La Obra del Espíritu Santo/Llamamiento y Arrepentimiento

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English: The Work of the Holy Spirit/Calling and Repentance

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Por Abraham Kuyper sobre Espíritu Santo
Capítulo 18 del Libro La Obra del Espíritu Santo

Traducción por Glorified Word Project


XXVII. El Llamamiento de los que Han Sido Regenerados

“Y a los que predestinó, a éstos también llamó.”—Rom. viii. 30.

Para poder escuchar, el pecador, que es sordo por naturaleza, debe recibir oídos que escuchen. “El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias.” (Apoc. ii. 7, 11, 17, 29; iii. 6, 13, 22).

Pero por naturaleza el pecador no pertenece a este grupo favorecido. Esta es una experiencia diaria. De dos oficinistas en la misma oficina, uno obedece al llamado y el otro lo rechaza; no porque lo desprecie, sino porque no escucha el llamado de Dios en él. Por lo tanto la obra avivadora de Dios antecede a la recepción del pecador; y así él es capaz de escuchar la Palabra.

La obra revitalizadora, la implantación de la capacidad de tener fe y la unión del alma con Cristo, aunque aparentemente tres hechos, son en realidad un hecho, constituyendo juntos (objetivamente) la así llamada primera gracia. Mientras esta gracia opera, el pecador es perfectamente pasivo e indiferente; es el sujeto de una acción que no involucra la más minima acción, sometimiento, ni siquiera no-resistencia de su parte.

De hecho, el pecador, estando muerto en sus transgresiones y pecados, está bajo esta primera gracia como un cuerpo sin movimiento y sin alma, con todas las propiedades pasivas pertenecientes a un cadáver. Este hecho no puede ser manifestado con suficiente fuerza y énfasis. Es una pasividad absoluta. Y cada esfuerzo o inclinación para adjudicarle al pecador la más pequeña cooperación en esta primera gracia destruye el Evangelio, daña el canal de la confesión Cristiana y no sólo es una herejía sino también anti-bíblico en el sentido más profundo.

Este es el punto donde es erigido el poste indicador; donde los caminos se separan, donde los hombres de la confesión purificada, o más bien, confesión reformada, se separan de sus oponentes. Habiendo manifestado este hecho de forma poderosa y definitiva, es de suma importancia afirmar con el mismo énfasis que, en todas las operaciones de gracia posteriores (denominadas segunda gracia), esta pasividad absoluta cesa debido la maravillosa obra de la primera gracia. Por lo tanto, en toda la gracia posterior el pecador, hasta cierto punto, coopera con ella.

En la primera gracia el pecador es como un cadáver, absolutamente. Pero la pasividad del pecador al comienzo y su cooperación posterior no deben ser confundidas. Existe una pasividad, en línea con las Escrituras, que no puede ser exagerada, que debe ser dejada intacta; pero también existe una pasividad fingida, anti-bíblica y pecaminosa. La diferencia entre ambas no es que la primera está cooperando parcialmente y la segunda no tiene cooperación alguna. Ciertamente con tal acto temporizador, las iglesias y las almas en ellas no son inspiradas con energía y entusiasmo. No; la diferencia entre la pasividad saludable y la enfermiza consiste aquí en que la primera, que es absoluta e ilimitada, pertenece a la primera gracia, para la cual es indispensable; mientras que la segunda se aferra a la segunda gracia, en un lugar al cual no pertenece.

Debe haber un entendimiento claro y profundo respecto de esta verdad, que después de todo es bastante simple. El escogido, y al mismo tiempo, pecador aún no regenerado, no puede hacer nada y la obra que debe ser llevada a cabo en él debe ser llevada a cabo por otro: Esta es la primera gracia. Pero una vez que esto ha sido logrado, él ya no es pasivo, porque algo le ha sido entregado de forma tal que, en la segunda obra de gracia, cooperará con Dios.

Pero esto no implica que el pecador regenerado y escogido ahora sea capaz de hacer cualquier cosa sin Dios; o que si Dios cesara de obrar en él, la conversión y santificación ocurrirían por sí solas. Ambas representaciones son absolutamente falsas, no-reformadas y no-cristianas porque le restan mérito o valor a la obra del Espíritu Santo en los escogidos. No; todo bien espiritual es por gracia hasta el final: gracia no sólo en la regeneración sino en toda etapa del camino de la vida. Desde el principio y hasta el final y a lo largo de la eternidad, el Espíritu Santo es el Obrero de la regeneración y conversión, de la justificación y cada parte de la santificación, de la glorificación y de toda la dicha de los redimidos. Nada de esto puede ser aminorado.

Pero mientras el Espíritu Santo es el único Obrero en la primera gracia, en todas las operaciones posteriores de la gracia la persona regenerada siempre coopera con Él. Por lo tanto no es verdad, como dicen algunos, que la persona regenerada es tan pasiva como la no-regenerada; esto sólo le resta mérito y valor a la obra del Espíritu Santo en la primera gracia. Tampoco es cierto que de ahí en adelante la persona regenerada sea la obrera principal, sólo asistida por el Espíritu Santo; ya que esto es igualmente despectivo hacia la obra del Espíritu en la segunda gracia.

Debemos oponernos y rechazar ambos errores. Porque a pesar de que, por un lado, se dice que la persona regenerada considerada fuera de Cristo, aún yace en medio de la muerte; aun así, aunque fuese considerada mil veces fuera de Cristo, ella se mantiene en Él, ya que una vez en Su mano nadie puede quitarla de allí. Y aunque, por el otro lado, la persona regenerada es constantemente amonestada con el propósito de que sea activa y diligente, aunque el caballo es quien tira, no es el caballo sino el conductor quien maneja la carreta.

Guardando este último punto hasta que consideremos la santificación, consideramos ahora el llamamiento, ya que esto nos muestra de forma más clara que cualquier otra parte de la obra de la gracia, la confesión de las iglesias Reformadas respecto de la segunda gracia.

Una vez que el pecador escogido ha nacido de nuevo, es decir, vitalizado, provisto de la facultad de la fe y unido con Jesús, la siguiente obra de la gracia en él es el llamamiento, algo acerca de lo cual las Escrituras hablan con tanto énfasis y tan a menudo. “Como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir” (1 Pedro i. 15); “Que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pedro ii. 9); El Dios de toda gracia, que nos llamó a su gloria eterna (1 Pedro v. 10); “A lo cual os llamó mediante nuestro evangelio, para alcanzar la gloria de nuestro Señor Jesucristo” (2 Tes. ii. 14); “Que os llamó a su reino y gloria” (1 Tes. ii. 12); “Os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados” (Ef. iv. 1); sin mencionar aun más: “Tanto más procurad hacer firme vuestra vocación y elección; porque haciendo estas cosas, no caeréis jamás.” (2 Pedro i. 10)

En la Sagrada Escritura el llamamiento tiene, al igual que la regeneración, un sentido más amplio y otro más limitado.

En el primer sentido, significa ser llamado a la gloria eterna; por lo tanto esto incluye todo lo que viene antes, es decir, el llamado al arrepentimiento, a la fe, a la santificación, a la realización del deber, a la gloria, al reino eterno, etc.

Sin embargo, no estamos hablando de esto ahora. Es nuestra intención considerar el llamado en su sentido más limitado, que significa exclusivamente el llamado a través del cual somos llamados de las tinieblas a la luz; es decir, el llamado al arrepentimiento.

Este llamado al arrepentimiento es puesto por muchos al mismo nivel del hecho de que Dios “atrae,” de lo cual habla Jesús, por ejemplo: “Nadie puede venir a mí, si el Padre, que me envió, no lo atrae.” (Juan vi. 44) Esto lo encontramos también en algunas palabras de San Pablo: “Nos ha librado [traducción holandesa, sacado] del poder de las tinieblas” (Col. i. 13); “Para librarnos [sacarnos] del presente siglo malo, conforme a la voluntad de nuestro Dios y Padre.” (Gal. i. 4) Sin embargo, esto me parece menos correcto. Aquel que debe ser sacado parece no estar dispuesto a que lo hagan. Aquel que es llamado debe ser capaz de venir. El primero implica que el pecador aún es pasivo y, por lo tanto, se refiere a la operación de la primera gracia; lo segundo se ocupa del pecador mismo y lo considera capacitado para venir y, por lo tanto, pertenece a la segunda gracia.

Este “llamado” es una convocación. No es meramente el llamado de alguien para decirle algo, sino un llamado que supone el mandato a venir; o un llamado implorante, como cuando San Pablo ora: “Como si Dios rogara por medio de nosotros; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios.” (2 Cor. V. 20); o como en los Proverbios: “Dame, hijo mío, tu corazón.” (Prov. Xxiii. 26) Dios envía este llamado a través de los predicadores de la Palabra: no a través de la predicación independiente de hombres irresponsables sino a través de aquellos que Él mismo envía; hombres dotados de forma especial, es decir, cuyo llamado no pertenece a ellos mismos sino a Dios. Ellos son los ministros de la Palabra, embajadores reales, en nombre del Rey de Reyes exigiendo nuestro corazón, vida y ser; sin embargo, su valor y honor dependen exclusivamente de su misión divina y de su comisión. Como el valor de un eco depende del retorno correspondiente de la palabra recibida, así también el valor, honor y significancia de ellos depende puramente de la exactitud con la cual hacen el llamado, como un eco de la Palabra de Dios. Aquel que llama como debe ser, cumple con el más alto oficio sobre la tierra; ya que se pone incluso sobre reyes y emperadores y los llama. Pero aquel que llama incorrectamente o que simplemente no llama, es como un metal que resuena; como ministro de la Palabra no tiene valor ni honor. Si es fiel a la Palabra pura, él es todo; si no lo es, entonces es nada. Tal es la responsabilidad del predicador.

Esto debe ser tomado en cuenta, no sea que el Arminianismo se meta lentamente en el oficio santo. El predicador debe ser el instrumento del Espíritu Santo; aun el sermón debe ser producto del Santo Espíritu. El suponer que un predicador puede tener la más mínima autoridad, honor o significancia oficial fuera de la Palabra, es hacer que el oficio sea Arminiano; no es el Espíritu Santo sino el clérigo quien obra; el trabaja con todas sus fuerzas y el Espíritu Santo puede ser el asistente del ministro. Para evitar tal error, nuestras iglesias reformadas siempre se han desecho de la mala influencia del clericalismo.

Y a través de este oficio el llamado viene desde el púlpito, en la clase catequística, en la familia, en escritos y a través de exhortaciones personales. Sin embargo, esto no ocurre siempre a través de este oficio para todo pecador. En un barco en el mar Dios puede usar un comandante piadoso para llamar a pecadores al arrepentimiento. En un hospital sin supervisión espiritual el Señor puede usar algún hombre o mujer piadosa, tanto para preocuparse por los enfermos como para hacer un llamado a sus almas al arrepentimiento. En un pueblo donde un pseudo-ministro descuida su deber, el Señor Dios puede complacerse en darle vida a las almas a través de sermones impresos y libros, a través de algún diario incluso o a través de la exhortación individual.

Y aun en todos estos casos, la autoridad para hacer el llamado reposa sobre la comisión divina del ministerio de la Palabra. Porque los instrumentos del llamamiento, hayan sido personas o libros impresos, vinieron del oficio. Las personas fueron llamadas a través del oficio y ellos sólo transmitieron el mensaje divino; y los libros impresos ofrecieron en papel lo que de otra forma es escuchado en el santuario.

Este llamado del Espíritu Santo viene en la predicación de la Palabra y a través de ella, y hace el llamado al pecador regenerado, de levantarse de la muerte y dejar que Cristo le de luz. No es un llamamiento de personas aún no regeneradas, simplemente porque estas personas no tienen un oído capaz de escuchar.

Es cierto que la predicación de un misionero o ministro de la Palabra se dirige también a otros pero esto no entra en conflicto con lo que acabamos de mencionar. En primer lugar, debido a que también hay un llamamiento externo hacia los que no han sido regenerados, con el fin de despojarlos de alguna excusa y para mostrar que ellos no tienen un oído capaz de escuchar. Y en segundo lugar, porque el ministro de la Palabra no sabe si un hombre ha nacido de nuevo o no, por lo cual no podrá hacer diferencias.

Como regla, toda persona bautizada debe ser reconocida como perteneciente a las personas regeneradas (pero no siempre convertidas); por lo cual el predicador debe llamar a cada persona bautizada al arrepentimiento, como si fuera un nacido de nuevo. Pero que nadie cometa el error de aplicar esta regla, que se aplica sólo a la Iglesia como un todo, a cada persona en la Iglesia. Esto sería el clímax de la desconsideración o un absoluto mal entendimiento de la realidad de la gracia de Dios.


XXVIII. La Venida de los Llamados

“Para que el propósito de Dios conforme a la elección permaneciera, no por las obras sino por el que llama.”—Rom. ix. 11.

La pregunta es, si los elegidos cooperan en el llamado o no.

Nosotros decimos, Sí; ya que el llamado no es llamado, en el sentido más completo de la palabra, a menos que la persona llamada pueda escuchar y escuchar tan claramente que lo impresiona, lo motiva a levantarse y obedecer a Dios. Por esta razón nuestros padres, en pos de la claridad, solían distinguir entre el llamado común y el llamado efectivo.

El llamado de Dios no va dirigido sólo a los elegidos. El Señor Jesús dijo: “Muchos son los llamados, pero pocos escogidos.” (Mat. xxii. 14) Y el asunto muestra que grandes cantidades de hombres mueren sin convertirse, a pesar de ser llamados a través del llamado común externo.

Tampoco este llamado externo debiese ser menospreciado o considerado como poco importante; ya que a través de él, el juicio de muchos será más duro aun en el día del juicio: “Si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los Milagros que han sido hechos en vosotros, tiempo ha que en vestidos ásperos y ceniza se habrían arrepentido. Por tanto os digo que en el día del juicio será más tolerable el castigo para Tiro y para Sidón que para vosotros” (Mat. xi. 21,22); “Aquel siervo que, conociendo la voluntad de su señor, no se prepare ni hizo conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes.” (Lucas xii. 47) Además, el efecto de este llamado externo a veces cala más hondo de lo que se supone generalmente y trae a alguien a veces al punto mismo de conversión real.

Las personas que no han sido regeneradas no son tan insensibles a la verdad como para nunca ser tocadas por ella. Las palabra cruciales de Heb. vi., respecto de los aparentemente convertidos que incluso han gustado del don celestial, prueban lo contrario. San Pedro habla de la puerca lavada que luego vuelve a revolcarse en el cieno. Uno puede ser persuadido a ser casi un cristiano. Si no fuera porque no pudo vender sus bienes, el joven rico hubiese sido ganado para Cristo. Por lo cual el efecto del llamado común en ningún caso es tan débil ni magro como se cree comúnmente. En la parábola del sembrador, sólo la cuarta clase de oyentes pertenece a los elegidos, ya que sólo ellos dan fruto. Aun así, hay entre dos de las otras clases una considerable cantidad de crecimiento. Una de ellas incluso produce un gran tallo; sólo que no hay fruto.

Y por esta razón los hombres que hacen compañía con el pueblo de Dios debieran examinar seriamente sus propios corazones, par ver si el seguimiento de la Palabra es el resultado de tener la semilla sembrada en “buena tierra”. ¡Oh, hay tanto de iluminación y aun de deleite! Y sólo para ser ahogado, porque no contienen el origen genuino de vida.

A todas estar personas no-regeneradas les falta la gracia salvadora. Escuchan sólo con un entendimiento carnal. Ellos reciben la Palabra pero sólo en los prados de su imaginación no-santificada. La dejan obrar sobre su conciencia natural. Sólo actúa sobre las olas de sus emociones naturales. Así, pueden ser movidos incluso a las lágrimas y aman apasionadamente aquello que los afecta de esa forma. Sí, muchas veces hacen muchas buenas obras que son verdaderamente dignas de alabanza; incluso pueden darle sus bienes a los pobres y sus cuerpos para ser cremados. Así, su salvación es considerada como un hecho. Pero el santo apóstol destruye su esperanza por completo cuando dice: “Aunque hablaran en lenguas humanas y angélicas, aunque entendieran todos los misterios, aunque repartieran todos sus bienes para dar de comer a los pobres y aunque entregaran su cuerpo para ser quemado y no tienen amor, de nada les sirve.”

Por lo tanto para ser hijo de Dios y no un metal que resuena, no son requeridos un profundo entendimiento de los misterios divinos, una imaginación emocionada, una conciencia aproblemada y olas de sentimiento, ya que todas estas cosas pueden ser experimentadas sin una real gracia del pacto; pero lo que sí se necesita es un verdadero y profundo amor operando en el corazón, iluminando y vitalizando todas estas cosas.

El pecado de Adán consistió en esto, que expulsó todo el amor de Dios de su corazón. Ahora es imposible ser neutral o indiferente frente a Dios. Cuando Adán dejó de amar a Dios, él comenzó a odiarlo. Y es este odio hacia Dios que ahora existe en lo profundo del corazón de todo hijo de Adán. Por lo tanto la conversión significa esto, que un hombre se deshace de ese odio y recibe amor en su lugar. El que desde el corazón dice, “Yo amo al Señor;” está bien. ¡Qué más podría desear!

Pero mientras no haya amor por Dios, no hay nada. Porque una mera voluntad por hacer algo para Dios, aun el soportar grandes sacrificios y el ser muy piadoso y benevolente, a menos que nazca del motivo correcto, es en los más profundo nada más que un desprecio de Dios. No importa cuan hermoso sea el enchapado, todas estas aparentes buenas obras están corrompidas internamente, infestadas por el pecado y podridas. Sólo el amor imparte el verdadero sabor al sacrificio. Por lo cual el santo apóstol declara tan severa y abruptamente: “Aunque entregues tu cuerpo para ser quemado y no tienes amor, de nada te sirve.”

El realizar buenas obras para ser salvo, o el obligar a Dios, o el hacer de la propia piedad algo altanero y extravagante, es un crecimiento desde la antigua raíz y en el mejor los casos una mera apariencia del amor. El valorar el verdadero amor por Dios es estar constreñido por el amor para ceder el ego personal con todo lo que es y con todo lo que contiene, y dejar que Dios sea Dios nuevamente. Y el llamado común, general y externo jamás tiene tal efecto; es incapaz de producirlo.

Por esa razón dejamos a un lado el llamado común y volvemos al llamado que es particular, maravilloso, interno y eficaz; que se manifiesta a sí mismo no a todos, sino exclusivamente a los elegidos.

Este llamado, que se dice es “celestial” (Heb. iii. 1), “santo” (2 Tim. i. 9), “irrevocable” (Rom. xi. 29), es “conforme al propósito de Dios” (Rom. viii. 28), es “el supremo mandamiento de Dios en Cristo Jesús” (Fil. iii. 14) y no tiene su punto de partido en la predicación. Él que llama a través de él es Dios, no el ministro. Y este llamado se lleva a cabo a través de dos agentes, una viniendo al hombre desde afuera y el otro desde adentro. Ambos agentes son efectivos y el llamado ha cumplido su propósito y el pecador ha llegado al arrepentimiento tan pronto como la obra de estos agentes se une en el centro de su ser.

Por lo tanto negamos que la persona regenerada, al escuchar la Palabra predicada, vendrá por sí misma. No entendemos de esta forma su cooperación. Si el llamado interno es suficiente, ¿cómo es que el hombre regenerado puede a veces escuchar la predicación sin levantarse, sin arrepentirse, rehusándose a dejar que Cristo le entregue luz? Pero nosotros confesamos que el llamado del hombre regenerado es dual: desde afuera por la Palabra predicada y desde adentro a través de la exhortación y la convicción del Espíritu Santo.

Por lo tanto la obra del Espíritu Santo en el llamado es dual:

La primera obra es, mientras Él viene con la Palabra: la Palabra que es inspirada, preparada, escrita y preservada por Él mismo, quien es Dios el Espíritu Santo. Y Él trae esa Palabra a los pecadores a través de predicadores que Él mismo ha dotado con talentos, viveza y profundo entendimiento espiritual. Y conduce tal predicación a través del canal del oficio y del desarrollo histórico de la confesión de forma tan maravillosa, que finalmente llega a él en la forma y la modalidad que se necesita para que lo afecte y lo tome por completo.

En esto vemos una guía muy misteriosa por parte del Espíritu Santo. Después un predicador sabrá que, mientras el predicaba en tal iglesia y a tal hora, una persona regenerada se convirtió. Y sin embargo él no se había preparado de forma especial para ello. Frecuentemente, él ni siquiera conocía a la persona; mucho menos su condición espiritual. Y a pesar de ello, sin saberlo, sus pensamientos fueron guiados y sus palabras fueron preparadas de tal forma por el Espíritu Santo; quizás miró al hombre de manera tal que su palabra, en conexión con la operación interna del Espíritu, se convirtió para esa persona en la verdadera y concreta Palabra de Dios. Muchas veces escuchamos: “Eso fue predicado directamente a mí.” Y así lo fue. Sin embargo, se debe entender que no fue el ministro quien te predicó, ya que ni siquiera pensó en ti; sino que fue el Espíritu Santo mismo. Fue Él mismo quien obró en ti.

Por lo tanto, los ministros de la Palabra debiesen ser extremadamente cuidadosos de no jactarse en lo más mínimo de las conversiones que ocurren bajo su ministerio. Cuando después de días de fracaso el pescador saca su red llena de pescados, ¿es esto causa de que la red misma se jacte? ¿Acaso no salió vacía una y otra vez; y luego no fue casi rota en pedazos por la multitud de pescados?

Decir que esto demuestra la eficiencia del predicador va en contra las Escrituras. Puede haber dos ministros, uno firme en la doctrina y el otro provisto de muy poco; y sin embargo el primero sin convertidos en su iglesia, mientras que el segundo siendo bendecido abundantemente. En esto el Señor Dios es y permanece como Señor Soberano. Él sigue de largo frente a los campeones muy bien armados del ejército de Saúl, y David, con apenas unas pocas armas, mata al gigante Goliat. Todo lo que el predicador tiene que hacer es considerar cómo, en obediencia a su Señor, puede ministrar la Palabra, dejando los resultados al Señor. Y cuando el Señor Dios le da conversiones, y Satanás susurra, “¡Que gran predicador eres, que te fue dado a ti el convertir a tantos hombres!” entonces él debe decir, “Quítate de delante de mí, Satanás,” dándole la gloria sólo al Espíritu Santo.

Sin embargo, el llevar la Palabra a una persona regenerada no es el único cuidado del Espíritu Santo que ocurre de esa forma y con ese foco, sino que agrega también una segunda obra, a saber, aquella a través de la cual la Palabra predicada entra de forma efectiva al centro mismo de su corazón y vida.

A través de este segundo cuidado, Él ilumina de tal forma su entendimiento natural y fortalece de tal forma su habilidad e imaginación natural, que él recibe el sentido general de la Palabra predicada y comprende exhaustivamente su contenido.

Pero esto no es todo, porque aun creyentes fingidos pueden tener esto. La semilla de la Palabra logra este crecimiento también en aquellos que han recibido la semilla en los pedregales o entre los espinos. Por lo tanto, a esto se agrega la iluminación de su entendimiento, regalo maravilloso que le permite no sólo comprender el sentido general de la Palabra predicada, sino también percibir y darse cuenta que esta Palabra viene a él directamente de Dios; que afecta y condena su propio ser, causando así que él penetre dentro de la esencia escondida de ella y sienta su punzante aguijón que lleva a la convicción.

Por ultimo, el Espíritu Santo emplea esta convicción—que de otra manera se desvanecería rápidamente—de forma tan extensa y severa, que finalmente el aguijón, como el buen filo de una lanceta, penetra la piel gruesa y deja al descubierto la herida infectada. Esta es una operación maravillosa en la persona que es llamada. El entendimiento general pone el asunto delante de él; la iluminación le revela su contenido; y la convicción pone la espada de doble filo sobre su corazón. Entonces, sin embargo, él tiende a alejarse de esa espada; a no dejarla penetrarlo, sino a dejarla alejarse inofensivamente del alma. Pero entonces el Espíritu Santo, en plena actividad, sigue empujando la espada de la convicción, dirigiéndola con tal fuerza hacia el alma que finalmente logra entrar y surtir efecto.

Pero esto no concluye el llamamiento. Ya que después que el Espíritu Santo ha hecho todo esto, Él comienza a operar sobre la voluntad; no doblándola a la fuerza, como una barra de hierro en las fuertes manos del herrero, sino haciéndola, aunque rígida e inconmovible, flexible y dócil desde adentro. Él no podría hacer esto en las personas no-regeneradas. Pero poniendo el fundamento de todas estas operaciones posteriores del alma sobre la regeneración, Él procede a construir sobre la persona; o, tomando otra ilustración, Él extrae los brotes desde la semilla en la tierra. Ellos no aparecen por sí solos, sino que Él los extrae desde la semilla. Un grano de trigo puesto sobre un escritorio sigue siendo lo que es; pero entibiado por el sol en la tierra, el calor hace que brote. Y lo mismo ocurre aquí. La semilla vital no puede hacer nada por sí misma; sigue siendo lo que es. Pero cuando el Espíritu Santo hace que los alentadores rayos del Sol de Justicia la alumbren, entonces brota, y entonces Él extrae de ella no sólo las hojas, sino también el fruto.

Por lo tanto, el sometimiento de la voluntad es el resultado de una ternura y una emoción y un afecto que brotó desde la semilla de vida que fue implantada, a través de la cual la voluntad, que en un principio era inflexible, se hizo flexible; a través de la cual aquellos que tendían hacia la izquierda fueron atraídos hacia la derecha. Y así, a través de este último hecho, la convicción, con todo lo que contiene, fue puesta en la voluntad; y esto resultó en el sometimiento del ser propio, dándole gloria a Dios.

Y de esta forma, el amor entró en el alma—un amor tierno, genuino y misterioso, cuyo éxtasis vibra en nuestros corazones a lo largo de nuestras vidas venideras.

Y esto concluye la exposición de la obra divina del llamamiento. Pertenece sólo a los elegidos. Es irresistible y ningún hombre puede entorpecerla. Sin ella, ningún pecador ha pasado desde la amargura del odio a la dulzura del amor. Cuando el llamado y la regeneración coinciden, parecen ser uno; y así lo son para nuestra conciencia; pero en realidad son distintos. Difieren en este sentido, que la regeneración se lleva a cabo independientemente de la voluntad y del entendimiento; que es obrada en nosotros sin nuestra ayuda o cooperación; mientras que en el llamamiento, la voluntada y el entendimiento comienzan a actuar, y así escuchamos tanto con el oído externo como el interno y con la voluntad predispuesta estamos dispuestos a salir a la luz.


XXIX. Conversión de Todos Aquellos que Vienen

“Conviérteme, y seré convertido.” —Jer. xxxi. 18.

El elegido, nacido de nuevo y efectivamente llamado, se convierte a sí mismo. Permanecer sin ser convertido es imposible; más bien él inclina su oído, él vuelve su rostro al Dios bendito, él es convertido en el sentido más completo de la palabra.

En la conversión el hecho de la cooperación por parte del pecador salvado toma una forma clara y perceptible. En la regeneración, ésta no existía; en el llamamiento ella había comenzado; en la conversión propia se convirtió en un hecho. Cuando el Espíritu Santo regenera a un hombre, es un “Effatha,” es decir, Él abre su oído. Cuando lo llama de forma efectiva, Él le habla al oído abierto, que coopera al recibir el sonido, es decir, al escuchar. Pero ya cuando el Espíritu Santo convierte al hombre, entonces la obra del hombre se combina con la obra del Espíritu Santo y se dice: “Deje el impío su camino, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia” (Isa. lv. 7); y en otra parte: “La ley de Jehová es perfecta, que convierte el alma.” (Sal. xix. 7)

Es un hecho asombroso el que las Santas Escrituras se refieren a la conversión casi ciento cuarenta veces como una obra del hombre y sólo seis veces como una obra del Espíritu Santo. Se repite vez tras vez: “Arrepiéntete y conviértete al Señor tu Dios” (Hechos xxvi. 20); “Convertíos, hijos rebeldes, dice el Señor” (Jer. iii. 22); “Y los pecadores se convertirán a ti” (Sal. li. 13, versión holandesa); “Arrepiéntete, y haz las primeras obras” (Ap. xxvi. 20). Pero la conversión como un acto del Espíritu Santo es mencionada sólo en Sal. xix. 7, “La ley de Jehová es perfecta, que convierte el alma”; en Jer. xxxi. 18, “Conviérteme, y seré convertido”; en Hechos xi. 18, “De manera que también a los gentiles ha dado Dios arrepentimiento para vida”; Romanos ii. 4, “La benignidad de Dios te guía al arrepentimiento”; en 2 Tim. ii. 25, “Por si quizá Dios les conceda que se arrepientan”; en Heb. vi. 6, “Porque es imposible que sean renovados (los que recayeron) para arrepentimiento.”

Este hecho debe ser considerado cuidadosamente. Cuando las Escrituras hablan de la conversión como una obra del Espíritu Santo apenas seis veces y como una obra del hombre ciento cuarenta veces, en la predicación se debe guardar la misma proporción. Y entonces, los predicadores que, al predicar sobre la conversión, la tratan casi invariablemente en su forma pasiva y de forma abstracta; a los cuales aparentemente les falta el coraje y la audacia para declararle a sus oyentes que es su deber convertirse a sí mismos a Dios, se equivocan groseramente. Tiene una apariencia muy piadosa pero va en contra de las Escrituras. Y sin embargo, es perfectamente natural que uno vacile al decir “debe convertirte a ti mismo,” en la medida que la regeneración y la conversión son confundidas. Ya que así, la declaración, “ debes convertirte a ti mismo,” ignora la soberanía de Dios e implica que un pecador que está muerto aún puede hacer algo por sí mismo. Y esta es la razón por la cual los predicadores que no negarán la soberanía de Dios y que no restarán nada de lo muerto que se encuentra el pecador, temen “hablarle a oídos sordos.” De ahí que oran por la conversión de los oyentes pero no se atreven, en el Nombre del Señor, a exigírselo a ellos.

Y nada puede ser restado, ya sea de la soberanía divina como de lo muerto que está el pecador. Toda exigencia de conversión con tal tendencia es Pelagianismo y debe ser rechazada. Pero si la enseñanza de la Iglesia Reformada en cuanto a este tema es correctamente entendida, desaparece toda esta problemática.

Debe ser mencionado, sin embargo, que las Escrituras, al hablar de la conversión, no siempre implican que es una conversión salvadora. La verdadera obra de salvación siempre es acompañada en su camino por un fantasma. Junto a la fe salvadora va la fe temporal; junto al llamado efectivo, el llamado común; y junto a la conversión salvadora, la conversión común.

En su sentido salvador, la conversión sólo ocurre una vez en la vida del hombre, y este hecho jamás puede ser repetido. Una vez que se pasa de muerte a vida, él está vivo y jamás volverá a la muerte. La perdición no es un arroyo sobre el cual cruzan varios puentes; ni tampoco el santo, arrojado entre interminables esperanzas y miedos, cruza el puente que lleva a la vida, para eventualmente volver a través de otro a las orillas de la muerte. No; hay sólo un puente, que sólo puede ser cruzado una vez; y aquel que lo ha cruzado es guardado, por el poder de Dios, de volver atrás. Aunque todos los poderes se combinaran para atraerlo de vuelta, Dios es más fuerte que todo y nadie lo arrancará de Su mano.

Declaramos esto con la mayor fuerza y de la forma más distintiva posible, ya que en este punto las almas usualmente son descarriadas. Se escucha mucho por estos días, “Tu conversión no es un hecho momentáneo sino un hecho de la vida que se repite constantemente; y ay del hombre que fracase un día en ser convertido nuevamente.” Y esto es enteramente errado. El lenguaje no debiese ser confundido de tal forma. Aunque el pequeño crece por veinte años después de que ha nacido y antes obtiene madurez, sin embargo nace sólo una vez y ni a la concepción ni al embarazo anterior, ni al crecimiento posterior, se les llama nacimiento.

El límite que está fijo también debiese ser respetado en esta instancia. Es cierto que la conversión es precedida por algo más pero eso no es llamado “conversión”, sino “regeneración” y “llamamiento”; y así hay algo que sigue después de la “conversión”, pero a eso se le llama “santificación”. Sin dudas la palabra “conversión” puede ser aplicada también al regreso de hijo de Dios que ha sido convertido pero anduvo descarriado, siguiendo el ejemplo de las Escrituras; pero ahí no se refiere a la obra salvadora de la conversión sino a la continuación de la obra ya comenzada, o a un retorno no desde la muerte sino de un descarriamiento temporal.

Con el fin de discriminar correctamente sobre esta materia, es necesario notar el uso cuádruple de la palabra conversión en las Escrituras.

  1. “Conversión,” en su sentido más amplio, significa un abandono de la maldad y una disposición hacia la moralidad. En este sentido, se dice de los Ninivitas que Dios vio sus obras y que se volvieron de sus malas obras. Esto no implica, sin embargo, que todos estos Ninivitas pertenecían a los elegidos y que cada uno de ellos fue salvo.
  2. “Conversión,” en su sentido más limitado, significa conversión salvadora, como en Isa. 1v. 7: “Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar.”
  3. Y nuevamente, “conversión” significa que, aun después de que es un hecho en nuestros corazones, sus principios deben ser aplicados en todos los aspectos de nuestra vida. Una persona convertida puede por un largo período seguir consintiéndose con malos hábitos y practicas poco piadosas pero gradualmente sus ojos son abiertos a la maldad y luego se arrepiente y abandona una tras otra. Así leemos en Eze. xviii. 30: “Convertíos, y apartaos de todas vuestras transgresiones.”
  4. Por último, “conversión” significa el retorno de personas convertidas a su primer amor, luego de una etapa de frialdad y debilidad en la fe, por ejemplo: “Recuerda, por tanto, de dónde has caído, y arrepiéntete, y haz las primeras obras” (Apo. ii. 5).

Pero en este contexto hablamos de la conversión salvadora, sobre la cual hacemos los siguientes comentarios:

Primero—No es la obra espontánea de la persona regenerada. Sin el Espíritu Santo la conversión no seguiría después de la regeneración. Aun al ser llamado, él no podría venir por sí mismo. Por lo tanto, es de primordial importancia el reconocer al Espíritu Santo y el honrar Su obra y tomarla como la primera causa de la conversión, al igual que de la regeneración y del llamamiento. Tal como nadie puede orar como debe a menos que el Espíritu Santo ore en él con gemidos indecibles, así también ninguna persona regenerada y llamada puede convertirse a sí mismo como debe a menos que el Espíritu Santo comience y termine la obra en él. La obra redentora no es como una planta que crece, aumentando por sí misma. No, si el santo es el templo de Dios, el Espíritu Santo mora en él. Y este morar dentro indica que todo lo que el santo logra es obrado en él a través de la animación del Espíritu Santo, incitado por Él y en comunión con Él. La vida implantada no es una semilla aislada dejada para enraizarse en el alma sin el Espíritu Santo y el Mediador, sino que es llevada, conservada, humedecida y alimentada en cada momento gracias a Cristo por el Espíritu Santo. Tal como los hombres no pueden hablar sin el aire y la operación de la providencia divina que vitaliza los órganos respiratorios y articulatorios, así también es imposible que el hombre que ha sido regenerado pueda vivir y hablar y actuar desde la vida nueva sin ser sostenido, incitado y animado por el Espíritu Santo.

De ahí que cuando el Espíritu Santo llama a ese hombre y él se vuelve, entonces no hay la más minima parte de este acto de voluntad que no sea sostenido, incitado y animado por el Espíritu Santo.

En segundo lugar—esta conversión salvadora es también la elección y acto conciente y voluntario de la persona nacida de nuevo y llamada. Aun cuando el aire y el impulso a hablar deben venir desde afuera y mis órganos de discurso deben ser sostenidos por la providencia de Dios, soy yo quien hablo. Y el Espíritu Santo obra en forma aún más fuerte en la conversión, sobre las ruedas y los mecanismos de la personalidad regenerada del hombre, de forma tal que todas Sus operaciones deben pasar a través del ego del hombre.

Muchas de Sus operaciones no afectan el ego, como en el caso de Balaam. Pero no así en la conversión. Entonces el Espíritu Santo obra sólo a través nuestro. Lo que sea Su voluntad lo pone dentro de nuestra voluntad; Él causa que todas Sus acciones se hagan efectivas a través del organismo de nuestro ser.

De ahí que al hombre se le debe mandar, “Conviértete a ti mismo.” El maestro alienta al alumno a hablar aunque sabe que el pequeño no podrá hacerlo sin la ayuda de la providencia divina. En la nueva vida, el ego depende del Espíritu Santo quien mora y obra en él. Pero en la conversión él no sabe nada de esta morada en su interior, ni de que él ha nacido de nuevo; y sería inútil el hablarle a él respecto de esto. Se le debe decir, “Conviértete a ti mismo.” Si la acción del Espíritu acompaña a esa palabra, el hombre ser convertirá a sí mismo; si no es así, seguirá siendo un inconverso. Pero aunque se convierta a sí mismo, no se jactará diciendo, he hecho esto yo mismo, sino que se arrodillará en agradecimiento y glorificará aquella obra divina a través de la cual él fue convertido.

En estas dos cosas encontramos la evidencia de la conversión genuina: primero, el hombre animado, se convierte a sí mismo y luego él en agradecimiento le da la gloria sólo al Espíritu Santo. No es que temamos que la conversión de un hombre será entorpecida por la negligencia de alguno. En toda la obra de la gracia de Dios, Su Omnipotencia barre con todo lo que se resista, para que toda resistencia se derrita como la cera y toda fuente de orgullo huya de Su presencia. Ni la flojera ni la negligencia podrá entorpecer el paso de muerte a vida en el momento designado de una persona elegida.

Pero sí hay una responsabilidad para el predicador, para el pastor, para los padres y custodios. Para ser libres de la sangre de un hombre, debemos decirle a todos los hombres que la conversión es su deber urgente; y para estar sin excusa delante de Dios, después de la conversión de tal hombre, debemos darle gracias a Dios mismo, pues es Él quien ha logrado la conversión en Su criatura y a través de ella sin nuestra ayuda.


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