La Obra del Espíritu Santo/La Iglesia De Cristo

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English: The Work of the Holy Spirit/The Church of Christ

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Por Abraham Kuyper sobre Espíritu Santo
Capítulo 13 del Libro La Obra del Espíritu Santo

Traducción por Glorified Word Project


XXXVI. La Iglesia de Cristo

“Y el Espíritu es el que da testimonio, porque el Espíritu es la verdad.”—1 Juan v. 6.

Ahora procedemos a examinar el trabajo del Espíritu Santo en la Iglesia de Cristo.

Aun cuando el Hijo de Dios ha tenido una Iglesia en la tierra desde el principio, las Escrituras hacen la distinción en su manifestación antes y después de Cristo. Tal como la bellota, plantada en la tierra, existe, aunque pasa por los dos períodos de germinación y enraizamiento y luego de crecimiento hacia arriba formando el tronco y las ramas, así también la Iglesia. En un principio escondida en la tierra de Israel, envuelta en los pañales de su existencia nacional, fue sólo en el día de Pentecostés que fue manifestada en el mundo.

No es que la Iglesia fue fundada sólo en Pentecostés; esto sería una negación de la revelación del Antiguo Pacto, una falsificación de la idea de Iglesia, y una aniquilación de la elección de Dios. Solamente decimos que ese día se convirtió en la Iglesia para el mundo.

Y en ella el Espíritu Santo ha realizado una obra extremadamente exhaustiva.

No así su formación, ya que ese es el trabajo del Dios Trino en el decreto divino; o, hablando de forma más precisa, de Jesús el Rey cuando compró a Su pueblo con Su propia sangre.

En efecto, el Espíritu de Dios regenera a los elegidos, a quienes desde un principio no encuentra en el mundo, sino en la Iglesia. Toda representación de que el Espíritu Santo reúne a los elegidos sacándolos desde un mundo perdido, y de esa forma trayéndolos a la Iglesia, se opone a la representación bíblica de la Iglesia como organismo. La Iglesia de Cristo es un cuerpo, y como los miembros nacen desde el cuerpo mismo y no son sumados a él desde afuera, de la misma forma se debe buscar la semilla de la Iglesia en la Iglesia misma y no en el mundo. El Espíritu Santo obra solamente sobre lo que ha sido santificado en Cristo. De ahí que nuestro orden de Bautismo dice: “¿Reconoces que aunque nuestros hijos son concebidos y nacen en pecado y por lo tanto son objeto de toda miseria, verdaderamente a la condenación misma; así y todo son santificados en Cristo?

No obstante, ya que la regeneración corresponde a Su obra sobre el individuo, y ahora estamos considerando Su obra en la Iglesia como un todo, como una comunidad, dirigimos nuestra atención en primer lugar a su obra de conferir dones espirituales, específicamente aquellos llamados “charismata.” Algunos pasajes del Nuevo Testamento hablan de los regalos ofrecidos a Dios (Mat. V. 23): "Por tanto, si traes tu ofrenda al altar"; o regalos entregados a otros (2 Cor. viii. 9) y Fil. iv. 17) y el don de la salvación; pero no estamos considerando esos.

Un don ofrecido a Dios en griego es llamado "doron"; conferido a otros, comúnmente es llamado "charis"; mientras que el don de gracia, usualmente es llamado "dorea." Por lo tanto estos dones son distintos de los que ahora ocupan nuestra atención. Y la diferencia se ve de forma más clara cuando comparamos el don del Espíritu Santo con los dones espirituales. El Espíritu Santo mismo es un don de gracia. Pero cuando Él confiere dones espirituales, nos adorna con ornamentos santos. El primero se refiere a nuestra salvación; los segundos a nuestros talentos.

En referencia a nuestra salvación, las Escrituras lo llaman un don gratuito y misericordioso, generalmente “dorea” en griego, que, viniendo de una raíz que significaba dar, indica que no tenemos derecho a él, no habiéndolo merecido o comprado, sino que es un bien regalado. San Pablo exclama: “Gracias a Dios por su don inefable,” es decir, de salvación (2 Cor. ix. 15). Y nuevamente: “Abundaron mucho más para los muchos la gracia y el don de Dios por la gracia de un hombre, Jesucristo." “Mucho más reinarán en vida por uno solo, Jesucristo, los que reciben la abundancia de la gracia y del don de la justicia.” (Rom. v. 15, 17). Por último: “Pero a cada uno de nosotros fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo." (Ef. iv. 7). [1]

La misma expresión es usada invariablemente en la entrega del Espíritu Santo: “y recibiréis el don del Espíritu Santo.” (Hechos ii. 38). Y: “De que también sobre los gentiles se derramase el don del Espíritu Santo.” (Hechos x. 45). Por consiguiente se debe destacar cuidadosamente que esto no tiene nada que ver con el tema bajo consideración. Cuando San Pablo habla de la fe como un don de Dios, él se refiere a nuestra salvación y a la obra salvadora de Dios en el alma. Pero los dones a los cuales ahora nos referimos son totalmente distintos. No son para salvación, sino para la gloria de Dios. Son prestados a nosotros como ornamentos, para que podamos mostrar su belleza en forma de talentos para obtener otros talentos de ahí en adelante. Son acciones adicionales de gracia; los cuales no pueden tomar el lugar de la obra adecuada de la gracia para salvación, ni pueden confirmarla, ya que tienen un propósito totalmente distinto. La obra de la gracia es para nuestra propia salvación, gozo y edificación; los charismata nos son dados para otras personas. Lo primero implica que hemos recibido el Espíritu Santo; lo segundo que Él nos imparte dones.

Para ser precisos, los charismata son dados a las iglesias, no a las personas individuales. Cuando un comandante selecciona y entrena a hombres para ser oficiales en el ejército, es evidente que no hace esto para el placer, honor o enaltecimiento personal de ellos, sino para la eficiencia y honor del ejército. Él puede buscar a hombres con talento para el servicio militar y entrenarlos e instruirlos; pero él no puede crear tales talentos. Si esto fuera posible, todo rey dotaría a sus generales con la genialidad de un Von Motke y cada almirante sería un De Ruyter.

Pero Jesús no está limitado de esta forma. Él es independiente; a Él le es dado todo poder tanto en el cielo como en la tierra. Él puede crear talentos e impartirlos libremente a quien sea. Por consiguiente, sabiendo lo que la Iglesia necesita para su protección y edificación, Él puede proveer completamente para sus necesidades. Su propósito no es meramente agradar o enriquecer a ciertos individuos, menos aún darle a algunos lo que les niega a otros; más bien, con las personas que han sido dotadas, el adornar y favorecer a toda la Iglesia. No ponemos una lámpara sobre la mesa para mostrarle a ella un favor especial o porque sea mejor que la silla o la estufa; sino simplemente porque así cumple su propósito y toda la habitación es iluminada. El considerar los charismata como un mero adorno o beneficio para la persona que los recibe sería tan absurdo como decir: “Yo enciendo el fuego no para calentar la habitación, sino la estufa”; y el envidiar los charismata dados a otros en la Iglesia sería igual de insensato que la mesa envidiara a la estufa porque esta recibe todo el fuego.

Los charismata, entonces, deben ser considerados en un sentido económico. La Iglesia es un gran casa con muchas necesidades; una institución que se hace eficiente a través de muchas cosas. Ellos son para la Iglesia lo que la luz y el combustible son para el hogar; no existiendo para sí mismos, sino para la familia, debiendo ser dejados de lado cuando los días son largos y cálidos. Esto es aplicable directamente a los charismata, muchos de los cuales, dados a la Iglesia apostólica, no son de ayuda para la Iglesia de hoy.

Estos charismata indudablemente tienen, en algún grado, un carácter oficial. Dios ha instituido oficios en la Iglesia; no de forma mecánica o dependiendo de formalidades externas; tal concepción poco espiritual es ajena a las Escrituras. Pero tal como hay una división del trabajo en el ejército, así también en la Iglesia.

Consideremos, por ejemplo, el cuerpo. Debe ser cuidado de las lesiones; la sangre debe ser trasportada a los músculos y nervios; la sangre venal debe ser convertida en arterial; los pulmones deben inhalar aire puro, etc. Todas estas actividades dependen de los diferentes miembros del cuerpo. Los ojos y el oído vigilan; el corazón bombea la sangre; los pulmones proveen el oxígeno, etc. Y esto no puede ser modificado arbitrariamente. Los pulmones no pueden vigilar; los ojos no pueden proveer de oxígeno; la piel no puede bombear la sangre. Por consiguiente, esta división de trabajo no es ni arbitraria, por consentimiento mutuo, ni tiene que ver con el gusto; sino que es divinamente ordenada, y esta ordenanza no debe ser ignorada. Por lo tanto, los ojos tienen la función y el don de vigilar el cuerpo; el corazón de hacer circular la sangre; los pulmones de proveer aire puro; etc.

Y esto es aplicable a la Iglesia en todo sentido. El gran cuerpo requiere que se hagan muchas y variadas cosas para el bienestar común. Hay necesidad de una guía, de que se profetice, del heroísmo; la misericordia debe ser ejercitada, los enfermos deben ser sanados, etc. Y esta gran tarea mutua el Señor la ha divido entre muchos miembros. Él le ha dado a Su cuerpo, la Iglesia, ojos, oídos, manos y pies; y a cada uno de estos miembros orgánicos una tarea, un llamado y un oficio en particular.

De ahí, que el ser llamado a un oficio significa simplemente el ser comisionado por Jesús, el Rey, con una tarea claramente definida. Tú has trabajado. Muy bien, pero ¿de qué forma? ¿De forma impulsiva, o en obediencia a la comisión de Quien te envió? Esto hace toda la diferencia. El Rey podrá enviarnos de forma ordinaria o extraordinaria. Zacarías era sacerdote de la clase de Abías; pero su hijo Juan fue el heraldo de Cristo mediante una revelación extraordinaria. El levita servía por derecho de sucesión; el profeta porque era escogido de Dios. Pero esto no cambia nada; sea llamado de una forma u otra, la función sigue siendo la misma, siempre y cuando tengamos la seguridad de que el Rey Jesús nos ha llamado y ordenado.

Por esta razón nuestros padres hablaban devotamente de un oficio de todos los creyentes. En la Iglesia de Cristo no hay meramente unos pocos funcionarios y una masa de sujetos ociosos e indignos, sino que todo creyente tiene un llamado, una tarea, una comisión vital. Y en la medida que somos convencidos de que realizamos la tarea porque el Rey nos la ha entregado no para nosotros mismos, ni por un motivo filantrópico, sino para servir a la Iglesia, nuestro trabajo tiene un carácter oficial, aunque el mundo nos niegue este honor.


XXXVII. Dones Espirituales

"Procurad, pues, los dones mejores. Mas yo os muestro un camino aun más excelente." —1 Cor. xii. 31.

Los charismata o dones espirituales son el medio y el poder divinamente ordenados a través de los cuales el Rey faculta a Su Iglesia para realizar Su tarea sobre esta tierra.

La Iglesia tiene un llamado en el mundo. Está siendo atacada violentamente no sólo por los poderes de este mundo, sino aun más por los poderes invisibles de Satanás. No hay descanso permitido. Negándose a admitir la victoria de Jesús, Satanás cree que el tiempo que le queda aún puede traerle victorias. De ahí su incansable rabia y furia, sus incesantes ataques sobre las ordenanzas de la Iglesia, su constante afán de dividirla y corromperla y su varias veces repetida denegación de la autoridad y señorío de Jesús sobre Su Iglesia. Aunque jamás tendrá éxito completamente, sí logra su cometido hasta cierto punto. La historia de la Iglesia en todos los países es prueba de ello; demuestra que un estado satisfactorio de la Iglesia es altamente excepcional y de corta duración, y que por ocho siglos, de un total de diez, este ha sido triste y deplorable, motivo de vergüenza y profundo dolor por parte del pueblo de Dios.

Y aun así en medio de esta batalla tiene un llamado que cumplir, una tarea designada la cual llevar a cabo. A veces podría consistir en ser tamizada como el trigo, como en el caso de Job, para mostrar que gracias a la virtud de la oración de Cristo, la fe no puede ser destruida en su seno. Pero cualquiera fuese la forma de la tarea, la Iglesia siempre necesita poder espiritual para realizarla; un poder que no está en sí misma, sino que debe ser provisto por el Rey.

Todo medio provisto por el Rey para realizar Su obra es un charisma, un don de gracia. De ahí la conexión interna entre obra, oficio y don.

De ahí que San Pablo dice: “Pero a cada uno le es dada la manifestación del Espíritu para provecho.” (1 Cor. xii. 7) o sea, para el bien común (ðñïò ro avpotpov) (1 Cor. xii. 7). Y, nuevamente de forma más clara aún: "Así también vosotros; pues que anheláis dones espirituales, procurad abundar en ellos para edificación de la iglesia." (1 Cor. xiv. 12). De ahí la petición, "Venga tu reino," la cual el Catecismo de Heidelberg interpreta como: "Reina de tal modo sobre nosotros por tu Palabra y Espíritu, que nos sometamos cada vez más y más a ti. Conserva y aumenta tu Iglesia. Destruye las obras del diablo y todo poder que se levante contra ti, lo mismo que todos los consejos que se tomen contra tu Palabra, hasta que la plenitud de tu reino venga, cuando Tú serás todo en todos."

Está mal, por lo tanto, el estimar en demasía y por sí solas las vidas de creyentes de forma individual, separándolas de la vida de la Iglesia. Ellas existen sólo en conexión con el cuerpo y de esa forma se convierten en participantes de los dones espirituales. El Catecismo de Heidelberg confiesa, en este sentido, la comunión de los santos: “Primero, que todos los fieles en general y cada uno en particular, como miembros del Señor Jesucristo, tienen la comunión de Él y de todos sus bienes y dones. Segundo, que cada uno debe sentirse obligado a emplear con amor y gozo los dones que ha recibido, utilizándolos en beneficio de otros y para la salvación de los demás." La parábola de los talentos apunta a lo mismo; ya que el siervo que con su talento fracasa en servir a los demás, recibe un juicio terrible. Aun el don oculto debe ser estimulado, como dice San Pablo; no para jactarse de él o alimentar nuestro orgullo, sino porque es del Señor y es dado a la Iglesia.

Cuando San Juan escribe, “Pero vosotros tenéis la unción del Santo, y conocéis todas las cosas." (1 Juan ii. 20), y "no tenéis necesidad de que nadie os enseñe" (1 Juan ii. 27), no quiere decir que cada creyente de forma individual posea la unción completa y por lo tanto conozca todas las cosas. Porque si esto fuera cierto, ¿quién no renunciaría a la esperanza de salvación, ni se atrevería a decir: “Yo tengo la fe”? Es más, ¿cómo podría la afirmación, “no tenéis necesidad de que nadie os enseñe,” ser reconciliada con el testimonio del mismo apóstol, de que el Espíritu Santo capacita a los maestros designados por Jesús mismo? No el creyente como individuo, sino toda la Iglesia como cuerpo posee la unción completa del Santo y conoce todas las cosas. La Iglesia como cuerpo no necesita que alguien de afuera venga a enseñarle; ya que posee todo los tesoros de la sabiduría y el conocimiento, estando unida con la Cabeza, quien es el reflejo de la gloria de Dios, en quien habita toda sabiduría.

Y esto no es aplicable sólo a la Iglesia de un período específico, sino a la de toda la historia. La Iglesia de hoy es la misma que la del tiempo de los apóstoles. La vida vivida entonces es la vida que la inspira hoy. Las ganancias obtenidas hace dos siglos pertenecen a su tesorería, al igual que las recibidas hoy. El pasado es su capital. La maravillosa y gloriosa revelación recibida por la Iglesia del primer siglo fue dada, a través de ella, para la Iglesia de toda la historia y sigue siendo eficaz. Y toda la fortaleza espiritual y el entendimiento, la gracia interior, la conciencia más clara, recibidas a lo largo de la historia, no están perdidas, mas forman un tesoro acumulado que sigue creciendo aún gracias a las siempre renovadas adiciones de dones espirituales. Quien reconoce y acepta este hecho se ve enriquecido y ciertamente bendecido. Porque esta visión apostólica del tema nos hace estar agradecidos por los dones de nuestro hermano, que bajo otras circunstancias podríamos envidiar; en la medida en la cual esos dones no nos empobrezcan sino que nos enriquezcan. En una ciudad puede haber doce ministros de la Palabra, todos dotados en distintos sentidos. Según el hombre natural, cada uno estará envidioso de los dones de su hermano y temerá que sus dones superen a los suyos. No así entre los siervos del Señor mismo. Ellos sienten que juntos sirven a un mismo Señor y un rebaño, y bendicen a Dios por darles en conjunto lo que el liderazgo y la alimentación del pueblo requieren. En un ejército, el artillero no está envidioso del soldado de caballería, ya que sabe que este último está para su protección en la hora del peligro.

Más aún, este punto de vista apostólico excluye el aislamiento; ya que crea el deseo de hermandad con hermanos distantes, aun cuando anden en caminos más o menos distintos. Bíblicamente, es imposible limitar la Iglesia de Cristo a una pequeña comunidad propia. Está en todos lados, en todas partes del mundo; y sea cual sea su forma externa, frecuentemente cambiante, muchas veces impura, aun así los dones, dondequiera que sean recibidos, aumentan nuestras riquezas.

Este punto de vista apostólico también está en contra de la tonta noción de que por dieciocho siglos la Iglesia no ha recibido dones de ningún tipo; y dado eso, tal como la Iglesia primitiva, cada uno de nosotros debe tomar su Biblia para formular su propia confesión. Ese punto de vista hace que uno esté tan intensamente consciente de la comunión de los dones espirituales que no puede sino apreciar el tesoro acumulado de la Iglesia a lo largo de los siglos. De hecho, la Iglesia de Cristo ha recibido dones espirituales en gran abundancia; y hoy tenemos a disposición no sólo los dones de las Iglesias en nuestra propia ciudad, sino también los dados a las Iglesias en otros lados y el capital histórico acumulado durante dieciocho siglos.

Por consiguiente, el tesoro de cada iglesia en particular consiste de tres partes: Primero, de los charismata en su propio círculo cercano; en segundo lugar, de aquellos dados a otras iglesias; y por último, aquellos recibidos desde los tiempos de los apóstoles.

Según su naturaleza, estos dones espirituales pueden ser divididos en tres clases: los oficiales, los extraordinarios y los comunes.

San Pablo dice: "Porque a éste es dada por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia según el mismo Espíritu; a otro, fe por el mismo Espíritu; y a otro, dones de sanidades por el mismo Espíritu. A otro, el hacer milagros; a otro, profecía; a otro, discernimiento de espíritus; a otro, diversos géneros de lenguas; y a otro, interpretación de lenguas. Pero todas estas cosas las hace uno y el mismo Espíritu, repartiendo a cada uno en particular como él quiere." (1 Cor. xviii. 8-11). De la misma manera le habla el apóstol a la Iglesia en Roma: "De manera que, teniendo diferentes dones, según la gracia que nos es dada, si el de profecía, úsese conforme a la medida de la fe; o si de servicio, en servir; o el que enseña, en la enseñanza; el que exhorta, en la exhortación; el que reparte, con liberalidad; el que preside, con solicitud; el que hace misericordia, con alegría." (Rom. xii. 6-8).

De estos pasajes es evidente que entre estos charismata San Pablo asigna el primer lugar a los dones correspondientes al servicio común de la Iglesia a través de sus ministros, ancianos y diáconos. Ya que cuando menciona la profecía, está hablando de la predicación viva, en la cual el predicador se siente animado e inspirado por el Espíritu Santo. Con “enseñanza” quiere decir el hacer un catequismo común. Con “servicio” se refiere a la administración de los temas temporales de la Iglesia. El “repartir” hace referencia a preocuparse por los pobres y los abatidos. “El que preside” se refiere a los dirigentes a cargo del gobierno de la Iglesia. Estos son los oficios comunes que abarcan el cuidado de los asuntos espirituales y temporales de la Iglesia. Luego sigue una serie diferente de charismata, es decir, dones de lenguas, sanidades, discernimiento de espíritus, etc. Estos dones no-oficiales se dividen en dos clases—aquellos que fortalecen los dones de la gracia salvadora y aquellos que son aparte de la gracia de la salvación.

Los primeros son, por ejemplo, la fe y el amor. Sin fe nadie puede ser salvo. Por lo tanto es lo que le corresponde a todos los hijos de Dios y como tal no es "charisma," sino un "doron." Pero mientras todos tienen fe, Dios es libre para dejarla manifestarse a sí misma de forma más fuerte en unos que en otros. Por una parte las Escrituras dicen: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa.” (Hechos xvi. 31); y por otra parte: "Porque de cierto os digo, que si tuviereis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: Pásate de aquí allá, y se pasará." (Mateo. xvii. 20). La primera funciona internamente y la segunda externamente. Por esta razón San Pablo habla no sólo de ministerios y dones, sino también de “manifestaciones,” que consisten en un ejercicio más vigoroso de la gracia que el creyente ya posee como tal. Cuando la fe de muchos se debilita, el Señor frecuentemente concede manifestaciones extraordinarias de fe a algunos, para así refrescar y consolar a otros. Lo mismo es cierto del amor, que también le corresponde a todos, pero no con el mismo grado de eficacia. Y donde el amor de muchos se enfría, el Señor a veces lo aviva en unos pocos a tal punto que otros lo ven y son llevados a sentir una envidia santa.

Además de estos charismata comunes, que son sólo manifestaciones más energéticas de lo que todo creyente posee en sus rudimentos, el Señor también le ha dado dones extraordinarios a su Iglesia, obrando en parte en el área espiritual y en parte en el área física. A estos últimos pertenecen los charismata de dominio propio y de sanidad de los enfermos. De los primeros habla Cristo en Mateo. xix. 12, donde llama a tales personas "eunucos por causa del reino de los cielos.” San Pablo dice que por causa del hermano débil se abstendrá de comer carne; y nuevamente, que golpea su cuerpo, y lo pone en servidumbre, etc. El charisma de sanidad se refiere al glorioso don de sanar a los enfermos: no sólo a aquellos que sufren de dolencias nerviosas y enfermedades sicológicas, quienes son más susceptibles a influencias espirituales, sino también a aquellos cuyas enfermedades están completamente fuera del ámbito espiritual.

De una naturaleza totalmente diferente son los charismata extraordinarios, puramente espirituales, de los cuales San Pablo menciona cinco: sabiduría, ciencia, discernimiento de espíritus, lenguas y su interpretación. Estos también pueden ser divididos en dos clases, considerando que los primeros tres mencionados también se encuentran, aunque en forma distinta, fuera del Reino de Dios; y los dos últimos, que presentan un fenómeno absolutamente particular, dentro del Reino. La sabiduría, la ciencia, y el discernimiento de espíritus existen aun entre los paganos y son muy admirados por aquellos que rechazan a Cristo. Pero esos dones naturales ocurren en la Iglesia de una forma distinta. El charisma de la sabiduría le permite a uno sin mucha investigación, con gran discreción y claridad, entender condiciones y ofrecer consejos juiciosos. La ciencia es un charisma a través del cual el Espíritu Santo le permite a uno adquirir un entendimiento inusualmente profundo respecto de los misterios del Reino. El discernimiento de espíritus es un charisma a través del cual uno puede discernir entre los espíritus genuinos que vienen de Dios y aquellos que solamente simulan hacerlo. El charisma de lenguas lo hemos discutido largamente en el vigésimo-octavo artículo. Los charismata actualmente existentes en la Iglesia son aquellos correspondientes al ministerio de la Palabra; los charismata comunes del acrecentado ejercicio de la fe y el amor; aquellos de sabiduría, ciencia y discernimiento de espíritus; aquel de dominio propio; y por último, aquel de sanidad de los enfermos sufriendo de enfermedades nerviosas y sicológicas. En el presente, los demás están inactivos.


XXVIII. El Ministerio de la Palabra


"Él os guiará a toda la verdad."—Juan xvi. 13.

Consideremos ahora la segunda actividad del Espíritu Santo en la Iglesia, que preferimos llamar su cuidado de la Palabra. En esto distinguimos tres partes: el Sellado (Sealing), la Interpretación, y la Aplicación de la Palabra.

En primer lugar, es el Espíritu Santo quien sella la Palabra. Esto hace referencia al “testimonium Spiritus Sancti,” del cual nuestros padres solían hablar y a través del cual entendieron la forma mediante la cual Él crea en el corazón de los creyentes la convicción firme y duradera respecto de la autoridad divina y absoluta de la Palabra de Dios.

La Palabra es, si se nos permite expresarlo así, un criatura del Espíritu Santo. Él la ha engendrado. Se la debemos enteramente a su especial actividad. Él es su Auctor Primarius, es decir, su Autor Principal. Y por lo tanto no puede parecer extraño que Él lleve a cabo ese cuidado maternal sobre su criatura a través del cual la faculta para cumplir su destino. Y este destino es, en primer lugar, el ser creída por los elegidos; en segundo lugar, el ser entendida por ellos; y por último, el ser vivida por ellos; tres operaciones que son efectuadas sucesivamente en ellos a través del sellado, la interpretación y la aplicación de la Palabra. El sellado de la Palabra aviva la “fe”; la interpretación imparte el “entendimiento correcto”; y la aplicación lleva a cabo el que sea “vivida.”

Mencionamos el sellado de la Palabra primero ya que sin fe en su divina autoridad no puede ser la Palabra de Dios para nosotros. La pregunta es: ¿cómo logramos tener un real contacto y comunión con las Santas Escrituras, que son puestas en frente nuestro como un mero objeto externo?

Se nos dice que es la Palabra de Dios; pero, ¿cómo puede convertirse esto en nuestra firme convicción propia? Jamás puede ser obtenida a través de la investigación. De hecho, debiera ser admitido que mientras más uno investiga la Palabra, más pierde la fe simple y pueril en ella. Ni siquiera puede decirse que la duda nacida de una examinación superficial será disipada a través de un estudio más profundo; porque aun el profundo escrutinio de hombres serios y sinceros ha tenido un solo resultado, a saber, el aumento de signos de interrogación.

No podemos examinar los contenidos de las Escrituras de esta forma sin destruirlas. Si uno desea examinar el contenido de un huevo, no debe romperlo ya que de esa forma lo desbarajusta y deja de ser un huevo; más bien debe preguntarle a aquellos que conocen sobre él. De forma similar podemos conocer la verdad de las Escrituras sólo a través del sellado y de la comunicación externa. Porque supongamos que el veredicto final de la ciencia confirmará eventualmente la autoridad divina de las Escrituras, como creemos firmemente que será; ¿de qué forma nos beneficiaría eso en relación a nuestra presente necesidad espiritual, considerando que en el curso de nuestras cortas vidas, la ciencia no llegará a ese veredicto? Y aun si después de treinta o cuarenta años llegásemos a verlo, ¿en qué me beneficia en relación a mi presente aflicción? Y si esta dificultad también pudiese ser removida, aun así preguntaríamos: ¿acaso no es cruel darle certeza sólo a los eruditos griegos y hebreos? ¿No ven y entienden los hombres, por lo tanto, que la evidencia de la autoridad divina de las Escrituras debe venir a nosotros de tal forma que la anciana más común y corriente en la hogar de caridad pueda verlo de la misma forma que yo?

Por lo tanto, toda investigación aprendida, como base de la convicción espiritual, está fuera de toda consideración. El que niega esto maltrata el alma e introduce un clericalismo ofensivo. Porque, ¿cuál es el resultado? La noción de que las personas poco eruditas no tienen certeza por sí mismas; para eso están los ministros; ellos han estudiado el tema; ellos deben saber y las personas comunes y corrientes deben creer bajo su autoridad.

Lo absurdo de esta noción es evidente. En primer lugar, los hombres más instruidos frecuentemente son los que más dudan. En segundo lugar, un ministro casi siempre contradice lo que otro ha presentado como la verdad. Y, en tercer lugar, la congregación, tratada como un menor de edad, es entregada nuevamente al poder de los hombres; se le deposita sobre sí un yugo que nuestros padres no pudieron soportar; y se comete el error de intentar probar el testimonio de Dios a través de los hombres.

Si debemos cargar con un yugo, dennos el de Roma diez veces antes que el de los eruditos; porque aunque Roma pone a los hombres entre nosotros y las Escrituras, al menos hablan de una manera. Repiten lo que el Papa ha establecido para ellos y su autoridad se basa no sobre su erudición, sino sobre su pretendida iluminación espiritual. De ahí que los sacerdotes católicos romanos no se contradicen entre sí. Ni tampoco es su enseñanza la noción caprichosa de un aprendizaje defectuoso, sino el resultado de un desarrollo mental que Roma alcanzó en sus mejores hombres, y esto en conexión con la labor espiritual de muchos siglos.

De entre la totalidad del clericalismo, el de carácter intelectual es el más insoportable; ya que uno siempre queda sin palabras ante el comentario, “Tú no sabes griego,” o “Tú no sabes leer hebreo”; mientras que el hijo de Dios siente de forma irresistible que en materias relacionadas con la eternidad, el griego y el hebreo no pueden tener la última palabra. Y esto aparte del hecho que a varios de estos eruditos, el professor Cobet podría decirles: “Querido señor, ¿acaso conoce bien usted mismo, el griego?” Del poco conocimiento del hebreo en la mayor cantidad de los casos, mejor ni hablar.

No, de esa forma jamás llegaremos. Para hacer que la autoridad divina de las Escrituras sean reales para nosotros, necesitamos no de un testimonio humano, sino de uno divino, igualmente convincente para los doctos como para los poco eruditos—un testimonio que no debe ser echado como perlas a los cerdos, sino ser limitado a aquellos que pueden recoger de él el fruto más noble, es decir, aquellos que han nacido de nuevo.

Y este testimonio no deriva del Papa y de sus sacerdotes, ni de la facultad teológica con sus ministros, sino viene solamente con el sellado del Espíritu Santo. Por lo tanto, es un testimonio divino y como tal remueve toda contradicción y silencia toda duda. Es un testimonio igual para todos, perteneciendo tanto al campesino en el campo como al teólogo en su estudio. Por último, es un testimonio que reciben sólo aquellos que tienen ojos abiertos, para que puedan ver espiritualmente.

Sin embargo, este testimonio no funciona por magia. No hace que la confundida conciencia de incredulidad grite de repente: “¡Ciertamente las Escrituras son la Palabra de Dios!” Si este fuera el caso, el camino de los entusiastas sería abierto y nuestra salvación dependería nuevamente de una comprensión espiritual fingida. No, el testimonio del Espíritu Santo obra de una forma completamente distinta. Él comienza a ponernos en contacto con la Palabra, ya sea a través de nuestra propia lectura o través de la comunicación de otros. Luego nos muestra la imagen del pecador según las Escrituras y la salvación que lo rescató de forma misericordiosa; y por último, nos hace escuchar la canción de alabanza sobre sus labios. Y después de que hemos visto esto objetivamente, con el ojo del entendimiento, Él obra de tal manera sobre nuestro sentimiento que comenzamos a vernos en ese pecador y a sentir que la verdad de las Escrituras nos concierne directamente. Finalmente, toma el control de la voluntad, haciendo que el poder mismo visto en las Escrituras obre en nosotros. Y cuando, de esa forma, la totalidad del hombre, la mente, el corazón y la voluntad han experimentado el poder de la Palabra, entonces Él le agrega a esto la exhaustiva operación de la certeza, por medio de la cual las Santas Escrituras en esplendor divino comienzan a relucir ante nuestros ojos.

Nuestra experiencia es como la de una persona que, desde una habitación que resplandece brillantemente, mira hacia fuera al anochecer. Al principio, debido al resplandor en el interior, no ve nada. Pero al apagar su luz y mirar hacia fuera nuevamente, gradualmente comienza a distinguir figuras y formas y luego de un rato disfruta del suave crepúsculo. Apliquemos esto a la Palabra de Dios. Mientras la luz de nuestro propio entendimiento relampaguee en el alma, nosotros, mirando a través de la ventana de la eternidad, no podremos percibir nada. Todo está encubierto en una oscuridad nebulosa. Pero cuando por fin nos persuadimos y extinguimos esa luz, y miramos afuera nuevamente, entonces vemos un mundo divino apareciendo gradualmente desde la penumbra, y para nuestra sorpresa, donde en un comienzo no veíamos nada ahora vemos un mundo glorioso bañado en luz divina.

Y de esa forma los elegidos de Dios obtienen una firme certeza acerca de la Palabra de Dios que nada puede estremecer, que no puede ser robada por ningún conocimiento. Están firmes como una muralla. Están fundados sobre una roca. Los vientos podrán soplar y las lluvias descender, pero no temen. Se mantienen sobre su fe indestructible, no sólo como resultado de la primera intervención del Espíritu Santo, sino porque Él sostiene la convicción continuamente. Jesús dijo, “para que esté con vosotros para siempre”; y esto hace referencia primariamente a este testimonio respecto a la Palabra de Dios. En el corazón creyente, Él testifica continuamente: “No temas, las Escrituras son la Palabra de tu Dios.”

Sin embargo, esto no es toda la obra del Espíritu Santo en relación a la Palabra. También debe ser interpretada.

Y sólo Él, el Inspirador, puede dar la interpretación correcta. Si entre los hombres cada uno es el mejor intérprete de sus propias palabras, ¿cuánto más aquí, donde ningún hombre tendrá la osadía de decir que entiende el significado completo y adecuado del Espíritu tan bien como Él o mejor que Él mismo? Incluso si los autores de ambos Testamentos se levantaran de entre los muertos y nos contaran el significado de sus respectivas Escrituras—ni siquiera eso sería la completa y profunda interpretación. Porque ellos escribieron cosas cuyos significados exhaustivos no comprendían. Por ejemplo, cuando Moisés escribió acerca de la simiente de la serpiente, es obvio que él no comprendió todo lo que significaba el “tú le herirás en el calcañar.”

Por consiguiente, sólo el Espíritu Santo puede interpretar las Escrituras. Y, ¿cómo? ¿Siguiendo el modo de Roma, a través de una traducción oficial como la Vulgata; una interpretación oficial de cada palabra y oración; y una condena oficial a cualquier otra explicación? De ninguna manera. Esto sería muy fácil, pero a la vez muy poco espiritual. La muerte se aferraría a ella. El completo e ilimitado océano de verdad estaría confinado a los estrechos límites de una fórmula. Y la refrescante fragancia de la vida, que siempre encontramos en la página santa, se perdería de inmediato.

Ciertamente las iglesias no pueden ser entregadas a una traducción arbitraria e irresponsable de la Palabra; y apreciamos enormemente el cuidado mutuo de las iglesias al proveer una traducción correcta en el idioma local. Consideramos incluso altamente deseable que, bajo el sello de su aprobación, las iglesias publiquen lecturas expositivas en el margen. Pero ni lo uno ni lo otro debiera reemplazar jamás a las Escrituras mismas. La investigación de las Escrituras debiese ser siempre libre. Y cuando hay coraje espiritual, entonces que las iglesias revisen su traducción y vean si sus lecturas expositivas necesitan modificación. No, sin embargo, para desestabilizar las cosas cada tres años, sino para que en cada período de vida vigorosa, animada y espiritual, la luz del Espíritu Santo pueda alumbrar en mayor medida sobre las cosas que siempre necesitan más luz.

Por lo tanto la obra del Espíritu Santo en referencia a la interpretación es indirecta, y los medios usados son: (1) el estudio científico; (2) el ministerio de la Palabra; y (3) la experiencia espiritual de la Iglesia. Y es a través de la cooperación de estos tres factores que, en el curso del tiempo, el Espíritu Santo indica qué interpretación se desvía de la verdad y cuál es el correcto entendimiento de la Palabra.

A esta interpretación le sigue una aplicación.

Las Santas Escrituras son un maravilloso misterio, que tiene la intención de satisfacer las necesidades y conflictos de toda época, nación y santo. Al prepararlas Él conocía de antemano estas épocas, naciones y santos, y considerando sus necesidades Él las planeó y arregló de la forma en la cual se nos ofrecen hoy a nosotros. Y sólo entonces las Santas Escrituras lograrán el fin en mente, cuando a cada época, nación, iglesia e individuo sean aplicadas de tal forma que cada santo recibirá finalmente cualquier porción que haya sido reservada para él en las Escrituras. Por consiguiente, esta obra de aplicación pertenece sólo al Espíritu Santo, ya que sólo Él conoce la relación que las Escrituras deben mantener finalmente con cada uno de los elegidos de Dios.

Respecto de la manera en que la obra es llevada a cabo, esta puede ser directa o indirecta.

La aplicación indirecta viene generalmente a través del ministerio, que logra su fin más elevado cuando frente a su congregación el ministro puede decir: “Este es el mensaje de la Palabra que en este momento el Espíritu Santo tiene en mente para ti.” Una afirmación sobrecogedora, sin dudas, y sólo alcanzable cuando uno vive tan profundamente arraigado en la Palabra como en la Iglesia. Aparte de esto también hay una aplicación de la Palabra que viene a través de la palabra de un hermano, hablada o escrita, que es a veces tan efectiva como un largo sermón. La lectura concienzuda y en silencio de alguna exposición de la verdad ha conmocionado el alma de forma más efectiva, a veces, que un servicio en la casa de oración.

La aplicación directa de la Palabra del Espíritu Santo se efectúa al leer las Escrituras o al recordar pasajes. Entonces Él trae al recuerdo palabras que nos afectan profundamente por su singular poder. Y, aunque el mundo sonríe e incluso los hermanos reconocen que no entienden a qué se refiere, es nuestra convicción que la aplicación especial de ese momento fue para nosotros y no para ellos, y que en nuestra alma interior el Espíritu Santo realizó Su propia obra especial.


XXXIX. El Gobierno de la Iglesia

"Nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo."—1 Cor. xii. 3.

La última obra del Espíritu Santo en la Iglesia tiene referencia al gobierno.

La Iglesia es una institución divina. Es el cuerpo de Cristo, aunque se manifiesta en la forma más defectuosa; porque como el hombre, cuyo discurso es afectado por un ataque de parálisis, sigue siendo la misma persona amigable que era antes, a pesar del defecto, así la Iglesia, cuyo discurso está dañado, sigue siendo el mismo cuerpo santo de Cristo. La Iglesia visible e invisible es una.

Hemos escrito en otra parte: “La Iglesia de Cristo es al mismo tiempo visible e invisible. Tal como un hombre es al mismo tiempo un ser perceptible e imperceptible sin ser de esa forma dos seres, así también la distinción entre la Iglesia visible e invisible de ninguna forma daña su unidad. Es una y la misma Iglesia, que según su esencia espiritual está escondida en el mundo espiritual, manifiesta sólo al ojo espiritual y que según su forma visible se manifiesta a sí misma externamente a los creyentes y al mundo.”

"Según su esencia espiritual e invisible la Iglesia es una en toda la tierra, una también con la Iglesia en el cielo. De igual manera es también una Iglesia santa, no solamente porque es hábilmente creada por Dios, dependiente totalmente de Sus influencias y obras divinas, sino también porque la adulteración espiritual y el pecado interior de los creyentes no pertenecen a ella, sino luchan contra ella. Según su forma visible, sin embargo, sólo se manifiesta a sí misma en fragmentos. Por lo tanto es local, es decir, ampliamente esparcida; y las iglesias nacionales se originan porque estas iglesias locales forman tal conexión como lo demandan su propio carácter y sus relaciones nacionales. Combinaciones más extensas de iglesias sólo pueden ser temporales o extremadamente poco firmes y flexibles. Y estas iglesias, como manifestaciones de la iglesia invisible, no son una, ni tampoco santas; porque participan de las imperfecciones de toda la vida del mundo y son constantemente profanadas por el poder del pecado que socava interna y externamente su bienestar.”

Por lo tanto, el tema no puede ser presentado como si la Iglesia espiritual, invisible y mística fuese el objeto del cuidado y gobierno de Cristo, mientras los asuntos y la supervisión de la Iglesia visible son dejados a los placeres del hombre. Esto está en directa oposición a la Palabra de Dios. No existe una Iglesia visible y otra invisible; sino una Iglesia, invisible en lo espiritual y visible en el mundo material. Y mientras Dios cuida tanto el cuerpo como el alma, de la misma forma Cristo gobierna los asuntos externos de la Iglesia, tan ciertamente como con su gracia Él la nutre interiormente.

Cristo es el Señor; Señor no sólo del alma, ya que antes de que pueda ser eso debe ser Señor de la Iglesia como un todo. Cabe destacar que la predicación de la Palabra y la administración de los sacramentos pertenecen no a la economía interna de la Iglesia, sino a la externa; y ese gobierno eclesiástico sirve casi exclusivamente para mantener pura la predicación y a los sacramentos de ser profanados. Por lo tanto no es oportuno decir: “Si la Palabra de Dios es predicada sólo en su pureza y los sacramentos son administrados correctamente, el orden eclesiástico es de menor importancia”; si se eliminan estos dos del orden eclesiástico, quedará muy poco de él.

La pregunta es, por lo tanto, si estos medios de gracia deben ser organizados según nuestro placer, o según la voluntad de Jesús. ¿Nos permite entretenernos con ellos según nuestras propias nociones o reprende y aborrece toda religión obstinada en satisfacer los deseos propios? Si la respuesta es la última, entonces también debe, desde el cielo, dirigir, gobernar y cuidar de Su Iglesia. Sin embargo, Él no nos obliga en esta materia; nos ha dejado la terrible libertad de actuar en contra de Su Palabra y de sustituir Su forma de gobierno por la nuestra. Y eso es exactamente lo que el desorientado mundo cristiano ha hecho una y otra vez. A través de la incredulidad, no mirando al Rey, frecuentemente lo ha ignorado, olvidado y destronado; ha establecido su propio régimen obstinado en Su Iglesia, hasta que al final el recuerdo mismo del legítimo Soberano se ha perdido.

La iglesia individual, aún consciente del reinado de Jesús, profesa doblegarse incondicionalmente a Su Palabra real tal como está contenida en las Escrituras. Por lo tanto, decimos que en la iglesia del estado de Holanda, cuyo orden eclesiástico no sólo carece de tal profesión, sino que también pone el poder legislativo supremo exclusivamente sobre los hombres, se burla del reinado de Cristo; que un embaucador ha usurpado su lugar, quien debe ser removido tal como está escrito: “Pero yo he puesto mi rey Sobre Sión, mi santo monte.” (Salmo ii. 6)

Por lo tanto se debe sostener firmemente y sin miedo que Jesús es no sólo el Rey de las almas, sino también el Rey en su Iglesia; cuya absoluta prerrogativa es ser el Legislador en su Iglesia; y que el poder que compite por ese derecho debe ser enfrentado por el bien de la conciencia.

Frente a la pregunta de por qué la iglesia es tan apta para olvidar el reinado de Cristo, de tal forma que muchos ministros piadosos no tienen la más mínima conciencia de esa realidad y muchas veces dicen: “Ciertamente Jesús es el Rey en el mundo de la verdad pero, ¿qué le importa a Él lo que haga la iglesia externa? Al menos yo, un hombre espiritual, jamás voy a las reuniones oficiales del concilio”; respondemos: “Si Jesús tuviera un trono en el mundo y de ahí reinara personalmente sobre Su Iglesia, todos los hombres se inclinarían ante Él; pero al ser exaltado en el cielo a la diestra del Padre, el Rey es olvidado; fuera de toda vista, fuera de la mente.” De esta forma, la ignorancia en relación a la obra del Espíritu Santo es la causa. Ya que Jesús gobierna su Iglesia pero no de forma directa, sino a través de Su Palabra y Espíritu, no hay respeto alguno por la majestad de su soberano gobierno.

El ojo espiritual del creyente, por lo tanto, debe ser reabierto a la obra del Espíritu Santo en las Iglesias. El hombre no-espiritual no la puede ver. Un consistorio, un concilio o un sínodo es para él un grupo de hombres congregados para negociar asuntos bajo su propia luz, lo mismo que una reunión de directorio de la dirección de comercio o alguna otra organización secular. Uno es un accionista y un miembro del comité y como tal ayuda en la administración de los asuntos usando todas sus habilidades. Pero para el hijo de Dios, siendo capaz de ver la obra del Espíritu Santo, estas asambleas eclesiásticas contraen un aspecto totalmente distinto. Él reconoce que este consistorio no es consistorio, que este concilio no es concilio, que este sínodo no es tal, a menos que el Espíritu Santo presida y decida las materias junto con los miembros.

La oración hecha al comenzar un consistorio, concilio o sínodo es, por lo tanto, no igual a la de Y.M.C.A. o una convención misionera, simplemente una oración para pedir luz y ayuda, sino una cosa totalmente distinta. Es la petición que el Espíritu Santo esté en medio de la asamblea. Porque sin Él, ninguna reunión eclesiástica puede ser completa. La reunión no puede ser llevada a cabo a menos que Él esté presente. De ahí que en la oración litúrgica al comenzar un consistorio hay una petición inicial de la presencia y liderazgo del Espíritu Santo; después, una confesión de que los miembros nada pueden hacer sin Su presencia; y por último, una súplica de las promesas para estos miembros.

La oración dice: “Ya que estamos reunidos en tu Santo Nombre, siguiendo el ejemplo de las Iglesias apostólicas, para consultar, como requiere nuestro oficio, acerca de aquellas cosas que pueden venir ante nosotros, para el bienestar y edificación de Tus iglesias, ya que reconocemos que somos poco aptos e incapaces, ya que por naturaleza no podemos pensar en lo bueno y mucho menos ponerlo en práctica, por lo tanto te rogamos, O Dios y Padre fiel, que Tú te complazcas en estar presente con Tu Espíritu según Tu promesa, en medio de nuestra asamblea, para guiarnos en toda verdad.”

En la oración de conclusión del consistorio ocurre la expresa acción de gracias de que el Espíritu Santo estuvo presente en la reunión: “Más aun, te agradecemos que has estado presente con Tu Espíritu Santo en medio de nuestra asamblea, dirigiendo nuestras determinaciones según Tu voluntad, uniendo nuestros corazones en mutua paz y armonía. Te rogamos, O Dios y Padre fiel, que te complazcas misericordiosamente en bendecir nuestra labor intencionada y efectivamente en ejecutar el trabajo que Tú ya comenzaste; siempre reuniendo ante Ti una iglesia verdadera y preservándola en la doctrina pura, en el correcto uso de Tus santos sacramentos y en el diligente ejercicio de la disciplina.”

Por lo tanto el gobierno de la iglesia denota:

Primero, que el Rey Jesús instituye los oficios y nombra a las personas a cargo de tales funciones.

En segundo lugar, que las iglesias se someten incondicionalmente a la ley fundamental de Su Palabra.

Tercero, que el Espíritu Santo debe entrar en la asamblea y dirigir las deliberaciones; como lo expresó Walæus: "Que el Espíritu Santo pueda personalmente pararse detrás del presidente para presidir cada reunión.” Y este dicho tiene un significado tan enriquecedor que diríamos seriamente, si no es ya obvio, que un mero cambio de oficiantes no beneficiaría en nada, si la organización misma no está sometida a la Palabra de Dios. El tema no es si mejores hombres llegan al poder, sino si el Espíritu Santo preside la asamblea; algo que no puede hacer, a menos que la Palabra de Dios sea la única instrucción y autoridad.


Notas

  1. Cabe destacar que en Rom. v. 15, 16; vi. 23; xi. 29, vemos en el texto griego la palabra “charisma” refiriéndose a la salvación. La razón es que estos pasajes no se refieren a lo misericordioso que es el don, sino a su brillante resplandor en contraste con la corrupción y la muerte. “Porque la paga del pecado es muerte, mientras que la dádiva de Dios es vida eterna.”

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