La Obra del Espíritu Santo/Fe
De Libros y Sermones BÃblicos
Por Abraham Kuyper
sobre Espíritu Santo
Capítulo 20 del Libro La Obra del Espíritu Santo
Traducción por Glorified Word Project
XXXIV. Fe en General
“Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios.”—Ef. ii. 8.
Cuando el acto judicial del Dios Trino, que es la justificación, es anunciado a la conciencia, la fe comienza a estar activa y se expresa a través de obras. Esto nos impulsa a llamar la atención de nuestros lectores hacia la obra del Espíritu Santo, la cual consiste en la impartición de la fe.
Somos salvos por medio de la fe; y esa fe no es de nosotros mismos, pues es un don de Dios. Es, muy especialmente, un regalo del Dios Trino, a través de una operación particular del Espíritu Santo; “nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo” (1 Co. xii. 3). San Pablo llama al Espíritu Santo el Espíritu de fe (2 Co. iv. 13). Y en Ga. v. 22, él habla de la fe como el fruto del Espíritu Santo.
En la salvación, casi todo depende de la fe: por lo tanto, es esencial tener una concepción correcta de la fe. Siempre ha sido el objetivo del error el contaminar la existencia de la fe, para así destruir tanto a las almas débiles como a la Iglesia misma. Por lo tanto, la tarea urgente de los ministros, resulta ser el instruir a las iglesias con respecto a la existencia y la naturaleza de la fe; a través de definiciones correctas, a fin de detectar errores imperantes, y restablecer de este modo el gozo de una clara y bien fundada conciencia de la fe.
Durante años, la gente ha escuchado las teorías más pobres y vagas sobre la fe. Cada ministro ha tenido su propia teoría y definición, o peor aún, ninguna definición en absoluto. De manera general, ellos han sentido lo que es la fe, y lo han presentado de manera elocuente; pero estas brillantes, metafóricas y a menudo elaboradas descripciones, frecuentemente han sido más un oscuras que esclarecedoras; no han logrado instruir. El día domingo ocurría a menudo que, dejando la definición de fe a la inspiración del momento, el ministro ofrecía inconscientemente a su iglesia todo lo contrario de lo que él había proclamado con elocuencia durante la semana previa. Esto no debería ser así. La Iglesia también debe aumentar en conocimiento; y lo que fue suficiente para la Iglesia apostólica, no lo es ahora. Las ideas de fe eran equivocadas entonces; y los primeros escritos muestran que los diferentes problemas en relación con la fe no habían sido resueltos.
Pero no ocurre así en los escritos apostólicos, cuya inspiración queda comprobada por el hecho de que contienen una respuesta clara y definitiva a casi todas estas preguntas. Sin embargo, en la Iglesia de los primeros siglos y después de que los apóstoles habían muerto, aún no siendo comprendida la profundidad de sus palabras, existía una confusión infantil de estas ideas; hasta que el Señor permitió que aparecieran las diversas formas heréticas de fe, a las cuales la Iglesia se vio obligada a oponerse, a través de las formas reales de la fe. Para lograrlo con éxito, fue necesario salir de esa confusión y llegar a distinciones y concepciones más claras.
De ahí las muchas diferencias, las preguntas, y las distinciones que surgieron posteriormente en relación a la existencia y el ejercicio de la fe. Debido a los serios debates, la existencia real de la fe se ha ido diferenciando paulatinamente, en forma más clara y definida, respecto de sus formas falsas y sus imitaciones. Que en la actualidad, cada camino, tanto bueno como malo, tenga sus señales distintivas y propias de modo que nadie pueda hacer un giro en la dirección equivocada por ignorancia, es el fruto de un largo conflicto librado con mucha paciencia y talento.
No cabe duda de que la ignorancia ha causado mucha confusión. Sin embargo, sostenemos que un guía que descuida examinar los caminos, antes de que asuma el rol de guiar a los viajeros, es indigno de su título. Y un ministro de la Palabra es un guía espiritual, designado por el Señor Jesús para conducir a los peregrinos que viajan a la Jerusalén celestial a través de los elevados Alpes de la fe, desde una meseta montañosa a otra, donde las comunicaciones normales de la vida terrenal han dejado de existir. De ahí que resulte inexcusable cuando él, simplemente adivinando la ubicación de la ciudad celestial, aconseje a sus peregrinos intentar el camino que parece llevar en esa dirección. En virtud de su cargo, él debería procurar que su preocupación principal, fuera la de conocer cuál es el camino más corto, más seguro y más certero, y entonces informarles que este y no otro, es el camino. Anteriormente, cuando los varios caminos aún no habían sido examinados, era en cierta medida loable probarlos todos; pero ahora, dado que su carácter engañoso es tan conocido, resulta imperdonable volver a ponerlos a prueba.
Y, cuando la gente despreocupada dice “Por sobre todas las cosas, permítannos mantener nuestra simplicidad; ¿cuál es la utilidad que tienen todas esas distinciones aburridas para nuestra fe cristiana?” le preguntamos si acaso en una operación quirúrgica preferiría un cirujano, quien en su simplicidad, sólo corta sin importarle dónde o cómo; o si en el caso de una enfermedad, preferiría un boticario que simplemente hace una mezcla a partir de sus múltiples frascos y botellas, sin importar los nombres de las drogas; o, por dar otro ejemplo, si en caso de una travesía por mar, se embarcaría en una nave cuyo capitán, cauteloso del uso de cartas e instrumentos, gobierna su barco en una dulce simplicidad, confiando únicamente en su buena suerte.
Y cuando ellos responden, como deben hacerlo, que en casos como estos ellos exigirían profesionales que conozcan a profundidad los más mínimos detalles de sus profesiones. Entonces les preguntamos, en el nombre del Señor y de su obligación de rendir cuentas a Él, cómo pueden ir al trabajo tan simplemente, es decir, de manera tan descuidada e irreflexiva, cuando se trata de enfermedad espiritual, o del viaje a través de las aguas insondables de la vida, como si en estos asuntos, la discriminación reflexiva resultara insignificante.
Por lo tanto, cuando se trata de la fe, nos negamos a ser influenciados por aquella enfermiza habladuría respecto de simplicidad, o por el clamor impío contra el llamado dogmatismo; y por el contrario, se buscará diligentemente hacer una exposición de la existencia de la fe, la cual, erradicando todo error, apuntará al único camino seguro y confiable.
Como punto de partida, se debe entender claramente que existe una diferencia bien definida entre la fe salvadora y la fe que en diversas esferas de la vida es llamada “fe en general.”
Cuando Colón, por causa de un apremio interior, es incitado a dirigir su mirada inquieta al otro lado del océano occidental, hacia el mundo que él espera con certeza casi absoluta que se encuentre ahí, llamamos a esto fe; y sin embargo, la fe salvadora no tiene ninguna relación con esta inclinación instintiva en la mente de Colón. Y siempre que el predicador usa este y otros ejemplos similares sólo a modo de débil analogía, no explica, sino que por el contrario, confunde el asunto y conduce a la Iglesia en la dirección equivocada.
A veces, entre nuestros niños, se presenta uno cuya mente está constantemente ocupada por un objetivo o idea inconsciente que no le da descanso. En los años posteriores, puede que parezca ser su objetivo y propósito de vida. Este es el apremio de una ley interna que pertenece a su naturaleza; la misteriosa actividad que lo obliga, proveniente de una idea imperante que gobierna su vida y su persona. La gente que es así impulsada, vence todos los obstáculos; no importa cuán desafiados se encuentren, se van acercando cada vez más a ese propósito inconsciente, y por último, debido a este impulso irresistible, alcanzan aquello a lo que han estado apuntando por tanto tiempo. Y con frecuencia, esto también es llamado fe; pero tiene sólo algo más que el nombre en común con la fe de la cual nos disponemos a hablar. Pues, mientras que tal fe estimula la energía humana y la exalta y glorifica, la fe salvadora, por el contrario, derriba toda grandeza humana.
Lo mismo ocurre respecto de la llamada fe en las propias ideas. Alguien que es joven y entusiasta, tiene hermosos sueños de una edad de oro de felicidad, y ve deliciosos ideales de justicia y gloria. Su hermoso mundo de fantasía parece consolarlo de las decepciones de este mundo pragmático. Si ese fuera el mundo real, y si siempre fuera a permanecer como tal, habría roto su joven corazón y hubiera apagado anticipadamente su entusiasmo; y, habiendo envejecido aún siendo joven, se habría unido a los pesimistas que mueren en la desesperación, o a los conservadores que encuentran alivio en el silenciamiento de los más altos dictados de la conciencia. Pero, afortunadamente, su número es pequeño. En esta experiencia dolorosa, muchos descubren un mundo de ideales, es decir, tienen la valentía de condenar este mundo de pecado y lleno de miseria, y de profetizar sobre la venida de un mundo mejor y más feliz.
¡Ay! la presunción juvenil, persiguiendo sus ideales, a menudo se imagina que la causa de todos los males radica en los padres. “Si mis padres sólo hubieran visto y planificado las cosas tal como yo lo hago ahora, nuestro progreso hubiera sido mucho mayor.” Pero esos padres no lo veían así. Ellos se equivocaron; por ello, nuestros ideales aún no se han hecho realidad. Pero existe esperanza; muy pronto se oirá una generación joven que comprende estas cosas claramente; y luego, grandes cambios tendrán lugar: gran parte de la miseria existente va a desaparecer, y nuestro mundo ideal se volverá una realidad. Pero la respuesta de la experiencia que se apega a los hechos es cruel. Pues el hijo actúa tan neciamente como lo hizo el padre antes que él. En consecuencia, el mundo ideal nunca se vuelve una realidad. Él grita a voces, pero los hombres no lo oirán; ellos se rehúsan a ser librados de su miseria, y la antigua tristeza continúa por siempre.
En este punto, es donde se divide el equipo de los hombres idealistas. Algunos abandonan el esfuerzo; tildan sus sueños como engañosos y, aceptando lo inevitable, aumentan el ancho torrente de las almas igualmente holladas. Pero unas pocas almas más nobles se niegan a someterse a esta degradada e innoble miseria; y, prefiriendo dirigir sus cabezas contra la pared de granito, con el grito “Advienne que pourra,” se aferran a sus ideales. Y a estos mismos hombres, quienes no logran ser lo suficientemente amados y apreciados, se les dice que crean. Pero, aun esta fe no tiene nada en común con la fe salvadora; hablar de ella como si se tratara de una misma fe, no es sino hablar idiomas diferentes y unir cosas que son distintas.
Por último, lo mismo es cierto sobre una forma mucho más baja, comúnmente llamada fe, que es la expresión despreocupada de la alegría; o, la suposición afortunada de algo que accidentalmente llega a pasar. Existen almas alegres y joviales, las cuales, a pesar de la adversidad, nunca parecen resultar abatidas o dañadas; y que aunque se puedan encontrar muy reprimidas, siempre tienen suficiente elasticidad en sus contentos espíritus como para permitir que el resorte maestro de su vida interior rebote hacia la plena actividad. Estas personas siempre tienen una mirada alentadora y esperanzadora para todo lo que las rodea. Ellas son ajenas a los tristes presagios, y no están familiarizadas con los temores de la melancolía. La preocupación no les quita el sueño, y la inquietud nerviosa no envía sangre a sus corazones a un ritmo acelerado. Sin embargo, no son indiferentes, sino que simplemente no resultan fácilmente afectadas. Las cosas pueden ir en contra de ellas, las nubes pueden cubrir su cielo, pero detrás de las nubes ellas pueden ver que el sol sigue brillando, y anuncian, con una sonrisa alegre, que la luz pronto atravesará la oscuridad. Por lo tanto, se dice que tienen fe en las personas y en las cosas.
Y esta fe, si no fuera demasiado superficial, debería ser valorada. Con millones de almas tristes, la vida en este país resultaría insoportable; y es motivo de gratitud el que nuestro carácter nacional, que de otro modo sería tan flemático, desarrolle hijos e hijas, en cuyos corazones arda tan brillantemente la fe de los alegres. Y en ocasiones, sus profecías realmente se cumplen; todo el mundo pensó que la pequeña embarcación perecería y, he aquí, que alcanzó el puerto y entró en él en forma segura; y pareció que su alegre fe fue en realidad una de las causas de su feliz arribo. Y entonces, estos profetas te preguntan: ¿Acaso no te lo dijimos? ¿No estabas siendo demasiado pesimista? ¿Acaso no ves que todo resultó bien?
Pero incluso esta fe no tiene nada en común con la fe salvadora, con excepción del nombre. Debemos hacer notar esto en forma particular, porque en las instituciones y empresas cristianas con frecuencia nos encontramos con hombres y mujeres que son sostenidos por este espíritu de alegría y confianza a toda prueba; quienes por este espíritu esperanzado pilotean a puerto seguro muchas embarcaciones cristianas que de otra manera podrían perecer. Pero esta alegría espiritual, que en el cristiano es tal vez fruto de la fe auténtica, no es de ninguna manera verdadera fe propiamente tal. Y cuando se dice: “¿Puede usted ahora ver lo que la fe puede hacer?” la fe salvadora es nuevamente confundida con esta fe general, la que a veces se encuentra incluso entre los paganos.
XXXV. La Fe y el Conocimiento
“El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida.”—Juan iii. 36.
Cuando se discute acerca de la fe salvadora, la fe general no puede entregarnos la más mínima ayuda. Para entender lo que es la “fe,” debemos volvernos en una dirección completamente diferente, y responder a la pregunta: “¿Cuál es la idea radical universal y el significado original de la fe que tienen las naciones?”
Y entonces nos encontramos con el singular fenómeno de que en todas las naciones y en todos los tiempos, la fe es una expresión que en algunos momentos denota algo incierto, y en otros, algo muy cierto.
Se puede decir: “Yo creo que el reloj dio las tres, pero no estoy seguro,” o “yo creo que sus iniciales son H.T., pero no estoy seguro,” o “yo creo que usted puede tomar un pasaje directamente a San Petersburgo, pero sería conveniente que antes lo averiguara.” En cada una de estas oraciones, las cuales pueden ser traducidas literalmente a todos los idiomas civilizados, “creer” significa una mera suposición, algo menor que conocimiento real, una confesión de incertidumbre.
Pero cuando digo, “yo creo en el perdón de los pecados,” o “yo creo en la inmortalidad del alma,” o por último, “yo creo en la integridad incuestionable de aquel estadista,” “creer” no implica duda o incertidumbre acerca de estas cosas, sino que significa la más fuerte convicción acerca de ellas.
De esto se desprende que toda definición de la existencia de la fe debe estar equivocada; lo cual no explica cómo, a partir de una única y misma idea radical, se puede derivar un uso de la misma palabra, que resulta dual y diametralmente opuesto.
Para esta dificultad no puede existir sino una sola solución, es decir, la diferencia en la naturaleza de las cosas con respecto al grado de certidumbre que se desea; de modo que, con referencia a cierta clase de cosas, la más alta seguridad se obtiene mediante la fe, y, con referencia a otra, no se obtiene a través de ella.
Esta diferencia se presenta debido al hecho de que existen cosas visibles e invisibles, y que la certeza respecto de las cosas visibles se obtiene mediante el conocimiento y no a través de la fe; mientras que la certeza en lo que respecta a las cosas invisibles, se obtiene exclusivamente por medio de la fe. Cuando un hombre dice respecto de las cosas visibles, “yo creo,” y no, “yo sé,” nos causa la impresión de que no está seguro; pero al decir acerca de las cosas invisibles “yo creo,” él nos da la idea de seguridad.
Se debe señalar aquí, que las expresiones “visible” e “invisible” no deberían ser tomadas en un sentido demasiado limitado; por cosas visibles se debe entender todas las cosas que pueden ser percibidas por medio de los sentidos, como en las Escrituras; y por cosas invisibles, las cosas que no pueden ser percibidas de ese modo. Por tanto, las cosas que pertenecen a la vida oculta de una persona, deben en última instancia, basarse en la fe. Sólo sus acciones pertenecen a las cosas visibles. La certeza, en lo que respecta a estas, puede ser obtenida mediante la percepción de los sentidos. Pero no así la certeza respecto de su personalidad interior, sus pensamientos, sus afectos y su sinceridad, su carácter y su fiabilidad, y todo lo relacionado a su vida interior; la seguridad en relación con todo esto, se puede alcanzar solamente por medio de la fe.
Si fuéramos a adentrarnos más profundamente en este asunto, deberíamos sostener que toda certeza, incluso aquella sobre las cosas visibles, se basa siempre únicamente en la fe; y deberíamos establecer las siguientes suposiciones: Cuando usted dice que vio a un hombre en el agua y lo oyó gritar pidiendo ayuda, su conocimiento se basa, en primer lugar, en su creencia de que usted no lo soñó, sino que se encontraba completamente despierto y que usted no lo imaginó, sino que realmente lo vio; en segundo lugar, se basa sobre su firme convicción de que como usted vio y oyó algo, debe existir una realidad correspondiente que ocasiona ese ver y oír; en tercer lugar, sobre su convicción de que al ver algo, por ejemplo, la forma de un hombre, sus sentidos le permiten obtener una impresión correcta de esa forma.
Y, procediendo de esta manera, se podría demostrar que al final, toda certeza en lo que respecta a las cosas visibles, así como respecto de las cosas que son invisibles, se basa en última instancia no en la percepción, sino en la fe. Para mi ser es imposible obtener cualquier conocimiento sobre las cosas externas a mí mismo sin que exista un cierto vínculo de fe, el cual me une a estas cosas. Yo siempre debo creer, ya sea en mi propia identidad, es decir, que soy yo mismo; o en la claridad de mi conciencia; o en la percepción de mis sentidos; o en la realidad de las cosas externas a mi ser; o en el axiomata del cual yo derivo.
Por lo tanto, se puede afirmar sin la más mínima exageración, que ningún hombre podrá jamás decir: “yo sé esto o aquello,” sin que sea posible demostrarle que su conocimiento, en un sentido más profundo y basado en un análisis más estrecho, depende, en lo que a su certeza se refiere, únicamente de la fe.
Pero preferimos no considerar esta concepción más profunda del asunto, porque más bien confunde y no logra explicar la existencia de la fe; pues se debería recordar que en la Sagrada Escritura, el Espíritu Santo siempre usa las palabras tal como ellas se presentan en el modo de hablar de la vida cotidiana, simplemente porque de lo contrario, los hijos del Reino no podrían entenderlas. Y, en la vida cotidiana, la gente no hace esa distinción más estrecha, sino que dice, en el caso de amor al que se refiere: “yo sé que hay un hombre en el agua, porque vi su cabeza y le oí gritar.” Mientras que, por otra parte, en el modo de hablar cotidiano se dice: “Si no me cree, no puedo hablar con usted,” indicando el hecho de que, en relación a una persona, la fe es el único medio a través del cual se puede obtener certeza.
Y, teniendo esto en cuenta, en aras de la claridad deberemos presentar el asunto de esta manera: “el Señor Dios ha creado al hombre de tal manera, que este pueda obtener conocimiento de dos mundos, del mundo de las cosas visibles, y de aquel de las cosas invisibles; pero de modo que obtenga ese conocimiento de cada uno de ellos, de una manera especial y particular. El hombre obtiene el conocimiento del mundo de las cosas visibles por medio de los sentidos, los cuales son instrumentos diseñados para hacer que su mente entre en contacto con el mundo exterior. Sin embargo, los sentidos no le enseñan nada respecto del mundo de las cosas invisibles, para el cual él necesita órganos totalmente diferentes.
No disponemos de nombres para estos otros órganos, tal como sí los tenemos para los cinco sentidos; sin embargo, sabemos que desde ese mundo invisible recibimos impresiones, sensaciones y emociones; sabemos perfectamente bien que estas difieren unas de otras en duración, profundidad y poder; y también sabemos que algunas de estas nos afectan en forma real y otras en forma no real. De hecho, el mundo invisible, así como el mundo visible, ejercen influencias sobre nosotros; no a través de los cinco sentidos, sino por medio de órganos innombrables. Esta influencia del mundo invisible afecta el alma, la conciencia, el ser más íntimo. Este obrar deja impresiones en el alma, despierta sensaciones en la conciencia, y provoca emociones en el ser interior.
Sin embargo, esto se hace de tal manera que siempre queda lugar para la pregunta: “¿Son reales estas impresiones? ¿Puedo confiar en estas sensaciones? ¿Existe una realidad que corresponda a estas sensaciones, impresiones y emociones?” Y a esta última pregunta, sólo la fe puede contestar con un “sí” en forma precisa, y si obtiene certeza de mi propia conciencia, de mis sentidos y del axiomata, recibe su “sí” única y exclusivamente por medio de la fe.
Para obtener certeza sobre las cosas invisibles, tales como el amor, la fidelidad, la justicia y la santidad, el cuerpo místico del Señor—en una palabra, con respecto a todas las cosas que pertenecen al misterio de la vida personal en mis semejantes, en Emanuel, en el Señor nuestro Dios, la fe es la única forma adecuada y la única divinamente ordenada que la alcanza; no como algo inferior al conocimiento, sino como algo igual a él, sólo que mucho más seguro, y a partir del cual todo conocimiento extrae su certeza.
En cuanto a la objeción de que la Sagrada Escritura declare que la fe se convertirá en vista, podemos decir que esta “vista” no tiene nada en común con la vista por medio de los sentidos. Dios ve y conoce todas las cosas, y sin embargo, Él no posee ninguno de los sentidos: Su vista es un acto inmediato de penetración, por medio de Su Espíritu, en la esencia y la consistencia de todas las cosas. A Adán se le impartió algo de esta sabiduría y conocimiento inmediatos en el Paraíso; pero por causa del pecado, él perdió esa gloriosa característica de la imagen de Dios. Y las Escrituras prometen que esta gloriosa característica será restaurada a los hijos de Dios, en el Reino de Gloria, en una medida mucho más gloriosa que en el Paraíso.
Pero, mientras residimos temporalmente como peregrinos, no poseyendo aún el cuerpo glorificado más que en la medida de gloria de nuestro estado interior, nuestro contacto con el mundo invisible todavía no consiste en la vista; nuestra mente aún carece de la facultad de penetrar de inmediato en las cosas invisibles; y nosotros todavía dependemos de las impresiones y sensaciones producidas por ellas. Por ello, es que no podemos tener certeza respecto de estas impresiones y sensaciones, salvo por la fe directa. No obstante, existiendo y viviendo juntos como peregrinos, creemos en el amor mutuo, en la buena fe y en la honestidad de carácter; creemos en Dios el Padre, en nuestro Salvador, y en el Espíritu Santo; creemos en la Santa Iglesia Católica; creemos en el perdón del pecado, la resurrección del cuerpo y la vida eterna. Y nosotros no creemos en todos estos con el secreto pensamiento posterior de que en realidad preferiríamos conocerlos, en vez de creer en ellos; pues eso sería tan absurdo como decir, respecto de un concierto de órgano: “En realidad yo preferiría ver esto.” La música no puede ser vista más allá de lo que uno puede, a través de los sentidos, llegar a ser consciente de las cosas que son invisibles. Y tal como el sentido de la audición es el único medio adecuado para oír y disfrutar de la música, así mismo la fe es el medio peculiar y único a través del cual puede obtenerse certeza en lo que respecta a nuestro contacto con el mundo oculto e invisible.
Habiendo sido esto completamente entendido, no puede ser difícil ver que esta fe, en referencia a las cosas visibles, es muy inferior al conocimiento; pues las cosas visibles están destinadas a ser verificadas, cuidadosamente y con precisión, por medio de los sentidos. La observación imperfecta vuelve incierto nuestro conocimiento. Por lo tanto, en lo que respecta a las cosas visibles, ningún conocimiento distinto a aquel obtenido mediante los sentidos, debería ser considerado fiable.
Pero en una cierta cantidad de casos de escasa importancia, el conocimiento exacto es innecesario; por ejemplo, en la diferencia existente entre las alturas respectivas de dos campanarios. En tales casos, se utiliza la palabra “creer” como “yo creo que esta torre es más alta que la otra.” Y una vez más, las cosas visibles imprimen su imagen en la memoria, la cual se vuelve borrosa en el transcurso de los años. Encontrándome con un caballero que he visto antes, y reconociéndolo plenamente, digo: “Este es el Sr. B.,” pero no estando seguro, entonces digo, “creo que este es el Sr. B.” En este caso, parece que estuviéramos tratando con cosas visibles, pues es un caballero que está ante nosotros; y sin embargo, la imagen que lo recuerda pertenece al contenido interno de la memoria. De ahí proviene la diferencia que se presenta en el lenguaje.
Llegamos, por tanto, a la siguiente conclusión:
En primer lugar, que toda certeza respecto tanto a las cosas visibles como a las invisibles depende, en un sentido más profundo, de la fe.
En segundo lugar, que en el modo cotidiano de hablar, la certeza en relación con las cosas visibles se obtiene por medio de los sentidos; y en relación con las cosas invisibles, en especial con las cosas que pertenecen a la personalidad, la certeza se obtiene por medio del creer.
Por esta razón, el esfuerzo de Brakel por interpretar el verbo creer, de acuerdo a los idiomas hebreo y griego, en el significado de confiar, y no como un medio para obtener certeza, fue un fracaso. Estos significados son los mismos en todos los idiomas, y no existe diferencia, pues son el resultado directo del organismo de la mente humana, la cual, en sus rasgos más fundamentales, es la misma en todas las naciones. La confianza es el resultado directo de la fe, pero no es fe propiamente tal.
“Creer” se refiere, en primer lugar, a la certidumbre o incertidumbre del conocimiento respecto de algo. Si no existe tal certeza, yo no creo; estando conscientemente seguro, yo creo. Cuando una persona se me presenta como un hombre de integridad, la primera pregunta es si acaso yo le creo. Si no estoy seguro de que él sea un hombre de integridad, no le creo. Pero si le creo, la confianza es el resultado inmediato. Entonces, resulta imposible no confiar en él. Pues creer que él es lo que dice ser, y no confiar en él, es simplemente imposible.
Por lo tanto, “creer” siempre mantiene el significado primordial de “dar certeza a la conciencia,” y la fe salvadora me obliga a “tener la certeza de que Cristo es para mí, tal como Él se revela y se ofrece en la Sagrada Escritura.”
XXXVI. Brakel y Comrie 1 [1]
“Y si otra cosa sentís, esto también os lo revelará Dios.”—Fil. iii. 15.
Llamaremos la atención de nuestros lectores hacia las dos posturas que en el siglo pasado fueron más correctamente esbozadas por Brakel y Comrie, respectivamente; y no negaremos que de ambas, la adoptada por Comrie fue la más correcta.
Esto no pretende herir a los amigos de Brakel, pues entonces nos deberíamos herir a nosotros mismos. Sin embargo, aunque el nombre de “Padre Brakel” todavía es valioso para nosotros; aunque apreciamos su valiente protesta en contra de la tiranía de la iglesia, y sinceramente reconocemos que estamos en deuda con sus excelentes escritos; aun así, esto no lo hace infalible, ni tampoco altera el hecho de que en materia de fe, Comrie tuvo un criterio más acertado que él.
Para hacer justicia a ambos hombres, citaremos sus respectivos argumentos, y luego demostraremos que Comrie, quien a pesar de que tampoco mantuvo en forma consistente un punto de vista correcto, fue más estrictamente apegado a la Escritura, y por lo tanto, más estrictamente Reformado que Brakel.
En el capítulo sobre la Fe (“Religión Racional,” ii., 776, ed. 1757), Brakel escribe:
“La pregunta es: ¿Cuál es el acto de fe esencial y fundamental? ¿Es la aprobación de la mente al Evangelio y sus Promesas, o es el confiar del corazón en Cristo para la justificación, santificación y redención? Antes de responder a esta pregunta, quisiéramos decir:
“En primer lugar, que por ‘confiar’ no entendemos la garantía y confianza de un cristiano de que él está en Cristo y que es partícipe de Cristo y de todas Sus promesas, ni de su paz y reposo en Cristo, pues eso es fruto de la fe que algunos tienen en mayor medida que otros; sino que por confiar entendemos el acto del alma, mediante el cual un hombre se entrega a Cristo y lo acepta, encomendándose a Él en cuerpo y alma; como por ejemplo, un hombre que confía su dinero a otro, o bien, como uno se encomienda y apoya en los fuertes hombros del hombre que lo cruza a través de un río.
“En segundo lugar, que dicha confianza requiere necesariamente de un conocimiento previo de verdad evangélica y aprobación de su credibilidad; y que luego de eso, la fe se ejercita en y mediante sus promesas.
“Ahora, responderemos a la pregunta ya establecida conforme a lo siguiente: Es cierto que la fe salvadora no es el acto de aprobación mental de la verdad evangélica, sino el acto de confianza del corazón para ser salvado por Cristo sobre la base de Su ofrenda voluntaria de Sí mismo a los pecadores, y de las promesas a aquellos que confían en Él. Y decimos también que la fe tiene su base, no en el entendimiento, sino en la voluntad; al no tratarse de la aprobación de la verdad, no puede encontrase en el entendimiento, y dado que es confianza, debe tener su residencia en la voluntad.
“La verdad de lo que hemos dicho es evidente:
“En primer lugar, desde el propio nombre. Lo que nosotros llamamos ‘creer,’ las Escrituras lo llaman ‘confiar,’ ‘confiarse,’ ‘encomendar.’ Cuando se habla de las cosas divinas que nos han sido reveladas en la Palabra por sí sola, no debemos limitarnos a nuestro propio idioma, pues esto causaría que muchos cayeran en un error; sino que deberíamos adaptar nuestro modo de hablar y nuestro entendimiento a la naturaleza y al carácter del hebreo y griego originales. Pues en nuestro idioma ‘creer’ significa aceptar las promesas y el relato de los acontecimientos en la validez de la palabra de otro hombre; pero de acuerdo a la fuerza de los idiomas originales, las palabras (Griego Pi Iota Sigma Pi Épsilon con acentos Épsilon omega, Hebreo He con Segol Aleph con hataf Segol Mem con hiriq Yod Nun, KAF con qamats Mem con Patah Lamed, otro texto) se traducen no sólo como ‘creer,’ sino como ‘confiar,’ ‘encomendar,’ ‘apoyarse.’ Se utilizan, no para indicar la naturaleza de la confianza, sino para que, por medio de confiar, rindamos nuestro propio ser a Cristo, confiando en Él.
“En segundo lugar, las Escrituras atribuyen el acto de fe al corazón: ‘Porque con el corazón se cree para justicia’ (Ro. x. 10); ‘Si crees de todo corazón, bien puedes. Y respondiendo, dijo: Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios.’ (Hch. viii. 37). Confiar y creer son ambos actos del corazón, de la voluntad. Si se dijera que el corazón también se refiere al entendimiento, nuestra respuesta sería: muy raramente, y aún entonces no se referiría únicamente al entendimiento, sino también a la voluntad, o al alma con todos sus funcionamientos.
“En tercer lugar, si el acto de fe consistiera en la aprobación mental de la verdad, sería posible tener una fe salvadora sin aceptar a Cristo, sin confiar en Él; y usted podría conocer y reconocer a Cristo como el Salvador por el tiempo que deseara, pero ¿qué unión y comunión con Cristo permitiría? Aceptar a Cristo y confiar y apoyarse en Él sería sólo un efecto de la fe, pero un efecto no completa la existencia de una cosa que ya se haya completa antes del efecto; y la fe salvadora no sería diferente de la fe histórica, sino que sería de su misma naturaleza. Pues la fe histórica, es también la aprobación mental a la verdad del Evangelio, e incluso los demonios y los inconversos tienen esta fe. Si se dijera que el conocimiento de una de ellas es espiritual y el de la otra no, responderíamos: (1) Si bien es cierto que el conocimiento de los convertidos es diferente al de los inconversos, aun así, el asunto seguiría siendo el mismo. Su conocimiento histórico, si se aprobara, sería fe histórica tanto en uno como en el otro. (2) Las Escrituras nunca hacen que la espiritualidad del conocimiento histórico sea la característica distintiva de la fe salvadora. (3) Es cierto que el conocimiento de fe de una persona inconversa no es espiritual. Y de la misma fe, uno nunca puede saber con certeza si esa persona realmente cree; de esto uno se puede dar cuenta únicamente por los frutos, y eso estaría del todo equivocado.
“En cuarto lugar, la fe salvadora cree en Dios, en Cristo, y no se detiene en la Palabra sino que, a través de la Palabra llega a la persona de Cristo, y confía en Él. ‘Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos’ (Jn. xvii. 20). Esto es lo único que da a la fe su propósito, naturaleza y perfección; por lo cual, las Escrituras dicen que la fe salvadora consiste en creer en Dios, en Cristo: ‘Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo’ (Hch. xvi. 31). Creer en Cristo es fe propiamente tal y no el fruto de la fe, lo cual tendría que ser en caso que la fe fuera mero conocimiento y aprobación.
“En quinto lugar, es la propia fe la que une el alma a Cristo, la que se apropia de las promesas, satisface la conciencia, permite acceso al trono de gracia y da la audacia para llamar Padre a Dios (Ef. iii. 17; Juan iii. 36; Ro. v. 1; Ef. iii. 12). Pero la mera aprobación de la verdad no puede hacer ninguna de estas cosas. Usted puede aprobar todo el tiempo que quiera, pero eso nunca hará que una sola promesa le pertenezca; no va a unir su alma a Cristo, ni tampoco le dará la audacia para decir ‘Abba, Padre.’ Es por ello que la mera aprobación no es la fe salvadora. Se puede decir que el aceptar a Cristo y confiar en Él es obra de la mente aprobadora, y así mismo el fluir de los resultados anteriormente mencionados desde la aprobación de la verdad. Pero a eso respondo: (1) Que la mera aprobación, como tal, no puede obtener estos resultados, sino que ellos son sus frutos; que la aprobación debe en primer lugar obrar la aceptación y la confianza en Cristo; por lo que es la forma de la fe, y no su naturaleza. Por otra parte, las Escrituras atribuyen todas estas cosas a la fe en sí, no a sus frutos. (2) Lo mismo puede decirse del conocimiento de los misterios del Evangelio, que tiene el mismo efecto; que esto también une a Cristo, se apropia de las promesas, etc.; pero dado que esto sería absurdo, también resulta absurdo decir que la mera aprobación obra estas cosas. Y por lo tanto, resulta certero decir que la fe salvadora no es aprobación, sino confianza.
“En sexto lugar, lo contrario de la fe salvadora no es el rechazo de la verdad del Evangelio, sino el no lograr confiar en Cristo. ‘El que cree en el Hijo’: ‘El que rehúsa creer en el Hijo’ (Jn. iii. 36, Traducción holandesa); ‘No se turbe vuestro corazón—creed también en mí’ (Jn. xiv. 1); ‘¿Dónde está vuestra fe?’ (Lc. viii. 25). En el último texto, la fe es contrastada con el miedo. De ahí que la fe verdadera no sea aprobación, sino confianza.”
La característica de Brakel es que él considera la fe, no como un hábito inherente, sino como una acción que proviene del corazón; y, en relación a esto, que el órgano de la fe y su lugar de residencia no se encuentran en el entendimiento, sino principalmente en la voluntad.
Comrie, por el contrario, enseñó que la fe es el hábito increado e inherente, cuyo momento principal es el ser convencido.
En su “Explicación del Catecismo de Heidelberg” (ii., 312) leemos:
“La pregunta, ‘¿Qué es la fe verdadera?’ es muy importante, y merece la más cuidadosa consideración; pues sólo aquellos que tienen la fe verdadera pueden ser salvos. Pues si bien en la fe propiamente tal no existe poder salvador inherente, Dios ha establecido tal conexión entre la salvación y la fe impartida, que sin esta última ninguna persona, ya sea joven o anciana, puede ser salvada. Los niños, así como los adultos, deben por este medio ser incorporados a Cristo; pues no existe salvación en ningún otro.
“Esta pregunta resulta terriblemente torcida y distorsionada por aquellos que siempre hablan de la fe como de una acción o acciones. Al leerse la definición de fe (Catecismo de Heidelberg, pregunta 21), ellos dicen que esto describe, no la naturaleza y el carácter de la fe, sino su perfección y más alto grado. Veremos cómo los Reformadores han definido la fe como un instrumento de acuerdo con el fundamento verdadero de la Palabra divina, en armonía con la doctrina de la gracia gratuita y en su relación con la justificación, y no según el principio de las obras de los semi-pelagianos, como muchos hacen ahora; quienes también dicen que los autores de la vigésimo primera pregunta no describieron la verdadera fe de la cual la respuesta anterior había hablado brevemente, demostrando que sólo pueden ser salvos aquellos que están injertados en Cristo y así recibir todos Sus beneficios a través de una fe verdadera; sino que ellos describieron las obras de la fe. Pero ¿cómo es posible que los autores del Catecismo pudieran olvidar lo que ellos mismos acababan de declarar como la condición esencial de salvación para todo hombre, y hablar de un grado alto y perfecto de fe, el cual no es alcanzado por todos los redimidos, si tomáramos las palabras del Catecismo en su sentido literal? No, amado, la pregunta se refiere a la misma fe de la cual hemos estado hablando, la fe que es indispensable para todos, tanto niños como adultos; es decir, la fe impartida, la cual ha sido definida como una facultad y hábito impartidos, forjados en los escogidos por el Espíritu Santo con poder re-creador e irresistible cuando ellos son incorporados a Cristo; mediante lo cual ellos reciben todas las huellas que Dios el Espíritu Santo les confiere a través de la Palabra (en relación con los niños, esto ocurre de una manera desconocida para nosotros), y mediante lo cual se encuentran activos de acuerdo a la naturaleza y el contenido de la Palabra, cuyos propósitos son revelados a sus almas. De ahí que la realidad o sinceridad de la fe impartida no dependa de las acciones de fe, sino que la sinceridad de estas acciones depende de la realidad y la sinceridad de la facultad o hábito de los que ellas han surgido; de modo que, aunque ninguna acción surja de ella, como en los niños escogidos fallecidos, aun así ellos poseen la verdadera fe, a partir de la cual las acciones habrían surgido si ellos hubieran sido capaces de emplear sus facultades racionales.
“Por otra parte, la fe impartida desarrolla todas sus facultades, no en un instante, sino poco a poco; y aunque una acción pueda no parecer tan fuertemente pronunciada como otra, esto no es señal de falta de sinceridad; sino que es la señal de que esas acciones no son visibles. Por ejemplo, el sentido del gusto puede ser perfecto, aunque nunca se haya probado lo dulce, y formarse una idea de dulzura resultaría entonces imposible; sin embargo, una vez que se haya probado lo dulce, esa idea no será producida por una nueva facultad de gustar lo dulce, sino por un objeto nuevo, el cual estimula la facultad y que producirá la idea que no se poseía antes.
“Lo mismo es cierto respecto de la fe forjada internamente; con referencia al hábito de la fe, este se imparte y perfecciona por medio de la acción sobrenatural del Espíritu Santo en un momento específico, pero no actúa hasta que el alma se hace consciente de él. Y esta es la razón por la cual algunos hombres, quienes por causa de su esclavitud al miedo a la muerte, durante toda su vida nunca estuvieron seguros de su estado en Cristo, pudieron aun así ser salvados. Sin embargo, no insistiremos sobre este punto; sólo queremos decir que la respuesta describe la verdadera naturaleza y carácter de la fe impartida como una facultad, mediante la cual recibimos el conocimiento de todo lo que Dios nos ha revelado en Su Palabra, y como una seguridad de que Cristo y Su gracia se nos dan libremente de parte de Dios.
“Por lo tanto, resulta evidente—
“En primer lugar, que la fe consiste en una convicción o convencimiento. Este es el género de la fe. La fe, ya sea humana o divina, no resulta posible sin la convicción de la mente respecto de la realidad del asunto que se cree. Cuando esta falta, no existe fe, sino que sólo se tiene una conjetura, una fantasía, o una suposición.
“En segundo lugar, que esta convicción o convencimiento es el producto o acción, no de la fe propiamente tal, sino del testimonio que es tan convincente y persuasivo que su verdad no puede ser puesta en duda. Esta es la naturaleza de todo convencimiento; el alma, a fin de ser persuadida, no actúa, sino que simplemente recibe las pruebas del asunto en cuestión, y se convence tan profundamente, que ya no se encuentra en libertad, ya sea de rechazar o de aceptar esa convicción, sino que debe cederse con la mayor disposición a la verdad.
“En tercer lugar, que, de acuerdo al grado de claridad con el cual el testimonio divino, como con un argumento, estampe la fe impartida en relación a los asuntos de nuestra herencia perdida y del camino de salvación, la convicción de la verdad o del contenido del testimonio será más o menos firme y convincente.
“Por último, que tal como la fe es forjada por un testimonio, así también se vuelve activa por un testimonio de la Palabra de Dios, entregado por una acción del Espíritu Santo. Encontrándose entonces en el adulto, la hija de la Palabra (Bathkol, filia vocis), se encuentra también, de principio a fin, sujeta a la Palabra, obedeciéndola y siguiéndola en todas las cosas. Pues se trata de una norma establecida entre los Reformados, que a través de la acción del Espíritu Santo, primero recibimos una facultad, de la cual proceden las actividades posteriores; y que esta facultad impartida no funciona por su propia energía, a menos que fuera causada (acti agimus: siendo capacitados, actuamos) por medio de la Palabra y del poder omnipotente del Espíritu Santo que acompaña a esa Palabra, en la cual y por la cual entra y penetra en el alma como su instrumento y órgano, para estimularla hacia la actividad y para fluir hacia esa actividad.
“En cuanto a la fe misma, es preciso recordar—
“En primer lugar, que casi todas las confesiones antiguas y privadas de múltiples mártires, desde el año 1527, han entendido la fe impartida de este modo, según nuestros teólogos de Heidelberg la describen, en la respuesta de la vigésima pregunta en general, y en la de la pregunta vigésimo primera en forma particular.
“En segundo lugar, debemos llamar su atención cristiana a las acciones que se derivan de la fe impartida. Los teólogos contemplan opiniones diferentes en relación a la cantidad de estas acciones de fe, y respecto de cuál es el acto de fe propiamente tal, sólo diremos unas palabras en relación con ambos. En lo que respecta a la cantidad, el celebrado Witzius enuncia nueve: tres acciones anteriores, tres acciones propiamente tal, y tres acciones posteriores. Y nosotros no nos oponemos a esto; todo hombre es libre de expresarse como le plazca. Sin embargo, preferimos el método antiguo, que sostiene que la fe consiste en tres cosas: conocimiento, aprobación y confianza. No tenemos ninguna duda de que todo lo que la Palabra de Dios enseña respecto de la fe puede ser fácilmente organizado en el marco de estas tres acciones. En cuanto al acto de fe propiamente tal, el cual es llamado el actus formalis fidei; es decir, el acto formal de la fe, se sostienen las siguientes opiniones: (1) que es la aprobación; (2) que es la venida de Cristo; (3) la aceptación de Cristo; (4) una cierta confianza en Cristo; y, por último, que es el amor. Las discusiones de los teólogos sobre este punto son violentas, y muchos tratados son escritos por las diferentes partes, ya sea para establecer sus propias opiniones o para refutar aquellas de otros.
“Amados, consideramos que podríamos dejar que este asunto pasara inadvertido, si no fuera por el hecho de que esta definición puede favorecer en este respecto a los semi-pelagianos, quienes sostienen que la fe es una acción, y que recibe su existencia formal por medio de una acción: ‘Forma dot esse rei’ (la forma da existencia a la materia). Y al ver que algunos comienzan a desviarse, decimos: Que ninguna acción ni conjunto de acciones pueden dar su forma o existencia a la fe. Pues ello implicaría, que la fe impartida que el Espíritu Santo obra en los escogidos es una fe no formada, que carece de aquello que es esencial a su existencia. Y esto resulta absurdo, dado que por este ‘actus formalis’ que se implica es atribuible más a nosotros que al Espíritu Santo; sí, mucho más, en la medida que la forma es más excelente que el material. De acuerdo a esta suposición, Él nos imparte sólo el material de la fe, sin su forma; y por medio de nuestra acción o acciones, le damos forma a esa fe sin forma.”
Nuestro objetivo principal al presentar estas citas, fue que el estudiante pudiera recibir el contraste de los propios labios de estos dos hombres, y que de ese modo descubriera que la ligera desviación de Amesius a partir de Calvino, y de Beza en Brakel ya se inclina demasiado hacia lo subjetivo; y que el carácter objetivo de la gracia salvadora está suficientemente cubierto sólo por la postura de San Agustín, Thomas, Calvino, Zanchius, Voetius, Comrie. Brakel tenía razón al oponerse al dogmatismo petrificado de su época. Pero cuando sistematizó su oposición, fue demasiado lejos en esa dirección. De manera exacta a como Köhlbrugge estaba en lo correcto cuando, en oposición a sus contemporáneos, mantuvo el objetivo tan inflexiblemente como pudo, en tanto que sus seguidores se equivocan cuando sistematizan su entonces necesaria oposición.
Siguiendo la línea de Agustín, Calvino, Voetius, Comrie, se puede estar más seguro.
XXXVII. La Fe en la Sagrada Escritura
“Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación.”—Ro. x. 10.
Calvino, bellamente y con todo detalle, dice que el objeto de la fe salvadora no es otro que el Mediador, y siempre bajo la cobertura de la Sagrada Escritura. Esto debería ser aceptado incondicionalmente. Por lo tanto, la fe salvadora es posible únicamente en los hombres pecadores, y mientras ellos se mantengan como tales.
Suponer que la fe salvadora ya existía en el Paraíso, es destruir el orden de las cosas. En cierto sentido, en el paraíso no existía necesidad de salvación, porque había felicidad pura y sin estorbos; y para el desarrollo de esta felicidad hacia una gloria aún mayor, no era la fe sino las obras, el instrumento designado. La fe pertenece al “Pacto de Gracia,” y únicamente a ese pacto.
Por lo tanto, no puede decirse que Jesús tuvo una fe salvadora. Pues Jesús no fue un pecador y, por lo tanto, no podía tener “esa confianza asegurada de que no sólo a otros, sino también a Él mismo, se le había dado la justicia del Mediador.” Sólo tenemos que conectar el nombre de Jesús con la descripción clara y transparente de la fe salvadora, dada por el Catecismo de Heidelberg, para demostrar cuán necio resulta que los teólogos éticos expliquen las palabras “Jesús, el Autor y Consumador de nuestra fe,” como si Él hubiera tenido fe salvadora tal como todo hijo de Dios.
De ahí que la fe salvadora resulte impensable en el cielo. La Fe es salvadora; y aquel que es salvado ha obtenido la finalidad de la fe. Él ya no camina más por fe, sino por vista. Por lo tanto, debe ser entendido a cabalidad, que la fe salvadora se refiere sólo a los pecadores; y que Cristo, bajo la cobertura de la Sagrada Escritura, es su único objeto.
Por tanto, se deben distinguir cuidadosamente dos cosas: la fe en el testimonio respecto de una persona, y la fe en esa persona en sí.
Haremos una ilustración. Un barco se encuentra listo para zarpar, pero no tiene capitán. Dos hombres se presentan ante el dueño del barco; ambos cuentan con excelentes recomendaciones firmadas por personas encomiables y dignas de confianza. El propietario del barco se encuentra totalmente convencido de la autenticidad absoluta de estas recomendaciones. Y sin embargo, a pesar de esta recomendación, uno de ellos resulta contratado y el otro es descartado. Al conversar con ambos, el propietario ha encontrado que el primero es un sujeto muy sensato, y le permitirá de buena gana a él, como propietario del barco, emitir órdenes durante la travesía; de hecho, el capitán mismo no tendrá que decir nada. Pero el otro hombre, un marinero de verdad, exigió control absoluto de la nave, de lo contrario, no tomaría ninguna responsabilidad. Y, dado que el propietario del barco disfrutaba el dar órdenes, prefirió al capitán sumiso y manejable y desestimó al rudo marinero. En consecuencia, mientras el manso capitán obedecía órdenes durante la primera travesía, perdió el barco; mientras que el barco rival, capitaneado por aquel marinero, volvió a casa repleto con un rico cargamento.
Se distinguen aquí dos tipos de fe. En primer lugar, la presencia o ausencia de fe en la recomendación presentada; en segundo lugar, la presencia o ausencia de fe en las personas a quienes se refiere esta recomendación. En la ilustración, la fe de la primera clase fue perfecta. Esas recomendaciones fueron aceptadas como auténticas; el propietario del barco tuvo una fe perfecta en las firmas. Y sin embargo, lo siguiente que ocurrió fue que él no estuvo inmediatamente dispuesto a delegar su propiedad a alguno de estos capitanes. Esto requería de otra fe; no sólo fe en el contenido de esos documentos, sino también fe de que esos contenidos comprobarían ser ciertos en relación con el comando de su barco. De ahí que él examinara cuidadosamente a ambos hombres, y al descubrir que uno de ellos no dejaba lugar para su carácter firme, resultó natural que contratara a aquel que con su carácter halagaba el egoísmo del propietario. Y entonces, influenciado por este egoísmo, no puso esa segunda fe en la persona adecuada. Su vecino en cambio, no motivado en forma tan egoísta, mantuvo el objetivo en mente, tuvo fe en el osado hombre de mar, y sus beneficios fueron casi fabulosos. Por lo tanto, ambos hombres tuvieron fe incondicional en las recomendaciones; pero uno, negándose a sí mismo, también tuvo fe en el excelente capitán; mientras que el otro, rechazando negarse a sí mismo, no la tuvo.
Aplique esto a nuestra relación con Cristo. Esa nave es nuestra alma. Se está sacudiendo sobre las olas y necesita de un piloto. La travesía es larga y nos preguntamos: “¿Quién la capitaneará de manera segura?” Entonces, se presenta ante nosotros una declaración que concierne a Alguien que es maravillosamente experto en el arte de guiar las almas, de manera segura hacia el puerto deseado. Esa declaración es la Sagrada Escritura, las cuales, a través de todas sus páginas, no ofrecen sino una sola y duradera declaración divina concerniente a la excelencia única de Cristo para conducir almas a puerto seguro. Con esta declaración ante nosotros, nos corresponderá entonces decidir si la aceptaremos o no. Su rechazo pone fin al asunto, de manera que Jesús nunca será el Guía de nuestra alma. Pero aceptarla, diciendo: “Creemos todo lo que está escrito,” permite continuar. Esta confesión implica: (1) fe en la veracidad de la declaración, (2) fe en Dios, quien la entregó; y (3) fe en la verdad de su contenido.
Pero esto no es fe salvadora, sino sólo fe en la declaración. Creer que eso resultará cierto en nuestro caso, en nuestras propias personas, es muy diferente. Esto no depende de la declaración, sino de si vamos a someternos a Aquel de quien ella habla. Aunque este capitán pilotea almas en forma segura por aguas muy profundas, Él no pilotea todas las almas. Ellas deben ser capaces y estar dispuestas a someterse a Él de acuerdo a Sus demandas. Los que no están dispuestos, son dejados atrás y, tratando de pilotearse a sí mismos, perecen miserablemente. Por lo tanto, debemos someternos. Y esto requiere que dejemos de lado toda nuestra suficiencia, requiere la completa expulsión del ego. Mientras el ego se encuentre en nuestro camino, nos rehusaremos a Él como nuestro Guía espiritual; y tampoco creeremos en Su poder. Pero tan pronto como el ego sea arrojado fuera, el yo sea silenciado, y el alma se abandone a Él, la segunda fe despierta, y, estando sobre nuestras rodillas, exclamamos: “¡Señor mío y Dios mío!”
Es exactamente como nuestro Catecismo lo expresa hermosamente y con todo detalle: “Que la fe verdadera consiste en dos cosas: primero, un cierto[2] conocimiento mediante el cual abrazo como verdad todo lo que Dios ha revelado en Su Palabra; pero también, una confianza garantizada, la cual es firme e inconmovible, operada por el Espíritu Santo en mi corazón mediante el Evangelio; de que no sólo a otros sino también a mí, la remisión de los pecados, la justicia eterna, y la salvación, me son ofrecidas gratuitamente de parte de Dios; simplemente de gracia, sólo por el bien de los méritos de Cristo.”
Examinando más de cerca lo que estos dos puntos tienen en común, nos encontramos, no con que uno es conocimiento y el otro es confianza, sino que ambos consisten en ser persuadidos.
Con la declaración presentada ante él, el hombre natural se ve inclinado a rechazarla. Él tiene muchas objeciones. “¿Es auténtica?” “¿No es cierto que fue afectada por diversas modificaciones? ¿Puedo confiar en la veracidad de su contenido?” Por mucho tiempo, él continúa su resistencia, y dice: “Ningún hombre podrá jamás convencerme; creo en muchas cosas, pero no en esa escritura imposible.” Pero el Espíritu Santo continúa Su obra. Le muestra que está equivocado; y, aunque aún se resiste, se vuelve como un fuego en sus huesos hasta que la oposición se hace imposible, y él confiesa que Dios es verdadero y su declaración es legítima.
Sin embargo, esto no es todo. Él todavía carece de la segunda fe: si acaso esto se aplica a él personalmente. Él comienza con negarlo. “Esto no se refiere a mí,” dice; “Jesús no salva a un hombre como yo.” Pero entonces el Espíritu Santo se encuentra con él nuevamente. Él lo trae de vuelta a la Palabra. Sostiene la imagen del pecador salvado ante él hasta que se reconoce a sí mismo en esa imagen. Y aunque aún objeta, “No puede ser así; sólo me estoy engañando a mí mismo,” aun así, el Espíritu Santo persiste en persuadirlo hasta que, totalmente convencido, se apropia personalmente de Cristo y reconoce: “Bendito sea Dios, pues soy un pecador salvado.” Por tanto, no es primero el conocimiento y luego la confianza, sino que ambos son un convencimiento interior operado por el Espíritu Santo. Y el hombre que ha sido convencido de esta manera, cree. El que está convencido de la verdad de la declaración divina respecto del Guía de las almas, cree todo lo que se revela en las Escrituras. Y estando también convencido de que el pecador salvado descrito en las Escrituras es él mismo, cree en Cristo como su Fiador.
De ahí que la característica particular de la fe en sus dos etapas, sea la de ser persuadido. La fe salvadora es un convencimiento, operado por el Espíritu Santo, de que las Escrituras son una declaración real respecto de la salvación de las almas, y que esta salvación incluye también mi alma.
¿Entonces está equivocado el Catecismo de Heidelberg, cuando habla de conocimiento y de confianza? No; pero se debería notar que no habla del origen de la fe, sino de su fruto y ejercicio, estando ello ya establecido. Estando convencidos de que las Escrituras son verdaderas, y creyendo la declaración divina con respecto a Cristo, poseemos a la vez conocimiento cierto e indubitable sobre estas cosas. Y estando persuadidos de que esa salvación incluye a mi alma, por causa de este convencimiento, yo poseo una confianza firme y segura de que el tesoro de la redención de Cristo es también mío.
De este modo, la fe tiene tres etapas: (1) conocimiento de la declaración; (2) certeza de las cosas reveladas; y (3) convencimiento de que esto me concierne personalmente a mí. Estas solían llamarse conocimiento, asentimiento y confianza; y estamos dispuestos a adoptarlas, pero deben usarse con cuidado. Por la primera sólo debe entenderse la obtención de conocimiento de forma independiente a la fe. De ahí que el Catecismo de Heidelberg la omita, por no pertenecer ella al poder de la fe, y sólo mencione asentimiento y confianza. Pues ese conocimiento cierto del cual habla, no es lo que los escolásticos ponen en primer plano como conocimiento; sino lo que ellos llaman asentimiento. El conocimiento no es la palabra contundente, sino la certeza.[3] No es el conocimiento, sino la certeza del conocimiento lo que pertenece a la verdadera fe.
Por esa razón, algunos solían distinguir conocimiento y asentimiento, y los trataban por separado. Pues se debe recordar que los inconversos no entienden las Escrituras, ni pueden leer su declaración. Al no ser nacidos de agua y del Espíritu, no pueden ver el Reino de Dios. El hombre natural no entiende las cosas espirituales. Por ello es que decimos enfáticamente que el hecho de que el conocimiento preceda a la fe y que la fe deba asentir a él, implica la iluminación del Espíritu Santo. Sólo bajo esa luz se puede ver la gloria de las Escrituras y comprender su belleza; sin esta luz, el conocimiento no es sino un obstáculo para el hombre natural. Aún así, no es parte de la fe, sino sólo una parte de la obra del Espíritu que hace posible la fe.
Una verdad o una persona no constituyen la fe, sino el objeto de ella; la fe en sí misma es el ser persuadidos cuando, una vez que toda oposición ha acabado, el alma ha obtenido indubitable seguridad. De ahí el absurdo absoluto de hablar de la fe en forma separada de las Escrituras, o dirigida sobre cualquiera que no sea Cristo; o de llamar fe a una tendencia universal del alma que clama por salvación, para calmar su sed. Todo esto le roba a la fe su carácter. Cuando yo digo, “creo,” con ello quiero decir que esto o aquello es para mí un hecho indubitable. A fin de poder creer, uno tiene que estar seguro, convencido, persuadido—de lo contrario, no puede haber fe; y el fruto de este estar persuadido es conocimiento abundante, gloriosa confianza, y acceso al Señor.
Sin embargo, debe tenerse en cuenta que hemos hablado de la fe, tal como se manifiesta en la superficie. Pero eso no es suficiente. Aún debemos examinar la raíz, las fibras de la fe que se encuentran en el alma. Debemos examinar la facultad que capacita al alma para creer. Sobre esto trata el siguiente artículo.
XXXVIII. La Facultad de Fe
<blcokquote>“Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios.”—Ro. viii. 14.</blockquote>
La fe salvadora debería entenderse siempre como una disposición del ser espiritual del hombre, mediante la cual puede llegar a tener la seguridad de que el Cristo tras las Escrituras, el único Salvador, es su Salvador.
Escribimos intencionadamente una “disposición” mediante la cual el hombre puede llegar a tener la seguridad. Tal como hay agua en las tuberías, aunque no se encuentre corriendo por una llave en este momento, o tal como el gas se encuentra en los ductos, aunque no esté ardiendo; así mismo, por causa de la regeneración, la fe se encuentra presente como una disposición en el ser espiritual del hombre, aun cuando él todavía no crea, o cuando haya dejado de creer. Si la casa está conectada a las obras hidráulicas de la ciudad, el agua puede correr; pero no por esta razón estará siempre corriendo; así como tampoco el gas se encontrará siempre ardiendo. La diferencia que existe entre esta vivienda y la de su vecino, es que en la primera el agua puede fluir y el gas puede arder, ya que la de su vecino no se encuentra conectada como lo está esta.
Existe una diferencia similar entre los nacidos de nuevo y los no nacidos de nuevo; es decir, entre aquel que se une a Jesús y aquel que no se ha unido a Él. La diferencia no radica en que el primero crea y lo haga en forma constante y en todo momento, sino sólo en esto: que él puede creer. Pues quien no ha nacido de nuevo no puede creer, ha destruido deliberadamente el don precioso y divino mediante el cual él podría haberse unificado a la vida de Dios. Dios le dio ojos para ver, pero él se ha cegado a sí mismo en forma deliberada. Por lo tanto, no puede ver a Jesús. El Cristo vivo no existe para él. No ocurre así con el hijo de Dios nacido de nuevo. Es cierto que él también es un pecador; él también se ha cegado a sí mismo en forma deliberada; pero se ha realizado en él una operación tal, que ha restaurado su vista de manera que ahora sí puede ver. Y esta es la facultad de fe que le ha sido implantada. Esta facultad afecta la conciencia. Tan pronto como el hecho de que Cristo es el único Salvador y mi Salvador, es introducido a mi conciencia—la cual es la clara representación de todo mi ser, y se adapta y se une perfectamente a ello como una verdad fundamental, indubitable y firmemente establecida—entonces creo.
Pero esta verdad no se ajusta a la conciencia del hombre natural. Él puede introducirla de vez en cuando por medio de una fe temporal o histórica, pero sólo como un elemento extraño, y su naturaleza reacciona inmediatamente en contra de ella; exactamente de la misma manera que la sangre y el tejido reaccionan, en contra de una astilla que se ha insertado en un dedo. Por esta razón, una fe pasajera nunca puede salvar a un hombre, sino, por el contrario, lo daña; pues hace que su alma se infecte.
Por principio, la conciencia humana, tal como es según su naturaleza, y el Cristo que se encuentra tras las Escrituras, son diametralmente opuestos. Uno excluye al otro. Lo que se ajusta y acomoda a la conciencia del hombre natural, es la negación constante de Cristo. Esta conciencia natural es la representación de su existencia pecaminosa; y como un pecador inconverso siempre se hace valer a sí mismo, se cree salvable, y más aun, pretende salvarse a sí mismo, no puede tolerar a Cristo. Cristo resulta impensable para él; por lo tanto, no puede aceptarlo. No, no existe ninguna necesidad de Él; él mismo también puede salvar, con Jesús, o simplemente, tan bien como Jesús, o siguiendo el ejemplo de Jesús; por esta razón, este Jesús no es en ningún caso el único Salvador.
Pero si el Cristo que se encuentra tras las Escrituras se ajusta a su conciencia, esa conciencia debe haber sido cambiada de lo que era según su naturaleza; y, siendo el reflejo y la representación de su ser y de todo lo que contiene, se deduce que para dar cabida a Cristo, pero no para complacerlo a Él, sino debido en forma absoluta a su propia necesidad, su ser requiere primero ser cambiado. Por lo tanto, ocurre un doble cambio:
En primer lugar, el nuevo nacimiento, que cambia la posición de su ser interior.
En segundo lugar, el cambio que afecta a su conciencia, mediante la introducción de la disposición a aceptar a Cristo. Y esta disposición, siendo el órgano de su conciencia mediante el cual puede hacer esto, es la facultad de fe.
Los padres han señalado acertadamente que esta disposición también ha sido impartida a la voluntad. Y no puede ser de otra manera. La voluntad es como una rueda que mueve los brazos de un molino de viento. En el Adán sin pecado, esta rueda permaneció perfectamente cuadrada sobre su eje, girando con la misma facilidad a la derecha y a la izquierda—es decir, se movía tan libremente hacia Dios como hacia Satanás. Pero en el pecador, esta rueda está en parte movida de su eje, de manera que puede girar únicamente a la izquierda. Cuando quiere pecar, puede hacerlo. En este sentido el eje se encuentra despejado; él tiene el poder para pecar. Pero la rueda no puede girar en sentido contrario; tal vez sólo un poco, con mucha dificultad y mucho chirrido, pero nunca lo suficiente como para moler maíz. El funcionamiento de su voluntad nunca podrá producir ningún bien salvador. Él no podrá hacer que la rueda de su vida gire hacia Dios, mediante la energía de la voluntad.
Incluso después de que él ha sido cambiado interiormente, y que la facultad de fe ha entrado en su conciencia, ella resultará inútil mientras la impotente voluntad entre en la conciencia para expulsar su seguridad cristiana. Por lo tanto, para que la voluntad pueda servir a la conciencia cambiada, debe ser forjada por Dios. De ahí que la disposición de fe sea impartida no sólo a la conciencia, sino también a la voluntad, para adaptarla así al Cristo de las Escrituras. La voluntad del santo es llevada de nuevo a moverse libremente hacia Dios. Cuando el ego cambia su dirección y la voluntad es cambiada, sólo entonces la nueva disposición puede entrar en la conciencia, para estar seguros de que el Cristo que se encuentra tras las Escrituras es el único Cristo y es su Cristo.
La facultad de fe es por tanto algo complejo. No puede ser independiente de la conciencia y del conocimiento; ya que implica un cambio del ser del hombre y la libertad de la voluntad para avanzar hacia Dios. Por ello, esta facultad no es un desarrollo espontáneo de la vida implantada, ni es independiente de ella; pero como disposición, puede entrar en nosotros sólo después del nuevo nacimiento, e incluso entonces nos debe ser dada por la gracia de Dios.
Por supuesto, el hombre en el cual la facultad de fe empieza a trabajar, creerá en las Escrituras, en Cristo, y en su propia salvación; pero sin ella, él continuará hasta el fin oponiéndose a las Escrituras, a Cristo, y a su propia salvación. Él puede estar casi convencido; pero nunca estará totalmente convencido. Esto será fe temporal, fe histórica, fe en los ideales, pero nunca fe salvadora.
Pero si un hombre ha recibido esta disposición, ¿es posible que crea de inmediato y para siempre? Seguramente no, no más de lo que un niño normal puede leer, escribir o pensar lógicamente. Y cuando a los dieciséis años puede hacer estas cosas, no es debido a nuevas facultades recibidas en forma posterior a su nacimiento, sino al desarrollo de aquellas con que nació. Un hijo de Dios nacido de nuevo posee la facultad de creer; pero no se produce un creer inmediato y efectivo. Esto requiere de algo más. Tal como un niño no puede aprender y desarrollarse sin maestros y sin conexión con su propio entorno, de igual manera la facultad de fe no puede ser ejercida sin la guía del Espíritu Santo y sin conexión con el contenido de las Escrituras.
No podemos decir cómo ésta fue efectuada en niños que han fallecido; no porque el Espíritu Santo no pueda trabajar en ellos así como lo hace en adultos, sino porque ellos no conocen las Escrituras. Sin embargo, debido a que las Escrituras dan testimonio únicamente de Cristo, el Espíritu Santo puede tener una forma de llevar al niño no-pensante hacia una conexión con Cristo, del mismo modo que ha provisto las Escrituras para los hombres pensantes.
En cualquiera de estos casos, la facultad de fe no puede producir nada por sí misma, sino que debe ser estimulada y desarrollada mediante la preparación y ejercicio del Espíritu Santo, aprendiendo poco a poco a creer—una preparación continua hasta el final; pues hasta que morimos, el obrar de la fe aumenta en fuerza, en avance y en gloria.
Pero esto no es todo. Un hombre puede tener la facultad de fe plenamente desarrollada y ejercitada, pero esto no quiere decir que, por lo tanto, creerá siempre. Por el contrario, la fe puede ser interrumpida por un período de tiempo. De ahí que la fe no debe ser llamada el aliento del alma; porque cuando un hombre deja de respirar se muere. No; la facultad de fe es más bien como la potencia que tiene un árbol para florecer y producir fruto: aparentemente muerto una temporada, pero bello y floreciente en la siguiente. El que yo posea la facultad para pensar resulta evidente, no de mi pensamiento ininterrumpido, pues cuando estoy dormido no pienso; sino que resulta evidente de mi forma de pensar cuando debo pensar. Así mismo ocurre con la facultad de fe, que ocupa la misma posición que las facultades de pensar, hablar, etc.
En cuanto a estas facultades, se distinguen tres cosas: (1) la propia facultad; (2) su necesario desarrollo; (3) y su ejercicio cuando es suficientemente estimulada. Por lo tanto, nos damos cuenta no sólo de la primera operación del Espíritu, la implantación de la facultad de fe; así mismo, no nos damos cuenta sólo de la segunda operación, la capacitación de esa facultad para el ejercicio; sino también de la tercera, la estimulación y el llamado a la acción de creer, cada vez que al Espíritu Santo Le plazca.
No existe hombre que esté en sí mismo dotado de la facultad de fe, sino que es el Espíritu Santo quien lo ha dotado de ella. No existe hombre habilitado para esta facultad de creer, sino que también es el Espíritu Santo quien ha habilitado esa facultad. Tampoco existe un hombre que use esta capacitación, creyendo de hecho, a menos que el Espíritu Santo haya obrado esto en él.
La vida tiene sus altibajos. Lo vemos en el amor. Usted tiene un hijo a quien ama con ternura. Pero en la vida cotidiana usted no siempre siente ese amor, y a veces se acusa a sí mismo de estar frío y de no sentir un cálido apego por el niño: Pero imaginemos que alguien le hiciera daño, o que se enfermara—o peor aún, que su vida se encontrara en peligro—y entonces su amor adormecido se despertaría en un instante. Ese amor no vino a usted desde fuera, sino que habitaba en las profundidades de su alma, dormitando hasta que fuera despertado por completo por causa del incisivo aguijón del dolor. Lo mismo se aplica a la fe. Durante días y semanas podremos tener que reprocharnos a nosotros mismos la condición incrédula de nuestro propio corazón, cuando el alma parece seca y muerta como si no existiera vínculo de amor entre nosotros y nuestro Salvador. Pero, ¡he aquí! el Señor se revela a nosotros, o tal vez el sufrimiento nos abruma, o la seriedad de la vida de pronto se apodera de nosotros, y en un instante, esa fe que estaba aparentemente muerta, será avivada y el vínculo del amor de Jesús se sentirá fuertemente.
Y más que esto: inspirado por el amor, usted está constantemente haciendo algo por su amado, pero sin decir: “hago esto o aquello por él, porque lo amo tanto.” Así también ocurre en relación a la fe: la fe salvadora es una disposición de cuya actividad no siempre nos damos cuenta, pero tal como otras facultades, trabaja continuamente, con inadvertidas funciones. De ahí que con frecuencia ejerzamos la fe sin estar especialmente conscientes de ello. Nos preparamos particularmente para pensar o hablar cuando una ocasión especial lo requiere; y de ese modo, actuamos con propósito consciente desde la fe cuando, bajo circunstancias particulares, debemos presentarnos osadamente como testigos o tomar alguna decisión importante.
Pero este es nuestro consuelo, que el poder salvador de la fe no depende de una acción especial de creer; ni de actos menos conscientes; ni siquiera de la capacidad de fe adquirida, sino únicamente del hecho de que la semilla de fe ha sido plantada en el alma. Por lo tanto, un niño puede tener fe salvadora, aun cuando nunca hubiera realizado una sola acción de fe. Y así permanecemos salvos, incluso cuando la acción de fe pueda dormitar por una temporada. El hombre, una vez que ha sido dotado de la fe salvadora, es salvo y bendecido. Y cuando una y otra vez surgen las acciones de fe, él no se vuelve salvo en un mayor grado, sino que es sólo la evidencia de que, a través de la misericordia infinita de Dios, la semilla de fe ha sido plantada en él.
XXXIX. Aprendizaje Defectuoso
“Y el que creyere en él, no será avergonzado.”—1 P. ii. 6.
San Pablo declara que la fe es el don de Dios (Ef. ii. 8). Sus palabras, “esto no de vosotros, pues es don de Dios,” se refieren a la palabra “fe.”
Una nueva generación de jóvenes expositores afirma confiadamente que estas palabras se refieren a “por gracia sois salvos.” La mayoría de ellos son, evidentemente, ignorantes de la historia de la exégesis del texto. Ellos sólo saben que el pronombre “esto” en la frase “y esto no de vosotros” es neutro en el griego. Y sin realizar un análisis más profundo, consideran establecido que el pronombre neutro no puede referirse a la “fe,” que es femenino en el griego.
Permítanos alertar a nuestros lectores en contra de parloteos irreflexivos de una escuela de aprendizaje superficial. Se debe recordar que, si bien nuestra exégesis es y siempre ha sido aceptada casi sin excepción, la opinión contraria es compartida sólo por algunos expositores de los últimos tiempos. Casi todos los padres de la iglesia y casi todos los teólogos eminentes de la erudición griega han considerado que las palabras “pues es don de Dios,” se refieren a la fe.
- De acuerdo con la tradición antigua, esta fue la exégesis de las iglesias en las cuales San Pablo había trabajado.
- De aquellos que hablaban el idioma griego y que estaban familiarizados con la construcción particular del griego.
- De los Padres de la Iglesia latina, quienes se mantuvieron en estrecho contacto con el mundo griego.
- De los estudiosos como Erasmo, Grocio y otros, quienes, como lingüistas, no tuvieron par; y en ellos resulta aún más notable, ya que favorecieron personalmente la explicación de que la fe es obra del hombre.
- De Beza, Zanchius, Piscator, Voetius, Heidegger, e incluso de Wolf, Bengel, Estius, Michaelis, Rosenmüller, Flatt, Meier, Baumgarten-Crusius, etc., quienes al día de hoy mantienen la tradición original.
Y por último, Calvino, aunque se ha dicho que él ha favorecido la otra exégesis. Pero si se hubiera entregado a la interpretación original, habría dado alguna razón para hacerlo, pues estaba completamente familiarizado con ella. Y esto hace que sea probable que él nunca tuviera la intención de discutir el asunto. El hecho de que él se adhiriera a la exégesis tradicional, queda comprobado por sus propias palabras, en su “Antídoto en Contra de los Decretos del Concilio de Trento” (página 190, edición 1547): “La fe no es del hombre, sino de Dios.”
Incluso nuestros educados laicos reformados están familiarizados con este hecho, aunque sólo fuera a través del estudio del magnífico comentario acerca de los Efesios realizado por Petrus Dinant, ministro de Rotterdam, quien alcanzó el éxito en la última parte del siglo XVII. Lo publicó en 1710, y el libro tuvo una venta tan masiva que fue reeditado en 1726; aun hoy tiene una gran demanda. Citamos de él lo siguiente (vol. i., p. 451): “‘Y esto no de vosotros, pues es don de Dios.’ La palabra ‘esto’ (GRIEGO tau omicron épsilon con acentos tau omicron), se refiere, ya sea al previo ‘ser salvo,’ o a ‘fe.’ Al primero no puede referirse, pues San Pablo ya había establecido que la salvación es un don de Dios. Por lo tanto se debe referir a la fe. Es cierto que el griego (GRIEGO tau omicron épsilon con acentos tau omicron), es un neutro, mientras que (GRIEGO pi iota con acentos sigma tau eta sigma), fe, es un femenino. Pero los estudiosos del griego saben que el pronombre relativo puede referirse de igual manera a lo siguiente (GRIEGO delta omega con acentos rho omicron épsilon), don, el cual es neutro, como a la anterior (GRIEGO pi iota con acentos sigma tau nu sigma), la cual es femenina, de acuerdo a la norma en la gramática griega que rige este punto. Por consiguiente, ‘esto,’ es decir, ‘fe, no de vosotros, pues es don de Dios.’”
Pero, descubrimientos recientes pueden haber alterado esta antigua exégesis. Si los expositores modernos de Utrecht, Groningen y Leiden, quienes han hecho un pasatiempo de esta exégesis moderna, nos mostraran por lo tanto este reciente descubrimiento, los oiríamos muy atentamente. Pero no lo hacen. Por el contrario, dicen: “El asunto está resuelto, y es tan claro que aun un principiante en el idioma griego podría verlo.” Y al decir esto, se juzgan a sí mismos. Pues inteligencias incomparablemente superiores, tales como las de Erasmo y Hugo Grocio, sabían tanto de griego que al menos estaban familiarizados con sus principios básicos. Y podemos atrevernos a decir que toda la erudición griega que se aloja ahora en la inteligencia de nuestros exegetas provenientes de las universidades recién mencionadas no sería suficiente para dejar a medio llenar el vaso que Erasmo y Grocio en conjunto llenaron hasta el borde. Por esta razón, se puede mantener confiadamente la exégesis tradicional.
La declaración certera con que estos jóvenes expositores hacen sus afirmaciones no debe sorprendernos. Su explicación es fácil de encontrar. Casi todos ellos fueron preparados en universidades cuyos profesores de exégesis de Nuevo Testamento buscaban, por medio de sorprendentes observaciones, divorciar a sus alumnos de la interpretación tradicional de las Escrituras; por ejemplo, los estudiantes habían aprendido en casa que “el don de Dios,” en Ef. ii. 8, se refiere a la fe; pero ellos nunca habían consultado el texto original. Luego, el profesor observaba, con perfecta propiedad, que no dice (GRIEGO alpha con acentos épsilon tau eta), sino (GRIEGO tau omicron épsilon con acentos tau omicron), añadiendo: “Los caballeros pueden ver por sí mismos que esto no puede referirse a la fe.” Y, no conociendo el tema, sus inexpertos oyentes suponen que no queda nada que agregar. Si su erudición griega hubiera sido más minuciosa y extensa, ellos habrían sido capaces de formarse un juicio con mayor independencia.
Ellos entran a la iglesia con esta convicción; y cuando un laico común repite la exégesis antigua, ellos se deleitan, al menos en esas ocasiones, al hacer ostentación del fruto de su formación académica; y se le hace entender al laico común que no sabe nada de griego, y que el texto griego se interpreta claramente de la otra manera; y que por tanto, él no puede apoyar la anticuada exégesis.
Cuando a veces el Heraut [4] se atreve a repetir la opinión antigua y comprobada, estos sabios jóvenes no pueden evitar pensar: “El Heraut no actúa de buena fe; el editor sabe muy bien que se traduce (GRIEGO tau omicron épsilon con acentos tau omicron), y que (GRIEGO pi iota con acentos sigma tau eta sigma) es femenino.” Por supuesto, el Heraut lo sabe muy bien—tan bien como lo sabían Erasmo y Grocio—y, sabiendo un poco más de griego que estos infantiles rudimentos, se ha tomado la libertad, apoyado por la agradable compañía de los eruditos que recientemente mencionamos, de considerar una opinión diferente a la de los graduados de Utrecht.
Sin duda, todo hombre tiene el derecho a tener su propia opinión y a rechazar la exégesis tradicional. Por otra parte, en Fil. i. 23, se indica claramente que la fe es un don de Dios. Pero presentaremos una objeción en contra de la superficialidad y la ingenuidad de los hombres, que en su ignorancia, se presentan como eruditos y lo hacen parecer como si incluso un principiante en griego, si sólo fuera un hombre honesto, no podría apoyar en ninguna medida la opinión contraria. Pues es imperdonable que una persona se atreva a pronunciar sentencia sobre otra que sabe de lo que está hablando, tal como se verá en el post scriptum de este artículo.
El lector será amablemente paciente, para que podamos tratar este asunto en forma algo extensa, pues es a un principio a lo que hace referencia. Nuestras universidades niegan nuestra confesión de fe. Aunque ellas pueden reconocer que Dios es el autor de la salvación, la fe (como ellas lo interpretan) se toma en el sentido de un medio que se origina de la unión del aliento del alma y el obrar interior del Espíritu Santo. De ahí su manifiesta preferencia por aquella exégesis novedosa, que también se hace evidente por el esfuerzo enérgico y persistente que hacen para popularizarla.
Y esta tendencia se manifiesta en muchas otras direcciones. Existen pocas oportunidades para realizar investigaciones individuales del original. De ahí que la enseñanza recibida en Utrecht constituya la única fuente de información. Y esta se encuentra tan profundamente arraigada en el corazón y la mente, que el estudiante no puede concebir que pueda ser de otra manera. Por otra parte, los razonamientos han sido presentados en forma ininterrumpida y de manera tan concisa, que obtener argumentos convincentes para puntos de vista contrarios parece absolutamente imposible.
Así las cosas, nuestros jóvenes teólogos, honestos en sus convicciones y leales a ellas, declaran desde el púlpito y en conversaciones privadas que la ambigüedad referente a diversos puntos doctrinales está fuera de cuestión; de modo que es preciso conceder y reconocer que los expositores antiguos estaban decididamente equivocados. Y esta es la causa de la fuerte oposición que existe en contra de muchas opiniones establecidas, incluso entre nuestros mejores ministros; no por amor a la oposición, sino porque convicciones sinceras les impiden seguir cualquier otra línea de conducta, al menos, mientras no puedan encontrarse mejor informados.
Y esto no puede permanecer así. No existe seriedad en esa postura. Es indigna del hombre de formación científica; es indigna del ministro. Existe la necesidad de búsqueda e investigación individual. Estas novedades de Utrecht deberían ser recibidas con cierto grado de escepticismo. Incluso se puede leer libremente entre líneas, que cuando el aprendizaje de la facultad de Utrecht se opone al aprendizaje de la Iglesia total, debe ser desacreditado.
Y de este modo, nuestros jóvenes se verán obligados a regresar a la investigación original. No sólo eso, sino que se verán obligados a comprar libros. Las bibliotecas de casi todos nuestros jóvenes teólogos no contienen casi nada excepto obras alemanas, producto de la teología de la mediación; por lo tanto, excesivamente unilaterales, no nacionales, foráneas a nuestra Iglesia, en conflicto con nuestra historia. Esta carencia debería primero ser suplida. Y entonces, esperamos que pronto llegue el tiempo cuando cada ministro en nuestras iglesias reformadas estará en posesión de al menos unas pocas sólidas y mejores obras. Y cuando, de este modo, surja la oportunidad para un estudio más imparcial y correcto, la naciente generación de ministros deberá una vez más reanudar sus estudios y obtener la convicción por su propia experiencia, incluso como otros ya lo han hecho, de que la labor de estudio e investigación, la cual dará buen fruto para la Iglesia de Dios, aún no está terminada sino que en realidad sólo acaba de comenzar. Entonces, una generación de hombres más serios y mejor capacitados tratará las opiniones que hemos propuesto con un poco más de gratitud, y, lo que es de mucha mayor importancia, tratará la existencia de la fe con mayor consideración.
Es de vital interés, que el ejercicio de la fe y la facultad de fe no vuelvan a ser confundidos, y que se reconozca que esta última puede encontrarse presente sin que lo esté también el primero. De lo contrario, ocurrirá una desviación completa de la línea de las Escrituras, la cual es también la de las iglesias reformadas. Producirá que la salvación sea dependiente del ejercicio de la fe, es decir, del acto de aceptar a Cristo y todos Sus beneficios; y dado que este acto no es de Dios, sino del hombre, nos perdemos en forma imperceptible en las aguas del Arminianismo.
Por lo tanto, todo depende de la correcta comprensión de Ef. ii. 8. Porque la fe no es el acto de creer, sino la mera posesión de la fe, incluso de la fe en su estado de semilla. El que posea la semilla o facultad de fe, y que en el tiempo de Dios también ejercite la fe, es salvo, salvado por gracia, pues le fue impartido el don de Dios.
Anteriormente, los teólogos fueron utilizados para hablar de la existencia y del bienestar de la fe; pero esto se refería a otra peculiaridad, la cual no debe ser confundida con la hasta ahora tratada. Algunas veces la planta de la fe parece ser más fuerte en uno que en otro, y su desarrollo, más maduro y más completo, produciendo ramas, ramitas, hojas, flores y frutos—lo que es evidencia del bienestar de la fe. También puede ocurrir que, en la misma persona, la fe parezca pasar por las cuatro estaciones del año: primero ocurre una marea primaveral, en la cual crece; seguida de un verano, cuando florece; pero también existe un otoño, cuando pierde vitalidad; y un invierno, cuando dormita. Y esta es la transición que ocurre desde el bienestar de la fe hasta su mera existencia. Pero, tal como un árbol sigue siendo tal durante el invierno, y poseerá la existencia de un árbol aun cuando haya perdido su bienestar, del mismo modo la fe puede aún permanecer como fe viva en nosotros, aunque se encuentre temporalmente sin hoja y sin flor.
Para el consuelo de las almas, nuestros padres siempre señalaron al hecho, y así también lo hacemos nosotros, que la salvación no depende del bienestar de la fe, siempre y cuando el alma posea la existencia de la fe. Aunque, sobre el ejemplo de nuestros padres, nosotros añadimos que el árbol no está vivo en el invierno, a menos que se active hacia la primavera, cuando sus yemas brotan nuevamente; y que la existencia de la fe da pruebas de su presencia en el alma sólo cuando se activa hacia su bienestar.
Post scriptum.
Es necesario señalar dos cosas con respecto a la superficialidad de la cual reclamamos.
En primer lugar, que la construcción de un pronombre neutro con un sustantivo femenino anterior a él, no constituye un error sino por el contrario, un excelente griego.
En segundo lugar, que la Iglesia tenía razones por las cuales hasta ahora hacía que las palabras “y esto no de vosotros” se refirieran a la fe.
En lo que respecta al primer punto, no nos referimos a una excepción helenística, sino a la norma común, que se encuentra en cada buena sintaxis griega, y que todo exegeta debería conocer.
Una norma que fue formulada por Kühner, entre otros, en su “Ausführliche Grammatik der Griech. Sprache,” vol. ii., I, p. 54 (Han., 1870), y que consiste en lo siguiente: “Besonders häufig steht das Neutrum eines demonstrativen Pronomens en Beziehung auf ein männliches oder weibliches Substantiv, indem der Begrif desselben ganz allgemein als blosses Ding oder Wesen, oder auch als ein ganzer Gedanke aufgefasst wird.” Lo cual traducido al español es: Un pronombre demostrativo neutro se utiliza con frecuencia para referirse a un sustantivo masculino o femenino anterior, cuando el significado expresado por esta palabra se toma en un sentido general, etc.
Los ejemplos citados por Kühner dan un golpe mortal a la exégesis de Utrecht. Tomemos, por ejemplo, los de Platón y Jenofonte:
Platón, “Protágoras,” 357, C.:
‘Όμολογουμεν έπιστήμες μηδεν εϊναι κρεϊττον, αλλα τουτο αει κρατειν, οπου αν ενη, και ηδονης και των αλλων απαντων.
Platón, “Menón,” 73, C.:
‘Έπειδη τοίνυν η αυτη αρετη πάντων εστί, πειρω ειπειν και αναμνησθηναι, τί αυτό φησι Γοργίας ειναι.
Jenofonte, “Hiero,” ix., 9.
Ει εμπορια ωφελει τι πόλιν, τιμώμενος αν ο πλειστα τουτο ποιων και εμπόρους αν πλείους αγείροι.
A los que añadimos tres ejemplos más de Platón, y un cuarto de Demóstenes:
Platón, “Protág.,” 352, B.:
Πως εχεις προς επιστήμην; πότερον και τουτό σοι δοκει ωσπερ τοις πολλοις ανρώποις, η αλλως.
Platón, “Fedón,” 61, A.:
Ύπελάμβανον;. . . και εμοι ουτω ενύπνιον υπερ επραττον, τουτο επικελεύειν, μουσικην ποιειν, ως φιλοσοφίας μεν ουσης μεγίστης μουσικης, εμου δε τουτο πράττοντος.
Platón, “Teeteto,” 145, D.:
Σοφία δε γ οιμαι σοφοι; –ναι–τουτο δε νυν διαφέρει τι επιστήμης.
Demóstenes, “Contra Aphob.,” 11:
Έγω γαρ, ω ανορες δικασται, περι της μαρτυρίας της εν τω γραμμαείω γεγραμμένης ειδως οντα μοι τον αγωνα, και περι τούτον την ψηφον ύμας οισοντας επιστάμενος ωήθην δειν κ. τ. λ.
Por ahora aplazaremos la discusión del segundo punto para otro momento.
Pero es evidente que estas citas alteran todo el seudoaprendizaje de esta defectuosa erudición; y que las palabras, “y esto no de vosotros, pues es don de Dios,” justamente con el pronombre neutro en el más puro griego, pueden referirse a la fe; por lo que todo este alboroto acerca de la diferencia de género, no sólo carece de todo fundamento, sino que también deja una impresión muy pobre en relación a la erudición de los hombres que han planteado tal objeción.
Por otra parte, debemos demostrar no sólo que la interpretación antigua de Ef. ii. 8 puede ser correcta, sino además, que no puede ser sino correcta.
Dice así: “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe. Porque somos hechura suya” (Ef. ii. 8-10). La idea principal es el poderoso hecho de que el operador causante de nuestra salvación es Dios. San Pablo expresa esto en los términos más convincentes y certeros al decir: “Sois salvos de gracia, a través de la gracia, y por gracia.” Si entonces continuara “y esto no de vosotros, pues es don de Dios,” tendríamos una frase redundante, con cláusulas gramaticales innecesarias, que está repitiendo tres veces lo mismo: “Lo habéis recibido por gracia, no de vosotros, pues es don de Dios.” Y esto serviría, si dijera: “Sois salvos por gracia, y por lo tanto no de vosotros”; pero no dice así. Es simplemente, “y esto no de vosotros.” La conjunción “y” se interpone.
O si dijera: “Vosotros sois salvos por gracia, no de vosotros, pues es obra de Dios,” sonaría mejor. Pero primero decir: “Vosotros sois salvos por gracia,” (Ef. ii. 8) y luego, sin añadir nada nuevo, repetir, “y esto no de vosotros,” es duro y vacilante. Y más aún, si se considera que en el versículo noveno se repite por cuarta y quinta vez, “no por obras; somos hechura suya.” Y mientras todo esto es rígido y forzado, dificultoso y superfluo, cuando se adopta la exégesis de los expositores antiguos de la Iglesia cristiana, se vuelve de golpe suave y vigoroso. Pues entonces dice: “Porque por mera gracia sois salvos, por medio de la fe (No como si por este medio de fe la gracia de su salvación no fuera completamente de gracia; no, por cierto que no, pues incluso esa fe no es de vosotros, sino que es el don de Dios). Y, por tanto, salvos por medio de la fe, no por obras, para que nadie se gloríe, porque somos hechura suya.”
Pero entonces esto genera un paréntesis, el cual es absolutamente cierto; pero incluso esto es verdaderamente paulino. San Pablo oye la objeción, y la refuta una y otra vez, aun cuando él no formule la contraposición.
XL. La Fe Sólo en el Pecador Salvado.
“Y creyeron la Escritura.”—Juan ii. 22.
La fe no es el operar de una facultad inherente en el hombre natural; ni un nuevo sentido añadido a los cinco sentidos; ni una nueva función del alma; ni una facultad que en un principio se encontraba latente y ahora está activa; sino una disposición, un modo de acción, implantado por el Espíritu Santo en la conciencia y la voluntad de la persona que ha nacido de nuevo, mediante la cual ella es habilitada para aceptar a Cristo.
De esto se desprende que esta disposición no pueda ser implantada en un hombre sin pecado, y que desaparece tan pronto como el pecador deja de ser un pecador. El santo cree hasta que muere, pero no luego de eso. O más correctamente: la fe desaparece tan pronto como él entra en el cielo, porque entonces no vive más por fe, sino por vista.
La importancia de esta distinción es evidente. Los teólogos de la ética, negando que la fe sea una disposición especialmente implantada y considerando que se trata más bien de un sentido o su órgano, primero latente y luego en estado activo, no pueden admitir esto, sino que repiten que la fe es perpetua, basando su opinión en 1 Co. xiii. 13. De acuerdo a su teoría, no existe diferencia absoluta entre el pecador y aquel que es sin pecado; ellos no creen que, para salvar al pecador, el Espíritu Santo introduce un recurso extraordinario en su persona espiritual. De ahí su persistente esfuerzo para hacernos entender que antes de la caída Adán creía, y que incluso Jesús, el Capitán y Consumador de nuestra fe, caminó por fe.
Pero toda esta presentación es objetada por las palabras apostólicas: “porque por fe andamos, no por vista” (2 Co. v. 7). Y de nuevo: “Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido” (1 Co. xiii. 12), en relación con lo anterior “mas cuando venga lo perfecto, entonces lo que es en parte se acabará” (v. 10). Y no menos por la palabra de nuestro Señor, que veremos a Dios tan pronto como seamos limpios de corazón (Mt. v. 8).
Y a partir de este punto, sabemos con certeza que la fe en el sentido de la fe salvadora no es perpetua; que no existía en el Paraíso, sino que sólo puede ser encontrada en un pecador perdido. Para poder ser dotado de una fe salvadora, la persona debe ser un pecador, así mismo como el alivio del dolor sólo puede darse a una persona que se encuentre sufriendo dolor.
“Muy bien,” dicen los éticos, “lo aceptamos.” Pero cuando el médico trata de mejorar la respiración de un asmático haciéndole inhalar aire fresco, esto no implica que una persona sana no inhale. Por el contrario, una persona sana inhala fuerte y profundamente, y el propósito del médico es ayudar a la función normal de respiración. Y lo mismo se aplica a la fe. Es cierto que el Espíritu Santo sólo puede dar fe al pecador, pero con toda seguridad, un santo saludable como lo fue Adán antes de la caída y como lo fue Cristo, creían; porque la fe no es sino el aliento del alma. En Adán y en Cristo, esta respiración era espontánea; y en los pecadores como nosotros, se encuentra alterada. Por lo tanto, necesitamos ayuda para ser curados. Pero cuando nuestras almas inhalen una vez más y libremente el aliento de la fe, sólo habremos recibido lo que Adán y Jesús tuvieron antes que nosotros.”
Y nosotros nos oponemos a esta postura. La fe salvadora no es el aliento común del alma, que primero fue perturbado, y luego fue restaurado. No; es el remedio específico para una persona que se encuentra perdida en el pecado; un recurso que se le ha brindado porque se convirtió en un pecador; que se mantiene en su poder mientras siga siendo un pecador; y que se le retira tan pronto como deje de pecar. Cuando el recurso ya no resulta necesario, y el alma que ha sido redimida del pecado puede respirar libremente hacia Dios sin el recurso de la fe, completamente restaurada y totalmente redimida, sólo entonces recibe una vez más esa comunión natural y espontánea con el Eterno, la que no requiere de ayuda interventora, sino que es como la del santo Adán y la de Jesús.
La fe es como un par de anteojos, que no sólo es inútil, sino también perjudicial para los ojos que poseen una buena visión; muy útil para los ojos enfermos o débiles. En tanto que los ojos se encuentren en un estado anormal, los anteojos serán indispensables; antes de que se encontraran en ese estado anormal, los anteojos resultaban inútiles (Adán antes de la caída). Los ojos que nunca han sido anormales nunca los necesitaron (Jesús). Tan pronto como sean totalmente restaurados, los anteojos son dejados a un lado (los redimidos en el cielo).
Siguiendo este orden, encontramos la fe en relación con la Sagrada Escritura; y aquí el error de los éticos se hace muy evidente. Su teoría que dice que Adán y Cristo, libres de pecado, ejercitaron la fe, y que los redimidos siguen creyendo cuando se encuentran en el cielo, se aleja de las Escrituras. En el Paraíso, un Adán sin pecado no tenía Escrituras; tampoco las tiene Cristo en el trono; y en la muerte, los redimidos pierden para siempre su Biblia. Por ello, la consecuencia lógica de este error, es que la fe de los éticos resulta posible sin las Escrituras, y que no está necesariamente destinada a Ellas. De acuerdo a su teoría, el creer es la respiración del alma, pero es sólo un poco más que otro nombre para la oración. De hecho, no deberían haber existido las Escrituras, y en la ausencia del pecado no las habría habido; de ahí que la fe, la cual es sólo la restauración de una función del alma que fue perturbada por el pecado, resulta posible sin las Escrituras.
Esta teoría es de gran alcance. Ellos creen que el Señor tenía Sus escogidos incluso entre los paganos, aunque ellos nunca hubieran oído hablar de las Escrituras. Los paganos de la época clásica fueron una especie de cristianos no bautizados, entrando en el Reino de los cielos bajo el liderazgo de su patriarca Platón. Aunque los racionalistas modernos rechacen las Escrituras, aun así, son personas tan encantadoras y dedicadas que la fe no les puede ser negada. Y al razonar de esta manera, llegan a las siguientes conclusiones:
- Lo principal no es la Confesión, sino el motivo del corazón; y
- Aunque los hombres afirmen haber descubierto fraudes intencionales en las Escrituras, y por tal razón las rechacen, siguen siendo “amados hermanos.”
La coherencia es evidente. Por lo cual los ministros, fieles a la Palabra, debieran tener cuidado respecto de cómo hablan sobre la existencia de la fe, no sea que alimenten el mismo mal que tratan de resistir. Toda esa conversación vaga y tan adornada sobre la fe como el aliento del alma, como la dulce confianza de amor del alma, etc., tiene una tendencia directa hacia el error ético. Pues la postura es una línea divisoria. ¿Usted la reconoce o la niega?
Los éticos la niegan. No existe un límite establecido entre Dios y el hombre, sino una cierta transición entre lo finito y lo infinito en el Dios-hombre; no existe separación absoluta entre los escogidos y los perdidos, sino una especie de transición gradual en la presentación de una redención universal; no existe separación absoluta entre el pecado y la santidad, sino una cierta conciliación en la santificación de los santos; no existe una separación absoluta entre la vida antes y después de la muerte, sino un puente sobre el abismo en el estado de creer. Tampoco existe una separación entre la Biblia y los libros de los hombres, sino una especie de afinidad en los mitos de las Escrituras; y, finalmente, no existe una diferencia entre el estado con fe y el estado sin fe, sino una transferencia de uno a otro en las operaciones preparatorias.
El resultado práctico de este falso punto de vista, es la creencia en un término medio entre creyentes y no creyentes, es decir, un tercer estado para las almas atribuladas. O se puede llamar filosofía; pero entonces ha nacido en la tierra, en su obstinación panteísta que se niega a admitir el contraste absoluto que existe entre el Creador y la criatura, y que audazmente interpreta el ministerio de reconciliación de las Escrituras en el sentido de un sistema esencial, es decir, la mezcla de uno y otro ser.
Las Escrituras se encuentran diametralmente en oposición a esto: “Y separó Dios la luz de las tinieblas” (Gn. i. 4); “Y Dios separó las aguas de la tierra seca”; “Y Dios separó el día de la noche.” Por ello, todos los que reconocen la absoluta separación entre la fe y la incredulidad, deben alinearse en oposición directa a los éticos. Esto explica la causa de nuestro conflicto eclesiástico.
No cabe duda que quienes niegan los contrastes y hacen desaparecer las fronteras divinamente ordenadas, deben ser pacifistas; es decir, ellos deben considerar que una fisura en la Iglesia no puede ser permitida. La conclusión fatal de su tendencia panteísta es “No brechas, sino puentes.” Por lo tanto, nuestra postura confronta este punto de vista a lo largo de toda la línea de nuestra vida eclesiástica y teológica, con consistencia bien definida, estricta y absoluta: gracia especial, o Cristo pro omnibus; sólo dos estados, o tres; regeneración directa, u operaciones universales de preparación; Iglesia no dividida, o una Iglesia fiel a la Palabra de Dios; un Dios-hombre, o un mediador entre Dios y el hombre; Escrituras absolutamente inspiradas, o llenas de opiniones humanas ilustradas; y en relación con la fe, una disposición expresamente introducida en el pecador, o la restauración de una función del alma. Por lo tanto, existe oposición a lo largo de toda la postura.
A partir de esto, es fácil determinar la relación que existe entre las Escrituras y la fe. Ambas existen por el bien del pecador, en virtud del pecado y a fin de deshacerse de éste; ninguna de ellas existe sin la otra, ambas deben estar juntas. Sin las Escrituras, la fe es una contemplación sin ningún propósito. Sin fe, las Escrituras son un libro cerrado.
La experiencia lo demuestra. Personas dotadas de la facultad de fe, pero ignorantes de las Escrituras o incorrectamente instruidas, no logran progresar; una vez que han sido instruidas, ellas viven y se fortalecen. Por el contrario, para las personas familiarizadas con las Escrituras desde su juventud, pero que carecen de fe, la Biblia es un libro cerrado; la Palabra no puede entrar en ellos. Pero cuando ambas, Escritura y fe salvadora, bendicen el alma, entonces aparece la gloria del Espíritu Santo; pues fue Él quien concedió en un principio la gracia particular de las Escrituras, y luego también la de la fe.
Esta es la razón por la cual las discusiones para obtener la verdad de las Escrituras nunca resultan de beneficio. Una persona dotada de fe, poco a poco aceptará las Escrituras; pero si no es dotada de ella, nunca las aceptará, aunque esté inundada de apologética. Sin duda, es nuestro deber ayudar a las almas que buscan, explicar o eliminar dificultades, algunas veces incluso silenciar a un escarnecedor; pero hacer que un no creyente tenga fe en las Escrituras, se encuentra absolutamente fuera del poder del hombre.
La fe y las Escrituras deben estar juntas; el Espíritu Santo las destinó una para la otra. Las segundas están así dispuestas, de modo que sean aceptadas por el pecador dotado de fe. Y la fe es una disposición que reconcilia totalmente la conciencia y las Escrituras. De ahí, el “testimonium Spiritus Sancti” se debería tomar, no en el sentido racionalista o ético de ser la operación sobre una determinada disposición universal, sino como un testimonio verdadero del Espíritu Santo, quien mora en la conciencia y nos da el experimentar la adaptación—tal como la que sufre el ojo al color—de las Escrituras a la fe.
XLI. Testimonios
“Pero sin fe es imposible agradar a Dios.”—Heb. xi. 6.
A fin de evitar la posibilidad de ser conducidos por caminos de error, la fe se dirige, no a un Cristo de la imaginación, sino “al Cristo que se encuentra tras las Escrituras,” tal como Calvino lo expresa.
Y por lo tanto, debemos distinguir entre (1) la fe como una facultad implantada en el alma sin nuestro conocimiento; (2) la fe como un poder mediante el cual esta facultad implantada comienza a actuar; y (3) la fe como consecuencia—ya que con esta fe (1) abrazamos la Sagrada Escritura como verdadera, (2) nos refugiamos en Cristo, y (3) estamos firmemente seguros de nuestra salvación en inseparable amor por Emanuel.
A lo que finalmente se debe añadir que esta obra es únicamente del Espíritu Santo, quien (1) nos dio la Sagrada Escritura; (2) implantó la facultad de fe; (3) generó que esta facultad actuara; (4) hizo que esta fe se manifestara en ese acto; (5) en consecuencia fue testigo para nuestras almas, en relación a la Sagrada Escritura; (6) nos permitió aceptar a Emanuel con todos sus tesoros; y, por último, nos hizo encontrar en el amor de Emanuel la garantía de nuestra salvación.
Completamente diferente a esta es la fe histórica, la que Brakel describe brevemente según lo siguiente: “La fe histórica es llamada así porque conoce la historia, el relato, la descripción de los asuntos de la fe en la Palabra, los reconoce como la verdad, y luego los deja abandonados como si se tratara de asuntos que no le conciernen en mayor medida que las historias del mundo; porque no se pueden utilizar en sus negocios, ni crean ninguna emoción en el alma, ni siquiera la suficiente como para provocar que el hombre haga una confesión: ‘Tú crees que Dios es uno; bien haces. También los demonios creen, y tiemblan’ (Stg. ii. 19). ‘¿Crees, oh rey Agripa, a los profetas? Yo sé que crees’ (Hch. xxvi. 27).”
Luego viene la fe temporal, respecto de la cual Brakel da la siguiente descripción: “La fe temporal es un conocimiento y un consentimiento a las verdades del Evangelio, reconociéndolas como la verdad; lo que causa algunos revoloteos naturales en los afectos y las pasiones del alma, una confesión de estas verdades en la Iglesia, y un paseo exterior en conformidad con esa confesión; pero no existe una auténtica unión con Cristo, con la justificación, santificación y redención. ‘Y el que fue sembrado en pedregales, éste es el que oye la palabra, y al momento la recibe con gozo; pero no tiene raíz en sí, sino que es de corta duración, pues al venir la aflicción o la persecución por causa de la palabra, luego tropieza’ (Mt. xiii. 20, 21). ‘Porque es imposible que los que una vez fueron iluminados y gustaron del don celestial, y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, y asimismo gustaron de la buena palabra de Dios y los poderes del siglo venidero, y recayeron, sean otra vez renovados para arrepentimiento’ (Heb. vi. 4, 5, 6). ‘Ciertamente, si habiéndose ellos escapado de las contaminaciones del mundo, por el conocimiento del Señor y Salvador Jesucristo, enredándose otra vez en ellas son vencidos, su postrer estado viene a ser peor que el primero’ (2 P. ii. 20).”
Existe también una fe de milagros, la cual Brakel describe con las siguientes palabras: “La fe de milagros es el hecho de ser convencido interiormente, por un obrar interno de Dios, respecto de que tal o cual obra será forjada de una manera sobrenatural, cuando hablamos o damos una orden, ya sea en nosotros mismos o sobre otros. Pero la capacidad de realizar milagros no es del hombre sino de Dios, por Su omnipotencia, en respuesta a la fe: ‘que si tuviereis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: Pásate de aquí allá, y se pasará; y nada os será imposible’ (Mt. xvii. 20). ‘Y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes’ (1 Co. xiii. 2). ‘Este oyó hablar a Pablo, el cual, fijando en él sus ojos, y viendo que tenía fe para ser sanado, dijo a gran voz: Levántate derecho sobre tus pies. Y él saltó, y anduvo’ (Hch. xiv. 9, 10). Esta fe fue vista en forma especial en los días de Cristo y de los apóstoles, para confirmación de la verdad del Evangelio.”
Estos tres tipos de fe se asemejan en algunos aspectos a la fe salvadora, pero carecen de su existencia. De todas, la que menos se asemeja es la fe para hacer milagros, la que también fue hallada en Judas. La fe que remueve montañas no es la fe que justifica. La fe histórica se acerca un poco más, a menos que, por causa de una indolencia y de indiferencia, simplemente haga eco de las palabras de otros sin aceptar su verdad, abriendo así el camino hacia el fariseísmo. La fe temporal se acerca más; esta es en realidad obrada por el Espíritu Santo y permite gustar de los dones celestiales, pero no tiene raíz en sí misma. Es como un ramo de flores, que por un día adorna el pecho de la persona que lo lleva, pero que por haber sido cortado de su raíz, ya no constituye una planta.
Por último, se podría hablar de la fe en su sentido más general, la cual consiste en la ausencia de toda vacilación, duda u obstáculo para recibir en nosotros el obrar inmediato y directo de la santa majestad de Dios y de la majestad de Su verdad, en una manera tan penetrante, que de forma espontánea creemos que la Palabra y el Ser de Dios son la base y el fundamento de todas las cosas. En este sentido general, San Pablo dice, “Pero sin fe es imposible agradar a Dios” (Hb. xi. 6) y la fe en este sentido más general también perteneció al Señor Jesucristo. Pero esta no es una fe salvadora, pues no tiene nada que ver con la salvación.
La fe salvadora acepta a Cristo. ¿Entonces cómo podría habitar en Emanuel esta fe que acepta a Cristo?
En lugar de usar nuestras fuerzas para intentar demostrar este hecho evidente, presentaremos a nuestros lectores la bella exposición de Comrie sobre el conocimiento salvador de la fe, y en la que habla de forma tan incisiva como sigue:
“Enumeraremos en forma breve los objetos de este conocimiento de fe:
“En primer lugar, este conocimiento es una luz divina del Espíritu Santo, a través de la Palabra, mediante la cual me familiarizo, en cierta medida, con el contenido del Evangelio de la salvación que hasta ahora era para mí un libro sellado; el cual, a pesar de que lo entendía en su letra y en sus conexiones, no podía aplicar a mí mismo para dirigir y apoyar a mi alma en la gran aflicción, conflicto y angustia que el conocimiento de Dios y de mí mismo habían traído sobre mí. Pero, ahora se volvió claro y cognoscible para mí. Ahora aprendo, por la iluminación interna del Espíritu Santo, el contenido del Evangelio, para que pueda tratarlo y comunicarme con él. Y de este modo mamo de estos pechos de consuelo la leche pura, racional y no adulterada de la imperecedera Palabra de Dios. En realidad, las almas que son realmente humilladas por la fe impartida ya no obtienen ningún beneficio de sus propias ideas y opiniones respecto de la verdad del Evangelio; por el contrario, estas tienden a llenarlas de consternación, debido a que su conocimiento que es tan grande, no tiene ninguna utilidad para ellas. He conocido a hombres con excelente conocimiento de la letra, quienes por causa de su entendimiento natural de la verdad y en su temor a la ley, casi exclamaron en las mismas palabras de los demonios: “¿Has venido acá para atormentarnos antes de tiempo?” Sólo recuerde a de Spira y otros. Creo que el conocimiento de la letra del Evangelio, que fue despreciado aquí, será un verdadero infierno en el infierno. Pues si no se cuida este entendimiento de la letra, el cual es sólo un asentimiento a la verdad en sí misma, a menudo ocurre que hace pensar al alma: ‘Esto no es para mí, sino para otros.’ Dios sabe cuántas pobres almas se hunden en esta profundidad, y se mantienen ahí por causa de otras personas que hablan con jactancia. Sin embargo, cuando el Espíritu Santo hace que el divino Evangelio brille en la oscura prisión del alma, para iluminar los ojos de la fe obrada en el interior con una luz celestial y divina, el alma recibe el Evangelio como buenas noticias, y como una palabra de instrucción, aliento y dirección; y es guiada por él, paso a paso, como un niño que a partir de su abecedario aprende a escribir correctamente y a leer. Ahora dice: ‘¡He aquí, veo que aparece un camino!’ Y luego: ‘¡Grandes pecadores han sido salvos, por cierto que debe haber esperanza para mí!’ En la distancia, las puertas de la Ciudad de Refugio se ven abiertas de par en par, y Jesús está esperando detrás de esos muros—sí, Su gloria se ve brillar a través de las puertas. Y de esta manera, por medio de la luz celestial que se vierte sobre la fe que es obrada en el interior, el alma obtiene conocimiento del secreto del Señor en Cristo, quien es revelado a ella. Cuántas veces este conocimiento hace que el alma sea motivada por santos deseos, no necesitamos decirlo. Muchos parecen haber alcanzado con un solo paso o salto el más alto grado; pero, tal como una maravilla noble y exótica, la verdadera fe crece despacio, paso a paso, desde las previas profundidades de la humillación, hasta que se perfecciona en el trabajo y el ejercicio verdaderos.
En segundo lugar, este conocimiento es una luz divina del Espíritu Santo en, desde y a través del Evangelio, mediante el cual conozco a Cristo, quien es su Alfa y Omega, como la gloriosa, preciosa y excelente Perla que regocija el alma y el Tesoro escondido en este campo. Aunque conociera todas las cosas, si no conociera a Jesús por la luz del Espíritu, mi alma sería un almacén lleno de miserias; un sepulcro que parece hermoso en el exterior, pero que por dentro se encuentra lleno de huesos de cadáveres. Y este conocimiento de Cristo, impartido en el alma por la iluminación interior de la luz divina a través del Evangelio, nunca puede por sí mismo dar luz al alma, mientras que no vaya acompañado de la obra interior e inmediata y la iluminación del Espíritu Santo. Porque no es la letra la que está efectivamente operando en el alma, sino el obrar directo del Espíritu Santo por medio de la letra.
“Y ahora, usted puede preguntar, ¿En qué aspectos tengo que conocer a Jesús? Nosotros nos limitaremos a los siguientes asuntos: Este conocimiento de fe, cuyo objeto en el Evangelio es Cristo, es un conocimiento por el cual recibo convicción, a través de la luz divina del Espíritu Santo, de mi necesidad absoluta de Cristo. Veo que debo diez mil talentos, y que no tengo ni un céntimo para pagar; y que necesito tener una garantía para pagar mis deudas. Veo que soy un pecador perdido que necesita de un Salvador. Veo que estoy muerto y que soy impotente por mí mismo y que Lo necesito a Él, quien es capaz de vivificarme y salvarme. Veo que no puedo presentarme ante Dios, y que necesito a Jesús como un intermediario. Veo que voy por mal camino y que Él debe estar buscándome. ¡Oh, mientras más me oprime esta necesidad de Cristo, por causa de este verdadero conocimiento de la fe, las expresiones de mi alma provenientes de la fe que ha sido forjada en mi interior, se vuelven más serias e intensas, derriten el corazón y se vuelven más perseverantes, y acompañadas de mayores conflictos! Muchos no las aprecian porque no las tienen, pero, siendo los efectos del Espíritu Santo y los resultados de la fe que ha sido forjada interiormente, ellas son agradables a Dios, a quien son dirigidas. Habrá considerado la oración de los desvalidos, Y no habrá desechado el ruego de ellos—Sal. cii. 17.
“En tercer lugar, es a través de este conocimiento, a la luz del Espíritu, que yo conozco a Jesús en el Evangelio, adaptado a mi necesidad en todo aspecto. Es la misma convicción de la idoneidad de una cosa la que persuade a los afectos a elegir esa cosa por sobre todas las demás; la que lo vuelve a uno decidido y perseverante, a pesar de todos los obstáculos; para nunca abandonar la determinación de asegurar para sí la cosa o la persona elegida por causa de esta idoneidad con respecto a su necesidad. Esto se puede ver en relación al matrimonio.
“Un joven puede considerar que casarse es absolutamente necesario para él. Y, sin embargo, aunque esté convencido de esta necesidad, puede encuentrarse buscando a tientas en la oscuridad. Hoy tiene una determinación total, y mañana ya no la tiene. Hoy quiere a cierta mujer, y al día siguiente quiere a otra. Pero tan pronto como conozca a una persona a la que considere que se adapta a él en todos los aspectos, él estará completamente decidido. Esta idoneidad es la flecha que penetrará en su alma, y que hará que la balanza de sus afectos no resueltos se incline a favor del afable objeto. Por lo tanto, en tanto que él considere que ella es apta para él, nada podrá apartarlo de ella; y si para obtenerla fuera necesario, él trabajaría como un esclavo dos períodos de siete años, tiempo que no le parecería a él sino como días, por causa de la esperanza de que al final podrá llamarla suya.
“Y esto puede aplicarse fácilmente a lo espiritual. Demuestra que, si bien uno puede estar convencido de su necesidad de Cristo como su Salvador, aun así, mientras no lo vea y lo conozca por medio de la fe, adecuado en forma tan maravillosa a su persona en particular, los afectos no se verán atraídos a Él. De esto resulta que muchos, cuando tienen problemas comunes del alma, actúan de manera tan indecisa: hoy desean a Cristo, pero mañana no. En este momento ellos desearían convertirse, y al momento siguiente, no. Esta es la razón por la que muchos de los que una vez fueron tocados por el hecho de que Cristo se ajustaba con precisión a su necesidad y que por ello fueron en Su búsqueda por un tiempo, vuelvan atrás otra vez y ya no lo quieran, simplemente porque no Lo creen tan adecuado para su necesidad como para poder, por causa de Él, soportar el calor del día y el frío de la noche, o sacrificar todas las cosas, a fin de tenerlo a Él. Y esto demuestra que nunca han conocido Su verdadera idoneidad, que nunca la han visto con los ojos de la fe; de lo contrario, la semilla de Dios habría permanecido en ellos. Pero, cuando la luz divina del Espíritu Santo que se encuentra en el Evangelio ilumina mi alma y recibo este conocimiento de la fe de parte de Jesús, ¡oh, entonces veo en Él cuán apto es como un Garante, un Mediador, un Profeta, Sacerdote y Rey, que mi alma es tocada en tal medida que considero imposible vivir una nueva hora siendo feliz, a menos que este Jesús se convierta en mi Jesús! Mis afectos se inclinan, se ocupan, se dirigen y se posan sobre este objeto; y mi determinación es tan grande, tan decidida y tan inamovible, que si requiriera de la pérdida de vida y de bienes, de padre y madre, hermana, hermano, esposa e hijo, ojo derecho o mano derecha—sí, aunque yo mismo fuera condenado a morir en la hoguera, estimaría todo esto ligeramente y lo sufriría con gozo, a fin de que este Salvador, tan maravillosamente apto, fuera mi Salvador y mi Jesús. ¡Oh, amigos míos! Examinen sus corazones, pues, por la propia naturaleza del caso, cualquier cosa menor que esto resultaría insuficiente. Si usted lo poseyera, se separaría gozosamente de todos sus pecados, ofrecería un adiós eterno y feliz a sus lujurias y pasiones íntimas más preciadas; le haría contar todas sus rectitudes, las cuales usted estimaba como ganancia, sólo como pérdida, rechazándolas como desechos infructuosos, por la excelencia del conocimiento de Cristo; le haría tomar con alegría la pérdida de sus bienes; le haría considerar un honor el ser azotado, junto con el apóstol, por amor a Cristo; le haría decir: ‘Aunque aún no Lo he encontrado y sólo estoy en la búsqueda de Aquel que ama mi alma, y aunque no me atrevo a decir, Mi Amado es mío y yo soy Suyo, aun así, si yo tuviera que trabajar por Él durante dos períodos de siete años, y los tuviera que pasar gimiendo y llorando, con lágrimas y súplicas, sólo serían para mí como unos pocos días, si al final sólo pudiera encontrarlo para que fuera mío. Dios mismo debe fijar vuestra mente en estas cosas; estos resultados son las señales infalibles de la raíz de esto que crece en nuestro interior.
“En cuarto lugar, este conocimiento de la fe es una luz divina del Espíritu Santo, mediante la cual yo conozco a Cristo en el Evangelio en toda Su suficiente plenitud. Por lo que puedo ver, no sólo que Él está bien predispuesto hacia los pobres pecadores como yo—pues un hombre podría encontrase favorablemente dispuesto hacia otro para ayudarlo en su miseria, pero podría no tener el poder y los medios para hacerlo; y lo mejor que podría hacer sería compadecerse de aquel desdichado y decir, ‘Me compadezco de tu miseria, pero no te puedo ayudar’—sino que esta luz divina además me enseña que Cristo puede salvar hasta lo sumo; que aunque mis pecados fueran tan rojos como el escarlata y el carmesí, más pesados que las montañas, mayores en número que los cabellos de mi cabeza y las arenas a la orilla del mar, existe tal abundancia de satisfacción y méritos en el cumplimiento por causa de Su Persona, que, aunque yo tuviera todos los pecados de la raza humana en comparación con el cumplimiento de Cristo, que por causa de Su Persona tiene un valor infinito, ellos serían como una gota para un balde y como un pequeño polvo en la balanza. Y esto convence a mi alma de que mi pecado, en lugar de ser un obstáculo, más bien se suma a la gloria de la redención; que la gracia soberana se complació en hacer de mí un monumento perenne de infinita compasión. Anteriormente, siempre confesé mi pecado con desagrado; y fue arrancado de mis labios en contra mi voluntad, sólo porque me vi impulsado a ello por causa de mi angustia, porque siempre pensé, Mientras más confiese mi pecado, más alejado estaré de la salvación y más cerca me encontraré de la condenación eterna; y, por lo necio que fui, disfracé mi culpa. Pero, desde que sé que Jesús es tan todo suficiente, ahora clamo, más con mi corazón que con mis labios, ‘Aunque fuera un blasfemo y un perseguidor y todo lo que es malvado, esto es Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero.’ Y, si fuera necesario, estoy dispuesto a firmar esto con mi sangre, para la gloria de la gracia soberana. De esta manera, cada creyente, si está establecido en esta actitud, se sentirá inclinado a declararlo junto conmigo.
“En quinto lugar, es este conocimiento por medio del cual conozco, a la luz del Espíritu Santo brillando en mi alma a través del Evangelio, a Jesucristo, como el Salvador más dispuesto y más preparado, quien no sólo tiene el poder de salvar y reconciliar mi alma con Dios, sino que también está en extremo predispuesto a salvarme. ‘Dios mío, ¿qué es lo que ha provocado tal cambio en mi alma? Estoy sin habla y avergonzado; Señor Jesús, de estar de pie delante de Ti, por motivo del mal que te he causado, y de los pensamientos duros que he abrigado acerca de Ti, ¡Oh, precioso Jesús! Pensé que Tú no querías y que yo estaba dispuesto; yo pensaba que la culpa era Tuya y no mía; pensaba que yo era un pecador dispuesto y que tendría que suplicarte con mucho llanto, oración y lágrimas para hacer de Ti, reacio Jesús, un Cristo dispuesto; y no podía creer que la culpa fuera mía.’
“Esta oposición o controversia entre el alma sincera y Cristo, con frecuencia dura un largo tiempo, y nunca termina hasta que debido a la luz divina, se puede ver la buena disposición de Jesús. Sin embargo, no debe suponerse que durante ese tiempo no ha habido fe en el alma. Sino que se puede decir que, aunque haya habido fe, no ha habido ejercicio de ella en relación con este asunto. Y, cuando ésta aparece, el alma dice: ‘Con gran vergüenza y confusión de alma, ahora veo Tu buena voluntad. Tú me has dado la evidencia de Tu buena voluntad por Tu venida a este mundo, por Tu sufrimiento del castigo, por la invitación que me has extendido, y por la perseverancia de Tu obra sobre mi corazón. Recuerdo mis previas palabras de incredulidad, expresadas desde el más profundo escepticismo de mi corazón, y exclamo’: ‘Tú eres un Cristo que está dispuesto y yo era un pecador renuente. Dios mío, ahora siento que Tú eres demasiado poderoso para mí, me has convencido; y ahora en este día de Tu poder no puedo dudar, ni lo haré por más tiempo, sino que con mi mano escribo que voy a ser del Señor.’
“El conocimiento que cree en la buena disposición de Jesús, a la luz del Espíritu Santo a través del Evangelio, me hace ver mi previa falta de buena voluntad. Pero tan pronto como esta luz surge en el alma, la voluntad se inclina y se somete de inmediato. Aquellos que dicen ‘Jesús está dispuesto, pero yo sigo negándome,’ hablan sólo desde la teoría; pero les falta el conocimiento de la fe, y no han descubierto esta verdad. Porque, así como la sombra sigue al cuerpo, y el efecto a la causa, así mismo el conocimiento de creer en la buena voluntad de Cristo hacia mí es inmediatamente seguido por mi buena disposición hacia Él, con un perfecto abandono de mi ser a Él. Tu pueblo se te ofrecerá voluntariamente en el día de tu poder (Sal. cx. 3).
“Por último, mediante este conocimiento, a través de la promesa del Evangelio y a la luz del Espíritu Santo, aprendo a conocer a la Persona del Mediador en Su gloria personal, estando tan cerca de Él que puedo tratar con Él. Y digo, ‘a través de la promesa del Evangelio,’ para mostrar la diferencia entre una visión de éxtasis como la de Esteban y el conocimiento presumido del cual los herejes hablan desde fuera y en contra de la Palabra. La Palabra es el único espejo en el que Cristo puede ser visto y conocido mediante la fe salvadora. Y aquí lo veo a Él en Su gloria personal con los ojos de la fe, tan cercano como nunca antes he visto con mis ojos físicos objeto alguno. Pues esta fe que ha sido obrada internamente, y la luz del Espíritu Santo brillando sobre ella, traen a la Persona misma en forma sustancial hacia el alma, de modo que ella se enamora y queda tan encantada con Él que exclama: ‘Mi amado es blanco y rubio, Señalado entre diez mil. Porque fuerte es como la muerte el amor; Duros como el Seol los celos; Sus brasas, brasas de fuego, fuerte llama. Las muchas aguas no podrán apagar el amor. Si diese el hombre todos los bienes de su casa por este amor, De cierto lo menospreciarían’ (Cnt. iii. 10; viii. 6, 7).
“Mi amado, la fe acepta no sólo las palabras y la letra del Evangelio, sino al propio Cristo en ellas. La fe convierte, no con la letra por sí misma, sino que con el Cristo contenido en la letra. La fe tiene dos fundamentos, la Palabra y la Sustancia. No se basa sólo sobre la Palabra, la cual es la letra del Evangelio; sino también sobre la Sustancia en la Palabra. Es decir, Jesucristo—1 Co. iii. 11. El Evangelio es un espejo, pero si Cristo no aparece ante el espejo, Él no puede ser visto. Y cuando Él se presenta, no es el espejo lo que constituye el objetivo de la fe, sino la Imagen que se ve en el espejo. Es la sabiduría justamente, la que debe discernir esto.”
¿No se ha dicho esto de una hermosa manera? El Señor nuestro Dios conceda a muchos de nosotros esta dicha rica y pura.
Notas
- ↑ Brakel y Comrie fueron célebres teólogos holandeses del siglo XVIII. — Trad.
- ↑ “Certa fudicia” No es un cierto conocimiento, sino conocimiento cierto.
- ↑ “Certa fudicia” No es cierto conocimiento, sino conocimiento cierto.
- ↑ Una publicación semanal religiosa editada por el autor. —Trad.
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