La Obra del Espíritu Santo/El Mediador

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English: The Work of the Holy Spirit/The Mediator

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Por Abraham Kuyper sobre Espíritu Santo
Capítulo 9 del Libro La Obra del Espíritu Santo

Traducción por Glorified Word Project


XX. El Espíritu Santo en el Mediador

“…el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios.” Heb. 9:14.

La obra del Espíritu Santo en la Persona de Cristo no se agotó en la Encarnación, sino que aparece claramente en la obra del Mediador. Analizaremos esta obra en el desarrollo de Su naturaleza humana; en la consagración a Su oficio; y en Su humillación hasta la muerte; en Su resurrección, exaltación, y regreso en gloria.

En primer lugar—La obra del Espíritu Santo en el desarrollo de la naturaleza humana en Jesús.

Se ha dicho previamente, y ahora se reitera, que consideramos el esfuerzo de escribir la “Vida de Jesús” como ilegítimo, o que su título lleva un nombre inapropiado: lleva un nombre inapropiado cuando, pretendiendo escribir una biografía de Jesús, el escritor simplemente omite explicar los hechos psicológicos de Su vida; y es ilegítimo, cuando explica estos hechos a partir de la naturaleza humana de Jesús.

Nunca existió una vida de Jesús en el sentido de una existencia humana y personal; y la tendencia a sustituir las diversas biografías de Jesús de Nazaret por las simples narraciones del Evangelio no apunta realmente a nada más que posicionar a la única persona del Dios-hombre en el mismo nivel que los genios y grandes hombres del mundo, a humanizarlo; y por tanto, a aniquilar al Mesías en Él—en otras palabras, a secularizarlo. Y frente a esto levantamos con todas nuestras fuerzas nuestro más serio reclamo.

La Persona Dios-hombre del Señor Jesús no vivió una vida, sino que entregó un poderoso acto de obediencia al humillarse a Sí mismo hasta la muerte; y de esa humillación Él no ascendió por poderes desarrollados a partir de Su naturaleza humana, sino por un poderoso y extraordinario acto del poder de Dios. Cualquiera que se haya comprometido exitosamente a escribir la vida de Cristo, no pudo haber hecho más que extraer el cuadro de Su naturaleza humana. Pues la naturaleza divina no tiene historia; no opera a través de un proceso de tiempo, sino que sigue siendo la misma hasta el fin de los tiempos.

Sin embargo, esto no nos impide indagar, conforme a la necesidad de nuestras limitaciones, de qué manera se desarrolló la naturaleza humana de Cristo. Y luego, las Escrituras nos enseñan que ciertamente hubo crecimiento en Su naturaleza humana. San Lucas relata que Jesús creció en sabiduría, en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres. Por lo tanto, hubo un crecimiento y un desarrollo en Su naturaleza humana, el cual lo llevó de lo menor hacia lo mayor. Esto habría sido imposible si la naturaleza divina del Mesías hubiera tomado el lugar del ego humano, pues entonces la majestad de la Divinidad habría llenado siempre y por completo la naturaleza humana. Pero eso no fue lo que sucedió. La naturaleza humana en el Mediador fue real, es decir, existió en cuerpo y en alma tal como existe en nosotros; y todas las obras internas de la vida, luz, y poder divinos, pudieron manifestarse sólo mediante un proceso de adaptación a las singularidades y limitaciones de la naturaleza humana.

Cuando se sostiene la opinión equivocada de que el desarrollo de un Adán libre de pecado se habría logrado sin la ayuda del Espíritu Santo, es natural suponer que la naturaleza sin pecado de Cristo se desarrolló igualmente por Sí misma, sin la ayuda del Espíritu de Dios. Pero sabiendo, a través de las Escrituras, que no sólo los dones, poderes, y facultades del hombre son resultado de la obra del Espíritu Santo, sino también su funcionamiento y ejercicio, vemos el desarrollo de la naturaleza humana de Jesús bajo una luz diferente, y comprendemos el significado de aquellas palabras que dicen que Él recibió el Espíritu Santo sin medida. Pues esto indica que Su naturaleza humana también recibió el Espíritu Santo; y que esto no sólo ocurrió luego de que viviera durante años sin Él, sino en cada momento de Su existencia, en función de la medida de Sus capacidades. Incluso en Su concepción y nacimiento, el Espíritu Santo no sólo efectuó una separación del pecado, sino que también dotó Su naturaleza humana con los gloriosos dones, poderes y facultades a los cuales esa naturaleza es susceptible. Por consiguiente, Su naturaleza humana no recibió estos dones, poderes y facultades por parte del Hijo, por comunicación desde la naturaleza divina; sino por parte del Espíritu Santo, por comunicación hacia la naturaleza humana; y esto debería ser comprendido a cabalidad.

Sin embargo, Su naturaleza humana no recibió estos dones, poderes y facultades en pleno funcionamiento, sino totalmente inoperantes: Tal como en todo bebé existen poderes y facultades que permanecerán latentes, algunos de ellos por muchos años, de igual manera, en la naturaleza humana de Cristo existieron poderes y facultades que por un tiempo permanecieron adormecidos. El Espíritu Santo impartió estas dotaciones a Su naturaleza humana sin medida—Juan 3:34. Esto se relaciona con un contraste entre los demás, a quienes el Espíritu Santo no dotó sin medida, sino en un grado limitado de acuerdo a su llamado o destino individual; y Cristo, en quien no existe una distinción ni individualidad de este tipo—a quien, por lo tanto, dones, poderes y facultades se imparten en tal medida, que Él nunca podría sentir la falta de ningún don del Espíritu Santo. Él no carecía de nada, lo poseía todo; no por causa de Su naturaleza divina, la cual siendo la plenitud eterna en Sí misma, no puede recibir nada; sino en virtud de Su naturaleza humana, la cual fue dotada por el Espíritu Santo con tales dones gloriosos.

Sin embargo, esto no fue todo. El Espíritu Santo no sólo adornó la naturaleza humana de Cristo con estas dotaciones, sino que también provocó que ellas fueran ejercidas poco a poco hasta llegar a una plena actividad.

Esto estuvo sujeto a la sucesión de los días y los años del tiempo de Su humillación. Aun cuando Su corazón contenía el origen de toda sabiduría, siendo un niño de un año, por ejemplo, Él no podía conocer las Escrituras por medio de Su comprensión humana. Como Hijo Eterno las conocía, pues Él mismo las había dado a Su Iglesia. Pero Su conocimiento humano no tenía libre acceso a Su conocimiento divino. Por el contrario, mientras que el segundo nunca aumentó, pues conocía todas las cosas desde la eternidad, el primero debía aprenderlo todo; no tenía nada de sí mismo. Este es el aumento en sabiduría del cual habla San Lucas—no un aumento de la facultad, sino de su ejercicio. Y esto nos permite obtener una idea de la magnitud de Su humillación. Él, que sabía todas las cosas en virtud de Su naturaleza divina, comenzó como hombre, no sabiendo nada; y lo que Él supo como hombre, lo adquirió mediante el aprendizaje bajo la influencia del Espíritu Santo.

Y lo mismo se aplica a Su aumento en estatura y en gracia para con Dios y los hombres. Estatura se refiere a Su crecimiento físico, incluido todo lo que en la naturaleza humana depende de ello. No fue creado adulto como Adán, sino nacido como niño, tal como cada uno de nosotros; Jesús tuvo que crecer y desarrollarse físicamente: no por arte de magia, sino en la realidad. Cuando estaba en el regazo de María, o cuando como chiquillo miraba a Su alrededor en la tienda de su padrastro, Él era un niño; no sólo en Su apariencia pero con la sabiduría de un hombre respetable y de cabellos blancos; sino como un niño real, cuyas impresiones, sentimientos, sensaciones y pensamientos iban acorde con Su edad. No cabe duda que Su desarrollo fue rápido y hermoso, superando todo lo alguna vez visto en otros niños, de modo que los ancianos rabinos en el Templo estaban sorprendidos cuando miraban al Niño de sólo doce años; aun así, siempre mantuvo el desarrollo de un niño que primero estuvo sobre el regazo de Su madre, que luego aprendió a caminar, que poco a poco se convirtió en un muchacho y joven, hasta que alcanzó la plenitud de la estatura un hombre.

Y tal como con cada aumento de Su naturaleza humana, el Espíritu Santo amplió el ejercicio de sus poderes y facultades; así también lo hizo con respecto a la relación de la naturaleza humana con Dios y los hombres, pues Él creció en gracia para con Dios y los hombres. La gracia tiene relación con la evolución y el desarrollo de la vida interior, y puede manifestarse en una doble vía, ya sea complaciendo o desagradando a Dios y a los hombres. Se dice que en el desarrollo de Jesús, tales dones y facultades, disposiciones y atributos, poderes y capacidades, se manifestaron desde la vida interior de la naturaleza humana que el favor de Dios depositó sobre ellos, los cuales, al mismo tiempo, afectaban a aquellos que se encontraban en torno a Él en una manera refrescante y útil.

Incluso separado de Su condición de Mesías, y con relación a Su naturaleza humana, Jesús permaneció durante todos los días de Su humillación bajo la constante y penetrante acción del Espíritu Santo. El Hijo, quien no tenía falta de nada, sino que como Dios en unión con el Padre y el Espíritu Santo poseía todas las cosas, adoptó compasivamente nuestra naturaleza humana. Y en la medida en que es singular a esa naturaleza obtener sus dones, poderes y facultades no de sí misma, sino del Espíritu Santo, por cuya sola acción constante se pueden ejercer; de la misma manera, el Hijo no quebrantó esta singularidad, sino que aunque Él era el Hijo, no tomó su preparación, enriquecimiento y funcionamiento en Sus propias manos, sino que estuvo dispuesto a recibirlos de manos del Espíritu Santo.

El hecho de que el Espíritu Santo descendiera sobre Jesús durante Su Bautismo, a pesar de que Él Lo había recibido sin medida en Su concepción, puede ser sólo explicado si se mantiene en la mira la diferencia entre la vida personal y la vida oficial de Jesús.


XXI. No Como en Nosotros

“Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto.”—Mt. iv. 1.

La representación de que la naturaleza humana de Cristo recibió influencias e impulsos que estimularon y dieron cualidades directamente de Su naturaleza divina, aunque en lo total, es incorrecta, contiene algo de verdad.

A menudo distinguimos entre nuestro ego y nuestra naturaleza. Decimos: “Mi naturaleza está contra mí,” o “Mi naturaleza está a mi favor”; de ahí se desprende que nuestra persona activa y anima nuestra naturaleza. Aplicando esto a la Persona del Mediador, se debe distinguir entre Su naturaleza humana y Su Persona. Esta última ha existido desde la eternidad; la primera, fue adoptada en el tiempo. Y puesto que en el Hijo la Persona divina y la naturaleza divina son casi una, se debe reconocer que la Divinidad de Nuestro Señor controló directamente Su naturaleza humana. Este es el significado de la confesión de los hijos de Dios, respecto de que Su Divinidad dio apoyo a Su naturaleza humana.

Sin embargo, es erróneo suponer que la Persona divina alcanzó en Su naturaleza humana lo que en nosotros es realizado por el Espíritu Santo. Esto pondría en peligro Su humanidad real y verdadera. Las Escrituras lo niegan absolutamente.

En segundo lugar—La obra del Espíritu Santo en la consagración de Jesús a Su oficio (ver “En primer lugar” en la página 93).

Esto debería observarse cuidadosamente, en especial porque la Iglesia nunca ha confesado con suficiente fuerza la influencia que el Espíritu Santo ejerce sobre la obra de Cristo. La impresión general es que la obra del Espíritu Santo se inicia sólo una vez que ha terminado la obra del Mediador en la tierra, como si antes de ese momento hubiera estado celebrando Su día de descanso divino. Sin embargo, las Escrituras nos enseñan una y otra vez que Cristo realizó Su obra mediadora controlada e impulsada por el Espíritu Santo. Ahora consideraremos esta influencia en relación a Su consagración a Su oficio.

Cristo ya había dado testimonio de este rescate por medio del espíritu de los profetas, a través de la boca de Isaías: “El Espíritu de Jehová el Señor está sobre mí, porque me ungió Jehová; me ha enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos.” Pero el gran hecho del cual uno no puede enterarse a través de la profecía es el del descenso del Espíritu Santo en el Jordán. Isaías, seguramente, se refería en parte a este evento; pero principalmente, a la unción en el consejero de paz. Sin embargo, cuando Jesús emergió del Jordán y el Espíritu Santo descendió sobre Él como paloma, se oyó una voz del cielo diciendo, “Este es mi Hijo amado,” sólo entonces la unción se volvió real.

En lo que respecta al evento en sí, mencionaremos sólo unas pocas palabras. Que el Bautismo de Cristo no fue puramente un rito, sino que el cumplimiento de toda justicia demuestra que Él se sumergió en el agua cargado con nuestros pecados. De ahí, por lo tanto, que San Juan haga que las palabras, “He aquí el Cordero de Dios” (Jn. i. 29), precedan al relato de Su Bautismo. Por tanto, es incorrecto decir que Cristo fue instalado en Su oficio Mesiánico sólo en Su Bautismo. Por el contrario, Él fue ungido desde la eternidad. Por ello, Él no puede ser representado como si, de acuerdo con la medida de Su desarrollo, hubiera estado inconsciente por un momento respecto de la tarea de Mesías que recaía sobre Él. Esto radica en Su santa Persona; no fue añadida a Él en un período posterior, sino que fue Suya antes de que Adán cayera. Y aunque en Su conciencia humana, Su Persona alcanzaba estatura gradualmente, siempre se trató de la estatura del Mesías. Esto se hace evidente cuando, en Su respuesta a la edad de doce años, habló de las cosas de Su Padre de las cuales debía ocuparse; y aún más claramente, en las palabras que con autoridad dijo a Juan el Bautista: “Deja ahora, porque así conviene que cumplamos toda justicia.”

Y, sin embargo, es sólo en Su Bautismo que Jesús recibe la verdadera consagración a Su oficio. Esto se demuestra por el hecho de que inmediatamente después del Bautismo, Él entró públicamente a Su rol como Maestro; y también por el propio evento, y por la voz del cielo que lo señala a Él como el Mesías; y especialmente por el descenso del Espíritu Santo, el cual no puede ser interpretado de ninguna otra manera sino como la consagración a Su santo oficio.

Lo que hemos dicho en relación a la comunicación del Espíritu Santo, que capacita a alguien para el oficio, tal como en el caso de Saúl, David, y otros, resulta tener aquí aplicación directa. Aunque en Su naturaleza humana, Jesús estuvo personalmente en constante comunión con el Espíritu Santo, aun así la comunicación oficial fue establecida sólo en el momento de Su Bautismo. Sin embargo, por causa de esta diferencia, mientras que en otros la persona y su oficio son separados al momento de la muerte, en el Mesías ambos permanecen unidos incluso durante y después de la muerte, para continuar de ese modo hasta el momento en que Él deba entregar el Reino a Dios el Padre, para que así Dios sea todo en todo. De ahí la observación descriptiva de Juan: “Vi al Espíritu que descendía del cielo como paloma, y permaneció sobre él” (Jn. i. 32).

Y, por último, ante la pregunta de por qué la Persona del Mediador necesitaba este importante evento y los tres signos que lo acompañan, nuestra respuesta es la siguiente:

En primer lugar, Cristo debe ser un verdadero hombre incluso en Su oficio, por lo que debe ser instalado de acuerdo a la costumbre humana. Él entra a Su ministerio público a los treinta años; Él es públicamente instalado y ungido con el Espíritu Santo.

En segundo lugar, debido a Su conciencia humana, esta sorprendente revelación del cielo era de suma necesidad. El conflicto de la tentación debía ser absoluto, es decir, indescriptible; de ahí que la impronta de Su consagración debe ser indestructible.

En tercer lugar, era necesario distinguir frente a los apóstoles y la Iglesia, y sin dejar lugar a dudas, al verdadero Mesías respecto de todos los seudo-mesías y anticristos. Este es el motivo del firme interés de San Juan en este evento.

Si la obra del Espíritu Santo respecto de la consagración es evidente y está claramente indicada en la Sagrada Escritura, el hecho de que la influencia oficial del Espíritu Santo acompañara al Mediador a través de toda la administración de Su oficio no está establecido en forma menos clara. Esto se desprende de los hechos inmediatamente posteriores al Bautismo. San Lucas relata que Jesús, estando lleno del Espíritu Santo, fue llevado por el Espíritu al desierto. San Mateo añade: “para ser tentado por el diablo.” Se dice que el Espíritu tomó a Elías, Ezequiel y algunos otros, y los trasladó a otro lugar. Esto se presenta en evidente conexión con respecto de lo que hemos leído aquí de Jesús. Pero con la siguiente diferencia, y es que mientras que en aquellos casos la fuerza impulsora vino a ellos desde fuera, Jesús, siendo lleno del Espíritu Santo, sintió la presión de esa fuerza en las profundidades de Su propia alma. Y, sin embargo, a pesar de que esta acción del Espíritu Santo estaba activa en Su alma, no fue lo mismo que los impulsos de la naturaleza humana de Cristo. Jesús no habría ido al desierto por Sí mismo; Su ida a ese lugar fue el resultado del Espíritu Santo dirigiéndolo. Esta es la única manera en que este pasaje puede recibir su explicación completa.

En San Lucas se muestra que la dirección del Espíritu Santo no se limitó a este único acto. San Lucas relata (cap. iv. 14) que después de la tentación, Jesús regresó a Galilea en el poder del Espíritu Santo, entrando entonces al ministerio público de Su oficio profético.

Evidentemente, el propósito de las Escrituras es destacar la incapacidad de la naturaleza humana que Cristo había adoptado para cumplir con la obra del Mesías; esta sólo pudo ser lograda mediante la constante acción y la poderosa dirección del Espíritu Santo, por medio del cual, Su naturaleza humana fue de tal manera fortalecida, que pudo ser el instrumento del Hijo de Dios para la realización de Su maravillosa obra.

Jesús era consciente de esto, y lo indicó expresamente al comienzo de Su ministerio. En la sinagoga, se dirigió a Isaías lxi. 1 y leyó para los presentes: “El Espíritu de Jehová el Señor está sobre mí, porque me ungió Jehová”; y luego agregó: “Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros.”

El Espíritu Santo no sólo apoyó Su naturaleza humana al momento de la tentación y del inicio del ministerio, sino en todas Sus poderosas acciones; como Cristo mismo declaró: “Pero si yo por el Espíritu de Dios echo fuera los demonios, ciertamente ha llegado a vosotros el reino de Dios” (Mt. xii. 28). Más aun, San Pablo enseña que los dones de sanidad y milagros proceden del Espíritu Santo; y esto, en relación a la afirmación de que estos poderes operaron en Jesús (Mr. vi. 14), nos convence de que estos fueron los poderes del Espíritu Santo mismo. Otra vez, con frecuencia se dice que Él se regocijó en el Espíritu, o que estaba turbado en el Espíritu; lo que puede interpretarse como un regocijo o una turbación frente a dificultades que se generan en Su propio espíritu; pero esto no es una explicación completa. Cuando se refiere a Su propio espíritu, se puede leer: “Y gimiendo en su espíritu” (Mr. viii. 12). Pero en los otros casos interpretamos las expresiones como apuntando a emociones que son más profundas y más gloriosas, de las cuales nuestra naturaleza humana es susceptible sólo cuando permanece en el Espíritu Santo. Pues, aunque San Juan afirma que Jesús gimió en Sí mismo (cap. xi. 38), esto no es contradictorio, especialmente en relación a Jesús. Si el Espíritu Santo siempre moró en Él, la misma emoción se puede atribuir tanto a Él como al Espíritu Santo.

Sin embargo, exceptuando estos pasajes y sus interpretaciones, se ha dicho lo suficiente como para demostrar que esa parte de la obra de mediación de Cristo, comenzando con Su Bautismo y concluyendo en el aposento alto, fue caracterizada por la acción, la influencia y el apoyo del Espíritu Santo.

De acuerdo al divino consejo, en la creación, la naturaleza humana se ha adaptado a la obra interior del Espíritu Santo, sin la cual no puede desplegarse a sí misma más de lo que el capullo de una rosa puede hacerlo sin la luz y la influencia del sol. Como el oído no puede escuchar sin sonido, y el ojo no puede ver sin luz; así es nuestra naturaleza humana sin la luz y la morada interior del Espíritu Santo, incompleta. Por tanto, cuando el Hijo asumió la naturaleza humana, la tomó tal como es; es decir, incapaz de realizar cualquier acción santa el poder del Espíritu Santo. Por lo tanto, el Espíritu Santo concibió que desde un principio la naturaleza humana de Cristo estuviera ricamente dotada de poderes. El Espíritu Santo desarrolló estos poderes, y Cristo fue consagrado a Su oficio mediante la comunicación de los dones Mesiánicos a Su naturaleza humana; mediante los cuales Él todavía intercede por nosotros como nuestro Sumo Sacerdote y nos gobierna como nuestro Rey. Y por esta razón, Él fue guiado, impulsado, animado y apoyado por el Espíritu Santo en cada etapa de Su ministerio Mesiánico.

Existen tres diferencias entre la comunicación que ocurre entre el Espíritu Santo y la naturaleza humana de Jesús, y aquella que ocurre con nosotros:

En primer lugar, el Espíritu Santo se encuentra siempre en nuestros corazones con la resistencia propia del mal. El corazón de Jesús no tenía pecado ni maldad. Por lo tanto, en Su naturaleza humana, el Espíritu Santo no encontró resistencia.

En segundo lugar, la acción, la influencia, el apoyo y la dirección del Espíritu Santo en nuestra naturaleza humana es siempre personal; es decir, en parte imperfecta; en la naturaleza humana de Jesús fue vital, perfecta, no dejó vacío alguno.

En tercer lugar, el Espíritu Santo se encuentra con un ego en nuestra naturaleza que, en unión a ella, se opone a Dios; mientras que en Cristo, la Persona que encontró participando de la naturaleza divina en Su naturaleza humana, era absolutamente santa. Pues el Hijo, habiendo adoptado la naturaleza humana en unión con Su Persona, estaba cooperando con el Espíritu Santo.


XXII. El Espíritu Santo en la Pasión de Cristo

“El cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo.”—Heb. ix. 14.

En tercer lugar—Examinaremos la obra del Espíritu Santo en el sufrimiento, la muerte, resurrección y exaltación de Cristo (ver "Primero" y "Segundo", páginas ___ y __).

En la Epístola a los Hebreos, el apóstol pregunta: “Porque si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos, santifican para la purificación de la carne; ¿cuánto más la sangre de Cristo, limpiará vuestras conciencias de obras muertas?” añadiendo las palabras: “el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios.” El significado de estas palabras ha sido objeto de controversia. Beza y Gomarus entendieron que el Espíritu Eterno significaba la naturaleza divina de Cristo. Calvino y la mayoría de los reformadores lo tomaron como si se refiriera al Espíritu Santo. Los expositores de de hoy, especialmente los de tendencias racionalistas, lo entienden simplemente como la tensión de la naturaleza humana de Cristo.

Junto a la mayoría de los expositores ortodoxos, adoptamos el punto de vista de Calvino. La diferencia entre Calvino y Beza es aquella a la que ya se ha hecho referencia. La pregunta es si acaso en lo que respecta a Su naturaleza humana, Cristo sustituyó la obra interna del Hijo por la del Espíritu Santo, o si Él simplemente tuvo la acción normal del Espíritu Santo.

En la actualidad muchos han adoptado el primer punto de vista sin tener una comprensión clara de la diferencia entre ambos. Y por lo tanto razonan: “¿Acaso no están ambas naturalezas unidas en la Persona de Jesús? ¿Por qué, entonces, el Espíritu Santo debería ser añadido para capacitar la naturaleza humana? ¿No podría acaso el Hijo mismo hacer esto?” Y así, llegan a la conclusión de que, dado que el Mediador es Dios, no puede haber necesidad de una obra del Espíritu Santo en la naturaleza humana de Cristo. Y, sin embargo, este punto de vista debe ser rechazado, debido a—

En primer lugar, Dios ha creado la naturaleza humana de tal manera que, sin el Espíritu Santo, no puede tener ninguna virtud ni santidad. La justicia original de Adán fue obra y fruto del Espíritu Santo tan auténticamente como hoy lo es la nueva vida en el que ha sido regenerado. El Espíritu Santo brillando al interior es tan esencial a la santidad como lo es para la vista la luz que brilla en el ojo.

En segundo lugar, de acuerdo con la distinción de tres Personas divinas, la obra del Hijo con referencia a la naturaleza humana es distinta de la obra del Espíritu Santo. El Espíritu Santo no podía convertirse en carne; esto es algo que sólo el Hijo podía hacer. El Padre no ha entregado todas las cosas al Espíritu Santo. El Espíritu Santo trabaja desde el Hijo, pero el Hijo depende del Espíritu Santo para aplicar la redención a las personas. El Hijo adopta nuestra naturaleza, y de este modo se relaciona a Sí mismo con toda la especie; pero luego, sólo el Espíritu Santo puede entrar en las almas de las personas para glorificar al Hijo en los hijos de Dios.

La aplicación de estos dos principios a la Persona de Cristo nos permite ver que Su naturaleza humana no podía otorgarle la constante iluminación interior del Espíritu Santo. Por eso las Escrituras declaran: “Él le dio el Espíritu sin medida.” El Hijo tampoco podía, de acuerdo a Su propia naturaleza, tomar el lugar del Espíritu Santo, sino que en la economía divina, por causa de Su unión con la naturaleza humana, Él siempre dependió del Espíritu Santo.

En cuanto a la interrogante respecto de si la Divinidad de Cristo apoyó o no a Su humanidad, nuestra respuesta es: No cabe duda de que sí lo hizo; pero nunca en forma independiente al Espíritu Santo. Nosotros desmayamos, pues resistimos, contristamos y rechazamos al Espíritu Santo. Cristo fue siempre victorioso porque Su divinidad nunca aflojó Su apoyo sobre el Espíritu Santo en Su humanidad, sino que lo recibió y se adhirió a Él con todo el amor y la energía del Hijo de Dios.

La naturaleza humana es limitada. Es susceptible de recibir del Espíritu Santo para poder así ser su templo. Sin embargo, esa susceptibilidad tiene sus límites. Enfrentada por la muerte eterna, pierde su tensión y cae fuera de la comunión del Espíritu Santo. De ahí que no tenemos bien imperdible en nosotros mismos, sino sólo como miembros del cuerpo de Cristo. Fuera de Él, la muerte eterna tendría poder sobre nosotros, nos separaría del Espíritu Santo y nos destruiría. Por lo tanto, toda nuestra salvación se encuentra en Cristo. Él es nuestra ancla que ha sido arrojada dentro del velo. En cuanto a la naturaleza humana de Cristo, esta se encontró con la muerte eterna y pasó a través de ella. Esto no podría ser de otra manera. Si Él sólo hubiese pasado a través de la muerte temporal, la muerte eterna aún se encontraría invicta.

Nuestra respuesta a la pregunta de cómo Su naturaleza humana pudo pasar por la muerte eterna y no perecer, sin tener un Mediador para sostenerlo a través de ella, es la siguiente: La naturaleza humana de Cristo habría sido aplastada por ella, y la iluminación interior del Espíritu Santo habría cesado si Su naturaleza divina, es decir, el infinito poder de Su Divinidad, no hubiera estado por debajo de Su naturaleza humana. De ahí que el apóstol declare: “el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo,” no a través del Espíritu Santo. Ambas expresiones no son equivalentes. Existe una diferencia entre el Espíritu Santo, la tercera Persona de la Divinidad, separado de mí, y el Espíritu Santo obrando dentro de mí.

Las palabras de las Escrituras, “Él estaba lleno del Espíritu Santo,” se refieren no sólo a la Persona del Espíritu Santo, sino también a Su obra en el alma del hombre. Así, con referencia a Cristo, existe una diferencia entre las expresiones: “Él fue concebido por el Espíritu Santo,” “El Espíritu Santo descendió sobre Él,” “Ser lleno del Espíritu Santo,” y “El cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo.” Las dos últimas citas indican el hecho de que el espíritu de Jesús había alojado al Espíritu Santo y se había identificado con Él; casi en el mismo sentido que en Hechos xv. 28: “Porque ha parecido bien al Espíritu Santo, y a nosotros.” El término “Espíritu Eterno” fue elegido para indicar que la Persona divino-humana de Cristo entró en tal indisoluble comunión con el Espíritu Santo, que ni siquiera la muerte eterna pudo romperla.

Un análisis más detenido de los sufrimientos de Cristo aclarará este punto.

Cristo no nos redimió únicamente mediante Sus sufrimientos: siendo escupido, azotado, coronado con espinas, crucificado y muerto; sino que esta pasión se hizo efectiva para nuestra redención mediante Su amor y obediencia voluntaria. Estos dos son llamados generalmente Su cumplimiento pasivo y activo. Por el primero, entendemos Su real aguante y carga de dolor, angustia y muerte; por el segundo, Su celo por el honor de Dios, el amor, la fidelidad, y la compasión divina por los que Él se hizo obediente aun hasta la muerte—así es, la muerte de cruz. Y ambos son esencialmente distintos. Satanás, por ejemplo, también lleva el castigo y lo llevará para siempre, pero él carece de la disposición para llevarlo. Esto, sin embargo, no afecta la validez de la pena. Un asesino que se encuentra en la horca puede maldecir a Dios y a los hombres hasta el final, pero esto no invalidará su castigo. Ya sea que él maldiga u ore, resulta igualmente válido.

Por lo tanto, en los sufrimientos de Cristo había mucho más que un mero cumplimiento penal pasivo. Nadie obligó a Jesús. Él, partícipe de la naturaleza divina, no podía ser obligado, sino que Se ofreció a Sí mismo muy voluntariamente: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad, como en el rollo del libro está escrito de mí.” Para entregar ese sacrificio voluntario, él adoptó el cuerpo preparado con la misma voluntad: “El cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”; “Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia.” Y para dar mayor prueba de esta obediencia hasta la muerte, en Su interior Se consagró a la muerte, como Él mismo declaró: “Y por ellos yo me santifico a mí mismo.”

Esto lleva a la importante interrogante respecto de si Jesús entregó esta obediencia y consagración en forma externa a Su naturaleza humana o dentro de ella, para que se manifestara a sí misma en Su naturaleza humana. Sin duda, lo correcto es la segunda aseveración. La naturaleza divina no puede aprender ni ser tentada; el Hijo no podría amar al Padre sino con amor eterno. En la naturaleza divina no existe el más o el menos. Suponer esto aniquila la naturaleza divina. La afirmación respecto de que, “Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia,” no significa que Él como Dios aprendió la obediencia, porque Dios no puede obedecer. Dios rige, gobierna, ordena, pero nunca obedece. Como Rey, Él puede servirnos sólo en forma de esclavo, ocultando Su majestad principesca, habiéndose derramado a Sí mismo, de pie ante nosotros como un despreciado entre los hombres. Y por lo tanto, respecto de “Y aunque era Hijo,” se entiende: si bien en Su Ser interior Él es Dios el Hijo, aun así estuvo frente a nosotros en tal humildad, que nada traicionó Su divinidad; así es, Él fue tan humilde, que incluso aprendió obediencia.

Por tanto, si el Mediador como hombre mostró en Su naturaleza humana tal celo por Dios y tal compasión por los pecadores, que voluntariamente Se entregó a Sí mismo hasta la muerte, entonces es evidente que Su naturaleza humana no podía ejercer tal consagración sino por la obra interna del Espíritu Santo; y una vez más, que el Espíritu Santo no podría haber efectuado tal obra interna a menos que el Hijo lo hubiera querido y deseado. El grito del Mesías se escucha en las palabras del salmista: “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado.” El Hijo estaba dispuesto, por lo tanto, a vaciarse de tal modo a Sí mismo que fuera posible que Su naturaleza humana pasara a través de la muerte eterna; y con este fin, Él Se dejó llenar de todo el poderío del Espíritu de Dios. Por lo tanto, el Hijo se ofreció a Sí mismo “mediante el Espíritu eterno para que sirváis al Dios vivo.”

De ahí que la obra del Espíritu Santo en la obra de la redención no se iniciara sólo en Pentecostés; sino que el mismo Espíritu Santo que da aliento a toda vida en la creación, sostiene y capacita nuestra naturaleza humana; y en Israel y los profetas, forjó la obra de revelación; también preparó el cuerpo de Cristo; adornó Su naturaleza humana con dones afables y los puso en funcionamiento; Lo instaló en Su oficio; Lo llevó a la tentación; Lo capacitó para echar fuera demonios y, finalmente, Lo habilitó para concluir esa eterna obra de cumplimiento mediante la cual nuestras almas son redimidas.

Esto explica por qué Beza y Gomarus no podían estar satisfechos del todo con la exposición de Calvino. Calvino dijo que se trataba de la obra del Espíritu Santo, separada de la divinidad del Hijo. Y ellos consideraban que algo estaba faltando. Pues el Hijo no Se aferró a ninguna reputación, y Se hizo obediente; pero si todo esto es la obra del Espíritu Santo, entonces nada queda de la obra del Hijo. Y para escapar a esta postura, ellos adoptaron el otro extremo y declararon que el Espíritu Eterno sólo hacía referencia al Hijo de acuerdo con Su naturaleza divina—una tesis que no puede aceptarse, pues a la naturaleza divina nunca se le designa como espíritu.

Pero ellos no estaban del todo mal. La reconciliación de estas opiniones contrarias debe buscarse en la diferencia entre la existencia del Espíritu Santo sin nosotros, y Su obra al interior de nosotros tal como la ha recibido nuestra naturaleza, e identificada con la propia obra de ella. Y ya que el Hijo, mediante Su Divinidad, permitió a Su naturaleza humana efectuar esta unión en el terrible conflicto con la muerte eterna—entonces, el apóstol confiesa que el sacrificio del Mediador fue hecho por la obra del Espíritu Eterno.


XXIII. El Espíritu Santo en el Cristo Glorificado

“Que fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos.”—Rom. i. 4.

De los estudios anteriores se desprende que, a medida que Cristo descendía por los diversos pasos de Su humillación hacia la muerte en la cruz, el Espíritu Santo realizaba una obra en Su naturaleza humana.

La interrogante se plantea ahora respecto de si Él también tuvo una obra en los diversos pasos de la exaltación de Cristo hacia la excelente gloria, es decir, en Su resurrección, ascensión, dignidad real y segunda venida.

Antes de responder a esta pregunta, debemos considerar en primer lugar la naturaleza de esta obra en la exaltación. Porque es evidente que debe diferir mucho respecto de la de Su humillación. En esta última, Su naturaleza humana sufrió violencia. Sus sufrimientos no sólo antagonizaron Su naturaleza divina, sino también Su naturaleza humana. Sufrir el dolor, el insulto y la burla, ser azotado y crucificado, va en contra de la naturaleza humana. El esfuerzo para resistir tales sufrimientos y para escapar de ellos, resulta completamente natural. El gemido de Cristo en Getsemaní es la expresión natural del sentimiento humano. Él fue cargado con la maldición y la ira de Dios en contra del pecado de la especie. Entonces, la naturaleza humana luchó contra esa carga; y el grito, “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa,” fue un grito de horror sincero y natural que la naturaleza humana no podía reprimir.

Y no sólo en Getsemaní; aunque en menor grado, Él experimentó lo mismo a través de toda Su humillación. Su propio derramamiento no fue una simple pérdida o aflicción, sino un volverse cada vez más y más desposeído; hasta que finalmente no quedó nada de Él, sino sólo un pedazo de tierra donde Él pudiera llorar y una cruz sobre la cual Él pudiera morir. Él renunció a todo lo que el corazón y la carne tanto aprecian, hasta que, sin amigo ni hermano, sin recibir una sola muestra de amor, y en medio de la risa burlona de Sus calumniadores, Él entregó el espíritu. Ciertamente, Jesús pisó solo el lagar.

Siendo Su humillación tan profunda y real, no es de extrañar que el Espíritu Santo socorriera y consolara a Su naturaleza humana, de modo que ella no fuera aplastada. Porque la obra que le corresponde al Espíritu Santo es hacer posible que la naturaleza humana, mediante los dones de la gracia, pueda mantenerse firme frente a la tentación de pecar producida por la aflicción, y superarla. Él animó a Adán antes de la caída; hoy, Él consuela y apoya a todos los hijos de Dios; y Él hizo lo mismo en la naturaleza humana de Jesús. Lo que es el aire a la naturaleza física del hombre, el Espíritu Santo lo es a su naturaleza espiritual. Sin aire, hay muerte en nuestros cuerpos; sin el Espíritu Santo, hay muerte en nuestras almas. Y como Jesús debía morir, aunque Él era el Hijo, cuando le faltó la respiración ya no pudo vivir de acuerdo a Su naturaleza humana, a pesar de que Él era el Hijo, con la excepción de que el Espíritu Santo habitaba en esa naturaleza. Dado que, de acuerdo al lado espiritual de Su naturaleza humana, Él no estaba muerto tal como nosotros lo estamos, sino que nació en posesión de la vida de Dios; entonces era imposible que Su naturaleza humana existiera por un solo momento sin el Espíritu Santo.

Pero, ¡cuán diferente es lo que ocurre en el estado de Su exaltación! El honor y la gloria no están en contra de la naturaleza humana, sino que la sacian. Ella los codicia y anhela con todas sus fuerzas. De ahí que esta exaltación no creara ningún conflicto en el alma de Jesús. Su naturaleza humana no necesitaba ayuda para soportarla. Entonces, se desprende la pregunta: ¿Qué es, por lo tanto, lo que el Espíritu Santo podría hacer por la naturaleza humana en el estado de gloria?

En cuanto a la resurrección, las Escrituras enseñan en más de una oportunidad que ella estaba conectada a una obra del Espíritu Santo. San Pablo dice (Rom. i.4) que Jesús fue “declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos.” Y San Pedro dice (1 P. iii. 18) que Cristo “siendo a la verdad muerto en la carne, pero vivificado en espíritu,” lo que evidentemente se refiere a la resurrección, tal como lo demuestra el contexto: “Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios.” Su muerte apunta hacia la crucifixión; y Su vivificación, que es lo contrario de la última, sin duda se refiere a Su resurrección.

San Pablo, hablando de nuestra resurrección en Rom. vii. 11, explica estas declaraciones un tanto desconcertantes afirmando que “si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros.” Este pasaje dice tres cosas acerca de nuestra resurrección:

En primer lugar, que el Dios Trino nos vivificará.

En segundo lugar, que esto será realizado mediante una obra especial del Espíritu Santo.

En tercer lugar, que será efectuado mediante el Espíritu que mora en nosotros.

San Pablo nos induce a aplicar estas tres cosas a Cristo, pues Él mismo compara Su resurrección con la nuestra; no sólo en lo que respecta al hecho en sí, sino también en relación a la obra mediante la cual se efectuó. Por lo tanto, con referencia a lo último, se debe declarar:

En primer lugar, que el Dios Trino Lo levantó de los muertos; San Pedro lo declaró claramente en el día de Pentecostés: “al cual Dios levantó, sueltos los dolores de la muerte,” San Pablo lo repitió en Ef. i. 20, pasaje en el cual se habla de “Su gran poder” el cual Él operó en Cristo cuando Lo levantó de los muertos.

En segundo lugar, que Dios el Espíritu Santo llevó a cabo una obra singular en la resurrección.

En tercer lugar, que Él realizó esta obra en Cristo desde dentro, habitando en Él: “Que mora en vosotros.”

La naturaleza de esta obra se desprende de la participación que el Espíritu Santo tuvo tanto en la creación de Adán como en nuestro nacimiento. Si el Espíritu enciende y trae a existencia toda vida, especialmente en el hombre, entonces fue Él quien reavivó la chispa que el pecado y la muerte habían apagado. Él Lo hizo en Jesús; Él así mismo lo hará en nosotros.

La única dificultad restante se encuentra en el tercer punto: “Que mora en vosotros.” La obra del Espíritu Santo en nuestra creación y, por tanto, en la de la naturaleza humana de Cristo, vino desde fuera; en la resurrección, opera desde dentro. Por supuesto que las personas que mueren no siendo templos del Espíritu Santo están excluidas. San Pablo habla exclusivamente de los hombres cuyos corazones son Su templo. Por lo tanto, al representarlo habitando en ellos, San Pablo Lo llama el Espíritu de santidad, mientras que Pedro lo llama el “Espíritu”; esto indica que no se refieren a una obra del Espíritu Santo en oposición al espíritu de Jesús, sino a una en la cual Su espíritu accedió y cooperó. Y esto concuerda con las propias palabras de Cristo, respecto de que en la resurrección Él no tendría un rol pasivo, sino uno activo: “Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre.” Los apóstoles declaran una y otra vez no sólo que Jesús fue levantado de los muertos, sino que Él se ha levantado. Él así lo había predicho, y los ángeles dijeron: “No está aquí, pues ha resucitado.”

Por tanto, llegamos a la siguiente conclusión: la obra del Espíritu Santo en la resurrección fue diferente de aquella que operó en la humillación; fue similar a la de la creación; y fue realizada desde dentro por el Espíritu que habitó en Él sin medida, quien permaneció con Él a través de Su muerte, y en cuya obra Su propio espíritu estuvo totalmente de acuerdo.

La obra del Espíritu Santo en la exaltación de Cristo no es tan fácil de definir. Las Escrituras nunca hablan de ella en relación con Su ascensión, Su posición a la diestra del Padre, ni con la segunda venida del Señor. Su relación con el descenso en Pentecostés será tratada en el lugar que le corresponde. La luz sobre estos puntos sólo puede obtenerse a partir de las declaraciones esparcidas relativas a la obra del Espíritu Santo sobre la naturaleza humana en general. Según las Escrituras, el Espíritu Santo pertenece a nuestra naturaleza tal como la luz al ojo; no sólo en su condición de pecadores, sino también en su estado sin pecado. De esto se deduce que Adán, antes de que cayera, no carecía de Su obra interna; por lo que, en la Jerusalén celestial, nuestra naturaleza humana Lo poseerá en una medida más rica, más completa y más gloriosa. Pues nuestra naturaleza santificada es la morada de Dios a través del Espíritu—Ef. ii. 22.

Si, por consiguiente, nuestra dicha en el cielo consiste en el goce de los placeres de Dios, y es el Espíritu Santo quien entra en contacto con nuestro ser más íntimo, se deduce que, en el cielo, Él no puede salir de nosotros. Y por lo tanto, sobre esta base confesamos que no sólo los elegidos sino también el Cristo glorificado, quien sigue siendo un verdadero hombre en el cielo, deberán seguir siendo llenados eternamente del Espíritu Santo. Esto es lo que nuestras iglesias siempre han confesado en la Liturgia: “El mismo Espíritu que mora en Cristo como la Cabeza y en nosotros como Sus miembros.”

El mismo Espíritu Santo que ha realizado Su obra en la concepción de nuestro Señor; quien asistió a la evolución de Su naturaleza humana; quien trajo a actividad cada don y cada poder en Él; quien Lo consagró en Su oficio como el Mesías; quien Lo capacitó para cada conflicto y tentación; quien Lo facultó para echar fuera demonios; y quien Lo apoyó en Su humillación, pasión y amarga muerte; fue el mismo Espíritu que realizó Su obra en Su resurrección, a fin de que Jesús fuera justificado en el Espíritu (1 Tim. iii. 16); y es quien habita ahora en la naturaleza humana glorificada del Redentor en la Jerusalén celestial.

En cuanto a esto, cabe señalar que Jesús dijo de Su cuerpo: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.” El Templo era la morada de Dios en Sión; por lo cual era un símbolo de la morada de Dios que se debía establecer en nuestros corazones. Por lo tanto, esta expresión no se refiere a la morada interior del Hijo en nuestra carne, sino a la del Espíritu Santo en la naturaleza humana de Jesús. Por esta razón, San Pablo escribe a los Corintios: “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros?” Si el apóstol llama a nuestros cuerpos templos del Espíritu Santo, ¿por qué se debería tomar en otro sentido, cuando se habla en relación a Jesús?

Si Cristo habitó en nuestra carne, es decir, en nuestra naturaleza humana, en cuerpo y alma, y si el Espíritu Santo mora, por el contrario, en el templo de nuestro cuerpo, vemos que Jesús mismo consideró Su muerte y resurrección como un terrible proceso de sufrimiento a través del cual Él debía entrar en la gloria, pero sin estar por un solo momento separado del Espíritu Santo.


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