La Obra del Espíritu Santo/La Sagrada Escritura en El Nuevo Testamento

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English: The Work of the Holy Spirit/The Holy Scriptures in the New Testament

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Por Abraham Kuyper sobre Espíritu Santo
Capítulo 12 del Libro La Obra del Espíritu Santo

Traducción por Glorified Word Project


XXXIII. La Sagrada Escritura en el Nuevo Testamento

"Pero estas cosas han sido escritas para que Creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo Tengáis vida en su nombre."—Juan xx. 31.

Habiendo considerado el apostolado, analizaremos ahora el obsequio de Dios a la Iglesia, a saber, la Escritura del Nuevo Testamento. El apostolado otorgó un nuevo poder a la Iglesia.

De seguro que todo el poder está en el cielo; pero ha complacido a Dios permitir que este poder descienda a la Iglesia mediante órganos e instrumentos, de los cuales el principal es el apostolado. Este órgano fue un consuelo del Consolador, obsequiado a la Iglesia después que Jesús subió al cielo y provisoriamente no gobernaría a Su Iglesia en persona. Por lo tanto, fue a una Iglesia abandonada, no aún plantada, y pronto a ser dispersada, que el Espíritu Santo dio el apostolado como un vínculo de unión, como un órgano de auto-extensión, y como un instrumento para su propio enriquecimiento con el cabal conocimiento de la vida de gracia. Comisionados por el Rey de la Iglesia, los apóstoles estaban animados por el Espíritu Santo. Así como el Rey trabaja por Su Iglesia sólo por medio del Espíritu, también hizo que el apostolado funcionara por los altos poderes del Espíritu Santo.

No fue la intención del Señor que Su Iglesia comenzara su camino en la ignorancia, a vagar en errores múltiples, para finalmente, cuando el largo viaje fuera completado, llegara a una percepción más clara de la verdad; sino que desde el principio se parara a la luz del total conocimiento. De ahí que Él le dio el apostolado, para que desde la cuna de su existencia recibiera la luz del sol de gracia, y que ningún avance posterior del cristianismo jamás sobrepasara a aquel de los apóstoles.

Este es un hecho muy significativo.

En realidad, en el curso de la historia hay avances, especialmente en doctrina, que no ha cesado aún, y que continuarán hasta el final. El Rey ha lanzado Su Iglesia al medio de guerras y desventuras; Él no la ha permitido confesar Su nombre de una manera cobarde e indolente, sino que de época en época Él la ha obligado a defender esa confesión contra el error, la incomprensión, y la hostilidad. Es sólo en esta guerra que ha aprendido gradualmente a exhibir cada parte de su gloriosa herencia de verdad. Dios juzgará a los herejes; no obstante, aparte de mucho daño, han prestado a la Iglesia este excelente servicio de obligarla a despertar de su sueño sobre sus minas de oro, de explorarlas, y de abrir el tesoro escondido.

De ahí que nuestro conocimiento conciente de la verdad es más profundo que en los siglos anteriores. ¡Semper excelsior! ¡Siempre más alto! Puede que nunca cese la investigación de las cosas sagradas; aun ahora el Señor cumple Su promesa a cada verdadero teólogo: "Preguntad, y os será dado; buscad, y encontraréis" (Lc. xi. 9). Y en el desarrollo de la conciencia de la Iglesia en relación a su tesoro de verdades, el Espíritu Santo tiene un trabajo especial, y aquel que lo niegue permite que la Iglesia se petrifique y está ciego a la palabra del Señor.

No obstante, no importa cuán grande sea su progreso presente o futuro, nunca poseerá un grano de verdad adicional que cuando el apostolado dejó de existir. Posteriormente la mina de oro podría ser explorada; pero cuando los apóstoles murieron la mina misma ya existía. Nada se le puede agregar ni se agregará jamás; está completa por sí sola. Por esta razón los grandes hombres de Dios, quienes, en el curso de las épocas, mediante valientes palabras han animado a la Iglesia, siempre han señalado hacia atrás, a los tesoros de los apóstoles, y sin excepción han dicho a las iglesias: "Vuestro tesoro no está delante de ustedes, sino detrás de ustedes, y proviene de los días de los apóstoles."

Y aquí estaba la misericordia; cualquier otra disposición habría sido despiadada. La gente de hace un siglo o dieciocho siglos atrás tenían las mismas necesidades espirituales que nosotros; nada menos de lo que nosotros tenemos podría satisfacerlos. Sus heridas son nuestras; el bálsamo de Galaad que nos ha sanado, también los sanó a ellos. En consecuencia, el remedio para las almas debe estar listo para uso inmediato. La demora sería cruel. Por lo tanto, no es extraño ni problemático, sino en perfecta concordancia con la misericordia de Dios, que el tesoro completo de la verdad salvadora haya sido dado a la Iglesia directamente en el primer siglo:

Lograr esto fue la misión del apostolado. Es como la ciencia médica en este sentido, que realiza constantes progresos en el conocimiento de las hierbas. Pero no importa cuán grande sea ese progreso, no se ha producido ninguna nueva hierba. Aquellas que existen ahora, existieron siempre, poseyendo las mismas propiedades medicinales. La única diferencia es, que sabemos mejor que nuestros ancestros, como aplicarlas. De la misma manera, desde los días del apostolado, ningún nuevo remedio para sanar almas ha sido creado o inventado. En realidad, algunos de los poderes que entonces operaban se han perdido para nosotros, por ejemplo, el don de lenguas. La única diferencia entre la Iglesia de entonces y la de ahora es que nosotros, en concordancia con esta época pensante y emocional, entendemos más profundamente la conexión entre el efecto del remedio y la curación de nuestras heridas.

Esta diferencia no nos hace ni más ricos ni más pobres. Para el simple campesino es suficiente recibir la medicina prescrita, a pesar de que sea ignorante de sus ingredientes y de sus efectos sobre la sangre y los nervios. En su mundo esta necesidad no existe. Pero el hombre pensante, que entiende la conexión entre causa y efecto, no tiene ninguna confianza en medicina alguna a no ser que sepa algo de su funcionamiento. Para él, el conocimiento es una necesidad absoluta, y para el efecto psicológico es aún más indispensable.

Asimismo, esto es cierto de la Iglesia de Cristo; no siempre ha sido igual, ni tampoco lo han sido sus necesidades. El desarrollo de nuestro conocimiento ha sido tal que cada época ha recibido una revelación adaptada a su necesidad. Más que esto: la propia fermentación de la época ha creado la necesidad modificada, y ha sido empleada por Dios para dar un entendimiento más claro de la verdad.

Y sin embargo, cualquiera sea el aumento en la claridad y madurez del conocimiento en cuanto al secreto del Señor a través de los tiempos, el secreto mismo ha permanecido igual. Nada se le ha agregado. Y el misterio del apostolado es que, por las labores de sus miembros, todo el secreto del Señor se dio a conocer a la Iglesia bajo la infalible autoría del divino Inspirador, el Espíritu Santo.

Este es el gran hecho logrado por el apostolado: la publicación de todo el secreto del Señor, mediante la cual la revelación en el Antiguo Testamento a Juan el Bautista y a Cristo fue ampliada y elaborada. Porque el completar una cosa significa agregar aquello que antes faltaba; después de lo cual nada más puede ser agregado. Y este es el segundo punto que enfatizamos.

A través de los apóstoles la Iglesia recibió algo no poseído por Israel ni impartido por Cristo. Cristo mismo declara: "Tengo aún muchas cosas que deciros, pero no las podéis soportar ahora. No obstante cuando Él, el Espíritu de la verdad, venga, Él os guiará hasta la verdad; porque Él no hablará de sí mismo; sino lo que sea que escuche, eso hablará; y Él les mostrará cosas que vendrán. Él me glorificará a Mí; porque Él recibirá de Mí, y lo mostrará a vosotros " (Jn. xvi. 12-14). San Pablo habló con no menos claridad, diciendo: "Que el misterio que se mantuvo en secreto desde el comienzo del mundo ha sido manifestado" (Rom. xvi. 25). Y nuevamente: "Para hacer que los hombres vean cuál es la dispensación del misterio que por todos los tiempos estuvo oculto en Dios." Y nuevamente: "El misterio que ha estado oculto desde siempre y de generaciones, pero que ahora se hace manifiesto a sus santos" (Col. i. 16). Finalmente, San Juan declara que los apóstoles atestiguan de aquello que habían visto con sus ojos, y sus manos habían tocado de la Palabra de la Vida, que estaba con el Padre, y que se manifiesta.

Aunque no negamos que la semilla del conocimiento salvador fue dada en el Paraíso, a los Patriarcas, y a Israel; la Escritura enseña claramente que la verdad que fue revelada a los Patriarcas, era desconocida en el Paraíso; la que fue revelada a Israel, era desconocida para los Patriarcas; y la que vino por Jesús, fue una verdad que estaba oculta a Israel. De manera similar, la verdad no declarada por Jesús fue revelada a la Iglesia por el santo apostolado.

Contra esta última afirmación, sin embargo, se han planteado objeciones: Muchos escritores no creyentes del presente siglo han afirmado frecuentemente que, no Jesús, sino Pablo fue el verdadero fundador del cristianismo; mientras otros nos han exhortado frecuentemente a abandonar la teología ortodoxa de San Pablo, y a volver a las simples enseñanzas de Jesús; especialmente a Su Sermón del Monte.

Y realmente, mientras más se estudia la Escritura, más obvia parecerá la diferencia entre el Sermón del Monte y la Epístola a los Romanos. Esto no significa que ambos se contradigan, sino de esta forma, que el último contiene elementos de verdad, nuevos rayos de luz, no encontrados en el primero.

Si uno objeta las doctrinas de los apóstoles, como lo hace la Escuela de Groninger, es natural posicionar a los evangelios por encima de las epístolas. De ahí el hecho de que muchos pseudocreyentes reciben las Parábolas y el Sermón del Monte pero rechazan la doctrina de justificación, como la enseñaba San Pablo; mientras aquellos que desean romper completamente con el cristianismo se inclinan a considerar la epístolas paulinas como su real exponente, pero sólo para rechazarlas junto con todo el cristianismo Paulino. Para la Iglesia del Dios vivo, que recibe a ambas, hay en esta tendencia impía una exhortación a tener un ojo abierto a la diferencia entre los evangelios y las epístolas, y reconocer que nuestros oponentes tienen razón cuando la denominan una marcada diferencia.

Sin embargo, mientras nuestros oponentes usan la diferencia para atacar, ya sea a la autoridad de la doctrina apostólica o aquella del cristianismo mismo, la Iglesia confiesa que no hay nada sorprendente en esta diferencia. Ambas son partes de la misma doctrina de Jesús, con esta distinción: que la primera parte fue revelada directamente por Cristo, mientras la otra la dio a Su Iglesia indirectamente mediante los apóstoles.

Por supuesto, en tanto los apóstoles sean considerados como personas independientes, enseñando una nueva doctrina por su propia autoridad, nuestra solución no resuelve la dificultad. Pero al confesar que son santos apóstoles, es decir, instrumentos del Espíritu Santo a través de quienes el propio Jesús enseñó a Su gente desde el cielo, entonces todas las objeciones son respondidas, y no existe ni la sombra de conflicto.

Porque Jesús simplemente actuó como un padre terrenal en la preparación de sus hijos, que les enseña de acuerdo a su comprensión; y por si acaso él muere, con su labor aún no terminada, dejará instrucciones escritas a ser abiertas después de su partida. Pero Jesús murió para alzarse de nuevo, y aun después de su ascensión Él continuó estando en contacto vivo con Su Iglesia a través del apostolado. Y lo que nosotros escribiríamos antes de nuestro deceso, Jesús hizo que fuera escrito por Sus apóstoles bajo la dirección especial del Espíritu Santo. De esta forma se originan las Escrituras del Nuevo Testamento—un Nuevo Testamento en un sentido ahora más fácilmente entendido.

La exactitud de esta representación queda demostrada por las propias palabras de Cristo, que nos enseñan—

Primero, que hubo cosas declaradas a los apóstoles antes de Su partida, y hubo cosas no declaradas, porque en ese momento no las podían soportar.

Segundo, que Jesús declararía las últimas también, pero a través del Espíritu Santo.

Tercero, que el Espíritu Santo revelaría estas cosas a ellos, no aparte de Jesús, sino tomando las de Cristo y declarándolas a ellos.


XXXIV. La Necesidad de la Escritura del Nuevo Testamento

"Porque testifico ante todo hombre que escuche las palabras de la profecía de este libro, Si algún hombre agregue a estas cosas, Dios le agregará a él las plagas que están escritas en este libro."—Rev. xxii. 18.

Si la Iglesia después de la ascensión de Cristo hubiese estado destinada a vivir sólo una vida, y hubiese estado confinada sólo a la tierra de los judíos, los santos apóstoles podrían haber logrado su cometido con la enseñanza verbal. Pero como hubo de vivir al menos dieciocho siglos, y hubo de extenderse por el mundo entero, los apóstoles estuvieron obligados a recurrir a la comunicación escrita de la revelación que habían recibido.

Si no hubieran escrito, las iglesias de África y Galia jamás habrían podido recibir información confiable; y la tradición hubiera perdido su carácter fidedigno hace mucho tiempo. La revelación escrita ha sido, por lo tanto, el medio indispensable mediante el cual la Iglesia, durante su larga y siempre creciente trayectoria, ha sido preservada de la completa degeneración y falsificación.

No obstante, de sus epístolas no se desprende que los apóstoles entendieran claramente esto. De seguro no esperaban que la Iglesia permaneciera en este mundo por dieciocho siglos; y casi todas sus epístolas llevan un sello local, como si no estuvieran dirigidas a la Iglesia en general, sino sólo a iglesias particulares. Y sin embargo, aunque ellos no lo entendían, el Señor Jesús lo sabía; así lo había planeado; de ahí que la epístola escrita exclusivamente para la iglesia de Roma estaba dirigida y ordenada por Él, y sin que Pablo lo supiera, para edificar la Iglesia de todos los tiempos.

Por lo tanto, dos cosas debían hacerse para la Iglesia del futuro:

Primero, la imagen de Cristo debía ser recibida de los labios de los apóstoles y plasmada en escritura.

Segundo, las cosas respecto de las cuales Jesús había dicho, "No las podéis soportar ahora, pero el Espíritu Santo las declarará a vosotros," debían ser registradas. Este es el postulado de todo este asunto. La condición de las iglesias, su larga duración en el futuro, y su crecimiento mundial lo exigían.

Y los hechos demuestran que las medidas se tomaron; pero no inmediatamente. En tanto la Iglesia estuviera confinada a un pequeño círculo, y el recuerdo de Cristo permaneciera fresco y poderoso, la palabra hablada de los apóstoles era suficiente. El decreto del Sínodo de Jerusalén fue quizás el primer documento escrito procedente de ellos. Pero cuando las iglesias empezaron a extenderse al otro lado del mar a Corinto y Roma, y hacia el norte en Éfeso y Galacia, entonces Pablo comenzó a sustituir las instrucciones escritas por las verbales. Gradualmente esta labor epistolar se extendió y el ejemplo de Pablo fue seguido. Quizás cada cual escribió en su propio turno. Y a estas epístolas se agregaron las narrativas de la vida, muerte, y resurrección de Cristo y los Hechos de los Apóstoles. Al fin, el Rey ordenó a Juan desde el cielo a escribir en un libro la extraordinaria revelación que se le dio en Patmos.

El resultado fue un aumento gradual en el número de escritos apostólicos y no-apostólicos, excediendo con creces aquellos contenidos en el Nuevo Testamento. Al menos las epístolas de Pablo revelan que escribió muchas más de las que actualmente poseemos. Pero aún si él no nos hubiera informado al respecto, el hecho habría quedado suficientemente establecido; porque es improbable que escritores excelentes como Pablo y Juan no hubieran escrito más de una docena de cartas durante sus largas y memorables vidas. Aún en un año deben haber escrito más que eso. La controversia de antaño respecto de la afirmación que ningún escrito apostólico se podría haber perdido fue muy desatinada, y evidenció poco reconocimiento de la vida real.

Es notable que de esta gran masa una pequeña cantidad de escritos fuera gradualmente separada. Unos pocos fueron recolectados primero, luego más fueron agregados, y dispuestos en cierto orden. Tomó bastante tiempo hasta que hubo uniformidad y concordancia; de hecho, algunos escritos no fueron universalmente reconocidos hasta pasados tres siglos. Pero a pesar del tiempo y la controversia, el cernido se llevó a cabo, y el resultado fue que la iglesia distinguió en esta gran masa de literatura dos partes claramente diferenciadas: por una parte, este grupo ordenado de veintisiete libros; y por otra parte, el remanente de escritos de antiguo origen.

Y cuando se finalizó el proceso de filtrar y separar, Espíritu Santo siendo testigo en las iglesias de que este conjunto de escritos constituía un todo, y de que era, en realidad, el Testamento del Señor Jesús a Su Iglesia, entonces la Iglesia tomó conciencia de que poseía una segunda colección de libros sagrados de igual autoridad que la primera colección entregada a Israel; entonces juntó el Antiguo Testamento con el Nuevo, que unidos forman la Sagrada Escritura, nuestra Biblia, la Palabra de Dios.

A la pregunta, ¿Cómo se originó el Nuevo Testamento? respondemos sin vacilación: por el Espíritu Santo.

¿Cómo? ¿Les dijo a Pablo o a Juan: "Siéntate y escribe?"

Los evangelios y las epístolas no nos dan esa impresión. En realidad sí se aplica a la Revelación de San Juan, pero no a las otras escrituras del Nuevo Testamento. Ellas nos dan la impresión de haber sido escritas sin la más mínima idea de estar dirigidas a la Iglesia de todos los tiempos. Sus autores nos dan la impresión de estar escribiendo a ciertas iglesias de su propio tiempo definido, y que después de cien años quizás ni un solo fragmento de sus escritos existiría. Estaban, de hecho concientes de la ayuda del Espíritu Santo en la escritura de la verdad tal como la disfrutaban al hablar; pero que estaban escribiendo partes de la Sagrada Escritura, de seguro no lo sabían.

Cuando San Pablo terminó su Epístola a los Romanos, jamás se le ocurrió que en épocas futuras su carta poseería para millones de los hijos de Dios una autoridad igual a, o aún mayor, que las de las profecías de Isaías y los Salmos de David. Y tampoco los primeros lectores de su epístola, en la Iglesia de Roma, pudieron imaginar que después de dieciocho siglos los nombres de sus hombres principales serían aún palabras caseras en todo el mundo cristiano.

Pero si San Pablo no lo sabía, de seguro el Espíritu Santo sí lo sabía. Tal como por la educación el Señor a menudo prepara a una doncella para su aún desconocido, futuro esposo, asimismo el Espíritu Santo preparó a Pablo, Juan y Pedro para sus labores. Él dirigió sus vidas, circunstancias, y condiciones; Él provocó que surgieran en sus corazones los pensamientos, las meditaciones, e incluso las palabras requeridas para la escritura del Nuevo Testamento. Y mientras ellos escribían partes de la Sagrada Escritura, que un día sería el tesoro de la Iglesia universal de todos los tiempos—un hecho no comprendido por ellos, pero sí por el Espíritu Santo—Él dirigió sus pensamientos para protegerlos de los errores y guiarlos a la verdad. Él sabía de antemano cómo debería ser la versión completa de la Escritura del Nuevo Testamento, y qué partes la integrarían. Tal como un arquitecto, en sus procedimientos, prepara las diversas partes del edificio para después ubicarlas en sus lugares, asimismo el Espíritu Santo mediante diversos trabajadores preparó las diferentes partes del Nuevo Testamento, que posteriormente unió como un todo.

Porque el Señor, que por Su Espíritu Santo motivó la preparación de estas partes, es también el Rey de la Iglesia; Él vio estas partes esparcidas por doquier; dirigió hombres a cuidarlas, y a creyentes a tener fe en ellas. Y, finalmente, por medio de los hombres interesados, unió todos esos fragmentos sueltos, de manera que gradualmente, de acuerdo a Su Decreto Real, se originó el Nuevo Testamento.

Por lo tanto, no fue necesario que el Nuevo Testamento contuviera sólo escritos apostólicos. Marcos y Lucas no fueron apóstoles; y la noción de que estos hombres tienen que haber escrito bajo la dirección de Pablo o Pedro no tiene prueba o fuerza alguna. ¿Cuál es el beneficio de escribir bajo la dirección de un apóstol? Lo que otorga autoridad divina a los escritos de Lucas no es la influencia de un apóstol, sino que haya escrito bajo la absoluta inspiración del Espíritu Santo.

Creyendo en la autoridad del Nuevo Testamento, debemos reconocer que los cuatro evangelistas tienen idéntica autoridad. En lo que se refiere al contenido, el Evangelio de Mateo sobrepasa al de Lucas, y el de Juan puede exceder al Evangelio de Marcos; pero su autoridad es igualmente incuestionable. La Epístola a los Romanos tiene mayor valor que aquella a Filemón; pero su autoridad es la misma. En cuanto a sus personas, Juan estaba por sobre Marcos, y Pablo por sobre Judas; pero como dependemos no de la autoridad de sus personas, sino sólo de la del Espíritu Santo, estas diferencias personales no son significativas.

Por lo tanto, la pregunta no es si los escritores del Nuevo Testamento eran apóstoles, pero si fueron inspirados por el Espíritu Santo.

De seguro, ha complacido al Rey conectar Su testimonio con el apostolado; porque Él dijo: "Vosotros sois Mis testigos." Por ello sabemos que Lucas y Marcos obtuvieron su información respecto a Cristo de los apóstoles; pero nuestra garantía de la precisión y confiabilidad de sus afirmaciones no es el origen apostólico de las mismas, sino la autoridad del Espíritu Santo. Por lo tanto, los apóstoles son los canales a través de los cuales fluye a nosotros desde Cristo el conocimiento de estas cosas; pero si este conocimiento llega a nosotros mediante sus escritos o los escritos de otros no hace ninguna diferencia. La pregunta vital es si los portadores de la tradición apostólica fueron infaliblemente inspirados o no.

Aunque un escrito fuera endosado por los doce apóstoles, esto no sería prueba fehaciente de su credibilidad o autoridad divina. Porque aunque tuvieran la promesa de que el Espíritu Santo los guiaría a la verdad, esto no excluye la posibilidad de que ellos cayeran en errores o incluso en falsedades. La promesa no implicaba absoluta infalibilidad siempre, sino simplemente cuando actuaran como los testigos de Jesús. De ahí que la información de que un documento proviene de la mano de un apóstol es insuficiente. Requiere la información adicional de que pertenece a cosas que el apóstol escribió como testigo de Jesús.

Si, por lo tanto, la autoridad divina de cualquier escrito no depende de su carácter apostólico, sino exclusivamente de la autoridad del Espíritu Santo, se desprende, como un hecho obvio, que el Espíritu Santo tiene la competa libertad de tener el testimonio apostólico registrado por los apóstoles mismos, o por cualquier otro; en ambos casos la autoridad de estos escritos es exactamente la misma. Las preferencias personales no tienen cabida. En lo que se refiere a forma, contenido, riqueza, y atractivo, podemos distinguir entre Juan y Marcos, Pablo y Judas. Pero cuando toca el tema de la autoridad divina ante la cual debemos inclinarnos, entonces, ya no tomamos en cuenta tales distinciones, y preguntamos solamente: ¿Está este o aquel evangelio inspirado por el Espíritu Santo?


XXXV. El Carácter de la Escritura del Nuevo Testamento

"Estas cosas escribimos nosotros para que nuestro gozo sea completo."—1 Juan i. 4.

De los dos artículos precedentes, es evidente que la Escritura del Nuevo Testamento no fue realizada con la intención de tener la condición de documento notarial. Si esta hubiera sido la intención del Señor, habríamos recibido algo completamente diferente. Habría requerido una evidencia legal de dos partes:

En primer lugar, la prueba de que los eventos narrados en el Nuevo Testamento ocurrieron tal como fueron relatados.

En segundo lugar, que las revelaciones recibidas por los apóstoles fueron correctamente comunicadas.

Ambas certificaciones deberían ser presentadas por testigos, por ejemplo, para demostrar que el milagro de la alimentación de los cinco mil requeriría:

  1. Una declaración de un número de personas, afirmando que fueron testigos oculares del milagro.
  2. Una declaración auténtica de los magistrados de las localidades circundantes certificando sus firmas.
  3. Una declaración de personas competentes para probar que estos testigos eran gente honrada y digna de confianza, desinteresadas y competentes al juzgar. Más aún, sería necesario por testimonio apropiado demostrar que, entre los cinco mil, sólo había siete panes y dos pescados.
  4. Que el aumento de pan se produjo mientras Jesús lo partía.

En la presencia de una cantidad de tales documentos, cada uno debidamente autenticado y sellado, personas no muy escépticas podrían encontrar posible creer que el evento había ocurrido como se narra en el Evangelio.

Probar sólo este milagro requeriría una cantidad de documentos tan voluminosa como todo San Mateo. Si fuera posible comprobar de esta forma todos los eventos registrados en los Evangelios y en los Hechos de los Apóstoles, entonces la credibilidad de estas narrativas estaría correctamente establecida.

Y aún esto estaría lejos de ser satisfactorio. Porque se mantendría la dificultad de demostrar que las epístolas contienen comunicaciones correctas de las revelaciones recibidas por los apóstoles. Tal comprobación sería imposible. Requeriría testigos oculares y auditivos de estas revelaciones; y una cantidad de taquígrafos para registrarlos. Si esto hubiera sido posible, entonces, reconocemos, habría habido, si es que no certeza matemática para cada expresión, al menos suficientes fundamentos para aceptar el tenor general de las epístolas.

Pero cuando los apóstoles las escribieron no había una voz que se escuchara. Y cuando se escuchó una voz, no se podía entender, tal como en la base de la revelación de Pablo camino a Damasco. Lo mismo se puede decir de lo que ocurrió en Patmos: San Juan efectivamente escuchó una voz, pero el escuchar y entender las palabras que expresaba requería una peculiar operación espiritual que escaseaba en la gente del mismo período en la isla.

El hecho es que la revelación del Espíritu Santo concedida a los apóstoles fue de una naturaleza tal que no podía ser percibida por otros. De ahí la imposibilidad de comprobar su autenticidad por medio de evidencia notarial. Aquel que insiste en ella ha de saber que la Iglesia no puede entregarla, ya sea por las narrativas históricas de los evangelios, o por el contenido espiritual de las epístolas.

Por lo tanto, es evidente que todo esfuerzo para probar la verdad de los contenidos del Nuevo Testamento por medio de evidencia externa sólo se condena a sí mismo, y debe resultar en el completo rechazo de la autoridad de la Sagrada Escritura. Si un juez actual condenara o absolviera a una persona acusada sobre la base de la insignificante evidencia que satisface a mucha gente honrada en relación a la Escritura, ¡que tormenta de indignación surgiría! La lista completa de las llamadas evidencias respecto a la credibilidad de los escritores del Nuevo Testamento, que eran competentes para juzgar, dispuestos a testificar, desinteresados, etc., no prueba absolutamente nada.

Tales elementos externos pueden ser suficientes en relación a eventos ordinarios, de los cuales uno podría decir: "Yo creo que realmente ha ocurrido; no tengo razones para dudarlo; pero si mañana se comprobara que no es así, yo no perdería nada a causa de ello." Pero, ¿cómo pueden aplicarse tales métodos superficiales cuando concierne a los eventos extraordinarios relatados por la Sagrada Escritura, sobre cuya absoluta certeza dependen mis más altos intereses y los de mis hijos; de manera que, si se comprobara que son falsas, por ejemplo, el relato de la resurrección de Cristo, debamos sufrir la pérdida invaluable e irreparable de una salvación eterna?

Esto no puede ser; es absolutamente impensable. Y la experiencia demuestra que los esfuerzos de gente necia de apuntalar su fe con tales demostraciones han terminado siempre con la pérdida de toda fe. No, tal tipo de demostración es por su propia insignificancia, ya sea no digna de ser mencionada en relación a temas tan serios, o, si vale de algo, no puede ser suministrada, ni debiera serlo.

Las pruebas notariales o matemáticas no pueden ni deben suministrarse, porque el carácter y naturaleza de los contenidos de la Escritura son inconsistentes con tal demostración o la repelen.

Ningún hombre puede exigir pruebas legales para el hecho de que un hombre a quien ama y honra como padre sea, en efecto, su padre; Dios ha hecho tal prueba imposible por la naturaleza misma del caso. La delicadeza que ennoblece toda vida familiar coarta la sola aparición de tal investigación; y, si fuera posible, el hijo, provisto de tal prueba, habría perdido ipso facto a su padre o madre; dejarían de ser sus padres; y debajo del montón de evidencia, su vida de hijo quedaría sepultada.

El mismo principio se aplica a la Sagrada Escritura. La naturaleza y el carácter de la revelación ha sido ordenada de tal forma que no permite demostración notarial. La revelación a los apóstoles es impensada, si otras personas pudieran haberla escuchado, registrado, y publicado tan bien como ellos. Fue una operación de energías sagradas; cuya intención no era obligar a los dubitativos a una mera fe exterior, sino simplemente lograr aquello para lo cual Dios la había enviado, sin preocuparse mucho de la contradicción de los escépticos. Tiene que ver una obra de Dios que resulta insondable para la investigación legal o matemática; que se manifiesta en el dominio espiritual donde la certeza no se obtiene por demostraciones externas, sino por la fe personal del uno en el otro.

Tal como la fe en padre y madre no surge de demostraciones matemáticas, sino del contacto del amor, el compañerismo de la vida, y confianza personal mutua, también ocurre aquí. Una vida de amor se desplegó. Las misericordias de Dios cayeron sobre nosotros en tierna compasión. Y todo hombre tocado por esta vida divina fue afectado por su influencia, tomado por ella, vivió en ella, se sintió en compañerismo compasivo con ella; y, en forma imperceptible y no comprendida, obtuvo una certeza, mucho más allá que cualquier otra, que estaba en presencia de hechos, y que fueron revelados divinamente.

Y tal es el origen de la fe; no apoyada por pruebas científicas, porque entonces no sería fe; que ha dominado al lector de la Sagrada Escritura de una forma totalmente diferente. La existencia de la Escritura se debe a un acto de las insondables misericordias de Dios; y por esta razón la aceptación por parte del hombre debe, igualmente, ser un acto de absoluta auto-negación y gratitud. Es únicamente el corazón roto y compungido, lleno de gratitud hacia Dios por Su excelente misericordia, que puede lanzarse a la Escritura como a su elemento de vida, y sentir que aquí se encuentra la verdadera certeza, expulsando toda duda.

Por lo tanto, debemos distinguir una operación de tres partes del Espíritu Santo en relación a la fe en la Escritura del Nuevo Testamento:

Primero, una obra divina que entrega una revelación a los apóstoles.

Segundo, una obra llamada inspiración.

Tercero, una obra, activa hoy día, que crea fe en la Escritura en el corazón que en un principio se niega a creer.

Primero viene la revelación propiamente tal.

Por ejemplo, cuando San Pablo escribió su tratado sobre la resurrección (1 Cor. xv.), no desarrolló esa verdad por primera vez. Probablemente la había tomado anteriormente, y en sus sermones y correspondencia privada expuesto el tema. Por lo tanto, la revelación antecede a la epístola. Pertenece a las cosas sobre las cuales Jesús había dicho: “Cuando el Espíritu Santo haya venido, Él os guiará a toda la verdad, y os mostrará las cosas que vendrán.” (Jn. xvi. 13) Y recibió esa revelación de tal manera que tuvo la positiva convicción que de esa forma se la había revelado el Espíritu Santo, y que así la vería en el día del juicio.

Pero la epístola no estaba aún escrita. Esto requería un segundo acto del Espíritu Santo—aquel de la inspiración.

Sin esto, el conocimiento de que San Pablo había recibido una revelación sería inútil. ¿Qué garantía tendríamos de que él la había entendido correctamente y la había registrado fielmente? Podría haber cometido un error en la comunicación, agregándole o restándole, haciéndola, de esta forma, un informe no fidedigno. De ahí que la inspiración era indispensable; porque por ella el apóstol fue alejado del error mientras registraba la revelación previamente recibida.

Finalmente, el vínculo espiritual debe ser creado conectando el alma y la conciencia con las realidades espirituales de la infalible Palabra de Dios—la convicción positiva de las cosas espirituales.

El Espíritu Santo logra esto por la implantación de la fe, con las diversas preparaciones que ordinariamente preceden el surgimiento del acto de creer. El resultado es la convicción interior. Esto no se forja por referirnos a Josefo o Tácito, sino en una forma espiritual. El contenido de la Escritura es traído al alma. El conflicto entre la Palabra y el alma se siente. La convicción así forjada nos motiva a ver, no que la Escritura debe hacer espacio para nosotros, sino que nosotros debemos dejar espacio para la Escritura.

En la discusión de la regeneración nos referiremos a este punto más extensamente. Por el momento estaremos satisfechos si hemos tenido éxito en mostrar que la existencia de la Escritura del Nuevo Testamento y nuestra fe en ella no son la obra del hombre, sino una obra donde únicamente el Espíritu Santo debe ser honrado.


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