La Obra del Espíritu Santo/Justificación

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English: The Work of the Holy Spirit/Justification

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Por Abraham Kuyper sobre Espíritu Santo
Capítulo 19 del Libro La Obra del Espíritu Santo

Traducción por Glorified Word Project


XXX. Justificación

“Siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús.”—Rom. iii. 24.

El Catecismo de Heidelberg enseña que la verdadera conversión consta de estas dos partes: la muerte del hombre viejo, y la resurrección del nuevo. En esto último hay que poner atención. El Catecismo no dice que la nueva vida se origina en la conversión, sino que se levanta en la conversión. Aquello que se levanta debe existir antes. De otra forma, ¿cómo podría levantarse? Esto concuerda con nuestra afirmación de que la regeneración precede a la conversión, y que por el llamado eficaz el niño recién nacido es traído a la conversión.

Procedemos ahora a considerar una materia que, perteneciendo al mismo tema y yendo paralelamente a él, se mueve, sin embargo, por una línea totalmente diferente, a saber, la justificación.

En la Sagrada Escritura, la justificación ocupa el lugar más conspicuo, y es presentada como de la mayor importancia para el pecador: “Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús” (Rom. iii. 23, 24). “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Rom. v. 1); “El cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Rom. iv. 25); “El cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención” (1 Cor. i. 30).

La justificación no sólo está fuertemente enfatizada en la Escritura, sino que también era el núcleo de la Reforma, que ubica esta doctrina de  “justificación por fe” y claramente en oposición a las “meritorias obras de Roma.” “La justificación por fe” era en esos días la contraseña de los héroes de la fe, Martín Lutero a la cabeza.

Y cuando, en el presente siglo, una santificación auto-forjada se presentó nuevamente, como el verdadero poder de redención, no fue un mérito insignificante de Köhlbrugge que él, aunque menos exhaustivamente que los reformistas, haya fijado este tema de la justificación con penetrante seriedad en la conciencia de la cristiandad. Puede haber sido superfluo para las iglesias aún verdaderamente reformadas, pero fue extremadamente oportuno para los círculos en donde la guirnalda de verdad estaba menos estrechamente tejida, y se había permitido que el sentido de justicia se tornara débil, como ocurrió parcialmente en nuestro propio país, pero especialmente más allá de nuestras fronteras. Hay grupos de hombres en Suiza y Bohemia que han escuchado, por primera vez, de la necesidad de justificación por la fe, mediante los esfuerzos de Köhlbrugge.

Por la gracia de Dios, nuestra gente no se desvió tanto del camino; y donde los éticos, en gran parte por principio, cedieron este punto doctrinario, los reformados se opusieron y aún se oponen a ellos, exhortándolos con toda energía, y lo más frecuentemente posible, a no unir la justificación con la santificación.

En relación a la pregunta de en qué se diferencia la justificación, por un lado, de la “regeneración,” y, por otro lado, de “el llamado y la conversión,” respondemos que la justificación enfatiza la idea de derecho.

El derecho regula las relaciones entre dos personas. Donde hay una sola persona no hay derecho, simplemente porque no existen relaciones para regular. Por lo tanto, por derecho entendemos ya sea el derecho del hombre en relación al hombre, o la exigencia de Dios sobre el hombre. Es en este último sentido que empleamos la palabra derecho.

El Señor es nuestro Legislador, nuestro Juez, nuestro Rey. Por lo tanto Él es absolutamente Soberano: como Legislador determinando qué es correcto; como Juez juzgando nuestro ser y nuestras obras; como Rey dispensando recompensas y castigos. Esto aclara la diferencia entre justificación y regeneración. El nuevo nacimiento, el llamado y la conversión tienen que ver con nuestro ser como pecadores o como hombres regenerados; pero la justificación tiene que ver con la relación que sostenemos con Dios, ya sea como pecadores o como nacidos de nuevo.

Aparte de la cuestión de derecho, el pecador puede ser considerado como una persona enferma, que está infectado e inoculado por enfermedad. Después de nacer de nuevo él se recupera, la infección desaparece, la corrupción cesa, y nuevamente prospera. Pero esto concierne sólo a su persona, como él está, y cuáles son sus perspectivas; no toca la cuestión de derecho.

La cuestión de derecho surge cuando veo en el pecador una criatura que no es suya propia, sino perteneciente a otro.

He aquí toda la diferencia. Si el hombre es para mí el factor principal, de manera que no tengo nada más a la vista que su mejoría y su liberación de la miseria, entonces el Dios Todopoderoso es un simple médico en todo este tema, al cual se le llama para brindar ayuda, y que luego de recibir Sus honorarios es despedido con muchos agradecimientos. La cuestión de derecho no entra aquí para nada. Con tal que se haga más santo al pecador, todo está bien. Por supuesto, si se le hace perfecto, tanto mejor. Entendiendo claramente, sin embargo, que el hombre no se pertenece a sí mismo, sino a otro, el tema asume un aspecto totalmente diferente. Porque entonces no puede ser como quiere o hacer lo que le plazca, sino que otro ha determinado lo que debe ser y lo que debe hacer. Y si hace o es lo contrario, es culpable de trasgresión: culpable por haberse rebelado, culpable por haber trasgredido.

Por lo tanto, cuando creo en la soberanía divina, percibo al pecador de una forma totalmente diferente. Infectado y mortalmente enfermo, ha de ser compadecido y tratado amablemente; pero considerado como perteneciente a Dios, estando bajo Dios, y habiendo robado a Dios, ese mismo pecador se transforma en un trasgresor culpable.

Esto es cierto en alguna medida de los animales. Cuando lazo un caballo salvaje en las praderas norteamericanas para entrenarlo, no entra en mi mente castigarlo por su salvajismo. Pero el caballo desbocado en las calles de la ciudad debe ser castigado. Es ruin; tiró a su jinete; se rehusó a ser guiado y eligió su propio camino. Por lo tanto, necesita ser castigado.

Y el hombre mucho más. Cuando me encuentro con él en su loca carrera de pecado, sé que es un rebelde, que rompió las riendas, tiró a su jinete, y ahora sigue su carrera en loca rebelión. Por lo tanto, tal pecador no sólo debe ser sanado, sino castigado. No requiere sólo tratamiento médico, sino ante todo necesita tratamiento jurídico.

Aparte de su enfermedad, el pecador ha cometido maldad; no hay virtud en el; ha violado el derecho; merece castigo. Supongamos, por un momento, que el pecado no hubiera tocado a esta persona, no lo hubiera corrompido, lo hubiera dejado intacto como hombre, entonces no habría existido ninguna necesidad de regeneración, de sanar, de surgir de nuevo, de santificación; no obstante, habría sido sometido a la venganza de la justicia.

Por lo tanto, el caso del hombre en relación a su Dios debe ser considerado jurídicamente. No tengas miedo de esta palabra, hermano. Más bien, insiste en que sea pronunciada con el mayor énfasis posible. Debe ser enfatizada, y con mayor fuerza aun, porque por tantos años ha sido despreciada; y se ha hecho creer a las iglesias que este aspecto “jurídico” del caso no tenía importancia; que era una representación realmente no digna de Dios; que la cosa principal era traer frutos propios de arrepentimiento.

Hermosa enseñanza, gradualmente empujada al mundo desde el armario de la filosofía: enseñanza que declara que la moralidad incluía el derecho y estaba muy por encima del derecho; que el “derecho” era principalmente una noción de la vida de épocas menos civilizadas y de personas crudas, pero de ninguna importancia para nuestra era ideal y al desarrollo ideal de la humanidad y del individuo; sí, que en ciertos sentidos es hasta objetable, y que jamás debería permitírsele entrar en esa santa, alta y tierna relación que existe entre Dios y el hombre.

El fruto de esta pestilente filosofía es que ahora en Europa el sentido del derecho se está muriendo gradualmente por dentro. Entre las naciones asiáticas este sentido del derecho tiene mayor vitalidad que entre nosotros. El poder es nuevamente mayor que el derecho. El derecho es nuevamente el derecho de los más fuertes. Y los círculos lujosos, quienes en su atonía (Nota Ed.: Def. "falta de tono corporal o tono muscular") de espíritu en un comienzo protestaron contra lo “jurídico” en teología, descubren ahora con terror que ciertas clases en la sociedad están perdiendo más y más respeto por lo “jurídico” en el tema de la propiedad. Aun en relación a la posesión de tierra y casa, y tesoro y campos, esta nueva concepción de la vida considera lo “jurídico” una idea menos noble. ¡Amarga sátira! Ustedes que, en su desenfreno, comenzaron la mofa de lo “jurídico” en relación a Dios, encuentran su castigo ahora en el hecho que las clases bajas comienzan la mofa de lo “jurídico” en relación a su dinero y sus bienes. ¡Sí! Y más que esto. Cuando recientemente en París una mujer fue juzgada por haber disparado y dado muerte a un hombre en el tribunal, no sólo fue absuelta por el jurado, sino que fue hecha heroína y ganadora de ovación. Aquí también otros motivos fueron considerados más valiosos, y el aspecto “jurídico” no tuvo nada que ver en ello.

Y, por tanto, en el nombre de Dios y del derecho que Él ha ordenado, pedimos urgentemente que cada ministro de la Palabra, y cada hombre en su lugar, ayude y labore, con clara conciencia y energía, para detener esta disolución del derecho, con todos los medios a su disposición; y especialmente con solemnidad y efectividad a restituir a su propio lugar conspicuo el rasgo jurídico de la relación del pecador con su Dios. Cuando esto se lleve a cabo, vamos a sentir nuevamente el estímulo que causará que los músculos relajados del alma se contraigan, despertándonos de nuestra semi-inconciencia. Todo hombre, y especialmente todo miembro de la Iglesia, debe nuevamente darse cuenta de su relación jurídica con Dios ahora y para siempre; que no es simplemente un hombre o una mujer, sino una criatura perteneciente a Dios, controlada absolutamente por Dios; y culpable y punible cuando no actúe de acuerdo a la voluntad de Dios.

Entendiendo esto claramente, es evidente que la regeneración y el llamado, y la conversión, ¡sí! incluso la completa reforma y santificación, no pueden ser suficientes; porque, aunque estas son muy gloriosas, y liberan al hombre de la mancha y la contaminación del pecado, y lo ayudan a no violar la ley con tanta frecuencia, sin embrago, no arreglan vuestra relación jurídica con Dios.

Cuando un batallón insurgente se mete en serios problemas, y el general, enterándose de ello, los rescata con un costo de diez muertos y veinte heridos, que no se habían amotinado, y los trae de vuelta y los alimenta, ¿cree usted que eso será todo? ¿No ve usted que dicho batallón está aún sujeto a castigo con diezma? Y cuando el hombre se amotinó contra su Dios, y se metió en problemas y casi fallece de miseria, y el Señor Dios le envió ayuda para salvarlo, y lo llamó de vuelta, y el volvió, ¿podrá ser eso el fin del tema? ¿No ven claramente que todavía está sujeto a un severo castigo? En el caso de un ladrón que roba y mata, pero que al escapar se rompe una pierna, y es enviado al hospital donde es tratado, y luego sale como un inválido incapaz de repetir su crimen, ¿creen ustedes que el juez le daría su libertad diciéndole: “Ahora está sano y nunca lo hará de nuevo”? No; él será juzgado, condenado, y encarcelado. Lo mismo ocurre aquí. Porque por nuestros pecados y trasgresiones nos hayamos herido a nosotros mismos, y nos hayamos convertido en unos desdichados, y necesitemos ayuda médica, ¿es nuestra culpabilidad olvidada por esta razón?

¿Por qué, entonces, se traen estas ideas dañinas a la gente? ¿Por qué sucede que bajo el disfraz de amor se introduce un cristianismo sentimental acerca del “querido Jesús,” de que “estamos tan enfermos,” de que “el Médico anda cerca,” y de que “¡oh, cuán glorioso estar en comunión con aquel santo Mediador!”?

¿Es tan ignorante nuestra gente del hecho de que toda esta representación está diametralmente opuesta a la Sagrada Escritura—opuesta a todo lo que siempre animó la Iglesia de Cristo y la hizo fuerte? ¿No sienten que un cristianismo tan débil y esponjoso es una arcilla demasiado blanda como para hacer héroes en el Reino de Dios? ¿Y no ven que el número de hombres que son atraídos al “querido Jesús” es mucho más reducido ahora que el número que antes era atraído al Mediador del derecho, quien con Su preciosa sangre ha satisfecho completamente la paga por todos nuestros pecados?

Y cuando se responde, “Eso es exactamente lo que enseñamos; ¡reconciliación en Su sangre, redención por Su muerte! ¡Todo ha sido pagado! ¡Sólo vengan a escuchar nuestras prédicas, y a cantar nuestros himnos!” entonces imploramos a los hermanos que hablan así a ponerse serios por un momento. Porque, mirad, nuestra objeción no es que ustedes nieguen la reconciliación por Su sangre, sino que, al quedarse callados respecto a la cuestión del derecho de Dios y de nuestro estado de condenación, y por quedar satisfechos con que la gente “sólo venga a Jesús,” permiten que la conciencia de la culpabilidad se desvanezca, hacen que el genuino arrepentimiento sea imposible, sustituyen un cierto descontento con uno mismo por un rompimiento de corazón; y de esta forma, debilitan la facultad de sentir, entender, y de darse cuenta cuál es el significado de reconciliación a través de la sangre de la cruz.

Es posible lograr la reconciliación sin tocar en absoluto el tema del derecho. Por algún malentendido dos amigos se han enemistado, se han separado, y se han tornado hostiles el uno al otro. Pero pueden ser reconciliarse. No necesariamente haciendo que uno reconozca que violó los derechos del otro; esa quizás nunca fue la intención. Y aunque algún derecho haya sido violado, no sería conveniente hablar del pasado; sería mejor cubrirlo con el manto de amor y mirar sólo hacia el futuro. Y tal reconciliación, si fuese exitosa, sería muy deleitable, y podría haber ahorrado tanto al reconciliado como al reconciliador gran parte del conflicto y sacrificio, plegarias y lágrimas. Y sin embargo, con todo esto, tal reconciliación no toca el tema del derecho.

De esta forma nos parece que estos hermanos predican la reconciliación. Es cierto que la predican con mucha calidez e incluso ánimo; pero—y esta es nuestra queja—la consideran y la presentan como una enemistad causada por el susurro, el malentendido, y la inclinación errónea, en lugar de una violación del derecho. Y, en consecuencia, sus prédicas de reconciliación a través de la sangre de la cruz ya no causan que vibre en las almas de los hombres el profundo acorde del derecho; sino que se asemeja a la reconciliación de dos amigos, que en una hora siniestra se enemistaron.


XXXI. Nuestro Estatus

“Y creyó a Jehová, y le fue contado por justicia.”—Gen. xv. 6.

El derecho afecta el estatus de un hombre. Siempre que la ley no haya demostrado su culpabilidad, no lo haya condenado ni sentenciado, su estatus legal es el de un hombre libre y respetuoso de las leyes. Pero tan pronto se comprueba su culpabilidad en la corte y el jurado lo ha condenado, pasa de aquello a un estatus de ciudadano confinado y quebrantador de leyes.

Lo mismo se aplica a nuestra relación con Dios. Nuestro estatus ante Dios es aquel del justo o del injusto. En el primero, no estamos condenados o nos libramos de la condenación. Aquel que aún está bajo condena ocupa el estatus del injusto.

Por lo tanto, y vale la pena destacar, el estatus de un hombre depende, no de lo que es, sino de la decisión de las autoridades competentes en relación a él; no de lo que él es en realidad, sino de cómo se le tiene en cuenta.

Un empleado en una oficina siendo inocente es considerado sospechoso de malversación, y acusado ante un tribunal de justicia. Él se declara inocente; pero las sospechas en su contra son convincentes, y el juez lo condena. Ahora, a pesar de que no malversó, es en realidad inocente, se le considera culpable. Y como un hombre no determina su propio estatus, sino su soberano o su juez lo determinan por él, el estatus de este empleado, aunque inocente, es, desde el momento de su condena, el de un violador de la ley. Y lo contrario puede ocurrir con la misma probabilidad. En ausencia de evidencia condenatoria el juez puede absolver a un empleado deshonesto, quien, a pesar de ser culpable y violador de la ley, aún retiene su estatus de ciudadano honrado y respetuoso de la ley. En este caso él es indigno, pero se le considera honorable. Por lo tanto, el estatus de un hombre no depende de lo que en realidad es, sino de lo que se le considera ser.

La razón es, que el estatus del hombre no tiene ninguna relación con su ser interior, sino sólo con la manera en que ha de ser tratado. Sería inútil que el mismo determinara esto, porque sus conciudadanos no lo recibirían. Aunque afirmara cien veces, “Soy un ciudadano honorable,” ellos no le prestarían ninguna atención. Pero si el juez lo declara, honorable; y ellos se atrevieran a calificarlo de deshonroso, habría un poder para mantener su estatus en contra de quienes lo atacan. Por lo tanto, la propia declaración del hombre no puede obtenerle estatus legal. Puede imaginarse o asumir un estatus de virtud, pero no tiene ninguna estabilidad, no es ningún  estatus.

Esto explica por qué, en nuestra propia buena tierra, el estatus legal de un hombre como ciudadano es determinado, no por él, sino únicamente por el rey, ya sea como soberano o como juez. El rey es juez, porque toda sentencia es pronunciada en su nombre; y, aunque al poder judicial no se le puede negar cierta autoridad independiente del ejecutivo, en toda condena es la magistratura del rey la que pronuncia sentencia. De ahí que el estatus de un hombre depende únicamente de la decisión del rey. Ahora el rey ha decidido, una vez y para siempre, que todo ciudadano que no ha sido condenado por un crimen es considerado honorable. No porque todos sean honorables, sino porque serán considerados como tales. De ahí que en tanto un hombre nunca haya sido sentenciado, pasa por honorable, aunque no lo sea. Y tan pronto es sentenciado, se le considera deshonroso, aunque sea perfectamente honorable. Y de esta forma su estatus es determinado por su rey; y en ese estatus es considerado no debido a lo que él es, sino por lo que su rey lo considera ser. Aun sin el poder judicial, es el rey quien determina el estado de un hombre en la sociedad, no debido a lo que él es, sino por lo que su rey lo considera ser.

El sexo de una persona no es determinado por su condición, sino por lo que el registrador de estadísticas vitales lo ha declarado ser en sus registros. Si por algún error una niña fuera registrada como niño, y por ello considerada como niño, entonces en el momento apropiado sería llamada a servir en la milicia, a no ser que el error fuera corregido, y fuera considerada como lo que ella es. Podría ser un suplantador y no el verdadero hijo del noble acaudalado, y estar está registrado bajo su nombre. Y sin embargo, no hace ninguna diferencia de quién es el hijo en realidad, porque el estado lo apoyará en todos sus derechos de herencia, pues pasa por el hijo del noble, y es considerado como su legítimo hijo.

Por lo tanto, es regla en la sociedad que el estatus de un hombre sea determinado, no por su condición real, ni por su propia declaración, sino por el soberano bajo el cual se encuentra. Y este soberano tiene el poder, por su decisión, de asignar a un hombre el estatus al cual, de acuerdo a su condición, pertenece; o de ponerlo en un estatus donde no pertenece, pero al cual se considera que pertenece.

Este es el caso aun en temas en que no se pueden cometer errores. Al momento de la muerte del rey y del embarazo de su viuda, se considera que existe un príncipe o una princesa, aun antes de que él o ella nazca. Y, en consecuencia, mientras el niño es aún un lactante, se le considera como dueño de grandes posesiones, aunque estas posesiones puedan perderse completamente antes que el niño sepa de ellas. Y así hay una cantidad de casos donde posición y condición, sin que haya culpa ni error, son totalmente diferentes; sencillamente porque es posible que un hombre esté en un estado dentro del cual aún no ha crecido.

Solamente el rey puede determinar su propio estatus; si le place aparecer mañana de incógnito, como un conde o un barón, será relevado de los habituales honores reales.

Hemos elaborado más largamente este punto porque los Éticos y los Místicos tienen a nuestra pobre gente tan enconadamente fuera del hábito de considerar con este conteo de Dios. La palabra de la Escritura, “Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia,” (Gen. xv. 6 y Rom. iv. 3) ya no se comprende; o se le hace referir al mérito de la fe, que es doctrina Arminia.

El Espíritu Santo a menudo habla de este ‘tener en cuenta’ de Dios: “Soy contado entre los que descienden al sepulcro” (Sal. lxxxviii. 4); “Jehová contará al inscribir a los pueblos” (Sal. lxxxvii. 6); “Y le fue contado por justicia de generación en generación para siempre” (Sal. cvi. 31). También se dice de Jesús, que “fue contado con los inicuos” (Marcos xv. 28); de Judas que “fue contado con los once”; de la incircunsición que aleja de la ley, que “Será contado ante el por circuncisión”; de Abraham que “su fe le fue contada por justicia” (Rom. iv. 3); de que “al que no obra, sino cree en Aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia,” que “su fe le es  contada  por justicia” (Rom. iv. 5); y a los hijos de la promesa que “son contados como descendientes” (Rom. ix. 8).

Es este mismo ‘tener en cuenta’ el que parece tan incomprensible y problemático a los niños de esta época. No quieren saber nada de él. Y, tal como Roma en algún momento cortó el tendón del Evangelio al fusionar la justificación con la santificación, mezclando e igualando ambos, la gente ahora se rehúsa a escuchar otra cosa que no sea una justificación ética, que en realidad es simplemente una especie de santificación. Por ello el ‘tener en cuenta’ de Dios no significa nada. No es tenido en cuenta. No se le asigna ningún valor o importancia. La única pregunta es qué es un hombre. La medida del valor no es otra cosa que el valor de nuestra personalidad.

Y a esto nos oponemos enfáticamente. Es una negación de la justificación en su totalidad; y tal negación es esencialmente un motín y una rebelión en contra de Dios, un sustraerse de la autoridad del soberano legal.

Todos aquellos que se consideran salvos porque tienen emociones santas, o porque se consideran menos pecaminosos, y profesan estar progresando en santificación—todos estos, no importa cuán distintos puedan ser en todo otro orden de cosas, poseen esto en común, que insisten en ser contados de acuerdo a sus propias declaraciones, y no de acuerdo a cómo Dios los tiene en cuenta. En vez de dejar, como criaturas dependientes que son, el honor de determinar su estatus a su Rey soberano, se sientan como jueces para determinarlo ellos mismos, por su propio progreso en buenas obras.

Y no sólo esto, sino que también restan importancia a la redención que es en Cristo Jesús, y a la realidad de la culpa por la cual Él pagó. Aquel que sostiene que Dios debe contar a un hombre de acuerdo a lo que es, y no de acuerdo a cómo Dios desea contarlo, jamás podrá entender cómo el Señor Jesús pudo cargar con nuestros pecados, y ser “maldición” y “pecado” por nosotros. Debe interpretar la carga de pecados en el sentido de una camaradería física o ética, y buscar la reconciliación no en la cruz de Jesús, sino en Su pesebre, como muchos en realidad lo hacen en estos días.

Y como, en esta forma, hacen impensable la carga de nuestra culpa por parte del Mediador, también hacen que la culpa heredada sea imposible.

Con seguridad, dicen, hay manchas heredadas, tomadas en un sentido maniqueo, pero ninguna culpa original. Porque, ¿cómo podría asignarse a nosotros la culpa de un hombre muerto? Es evidente, por lo tanto, que por esta desconsiderada y atrevida negación del derecho de Dios, no sólo se desarticula la justificación, sino que también la estructura completa de la salvación es despojada de su fundamento.

¿Y por qué ocurre esto? ¿Es porque la conciencia humana no puede concebir la idea de ser contados de acuerdo a lo que no somos? Nuestras ilustraciones de la vida social muestran que los hombres entienden fácilmente y aceptan diariamente tal relación en los asuntos ordinarios. La causa profunda de esta incredulidad yace en el hecho de que el hombre no va a descansar en el juicio de Dios sobre él, sino que buscará descansar en su propia estimación de sí mismo; pues esta estimación se considera un escudo más seguro que el juicio de Dios respecto a él; y que, en vez de vivir con los reformadores por la fe, trata de vivir por las cosas encontradas dentro de sí.

Y de esto los hombres deben regresar. Esto nos lleva de vuelta a Roma; esto es renunciar a la justificación por la fe; esto es cortar la arteria de gracia. Mucho más que en el ámbito político, debe aplicarse el sagrado principio al Reino del de los cielos, que sólo a nuestro Rey Soberano y juez pertenece la prerrogativa, por Su decisión, de determinar absolutamente nuestro estado de justicia o de injusticia.

La soberanía que reposa sobre un rey terrenal es sólo prestada, derivada, e impuesta sobre él; pero la soberanía del Señor nuestro Dios es la fuente y manantial de toda autoridad y de toda fuerza vinculante.

Si pertenece a la esencia misma de la soberanía, que por la decisión del gobernante por sí solo se determina el estatus de sus súbditos, entonces debe estar claro, y no puede ser de otra manera, que esta misma autoridad pertenece originalmente, en forma absoluta, y en forma suprema a nuestro Dios. A quien juzga culpable, es culpable, y debe ser tratado como culpable; y a quien declara justo es justo, y debe ser tratado como justo. Antes de entrar a Getsemaní, Jesús nuestro Rey declaró a Sus discípulos: “Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado” (Jn. xv. 3). Y esta es Su declaración aun ahora, y permanecerá así para siempre. Nuestro estado, nuestro lugar, nuestra suerte por la eternidad no depende de qué somos, ni de lo que otros ven en nosotros, ni de lo que nos imaginamos o presumimos ser, sino sólo de lo que Dios piensa de nosotros, cómo Él nos cuenta, lo que Él, el Todopoderoso y justo juez, nos declara ser.

Cuando nos declara justos, cuando piensa en nosotros como justos, cuando nos cuenta como justos, entonces somos, por este hecho, Sus hijos, quienes no mentirán; y nuestra es la herencia de los justos, aunque nos encontremos en medio del pecado. Y de la misma manera, cuando Él nos pronuncia culpables en Adán, cuando en Adán nos cuenta como sujetos a la condena, entonces somos culpables, caídos, y condenados, aunque en nuestros corazones nosotros veamos sólo dulce e infantil inocencia.

Sólo de esta forma se debe entender e interpretar que el Señor Jesús haya sido contado con los inicuos, a pesar de ser santo; hecho pecado, a pesar de ser la Justicia viviente; y declarado maldición en nuestro lugar, a pesar de ser Emanuel. En los días de Su carne fue contado con los inicuos y pecadores, fue puesto en el estado de ellos, y fue tratado en consecuencia; como tal, el peso de la ira de Dios cayó sobre Él, y como tal Su Padre lo abandonó, y lo entregó a la más amarga muerte. Sólo en la resurrección fue restaurado al estatus de los justos, y así fue levantado para nuestra justificación.

¡Oh, cuán profundo va este tema! Cuando al Señor Dios se le atribuye nuevamente su prerrogativa soberana de determinar el estatus de un hombre, entonces cada misterio de la Escritura asume su justo lugar; pero cuando no, entonces todo el camino de salvación debe ser falso.

Finalmente, si uno dijera: “Un soberano terrenal puede estar errado, pero no Dios; por lo tanto, Dios debe asignar a todo hombre un estatus de acuerdo a su obra”; entonces respondemos: “Esto sería así, si la gracia omnipotente de Dios no fuera irresistible.” Pero como lo es, no estás estimado por Dios de acuerdo a lo que eres, sino por lo que Dios estima que eres.


XXXII. Justificación desde la Eternidad

“La justicia que es de Dios por la fe.”—Fil. iii. 9.

Se ha hecho evidente que el tema que nos concierne más cercanamente es, no si somos más o menos santos, sino si es que nuestro estatus es aquel del justo o del injusto; y que esto es determinado, no por lo que somos en un momento dado, sino por Dios como nuestro Soberano y Juez.

En la creación de Adán Dios nos puso, sin ningún mérito precedente de nuestra parte, en el estado de justicia original. Después de la caída, de acuerdo a la misma prerrogativa soberana, nos puso, como descendientes de Adán, en el estado de injusticia, imputando la culpa de Adán a cada uno personalmente. Y exactamente de la misma manera ahora justifica al impío, es decir, lo ubica, sin mérito alguno previo de su parte, en el estado de justicia de acuerdo a Su propia santa e inviolable prerrogativa.

En la creación, Dios no esperó primero para ver si el hombre desarrollaría las santidad por sí mismo, para declararlo justo sobre la base de esta santidad; sino que lo declaró originalmente justo, aún antes que siquiera hubiera una posibilidad de su parte para mostrar un deseo de santidad. Y después de la caída, Él no esperó a ver si es que el pecado se manifestaría en nosotros para asignarnos el estado de injusticia sobre la base de este pecado; sino que antes de nuestro nacimiento, antes que hubiera una posibilidad de pecado personal, Él nos declaró culpables. Y de la misma manera, Dios no espera a ver si un pecador muestra señales de conversión para restaurarlo al honor de una persona justa, sino que declara justo al impío antes de que haya tenido la más mínima posibilidad de hacer una buena obra.

Por lo tanto, hay una línea divisoria entre nuestra santificación y nuestra justificación. La primera tiene que ver con la calidad de nuestro ser, depende de nuestra fe, y no puede realizarse fuera de nosotros. Pero la justificación se lleva a cabo fuera de nosotros, independientemente de lo que somos, dependiente sólo de la decisión de Dios, nuestro juez y Soberano; de tal manera que la justificación precede a la santificación, lo segundo procediendo de lo primero como un resultado necesario. Dios no nos justifica porque nos estamos volviendo más santos, sino que cuando Él nos ha justificado crecemos en santidad: “Estando ya justificados en Su sangre, por Él seremos salvos de la ira” (Rom. v. 9).

No debería existir jamás la más mínima duda respecto a este tema. Todo esfuerzo por revertir este orden establecido por la Escritura debe ser seriamente resistido. Esta gloriosa confesión, declarada con tanto poder a las almas de los hombres en los días de la Reforma, debe conservar esa preciosa joya, para ser transmitida intacta por nosotros a nuestra posteridad como una sagrada herencia. Mientras nosotros mismos no hayamos entrado aún a la Nueva Jerusalén, nuestro consuelo jamás deberá fundarse en nuestra santificación, sino exclusivamente en nuestra justificación. Aunque nuestra santificación estuviera muy avanzada, mientras no seamos justificados permanecemos en nuestro pecado y estamos perdidos. Y si un pecador justificado muere inmediatamente después que su justificación ha sido sellada en su alma, puede gritar de alegría, porque, a pesar del infierno y de Satanás, está seguro de su salvación. El profundo significado de esta confesión es tenuemente discernible en nuestras relaciones terrenales. Para poder hacer negocios en el piso de la bolsa, un corredor debe ser un ciudadano honorable. Si es condenado por un crimen, justa o injustamente, será expulsado de la bolsa, aunque sea diez veces más honesto que otros cuyas transacciones fraudulentas nunca han sido descubiertas. ¿Y cómo podrá este hombre deshonrado ser restaurado a su anterior posición? ¿Sobre la base de futuras transacciones de negocios honradas? Eso está fuera de discusión; porque mientras se le cuente como deshonroso, no tiene permitido hacer negocios en el piso. Por lo tanto, no puede demostrar su honradez con transacción alguna en la bolsa o en el mercado. De manera que para comenzar de nuevo, primero debe ser declarado como hombre honorable. Entonces, y no antes, puede establecer su negocio una vez más.

Llámese a este hacer negocios santificación, y a esta declaración de ser un hombre de honor justificación, y el tema quedará ilustrado. Porque tal como este mercader, al ser declarado deshonroso, no puede hacer negocios mientras continúe en ese estado, y debe ser declarado honorable antes de que pueda comenzar de nuevo, también un pecador no puede realizar buenas obras mientras se le cuente como perdido. Por lo tanto, primero debe ser declarado como justo por su Dios, para poder realizar el honorable negocio de la santificación.

Para demostrar que esto se lleva a cabo absolutamente sin nuestro propio mérito, haciendo o no haciendo, y completamente sin nuestra condición real, nos referimos a la prerrogativa real de conceder perdón y restitución. Aunque, entre nosotros, las decisiones del poder judicial se entregan en el nombre del rey, y no por el rey mismo, es imaginable una cierta oposición entre el rey y el poder judicial. Puede ocurrir que el poder judicial declare culpable y deshonroso a un hombre, a quien el rey desea que no se le declare de esa manera. Para mantener inviolada la majestad de la corona en tales casos, la prerrogativa de otorgar perdón y restitución es retenida por casi todas las cabezas coronadas; una prerrogativa que en la actualidad está estrechamente circunscrita pero que, no obstante, representa aún la idea exaltada de que la decisión del rey, y no nuestra efectiva condición, determina nuestra suerte. De ahí que un rey pueda conceder perdón, es decir, remitir la pena y liberar al culpable de todas las consecuencias de su crimen; o, aún más poderosamente, otorgar la restitución, es decir, pueda restaurar al acusado y condenado a la condición de uno que jamás fue declarado culpable.

Y esta exaltada prerrogativa real, de la cual, debido al pecado, no queda en los reyes terrenales sino una leve sombra, es el inviolable derecho en el que Dios se regocija, siendo Él mismo la Fuente y la Idea que abarca toda majestuosidad. No tú, sino Él quien determina lo que será Su criatura; por lo tanto, Él dispone soberanamente, por la palabra de Su boca, el estatus donde te ubicarás, ya sea de justicia o de injusticia.

También es evidente que la justificación del pecador no necesita esperar hasta que esté convertido, ni hasta que se haya vuelto consciente, ni siquiera hasta que haya nacido. Esto no podría ser si la justificación dependiera de algo dentro de él. Entonces no podría ser justificado antes que existiera y hubiera hecho algo. Pero si la justificación no está ligada a nada en él, entonces toda esta limitación debe desaparecer, y el Señor nuestro Dios puede ser soberanamente libre para otorgar esta justificación en cualquier momento que se le plazca. De ahí que la Sagrada Escritura revela la justificación como un eterno acto de Dios, es decir, un acto que no está limitado por ningún momento en la existencia humana. Es por esta razón que el hijo de Dios, buscando penetrar en esa gloriosa y exquisita realidad de su justificación, no se siente limitado al momento de su conversión, sino siente que esta bienaventuranza fluye hacia él desde las eternas profundidades de la vida oculta de Dios.

Debe ser, por lo tanto, abiertamente confesado, y sin abreviación alguna, que la justificación no ocurre cuando nos volvemos conscientes de ella, sino que, por el contrario, nuestra justificación ya ha sido decidida desde la eternidad en el tribunal sagrado de nuestro Dios.

Hay, indudablemente, un momento en nuestra vida cuando por primera vez la justificación es publicada a nuestra conciencia; pero seamos cuidadosos en distinguir a la justificación misma de su publicación. Nuestro nombre de pila fue seleccionado y aplicado a nosotros mucho antes de que nosotros, con clara conciencia, lo conocimos como nuestro nombre; y aunque hubo un momento en que se tornó una viva realidad para nosotros y fue llamado por primera vez en el oído de nuestra conciencia, ningún hombre sería tan necio de imaginar que fue entonces cuando en realidad recibió ese nombre.

Y en este caso es lo mismo. Hay un cierto momento en que la justificación se convierte en un hecho vivo para nuestra conciencia; pero para transformarse en un hecho viviente, tiene que haber existido antes. No nace de nuestra conciencia; es reflejada en ella, y por lo tanto debe tener un ser y un valor en sí misma. Aun un niño elegido que muere en la cuna es declarado justo, aunque el conocimiento o la conciencia de su justificación jamás hayan penetrado en su alma. Y las personas escogidas, convertidas, como el ladrón en la cruz, con su último suspiro, pueden apenas ser sensibles a su justificación y, sin embargo, entran a la vida eterna exclusivamente sobre la base de su justificación. Tomando una analogía de la vida diaria, a un hombre condenado durante su ausencia en tierras foráneas le fue concedido el perdón a través de la intercesión de sus amigos, absolutamente sin su conocimiento. Este perdón, ¿se hace efectivo cuando, mucho después, la buena noticia le llega, o cuando el rey firma el perdón? La respuesta es, por supuesto, el segundo caso. Asimismo, la justificación de los hijos de Dios se hace efectiva, no en el día en que por primera vez es publicada a sus conciencias, sino al momento en que Dios en Su tribunal sagrado los declara justos.

Pero—y esto no debe ser pasado por alto—esta publicación en la conciencia de la persona misma debe necesariamente venir a continuación; y esto nos trae de vuelta nuevamente a la obra especial del Espíritu Santo. Porque si en el sistema judicial de Dios es más particularmente el Padre el que justifica a los impíos, y en la preparación de la salvación es más particularmente el Hijo quien en Su Encarnación y Resurrección efectúa la justificación, también sucede que, en un sentido más limitado, es el Espíritu Santo quien revela esta justificación a las personas escogidas y hace que se apropien de ella. Es por este acto del Espíritu Santo que los elegidos obtienen el bendito conocimiento de su justificación, que sólo entonces empieza a ser una realidad viva para ellos.

Por esta razón la Escritura revela estas dos verdades positivas, aunque aparentemente contradictorias, con énfasis igualmente positivo: (1) que, por una parte, Él nos ha justificado en Su propio tribunal desde la eternidad; y (2) que, por otra parte, sólo en la conversión somos justificados por la fe.

Y por esta razón la fe misma es fruto y resultado de nuestra justificación; mientras también es cierto que, para nosotros, la justificación comienza a existir sólo como resultado de nuestra fe.


XXXIII. La Certeza de Nuestra Justificación

“Siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús.”—Rom. iii. 24.

Las ilustraciones precedentes arrojan luz inesperada sobre el hecho de que Dios justifica a los impíos, y no a aquel que es en efecto justo en sí mismo; y sobre la palabra de Cristo: “Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado” (Jn. xv. 3). Ilustran el hecho significativo de que Dios no determina nuestro estatus de acuerdo a lo que somos, sino que, por el estatus al cual Él nos asigna, Él determina que hemos de ser. La Confesión Reformada, que en todas las cosas parte de las obras de Dios y no del hombre, se volvió nuevamente clara, elocuente, y transparente. De esta forma, la divina Palabra, normalmente rebajada a un mero anuncio de lo que Dios encuentra en nosotros, se vuelve una vez más el mandato de Su poder creativo. Encontró a un hombre impío y dijo, “Sé justo,” y he aquí se hizo justo. “Sí, te dije, cuando estabas en tus sangres: ¡Vive!” (Ez. xvi. 6).

De esta manera, las diversas partes de la obra redentora fueron dispuestas cronológicamente cada una en su lugar.

Mientras prevaleciera la falsa y estrecha idea de que un hombre se justificaba después de la conversión sobre la base de su aparente santidad, la justificación no podía preceder a la santificación, sino que debía venir después. En ese caso, el hombre se hace primero santo, y, como recompensa o reconocimiento a su Santidad, es declarado justo. Por lo tanto, la santificación viene primero, y la justificación segunda; una justificación, por lo tanto, sin valor alguno, porque, ¿cuál es la utilidad de declarar que una pelota es redonda?

La Escritura se rehúsa a aceptar una justificación posterior. En la Escritura, la justificación es siempre el punto de partida. Todas las otras cosas nacen de ella y vienen después de ella. “Cristo nos ha sido hecho por Dios sabiduría y justificación,” y sólo entonces “santificación y redención” (1 Cor. i. 30). “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo por quien también tenemos entrada” (Rom. v. 1). “Siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús” (Rom. iii. 24). “Y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó” (Rom. viii. 30).

Por esta razón, la Reforma hizo la justificación por la fe el punto de partida de la conciencia, y con esta confesión, valiente y energéticamente se opuso a la justificación de Roma por las buenas obras; porque en esta justificación por buenas obras esa prioridad de la santificación encontró su raíz.

La Iglesia de Cristo no puede desviarse de esta línea recta de la Reforma sin alejarse y separarse de su Cabeza y Fuente de Vida, vitalmente hiriéndose a si misma. Las sectas que, como los éticos y los metodistas,[1] se apartan de esta verdad, cortan la fe de su raíz. Si nuestras iglesias desean una vez más ser fuertes en la doctrina y resueltas en el testimonio, no deben reposar letárgicamente en la mera forma de la doctrina, sino que deben enérgicamente abrazar la doctrina; porque presenta este punto cardinal en una forma superior y excelente. Sólo aquel que heroicamente se atreve a aceptar la justificación del impío se vuelve efectivamente partícipe de la salvación. Sólo él puede confesar enérgicamente y sin reservas la redención que es soberana, inmerecida, y libre en todas sus partes y obras.

La última pregunta a ser discutida es: ¿cómo la justificación de los impíos puede ser reconciliada con la divina omnisciencia y santidad?

Debe reconocerse que, en un aspecto, esta completa representación parece fallar. Se debe ser objetar:

“Vuestro argumento ha sido pensado ingeniosamente pero no resiste la prueba. Cuando un soberano terrenal decide que el estado de un hombre será distinto a lo que en realidad es, actúa por ignorancia, error, o arbitrariedad. Y como estas cosas no pueden ser adscritas a Dios, estas ilustraciones no pueden ser aplicadas a Él."

Y nuevamente: “Que un juez terrenal a veces condene al inocente y exculpe al culpable, y haga que el primero ocupe el estatus del segundo, y viceversa, es posible sólo porque el juez es una criatura falible. Si hubiera sido infalible, si pudiera haber sopesado la culpabilidad y la inocencia con perfecta exactitud, el perjuicio no podría haberse cometido. Por lo tanto, si el pecado no hubiera entrado, ese juez no podría haber actuado arbitrariamente, sino que habría actuado de acuerdo al derecho, y habría decidido lo correcto porque es correcto. Y dado que el Señor Dios es un juez que prueba las riendas y que está familiarizado con todas nuestras formas de ser, en quien no puede haber fracaso o error o ignorancia, es impensable, es imposible, es inconsistente con el Ser de Dios, que como el Juez justo, pueda pronunciar alguna vez un juicio que no estuviera perfectamente de acuerdo con las condiciones realmente existentes en el hombre."

Sin la más mínima vacilación nos sometemos a esta crítica. Es bien tomada. El error mediante el cual un niño puede ser registrado como una niña; el hijo del campesino por aquel del noble; mediante el cual el ciudadano que cumple las leyes puede ser juzgado como aquel que las quebranta, y viceversa, es imposible que ocurra con Dios. Y, por lo tanto, cuando Él justifica a los impíos, tal como el juez terrenal declara al deshonroso ser honorable, entonces estos dos actos, que son aparentemente similares, son totalmente disímiles y no pueden ser interpretados de la misma forma.

Y sin embargo, lo correcto de la objeción no invalida en sí misma la comparación. La Escritura misma a menudo compara los actos de los hombres, que son necesariamente pecaminosos, con los actos de Dios. Cuando el juez injusto, fatigado por las lágrimas y la importunidad de la viuda, dijo finalmente, “Le haré justicia, no sea que viniendo de continuo, me agote la paciencia,” (Lc. xviii. 5) el Señor Jesús no vacila un momento en referir esta acción, a pesar de que surgió de un motivo impío, al señor Dios, diciendo: “¿Y acaso Dios no hará justicia a sus escogidos, que claman a él día y noche?” (Lc. xviii. 7).

Y no puede ser de otra manera. Porque como todos los actos de los hombres, aún los mejores de entre lo más santos de ellos, están siempre contaminados por el pecado, por otro lado, sería imposible comparar los actos del hombre con las obras de Dios, o uno debería necesariamente considerar tales obras de los hombres separadas del motivo pecaminoso, y aplicar a Dios sólo un tercio de la comparación.

Y como Jesús no quería decir que finalmente Dios debía responder a sus escogidos para que "no se le agotara la paciencia,"—sino que, sin hablar del motivo, simplemente señaló el hecho de que la plegaria inoportuna es finalmente escuchada—también nosotros comparamos la decisión equivocada del juez, declarando inocente al culpable, a la infalible decisión de Dios, justificando al impío, ya que, a pesar de la diferencia en los motivos, coincide con un tercio de la comparación.

Más aún, los errores humanos están fuera de cuestión en lo referente a otorgar el perdón y la restitución. De ahí que esta expresión de soberanía real es en realidad un tipo directo de toda la soberanía del Señor nuestro Dios.

Pero esto no resuelve la pregunta. A pesar de que concedemos que el motivo impío del error no puede ser atribuido a Dios, sin embargo debemos inquirir: ¿Cuál es el motivo de Dios, y cómo puede la justificación de los impíos ser consistente con Su naturaleza divina?

Respondemos apuntando a la hermosa respuesta del Catecismo, pregunta 60: “¿Cómo seréis justos ante Dios? Sólo por una verdadera fe en Jesucristo; de manera que, a pesar de que mi conciencia me acusa, que he groseramente transgredido todos los mandamientos de Dios, y no he cumplido ninguno de ellos, y aún estoy inclinado al mal; no obstante, Dios, sin ningún mérito mío, pero sólo por mera gracia, me otorga e imputa la perfecta satisfacción, justicia, y santidad de Cristo; tal como si yo nunca hubiera tenido, ni cometido pecado alguno: sí, como si yo hubiera cumplido a cabalidad toda esa obediencia que Cristo ha cumplido por mí; en la medida en que abrace tal beneficio con un corazón creyente."

Que el Señor Dios justifique a los impíos no se debe a que Él disfrute de la ficción, o que se deleite por una terrible paradoja de llamar justo a uno que en realidad es malvado; pero este hecho corre paralelamente al otro, de que ese impío es en realidad justo. Y que el impío, quien en sí mismo es y permanece malvado, al mismo tiempo es y continúa justo, encuentra su razón y fundamento en el hecho de que Dios pone a este pobre y miserable y perdido pecador en sociedad con un Mediador infinitamente rico, cuyos tesoros son inagotables. Para esta sociedad, todas sus deudas son canceladas, y todos los tesoros fluyen a él. De tal manera que aunque continúa, por sí mismo, empobrecido, es a la vez inmensamente rico en su socio.

Esta es la razón de por qué todo depende de la fe en el Señor Jesucristo; por qué esa fe es el vínculo de sociedad. Si no hay tal fe, no puede haber sociedad con el acaudalado Jesús; y aún estás en tu pecado. Pero si hay fe, entonces la sociedad está establecida, entonces existe, y puedes hacer negocios ya no por tu propia cuenta, sino en sociedad con El que cancela todo tu endeudamiento, mientras te hace receptor de todo Su tesoro.

¿Cómo ha de entenderse esto? ¿Es la persona de Cristo quien nos acepta en sociedad? Y, como Dios ya no tiene que lidiar con nuestra pobreza, sino que ahora puede depender de las riquezas de Cristo, ¿nos cuenta entonces como buenos y justos? No, hermanos, y nuevamente, ¡no! No es así, y no puede ser presentado así; porque entonces no habría justificación por parte de Dios. Ustedes tienen una cuenta que cobrar a un hombre que fracasó en un negocio, pero que fue aceptado como socio de un rico banquero, que canceló todas sus deudas. ¿Existe ahora la más mínima misericordia o bondad de vuestra parte, cuando endosan el cheque de ese hombre? Si hicieran lo contrario, ¿no estarían derechamente contradiciendo hechos sólidos y tangibles?

No, el Señor Dios no actúa de esa forma. Cristo no borra la deuda, y no obtiene para nosotros tesoros externamente a Dios; ni tampoco entra el impío, a través de la fe, en sociedad con el acaudalado Jesús independientemente del Padre; tampoco Dios, estando informado de estas transacciones, justifica al impío, que ya se había transformado en creyente. Porque entonces no habría honor para Dios, ni alabanza por Su gracia; no sería un impío sino, por el contrario, un creyente que el que justificado.

El tema no se transa de esa forma. Fue el señor Dios, antes que nada, quien, sin diferenciar persona, y por lo tanto sin considerar la fe en la persona, de acuerdo a Su poder soberano, eligió una porción de los impíos para la vida eterna; no como juez, sino como Soberano. Pero siendo Juez además de Soberano, y por lo tanto incapaz de violar el derecho, El que ha elegido, el Dios Trino, también ha creado y dado todo lo que es necesario y requerido para la salvación; de manera que estas personas escogidas, en el momento apropiado y por los medios apropiados, puedan recibir y experimentar las cosas por las cuales finalmente se mostrará que todas las obras de Dios fueron majestuosas y todas su decisiones justas.

Por eso, este ordenamiento del Pacto de Gracia; y en este Pacto de Gracia, el ordenamiento del Mediador; y en el Mediador toda la satisfacción, justicia, y santidad, y de esa satisfacción, justicia, y santidad, primero la imputación, y después de eso el regalo.

Por eso Dios declara al impío justo antes de que crea, para que pueda creer, y no después que crea. Este acto de justificación es el acto creativo de Dios, en que también es depositada la satisfacción, la justicia, y la santidad de Cristo, y de las cuales fluye también la imputación de una concesión de todas estas al impío. Por lo tanto, no hay en este acto de justificación ni el más mínimo error o falsedad. Sólo es declarado justo aquel que siendo impío en sí mismo, por medio de esta declaración, es y se hace justo en Cristo.

Sólo de esta forma es posible entender a cabalidad la doctrina de justificación en toda su riqueza y gloria. Sin esta profunda concepción de ella, la justificación es meramente el perdón del pecado, después del cual, estando relevados de la carga, comenzamos nuestro camino con un renovado entusiasmo para trabajar por Dios. Y esto no es otra cosa que un genuino, fatal arminianismo.

Pero, con esta percepción más profunda, el hombre reconoce y confiesa: "Tal perdón de los pecados no es ventajoso para mí. Porque sé:

1º Que estaré día tras día contaminado por el pecado;
2º Que tendré dentro de mí un corazón pecaminoso hasta el día de mi muerte;
3º Que hasta entonces, jamás seré capaz de lograr cumplir toda la ley;
4º Que, dado que ya estoy condenado y sentenciado, no puedo hacer negocios en el Reino de Dios como un hombre honorable.”

La respuesta de la justificación, tal como la revela la Escritura y la confiesa nuestra Iglesia, cubre muy satisfactoriamente estos cuatro puntos. Acepta que uno no es un santo, con una santidad auto-asumida, sino como uno que confiesa: "Mi conciencia me acusa que he transgredido groseramente todos los mandamientos de Dios, y que no he cumplido ninguno de ellos, y que todavía estoy inclinado al mal"; y sin embargo, no eres expulsado. Le dice que no puede depender de ningún mérito suyo, sino que debe depender sólo de la gracia. De ahí que comienza poniéndolo en las filas de los cumplidores de la ley, de aquellos que son declarados buenos y justos, "tal como si nunca hubiera tenido o cometido ningún pecado." Como fundamento de la santidad no requiere de usted el cumplimiento de la ley, sino que le imputa y le imparte el cumplimiento de la ley por parte de Cristo; estimándolo como si hubiera cumplido completamente toda aquella obediencia que Cristo ha logrado para usted. Y borrando en este acto la diferencia de su pasado y su futuro pecado, le imputa y le otorga no sólo la satisfacción y santidad de Cristo, sino además Su justicia original, de una manera tal que usted está ante Dios una vez más, justo y honorable, y como si toda la historia de su pecado hubiera sido sólo un sueño.

Pero la oración de cierre del Catecismo debe ser notada: "Hasta donde abrazo tales beneficios con un corazón creyente.” Y que “corazón creyente,” y “abrazando”—he aquí, todo eso es la obra del Espíritu Santo.


Notas

  1. Ver Sección 5 del Prefacio del Autor

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