La Obra del Espíritu Santo/La Sagrada Escritura Del Antiguo Testamento

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English: The Work of the Holy Spirit/The Holy Scripture of the Old Testament

© Glorified Word Project

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Por Abraham Kuyper sobre Espíritu Santo
Capítulo 7 del Libro La Obra del Espíritu Santo

Traducción por Glorified Word Project


XII. La Sagrada Escritura

“Toda la Escritura es inspirada por Dios y es útil para la enseñanza, para la reprensión, para la corrección, para la instrucción en justicia; a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente capacitado para toda buena obra.”—2 Tim iii. 16, 17.

Entre las divinas obras de arte producidas por el Espíritu Santo, la Sagrada Escritura es la primera. Puede parecer increíble que las páginas impresas de un libro puedan sobrepasar Su trabajo espiritual en los corazones humanos; sin embargo, asignamos a la Sagrada Escritura el lugar más conspicuo sin vacilación.

Los objetantes nunca pueden haber considerado lo que este Libro sagrado es, o lo que es cualquier otro libro, escrito, o lenguaje es, o lo que significa poner un mundo de reflexión en una colección de Sagrada Escritura. Negamos que un libro, especialmente uno como la Sagrada Escritura, se oponga a un mundo de divino pensamiento, a la corriente de la vida, y experiencia espiritual. Un libro no es meramente papel impreso con tinta, sino como un retrato—una colección de líneas y rasgos donde vemos la semejanza de una persona. Si nos ponemos de pie cerca, no vemos a la persona, sino manchas y líneas de pintura; pero a la distancia apropiada éstas desaparecen y vemos la semejanza de una persona. Aun ahora no nos habla, porque es la cara de un extraño; podremos juzgar el carácter del hombre, sin embargo, no nos interesa. Pero dejemos que su hijo mire, e instantáneamente la imagen que no nos provocó nada a nosotros lo atrae a él con calidez y vida, las cuales eran invisibles para nosotros porque nuestros corazones carecían de lo esencial. Lo que atrae al niño no está en el cuadro, sino en su memoria e imaginación; la cooperación de los rasgos en el retrato y la imagen del padre en su corazón hacen que la semejanza hable.

Esta comparación expicará el misterioso efecto de la Escritura. Guido de Brès habló de ello en sus debates con los Bautistas: “Aquello que llamamos Sagrada Escritura no es papel con impresiones negras, sino aquello que se dirige a nuestros espíritus mediante esas impresiones.” Esas letras son muestras de reconocimiento; esas palabras son sólo clicks de la tecla del telégrafo señalando pensamientos a nuestros espíritus por las líneas de nuestros nervios visuales y auditivos. Y los pensamientos señalados así no están aislados ni son incoherentes, sino que son parte de un completo sistema que es directamente antagónico a los pensamientos del hombre, y aun así entran en su esfera.

Leer la Escritura trae a nuestra mente la esfera de pensamientos divinos en tanto los necesitemos como pecadores, para glorificar a Dios, amar a nuestro prójimo, y salvar el alma. Esto no es una mera colección de bellas y brillantes ideas, sino el reflejo de la vida divina. En Dios la vida y el pensamiento están unidos: no puede haber vida sin pensamiento, ningún pensamiento puede no ser el producto de la vida. No es así con nosotros. La falsedad entró en nosotros, es decir, podemos cortar el pensamiento de la vida. O más bien, siempre están cortados, a no ser que voluntariamente hayamos establecido la unidad previa. De ahí nuestras frías abstracciones; nuestro hablar sin hacer; nuestras palabras sin poder; nuestros pensamientos sin trabajar; nuestros libro que, como plantas cortadas de sus raíces, se marchitan antes de florecer, mucho menos dan fruto.

La diferencia entre la vida divina y la humana le da a la Escritura su singularidad e imposibilita el antagonismo entre su letra y su espíritu, tal como podría sugerir una falsa exégesis de 2 Cor. iii. 6. Si la Palabra de Dios estuviera dominada por la falsedad que se ha deslizado en nuestros corazones, y en medio de nuestra miseria continúa poniendo palabra y vida en oposición así como en separación, entonces nos refugiaríamos en el punto de vista de nuestros hermanos disidentes, con su exaltación de la vida por encima de la Palabra. Pero no necesitamos hacerlo, porque la oposición y la separación no están en la Escritura. Por esta razón es la Sagrada Escritura; porque no se perdió en el quiebre de pensamiento y vida, y es, por lo tanto, claramente diferente de escritos donde hay un abismo entre las palabras y la realidad de la vida. Lo que carecen otros escritos está en este Libro: perfecta concordancia entre la vida reflejada en el pensamiento divino y los pensamientos que la Palabra engendra en nuestras mentes.

La Sagrada Escritura es como un diamante: en la oscuridad es como un pedazo de vidrio, pero tan pronto como la luz la golpea, el agua comienza a centellear, y el centelleo de la vida nos da la bienvenida. Así es que la Palabra de Dios apartada de la vida divina no tiene valor, no digna siquiera del nombre Sagrada Escritura. Existe sólo en conexión con su vida divina, desde donde imparte pensamientos que dan vida a nuestras mentes. Es como la fragancia de un parterre que nos refresca sólo cuando las flores y nuestro sentido del olfato se corresponden. Por lo tanto, la ilustración del niño y el retrato de su padre es exacta.

Aunque la Biblia siempre destella pensamientos nacidos de la vida divina, los efectos no son los mismos en todos. Como un todo, es un retrato de Él que es la luminosidad de la gloria de Dios y la imagen expresa de Su Persona, apuntando ya sea a mostrarnos Su semejanza o a servir como su fondo.

Nótese la diferencia cuando un hijo de Dios o un extraño se enfrentan a esa imagen. No significa que no tiene nada que decir a los no regenerados—este es un error del Metodismo que debería ser corregido.[1] Se dirige a todos los hombres como la Palabra del Rey, y todos deben recibir su sello a su manera. Pero mientras que el extraño ve sólo una cara extraña, que lo fastidia, contradice su mundo, y de esa forma lo repele, el hijo de Dios lo entiende y lo reconoce. Está en la más sagrada simpatía con la vida del mundo desde donde esa imagen lo saluda. De esta forma leyendo lo que el extraño no pudo leer, siente que Dios le habla, susurrando paz a su alma.

No se trata de que la Escritura sea sólo un sistema de señales para transmitir pensamiento al alma; más bien, es el instrumento de Dios para despertar y aumentar la vida espiritual, no como por magia, dando una suerte de atestación de lo genuino de nuestra experiencia—una visión fanática siempre opuesta y rechazada por la Iglesia—pero por el Espíritu Santo a través del uso de la Palabra de Dios.

Él nos regenera por la Palabra. El modo de esta operación será discutido más adelante; aquí basta decir que las operaciones de la Palabra y del Espíritu Santo nunca se oponen entre sí, pero, como declara enfáticamente San Pablo, que la Santa Escritura es preparada por el Espíritu de Dios y entregada a la Iglesia como un instrumento para perfeccionar la obra de Dios en el hombre; como él lo expresa. “Que el hombre de Dios pueda ser perfecto,” (2 Tim. iii. 17) es decir, un hombre anteriormente del mundo, hecho un hombre de Dios por acto divino, para ser perfeccionado por el Espíritu Santo; de manera que ya es perfecto en Cristo a través de la Palabra. Para este fin, como declara San Pablo, la Escritura fue inspirada por Dios. Por lo tanto, esta obra de arte fue preparada por el Espíritu Santo para guiar al hombre nacido de nuevo a este elevado ideal. Y para enfatizar el pensamiento agrega: “Que pueda ser completamente dotado para toda la buena obra” (2 Tim. iii. 17).

Por lo tanto, la Escritura sirve este doble propósito:

Primero, como instrumento del Espíritu Santo en Su obra sobre el corazón del hombre.

Segundo, para preparar al hombre perfectamente y equiparlo para cada buena obra.

Consecuentemente el funcionamiento de la Escritura abarca no sólo el avivamiento de la fe, sino también el ejercicio de la fe. Por lo tanto, en vez de ser una letra muerta, no espiritual, mecánicamente opuesta a la vida espiritual, es la fuente de agua viva, que, al ser abierta, fluye hacia la vida eterna.

De ahí que la preparación y preservación de la Escritura por parte del Espíritu no esté subordinada, sino que es prominente en referencia a la vida de toda la Iglesia. O para que sea más claro: si la profecía, por ejemplo, apunta primero a beneficiar a las generaciones contemporáneas, y en segundo lugar a ser parte de la Sagrada Escritura que habrá de reconfortar a la Iglesia de todos los tiempos, lo segundo es de infinitamente mayor importancia. De ahí que el principal objetivo de la profecía no era beneficiar a la gente viviendo en ese tiempo, y a través de la Escritura de dar frutos para nosotros sólo indirectamente, sino a través de la Escritura dar fruto para la Iglesia de todos los tiempos, e indirectamente beneficiar la Iglesia de antaño.


XIII. La Escritura una Necesidad

“Pues lo que fue escrito anteriormente fue escrito para nuestra enseñanza, a fin de que por la perseverancia y la Exhortación de las Escrituras tengamos esperanza.”—Rom. xv. 4.

Que la Biblia es el producto del Artista Jefe, el Espíritu Santo; que Él lo obsequió a la Iglesia y que en la Iglesia lo usa como Su instrumento, no puede ser sobre-enfatizado.

No es como si Él hubiera vivido en la Iglesia de todos los tiempos, y entregado en la Escritura un registro de esa vida, su origen e historia, de manera que la vida fuese la real sustancia y la Escritura el accidente; más bien, la Escritura fue el fin de todo lo que precedió y el instrumento de todo lo que vino después.

En el amanecer del Día de días, el Volumen Sagrado indudablemente desaparecerá. Dado que la Nueva Jerusalén no necesitará sol, luna, o templo, porque el Señor Dios será su luz, no habrá necesidad de Escritura, porque la revelación de Dios llegará a Sus elegidos directamente a través de la Palabra desvelada. Pero en tanto la Iglesia esté en la tierra, la comunión cara a cara esté suspendida, y nuestros corazones sean accesibles sólo por las avenidas de esta imperfecta existencia, la Escritura ha de permanecer un instrumento indispensable mediante el cual el Dios Trino prepara las almas de los hombres para la gloria superior.

La causa de esto yace en nuestra personalidad. Pensamos, estamos conscientes de nosotros mismos, y el triple mundo alrededor y arriba y adentro de nosotros se refleja en nuestros pensamientos. El hombre de consciencia confundida o no formada, o uno insano, no puede actuar como hombre. Cierto, hay profundidades en nuestros corazones que el plomo de nuestro pensar no ha sondeado; pero la influencia que ha de afectarnos profundamente, con efecto duradero sobre nuestra personalidad, debe ser forjada a través de nuestra consciencia de nosotros mismos.

La historia del pecado lo demuestra. ¿Cómo entró el pecado al mundo? ¿Fue Satanás quien infundió su veneno en el alma del hombre mientras dormía? De ninguna manera. Mientras Eva era totalmente ella misma, Satanás comenzó a discutir el tema con ella. Trabajó en su consciencia con palabras y representaciones, y ella, permitiendo esto, bebió el veneno, cayó, y arrastró a su marido con ella. ¿No había Dios predicho esto? La caída del hombre no iba a conocerse por sus emociones reconocidas o no reconocidas, sino por el árbol del conocimiento del bien y el mal. El conocimiento que causó su caída no fue meramente abstracto, intelectual, sino vital. Por supuesto, la causa operativa fue externa, pero labró sobre su consciencia y tomó la forma de conocimiento.

Y tal como su caída, también debe ser su restauración. La redención debe venir desde afuera, debe actuar sobre nuestra consciencia, y debe llevar la forma de conocimiento. Para afectarnos y ganarnos en nuestra personalidad debemos ser tocados en todos los lugares donde el pecado por primera vez nos hirió, a saber, en nuestra orgullosa y altanera consciencia de nosotros mismos. Y como nuestra consciencia se refleja en un mundo de pensamientos—pensamientos expresados en palabras tan íntimamente conectadas como para formar, por decirlo así, sólo una palabra—por lo tanto, era de suma necesidad que un nuevo, divino mundo de pensamiento hablara a nuestras consciencias en una Palabra, es decir, en una Escritura. Y esta es la misión de la Sagrada Escritura.

Nuestro mundo de pensamientos está lleno de falsedad, como también lo está el mundo externo. Pero un mundo de pensamientos es absolutamente cierto, y ese es el mundo de los pensamientos de Dios. A este mundo debemos ser traídos, y él a nosotros con la vida que le pertenece, como el brillo a la luz. Por lo tanto la redención depende de la fe. Creer es reconocer que todo el mundo de pensamientos dentro y alrededor de nosotros es falso, y que sólo el mundo de pensamientos de Dios es verdadero y duradero, y como tal aceptarlo y confesarlo. Todavía es el Árbol del conocimiento. Pero el fruto tomado y disfrutado crece en la planta interior de anonadamiento y negación de nosotros mismos, mediante lo cual renunciamos a todo nuestro mundo de pensamiento, sin seguir juzgando entre el bien y el mal, sino fielmente repitiendo lo que Dios enseña, como niños pequeños en Su escuela.

Pero esto no nos serviría si los pensamientos de Dios vinieran en palabras ininteligibles, que habría sido el caso si el Espíritu Santo hubiera usado meras palabras. Sabemos lo imposible que es tratar de describir los gozos celestiales. Todos los esfuerzos hasta el momento han fracasado. Esa dicha sobrepasa nuestra imaginación. Y la revelación en la Escritura relacionada a ella está escondida en imágenes terrenales—como el Paraíso, una Jerusalén, o una fiesta de bodas—que, por hermosos que sean, no dejan claras impresiones. Sabemos que el cielo debe ser hermoso y fascinante, pero una concepción concreta de él está fuera de alcance. Tampoco podemos tener ideas claras de la relación del glorificado Hijo del hombre y la Trinidad; del hecho que está sentado a la diestra de Dios; de la vida de los redimidos, y su condición, cuando, pasando de las cámaras de la muerte, entran al palacio del gran Rey.

Por lo tanto, si el Espíritu Santo hubiera presentado la palabra de pensamientos divinos, concernientes a nuestra salvación por escrito, directamente desde el cielo, una clara concepción del tema habría sido imposible. Nuestra concepción habría sido vaga y figurativa como aquella respecto al cielo. Por lo tanto, estos pensamientos no fueron escritos directamente, sino traducidos a la vida de este mundo, que les dio forma y aspecto; y de esta forma llegaron a nosotros en lenguaje humano, en las páginas de un libro. Sin esto no podría siquiera haber un lenguaje para encarnar tan sagradas y gloriosas realidades. San Pablo tenía visiones, es decir, fue liberado de las limitaciones de la consciencia y habilitado para contemplar cosas celestiales; pero habiendo retornado a sus limitaciones, no pudo hablar de lo que había visto, como dijo él: “Son indecibles.”

Y para que las cosas de la salvación, igualmente indecibles, puedan tornarse expresables en palabras humanas, complació a Dios, traer a este mundo, la vida que las originó; para acostumbrar a nuestra consciencia humana a ellas, de ello sacar palabra para ellas y así exhibirlas a todos los hombres.

Los pensamientos de Dios son inseparables de Su vida; por consiguiente, Su vida debe entrar al mundo antes que Sus pensamientos, al menos al comienzo; luego, los pensamientos se volvieron el vehículo de la vida.

Esto aparece en la creación de Adán. El primer hombre es creado; después de él los hombres nacen. Al comienzo, la vida humana apareció, inmediatamente, de plena estatura; de esa vida introducida, nueva vida nacerá. Primero, la nueva vida se originó formando a Eva de una costilla de Adán; luego, por la unión del hombre y la mujer. También aquí. Al comienzo Dios introdujo la vida espiritual al mundo, completa, perfecta, por medio de un milagro; y después de manera diferente, ya que el pensamiento introducido como vida a este mundo es representado para nuestra visión. De ahí en adelante el Espíritu Santo usará el producto de esta vida para despertar nueva vida.

Así es que la redención no puede comenzar con el obsequio de la Sagrada Escritura a la Iglesia del Antiguo Pacto. Tal Escritura no pudo ser producida hasta que su contenido fuese forjado en la vida, y la redención sea objetivamente lograda.

Pero ambas no deben ser separadas. La redención no fue primero completada y luego registrada en la Escritura. Tal concepción sería mecánica y no espiritual, directamente contradicha por la naturaleza de la Escritura, la cual está viva y da vida. La Escritura se produjo espontáneamente y gradualmente por la redención y desde ella. La promesa en el Paraíso ya lo anunciaba. Porque aunque la redención precede a la Escritura, en la regeneración del primer hombre la Palabra no estaba ociosa; el Espíritu Santo comenzó hablando al hombre, actuando sobre su consciencia. Aun en el Paraíso, y posteriormente cuando la corriente de la revelación procede, una Palabra divina siempre precede la vida y es el instrumento de la vida, y un pensamiento divino introduce el trabajo redentor. Y cuando la redención se completa en Cristo, Él aparece primero como Orador y luego como Obrero. El Verbo que fue desde el principio se revela a Sí mismo a Israel como el Sello de la Profecía, diciendo: “Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros” (Lucas iv. 21).

Por consiguiente, la obra del Espíritu Santo nunca es puramente mágica o mecánica. Aun en el período preparatorio Él siempre actuó a través del Verbo en la traslación de un alma desde la muerte hacia la vida. No obstante, entre entonces y ahora, hay una clara diferencia:

Primero, en ese entonces, el Verbo vino al alma directamente por inspiración o por la palabra de un profeta. Ahora, ambos han cesado, y en su lugar viene el Verbo sellado en la Sagrada Escritura, interpretada por el Espíritu Santo en las prédicas en la Iglesia.

Segundo, en ese entonces, la introducción de la vida estaba confinada a Israel, se expresaba en palabras y originaba relaciones que separaban estrictamente a los sirvientes del único verdadero Dios de la vida del mundo. Ahora, esta dispensación extraordinaria, preparatoria, está cerrada; el Israel de Dios ya no constituye la descendencia natural de Abraham, sino la espiritual; la corriente de la Iglesia fluye por todas las naciones y pueblos; ya no se encuentra en las afueras de la vida y desarrollo del mundo sino, más bien, los gobierna.

Tercero, aunque en la antigua Dispensación la redención ya existía parcialmente en la Escritura, y el Salmista muestra en todas partes su devoción a ella, la Escritura sólo tenía un pequeño alcance, y necesitaba constantes suplementos vía revelaciones y profecías directas. Pero ahora, la Escritura revela el completo consejo de Dios, y nada se le puede agregar. ¡Ay del que se atreva a agregarle o quitarle al Libro de Vida que revela el mundo del divino pensamiento!

No obstante, permanece el hecho de que el Espíritu Santo resolvió el problema de traer al hombre perdido en el pecado el mundo de divinos pensamientos, mediante lenguaje humano entendible a todas las naciones y a todos los tiempos, de manera de usarlos como el instrumento para el avivamiento del hombre.

Esto no altera el caso de que la Sagrada Escritura muestre tantas costuras y lugares disparejos, y sea ve diferente a lo que deberíamos esperar. La principal virtud de esta obra maestra fue envolver los pensamientos de Dios en nuestra vida pecaminosa para que, desde nuestro lenguaje, pudieran formar un discurso con el cual proclamar a través de los tiempos, a todas las naciones, las poderosas palabras de Dios. Esta obra maestra está terminada y yace ante nosotros en la Sagrada Escritura. Y en vez de perderse en criticar estos defectos aparentes, la Iglesia de todos los tiempos la ha recibido con adoración y acción de gracias; la ha preservado, degustado, disfrutado, y siempre creído encontrar la vida eterna en ella.

Esto no significa que esté prohibido el examen crítico e histórico. Tal emprendimiento para la gloria de Dios es altamente encomiable. Pero tal como la búsqueda de la génesis de la vida humana por parte del fisiólogo se torna pecaminosa e inmodesta o peligrosa para la vida nonata, así también toda crítica a la Sagrada Escritura se vuelve pecaminosa y culpable si es irreverente o busca destruir la vida del Verbo de Dios en la consciencia de la Iglesia.


XIV. La Revelación a la cual la Escritura del Antiguo Testamento Debe Su Existencia

“Oh Jehová. . . más fuerte fuiste que yo, y me venciste.”—Jer. xx. 7.

La comprensión de la obra del Espíritu Santo en la Escritura requiere que distingamos la preparación, y la formación que fue el resultado de la preparación. Discutiremos estas dos cosas separadamente.

El Espíritu Santo se preparó para la Escritura por las operaciones que, desde el Paraíso hasta Patmos, sobrenaturalmente, aprehendieron la vida pecaminosa de este mundo, y de esta forma levantó a hombres creyentes que formaron la Iglesia en desarrollo.

Esto parece muy necio si consideramos a la Escritura un mero libro de papel, un objeto inerte, si escuchamos hablar a Dios desde allí directo al alma. Cortada de la vida divina, la Escritura es infructuosa, una letra que mata. Pero cuando nos damos cuenta que irradia el amor y misericordia de Dios en una forma tal que transforma nuestra vida y se dirige a nuestra consciencia, vemos que la revelación sobrenatural de la vida de Dios debe preceder a la radiación. La revelación de las tiernas misericordias de Dios debe preceder a su centelleo en la consciencia humana. Primero, la revelación del misterio de Santidad; luego, su radiación en la Sagrada Escritura, y de ahí al corazón de la Iglesia de Dios, es la forma natural y ordenada.

Para este propósito, el Espíritu Santo primero eligió individuos, luego unas pocas familias, y finalmente una nación entera, para ser la esfera de Sus actividades; y en cada etapa Él empezaba Su obra con el Verbo, siempre con la Palabra de Salvación seguida por los Hechos de Salvación.

Comenzó Su obra en el Paraíso. Después de la caída, la muerte y la condenación reinaron sobre la primera pareja, y en ella sepultaron la raza. Si el Espíritu los hubiera dejado solos, con el germen de la muerte siempre desarrollándose en ellos, ninguna estrella de esperanza hubiera surgido para la raza humana.

Por lo tanto, el Espíritu Santo introduce Su obra al comienzo del desarrollo de la raza. El primer germen del misterio de la Santidad ya estaba implantado en Adán, y la primera palabra madre, de la cual nacería la Sagrada Escritura, fue suspirada a su oído.

La palabra fue seguida por el acto. La palabra de Dios no retorna vacía; no es un sonido, sino un poder. Es una reja de arado labrando el alma. Detrás de la palabra está el poder impulsor del Espíritu Santo, y así se vuelve efectivo, y cambia completamente las condiciones. Lo vemos en Adán y Eva; especialmente en Enoc; y “Por fe Abel alcanzó testimonio de que era justo.” Después de estas operaciones en individuos comienza el trabajo del Espíritu en familias, en parte en Noé, mayormente en Abraham.

El juicio del diluvio había cambiado completamente las relaciones anteriores, había causado el surgimiento de una nueva generación, y quizás había cambiado las relaciones físicas entre la tierra y su atmósfera. Y entonces, por primera vez, el Espíritu Santo comienza a trabajar en la familia. Nuestro ritual de Bautismo apunta enfáticamente a Noé y sus ocho, que a menudo ha sido una piedra de tropiezo a una no-espiritualidad irreflexiva. Y sin embargo lo hace innecesariamente, porque al apuntar hacia Noé nuestros padres quisieron indicar, en esa plegaria sacramental, que no es el bautismo de individuos, sino del pueblo de Dios, es decir, de la Iglesia y su semilla. Y dado que la salvación de familias emerge primero en la historia de Noé y su familia después del diluvio, era perfectamente correcto apuntar a la salvación de Noé y su familia como la primera revelación de Dios respecto a la salvación para nosotros y nuestra semilla.

Pero el trabajo del Espíritu Santo en la familia de Noé es sólo preliminar. Noé y sus hijos aún pertenecen al viejo mundo. Formaron una transición. Después de Noé la línea sagrada desaparece, y desde Sem a Taré el trabajo del Espíritu Santo permanece invisible. Pero con Taré aparece en la más clara luz; porque ahora Abraham sale, no con sus hijos, sino solo. El hijo prometido aún descansaba en la mano de Dios. Y no lo pudo engendrar excepto por la fe; de manera que Dios pudiera auténticamente decir, “Soy el Dios Todopoderoso,” es decir, un Dios “que levanta los muertos y llama a las cosas como son no como si fueran.” Por consiguiente, la familia de Abraham, en un sentido literal, es casi el producto del trabajo del Espíritu Santo en lo referente a que no hay nada en su vida sin fe. El producto del arte en la historia de Abraham no es la imagen de un pío pastor-rey o patriarca virtuoso, sino el maravilloso trabajo del Espíritu Santo operando en un anciano—que repetidamente “da coces contra los aguijones,” que produce de su propio corazón sólo incredulidad—construyendo en él una fe constante e inamovible, llevando esa fe en conexión directa con su vida familiar. Abraham es llamado “el Padre de los Fieles,” no en un sentido superficial de una conexión espiritual entre nuestra fe y la historia de Abraham, sino porque la fe de Abraham estaba entrelazada con el hecho del nacimiento de Isaac, a quien obtuvo por fe, y de quien le fue dada una simiente como las estrellas en el cielo y como la arena de la costa. Desde el individuo la obra del Espíritu Santo pasa a la familia, y de ahí a la nación. De esa forma Israel recibió su ser.

Fue Israel, es decir, no una de las naciones, sino un pueblo recién creado, agregado a las naciones, recibidos entre ellas, perpetuamente diferentes de todas las otras naciones en origen y significado. Y este pueblo es también nacido de la fe. Con este fin Dios lo arroja a la muerte: en Moriah; en la huída de Jacobo; en las angustias de José, y en los temores de Moisés; junto a los fieros hornos de Pitón y Ramsés; cuando los lactantes de los hebreos flotaron en el Nilo. Y de esta muerte es la fe que salva y libera una y otra vez, y por lo tanto, el Espíritu Santo que continúa Su gloriosa obra en la generación y regeneración de este pueblo venidero. Después que nace este pueblo es nuevamente arrojado a la muerte: primero, en el desierto; luego, durante el tiempo de los jueces; finalmente, en el Exilio. Sin embargo, no puede morir, porque lleva en su vientre la esperanza de la promesa. No importa cuán mutilado, plagado, y diezmado, se multiplica una y otra vez; porque la promesa del Señor no falla, y a pesar de vergonzosos retrocesos y apostasía, Israel manifiesta la gloria de un pueblo nacido, que vive y muere por fe.

Por lo tanto, la obra del Espíritu Santo pasa por estas tres etapas: Abel, Abraham, Moisés; el individuo, la familia, la nación. En cada una de estas tres el trabajo del Espíritu Santo es visible, en la medida que todo es forjado por la fe. ¿No es la fe forjada por el Espíritu Santo? Muy bien; por fe Abel obtuvo buen testimonio; por fe Abraham recibió al hijo de la promesa; y por fe Israel pasó a través del Mar Rojo.

¿Y cuál es la relación entre vida y la palabra de vida durante estas tres etapas? ¿Es, de acuerdo a las representaciones vigentes, primero vida, y luego, la palabra fluyendo como una muestra de la vida consciente?

Evidentemente la historia demuestra completamente lo contrario. En el Paraíso la palabra precede y la vida viene después. A Abraham en Ur de los Caldeos, primero la palabra; “Salid de vuestra tierra, y os bendeciré, y en ti serán bendecidas todas las familias de la tierra.” En el caso de Moisés es primero la palabra en el arbusto ardiente y luego la travesía por el Mar Rojo. Esta es la forma determinada por el Señor. Primero habla, luego obra. O mejor dicho, Él habla, y al hablar aviva. Estos dos están en la más cercana conexión. No es como si la palabra causara la vida; porque el Eterno y Trino Dios es la única Causa, Fuente, y Manantial de vida. Pero la palabra es el instrumento mediante el cual Él desea completar Su obra en nuestros corazones.

No podemos detenernos aquí para considerar la obra del Padre y del Hijo, ya sea que precedió o que vino después de aquella del Espíritu Santo, y con la cual está entrelazada. De los milagros hablamos sólo porque descubrimos en ellos un doble trabajo del Espíritu Santo. La ejecución del milagro es del Padre y del Hijo, y no tanto del Espíritu Santo. Pero tan a menudo como complacía a Dios usar a hombres como instrumentos en la ejecución de milagros, es la obra especial del Espíritu el prepararlos poniendo fe en sus corazones. Moisés golpeando la roca no creía, pero imaginó que al golpear él mismo podría producir agua de la roca; lo cual sólo Dios puede hacer. Para el que cree, da lo mismo si habla o golpea la roca. Palo o lengua no pueden afectarlo en lo más mínimo. El poder procede sólo de Dios. De ahí la grandeza del pecado de Moisés. Pensó que él iba a ser el obrero, y no Dios. Y esta es obra del pecado en el pueblo de Dios.

Por consiguiente vemos que cuando Moisés arrojó su vara, cuando maldijo el Nilo, cuando Elías y otros hombres de Dios forjaron milagros, no hicieron nada, sólo creyeron. Y en virtud de su fe se transformaron para los observadores en los intérpretes del testimonio de Dios, mostrándoles las obras de Dios y no las suyas propias. Esto es lo que exclamó San Pedro: “¿Por qué nos miráis a nosotros como si con nuestro poder o piedad hubiésemos hecho andar a este hombre?” (Hechos iii. 12).

Forjar esta fe en los corazones de los hombres que habrían de ejecutar estos milagros fue la primera labor del Espíritu Santo. Su segunda labor fue avivar la fe en los corazones de aquellos sobre quienes debía ejecutarse el milagro. De Cristo está escrito que en Capernaúm no pudo efectuar muchas obras poderosas debido a la incredulidad de ellos; y leemos repetidamente: “Vuestra fe os ha salvado” (Mat. ix. 22; Marcos v. 34; Marcos x. 52; Lucas viii. 48; Lucas xvii. 19).

Pero el milagro por sí solo no tiene ningún poder de convencimiento. El no creyente comienza por negarlo. Lo explica de causas naturales. No quiere ni puede ver la mano de Dios en él. Y cuando es tan convincente que no puede negarlo, dice: “Es del diablo.” Pero no reconocerá el poder de Dios. Por lo tanto, para hacer efectivo el milagro, el Espíritu Santo debe también abrir los ojos de aquellos que son testigos de él para ver el poder de Dios allí contenido. Toda la lectura de los milagros en nuestra Biblia es infructuosa a no ser que el Espíritu Santo abra nuestros ojos, y entonces los veamos vivir, escuchemos su testimonio, experimentemos su poder, y glorifiquemos a Dios por Sus poderosas obras.


XV. La Revelación del Antiguo Testamento por Escrito

“Y dije: No me acordaré más de él, ni hablaré más en su nombre; no obstante, había en mi corazón como un fuego ardiente metido en mis huesos; traté de sufrirlo, y no pude.”—Jer. xx. 9.

Aunque los milagros realizados para Israel y en medio de él crearon un glorioso centro de vida en medio del mundo pagano, no constituyeron una Sagrada Escritura; porque esta no puede ser creada si Dios no habla al hombre, incluso a Su pueblo, Israel. “Dios, que en varios momentos y en diversas formas habló en tiempos pasados a los padres mediante los profetas, nos ha hablado en estos últimos días por medio de Su Hijo” (Heb. i. 1).

Este hablar divino no está limitado a la profecía. Dios habló a otros aparte de los profetas, por ejemplo, a Eva, Caín, Agar, etc. Recibir una revelación o una visión no hace de uno un profeta, a no ser que sea acompañada de una orden a comunicar la revelación a otros. La palabra “nabi,” el término bíblico para profeta, no señala una persona que recibe algo de Dios, sino alguien que trae algo al pueblo. Por consiguiente, es un error confinar la revelación divina al oficio profético. De hecho, se extiende a toda la raza en general; la profecía es sólo uno de sus rasgos especiales. En relación a la revelación divina en su alcance más amplio, es evidente en la Escritura que Dios habló a los hombres desde Adán hasta el último de los apóstoles. Desde el Paraíso hasta Patmos, la revelación fluye como un hilo dorado a través de cada parte de la Historia Sagrada.

Por lo general, la Escritura no trata este hablar divino metafóricamente. Hay excepciones, como por ejemplo, “Dios habló a los peces” (Jonás ii. 10); “Los cielos declaran la gloria de Dios, y día tras día pronuncian palabra” (Salmos xix. 2, 3). Sin embargo, puede ser demostrado, en mil pasajes contra uno, que el hablar ordinario del Señor no puede ser tomado en otro sentido que no sea el literal. Esto es evidente en el llamado de Dios a Samuel, que el niño confundió con el de Elí. Es evidente también de los nombres, números, y localidades que son mencionadas en este divino hablar; especialmente de los diálogos entre Dios y el hombre, como en la historia de Abraham en el conflicto de su fe en relación a la simiente prometida, y en su intercesión por Sodoma.

Y por lo tanto no podemos concordar con aquellos que tratarían de persuadirnos que el Señor en realidad no habló; de que si se lee de tal manera, no debe ser entendido de esa manera; y que una percepción más clara muestra que “una cierta influencia de Dios afectó la vida interior de la persona mencionada. En relación con el particular carácter de la persona y las influencias de su pasado y presente, este suceso dio especial claridad a su consciencia, y forjó en él una convicción, tal que sin vacilación, declaró: ‘Como haré lo que Dios quiere, sé que el Señor me ha hablado.’” Esta representación la rechazamos como excesivamente perniciosa y dañina para la vida de la Iglesia. La llamamos falsa, porque deshonra la verdad de Dios; y nos rehusamos a tolerar una teología que comienza desde tales premisas. Aniquila la autoridad de la Escritura. A pesar de ser elogiada por el ala ética, es excesivamente antiética, en la medida que se opone directamente a la, claramente expresada, verdad de la Palabra de Dios. Más aun, este hablar divino, cuyo registro ofrece la Escritura, debe ser entendido como verdadero hablar.

¿Y qué es hablar? Hablar presupone una persona que tiene un pensamiento que desea transmitir directamente a la consciencia de otro sin la intervención de una tercera persona o de escritura o de gesto. Por consiguiente, cuando Dios habla al hombre hay tres implicancias:

Primero, que Dios tiene un pensamiento que desea comunicar al hombre.

Segundo, que Él ejecuta Su plan en forma directa.

Tercero, que la persona receptora del mensaje ahora posee el pensamiento divino con este resultado, que está consciente de la misma idea que un momento atrás sólo existía en Dios.

Con toda explicación que haga total justicia a estos tres puntos estaremos de acuerdo; todas las demás las rechazamos.

Con respecto a la pregunta de si el hablar es posible sin sonido, respondemos: “No, no entre los hombres.” Ciertamente el Señor puede hablar y ha hablado en ocasiones por medio de vibraciones de aire; pero Él puede hablar al hombre sin el empleo de sonido u oído. Como hombres, tenemos acceso a nuestras mutuas consciencias sólo por medio de los órganos sensoriales. No podemos comunicarnos con nuestro prójimo si él no escucha, ve o siente nuestro tacto. El desafortunado que carece de estos sentidos no puede recibir la más mínima información desde el exterior. Pero el Señor nuestro Dios no está limitado en este aspecto. Tiene acceso al corazón y la consciencia del hombre desde dentro. Puede impartir a nuestras consciencias lo que desee en forma directa, sin el uso de tímpano, nervio auditivo ni vibración del aire. Aunque un hombre sea totalmente sordo, Dios lo puede hacer oír, hablando internamente a su alma.

Sin embargo, para lograr esto Dios debe condescender a nuestras limitaciones. Porque la consciencia está sujeta a las condiciones mentales del mundo en que vive. Un negro, por ejemplo, no puede tener otra consciencia que aquella desarrollada por su entorno y adquirida por su lenguaje. Hablando con un forastero no familiarizado con nuestra lengua, debemos adaptarnos a sus limitaciones y dirigirnos a él en su propio idioma. Por consiguiente, para hacerse inteligible al hombre, Dios debe vestir Sus pensamientos en lenguaje humano y de esta forma transmitirlos a la consciencia humana.

A la persona referida le debe parecer, por lo tanto, como si se le hubiera hablado de forma normal. Recibió la impresión que escuchó palabras del idioma humano transmitiéndole pensamientos divinos. Por consiguiente, el hablar divino siempre se adapta a las capacidades de la persona a quien se dirige. Dado que en condescendencia el Señor Se adapta a la consciencia de todo hombre, Su hablar asume la forma peculiar a la condición de cada hombre. ¡Qué diferencia, por ejemplo, entre la palabra de Dios a Caín y aquella a Ezequiel! Esto explica cómo Dios pudo mencionar nombres, fechas, y diversos otros detalles; cómo podía hacer uso del dialecto de cierto período; de la derivación de palabras, como en el cambio de nombre, como en el caso de Abraham y Sara.

Esto muestra también que el hablar de Dios no está limitado a personas devotas y susceptibles preparadas para recibir una revelación. Adán estaba totalmente no preparado, escondiéndose de la presencia de Dios. Y también lo estuvieron Caín y Balaam. Incluso Jeremías dijo: “No hablaré más en Su nombre. Pero Su palabra estaba en mi corazón como un fuego ardiente, encerrado en mis huesos: traté de sufrirlo, pero no pude” (cap. xx. 9). Por consiguiente, la omnipotencia divina es ilimitada. El Señor puede impartir la sabiduría de Su voluntad a quienquiera le plazca. La pregunta de por qué no ha hablado durante dieciocho siglos no debe ser respondida, “Porque ha perdido el poder”; sino, “Porque no le pareció bien.” Habiendo ya hablado y habiendo traído en la Escritura Su palabra a nuestras almas, Él está silencioso ahora para que podamos honrar la Escritura.

Sin embargo, se debe notar que en este divino hablar desde el Paraíso a Patmos hay un cierto orden, unidad, y regularidad; por eso agregamos:

Primero, el hablar divino no estaba confinado a individuos, pero, teniendo un mensaje para todos los pueblos, Dios habló a través de Sus profetas elegidos. Que Dios puede hablar a una nación completa a la vez queda demostrado por los eventos de Sinaí. Pero no siempre le complació hacer esto. Por el contrario, Él nunca les habló de esa forma después, pero introdujo el profetismo en su lugar. Por consiguiente, la misión particular del profetismo es recibir las palabras de Dios e inmediatamente comunicarlas al pueblo. Dios habla a Abraham lo que es sólo para Abraham; pero a Joel, Amos, etc., un mensaje no para ellos mismos, sino para otros a quienes debe ser transmitido. En relación a esto notamos el hecho de que el profeta no está solo; está en relación con una clase de hombres entre quienes su mente fue gradualmente preparada para hablar al pueblo, y recibir el Oráculo divino. Porque la particular característica de la profecía era la condición de éxtasis, que difería enormemente de la forma en que Dios habló a Moisés.

Segundo, estas revelaciones divinas están mutuamente relacionadas y, tomadas en su conjunto, constituyen un todo. Primero está la fundación, luego la superestructura, hasta que finalmente el ilustre palacio de la divina verdad y sabiduría es completado. La revelación como un todo muestra, por tanto, un glorioso plan dentro del cual se introducen perfectamente las revelaciones especiales para individuos.

Tercero, el hablar del Señor, especialmente la palabra interior, es particularmente la obra del Espíritu Santo, que, como hemos descubierto antes, aparece más sorprendentemente cuando Dios entra en contacto más cercano con la criatura. Y la consciencia es la parte más íntima del ser del hombre. Por lo tanto, tan a menudo como el Señor nuestro Dios entra a la consciencia humana para comunicar Sus pensamientos, vestidos como pensamientos y hablar humano, la Escritura y el creyente honran y adoran, en ese sentido, la reconfortante operación del Espíritu Santo.


XVI. Inspiración

“Escribe al ángel de la iglesia en Sardis: el que tiene los siete espíritus de Dios dice estas cosas.”—Rev. iii. 1.

No hablamos aquí del Nuevo Testamento. Nada ha contribuido más a falsificar y socavar la fe en la Escritura y la visión ortodoxa respecto a ella que la práctica no-histórica y antinatural de considerar la Escritura del Antiguo y del Nuevo Testamento al mismo tiempo.

El Antiguo Testamento aparece primero; luego vino el Verbo encarnado; y sólo después de ello la Escritura del Nuevo Testamento. En el estudio de la obra del Espíritu Santo el mismo orden debería observarse. Antes que hablemos de Su obra en la Encarnación, la inspiración del Nuevo Testamento ni siquiera debe ser mencionada. Y hasta la Encarnación, no existía otra Escritura aparte del Antiguo Testamento.

Ahora, la pregunta es: ¿Cómo ha de trazarse la obra del Espíritu Santo en la construcción de dicha Escritura?

Hemos considerado la pregunta de cómo fue preparada. Por maravillosas obras Dios creó una nueva vida en este mundo; y, con el objeto de hacer que el hombre crea en estas obras, Él habló al hombre ya sea directa o indirectamente, es decir, por los profetas. Pero esto no creó una Sagrada Escritura. Si no se hubiera hecho nada más, nunca habría habido tal Escritura; porque los eventos se desarrollan y pertenecen al pasado; la palabra una vez hablada se desvanece con la emoción en la consciencia.

La escritura humana es el maravilloso obsequio que Dios otorgó al hombre para perpetuar lo que de otra forma se habría olvidado y perdido absolutamente. La Tradición falsifica el relato. Entre hombres santos esto no sería así. Pero somos hombres pecadores. Por pecado una mentira puede ser contada. El pecado es también la causa de nuestra falta de seriedad, y la raíz de todo olvido, descuido, y desconsideración. Estos son los dos factores, mentiras y descuido, que roban de su valor a la tradición. Por esta razón Dios dio a nuestra raza el obsequio de la escritura. Ya sea en cera, en metal, en piedra, en pergamino, en papiro, o en papel, no tiene importancia; pero que Dios habilitó al hombre para encontrar el arte de dejar para la posteridad un pensamiento, una promesa, un evento, independiente de su persona, adjuntándolo a algo material, de manera que pudiera perdurar y ser leído por otros aun después de su muerte—esto es de la mayor importancia.

Para nosotros, los hombres, la lectura y la escritura son formas de hermandad. Comienza con el hablar, que es esencial para la hermandad. Pero el mero hablar lo confina a estrechos límites, mientras que leer y escribir le da un alcance más amplio, extendiéndolo a personas lejanas y a generaciones que aún no nacen. A través de la escritura las generaciones pasadas en realidad viven juntas. Aun ahora nos podemos encontrar con Moisés y David, Isaías y Juan, Platón y Cícero; podemos escucharlos hablar y recibir sus declaraciones mentales. La escritura no es entonces una cosa despreciable como lo consideran algunos que son excesivamente espirituales y desprecian la Palabra escrita. Por el contrario, es grande y gloriosa—uno de los poderosos factores mediante el cual Dios mantiene al hombre y a las generaciones en viva comunicación y ejercicio de amor. Su descubrimiento fue una maravillosa gracia, el obsequio de Dios para el hombre, duplicando sus tesoros y mucho más.

El obsequio ha sido a menudo abusado; sin embargo, en su uso correcto hay gloria ascendente. ¡Cuánto más glorioso aparece el arte de escribir cuando Dante, Shakespeare, y Schiller escriben su poesía, que cuando un pedagogo compila sus libros de ortografía o el notario público garabatea el arriendo de una casa!

Como la escritura puede ser usada o abusada, y puede servir propósitos bajos o altos, surge la pregunta: “¿Cuál es su fin superior?” Y sin la más mínima vacilación respondemos: “La Sagrada Escritura.” Tal como el hablar y el lenguaje humano son del Espíritu Santo, Él también nos enseña la escritura. Pero mientras que el hombre usa el arte para registrar pensamientos humanos, el Espíritu Santo lo emplea para dar forma fija y duradera a los pensamientos de Dios. Por consiguiente, hay un uso humano de ella y uno divino. El más alto y completamente único es aquel en la Sagrada Escritura.

En realidad no hay otro libro que sostenga la comunicación entre hombres y generaciones como lo hace la Sagrada Escritura. Para honrar Su propia obra, el Espíritu Santo ha motivado la distribución universal sólo de este libro, poniendo así a hombres de todas las condiciones y clases en comunicación con las más antiguas generaciones de la raza.

Desde este punto de vista, la Sagrada Escritura debe ser considerada de hecho como “la Escritura por excelencia.” De ahí la divina y a menudo repetida orden: “Escribe.” Dios no sólo habló y actuó, dejando al hombre discernir si Sus obras y el tenor de Sus Palabras habrían de ser olvidadas o recordadas, sino Él también ordenó que fueran registradas por escrito. Y cuando justo antes del anuncio y cierre de la divina revelación a Juan en Patmos, el Señor le ordenó, “Escribe a la Iglesia” de Éfeso, Pérgamo, etc., Él repitió en un resumen cuál era el objeto de todas las revelaciones precedentes, a saber, que deberían ser escritas y en forma de Escritura, un obsequio del Espíritu Santo, y ser depositadas en la Iglesia, que por esta misma razón se denomina la “columna y baluarte de toda verdad.” No, de acuerdo a una interpretación posterior, como si la verdad estuviera oculta en la Iglesia; sino, de acuerdo a la antigua representación, esa Sagrada Escritura fue confiada a la Iglesia para su preservación.

Sin embargo, no queremos decir que en referencia a todos los versos y capítulos el Espíritu Santo ordenó, “Escribid,” como si la Escritura, tal como la poseemos, hubiera entrado en existencia página por página. Con certeza la Escritura es divinamente inspirada: una afirmación distorsionada y pervertida por nuestros teólogos éticos hasta dejarla irreconocible, si entienden por ella que “profetas y apóstoles estaban personalmente animados por el Espíritu Santo.” Esto confunde iluminación con revelación, y revelación con inspiración. La “Iluminación” es la clarificación de la consciencia espiritual que en Su propio tiempo el Espíritu Santo dará, en mayor o menor medida, a todo hijo de Dios. La “Revelación” es una comunicación de los pensamientos de Dios entregados de forma extraordinaria, por un milagro, a profetas y apóstoles. Pero “inspiración,” la cual totalmente diferente a estas, es aquella especial y única operación del Espíritu Santo mediante la cual Él dirigió las mentes de los escritores de la Escritura en el acto de escribir. “Toda Escritura es inspirada por Dios” (2 Ti. iii. 16); y esto no tiene relación con la iluminación ordinaria, ni la revelación extraordinaria, sino a una operación que se mantiene totalmente sola y que la Iglesia siempre ha confesado bajo el nombre de Inspiración. Por consiguiente, inspiración es el nombre de esa exhaustiva operación del Espíritu Santo mediante la cual otorgó a la Iglesia una completa e infalible Escritura. Llamamos a esta operación exhaustiva porque fue orgánica, no mecánica.

La práctica de escribir data de la antigüedad remota; precedida, sin embargo, por la preservación de la tradición oral por el Espíritu Santo. Esto es evidente en la narrativa de la Creación. Connotados físicos como Agassiz, Dana, Guyot, y otros han declarado abiertamente que la narrativa de la Creación registró hace muchos siglos lo que hasta el momento ningún hombre podría saber por sí mismo, y que en realidad, es sólo revelado parcialmente por el estudio de geología. Por consiguiente, la narrativa de la Creación no es mito, sino historia. Los eventos tuvieron lugar como se registra en los capítulos iniciales de Génesis. El Creador mismo tiene que haberlos comunicado al hombre. Desde Adán hasta el tiempo en que se inventó la escritura, el recuerdo de esta comunicación tiene que haber sido preservada correctamente. Que existan dos narrativas de la Creación no demuestra lo contrario. La Creación es considerada desde los puntos de vista naturales y espirituales; por consiguiente, es perfectamente correcto que la imagen de la Creación deba ser completada en un esquema doble.

Si Adán no recibió el encargo especial, sin embargo, de la revelación misma obtuvo la poderosa impresión de que tal información no estaba diseñada sólo para él, pero para todos los hombres. Dándose cuenta de su importancia y la obligación que imponía, generaciones sucesivas han perpetuado el recuerdo de las maravillosas palabras y obras de Dios, primero oralmente, luego por escrito. De esta forma surgió gradualmente una colección de documentos que a través de la influencia egipcia fueron puestas en forma de libro por los grandes hombres de Israel. Estos documentos habiendo sido coleccionados, cernidos, compilados, y expandidos por Moisés, formaron en su día el comienzo de una Sagrada Escritura propiamente tal.

Si Moisés y esos escritores anteriores estaban conscientes de su inspiración no es importante; el Espíritu Santo los dirigió, trajo a su conocimiento lo que debían saber, agudizó su juicio en la elección de documentos y registros, para que decidieran correctamente, y les otorgó una madurez mental superior que los habilitó para siempre elegir la palabra correcta.

Aunque el Espíritu Santo habló directamente a los hombres, no siendo el hablar y el lenguaje invenciones humanas, en la escritura utilizó agencias humanas. Pero ya sea que dicte directamente, como en la Revelación de San Juan, o gobierne la escritura indirectamente, como con historiadores y evangelistas, el resultado es el mismo: el producto es tal, en forma y contenido como el Espíritu Santo lo diseñó, un documento infalible para la Iglesia de Dios.

Por consiguiente, la confesión de inspiración no excluye la numeración ordinaria, la recolección de documentos, filtrar, registrar, etc. Reconoce todas estas materias que son claramente discernibles en la Escritura. El estilo, la dicción, las repeticiones, todas retienen su valor. Pero debe insistirse que la Escritura como un todo, como fue finalmente presentada a la Iglesia, con respecto a contenido, selección, y arreglo de documentos, estructura, y aun palabras, debe su existencia al Espíritu Santo, es decir, que los hombres empleados en esta obra fueron consciente o inconscientemente controlados y dirigidos por el Espíritu, en todos sus pensamientos, selecciones, filtrados, elección de palabras, y escritura, de modo que su producto final, entregado a la posteridad, poseía una perfecta certificación de divina y absoluta autoridad.

Que las Escrituras mismas presenten una cantidad de objeciones y en muchos aspectos no dejen la impresión de absoluta inspiración no milita en contra del hecho que toda esta labor espiritual estaba controlada y dirigida por el Espíritu Santo. Porque la Escritura tuvo que ser construida para dejar espacio para el ejercicio de la fe. No estaba destinada a ser aprobada por juicio crítico y aceptada sobre esa base. Esto eliminaría la fe. La fe se afianza directamente con la plenitud de nuestra personalidad. Para tener fe en el Verbo, la Escritura no debe captarnos en nuestro pensamiento crítico, sino en la vida del alma. Creer en la Escritura es un acto de vida del cual tú, ¡oh hombre sin vida! no eres capaz, a menos que el Avivador, el Espíritu Santo, os habilite. El que motivó la escritura de la Sagrada Escritura es el mismo que ha de enseñaros a leerlo. Sin Él, este producto de divino arte no os puede afectar. Por consiguiente creemos:

Primero, que el Espíritu Santo eligió esta construcción humana de la Escritura a propósito, de manera que nosotros como hombres podamos más fácilmente vivir en ella.

Segundo, que estos escollos fueron introducidos para que fuera imposible para nosotros aprehender su contenido con mera comprensión intelectual, sin ejercicio de la fe.


Notas

  1. Para la interpretación del autor respecto al Metodismo, vea la sección 5 en el Prefacio.

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