación de los sucesos de Pentecostés (véase pág. __ (Referencia libro internet)). La primera y la segunda señal, preceden al derramamiento; la tercera, le sigue.
Estas señales no son meramente simbólicas. Al menos el hablar en otras lenguas aparece como parte del relato. Un símbolo pretende representar o indicar algo, o llamar la atención hacia ese algo, por lo que puede ser omitido sin afectar al asunto en sí. Un símbolo es como una señal vial en el camino: se puede retirar sin afectar el camino. Si las señales de Pentecostés fueron puramente simbólicas, el evento habría sido el mismo sin ellas; sin embargo, la ausencia de la señal de otras lenguas habría modificado completamente el carácter de la historia posterior.
Esto justifica la teoría de que las dos señales precedentes fueron además partes componentes del milagro. Fortalece la teoría el hecho de que ninguna de ellas es una señal apropiada; pues un símbolo debe hablar. La señal vial que deja al viajero en la duda sobre la dirección que debe tomar, no constituye ninguna señal vial. Teniendo en cuenta el hecho de que durante dieciocho siglos los teólogos han sido incapaces de determinar, con algún grado de certeza, el significado de los llamados símbolos; debe reconocerse que es difícil creer que los apóstoles o la multitud captaran su significado en forma simultánea y en un mismo sentido. El punto demuestra lo contrario. Ellos no entendieron las señales. Las personas dentro de la multitud, confundidas y perplejas, se dijeron unas a otras: “¿Qué quiere decir esto?” Y cuando Pedro se levantó como apóstol para interpretar el milagro, aclarado su entendimiento por el Espíritu Santo, no hizo ningún esfuerzo para vincular significado simbólico alguno a las señales, sino que simplemente declaró que había ocurrido un acontecimiento mediante el cual la profecía de Joel se había cumplido.
¿Entonces el acontecimiento de Pentecostés extrajo todo lo que contenía la profecía de Joel? De ninguna manera, pues el sol no se convirtió en tinieblas, ni la luna en sangre, y no se dice nada respecto de los sueños de los ancianos. Tampoco podría; el sorprendente día que se agoten esta y tantas otras profecías, no puede llegar hasta el regreso del Señor. Lo que el santo apóstol quiso decir en realidad fue que, a través de este acontecimiento, el día del regreso del Señor se había acercado de manera importante. El derramamiento del Espíritu Santo es uno de los grandes hechos que promete la llegada de ese día grande y notable. Sin él, ese día no puede llegar. Cuando nos encontremos mirando hacia atrás desde el cielo, el día de Pentecostés se nos aparecerá como el último gran milagro que ocurrió en forma inmediatamente anterior al día del Señor. Y como aquel día será acompañado de señales terribles, tal como lo fue el día de preparación de Pentecostés, el apóstol los une y los hace aparecer como uno, mostrando que en la profecía de Joel, Dios apunta a ambos acontecimientos.
Si fuera cierto que las señales que acompañarán el regreso del Señor—sangre, fuego y vapor de humo—no serán simbólicas, sino más bien, elementos constitutivos de la última parte de la historia del mundo, es decir, su último holocausto; entonces es seguro que Pedro no entendió las señales de Pentecostés como simbólicas.
Tampoco puede ser contemplada la explicación aún más insatisfactoria, respecto de que estas señales estuvieron destinadas sólo a atraer y mantener la atención de la multitud.
Los sentidos de la vista y la audición son los medios más eficaces mediante los cuales el mundo exterior puede actuar sobre nuestra conciencia. Con el fin de lograr repentinamente estimular y emocionar a una persona, sólo se necesita asustarla por medio de una explosión o mediante el destello de una luz deslumbrante. Actuando de acuerdo a esto, algunos de los primeros metodistas solían disparar pistolas en sus reuniones de avivamiento, con la esperanza de que la detonación y el fogonazo crearan el estado mental que se deseaba producir. La emoción posterior de la gente la haría más susceptible a la operación del Espíritu Santo. Los experimentos del Ejército de Salvación son similares. Según este concepto, las señales de Pentecostés tuvieron un carácter similar. Algunos suponen que los discípulos, aún hombres inconversos, se encontraban en el día de Pentecostés sentados todos juntos en la cámara alta. A fin de volverlos susceptibles al fluir del Espíritu Santo, ellos debían ser estimulados por un ruido y un disparo. Debía parecer como si una violenta tormenta hubiera estallado sobre la ciudad, entonces destellos de relámpagos y truenos serían vistos y oídos. Y cuando la multitud estuviera ya sobresaltada y aterrorizada, entonces reinaría la condición deseada para recibir al Espíritu Santo, y el derramamiento podría llevarse a cabo. Pero tales extravagancias sólo dañaban los delicados sentidos de los hijos de Dios, siendo además casi un sacrilegio comparar las señales de Pentecostés al fogonazo de una pistola.
Por lo tanto, sólo queda una explicación posible, es decir, considerar las señales de Pentecostés como elementos verdaderos y reales del evento; enlaces indispensables en la cadena de acontecimientos.
Cuando un buque entra en el puerto, se puede ver la espuma debajo de la proa y escuchar las aguas al estrellarse contra los costados de ella. Cuando un caballo corre por la calle, se oye el ruido de sus cascos contra el pavimento y se ven las nubes de polvo que se levantan. Pero, ¿quién diría que estas cosas que se han visto y oído son simbólicas? Ellas, necesariamente, pertenecen a aquellas acciones y son parte de ellas, y a la vez, es imposible que ocurran sin ellas. Por lo tanto, no creemos que las señales de Pentecostés hayan sido simbólicas, o destinadas a crear una sensación, sino que pertenecían inseparablemente al derramamiento del Espíritu Santo, y fueron causadas por él. El derramamiento no podía ocurrir sin generar estas señales. Cuando el torrente montañoso se precipita por las laderas empinadas de las rocas, debemos oír el sonido de aguas apresuradas, debemos ver el rocío que vuela; de la misma manera, cuando el Espíritu Santo desciende de las montañas de la santidad de Dios, debe oírse el sonido de un apresurado y poderoso viento, y verse un brillo glorioso, y el hablar en lenguas extrañas debe seguirle.
Esto bastará para explicar el significado que le hemos dado. No es que neguemos que estas señales también tuvieran un significado para la multitud. El ruido de los cascos del caballo advierte a los viajeros en el camino. Y aceptamos que el propósito de las señales fue comprendido en la perplejidad y el desconcierto que ellas causaron en los corazones de aquellos que se encontraban presentes. Pero aun así, mantenemos que incluso en ausencia de la multitud y su desconcierto, el sonido de un impetuoso y fuerte viento se habría oído y las lenguas de fuego se habrían visto. Tal como los cascos del caballo provocan que el suelo vibre aun cuando no haya ningún viajero a la vista, así el Espíritu Santo no podría descender sin ese sonido y ese resplandor, aun cuando ni un solo judío pudiera encontrarse en toda Jerusalén.
El derramamiento del Espíritu Santo fue real, no aparente. Tras haber encontrado Su templo en la Cabeza glorificada, Él necesariamente debía descender del cielo y fluir hacia el cuerpo. Y este descenso del cielo y esta propagación hacia el cuerpo no podían ocurrir sin causar estas señales.
No resulta legítimo adentrarse más profundamente en este asunto. En Horeb, Elías escuchó al Señor pasar en una suave brisa, e Isaías oyó el movimiento de los pilares de las puertas del Templo. Esto parece indicar que la aproximación de la majestad divina provoca un alboroto en los elementos, el que resulta perceptible para el nervio auditivo. Pero cómo ocurre, no lo sabemos. Sin embargo observamos:
En primer lugar, el que el espíritu pueda obrar sobre la materia resulta evidente, pues nuestros propios espíritus actúan sobre el cuerpo en todo momento, y por esa acción son capaces de producir sonidos. Hablar, llorar y cantar, no son sino nuestro espíritu que está actuando sobre las corrientes de aire. Y si nuestro espíritu es capaz de tales acciones, ¿por qué no lo será el Espíritu del Señor? ¿Por qué decir que fue algo misterioso cuando el Espíritu Santo, en Su descenso, obró de tal manera sobre los elementos que los efectos vibraron en los oídos de los presentes?
En segundo lugar, cuando Dios el Señor hizo el pacto con Israel en el Sinaí, habló con tan terribles truenos que incluso Moisés dijo: “Estoy espantado y temblando”; pero no con la intención de aterrorizar a la gente, sino porque un Dios santo y enojado no puede hablar de otra manera a una generación pecadora. Por lo tanto, no es de sorprenderse que la venida de Dios a Su pueblo del Nuevo Pacto fuera acompañada por señales similares, no a fin de llamar la atención de los hombres, sino porque no podía ser de otra manera.
Lo mismo se aplica a las lenguas de fuego. Las manifestaciones sobrenaturales son siempre acompañadas por la luz y el resplandor, especialmente cuando el Señor Jehová o Su ángel aparecen. Recordemos, por ejemplo, el momento en que Dios hace el pacto con Abraham, o los acontecimientos en la zarza ardiente. ¿Por qué, entonces, nos debería sorprender que el descenso del Espíritu Santo contara con la presencia de fenómenos como los que fueron vistos por Elías en Horeb, Moisés en la zarza, San Pablo en el camino a Damasco, y San Juan en Patmos? Entonces, las lenguas repartidas asentándose sobre cada uno de ellos, no prueba nada en contra; pues Él Se dirigió a cada uno de ellos y entró en sus corazones, y en cada situación dejó atrás un rastro de luz.
La interrogante respecto de si el fuego visto por estos hombres en esas ocasiones pertenecía a una esfera más alta, o fuera el efecto de la acción de Dios sobre los elementos de la tierra, no puede ser respondida.
Ambos puntos de vista tienen mucho en su favor. No existe oscuridad en el cielo, y la luz celestial debe ser de una naturaleza superior a la nuestra, incluso por encima del brillo del sol, de acuerdo a la descripción que dio San Pablo sobre la luz en el camino de Damasco. Por tanto, es muy probable que en estos grandes acontecimientos, las fronteras del cielo se superpusieran a las de la tierra y una gloria mucho mayor resplandeciera sobre nuestra atmósfera.
Pero, por otra parte, es posible que el Espíritu Santo obrara este misterioso resplandor directamente a través de un milagro. Y esto parece ser confirmado por el hecho de que las señales que acompañaron la entrega de la ley sobre el Sinaí, evento que fue semejante a este, no provenían de más altas esferas, sino que fueron operadas a partir de elementos terrenales.
Por último, se debe notar que el derramamiento del Espíritu Santo en la casa de Cornelio y sobre los discípulos de Apolos, fue acompañado de un hablar en otras lenguas, pero no de las otras señales. Esto confirma nuestra teoría, pues no se trató de una venida a la casa de Cornelio, sino de una conducción del Espíritu Santo hacia otra parte del cuerpo de Cristo. Si la intención hubiera sido el simbolismo, las señales se hubieran repetido; como no se trata de símbolos, ellas no aparecieron.
XXVIII. El Milagro de las Lenguas
“Si habla alguno en lengua extraña… uno interprete. Y si no hay intérprete, calle en la iglesia, y hable para sí mismo y para Dios.”—1 Co. xiv. 27, 28.
La tercera señal que siguió al derramamiento del Espíritu Santo consistió de sonidos extraordinarios que provenían de los labios de los apóstoles—sonidos extraños a la lengua aramea, que nunca antes se habían escuchado de sus labios.
Estos sonidos impresionaron a la multitud de diferentes maneras: algunos los llamaron balbuceos de hombres ebrios; otros oyeron en ellos proclamadas las grandes obras de Dios. Para estos últimos, parecía como si les estuvieran oyendo hablar en sus propias lenguas. Para los partos sonaba como el parto, para los árabes como el árabe, etc.; a la vez que San Pedro declaró que esta señal pertenecía a la esfera de la revelación, ya que era el cumplimiento de la profecía de Joel que decía que todas las personas se convertirían en partícipes de la operación del Espíritu Santo.
La pregunta sobre cómo interpretar esta señal maravillosa ha ocupado las mentes pensadoras de todos los tiempos. Permítanos proponer una solución, la que presentaremos en las siguientes observaciones:
En primer lugar—Este fenómeno de hablar espiritual en sonidos extraordinarios no se limita a Pentecostés, como tampoco al segundo capítulo de los Hechos.
Por el contrario, el Señor dijo a Sus discípulos, incluso antes de la ascensión, que ellos hablarían en nuevas lenguas—Mr. xvi. 8. Y de las Epístolas de San Pablo, resulta evidente que esta profecía no se refería sólo a Pentecostés, pues se lee en 1 Co. xii. 10 que en la Iglesia apostólica, dentro de los dones espirituales, se encontraba el de las lenguas; que algunos hablaban en γενη γλωττῶύ, es decir, en tipos de lenguas o sonidos. En el versículo 28, el apóstol declara que Dios ha establecido este fenómeno espiritual en la Iglesia. Cabe señalar que en 1 Co. xiv. 1-33, el apóstol presta especial atención a esta señal extraordinaria, y muestra que en aquel tiempo era muy normal. No puede ponerse en duda que el don de lenguas mencionado por San Pablo y la señal sobre la cual habla San Lucas en Hechos ii., son sustancialmente uno y el mismo. En primer lugar, la profecía de Cristo es general: “hablarán nuevas lenguas.” En segundo lugar, se dice que ambos fenómenos han provocado irresistibles impresiones sobre los incrédulos. En tercer lugar, ambos son tratados como dones espirituales. Y, por último, a ambos se aplica el mismo nombre.
Sin embargo, había una diferencia muy perceptible entre ellos: el milagro de las lenguas en el día de Pentecostés fue patente a un gran número de oyentes de diferentes nacionalidades; mientras que en las iglesias apostólicas fue entendido sólo por unos pocos, quienes fueron llamados los intérpretes. En conexión con esto, está el hecho de que el milagro de Pentecostés generó la impresión de hablar a una sola vez a todos los oyentes en lenguas diferentes, de modo que ellos fueran edificados. Sin embargo, esto no constituye una diferencia fundamental. Aunque en las iglesias apostólicas no hubo más que unos pocos intérpretes, aun así, hubo algunos que entendieron el discurso maravilloso.
Hubo, además, una marcada diferencia entre los hombres que fueron dotados de esta manera: algunos entendieron lo que decían, otros no. Pues San Pablo los amonesta, diciendo: “Por lo cual, el que habla en lengua extraña, pida en oración poder interpretarla.” (1 Co. xiv. 13). Sin embargo, incluso sin esta capacidad, el hablar en lenguas tenía un efecto edificante sobre el propio orador; aunque se trataba de una edificación no comprendida, el efecto que una operación desconocida tenía en el alma.
De esto podemos deducir que el milagro de las lenguas consistía en la expresión de sonidos extraordinarios, los cuales no podrían ser explicados a partir de la información existente, ni por el orador, ni por parte del oyente; y al cual en ocasiones se agregaba otra gracia, es decir, la de interpretación. Por lo tanto, tres cosas eran posibles: que el orador por sí mismo comprendiera lo que decía; o bien, que los demás comprendieran lo que decía pero que él mismo fuera incapaz de hacerlo; o por último, que tanto el orador como los oyentes lo comprendieran. Este entendimiento hace referencia a una o más personas.
Sobre esta base, incluiremos los milagros de lenguas en una sola clase; sin embargo, haciendo la distinción de que mientras en el día de Pentecostés se materializó un milagro perfecto, más tarde lo hizo en forma incompleta. Tal como en los milagros realizados por Cristo al resucitar muertos, existe un perceptible aumento de la energía: en primer lugar, el levantar a una recién muerta (la hija de Jairo); luego, a uno a punto de ser enterrado (el joven de Naín); y por último, a uno que ya se encontraba en descomposición (Lázaro); así también en el milagro de las lenguas, existe una diferencia de poder—no que aumenta, sino que disminuye. La más poderosa acción del Espíritu Santo es vista primero, a continuación, las menos poderosas. Es precisamente lo mismo que ocurre en nuestro propio corazón: en primer lugar, el hecho poderoso de la regeneración; después de eso, las manifestaciones de poder espiritual que son menos marcadas. Por lo tanto, en el día de Pentecostés, se produjo el milagro de las lenguas en su perfección; más tarde en las iglesias, se produjo en una medida más débil.
En segundo lugar—No hay pruebas de que el milagro de las lenguas consistiera simplemente en hablar alguna de las lenguas conocidas, no aprendidas previamente.
Si este hubiera sido el caso, San Pablo no podría haber dicho: “Porque si yo oro en lengua desconocida, mi espíritu ora, pero mi entendimiento queda sin fruto” (1 Co. xiv. 14). La palabra “desconocida” aparece en cursiva, y no se encuentra en el griego. Más aun, dice que las lenguas son una señal no para aquellos que creen, sino para aquellos que no creen—vers. 22. Si se hubiera tratado de un asunto de idiomas extranjeros, pero comunes, la cuestión de entenderlos no hubiera podido depender de la fe, sino simplemente del hecho de si la lengua había sido adquirida mediante su estudio o si se trataba de la propia lengua materna de la persona.
Por último, la noción de que estas lenguas se refieren a las lenguas extranjeras no adquiridas mediante el estudio, está en contradicción con San Pablo: “Doy gracias a Dios que hablo en lenguas más que todos vosotros.” Por lo cual él no puede referirse a que había aprendido y dominaba más idiomas que otros, sino que él poseía el don de lenguas en mayor grado que otros hombres. El verso siguiente es la evidencia: “pero en la iglesia prefiero hablar cinco palabras con mi entendimiento, para enseñar también a otros, que diez mil palabras en lengua (desconocida).” De acuerdo con el otro punto de vista, esto debería haber sido: “Quisiera hablar en un idioma, de modo que la Iglesia me pueda entender, más que en diez o veinte idiomas que la Iglesia no entienda.” Pero el apóstol no dice esto. Él no habla de muchas lenguas, en oposición a una, sino de cinco sonidos o palabras en contra de diez mil palabras. De esto se deduce que cuando San Pablo dice: “hablo en glottai (idiomas o sonidos) más que todos vosotros,” debe referirse al milagro de los sonidos.
Porque, aunque se objeta muy naturalmente que en Pentecostés los apóstoles hablaron en idioma árabe, hebreo y parto, además de muchos otros, aun así, el hecho al que se apela no se ha demostrado que ocurriera. Podemos aprender con certeza de Hechos 2, que estos partos, elamitas, etc., recibieron la impresión de que a cada uno de ellos se le habló en su propia lengua; sin embargo, el propio relato demuestra más bien lo contrario. Probemos el experimento. Permita que quince hombres (el número de idiomas mencionados en Hechos 2) hablen en quince idiomas diferentes a la vez y en conjunto, y el resultado no será que cada uno oye su propia lengua, sino más bien que ninguno puede oír nada. Pero el relato de Hechos 2 se explica completamente con que los apóstoles pronunciaron sonidos inteligibles para partos, medos, cretenses, etc., porque ellos los entendieron, recibiendo la impresión de que estos sonidos estaban de acuerdo con sus propias lenguas madre. Como un niño holandés, que ve un problema en el pizarrón desarrollado por un niño inglés o alemán naturalmente recibe la impresión de que fue desarrollado por otro niño holandés, simplemente porque las cifras no son signos afectados por la diferencia de idioma; así mismo, cuando el día de Pentecostés ellos oyeron sonidos pronunciados por milagro, los cuales, en forma independiente a la diferencia de idiomas, fueron inteligibles para el hombre como hombre; el elamita debe haber recibido la impresión de que oyó en idioma elamita, y el egipcio, que se le dirigió la palabra en la lengua egipcia.
No debemos olvidar que el hablar no es nada más que producir impresiones en el alma del oyente, a través de vibraciones en el aire. Pero si las mismas impresiones pueden ser producidas sin la ayuda de las vibraciones del aire, el efecto sobre el oyente deberá ser el mismo. Pruebe este experimento sobre los ojos. La visión de estrellas centelleantes o de figuras que se diluyen excita la retina. El mismo efecto puede ser producido al frotarse los ojos con los dedos, cuando se está reclinado en un sofá en una habitación oscura. Y esto es lo que se aplica aquí. Las vibraciones del aire no son lo más importante, sino la emoción que el habla produce en la mente. Los nativos de Panfilia acostumbraban recibir emociones al oír su lengua materna, y cuando recibieron la misma impresión de un modo distinto, debieron pensar que estaban siendo abordados en la lengua de Panfilia.
En tercer lugar—De acuerdo con la interesante información que entrega San Pablo, el milagro de las lenguas consistía en esto: que los órganos vocales no producían sonidos mediante un trabajo de la mente, sino mediante una operación del Espíritu Santo sobre estos órganos.
San Lucas escribe: “y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen” (Hch. 2: 4) y San Pablo demuestra cabalmente que la persona que hablaba en lenguas no lo hacía con su entendimiento, es decir, como resultado de su propio pensamiento, sino como consecuencia de una operación diferente. Que esto sea posible, lo vemos, en primer lugar, en las personas que sufren delirio y dicen cosas que están fuera de su propio pensamiento; en segundo lugar, en las personas dementes, cuyo hablar incoherente no tiene sentido; en tercer lugar, en las personas poseídas, cuyos órganos vocales son utilizados por demonios; en cuarto lugar, en Balaam, cuyos órganos vocales expresaban palabras de bendición sobre Israel en contra de su voluntad.
Por lo tanto, es necesario reconocer que tres cosas son posibles en el hombre:
En primer lugar, que durante un tiempo tal vez pueda ser privado de la utilización de sus órganos vocales.
En segundo lugar, que un espíritu que ha tomado control de él puede apropiarse del uso de estos órganos.
En tercer lugar, que el Espíritu Santo, apropiándose de sus órganos vocales, puede producir de sus labios sonidos que son “nuevos” y “diferentes” al lenguaje que él normalmente habla.
En cuarto lugar—En el griego, estos sonidos son invariablemente designados por la palabra ãëùôôáé, es decir, lenguas, por lo tanto, lenguaje. En el mundo griego, del que se toma esta palabra, la palabra “glotta” siempre se encuentra en fuerte oposición al “logos,” la razón.
El pensamiento de un hombre constituye el oculto, invisible e imperceptible proceso de su mente. El pensamiento tiene un alma, pero no un cuerpo. Pero cuando el pensamiento se manifiesta y adopta un cuerpo, entonces ahí se obtiene una palabra. Y siendo que la lengua es el órgano movible del habla, da un cuerpo al pensamiento. De ahí el contraste entre el logos, es decir, aquello que un hombre piensa con la mente, y el glotta, es decir, aquello que él expresa con los órganos vocales.
Normalmente, el glotta viene sólo a través del logos y después de él. Sin embargo, en el milagro de las lenguas descubrimos el fenómeno extraordinario en el que, si bien el logos permaneció inactivo, el glotta pronunció sonidos. Y como era un fenómeno de sonidos que no procedía de la mente pensante, sino de la lengua, la Sagrada Escritura lo llama muy apropiadamente un don del glottai, es decir, un don de lengua o fenómenos de sonido.
Por último—En respuesta a la pregunta sobre cómo debe entenderse esto, ofrecemos la siguiente representación: El habla en el hombre es el resultado de su pensamiento; y en un estado sin pecado, este pensamiento es un resplandor interior del Espíritu Santo. Por lo tanto, el habla en un estado sin pecado es el resultado de inspiración, aspiración del Espíritu Santo.
Por lo tanto, en el lenguaje de un hombre que se encuentra en un estado sin pecado, habría sido el producto puro y perfecto de una operación del Espíritu Santo. Él es el creador del lenguaje humano, y sin la lesión y degradante influencia del pecado, la conexión entre el Espíritu Santo y nuestro lenguaje habría estado completa. Pero el pecado ha roto la conexión. El lenguaje humano está dañado: dañado por el debilitamiento de los órganos del habla; por la separación de las tribus y naciones; por las pasiones del alma; por el oscurecimiento de la comprensión; y, principalmente, por la mentira que ha entrado. De ahí esa infinita distancia entre este lenguaje humano puro y auténtico, que tal como la operación directa del Espíritu Santo sobre la mente humana, debería haberse manifestado a sí mismo, y las lenguas realmente existentes que hoy separan a los países—una diferencia semejante a la que existe entre el Adán glorioso y el deformado hotentote.
Pero la diferencia no está destinada a permanecer. El pecado desaparecerá. Lo que el pecado destruyó será restaurado. En el día del Señor, en el banquete de bodas del Cordero, todos los redimidos se entenderán entre sí. ¿De qué manera? Mediante la restauración en los labios del redimido, de la lengua pura y original, la cual nace de la acción del Espíritu Santo sobre la mente humana. Y el milagro de Pentecostés es el germen y el comienzo de ese gran evento que aún tarda, por lo que llevó sus marcas distintivas. En el día de Pentecostés, en medio de la confusión ruidosa de las naciones, se reveló el lenguaje humano único, puro y poderoso que un día todos hablarán, y todos los hermanos y hermanas de todas las naciones y lenguas van a entender.
Y esto fue forjado por el Espíritu Santo. Ellos hablaban según el Espíritu Santo les daba que hablasen. Ellos hablaron un lenguaje celestial para alabar a Dios—no el que era de los ángeles, sino una lengua que se encuentra por encima de la influencia del pecado.
Por lo tanto, la comprensión de este idioma también fue una obra del Espíritu Santo. En Jerusalén, sólo lo entendieron aquellos sobre quienes el Espíritu Santo obró especialmente. Los demás no lo entendieron. Y en Corinto, no fue comprendido por las masas, sino sólo por aquél a quien le fue dado entender, por medio del Espíritu Santo.
Notas
- ↑ El autor se refiere ya sea a las personas bautizadas en su infancia, enseñadas por los ministros de la Palabra en las doctrinas de la Iglesia y que a una edad adecuada fueron recibidas en la Iglesia al confesar su fe, o a personas no recibidas de esta manera en la Iglesia, y todo sobre la base de que Holanda pertenece a las naciones bautizadas- Trad.,
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