La Obra del Espíritu Santo/Re-Creación
De Libros y Sermones BÃblicos
Por Abraham Kuyper
sobre Espíritu Santo
Capítulo 6 del Libro La Obra del Espíritu Santo
Traducción por Glorified Word Project
IX. Creación y Re-Creación
“He aquí yo derramaré mi espíritu sobre vosotros.”—Prov. i. 23.
Abordamos la obra especial del Espíritu Santo en la Re-creación. Hemos visto que el Espíritu Santo desempeñó una parte en la creación de todas las cosas, particularmente en la creación del hombre, y muy particularmente al dotarlo de dones y talentos; también, que Su obra creadora afecta al sostenimiento de las “cosas,” del “hombre,” y de los “talentos,” a través de la providencia de Dios; y que en esta doble serie de actividad triple la obra del Espíritu está íntimamente conectada con aquella del Padre y aquella del Hijo, de manera que toda cosa, todo hombre, todo talento, brota del Padre, recibe disposición en su respectiva naturaleza y ser a través del Hijo, y recibe la chispa de la vida por el Espíritu Santo.
El viejo himno, “Veni, Creator Spiritus,” y la antigua confesión del Espíritu Santo como el “Vivificans” concuerdan con esto perfectamente. Porque lo último significa aquella Persona en la Trinidad que imparte la chispa de la vida; y lo primero significa, “Viendo que las cosas que han de vivir y que vivirán están listas, ven Espíritu Santo y avívalas.”
Siempre está el mismo pensamiento profundo: el Padre permanece fuera de la criatura; el Hijo la toca externamente; por el Espíritu Santo la vida divina la toca directamente a su ser interior.
Sin embargo, no se entienda que estamos diciendo que Dios entra en contacto con la criatura sólo en la regeneración de Sus hijos, pues eso sería falso. A los cristianos en Atenas, San Pablo dice “En Él vivimos y nos movemos y tenemos nuestro ser.” Y nuevamente, “Porque de Su descendencia somos” (Hechos xvii. 28). Sin mencionar plantas o animales, no existe en la tierra vida, energía, ley, átomo o elemento sin que el Dios Todopoderoso y Omnipresente avive y soporte esa vida de momento a momento, haga que esa energía trabaje, y haga cumplir esa ley. Supongamos que por un instante Dios dejara de sostener y animar esta vida, estas fuerzas, y esa ley; en ese mismo instante dejarían de ser. La energía que procede de Dios debe, por lo tanto, tocar a la criatura en el centro de su ser, desde donde toda su existencia debe brotar. De ahí que no hay sol, luna, ni estrella, ni material, planta, o animal, y, en mucho mayor sentido, no hay hombre, habilidad, don, o talento si Dios no los toca y los sostiene a todos.
Es este acto de entrar en contacto directo con cada criatura, animada o inanimada, orgánica o inorgánica, racional o irracional, que, de acuerdo a la profunda concepción de la Palabra de Dios, no es realizado por el Padre, ni por el Hijo, sino por el Espíritu Santo.
Y esto pone la obra del Espíritu Santo en una luz bastante diferente de aquella en la cual por muchos años la Iglesia la ha mirado. La impresión general es que Su obra se refiere a la vida de gracia solamente, y está confinada a la regeneración y santificación. Esto, de cierta forma, se debe a la bien sabida división del Credo Apostólico por el Catecismo de Heidelberg, pregunta 29, “¿Cómo se dividen estos artículos?” que se responde: “En tres partes—de Dios el Padre y nuestra creación. De Dios el Hijo y nuestra redención, y de Dios el Espíritu Santo y nuestra santificación.” Y esto, también lo ha declarado en su “Thesaurus” Altho Ursinus, uno de los autores de este catecismo: “Todas las tres Personas crean, redimen y santifican. Pero en estas operaciones observan este orden—que el Padre crea de Sí mismo mediante el Hijo; el Hijo crea mediante el Padre; y el Espíritu Santo mediante ambos.”
Pero como la profunda percepción del misterio de la adorable Trinidad se perdió gradualmente, y la el énfasis del púlpito sobre ella se tornó tanto escaso como superficial, el error sabeliano naturalmente se volvió a introducir lentamente en la Iglesia, a saber, que habían tres períodos sucesivos en las actividades de las Personas divinas: primero, el del Padre solo, creando el mundo y sosteniendo el orden natural de las cosas. Esto fue seguido por un período de actividad por parte del Hijo, cuando la naturaleza se había desnaturalizado y el hombre caído se había vuelto un tema de redención. Finalmente, vino el del Espíritu Santo regenerando y santificando a los redimidos sobre la base de la obra de Cristo.
De acuerdo a esta visión, en la niñez, cuando comer, beber y jugar ocupaba todo nuestro tiempo, teníamos que ver con el Padre. Más adelante, cuando la convicción del pecado se nos presentó, sentimos la necesidad del Hijo. Y no sino hasta que la vida de santidad comenzara en nosotros el Espíritu Santo empezó a fijarse en nosotros. De ahí que mientras el Padre forjaba, el Hijo y el Espíritu Santo estaban inactivos; cuando el Hijo desarrolló Su obra, el Padre y el Espíritu Santo estaban inactivos; y ahora como el Espíritu Santo solo realiza Su trabajo, el Padre y el Hijo están ociosos. Pero como esta visión de Dios es totalmente insostenible, Sabellius, que la desarrolló filosóficamente, llegó a la conclusión que Padre, Hijo, y Espíritu Santo eran después de todo sólo una Persona; la cual primero forjó la creación como Padre; luego, después de transformase en el Hijo, forjó nuestra redención; y ahora, como Espíritu Santo, perfecciona nuestra santificación.
Y sin embargo, por inadmisible que sea esta visión, es más reverente y temerosa de Dios que las crudas superficialidades de las actuales opiniones que confinan las operaciones del Espíritu enteramente a los elegidos, comenzando sólo en su regeneración.
Cierto, los sermones sobre la creación se referían, al pasar, al movimiento del Espíritu Santo sobre la faz de las aguas, y Su presencia ante Bezaleel y Aholiab es tratada en la clase de catequesis; pero ambos no están conectados, y al auditor nunca se le hace entender qué tuvo que ver el Autor de nuestra regeneración con el movimiento sobre las aguas; fueron meramente hechos aislados. La regeneración fue la obra principal del Espíritu Santo.
Nuestros teólogos reformados siempre nos han advertido sobre tales representaciones que son sólo el resultado de hacer del hombre el punto de partida en la contemplación de cosas divinas. Siempre hicieron de Dios mismo el punto de partida, y no estuvieron satisfechos hasta que la obra del Espíritu Santo fuera claramente observada en todas sus etapas, a través de los tiempos, y en el corazón de toda criatura. Sin esto el Espíritu Santo no podría ser Dios, el objeto de su adoración. Sentían que un tratamiento así de superficial llevaría a una negación de Su personalidad, reduciéndolo a una mera fuerza.
De ahí que no hemos escatimado ningún dolor, ni omitido detalle alguno, con el objeto, por la gracia de Dios, de exponer ante la Iglesia dos pensamientos distintos, a saber:
Primero, La obra del Espíritu Santo no está confinada a los elegidos, y no comienza con su regeneración; pero toca a cada criatura, animada e inanimada, y comienza Sus operaciones sobre los elegidos al momento mismo de su origen.
Segundo, La obra correcta del Espíritu Santo en cada criatura consiste en el avivamiento y sostenimiento de la vida con referencia a su ser y talentos, y, en su sentido más elevado, con referencia a la vida eterna, que es su salvación.
De esta forma hemos retomado el verdadero punto de vista necesario para considerar la obra del Espíritu Santo en la re-creación. Porque así aparece:
Primero, que esta obra de re-creación no se efectúa sobre el hombre caído independientemente de su creación original; sino que el Espíritu Santo, quien en la regeneración enciende la chispa de la vida eterna, ya ha encendido y sostenido la chispa de la vida natural. Y, nuevamente, que el Espíritu Santo, que imparte al hombre nacido, desde lo alto, dones necesarios para la santificación y para su llamado a la nueva esfera de vida, lo ha dotado en su primera creación con dones y talentos naturales.
De aquí sigue la fructífera confesión de la unidad de la vida del hombre antes y después del nuevo nacimiento que corta toda forma de Metodismo[1] desde la raíz, y que caracteriza a la doctrina de las iglesias Reformadas.
Segundo, es evidente que la obra del Espíritu Santo mantiene el mismo carácter en la creación y la re-creación. Si reconocemos que Él aviva la vida en aquello que es creado por el Padre y por el Hijo, ¿qué hace Él en la re-creación sino una vez más avivar la vida en aquel que es llamado del Padre y redimido por el Hijo? Nuevamente, si la obra del Espíritu es Dios tocando el ser de la criatura por medio de Él, ¿qué es la re-creación sino el Espíritu entrando en el corazón del hombre, haciéndolo Su templo, reconfortándolo, animándolo y santificándolo?
De esta forma siguiendo a la Sagrada Escritura y a los teólogos superiores, alcanzamos una confesión que mantiene la unidad de la obra del Espíritu, y lo hace unir orgánicamente la vida natural y la espiritual, el reino de la naturaleza y aquel de gracia.
Por supuesto Su obra en lo último sobrepasa aquella en lo primero:
Primero, como es Su trabajo tocar el ser interior de la criatura, mientras más tierno y natural sea el contacto, más gloriosa será la obra. De ahí que aparece más hermoso en el hombre que en el animal; y más brillante en el hombre espiritual que en el natural, dado que el contacto con el primero es más íntimo, la hermandad más dulce, la unión completa.
Segundo, dado que la creación está tan lejana detrás de nosotros y que la re-creación nos toca personalmente y diariamente, la Palabra de Dios dirige más atención a lo último, reclamando para ello más prominencia en nuestra confesión. Sin embargo, por diferentes que sean las mediciones de operación y energía, el Espíritu Santo permanece en la creación y la re-creación como el único Trabajador omnipotente de toda vida y avivamiento, y es, por lo tanto, digno de toda alabanza y adoración.
X. Orgánica e Individual
"¿Dónde está el que puso en medio de él Su Santo Espíritu?"—Isaías lxiii. 11.
La siguiente actividad del Espíritu Santo reside en el reino de la gracia.
En la naturaleza el Espíritu de Dios aparece creando, en la gracia, re-creando. La llamamos re-creación, porque la gracia de Dios no crea algo inherentemente nuevo, sino una nueva vida en una naturaleza vieja y degradada.
Pero esto no debe entenderse como que la gracia restauró sólo lo que el pecado había destruido. Porque entonces el hijo de Dios, nacido de nuevo y santificado, debe ser como Adán lo fue en el Paraíso antes de la caída. Muchos lo entienden así, y lo presentan como sigue: En el Paraíso Adán se enfermó; el veneno de la eterna corrupción entró en su alma y penetró en todo su ser. Ahora viene el Espíritu Santo como médico, portando el remedio de la gracia para sanarlo. Vierte el bálsamo en sus heridas, sana sus magulladuras y renueva su juventud; y así el hombre, nacido de nuevo, sanado y renovado, es, de acuerdo a su postura, precisamente lo que era el primer hombre en un estado de rectitud. Una vez más las condiciones del pacto de obras son presentadas a él. Por sus buenas obras nuevamente ha de heredar la vida eterna. Nuevamente puede caer como Adán y ser presa de la muerte eterna.
Pero todo este parecer está equivocado. La Gracia no pone al impío en un estado de rectitud, pero lo justifica—dos cosas muy diferentes. Aquel que se mantiene en un estado de rectitud tiene ciertamente una virtuosidad original, pero la puede perder; puede ser juzgado y fracasar tal como fracasó Adán. Debe reivindicar su rectitud. Su consistencia interior debe descubrirse a sí misma. Aquel que es recto hoy, puede no serlo mañana.
Pero cuando Dios justifica a un pecador lo pone en un estado totalmente diferente. La justicia de Cristo se vuelve suya. ¿Y cuál es esta rectitud? ¿Estaba Jesús sólo en un estado de rectitud? De ninguna manera. Su virtud fue puesta a prueba, juzgada, y cernida; incluso fue puesta a prueba por el fuego destructor de la ira de Dios. Y esta virtuosidad convertida de “rectitud original” a “virtuosidad reivindicada” fue imputada a los impíos.
Por lo tanto lo impío, al ser justificado por gracia, no tiene nada que ver con el estado de Adán antes de la caída, sino que ocupa el lugar de Jesús después de la resurrección. Posee un bien que no puede perder. No trabaja más por un salario, pero la herencia es suya. Sus obras, su celo, amor y alabanza no fluyen de su propia pobreza, sino de la rebosante plenitud de la vida que fue obtenida para él. Como se expresa a menudo: Para Adán en el Paraíso, estaba primero el trabajo y luego el descanso sabático; pero para los impíos justificados por gracia el descanso sabático viene primero, y luego el trabajo que fluye de las energías de ese sábado. En el comienzo la semana cerraba con el sábado; para nosotros el día de la resurrección de Cristo abre la semana que se alimenta de los poderes de esa resurrección.
Por lo tanto, la gran y gloriosa obra de re-creación tiene dos partes:
Primero, la eliminación de la corrupción, la curación de la violación, la muerte al pecado, la expiación de la culpa.
Segundo, la inversión del primer orden, el cambio de todo el estado, la presentación y el establecimiento de un nuevo orden.
Lo último es de suma importancia. Porque muchos enseñan algo distinto. Aunque conceden que un recién nacido hijo de Dios no es precisamente lo que fue Adán antes de la caída, ven la diferencia sólo en la recepción de una naturaleza superior. El estado es el mismo, con diferencias de grado. Esta es la teoría actual. La naturaleza de mayor grado se denomina “divino-humana,” la cual Cristo lleva en Su Persona; la cual, siendo consolidada por Su Pasión y Resurrección, es ahora impartida al alma recién nacida, elevando la naturaleza más baja y degradada a esta vida superior.
Esta teoría está en conflicto directo con las Escrituras, que nunca hablan de condiciones similares pero con diferencias de grado y poder, sino de una condición a veces muy inferior en poder y grado que aquella de Adán, pero transferida a un orden totalmente diferente.
Por esta razón la Escritura y la Confesión de nuestros padres enfatizan la doctrina de los Pactos; porque la diferencia entre los Pactos de Obras y de Gracia muestra la diferencia entre dos órdenes de cosas espirituales. Aquellos que enseñan que el nuevo nacimiento meramente imparte una naturaleza superior, permanecen bajo el Pacto de Obras. De ellos es el trabajo agotador de subir a la montaña la piedra de Sísifo, aunque sea con la mayor energía de la vida superior. La doctrina de Gracia de Las Escrituras pone fin a esta tarea imposible de Sísifo; transfiere el Pacto de Obras de nuestros hombros a los de Cristo, y abre ante nosotros un nuevo orden en el Pacto de Gracia donde no puede haber más incertidumbre ni temor, ni pérdida ni confiscación de los beneficios de Cristo, sino uno del cual la Sabiduría grita, "¿No clama la sabiduría, y da su voz la inteligencia? En las alturas junto al camino, a las encrucijadas de las veredas se para” (Prov. viii. 1, 2) diciendo que todas las cosas están ahora listas.
La obra de re-creación tiene esta peculiaridad, que pone al elegido inmediatamente al final del camino. No son como el viajero que aún está a medio camino de su hogar, sino como uno que ha completado su viaje; el largo, triste y peligroso camino está completamente detrás de él. Por supuesto, no recorrió ese camino; nunca podría haber alcanzado la meta. Su Mediador Árbitro lo viajó por él—y en su lugar. Y por unión mística con su Salvador, es como si hubiera viajado la distancia completa; no como nosotros lo consideramos, sino como Dios lo considera.
Esto mostrará por qué la obra del Espíritu Santo aparece más poderosa en la re-creación que en la creación. Porque, ¿de qué camino se habla, sino de aquel que nos guía desde el centro de nuestros corazones degenerados hasta el centro del corazón amante de Dios? Toda piedad apunta a traer al hombre a comunión con Dios; por lo tanto, a hacerlo viajar el camino entre él y Dios. El hombre es el único ser en la tierra para el cual su contacto con Dios significa comunión consciente. Dado que esta comunidad se rompe por la aparición del pecado, al final del camino el contacto y la comunidad deben ser perfectos, en lo que respecta el estado y los principios del hombre. Si el compañerismo es el término y la gracia de Dios pone a Su hijo ahí de inmediato, por lo menos en lo que concierne su estado, hay una obvia diferencia entre él y el no regenerado; porque el recién mencionado está infinitamente distante de Dios, mientras que el anterior tiene la más dulce comunidad con Él. Dado que es la operación interna del Espíritu Santo la que logra esto, Su mano debe aparecer más poderosa y gloriosa en la re-creación que en la creación. Si pudiéramos ver Su obra en la re-creación como un hecho cumplido, podríamos entenderlo en su totalidad y escapar las dificultades con las que nos encontramos ahora comparando el Antiguo Testamento con el Nuevo sobre este tema.
La re-creación nos trae aquello que es eterno, terminado, perfeccionado, completado; mucho más allá de la sucesión de momentos, el curso de los años, y el desarrollo de circunstancias. Aquí yace la dificultad. Esta obra eterna debe ser traída a un mundo temporal, a una raza que está en proceso de desarrollo; de ahí que esa obra debe hacer historia, aumentando como una planta, creciendo, floreciendo, y dando frutos. Y esta historia debe incluir un tiempo de preparación, revelación, y finalmente de llenar la tierra con arroyos de gracia, salvación y bendición.
Si no estuviera relacionado con el hombre sino con seres irracionales, no habría dificultad alguna; pero cuando comenzó su curso, el hombre ya estaba en el mundo, y al pasar de las épocas el flujo de la humanidad se expandió. De ahí la pregunta importante: Si es que las generaciones que vivieron durante el largo camino de preparación antes de Cristo, en quienes la obra de re-creación fue finalmente revelada, fueron partícipes de sus bendiciones.
La Escritura responde afirmativamente. En las épocas antes de Cristo los elegidos de Dios compartían las bendiciones de la obra de re-creación. Abel y Enoc, Noé y Abraham, Moisés y David, Isaías y Daniel fueron salvados por la misma fe que Pedro, Pablo, Lutero y Calvino. El Pacto de Gracia, aunque hecho con Abraham y por un tiempo conectado con la vida nacional de Israel, ya existía en el Paraíso. Los teólogos de las iglesias reformadas han develado claramente la verdad de que los elegidos de Dios de ambas dispensaciones entraron por la misma puerta de rectitud y caminaron la misma vía de salvación que aún caminan al banquete del Cordero.
¿Pero cómo pudo Abraham, viviendo tantos años antes de Cristo, siendo el único a través de quien la gracia y la verdad han sido reveladas, tener su fe contada a su favor como justicia de manera que vio el día de Jesús y se gozó en él?
Esta dificultad ha confundido a muchas mentes en relación a las Antiguas y Nuevas Dispensaciones, y hace que muchos pregunten vanamente: ¿Cómo pudo haber una operación de salvación del Espíritu Santo en el Antiguo Testamento si fue vertido sólo en Pentecostés? La respuesta se encuentra en la casi inescrutable obra del Espíritu Santo, donde, por un lado, Él trajo a la historia de nuestra raza esa eterna salvación ya terminada y completa que debe recorrer períodos de preparación, revelación, y frutos; y donde, por otro lado, durante el período preparatorio, esta misma preparación fue hecha, mediante gracia maravillosa, el medio para salvar almas aun antes de la Encarnación del Verbo.
XI. La Iglesia Antes y Después de Cristo
"Y todos éstos, aunque recibieron buen testimonio por la fe, no recibieron el cumplimiento de la promesa."—Hebreos xi. 39.
La claridad requiere distinguir dos operaciones del Espíritu Santo en la obra de re-creación antes del Adviento, a saber, (1) la preparación de la redención para toda la Iglesia, y (2) la regeneración y santificación de los santos que entonces vivían.
Si no hubieran habido elegidos antes de Cristo, de manera que Él no tuviera Iglesia sino hasta Pentecostés; y si, como Balaam y Saúl, los portadores de la revelación del Antiguo Testamento no hubieran tenido interés personal en el Mesías, entonces sería evidente por sí mismo que, antes del Adviento, el Espíritu Santo pudo haber tenido sólo una obra de re-creación, a saber, la preparación de la salvación que vendría. Pero como Dios tenía una iglesia desde el principio del mundo, y casi todos los portadores de la revelación eran partícipes de Su salvación, la obra re-creativa del Espíritu debe consistir de dos partes: primero, de la preparación y redención de toda la Iglesia; y, segundo, de la santificación y consuelo de los santos del Antiguo Testamento.
Sin embargo, estas dos operaciones no son independientes, como dos cursos de agua separados, sino como gotas de lluvia cayendo sobre el mismo río de revelación. Ni siquiera son como dos ríos de distintos colores que se juntan en el mismo lecho de un río; porque la primera no contenía nada para la Iglesia del futuro que no tuviera también significado para los santos del Antiguo Pacto; ni la segunda recibió revelación o mandamiento alguno que no tuviera significado también para la Iglesia del Nuevo Pacto. El Espíritu Santo entretejió y entrelazó de tal manera esta obra bipartita que lo que fue la preparación de la redención para nosotros, fue al mismo tiempo revelación y ejercicio de fe para los santos del Antiguo Testamento; mientras que, por el otro lado, Él usó sus vidas, conflictos, sufrimientos y esperanzas personales como el lienzo sobre el cual bordó la revelación y redención para nosotros.
Esto no significa que la revelación de antaño no contuviera un gran porcentaje que tenía un sentido y propósito diferente para ellos del que tiene para nosotros. Antes de Cristo, el servicio completo de tipos y sombras tenía significado que perdió inmediatamente después del Adviento. Continuarlo después del Adviento sería equivalente a una negación y repudio a Su venida. La sombra de uno va por delante; cuando sale a la luz la sombra desaparece. Por lo tanto, el Espíritu Santo desarrolló una obra especial para los santos de Dios al darles un servicio temporal de tipos y sombras.
Que este servicio haya eclipsado toda su vida hace que su impresión sea tanto más fuerte. Esta sombra estuvo sobre toda la historia de Israel; estuvo esbozado en todos sus hombres desde Abraham hasta Juan el Bautista; cayó sobre los sistemas judiciales y políticos, y más pesadamente sobre la vida social y doméstica; y en las imágenes más puras se extendió sobre el servicio de culto. De ahí los pasajes del Antiguo Testamento que se refieren a este servicio no tienen el significado para nosotros que tuvieron para ellos. Cada característica de él tenía fuerza vinculante para ellos. Por el contrario, no circuncidamos a nuestros varones, pero bautizamos a nuestros niños; no comemos durante la Pascua, ni observamos la Fiesta de Tabernáculos, ni sacrificamos la sangre de toros o vaquillas, como cualquier lector discriminador del Antiguo Testamento entiende. Y aquellos que en la Dispensación del Nuevo Testamento buscan reintroducir el diezmo, o restablecer el reino y el sistema judicial de los días del Antiguo Testamento, se embarcan, de acuerdo a experiencias anteriores, en una tarea sin esperanzas: sus esfuerzos muestran poco éxito, y toda su actitud demuestra que no gozan de la totalidad de la libertad de los hijos de Dios. En realidad todos los cristianos están de acuerdo con esto, reconociendo que la relación que sostenemos hacia la ley de Moisés es del todo diferente a aquella del antiguo Israel.
El Decálogo por sí solo es ocasionalmente fuente de discrepancia, especialmente el Cuarto Mandamiento. Aún hay cristianos que no admiten ninguna diferencia entre aquello que tiene un carácter pasajero, ceremonial, y aquello que es perpetuamente ético, y que buscan sustituir el último día de la semana por el día del Señor.
Sin embargo, dejando a un lado estas serias diferencias, repetimos que el Espíritu Santo tuvo una obra especial en los días antes de Cristo, que estaba dirigido a los santos de esos días, pero que para nosotros ha perdido su significado anterior.
No significa, sin embargo, que podamos descartar esta obra del Espíritu Santo, y que los libros que contienen estas cosas puedan dejarse de lado. Esta visión ha logrado vigencia—especialmente en Alemania, donde el Antiguo Testamento se lee incluso menos que los libros del Apócrifo, con la excepción de los Salmos y algunos pericopios seleccionados. Por el contrario, este servicio de sombras tiene aun en los más mínimos detalles un significado especial para la Iglesia del Nuevo Testamento; sólo que el significado es diferente.
Este servicio en la historia del Antiguo Pacto atestigua para nosotros las maravillosas obras de Dios, mediante las cuales de Su infinita misericordia nos ha salvado del poder de la muerte y del infierno. En las personalidades del Antiguo Pacto revela el maravilloso trabajo de Dios al implantar y preservar la fe a pesar de la depravación humana y la oposición satánica. El servicio de ceremonias en el santuario nos muestra la imagen de Cristo y de Su gloriosa redención en los más mínimos detalles. Y finalmente, el servicio de sombras en la vida política, social y doméstica de Israel nos revela esos principios divinos, eternos e inmutables que, liberados de sus formas transitorias y temporales, deberían gobernar la vida política y social de todas las naciones cristianas por todos los tiempos.
Y sin embargo, esto no agota el significado que siempre tuvo este servicio, y que aún tiene, para la Iglesia Cristiana.
No sólo nos revela los lineamientos de la casa espiritual de Dios; pues, de hecho, operó en nuestra salvación:
Primero, preparó y preservó en medio de la idolatría pagana a gente que, siendo portadores de los oráculos divinos, preparara al Cristo en Su venida un lugar para la planta de Su pie y base de operaciones.[2] No podría haber llegado a Atenas o Roma ni a China o India. Nadie allí lo habría entendido, o hubiera suministrado instrumento o material para construir la Iglesia del Nuevo Pacto. La salvación que fue lanzada como un fruto maduro en la falda de la Iglesia Cristiana había crecido en un árbol profundamente enraizado en este servicio de sombras. De ahí que la historia de ese período es parte de la nuestra, como la vida de nuestra niñez y nuestra juventud permanece nuestra, a pesar de que como hombres hemos dejado de lado las niñerías.
Segundo, el conocimiento de este servicio e historia, siendo partes de la Palabra de Dios, fueron fundamentales en el traslado de los hijos de Dios desde la oscuridad de la naturaleza a Su luz maravillosa.
Sin embargo, como el Espíritu Santo desarrolló obras especiales para los santos de esos días que tienen un significado diferente pero no menos importante para nosotros, también realizó obras en esos días que estaban dirigidas más directamente a la Iglesia del Nuevo Testamento, las cuales también tenían un significado diferente pero no menos importante para los santos del Antiguo Pacto. Esto fue obra de la Profecía.
Como declara Cristo, el propósito de la profecía es predecir cosas futuras de manera que, una vez ocurridos los eventos predichos, la Iglesia pueda creer y confesar que fue obra del Señor. El Antiguo Testamento a menudo plantea esto, y el Señor Jesús lo declaró a Sus discípulos, diciendo: “Ahora os lo he dicho antes que suceda, para que cuando suceda, creáis” (Juan xiv. 29). Y nuevamente: “Desde ahora os lo digo, antes de que suceda, para que cuando suceda, creáis que Yo Soy” (Juan xiii. 19). Y aun más claramente: “Pero estas cosas os he dicho, que cuando llegue el momento, podáis recordar que Yo les hablé de ellas.” Estas afirmaciones, comparadas con las palabras de Isa. xli. 23, xlii. 9, y xliii. 19, no dejan dudas respecto al objetivo de la profecía.
No significa que esto agote el tema de la profecía, o que no tiene otros objetivos; pero su fin principal y final se alcanza sólo cuando, sobre la base de su realización, la Iglesia le cree a su Dios y Salvador y lo magnifica en Sus poderosos actos.
Pero mientras que su centro de gravedad es la realización, en la iglesia del Nuevo Testamento, estaba igualmente dirigida a los santos contemporáneos. Porque, aparte de las actividades proféticas que se referían exclusivamente al pueblo de Israel que vivía en ese tiempo, y las profecías cumplidas en la vida nacional de Israel, las profecías que valientemente esbozaban a Cristo dieron preciosos frutos para los santos del Antiguo Testamento. Conectado con teofanías, produjo en sus mentes una forma tan fija y tangible del Mesías que la hermandad con Él, que por sí sola es esencial para la salvación, fue hecha posible para ellos por anticipación, tal como a nosotros por memoria. No sólo se hizo posible esta hermandad al final de la Dispensación, en Isaías y Zacarías; Cristo atestigua que Abraham deseaba ver Su día, lo vio, y se gozó.
Notas
- ↑ Para el sentido en que el autor toma el metodismo, vea la sección 5 en el Prefacio.
- ↑ En holandés, “centro de vida.”
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