La Obra del Espíritu Santo/La Obra de Dios en el Pecador
De Libros y Sermones BÃblicos
Por Abraham Kuyper
sobre Espíritu Santo
Capítulo 15 del Libro La Obra del Espíritu Santo
Traducción por Glorified Word Project
XI. El Pecado no es Material
“El pecado es infracción de la ley.”—1 Juan iii. 4
¿Qué es lo que el pecado embotó, corrompió y destruyó en Adán, el portador de la imagen de Dios?
Aunque sólo podemos tocar esta pregunta ligeramente, no podemos pasarla por alto. Es evidente que, para entender correctamente la obra del Espíritu en la regeneración y restauración del pecador, el conocimiento de esta condición es absolutamente imperativo. El remiendo debe ser acorde a la rotura. Debe reconstruirse el muro donde se ha hecho la brecha. El bálsamo debe ajustarse a la naturaleza de la herida. Cual sea la enfermedad, tal debe ser también su cura. O aún más, tal como es la muerte, así debe ser también la resurrección. La caída y el levantamiento son interdependientes.
Las generalidades respecto a esto son inútiles. Los ministros que buscan descubrir y exponer al hombre al pecado a través de simplemente decir que los hombres están completamente perdidos, muertos en sus delitos y pecados, carecen la de la única fuerza cortante que puede abrir las úlceras putrefactas del corazón. Estos graves asuntos han sido tratados demasiado livianamente. Por consiguiente, al ignorar declaraciones generales y superficiales, regresamos simplemente a las formas probadas y demostradas de los padres.
Comenzaremos haciendo referencia a uno de los principales errores del tiempo presente, a saber, el del resucitado maniqueísmo.
Sería muy interesante presentar a la iglesia actual esta burbujeante y fascinante herejía en forma condensada. El efecto inmediato sería un descubrimiento del origen o de la semejanza familiar de mucha enseñanza perniciosa que se introduce en la Iglesia bajo un nombre cristiano y por hombres creyentes. Pero esto es imposible. Nos limitaremos a algunos pocos rasgos. La misión de la verdad divina en este mundo no es mezclarse con la sabiduría de éste, sino exponerla como mentira. La sabiduría divina no transa con las especulaciones o vanas ilusiones de la sabiduría mundana, sino que las llama locura y exige su sometimiento. En el Reino de la verdad, la luz y las tinieblas son declaradas como opuestos. Por consiguiente, la Iglesia, al entrar en contacto con el aprendizaje y la filosofía del mundo gentil, entró en conflicto directo y abierto con éste.
Comparado con Israel, el mundo pagano era maravillosamente sabio, docto y científico. Y desde su punto de vista científico, éste miraba en menos, con gran desprecio e infinita displicencia a la insensatez del cristianismo. Ese cristianismo insensato, ignorante e iletrado no sólo era falso, sino que también muy poco merecedor de su atención, indigno siquiera de ser debatido. En Atenas, las personas bondadosas les daban una sonrisa homérica a estos hombres irracionales y a su palabrería absurda, mientras que los perversos los ridiculizaban con una amarga sátira. Pero ninguno de los dos grupos consideró seriamente el asunto, debido a que no era científico.
Con todo, a pesar de esto, ese cristianismo estúpido iba a la vanguardia. Progresaba. Lograba influencia, incluso poder. Al fin las grandes mentes y los genios de esos días empezaban a sentirse atraídos a él. Había llegado la hora y luego de un conflicto de casi un siglo de duración, llegó la hora en que el mundo pagano estuvo obligado a bajarse de su vanidad y a reconocer aquel cristianismo ignorante, iletrado y no científico. La predicación vívida de esos nazarenos había ahogado las disputas de esos filósofos desabridos. Muy pronto la corriente de la vida del mundo pasó por sus escuelas y fluyó al cause de ese Jesús maravilloso e inexplicable. Aun antes de que la Iglesia tuviera dos siglos de vida, el paganismo soberbio descubrió que al estar mortalmente herido, su vida estaba en juego.
Luego, bajo la apariencia de estar dando honra al cristianismo, Satanás lo hirió gravemente con gran astucia, inyectándole veneno al corazón. En el siglo segundo hubo tres sistemas doctos y complicados, a saber, el Gnosticismo, el Maniqueísmo y el Neo-Platonismo, los cuales hicieron un gigantesco esfuerzo por suavizarlo con la mortal influencia de sus filosofías paganas.
Existían dos imperios en el paganismo cuando la cruz fue alzada en el Calvario: uno en el oeste con Roma y Grecia, y otro en el este con sus centros en Babilonia y Egipto. En cada uno de estos centros, Babilonia y Atenas, había hombres con excepcionales poderes mentales, con una erudición exhaustiva y con una profunda sabiduría. Ambos centros recibieron influencia de una filosofía mundana y pagana, aunque de naturaleza diferente en ambos lugares. Desde estos centros procedió el esfuerzo por ahogar al cristianismo en las aguas de su filosofía. El neoplatonismo trató de lograr esto en el Oeste. El maniqueísmo en el Este y el gnosticismo en el centro.
Manes fue el hombre que concibió aquel sistema magnífico, fascinante y seductor que lleva su nombre. Fue un profundo pensador y murió alrededor del año 270. Era un hombre de una mente genial, piadosa y seria. Confesaba creer en Cristo. Incluso su meta y el objeto de su fervor era extender el Reino de Dios. Pero había una cosa que le molestaba. El eterno conflicto entre el cristianismo y su propia ciencia y filosofía. Él creía que había puntos de acuerdo y contacto entre ambos, y que conciliarlos no era imposible. Salvar al abismo le parecía precioso. Uno puede caminar hacia el mundo pagano y darse cuenta de que sus brillantes filosofías descubren muchos elementos de origen divino; regresar al cristianismo guió a algunos importantes paganos a la cruz de Cristo. La profunda gloria de la fe cristiana le llenó de entusiasmo. Aun así, se quedó casi cegado por la falsedad inherente de la filosofía pagana. Estando ambos fundidos en su alma, su meta fue idear un sistema en que ambos pudieran estar entretejidos y transformados en un todo admirable.
Es imposible presentar aquí su sistema, el cual demuestra que Manes había meditado cada pregunta trascendente de vital importancia y había medido exhaustivamente todas las dimensiones de su cosmología. Todo lo que podemos hacer es demostrar cómo este sistema condujo a engendrar ideas falsas en cuanto al pecado.
Esto se produjo por su noción errada de que la palabra “carne” sólo se refiere al cuerpo, cuando la Escritura la usa haciendo referencia al pecado, esto es, toda la naturaleza humana, la que no ama las cosas de arriba, sino las cosas de la carne. La carne en este sentido se refiere más directamente al alma que al cuerpo. Las obras de la carne son de dos clases: una, en cuanto al cuerpo, son los pecados relativos a la fornicación y la lujuria. La otra, tocante al alma, consiste en pecados de orgullo, envidia y odio. En la esfera de las cosas visibles culmina su imagen con fornicación desvergonzada. En el reino de las cosas invisibles, termina con un orgullo obcecado.
La Escritura enseña que el pecado no se origina en la carne, sino que en Satanás, un ser que no tiene cuerpo. Originándose en él, se introdujo lentamente en el alma del hombre primeramente, y luego se manifestó en su cuerpo. Por tanto, es antibíblico igualar “carne” y “espíritu” a “cuerpo” y “alma”. Esto es justamente lo que Manes hizo. Y este es el objeto de su sistema en todos sus rasgos. Él enseñó que el pecado es inherente a la materia, a la carne, a todo lo que es tangible y visible. “El alma”, dice, “es tu amiga, pero el cuerpo es tu enemigo. Resistir exitosamente la excitación de la sangre y del paladar te librará del pecado.” En su propio contexto oriental, él veía muchos más pecados carnales que espirituales. Y siendo engañado por esto, cerró sus ojos a esto último, o lo explicó como algo provocado por la excitación proveniente de la materia maléfica.
Con todo, Manes era bastante consistente, lo que no podía ser de otro modo, siendo el gran pensador que era. Él concluyó de una manera muy singular, esencial a su sistema de invenciones, que Satanás no era un ángel caído, un ser espiritual e incorpóreo, sino que la materia en sí. Escondido en la materia había un poder que tentaba al alma, y ese poder era Satanás. Esto explica cómo Manes pudo ofrecer a la Iglesia una doctrina tan única y antibíblica.
El sistema de Manes se limitaba al materialismo. El materialista dice que nuestro pensamiento es el fósforo ardiente en el cerebro. Y que la lujuria, la envidia y el odio son una descarga de ciertas glándulas en el cuerpo. Tanto la virtud como el vicio son meros resultados de procesos químicos. A fin de poder lograr que el hombre sea mejor, más libre y más noble, debiéramos enviarlo al laboratorio de un químico en vez de al colegio o a la iglesia. Y si le fuese posible al químico abrir el cráneo del hombre, y someter sus células y nervios al debido proceso químico, el vicio podría dominarse y la virtud y sabiduría superior podrían efectivamente influenciarlo.
Asimismo, Manes enseñó que el pecado habita en la sangre y músculos y se transmite a través de ellos como un poder inherente e inseparable. Decía que debían comerse ciertas hierbas como medio para vencer al pecado. Además, según lo que él enseñaba, había algunos animales, pero principalmente plantas en las que habían penetrado algunas partículas de luz redentoras y liberadoras del reino de luz que se contraponían al mal. Al comer estas hierbas, la sangre absorbería estas partículas salvadoras de luz, y por tanto el poder del pecado sería destruido. De hecho, la iglesia de Manes era un laboratorio químico, en el cual se hacía oposición al pecado a través de agentes materiales.
Esto demuestra la consistencia lógica del sistema y la debilidad de los hombres quienes, habiendo adoptado la noción falsa de pecado material, tratan de escapar de su riguroso control. Pero no pueden porque, aunque desechan la fachada externa del sistema por no ser ajustarse a nuestro pensamiento occidental, adoptan todas estas teorías, y por tanto falsifican no sólo la doctrina del pecado, sino también casi todas las demás partes de la doctrina cristiana.
Con todo, es en realidad en la doctrina del pecado heredado en la que este error es tan claramente manifiesto que no puede escapar a su detección:
Se arguye: en virtud del nacimiento, el hombre es pecador. Por consiguiente cada hijo debe heredar de sus padres el pecado. Y debido a que un infante en la cuna ignora el pecado espiritual y no tiene desarrollo espiritual, el pecado heredado permanece oculto en su ser, transmitido a través de la sangre de sus padres. Esto es maniqueísmo puro, en cuanto establece que el pecado es algo transmitido como un poder inherente en la materia.
La confesión de las Iglesias Reformadas, en referencia al pecado heredado, dice en su artículo xv.
“Creemos que, a través de la desobediencia de Adán, el pecado original se ha extendido a toda la humanidad, lo cual es una corrupción de toda la naturaleza y una enfermedad hereditaria, con lo cual los propios infantes están infectados incluso desde el vientre de su madre, lo que produce en el hombre toda clase de pecado, estando en él la raíz del mismo. Por tanto, es tan vil y abominable ante los ojos de Dios, que es suficiente para condenar a toda la humanidad. Tampoco es abolido o eliminado a través del bautismo en ninguna manera, debido a que el pecado siempre nace de su lamentable origen, de la misma manera que el agua fluye de su fuente. No obstante, no se les imputa a los hijos de Dios para condenación, sino por su gracia y misericordia les es perdonado. Esto no es para que descansen seguros en pecado, sino para que el ser consientes de esta corrupción les cause una aflicción a los creyentes y un deseo de ser liberados de este cuerpo de muerte. Es por esto que rechazamos el error de los Pelagianos quienes aseguran que el pecado proviene solamente de la imitación.”
Por tanto, es evidente que las iglesias Reformadas reconocen absolutamente el pecado heredado. Reconocen también que los hijos heredan el pecado de parte de los padres—incluso llaman a este pecado una infección, la cual se adhiere incluso al nonato. Pero—y esto es lo principal—ellos nunca dicen que este pecado heredado sea algo material o que sea transmitido como algo material. La palabra infección está usada metafóricamentef, y por lo tanto no es la expresión apropiada para aquello que ellos desean confesar. El pecado no es una gota de veneno, la cual, como una enfermedad contagiosa, pasa de padres a hijos. No. La transmisión del pecado permanece en nuestra confesión como un misterio no explicado, sólo expresado simbólicamente.
Pero esto no satisface los corazones de la actualidad. De ahí la nueva escuela de los Maniqueístas que ha surgido entre nosotros.
Enredada en las mallas de esta herejía están aquellos que niegan la doctrina del pecado heredado, quienes entretienen falsas perspectivas de los sacramentos, sosteniendo que en el Bautismo, el veneno del pecado es por lo menos en parte removido del alma, y que en la comunión de la Santa Cena, la carne pecaminosa absorbe unas pocas partículas del cuerpo glorificado; y finalmente quienes abogan por los esfuerzos ridículos de desvanecer influencias demoníacas en habitaciones o terrenos vacíos. Todo esto es necedad y enseñanza antibíblica, y sin embargo, es defendido por hombres creyentes en nuestra propia tierra. Oh, Iglesia de Cristo, ¿hacia dónde te estás desviando?
XII. El Pecado no es una Mera Negación
“Veo otra ley en mis miembros, que batalla en contra de la ley de mi mente.”—Romanos vii. 23
La teoría del doctor Böhl, que el pecado es una simple pérdida, omisión o falta, es un error casi tan grave como el Maniqueísmo.
Esto no debe malentenderse. Esta teoría no niega que el pecador sea impío, ni que deba ser santo. Establece dos cosas: (1) que no hay santidad en el pecador; pero—y esto indica el carácter real del pecado— (2) que debiera haber santidad en él. Una piedra no oye, y un libro ve. Sin embargo, el uno no es sordo, ni el otro es ciego. Pero el hombre que ha perdido tanto el oído como la vista es ambas cosas, ya que para su ser como hombre, ambas son esenciales. Una silla no puede caminar. Sin embargo, no es coja, ya que no se espera de ella que camine. Pero el minusválido es cojo, ya que el caminar pertenece a su ser. Un caballo no es santo, ni tampoco es pecador. Pero el hombre es pecador, ya que no es santo, y la santidad pertenece a su ser. Un hombre no santo es anormal y anti natura. El pecado, dice San Juan, “es injusticia,” no conformidad con la ley, o literalmente, sin ley, anomia. Por tanto el pecado sólo aparece en seres sujetos a la ley divina, moral, y consiste en la no conformidad con esa ley.
Hasta aquí, esta perspectiva sólo presenta clara y pura verdad. Cada esfuerzo por darle al pecado una entidad positiva e independiente contradice a la Palabra y conduce al Maniqueísmo, como se puede ver en los hermanos moravos, quienes, al menos en cuanto otros temas, son fervientes y concienzudos.
Las Escrituras niegan que el pecado tenga un carácter positivo, lo que implica que tenga un ser independiente. El ser independiente es, o bien creado o no creado. Si no ha sido creado, debe ser eterno, y en esto sólo está Dios. Si ha sido creado, entonces Dios debe ser su Creador, lo cual no puede ser, ya que él no es el autor del pecado. Por tanto, la Escritura no enseña que el poder el mal es inherente a la materia sino que a Satanás. ¿Y qué es Satanás? No es una substancia malvada, sino un ser creado para santidad y dotado de santidad, quien se entregó a la profanidad en la cual se enredó a sí mismo sin esperanza de redención, volviéndose absolutamente profano. La doctrina de Satanás se opone a la falsa noción que el pecado tiene una entidad. La idea que el pecado es un poder, en el sentido de ser una facultad que se ejerce por un ser independiente, es contraria a la Escritura.
Hasta aquí concordamos plenamente con el Dr. Böhl, y reconocemos que él ha mantenido la convicción clásica y tradicional de los creyentes, y la confesión positiva de la Iglesia.
Pero, a partir de esto, él infiere que, antes y después de la caída, Adán permaneció igual, con la sola diferencia que después de la caída perdió el esplendor de la justicia en la que hasta entonces había andado. En cuanto a sus poderes y a su ser, Adán permaneció igual. Esto es lo que nosotros no aceptamos. Esto asemejaría al hombre a una lámpara que arde brillantemente, pero que pronto se apagará, cuando se vuelva un cuerpo oscuro. O como una chimenea radiante, con el brillo y calor del fuego en un momento, pero fría y oscura en otro. O como un pedazo de hierro magnetizado por la corriente eléctrica, que le da poder para atraer, pero al removerse la corriente, deja de ser un magneto. Cuando la luz se ha apagado, la lámpara permanece intacta. Cuando el fuego se ha apagado, el hogar permanece como era antes, y cuando el flujo eléctrico abandona el hierro, este sigue siendo hierro.
Y eso es lo que el Dr. Böhl afirma en cuanto al hombre. Del mismo modo que la corriente pasa a través del hierro y lo magnetiza, así la justicia divina pasa a través de Adán para hacerlo santo. Tal como la lámpara brilla cuando ha sido prendida por la chispa, así también Adán brilló cuando fue tocado por la chisca de la justicia. Y tal como el hogar brilla con el fuego, así también Adán estaba radiante con la justicia creada en él. Pero ahora el pecado entra en escena. Esto es, la lámpara se apaga, el hogar se vuelve frío y el magneto es simplemente hierro otra vez. Y el hombre permanece privado de su esplendor, en oscuridad e incapaz de atraer. Pero en lo restante, permanece tal como él es. El Dr. Böhl dice expresamente que el hombre permaneció igual antes y después de la caída.
Con esto no estamos de acuerdo. Como pecador seguía siendo hombre, indudablemente, pero un hombre como los padres confesaron en el Dordt (3ro y 4to, Principios de Doctrina [Head of Doctrine], art. Xvi): “Que el hombre después de la caída no dejó de ser una criatura dotada con entendimiento y voluntad, ni tampoco el pecado, que pervirtió a toda la raza humana, le privó de su naturaleza humana, sino que le trajo depravación y muerte espiritual.” La declaración del Dr. Böhl “Wenn wir die Creatur aus jenem Stande hin ausgetreten denken, so bleibtdiese Creatur intact,”[1] se contradice directamente con esta confesión pura de las iglesias Reformadas.
No, la criatura no permaneció intacta, sino que el pecado le hirió tan gravemente que se volvió corrupta, aun hasta la muerte. Y aunque reconocemos que el pecado no tiene un ser real en sí mismo, aun así con igual decisión confesamos, con nuestra iglesia, que sus obras no son de ninguna manera exclusivamente negativas ni solamente privativas, sino que ciertamente muy positivas.
Las Escrituras y nuestros mejores teólogos (Rivet, Wallaeus y Polyander por nombre, en sus Sinopsis) enseñan esto en forma tan concluyente que es casi inimaginable que el Dr. Böhl pudiera llegar a cualquier conclusión diferente. Es por esto que tendemos a creer que en este punto él concuerda con la confesión de las iglesias ortodoxas, pero que presenta este asunto de una manera muy extraña, con un objetivo y por una razón completamente distinta.
Si se nos permite ser francos, nosotros representaríamos el curso del razonamiento del Dr. Böhl de la siguiente manera: “Mi profesor, Dr. Köhlbrugge, solía oponerse enérgicamente a aquellos hombres que les decían a los no convertidos: No me toques, pues yo soy más santo que tú. Él solía enfatizar el hecho que el hijo de Dios, considerado por un momento fuera de Cristo, permanece en medio de la muerte, tal como el inconverso. Por tanto, la regeneración no cambia al hombre ni en lo más mínimo. Antes y después de la regeneración, él permanece exactamente igual, con la sola diferencia que el hombre converso cree y por su fe anda en justicia pasiva. Y si esto es así, entonces en cuanto a la caída lo opuesto es cierto, esto es, antes y después de la caída el hombre permaneció en sí mismo igual. El único cambio fue que en la caída él abandonó la justicia en la cual permanecía antes.”
Por supuesto que podemos estar errados, pero nos atrevemos a conjeturar que de esta manera el Dr. Böhl estuvo tentado hacia esta extraña representación, y aún más a declarar, como enseña Roma, que el deseo en sí mismo no es pecado. Algo a lo que la Iglesia Reformada, basada en el Décimo Mandamiento, siempre ha estado en contra.
De hecho, la cuestión en cuanto a la caída y la restauración es la misma. Si la restauración no afecta a nuestro ser, entonces tampoco la caída pudo haberlo afectado. Si la redención significa solamente que un pecador es colocado en la luz de la justicia de Cristo, entonces la caída no puede significar nada más que el hombre simplemente se salió de esa luz. Ambos conceptos van juntos. Tal como lo fue en la caída, así también debe ser en la restauración. Lo que un hombre confiese creer en cuanto a la redención indicará, si es consistente, lo que confiese creer en cuanto a la caída.
Por tanto, si el Dr. Köhlbrugge hubiera confesado que la restauración deja a nuestro ser sin cambio alguno, y sólo nos traslada en una esfera de justicia, entonces también deberíamos aceptar que él también representó la caída dejando al hombre y a su naturaleza intacta. Y este exactamente es el asunto que no podemos aceptar. El Dr. Köhlbrugge ha descubierto la corrupción misma de nuestra naturaleza con tanta fuerza y en forma tan concluyente que no podemos creer que, según su confesión, la caída haya dejado nuestro ser y naturaleza intactos. Tampoco podemos reconocer que, según su confesión, en la restauración, nuestro ser permanece sin cambio alguno, aun cuando él conectó el cambio, y con mucha razón, a la unión mística y con el morir al pecado en la muerte.
Si él hubiera de hecho tenido la intención de enseñar lo que muchos de sus seguidores afirman que sí enseñó, entonces nosotros llamaríamos su tendencia definitivamente errónea. Pero debido a que no le podemos interpretar sin tomar en cuenta las distorsiones a las que él tanto se opuso, y especialmente ya que su confesión en cuanto a la corrupción de nuestra naturaleza estaba tan completa, permanecemos en nuestra opinión de que él no enseñó lo que muchos de sus seguidores dicen que sí hizo.
Por tanto, nuestro camino va en la dirección totalmente opuesta. El Dr. Böhl dice en otras palabras: “El Dr. Köhlbrugge, en su doctrina de la redención, parte de la idea que la redención deja al pecador esencialmente sin cambio. Por tanto, el pecado tampoco puede haberle afectado en su esencia”. Mientras que nosotros, por el contrario decimos: “La confesión de Köhlbrugge en cuanto a la corrupción de nuestra naturaleza es tan completa que él no podría sino confesar que en la caída, y por lo tanto en la restauración, nuestra naturaleza fue cambiada.”
Pero sea como fuere, una cosa es segura: que, según la palabra y la doctrina constante de nuestra iglesia, el pecado, aunque esencialmente y exclusivamente privativo y sin existencia independiente, es sin embargo positivo en sus consecuencias, y destructivo en sus obras.
Nuestra naturaleza no permaneció sin cambio, sino que se volvió corrupta. Y la corrupción es la palabra clave que indica los efectos fatales y positivos que resultaron de esta pérdida de vida y luz.
Una planta necesita luz para crecer. Sin la luz, languidece, pronto se marchita, se pudre y finalmente enmohece. Esto es la corrupción. El cáncer y la viruela no son solamente pérdidas de salud. Tienen además una acción positiva, la que destruye los tejidos, produce crecimientos mórbidos y corrompe el cuerpo. Un cadáver no es solamente un cuerpo sin vida, sino que es un centro de disolución y corrupción. De la misma manera, somos conscientes que el pecado no es solamente la depravación de la santidad, sino que sentimos su aterradora actividad, corrupción y disolución, las cuales destruyen. La prueba más fuerte es el hecho que no damos la bienvenida gozosamente a la entrada de la gracia de Dios en el corazón, sino que nos oponemos a ella con toda nuestra naturaleza. Existe un conflicto, el que sería imposible a no ser que esa falta y pérdida no hubiera desarrollado el mal que se opone a Dios.
Esta corrupción no se detiene sino hasta que el cuerpo se disuelve en sus elementos constitutivos originales. No sabemos qué pasó con los cuerpos de Moisés, Enoc y Elías. La Escritura hace algunas excepciones. Cristo no vio corrupción, y los creyentes que estén vivos cuando el Señor regrese, no experimentarán la disolución del cuerpo. Pero todos los demás, millones de millones, enfermarán y morirán, y volverán al polvo. La enfermedad física y la muerte son tipos de la corrupción del alma, sobre lo cual las palabras por sí solas no logran expresar.
La Escritura y la experiencia muestran claramente que Satanás no se encuentra solamente depravado, vacío y en necesidad, sino que además ejerce una actividad positiva y de corrupción que procede de él. Y entonces, aunque en menor grado, el alma se ha vuelto corrupta, no sólo en el sentido de estar en oscuridad en vez de estar en luz, fría en vez de tibia, sino que esta depravación ha resultado en una corrupción y destrucción positiva. El frío es pérdida de calor, el cual, al alcanzar el punto de congelamiento, causa daño positivo en el cuerpo. Así mismo es el pecado. En cuanto a su ser es una perdida, privación y desnudez. Y estas producen en el cuerpo y alma una obra destructiva que afecta toda la naturaleza del hombre, aprisionándolo con los grilletes de la corrupción, a pesar de que él no cesa de ser hombre.
Conciliamos el ser privativo del pecado con su obrar positivo de la siguiente manera: haciendo que falte la incesante actividad de la naturaleza del hombre hacia la guía correcta, hace que corra en la dirección opuesta, se arranca y destruye a sí misma.
XIII. El Pecado, un Poder con Acción Invertida
“Si vivís conforme a la carne, moriréis.” — Romanos viii. 13.
Aunque el pecado es, en su origen y esencia, una pérdida, falta y privación, en su obrar es un mal positivo y un poder maligno.
Esto se muestra en el mandamiento apostólico de no sólo vestirse del hombre nuevo, sino también de despojarse del hombre viejo y de sus obras. El conocido teólogo Maccovius, al comentar sobre esto, muy acertadamente observa: “Esto no podría ser impuesto si el pecado fuera una simple pérdida de luz y vida. Ya que una simple falta cesa tan pronto como es suplida.”
Si el pecado fuera una simple pérdida de justicia, sólo se necesitaría su restauración y el pecado desaparecería. El despojarse del viejo hombre, o el dejar a un lado el yugo del pecado, etc. no serían tema. La luz sólo debería manifestar la oscuridad del alma para que su salud fuera restaurada. Pero la experiencia demuestra que después de que somos iluminados, y el Espíritu Santo ha entrado en nuestro corazón, aún hay un terrible poder del mal en nosotros. Y esto, junto con el mandamiento repetido vez tras vez de separarnos de todo lo malévolo, demuestra el carácter positivo del pecado y el poder del mal en los individuos y en la sociedad, a pesar de su carácter privativo.
Por tanto, la Iglesia confiesa que nuestra naturaleza se ha vuelto corrupta, lo que por supuesto nos vuelve al tema de la imagen divina. Nuestra naturaleza no desapareció, ni dejó de ser nuestra naturaleza, sino que permaneció igual en cuanto a sus rasgos originales. La imagen divina no se perdió, ni siquiera en parte, sino que permaneció sellada en cada hombre, y permanecerá aún en el lugar de destrucción eterna, simplemente porque el hombre no puede despojarse de su propia naturaleza a no ser que sea por aniquilación. Pero ya que esto es imposible, la retiene como hombre y en la naturaleza del hombre. Porque la Escritura enseña mucho después de la caída que el pecador es creado a imagen de Dios. Pero en cuanto a los efectos de sus rasgos en la naturaleza humana caída, lo opuesto es lo cierto: estos rasgos han desaparecido totalmente. Las ruinas que permanecen hablan sólo de la gloria y belleza que han perecido.
Por lo tanto, los dos significados de la imagen divina no debieran confundirse más. Puesto que permanece en nuestra propia naturaleza, permanecerá para siempre. En cuanto a sus efectos sobre la calidad, es decir, en lo que a la condición de nuestra naturaleza se refiere, está perdida. La naturaleza humana puede ser corrompida, pero no aniquilada. Puede existir como naturaleza, aun cuando sus antiguos atributos se hubieran perdido, y ser reemplazada por obras opuestas.
Nuestros padres hacían la distinción entre el ser de nuestra naturaleza, y su bienestar. En cuanto a su ser, permanecía ileso, sin daño alguno, es decir, sigue siendo la naturaleza humana real. Pero en cuanto a su condición, o sea, en sus atributos, obras e influencias, en su bienestar ha sido totalmente cambiada y corrupta. Aunque una picadura venenosa de un insecto elimine la vista, el ojo permanece. Así es con la naturaleza humana: ha sido privada de su brillo pero funciona en su actividad normal, está internamente en necesidad y repugnante; mas, aun así, sigue siendo naturaleza humana.
Pero está corrompida por el pecado. Es cierto que el hombre ha retenido el poder para pensar, ejercer su voluntad y sentir, además de muchos otros talentos y facultades gloriosas, incluso en algunos casos geniales. Pero esto no abarca la corrupción de su naturaleza. Su corrupción es esto: que la vida que debiera ser entregada a Dios y animada por Él, está entregada a tendencias caídas, a cosas terrenales. Y esta acción invertida ha cambiado todo el organismo de nuestro ser.
Si la justicia divina fuere esencial a la vida humana, esto no podría ser así. Pero no lo es. Según la Escritura, la muerte no es aniquilación. El pecador está muerto para con Dios, pero en esta muerte, late y se estremece su vida hacia Satanás, hacia el pecado y hacia el mundo. Si el pecador no tuviese una vida pecaminosa, la Escritura nunca podría decir “haced morir lo terrenal en vosotros,” ya que es imposible mortificar aquello que ya está muerto.
No permitamos que ninguna similitud de sonido nos engañe. La vida humana es indestructible. Cuando el alma está activa en conformidad con la ley divina, la Escritura dice que el alma vive. De lo contrario, está muerta. Esta muerte es la paga del pecado. Pero por esta razón, la naturaleza del hombre no deja de obrar, de usar sus órganos, de ejercer su influencia. Esta es la vida de nuestros miembros que están en la tierra—nuestra vida pecaminosa, la infección interna del mal en nuestra naturaleza corrupta. Por esta razón debe dársele muerte. Por tanto, el pecado no hace que nuestra naturaleza deje de respirar, trabajar, alimentarse, sino que produce que estas actividades, que bajo la influencia de la ley divina funcionaban bien y estaban llenas de bendición, se arruinen y se corrompan.
El engranaje principal de un reloj, cuando es separado de su pivote, no lo detiene inmediatamente, sino que estando fuera de control, gira sus ruedas tan rápidamente que arruina su mecanismo. En algunos aspectos, la naturaleza humana se asemeja a ese reloj. Dios lo ha dotado de poder, vida y actividad. Bajo el control de su Ley, funcionaba bien, y en armonía con su voluntad. Pero el pecado le privó de ese control, y aun cuando esos poderes y facultades permanecen, ellas van en la dirección equivocada y destruyen el delicado organismo. Si esta condición durase sólo por un momento, y el pecador fuese inmediatamente restaurado a su estado original, no podría conducirlo a un mal positivo. Pero el pecado dura por un largo tiempo. Sesenta siglos ya. Su influencia perniciosa tiene sus efectos: una enfermedad secundaria después de la primaria, acumulaciones de escoria pecaminosa, y un aumento de úlceras supurantes. Los hilos del tejido de nuestra naturaleza se encuentran enredados. Todo está torcido y, debido a que esta actividad secundaria continúa sin revisión, su obra perniciosa se vuelve más y más grave.
¿Qué produce una llaga? Una pequeña ranura en el dedo corta sutilmente la circulación, pero la sangre continúa circulando, tratando de superar el obstáculo. La presión adicional contra las paredes de los capilares produce más fricción y eleva la temperatura. El tejido que lo rodea se hincha, los delicados vasos capilares se contraen, la fricción aumenta y la ampolla palpita. Aun cuando esto no es más que la acción normal y continuada de la circulación, sin embargo produce un mal notorio. Hay congestión local, la materia venenosa inflama al tejido sano y las partes terminan completamente enfermas.
Tal es el curso del pecado. La acción de nuestros poderes continúa, pero hacia la dirección equivocada. Esto causa desorden, irregularidades que inflaman nuestra naturaleza hacia el mal. Esta inflamación pecaminosa crea deformaciones antinaturales y torcidas, lo que provoca en los tejidos del alma un tumor mórbido, lo cual es comparado en la Escritura como materia repugnante. Y de este pantano profano surgen gases continuamente que se expanden en toda nuestra naturaleza. Por tanto, todo el sistema está desordenado. Habiendo huido de la ley divina sin disciplina alguna, el cuerpo y el alma se vuelven rebeldes. Por tanto, incitado por su propia acción inherente, se involucra a sí misma más profundamente y huye aun más lejos de Dios. Como un tren que se ha descarrilado se destruye a sí mismo con su propia velocidad, así mismo el hombre, habiendo abandonado el carril de la ley divina, se conduce hacia su propia ruina por el ímpetu y obrar inherentes. No se necesita nada más. La destrucción resulta necesariamente de la vida misma de nuestra naturaleza.
Por tanto, el pecador no tiene conocimiento, sus sentimientos están pervertidos, su voluntad se encuentra paralizada, su imaginación está contaminada, los deseos son impuros y todos sus caminos, tendencias y gastos son todos malos. No a nuestros ojos, quizás, pero esto es efectivamente así debido a que todo falla en cumplir con las demandas de Dios, cuya voluntad es que todo le encuentre a Él al final del camino, para que pueda estar con Él y en Él, haciendo que Su gloria sea el fin de todas las cosas.
Y esto hace que muchas cosas que nosotros consideramos bellas y hermosas sean en realidad pecaminosas, injustas y malvadas. No es nuestro gusto el que decide qué es correcto o incorrecto, sino el de Dios. Aquel que desee saber cuál es ese gusto, que lo aprenda directamente de la ley de Dios. Esa ley es el estándar y la plomada. Pero el pecador busca o desea hacer cosas para agradar a Dios, sin hacer esto: por ejemplo, él puede estar perfectamente dispuesto a colgar su abrigo en la pared y hacerlo con garbo, pero no en el gancho que Dios ha colocado en la pared de nuestra vida. Colguémoslo en cualquier otro lugar, pero que no sea ahí. Por tanto, todo en él se torna malvado, la totalidad de su naturaleza es corrupta, incapaz de hacer bien alguno, inclinado hacia el mal, y sí, incluso propenso a odiar a Dios y a su vecino. Tal vez la obra no vea la luz, pero la inclinación misma y ese deseo son pecado.
Tal como los teólogos católicos y algunos teólogos luteranos, el Dr. Böhl niega esto. Él enseña que hubo este deseo en el santo Adán, e incluso en Cristo. No cedió a él, pero lo restringió con bocado y freno—como si Dios hubiese creado al hombre con deseo en su corazón semejante a un animal hambriento, mientras que al mismo tiempo también lo hubiera dotado con poder para restringirlo. Mantener este deseo bajo control continuo habría sido la excelencia más grande del hombre.
Pero esto no va acorde con la Escritura. Nada muestra que el santo Adán tuviera deseo alguno por las cosas que vio. La posibilidad del deseo fue creada sólo por la prohibición “Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás,” (Gn. ii. 16) pero aun después de esto tampoco descubrimos un indicio de deseo en él. Tal observación ansiosa del fruto no es aparente sino hasta que Satanás incitó internamente a Eva no a comer el fruto sino que a través del fruto te hagas semejante a Dios. Este es el primer deseo despertado en el corazón del hombre, y eso sólo después que su ojo fuera abierto para ver que el árbol era bueno para comer y agradable al ojo.
En su estado de justicia, Adán estuvo lleno de paz, armonía y éxito divino, sin un rastro de la ansiedad que necesariamente nace de la tarea de refrenar a un monstruo peligroso. Y en la gloria celestial el refrenar el deseo no será un deseo sin fin, sino que habrá completa libertad de ese deseo. No que la gran profundidad de nuestro corazón sin fondo será absorbida, sino que todas sus profundidades serán llenadas con el amor de Dios.
El mandamiento “No codiciarás” (Ex. xx. 17) es absoluto. El Señor Jesús no conoció la codicia. Nunca deseó lo que Dios no le concedió. En el terrible desenlace de Getsemaní, Él no deseó recibir un regalo, sino que deseó retener el suyo propio, es decir, que al estar bajo la maldición, no fuera abandonado por su Dios.
XIV. Nuestra Culpa[2]
“Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron.” — Rom. v. 12
El pecado y la culpa van juntos, pero no deben confundirse ni considerarse sinónimos, tal como tampoco debe confundirse la santificación con la justicia. Es verdad que la culpa está presente en cada pecado, y en cada pecado hay culpa, pero los dos deben mantenerse como conceptos distintos. Hay una diferencia entre las llamas y la mancha oscura que ellas dejan en la pared; mucho después de que la llama se apaga, la mancha aún permanece. Lo mismo sucede con el pecado y la culpa. La llama roja del pecado ennegrece el alma. Pero mucho después de que el pecado ha sido dejado atrás, la mancha negra en el alma aún permanece.
Por tanto, es de primordial importancia que la diferencia entre ambos sea claramente entendida, especialmente debido a que confundir el pecado con la culpa nos llevará a también confundir la justificación con la santificación, lo que afecta al fervor de la vida cristiana.
Si hubiera sólo un hombre en la tierra, él podría pecar en contra de sí mismo, pero no podría estar en deuda con otros. Y si, de acuerdo con la teología moderna, no existiese un Dios vivo, sino sólo un concepto de bien, este hombre podría pecar contra la idea del bien, y ser una persona extremadamente perversa, pero no estaría en deuda con Dios.
Los hombres están en deuda con Dios porque Él vive, existe, nunca abandona, permanece para siempre y porque momento tras momento, ellos deben tratar con Él. Con los hombres podemos iniciar cuantos negocios queramos, y estaremos en deuda con las instituciones con que lo hagamos, pero nunca lo estaremos respecto de aquellas instituciones con las cuales nunca negociemos. Muchos aplican esto mismo a Dios bajo la noción errada que si ellos no tratan con Dios, no pueden deberle nada ni tener nada que ver con Él. Para ellos, Dios es inexistente— ¿Cómo, entonces, podrían estar en deuda con Él?
Pero la verdad es que Él sí existe. No es que se nos deja a nuestra voluntad tener que tratar con Él o no. No. En todos nuestros asuntos, en todo tiempo y bajo toda circunstancia, debemos tratar y, de hecho, tratamos con Él. No hay ninguna transacción de la cual Él esté excluido. En todas las cosas, hagamos lo que hagamos, Él es el más interesado. En todos nuestros asuntos y empresas, Él es el Acreedor Preferente y Socio Principal con quien debemos ajustar la cuenta final. Podemos enterrarnos en el Sahara, o hundirnos en las profundidades del océano, pero nuestra obligación para con Él nunca se extingue. Nunca nos podemos alejar de Él. En todas nuestras acciones, sea que obremos con la cabeza, corazón o manos, abrimos una cuenta con Dios. Podemos engañar a otros compañeros, y no revelar parte de nuestras deudas a ellos, pero no podemos hacer lo mismo con Dios. Él es omnisciente. El conoce los asuntos más secretos. Él lleva cuenta de la más mínima fracción, cobrándonosla. Antes que hayamos comenzado nuestros cálculos, Él ya tiene la cuenta terminada y la pone ante nosotros.
Al considerar esto, nos damos cuenta de lo que significa ser deudores de Dios, ya que, aunque en cada momento, bajo toda circunstancia y en todas nuestras transacciones estamos obligados a pagarle todas las utilidades, nunca lo hacemos, o por lo menos no completamente. Por tanto, en cada acto de nuestra mente, corazón y manos, se crea un nuevo punto de deuda, la que no pagamos por no tener la voluntad de hacerlo, o no poder hacerlo.
Si Dios no existiese, o no tuviéramos relación con Él, seríamos pecadores, pero no deudores. Si hace algunos años atrás las inundaciones en Krakatoa hubieran arrasado con todo Java, como se temía, ¿no habría esto cancelado todas nuestras deudas con las instituciones en Java? O supongamos que el Partido Patriótico en China volviese al poder, y el Emperador decretara cerrar el imperio hacia todas las naciones de modo tal que durante toda una vida fuera imposible pagar nuestras obligaciones a instituciones Chinas, ¿no cancelaría esto todas nuestras deudas para con China? Así mismo, si Dios dejase de ser, o se eliminase cada lazo que nos vincula con Él, todas nuestras deudas serían canceladas inmediatamente. Pero esto es imposible. Ese vínculo que nos une a Él no puede ser roto. Nuestra deuda para con Él permanece. No podemos cancelarla, y aunque nosotros creamos que podemos pagarlo, esa creencia no altera este hecho.
Dios nos creó para sí mismo, y ese solo hecho crea nuestra deuda para con Él. Si Él nos hubiera creado simplemente, por el mero placer de crearnos, como un niño hace burbujas de jabón para su propia entretención, y después no le hubiera importado lo que fuese de nosotros, no podría haber deuda. Pero Él nos creó para sí mismo, con la carga absoluta de que en todas las cosas, en todo momento y bajo toda circunstancia, pongamos las ganancias de la vida ante el altar de Su nombre y gloria. Él no nos deja vivir 3 de cada 10 días para Él y el resto para nosotros mismos. De hecho, Él no nos suelta ni por un solo día o momento. Él nos exige la ganancia de nuestra existencia para Su gloria, incondicionalmente, siempre y para siempre. Nos diseñó y creó para esto. Por tanto Él nos pide cuentas. Y por consiguiente, siendo nuestro Señor y Soberano, Él no puede renunciar a ni un solo centavo de la ganancia de la vida. Y debido a que nunca le hemos pagado el tributo, somos sus deudores absolutos.
El dinero es a los hombres lo que el amor es a Dios. Él nos dice a ti y a mí y a todo hombre “de la manera que tú tienes sed de oro, yo tengo sed de amor. Yo, tu Dios, quiero tu amor, todo el amor de tu corazón. Esto es lo que se me debe, y esto es lo que exijo. Esta deuda no la puedo condonar. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas.” El hecho de que no le pagamos este amor, o que lo hagamos pero de una manera no santa, o fraudulenta, nos hace deudores perpetuos.
Sabemos que esto se llama la concepción jurídica, y que en estos días tan poco varoniles el hombre desea escapar de la incomodidad de hacer lo correcto, debido a que la concepción ética es elogiada hasta los cielos. Pero todo este sentimiento nace directamente de una mentira. Esta oposición en contra de la concepción jurídica deja a Dios en cero o lo ignora. Aún sin creer en Dios, uno puede soñar con un ideal de santidad, según la concepción ética, y luchar contra el pecado con una sed interior de santidad. Pero si es solamente un ideal lo que lo incita, no puede haber cabida para lo justo, ninguna deuda para con Dios, porque uno no puede tener deudas para con ideales, sino para con personas vivientes. Pero cuando reconozco al Dios viviente y que siempre y en todas las cosas tengo relación con Él, es entonces cuando Él tiene justas demandas en contra de mis violaciones, las cuales deben ser satisfechas. Por tanto, la concepción jurídica viene en primer lugar.
La concepción ética es: “Estoy enfermo, ¿cómo puedo sanarme?” La idea jurídica es: “¿Cómo se puede restaurar el derecho de Dios que ha sido violado?” Esto último es, por tanto, de importancia primordial. El cristiano no debe considerarse a él mismo primero, sino a Dios primero. Cuando se apunta desde el púlpito a la santificación sin un celo por la justificación, se contradice el corazón mismo de la confesión Reformada. El mayor mérito del Dr. Köhlbrugge estuvo en esto, que en aras de Dios, él se lamentaba de este rechazo, y con mano poderosa se oponía a la tendencia de mirar en menos el derecho de Dios, diciéndole a tanto a la iglesia como al individuo: “Hermanos, la justificación es lo primero.”
Decir, “¡Si sólo fuese santo, mi deuda para con Dios no me preocuparía tanto!” suena muy lindo, pero es tremendamente pecaminoso. Los hijos de Dios desean la santidad de la manera que los hijos de la vanidad desean riquezas, honor y gloria—siempre es un deseo por nosotros mismos, nuestro propio ego en nosotros mismos de ser algo que no somos. Y al Señor se le deja fuera. Es el pelagiano regulando su relación con Dios según su propia satisfacción. De hecho, aunque engañosamente presentado, esto es transgredir el primer y más grande mandamiento.
Ciertamente que el profundo deseo del alma de buscar la santidad es algo bueno y justo, pero sólo una vez que se ha resuelto la pregunta: “¿Cómo puedo ser restaurado a mi correcta posición ante Dios, cuyos derechos yo he violado?” Si esta es nuestra preocupación principal, entonces, y sólo entonces amamos más al Señor nuestro Dios que a nosotros mismos. Sólo entonces la oración por santidad surgirá como consecuencia natural. No por el deseo egoísta de ser espiritualmente enriquecido, sino por el profundo anhelo del alma de nunca más violar ese derecho divino.
Esto es muy profundo y de gran alcance, y muchos lo van a considerar como algo durísimo. Sin embargo, no nos lo podemos guardar. El cristianismo pusilánime y enfermizo de hoy en día, que se jacta de sí mismo, no es el de los padres o de los piadosos de todas las edades o de los apóstoles y profetas. El Señor debe ser el Primero y el Altísimo. En lugar de recibir honra, se le resta honra a Su ley cuando, en la búsqueda de la santidad, el derecho de Dios es olvidado. Aun entre los hombres se considera deshonesto cuando un hombre que no ha pagado todas sus deudas abandona el país en búsqueda de mejor fortuna. A tal hombre le diríamos “Pagar tus deudas honestamente es más honroso que tener éxito.” Y esto se aplica también aquí. El hijo de Dios no entra al reino por un deseo de éxito, sino para saldar sus cuentas con Dios.
Y esto explica la diferencia entre el pecado y la culpa. Un criminal se arrepiente y devuelve el tesoro robado. ¿Por ese hecho ahora tiene el derecho a ser liberado? Claro que no. Pero si cae en las manos de la ley, deberá ser juzgado, sentenciado y sufrir una condena en prisión como pena por el derecho que ha violado. Apliquemos esto al pecado. Hay una ley y Dios es su Autor. Según esa ley, las transgresiones por omisión y comisión reciben el nombre de pecado. Pero eso no es todo. La ley no es un fetiche ni una fórmula de un ideal moral, sino que es mandamiento de Dios; “Dios dijo todas estas palabras.” Dios avala esa ley, la mantiene y la pone ante nosotros. Por lo tanto, no es suficiente medir nuestra acción según la ley y llamarla pecado, sino que también se debe dar cuenta ante el Dador de la ley y que la acción sea reconocida como culpa.
El pecado es la no-conformidad de una acción, persona o condición, con la ley divina. La culpa es la invasión en el derecho divino en acción, persona o condición. El pecado crea la culpa, porque Dios tiene un derecho sobre todos nuestros actos. Si fuera posible actuar en independencia de Dios, tales actos, aun cuando estén desviados del ideal moral, no crearían culpa. Pero debido a que, bajo cualquier condición, todo acto del hombre debe dar cuenta a Dios, todo pecado crea culpa. Sin embargo, no son lo mismo. El pecado siempre reside en nosotros y no toca nuestra relación con Dios. Pero la culpa no reside en nosotros, sino que siempre se refiere a nuestra relación con Dios. El pecado nos muestra lo que somos en contraposición con el ideal moral. Pero la culpa hace referencia al derecho que Dios reclama sobre nosotros y a nuestra negación de ese derecho.
Si Dios fuera como el hombre, esta culpa podría ser transada. Pero no lo es. Sus derechos son como el oro puro, perfectamente correctos; no arbitrarios, sino basados invariablemente en un fundamento firme e inmutable. Por tanto, nada puede ser descontado de esa culpa. Según la medida más estricta, el todo permanece para siempre cargado en nuestra contra.
Por lo tanto, hay castigo. Porque el castigo no es más que el acto de Dios en oposición a la invasión de Sus derechos. Tales invasiones roban a Dios, y si persistiesen, le quitarían de Su divinidad. Pero esto no puede ser si Él en verdad es Dios. Por tanto, Su majestad opera directamente en contra de esta invasión, y en esto consiste el castigo. El pecado, la culpa y el castigo son inseparables. Sólo porque la culpa sigue al pecado, y el castigo enjuicia a la culpa, es que el pecado puede existir en el universo de Dios.
XV. Nuestra Injusticia
“Mi espíritu no contendrá para siempre con el hombre.”—Génesis vi.3
Antes de entrar al tema de la obra del Espíritu Santo en la restauración del pecador, consideremos la cuestión, muy interesante pero poco tratada, de si el hombre estaba en comunión con el Espíritu Santo antes de la caída.
Si es verdad que el Adán original regresa en el hombre regenerado, se deduce que el Espíritu Santo debió haber morado en Adán en la misma manera en que mora hoy en los hijos de Dios. Pero esto no es así. La Palabra de Dios enseña las siguientes diferencias entre ambos.
- El tesoro de Adán podía perderse, en cambio el del los hijos de Dios no se puede perder.
- Aquel era para obtener la vida eterna, mientras que éstos ya la tienen.
- Adán estaba bajo el pacto de las obras. Los regenerados están bajo el pacto de la Gracia.
Estas diferencias son esenciales, e indican una diferencia en el estado. Adán no pertenecía al grupo de los impíos que han sido justificados, sino que él fue justo, sin pecado. Adán no vivió según una justicia extrínseca que es por la fe, como los que han sido regenerados, sino que resplandeció con una justicia original que fue verdaderamente suya. Vivió bajo la ley que dice “Haz esto y vivirás, de lo contrario, morirás.”
Por tanto Adán no tuvo otra fe que aquella que viene por “disposición natural.” Él no ejerció una justicia que es por fe, sino que una justicia original. La nube de testigos de Heb. xi no comienza con el Adán que nunca pecó, sino con Abel, antes de que fuese asesinado.
Si cada relación correcta del alma es una de fe, entonces la justicia original necesariamente incluía la fe. Pero esto no es bíblico. San Pablo enseña que la fe es una gracia temporal, que finalmente entra en esa comunión más alta e íntima llamada “vista.” En la Biblia, la fe como un medio de salvación siempre es fe en Cristo no como el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad, sino como el Redentor, Salvador y Garante—en resumen, la fe en Cristo y en Él crucificado. Y debido a que “Cristo, y Él crucificado” no pertenece al hombre no caído, no es correcto colocar a Adán junto al pecador justificado en lo concerniente a la fe. Aun en el estado de justicia, Adán no vivió en Cristo, ya que Cristo es sólo el Salvador del pecador y no una esfera o elemento en que un hombre vive como hombre. Ante la ausencia de pecado, la Escritura no conoce a ningún Cristo. Y san Pablo enseña que, cuando todas las consecuencias del pecado hayan cesado, Cristo entregará el reino al Padre, a fin de que Dios pueda ser el todo en todo.
Por tanto, Adán y el hombre regenerado no son lo mismo. La diferencia entre sus estados es aun más obvia a la luz de que, fuera de Cristo, el último permanece en muerte, no teniendo vida en sí mismo como san Pablo lo dice, “No yo, sino Cristo que vive en mí, quien me amó y se entregó por mí” (Gal. ii.20); por el contrario, Adán tuvo una justicia natural en sí mismo.
Los padres siempre han enfatizado firmemente este punto. Ellos enseñaron que la justicia original de Adán no era accidental, sobrenatural, agregada a su naturaleza, sino que era inherente a su naturaleza. No fue la justicia de otro imputada a él y apropiada a través de la fe, sino que una justicia que era naturalmente suya. Porque Adán no necesitaba un sustituto. Él se presentaba a sí mismo en la naturaleza de su propio ser. Por tanto, su estado era lo opuesto de lo que constituye para el hijo de Dios la gloria de su fe.
Los maestros de una doctrina diferente son motivados, consciente o inconscientemente, por motivos filosóficos. La teoría ética dice: “En estricto rigor, nuestra salvación no es en la cruz, sino en la Persona de Cristo. Él fue Dios y hombre, por lo tanto divino-humano, y esta naturaleza divina-humana es comunicable. Esto se nos imparte a nosotros, nuestra naturaleza se vuelve de un tipo superior, y por lo tanto, nos transformamos en hijos de Dios.” Esta es una negación del camino de la fe y un rechazo a la cruz y de toda la doctrina de la Escritura—un gravísimo error. Su conclusión es: “Primero, aun ante la ausencia de pecado, el Hijo de Dios se habría hecho hombre. Segundo, por supuesto que el Adán sin pecado vivía en el Dios-hombre.”
Otros, sin estar completamente de acuerdo, enseñan imprudentemente que el Adán sin pecado vivía según la justicia de Cristo. Ojo con las consecuencias de esta enseñanza. La Escritura no permite la concepción de teorías que eliminan la diferencias entre el Pacto de las Obras y el de la Gracia.
Pero el sostener la doctrina aprobada de que la justicia original de Adán era inherente a su naturaleza, y de la imagen divina siendo creada internamente, surge una importante pregunta: ¿Tuvo Adán la misma comunión con el Espíritu Santo que ahora tiene el creyente nacido de nuevo?
La respuesta depende de la opinión que tengamos acerca de la naturaleza de la justicia original. La justicia de Adán era intrínseca. Él estuvo delante de Dios como debería estar el hombre. No le faltaba nada y no le debía nada a Dios. Adán le daba al Señor todo lo que momentáneamente le debía. No es importante saber por cuánto tiempo. Un segundo basta para perder el alma para siempre, pero también es el tiempo suficiente para entrar en una correcta posición ante Dios. Por lo tanto Adán poseía un bien perfecto. Porque la justicia implica santidad y ambas eran perfectas. Aun el más mínimo acto de impiedad o injusticia haría que todo lo que Adán pudiera ofrecer en respuesta a Dios fuera deficiente. Y cuando esa falta de santidad se hizo efectiva, la justicia fue inmediatamente dañada, desgarrada y rota. La más mínima falta de santidad produce inmediatamente la perdida de toda justicia. La justicia no tiene se mide por grados. Aquello que no está perfectamente derecho está torcido. Correcto, y perfectamente correcto son la misma cosa. No perfectamente correcto es incorrecto.
La pregunta: “¿Cómo fue Adán perfectamente bueno?” recibió su luz más clara a raíz del conflicto entre los luteranos Flacius Illiricus y Victorinus Strigel. Aquel sostenía que el hombre es esencialmente justo.
La opinión que uno tenga del pecado depende necesariamente de su forma de ver la bondad y viceversa. Una naturaleza realista tiende a concebir que el pecado y la bondad sean materiales. En su opinión, el pecado es como una suerte de bacteria invisible, perceptible sólo por medio un microscopio potente. La virtud, la bondad y la santidad tendrían igualmente una existencia tangible, independiente, medible y fraccionable. Pero esto no es así. Podemos comparar lo espiritual a lo material, ¿acaso no es esto simbolismo? La Escritura nos pone el ejemplo, comparando el pecado con una llaga, con un fuego, etc., y la bondad como gotas de agua que matan la sed, convirtiéndose una fuente de agua viva para el alma. Dejemos que el simbolismo mantenga su lugar honroso en este respecto. Pero el simbolismo consiste en la comparación de cosas que disímiles, por lo tanto su identidad queda excluida. El pecado no es algo sustancial, por lo tanto la virtud y la bondad no son esencialmente independientes.
Sin embargo, Flacius Illiricus sintió que en este punto había una diferencia entre el pecado y la virtud. El pecado no es sustancial, porque es la falta, la ausencia de bondad. Pero la bondad no es la falta o ausencia del mal. La pérdida indica lo que debiera estar, pero que está ausente. El mal nunca debiera estar, por lo tanto, nunca puede faltar. Pero en cuanto a la bondad el asunto es distinto, esto es, si es que la bondad—entendida como un elemento externo e independiente—fue agregada al alma, de modo tal que pudiera decirse, “Aquí está el alma y allá la bondad.” Esto no puede ser. De la misma manera que no puede concebirse un rayo sin luz, así también la bondad no puede concebirse sin una persona de quién esta provenga.
Esto fue lo que tentó a Flacius Illiricus a enseñar que el hombre originalmente era esencialmente justo. Por supuesto que estaba equivocado. Lo que él quería atribuirle al hombre sólo puede ser atribuido a Dios. La bondad es bondad. Dios es bondad. Bondad es Dios. En Dios, el ser y la bondad son uno. No hay ni puede haber diferencia entre ambas, porque Dios es perfectamente bueno en todo ámbito. Por lo tanto, incluso la más mínima separación entre Dios y la bondad es completamente inconcebible.
Sólo Dios es un Ser simple. No como lo interpreta el profesor Doedes en su crítica a la Confesión, como si en Dios no pudiera haber distinción entre personas, sino que no puede haberla en Su esencia, entre Él y sus atributos. Pero esto no es así en el hombre. Nosotros no somos simples y no lo podemos ser en el mismo sentido. Por el contrario, nuestro ser permanece aunque todos nuestros atributos sean cambiados o modificados. Un hombre puede ser bueno, y debiera serlo, pero sin la bondad él sigue siendo hombre. Su naturaleza se vuelve corrupta pero su ser se mantiene igual.
El ser del hombre es o engañoso, o verdadero, no porque su alma esté inoculada con la materia de la falsedad o de la verdad, sino debido a una modificación de la cualidad de su ser. La bondad inherente no se refiere a nuestro ser sino sólo a la manera de su existencia. De la misma manera que una expresión facial de gozo o tristeza no es el resultado de una aplicación externa, sino de un gozo o tristeza internos, así también el alma es buena o mala según la forma en que ella se encuentre ante Dios.
Y esta bondad fue la herencia directa de Dios hacia Adán. Sólo Dios es la Fuente de gracia que sobreabunda. Adán nunca forjó siquiera una partícula de bien de sí mismo en la tierra sobre la cual él podría haber dicho que merecía una recompensa. La vida eterna le fue prometida no como un premio o un elemento inherente, sino en virtud de las condiciones del pacto de las obras. De la misma manera en que nos oponemos firmemente a que se le aplique al Adán sin pecado las condiciones del Pacto de la Gracia, como si él hubiese vivido en Cristo, nos oponemos a la representación de que cualquier virtud, santidad o justicia procedieron de Adán sin que Dios las hubiera forjado en él. El afirmar lo contrario significaría que Adán era una pequeña fuente de un poco de bien, e iría en contra de la confesión que sólo Dios es la Fuente de todo bien.
Por tanto, así llegamos a la siguiente conclusión: que toda bondad en Adán fue forjada por el Espíritu Santo, según el mandamiento santo que le asigna a la Tercera Persona de la Trinidad la operación interna en todos los seres racionales.
Sin embargo, esto no significa que antes del derramamiento del Espíritu Santo hubiera habitado en Adán como en Su templo, de la forma en que sí lo hace en el hijo de Dios que ha sido regenerado. En este último, él sólo puede habitar, debido a que la naturaleza humana es corrupta y no es apta para ser su vehículo. Pero esto no fue así con Adán. Su naturaleza fue creada y calculada para ser el vehículo de las operaciones del Espíritu Santo. Por tanto Adán y el hombre regenerado son similares en cuanto a que en ambos no existe bondad que no haya sido forjada por el Espíritu Santo. Pero son diferentes en cuanto a que este último sólo puede ofrecer su corazón pecaminoso para ser la habitación del Espíritu Santo, mientras que el ser de Adán ejerció sus operaciones sin su habitación, en forma orgánica y natural.
XVI. Nuestra Muerte
“Estabais muertos en vuestros delitos y pecados.”—Efesios ii.1
A continuación nos corresponde tratar el tema de la muerte.
Por una parte está el pecado, el cual es una desviación de la ley y una resistencia en contra de ella. Luego está la culpa, que consiste en no darle a Dios, retener, aquello que se le debe como el Dador y Sustentador de la ley. Pero también está el castigo, que es el acto del Dador de la ley mediante el cual hace cumplir Su ley en contra del transgresor de la misma. La Sagrada Escritura llama a este castigo “muerte.”
A fin de entender qué es la muerte, debemos primero hacernos la pregunta: “¿Qué es la vida?”
La respuesta en su forma más general es “Una cosa vive si se mueve desde adentro.” Si viéramos a un hombre en la calle apoyado en contra de una pared, completamente inmóvil, supondríamos que está muerto. Pero si él moviera su cabeza o su mano, sabríamos que está vivo. El movimiento es siempre una señal de vida, aunque sea casi imperceptible y tan débil que requiera de los dedos expertos de un médico para detectarlo. Puede ser que los músculos estén paralizados y los tendones y nervios rígidos, pero mientras haya un pulso, el corazón palpite y los pulmones inhalen aire, la vida no se ha extinguido. Aun en los casos más extremos como ahogo, trance o parálisis, una vez que observamos movimiento, toda duda se elimina. Por tanto, podemos decir con toda seguridad que un cuerpo vive si se mueve desde adentro.
No podemos decir lo mismo de un reloj, ya que su mecanismo carece de movimiento inherente propio. Al echarle cuerda, puede almacenarse energía en su mecanismo principal, pero cuando se gasta, el reloj se detiene. Pero la vida no es una fuerza que ha sido agregada mecánica y temporalmente a un organismo preparado, sino que es una energía inherente en él como un principio orgánico.
Por lo tanto, es evidente que el cuerpo humano no tiene en sí mismo un principio vital inherente, sino que lo recibe de su alma. Un brazo permanece inmóvil hasta que el alma lo mueve. Incluso las funciones de la circulación, la respiración y la digestión son animadas por el alma. Así, cuando el alma abandona el cuerpo, todas estas funciones se detienen. Un cuerpo sin alma es un cadáver. De la misma manera en que la vida física depende de la unión del cuerpo con el alma, así también la muerte física es el resultado de la disolución de ese lazo. De la misma manera en que Dios en el principio formó el cuerpo humano del polvo de la tierra y sopló en su nariz aliento de vida para que fuera un ser viviente, así también la disolución de ese vínculo, que es la muerte del cuerpo, es un acto de Dios. La muerte por tanto es la remoción de ese don maravilloso, el vínculo de la vida. Dios quita aquella bendición de la cual se ha perdido el derecho de posesión, y el alma se separa del cuerpo abandonando así la carne. El cuerpo, mientras tanto, es entregado a la corrupción.
Pero esto no pone fin al proceso de la muerte. La vida y la muerte son extremos opuestos que abarcan el alma y el cuerpo. “En la muerte habréis de morir” es la sentencia divina, lo que incluye a la persona entera y no sólo su cuerpo. Aquello que posee la vida de criatura también puede morir como criatura. Por lo tanto el alma, siendo una criatura, puede también ser despojada de su vida de criatura.
Sabemos que en otro sentido el alma es inmortal, pero a fin de evitar confusiones, rogamos al lector dejar a un lado por un momento este hecho. Volveremos a él enseguida.
Si aplicamos nuestra definición de vida al alma como criatura viviente, llegamos a la conclusión de que el alma vive solamente cuando se mueve, cuando acciones proceden de ella y energías obran en ella. Pero su principio vital no es inherente al cuerpo sino que proviene de afuera. Originalmente no existía en sí mismo, sino que Dios le dio un principio vital interno y un poder de movimiento que él sustentó y calificó para obrar de momento en momento. En este punto Adán fue distinto a nosotros. Es verdad que en el alma de la persona regenerada hay un principio vital, pero su fuente de energía viene de afuera de nosotros, de Cristo. Hay morada pero no permeación interna. El habitante y la morada son distintos. Por lo tanto en el hombre regenerado la vida es extrínseca, el soporte no está en sí mismo. Pero esto no fue así en la vida de Adán. Aunque el principio vital que le dio energía al alma provino de Dios, fue sin embargo depositada en Adán mismo.
Obtener gasolina de una bencinera es una cosa. Manufacturarla del propio bolsillo, en tu propio establecimiento, es otra totalmente distinta. El hijo de Dios que ha sido regenerado recibe la vida directamente de Cristo, quien está fuera de él a la diestra de Dios, a través de los canales de la fe. Pero Adán tuvo el principio vital dentro de sí mismo directamente desde la Fuente de todo Bien. El Espíritu Santo la había colocado en su alma y la mantuvo en operación activa, no como algo extrínseco, sino inherente y peculiar de su naturaleza.
Si la vida de Adán hubiera tenido su origen en la unión que Dios había establecido entre su alma y el principio vital del Espíritu Santo, concluiríamos que la muerte de Adán vino como resultado del acto de Dios de disolver esa unión de modo tal que su alma se convirtió en un cadáver.
Pero esto no es así. Cuando el cuerpo muere, no desaparece—el proceso de la muerte no se detiene ahí. Visto como una unidad, el cuerpo se vuelve incapaz de producir acción orgánica alguna, pero sus partes constituyentes se vuelven capaces de producir efectos terribles y corruptibles. Si se deja sin enterrar en una casa, los gases venenosos de la disolución producen fiebres malignas y causan la muerte a los habitantes de la comunidad. Después de esta disolución de carne y sangre, que no puede heredar el reino de Dios, el cuerpo como tal continúa existiendo con la posibilidad de ser vivificado y rediseñado en un cuerpo más glorioso, y en un ser reunido con el alma.
Todo esto puede casi literalmente aplicarse al alma. Cuando un alma muere, es decir, cuando es cortada de su principio vital que es el Espíritu Santo, se vuelve completamente inmóvil e incapaz de realizar cualquier buena obra. Algunas cosas permanecen, como por ejemplo la compasión ante la muerte. Sin embargo, aquella compasión es inútil y sin provecho. De la misma manera que un cuerpo muerto no puede realizar ninguna obra y está inclinada a toda disolución, así también un alma muerta es incapaz de producir bondad alguna e inclinada a toda maldad.
Pero esto no significa que el alma muerta carezca de toda actividad; al contrario, en esto es similar a un cuerpo muerto. De misma manera que este contiene sangre, carbón y calcio, también aquella posee sentimientos, inteligencia e imaginación. Estos elementos en el alma muerta se vuelven igualmente activos con efectos aun más terribles, a veces demasiado horribles como para mirarlos. Pero de la forma que un cuerpo muerto con todas sus actividades no puede nunca producir algo para restaurar su organismo, asimismo el alma muerta no pude lograr nada para restaurar mediante sus obras su posición ante Dios. Todas sus obras son pecaminosas, de la misma manera en que el cuerpo muerto sólo emite olores fétidos.
Así es, podemos continuar con este paralelo. Se puede embalsamar un cadáver, llenarlo de hierbas y cubrirlo como momia. En este caso su corrupción es invisible, toda su fealdad ha sido cuidadosamente oculta. Así también muchas personas embalsaman el alma muerta, la llenan con hierbas fragrantes y la envuelven como una momia en una mortaja de justicia propia, de manera tal que la corrupción interna apenas se ve. Pero de la misma manera en que los egipcios no podían devolver la vida a sus muertos a través del embalsamamiento, así tampoco pueden estas momias-de-alma, a través de todas sus artes egipcias, echar chispa alguna de vida a sus almas muertas.
Un alma muerta no está aniquilada, sino que continúa existiendo y, por la gracia divina, puede ser resucitada a vida nueva. Continúa existiendo incluso más poderosamente que el cuerpo. Este es divisible, pero el alma no lo es. Debido a que es una unidad, no puede ser dividida. Por lo tanto, a la muerte del alma no sigue la disolución del alma. Es la obra venenosa de los elementos del alma después de la muerte la que produce una presión terrible en el alma indivisible, haciendo nacer en ella un deseo vehemente por la disolución. Hay fricción y confusión de elementos que claman por armonía y paz; hay una excitación violenta que despierta fuegos profanos, pero no hay disolución. Por lo tanto el alma es inmortal, es decir, no puede ser dividida o aniquilada. Se vuelve un cadáver, no susceptible de disolución, en el cual los gases venenosos continuarán para siempre su obra pestilente en el infierno.
Pero el alma también es susceptible a un nuevo avivamiento y animación; estando muerta en sus delitos y pecados, cortada del principio vital, su organismo inmóvil, incapaz y sin ganancia alguna, corrupta y deshecha, con todo, sigue siendo un alma humana. Y Dios, el cual es misericordioso y lleno de gracia, puede restablecer aquel vínculo roto. La comunión interrumpida con el Espíritu Santo puede ser restaurada, como la comunión rota del cuerpo y alma.
Este avivamiento del alma muerta es la regeneración.
Cerramos esta sección con una observación más. El rompimiento del vínculo que causa la muerte no siempre es repentino. La muerte por parálisis es casi instantánea, pero la muerte por tuberculosis es lenta. Cuando Adán pecó, la muerte vino enseguida. Pero en cuanto a su cuerpo, su separación completa con el alma requirió más de novecientos años. Pero el alma murió en seguida, repentinamente. El vínculo con el Espíritu Santo fue cortado, y sólo quedan unas pocas fibras activas en los sentimientos de vergüenza.
Cuando decimos que la muerte del alma puede ser menos pronunciada en uno u otro caso, no estamos insinuando que en el uno esté muerta y en el otro sólo esté muriendo. No, en ambos está muerta. El alma en cada caso es un cadáver, sólo que en uno está embalsamado como una momia, y en el otro está en proceso de disolución. También puede ser que las obras conflictivas, venenosas y destructivas del alma sólo hayan comenzado en un caso, mientras que en el otro ya han sido estimuladas y desarrolladas por medio de la educación u otros agentes. Estas diferencias entre distintas personas dependen de la gracia divina.
La disolución de un cuerpo en el Polo Norte es lenta, mientras que en un cuerpo al sur del Ecuador es bastante rápida. Asimismo, las almas muertas son colocadas en distintas atmósferas, y de ahí surgen sus diferencias.
Notas
- ↑ “Removido de este estado [de justicia] a causa del pecado, el hombre permanece intacto”
- ↑ En holandés, la palabra “schuld”, que literalmente significa “deuda” abarca las ideas de culpa y deuda en general.—Trad.
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