La Obra del Espíritu Santo/Volumen 2: Introduccíon

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English: The Work of the Holy Spirit/Volume 2: Introduction

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Por Abraham Kuyper sobre Espíritu Santo
Capítulo 14 del Libro La Obra del Espíritu Santo

Traducción por Glorified Word Project


Volumen 2: La Obra Del Espíritu Santo en el Individuo


I. El Hombre que Dios Ha de Formar

“He aquí, yo derramaré mi Espíritu sobre vosotros, y os haré saber mis palabras.”—Prov. i. 23.

Hasta ahora, la discusión se ha limitado a la obra del Espíritu Santo en la iglesia como un todo. Ahora consideraremos Su obra en las personas como individuos.

Hay una diferencia entre la iglesia como un todo y sus miembros como individuos. Está el cuerpo de Cristo, por un lado, y los miembros que constituyen partes del cuerpo. Y el carácter de la obra del Espíritu Santo en uno, es necesariamente diferente al del otro.

La Iglesia, que nace por el deleite divino, es completa en la eterna perspectiva y propósito de Dios, y la elección soberana ha determinado su curso completo.

El mismo Dios que ha contado el número de cabellos sobre nuestras cabezas, también ha contado los miembros del Cuerpo de Cristo. De la misma manera en que todo nacimiento está ordenado de antemano, cada nuevo nacimiento cristiano en la iglesia está divinamente predestinado.

El origen y despertar de la vida eterna vienen del cielo; no de la criatura, sino del Creador, y se basan en Su libre y Soberana elección. Y así permanece, no es una mera decisión, sino un acto divino, igualmente decisivo, que lleva a cabo y realiza por completo la decisión. Esta es la omnipotencia espiritual de Dios. No es como el hombre, que experimenta; Él es Dios, quien jamás niega la obra de Sus manos, y persiste en llevar a cabo, irresistiblemente, todo lo que le deleita. Por tanto Sus decretos se convierten en historia; y la Iglesia, cuya forma es diseñada por la voluntad de Dios, debe nacer, incrementar y perfeccionarse de acuerdo al consejo de Dios a través de las edades; y ya que Su consejo es indestructible, las puertas del infierno no prevalecerán en contra de la Iglesia. Esta es la base de la seguridad y consolación de los santos. No tienen otra base de confianza. Adquieren la plena convicción con la cual profetizan en contra de todo lo visible y fenomenal por el hecho de que Dios es Dios, y por ser Dios, todo lo que a Él le place, permanece.

En la obra de la gracia, no hay rastro de casualidad o fatalidad; Dios ha determinado no sólo su fin, sin decidir la forma en la cual se llevaría a cabo, sino que, en Su consejo, ha preparado cada medio para llevar a cabo Su decisión. Y en Su consejo, se revelan formas que el ojo humano no puede seguir ni comprender. La omnipotencia divina se adapta a la naturaleza de la criatura. Causa el crecimiento de sus cedros del Líbano, y que aumenten los toros de Basán; pero alimenta y fortalece a cada uno de acuerdo a su propia naturaleza. El cedro no come pasto, y los toros no escarban en la tierra en busca de su alimento.

El decreto divino determina que por medio de sus raíces el árbol absorba los líquidos del suelo, y que por la boca el toro ingiera su comida y la transforme en sangre. Y Él honra Sus propios decretos al proveer alimento en el suelo para uno y pasto en el campo para el otro.

El mismo principio prevalece en el Reino de la Gracia. Dios ha dado, al hombre como sujeto del Reino, y al mundo moral que le pertenece, un organismo distinto al del buey, cedro, viento o arroyo. Los movimientos de este último, son plenamente mecánicos; el arroyo debe descender por la montaña. Actúa en forma distinta sobre los toros y los árboles; y aun de otra manera en los seres humanos. En el ser humano, las fuerzas químicas funcionan mecánicamente y son distintas a las del toro y del cedro. Y aparte de estas, hay fuerzas morales en el hombre que Dios también opera de acuerdo a su naturaleza.

Sobre este argumento, nuestros padres consideraron que la idea fanática de que en la obra de gracia el hombre fuera un mero bloque de materia, era indigna frente a Dios; no porque le atribuyera algo al hombre, sino porque muestra a un Dios que niega Su propia obra y decretos. Al crear un toro o un árbol o una piedra, cada uno distinto del otro, dándoles una naturaleza propia, no puede violar esta condición, sino adaptarse a ella. Luego, todas Sus operaciones espirituales están sujetas a las disposiciones del decreto divino del hombre como un ser espiritual; y esta particularidad hace de la obra de la gracia una obra extraordinariamente hermosa, gloriosa y adorable.

Porque, si Dios tratara al hombre mecánicamente, como a un bloque de materia, no nos engañemos entonces hablando de la obra de gracia como si fuera algo glorioso. No habría misterio para los ángeles, sino una obra de omnipotencia inmediata que de pronto deshace y recrea todas las cosas. Para admirar la obra de la gracia, debemos considerarla tal cual ha sido revelada, es decir, como una obra compleja e insondable, por medio de la cual Dios se adapta a las necesidades del ser espiritual del hombre, frágiles y variables; y revela Su omnipotencia venciendo los enormes e interminables obstáculos que la naturaleza humana pone en Su camino.

Incluso el alma de Dios tiene sed de amor. Todo Su consejo puede reducirse a un pensamiento: que en el fin de los tiempos Dios tenga una Iglesia que entienda Su amor y pueda darle de ese amor de vuelta. Pero el amor no puede ser decretado, ni puede ser forzado de alguna manera que no sea espiritual. No puede derramarse en el corazón del hombre mecánicamente. Para llegar a ser cálido, refrescante, y satisfactorio, el amor debe ser avivado, cultivado y preciado. Por tanto, Dios no derrama ni siquiera una gota de amor en los corazones de Su pueblo, pues eso produciría instantáneamente amor en ellos. Más bien, demuestra Su amor mediante Aquél, que estaba en el principio con Dios y era Dios, quien con inmensurable amor muere por el hombre en una cruz.

Esto sería irrelevante si el hombre fuera un mero bloque de materia. Dios sólo tendría que crear amor en sus corazones, y el hombre lo amaría por pura necesidad, tal como la estufa emite calor cuando se prende. Pero el amor que se ilustra con tanta calidez en la Biblia no es irrelevante cuando Dios lidia con los seres espirituales de forma espiritual. Por lo tanto, la cruz de Cristo es una manifestación del amor divino, el cual supera enormemente toda concepción humana; consecuentemente ejercitando este irresistible poder sobre todos los escogidos de Dios.

Y aquello que es preeminentemente verdadero y evidentemente amoroso, es verdad en cada parte de la obra de gracia—en cada una de sus etapas. En ella Dios nunca se niega a sí mismo, ni a sus decretos ni planes para los cuales el hombre fue creado. Así, es glorioso que por un lado Dios haya concedido al hombre los medios para tal resistencia, y por otro lado, haya superado divina y majestuosamente dicha resistencia por la omnipotencia de Su gracia redentora.

Cuando el apóstol testifica: “Así que somos embajadores, en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio de nosotros; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios” (2 Cor. v. 20), revela tal profundidad del misterio del amor, que finalmente las relaciones son literalmente revertidas, de manera que el Dios santo implora a Sus criaturas rebeldes, quienes en realidad debieran rogarle a Él por misericordia.

La tradición cuenta de seres misteriosos ejerciendo su fascinación irresistiblemente sobre viajeros y marineros hasta tal punto que estos últimos se lanzan voluntariamente a la destrucción, sin embargo, en contra de su propia voluntad. De acuerdo a la revelación divina, esta tradición, de una forma revertida y santa, se ha convertido en realidad. Aquí también, hay una fascinación todopoderosa, finalmente irresistible para el pecador condenado: permitiéndose a sí mismo ser atraído en contra de su voluntad y, sin embargo, voluntariamente, la eterna miseria no lo acarrea hacia la destrucción sino fuera de ella.

Sin embargo, la maravillosa obra del amor apenas se puede analizar. Los amantes nunca saben quién fue el que atrajo y quién fue atraído, ni cómo el amor llevó a cabo su atracción en medio de la lucha de afectos. El amor es demasiado misterioso como para revelar sus variadas obras y cómo estas obras se entrelazan. Esto se aplica en mucho mayor medida al amor de Dios. Todo santo conoce por experiencia, que finalmente se convirtió en algo irresistible y que prevaleció, pero no logra expresar cómo se logró la victoria. Esta obra divina viene sobre nosotros desde alturas y profundidades infinitas, nos afecta misteriosamente, y en el comienzo era tal la escasez de luz espiritual, que uno apenas puede tartamudear acerca de estas cosas. ¿Quién entiende el misterio del nuevo nacimiento? ¿Quién tenía conocimiento cuando fue entretejido curiosamente en las partes más profundas de la tierra? Y si esto se llevó a cabo inconscientemente, ¿cómo podemos comprender nuestro nacimiento espiritual? Es evidente que, subjetivamente, es decir, dependiendo de nuestra experiencia personal, no sabemos absolutamente nada acerca de éste; y todo lo que se dijo y puede decirse al respecto, se conoce directamente por la Escritura. A Dios le ha complacido levantar sólo una punta del velo que cubre el misterio—no más de lo que el Espíritu Santo consideró necesario para fortalecer la fe, para la gloria de Dios y el beneficio de otros en el tiempo de su nacimiento espiritual.

Por tanto, en esta serie de artículos sólo intentaremos sistematizar y explicar lo que Dios ha revelado para que Sus hijos sean dirigidos espiritualmente.

Nada puede estar más lejos de nuestras intenciones que instruirnos en cosas demasiado elevadas para nosotros, o penetrar los misterios que se han escondido de nuestra vista. Donde la Escritura se detiene, nosotros nos detendremos; a las dificultades que queden sin explicar no añadiremos lo que sólo puede ser el resultado de la estupidez humana. Pero donde la Escritura proclama incuestionablemente el poder soberano de Jehová en la obra de gracia, ni la crítica, ni las burlas del hombre nos impedirán demandar sumisión absoluta a la soberanía divina y a darle la gloria a Su nombre.


II. La Obra de Gracia, Una Unidad

“Porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado.”—Rom. v. 5.

El fin último de todos los caminos de Dios es que Él sea todo en todo. No puede dejar de trabajar hasta que haya entrado en las almas de los hombres. Tiene sed del amor de las criaturas. En el amor del hombre hacia Dios, desea ver las virtudes de Su propio amor glorificado. Y el amor debe nacer del ser del hombre que habita en el corazón.

Es imposible dar suficiente alabanza a la obra de gracia efectuada por el consejo divino. Desde el Paraíso hasta Patmos, revelada a profetas y apóstoles, es trascendentemente profunda, abundante y gloriosa. Fue preparada en el mismo Emanuel, quien ascendió al cielo, quien ha recibido dones para los hombres—sí, para los rebeldes también—para que el Señor Dios pueda morar entre ellos. Esta obra de gracia excede las alabanzas de hombres y ángeles. Sin embargo, la mayor gloria y majestad, se muestra sólo cuando vence la rebelión que opera en el alma, mostrando su luz al hombre para que glorifique al Padre que está en los cielos.

Consecuentemente, el derramamiento del Espíritu Santo es la corona por sobre todos los eventos de salvación, porque revela subjetivamente, en percepción de las personas como individuos, la gracia revelada hasta ahora objetivamente.

Claramente, en los días del antiguo pacto, la gracia salvífica obró en el individuo, pero siempre mantuvo una característica preliminar y especial. Creyentes del antiguo pacto “no recibieron lo prometido, proveyendo Dios alguna cosa mejor para nosotros, para que no fuesen ellos perfeccionados aparte de nosotros.” (Heb. xi. 39, 40) Y la dispensación de la salvación personal, en su carácter normal, sólo comenzó cuando, finalizada la obra de reconciliación y habiendo resucitado Emanuel, llegó silenciosamente el otro Consolador a enriquecer a los miembros del Cuerpo de Cristo.

De ahí que el propósito del Dios Trino mueva todas las cosas inexorablemente hacia esta gloriosa consumación. La compasión divina no puede dejar de trabajar hasta que la obra de salvación del alma no haya comenzado. En toda la obra preparatoria, Dios se dirige persistentemente a sus escogidos; no tan sólo después de la caída sino incluso antes de la creación, Su sabiduría se deleitaba en el mundo terrenal, y “Sus delicias eran con los hijos de los hombres.” (Prov. viii. 31) Desde la eternidad Él conoce a todos los que recibirán Su gloriosa luz. No le son extraños aquellos quienes, al pasar las edades, Él descubre infructíferos al ser examinados, o a ser forjados para llegar a ser sujetos apropiados y útiles de acuerdo a sus respectivos méritos; no, nuestro fiel Dios de Pactos, nunca es un extraño ante ninguna de Sus criaturas. Creó a todos, y decretó cómo debían ser creados; no han sido creados y luego predestinados; sino predestinados y luego creados. Aun así, la criatura no es independiente del Señor, ya que antes de que haya palabra en Su boca, conoce todas las cosas; no por información de lo que ya existía, sino por conocimiento divino de lo que habría de venir. Aun las relaciones de causa y efecto que conectan las etapas de su vida se encuentran desnudas y abiertas delante de Él; nada se esconde de Él; y Dios conoce mucho más íntimamente al hombre de lo que el hombre se conoce a sí mismo.

Las aguas de salvación que descienden de la cima de la montaña de la santidad de Dios no corren hacia campos desconocidos. Sus cauces están preparados, y recorriendo los montes se encuentran con los pastizales que han de regar.

Por tanto, aunque mayor claridad demanda divisiones y subdivisiones en la obra de gracia, éstas en realidad no existen; la obra de gracia es una unidad, es un hecho eterno y continuo, que procede del vientre de la eternidad, avanzando sin parar hacia la consumación de la gloria de los hijos de Dios que será revelada en el gran Día del Señor. Por ejemplo, aunque en el momento de la regeneración Dios llamó a las cosas que no eran, con todo lo que contienen inherentemente como en un germen, esto no debe ser representado como si Dios abandonara el alma del hombre por veinte o treinta años. Porque aun este aparente abandono es una obra divina. Contenido por su amor, hubiera preferido volcarse a sus escogidos, a sus criaturas perdidas, para encontrarlos y salvarlos inmediatamente. Pero Él mismo se abstuvo, si así podemos expresarlo; pues este mismo abandono, este temporal escondimiento de su rostro, obra finalmente para bien como medio de gracia en la hora del encuentro del amor para lograr la eficacia de la gracia en aquella alma amada.

Por tanto, la salvación de un alma, en su ser personal, es una obra eterna, ininterrumpida y continua, cuyo punto de partida es el decreto y su punto final es la glorificación delante del trono. No contiene nada formal ni mecánico. No hay un periodo de dieciocho siglos previos durante el cual Dios está preparando la gracia objetiva sin llevar a cabo ninguna obra de gracia sobre el individuo. Tampoco hay salvación preparada sólo para posibles almas cuya salvación permanecía incierta. No, el amor de Dios nunca obra hacia lo desconocido. Él es perfecto y Sus caminos son perfectos; por tanto, Su amor siempre contiene la elevada y santa marca: proceder de corazón a corazón, de persona a persona, conociendo y leyendo a la persona con conocimiento perfecto. Durante los tiempos en que Caín fue juzgado; mientras Noé y sus ocho aguardaban en el arca; mientras Abraham fue llamado y Moisés conversaba con Jehová cara a cara; mientras los videntes profetizaban; el Bautista apareció en público, Jesús subió al calvario y San Juan veía visiones—durante estos tiempos Dios nos conocía (si somos Suyos), la presión de Su amor se dirigía firmemente hacia nosotros, nos llamó antes de existir para que llegásemos a existir, y cuando llegamos a existir, guió cada uno de nuestros días.

Cuando nos rebelamos contra Él y Él apartó Su rostro de nosotros, aun ahí, nos guió como nuestro pastor, fiel y verdadero. Sin duda todas las cosas deben ayudar a bien a los que aman a Dios, incluso las vidas y características de sus ancestros—ya que ellos son los llamados de acuerdo a Su propósito.

En vez de ser frío y formal, es un acto de amor, lleno de vida, derramándose, desprendiéndose hacia fuera. Desde su fuente en las montañas más altas, atravesando incontables montes para alcanzarte, fluye el amor divino, sin descansar, hasta derramarse en tu alma. Por eso el apóstol se jacta de que finalmente el amor encontró su bendito fin en su persona y en la amada iglesia de Roma. “Ahora tenemos paz con Dios, porque el amor de Dios (que se mueve hacia nosotros desde la eternidad) finalmente nos ha alcanzado, y es derramado en nuestros corazones.”

Esto no quiere decir que nosotros poseamos un amor puro, sino que el amor de Dios por Sus escogidos, habiendo descendido de lo alto, venciendo todo obstáculo, se ha derramado en las profundas cavidades de nuestros corazones regenerados.

A esto Él le suma la gracia de lograr que el alma entienda, beba, y deguste de este amor. Y cuando el alma contrita y llena de lástima se pierde en los deleites del amor y la adoración de su eterna compasión, la gloria de Dios resplandece con mayor brillo y su deleite con los hijos de los hombres se completa.

Sin embargo, cuando el Dios Trino anticipa la llegada y glorificación de los santos desde antes de la fundación del mundo, las Escrituras revelan claramente que esta llegada y glorificación es la obra del Espíritu Santo. El amor de Dios es derramado en nosotros por el Espíritu Santo quien nos ha sido dado.

Las Escrituras le dan un lugar prominente a la obra del Espíritu Santo; no para excluir la obra del Padre y del Hijo, sino para que esta obra personal sea solamente ejercida por el Espíritu Santo. La Escritura lo presenta con tanta fuerza que el Catequismo no se equivoca al explicar tres puntos de nuestra santa fe: de Dios el Padre y nuestra Creación; de Dios el Hijo y nuestra Redención, y de Dios el Espíritu Santo y nuestra Santificación. Y esto no es de sorprenderse, pues:

En primer lugar, como ya hemos visto, en la economía del Dios Trino, es el Espíritu Santo quien mantiene el contacto más cercano con la criatura y lo llena de Sí mismo. Luego, es Su labor peculiar entrar en el corazón del hombre, y allí en sus recesos íntimos, proclamar las gracias de Dios hasta que él cree.

Segundo, Él lleva toda la obra del Dios Trino a su consumación. Es así como Él perfecciona la obra de la gracia objetiva mediante la salvación de las almas, realizando su propósito final.

Tercero, Él aviva. Pasando por encima de las aguas del caos, respira aliento de vida en el hombre. En perfecta armonía con esto, el pecador, muerto en delitos y pecados, no puede vivir a menos que sea avivado por el Espíritu de Avivamiento, a quien la Iglesia siempre ha invocado, diciendo: “Veni, Creator Spiritus.”

Cuarto, Él toma lo de Cristo y lo glorifica. El Hijo no distribuye Sus tesoros, sino el Espíritu Santo. Y ya que todo el plan de salvación de los redimidos consiste en el hecho de que hombres muertos y corazones marchitos sean unidos a Cristo, la fuente de Salvación, debemos alabar al Espíritu Santo por llevar a cabo esta obra.

Luego, en el deseo constreñido de amor divino por la salvación individual de criaturas escogidas, pero a la vez perdidas, la obra del Espíritu Santo ocupa, evidentemente, el lugar más conspicuo. Nuestro conocimiento de Dios no es completo a menos que lo a Él conozcamos como bendita Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Pero “como nadie llega al Padre sino es por Mí,” (Juan xiv. 6) y “nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo quiera revelar,” nadie puede venir al Hijo si no es por medio del Espíritu Santo y nadie puede conocer al Hijo si el Espíritu Santo no se lo revela.

Pero esto no implica en absoluto la separación, aun en pensamiento, entre las Personas Divinas. Esto destruiría la confesión de la Trinidad, substituyéndolo por la falsa creencia del tri-teísmo. ¡No! Es el mismo Dios eternamente subsistiendo en tres Personas. La verdad de nuestra confesión brilla en el entendimiento de la unidad de la Trinidad. El Padre jamás se encuentra sin el Hijo, ni el Hijo sin el Padre. Y el Espíritu Santo jamás podría venir a nosotros o trabajar en nosotros si el Padre y el Hijo no cooperan con Él.


III. Análisis Necesario

“Vamos adelante hacia la perfección; no echando otra vez el fundamento.”—Heb. vi. 1.

Para sistematizar la obra del Espíritu Santo en el individuo, primero es necesario considerar la condición espiritual antes de la conversión.

Una mala comprensión de este punto, nos lleva al error y a la confusión. Produce una confusión en las diversas operaciones del Espíritu Santo que nos lleva a utilizar los mismos términos para cosas distintas. Esto confunde los propios pensamientos de uno llevando a otros a desviarse. Es más notorio en ministros que discuten el tema en términos generales, a quienes les eluden las definiciones claras y consecuentemente terminan reiterando trivialidades.

Tal predicación impresiona poco o nada; su monotonismo es tedioso; acostumbra el oído a la repetición; carece de estímulo para el oído interno. Y la mente, que no puede permanecer inactiva frente a impunidad, busca alivio mediante sus propios métodos, muchas veces en incredulidad, alejada de la obra del Espíritu Santo. Las palabras “corazón,” “mente,” “alma,” “consciencia,” “hombre interno,” se usan indiscriminadamente. Existen frecuentes llamados a la conversión, regeneración, renovación de vida, justificación, santificación, y redención; mientras el oído no se ha acostumbrado a distinguir, en cada uno de éstos, algo especial y una revelación peculiar de la obra del Espíritu Santo. Y al final, este tipo de predicación caótica impide la discusión inteligente de temas divinos, ya que aquél que se ha iniciado o instruido profundamente no será comprendido por otros.

Sobretodo, protestamos solemnemente en contra de aquella apariencia piadosa que esconde un vacío interno de este tipo de predicación que dice: “Mi Evangelio simple no da cabida a estas diminutas distinciones; estas prueban el escolasticismo seco con el cual mentes quisquillosas aterrorizan a los hijos de Dios, llevándola al cautiverio de la letra. ¡No! El evangelio de mi Señor debe mantenerse lleno de vida y Espíritu: por lo tanto, libérenme de estas liviandades.”

Sin duda hay algo de verdad en esto. Mediante el análisis seco de verdades refrescantes para el alma, las mentes abstractas tienden a robar el gozo y consuelo de almas más simples. Discuten temas espirituales en términos más de mestizaje del latín con el inglés, como si el alma no tuviera parte con Cristo a menos que sea experta en el uso de estas palabras bastardas. Aterrorizar al débil así demuestra al orgullo y a la auto-exaltación. Y efectivamente es un orgullo muy torpe, porque el conocimiento del cual se enorgullecen, se adquiere, meramente, por el uso de la memoria.

Tal externalización de la fe cristiana es ofensiva. Substituye la genuina piedad por una lengua fluida, y la justificación por la fe por la justificación mental. Por consiguiente, la piedad del corazón es reemplazada por la de la mente, y en vez del Señor Jesucristo, Aristóteles, el maestro de la dialéctica, se convierte en salvador.

Abogar o defender tal caricatura está lejos de nuestro propósito. Creemos que nuestra salvación depende completamente de la obra de Dios en nosotros, y no en nuestro testimonio; y aquél pequeño con labios tartamudos, pero trabajado por el Espíritu Santo, precederá a aquellos vanos escribas en el camino hacia el Reino de los Cielos. Que nadie imponga el yugo de sus propios pensamientos sobre otros. Sólo el yugo de Cristo encaja en el alma del hombre.

Ahora, aun así, el Evangelio no perdona la superficialidad, ni aprueba la basura.

Claro, hay una diferencia. No requerimos que nuestros hijos se aprendan los nombres de todas las venas y músculos del cuerpo humano, de las posibles enfermedades que podrían afectarle, y los contenidos de los fármacos. Sería una carga para estos pequeños, quienes son más felices no teniendo consciencia del organismo que acarrean. Pero el doctor que no está muy seguro de la localidad de estos órganos; quien, despreocupado de los detalles, está satisfecho con conocer las generalidades de su profesión; quien se equivoca en la receta de los remedios, incapaz de diagnosticar el caso correctamente, será prontamente destituido para recibir a alguien que pueda discriminar mejor. Y hasta cierto punto se requiere lo mismo de toda persona inteligente. Los hombres bien informados no debieran ser ignorantes respecto a los órganos vitales del cuerpo humano y sus funciones principales; madres y enfermeras deberían informarse aun mejor.

Lo mismo se aplica a la vida de la Iglesia. Aquellos con menos dones no entienden las distinciones de la vida espiritual; incapaces de masticar carne, deben ser alimentados sólo con leche. Tampoco es bueno cargar y aburrir a los niños con frases que van mucho más allá de su comprensión. Hay que enseñarle a ambos de acuerdo al "son de su música." Que un niño hable de cuestiones religiosas discriminando términos, inquieta el sentir espiritual. Pero no así con el médico espiritual, o sea, el ministro de la Palabra. Si se expulsa a un veterinario por no tener capacidades para su trabajo, con mayor razón se debiera expulsar a aquellos quienes, fingiendo curar y tratar el alma, traicionan su propia ignorancia de las condiciones y actividades de su vida espiritual. Por lo cual, insistimos que todo ministro de la palabra, debe ser un especialista de esta anatomía y fisiología espiritual; familiarizado con las diversas formas de enfermedad espiritual y siempre preparado, por la plenitud de Cristo, para escoger correctamente los remedios espirituales que se requieren.

Y pedimos el mismo conocimiento, aunque no en el mismo grado, de todo hombre o mujer inteligente. El doctor o abogado que sonríe ante nuestra ignorancia de los principios básicos de su profesión, debiera avergonzarse de igual manera, al traicionar su propia ignorancia de la condición de su alma. En la vida espiritual, cada talento debiera captar nuestro interés. Todo hombre debiera desarrollarse simétricamente. Debiera ser capaz de distinguir las cuestiones espirituales y las necesidades de su alma de acuerdo al rango de visión, a la fortaleza de sus poderes y profundidad de discernimiento. Que este conocimiento se encuentre sólo en torno a nuestros hombres simples y temerosos de Dios y no en las clases más altas, es una seria y deplorable señal de nuestros tiempos.

El conocimiento que tiene poder en la esfera espiritual, y es capaz de sanar, no viene en términos afuerinos, no se expende en las variadas formas de la crítica bíblica, interesándose solamente en razonamientos filosóficos, logrando que las almas hambrientas sean alimentadas con piedras en vez de pan; sino que busca, sistemáticamente, la Palabra y obra de Dios en el alma del hombre, y comprueba que el hombre ha estudiado las cosas que debe ministrar a la iglesia.

Consecuentemente, nuestros líderes espirituales, quienes han reemplazado este conocimiento espiritual por la crítica y apologética en las universidades y en las clases de catequesis, tienen mucho por lo cual responder. Durante los últimos treinta años, este conocimiento se ha abandonado en estas instituciones. Y como se perdió tal conocimiento, la predicación se tornó monótona y gran parte de la iglesia se perdió. Se mantenía siempre un ojo y un oído abiertos a la obra objetiva del Hijo, pero la obra del Espíritu Santo fue abandonada y despreciada. Consecuentemente, la vida espiritual se ha hundido a tal grado que, mientras un tercio de la plenitud de la gracia que es en Cristo Jesús se conoce y honra, el hombre afirma que está predicando a Cristo y a este crucificado.

Por tanto, la discusión de la obra del Espíritu Santo sobre le individuo demanda que dejemos de lado las sendas de la superficialidad y de las generalidades y avancemos hacia el análisis más cuidadoso, aún existiendo el riesgo de ser tildados de "buzos escolásticos." Las operaciones del Espíritu Santo sobre diversas partes de nuestra condición deben ser distinguidas y tratadas en forma separada; no sólo en los escogidos, sino también en los no escogidos, ya que no son las mismas. Es cierto que las Escrituras enseñan que Dios hace brillar el sol sobre buenos y malos, y que Su lluvia cae sobre justos y pecadores para que en la naturaleza toda buena dádiva que viene del Padre dé luces y sea conocida por todos; pero en el Reino de la gracia no es así. El Sol de justicia muchas veces brilla sobre uno, dejando a otro en oscuridad; y las gotas de gracia riegan el alma de uno mientras otros permanecen absolutamente privados de ella. Cristo también fue puesto como tropiezo para muchos en Israel; y aun esto es causado por el testimonio del Espíritu Santo. No tan sólo el sabor de la vida, sino también el sabor de la muerte alcanza al alma por medio del Espíritu Santo; tal como el apóstol declaró respecto a aquellos que, habiendo recibido el don del Espíritu Santo, se perdieron. Es debido atender cuidadosamente a Su actividad en ellos, y la condición de ellos cuando comienza Su obra de salvación o endurecimiento.

Claramente, este no es el lugar para discutir exhaustivamente la condición del hombre caído. Esto requiere una investigación especial. Muchas cosas que en otra sección requerirán mayor detalle, aquí se tocarán brevemente. Pero servirá para nuestro propósito si logramos entregar al lector una visión lo suficientemente clara de la condición del pecador para que nos pueda comprender cuando discutamos la obra del Espíritu Santo en el pecador.

Por pecador entendemos al hombre tal cual es, vive y se mueve por naturaleza, sin los efectos de la gracia. En aquel estado está muerto en delitos y pecados; alienado de la vida de Dios; completamente depravado y sin fuerza; pecador, y por ende culpable y bajo condenación. No sólo muerto, sino también tendido en medio de la muerte, hundiéndose, cada vez más profundo en los abismos de la muerte, la cual se ensancha por debajo de él si no examina su caminar hasta que la muerte eterna sea revelada.

Este es el pensamiento fundamental, la idea madre, el concepto principal de su estado. “Por un hombre entró el pecado al mundo, y la muerte por el pecado, y así pasó la muerte a todos los hombres.” (Rom. v. 12) Y “la paga del pecado es la muerte.” (Rom. vi. 23) “El pecado, siendo consumado, da luz a la muerte.” (San. i. 15) Para ser trasladado a otro estado, uno debe pasar de la muerte a la vida.

Pero hay que analizar esta idea general de la muerte en sus diversas relaciones. Con este fin, es necesario determinar qué solía ser el hombre, y qué llegó a ser después de esta muerte espiritual.


IV. Imagen y Semejanza

“Hagamos al hombre a Nuestra imagen y semejanza.”—Gen. i. 26.

Es gloriosa la declaración que hace Dios cuando introduce el origen y la creación del hombre: “Y Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó.” El significado de estas importantes palabras fue discutido recientemente por el conocido profesor Dr. Edward Böhl, de Viena. De acuerdo al Dr. Böhl, esta frase se debe leer: El hombre fue creado “en” no “a” imagen de Dios, la imagen no se encuentra en la naturaleza o ser del hombre, sino fuera de él, en Dios. El hombre fue simplemente puesto en el resplandor de Su gloria. Por tanto, al permanecer en esa luz, viviría en esa imagen. Sin embargo, al salir de ella, caería y retendría su propia naturaleza, la cual es igual antes y después de la caída.

En el idioma holandés, la preposición "en" no conlleva el mismo sentido de "conforme a" que dice el español, sino denota un estado de permanencia o moción limitada en el espacio, tiempo o circunstancia.[1]

En la discusión acerca de la corrupción de la naturaleza del hombre consideraremos la opinión de este profesor de Viena, altamente estimado. Permítanos decir que en este punto rechazamos esta opinión, en la cual vemos un regreso al error de Roma. No podemos concebir el carácter negativo que presenta Böhl acerca del pecado, el cual es la base de esta representación del pecado. Más aun, se opone a la doctrina de la Encarnación y de la Santificación que declaraba la Iglesia Reformada. Por lo tanto, consideramos más apropiado, primero, explicar la confesión de los padres respecto a esto, y luego mostrar que dicha representación es inconsistente con la Palabra.

Al aceptar el relato de la Creación como una revelación directa del Espíritu Santo, reconocemos su absoluta credibilidad en cada parte. Aquellos que no la aceptan o, como muchos teólogos éticos, niegan su interpretación literal, no tienen voz en esta discusión. Si estamos seriamente interesados en la exposición del relato, no jugando con palabras, debemos estar completamente convencidos de que Dios realmente dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza.” (Gen. i. 26) Pero al negarlo y considerar que estas palabras son meras representaciones de cómo alguien, animado por el Espíritu Santo, presentó a sí mismo la creación del hombre, no podemos deducir nada de ellos. Luego no habría seguridad alguna de que sean divinas; sólo sabríamos que un hombre piadoso las atribuyó a los pensamientos de Dios y las puso en Su boca cuando era simplemente su propio relato respecto a la creación del hombre:

Por lo tanto, la infalibilidad de la Sagrada Escritura es nuestro punto de partida. Vemos en Gen. i. 27 un testimonio directo del Espíritu Santo; y creemos con plena certeza que estas son las palabras del Todopoderoso dichas antes de crear al hombre. Con esta convicción, ellas tienen decisiva autoridad; por lo tanto, inclinados ante ella, confesamos que el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios.

Esta declaración, en conexión con todo el relato, muestra que el Espíritu Santo distingue claramente la creación del hombre a la del resto de la creación. Todas eran manifestaciones de la Gloria de Dios, porque Él vio que era bueno; un efecto de Su consejo divino pues encarnaban un pensamiento divino, pero la creación del hombre fue especial, fue más elevada y más gloriosa; porque Dios dijo: “Hagamos al hombre a Nuestra imagen y semejanza.”


Por lo tanto, el sentido general de estas palabras es que el hombre es totalmente diferente a todos los otros seres; que esta especie es más noble, rica y gloriosa; y sobretodo, que la mayor gloria consiste en el vínculo más íntimo y relación más cercana que tendría con el Creador.

Esto se aprecia en las palabras imagen y semejanza. En todas Sus obras creadoras, el Señor habla, y se hace; Él ordena, y todo existe. Hay un pensamiento de Su consejo divino, una voluntad para ejecutar, y un acto omnipotente para realizarlo, pero nada más; los seres son creados enteramente fuera y aparte de Él. Pero la creación del hombre es completamente distinta. Claro, está el pensamiento divino que procede de Su eterno consejo, y lo lleva a cabo mediante Su omnipotente poder; pero esta nueva criatura está conectada con la imagen de Dios.

De acuerdo al significado universal de la palabra, la imagen de una persona es la concentración de sus características esenciales que generan la misma impresión de su ser. Sea mediante lápiz, pintura o fotografía, un símbolo, una idea o una estatua, la imagen siempre será la concentración de características esenciales del hombre o de una cosa. Una idea es una imagen que concentra esa descripción sobre el campo de la mente; una estatua de marfil o bronce, etc., pero independiente de la forma en que se expresa, en esencia, la imagen es una concentración de diversas características del objeto que representa el objeto a la mente. No debemos perder de vista este significado fijo y definido. La imagen puede ser imperfecta, sin embargo, mientras sea posible reconocer el objeto en ella, aun cuando la mente deba suplir lo que falta, sigue siendo una imagen.

Esto nos dirige hacia una observación importante: el hecho de que podemos reconocer a una persona de una foto fragmentada, comprueba la existencia de la "imagen del alma," una imagen impresa por medio del ojo en el alma. Ocupando la imaginación, esta imagen nos permite ver a esa persona mentalmente aún en su ausencia y sin su retrato.

¿Cómo se obtiene tal imagen? No la podemos crear, pero la persona, al mirarlo, la dibuja en la retina para luego proyectarla en el alma. En fotografía, no es el artista ni su aparato, sino las características de nuestro rostro que por arte de magia dibujan nuestra imagen sobre la placa. De la misma forma, la persona que recibe nuestro mensaje es pasiva, mientras que nosotros, al ponerla en su alma, somos activos.

Luego, en el sentido más profundo, cada uno de nosotros lleva su propia imagen en o sobre su rostro, y la introduce en el alma del hombre o la imprime sobre la lámina del artista. Esta imagen consiste en características que, en conjunto, forman nuestra peculiar expresión de individualidad. Un hombre forma su propia sombra sobre un muro a su imagen y semejanza. Cada vez que damos una impresión externa de nuestro ser, lo hacemos a nuestra imagen y semejanza.

Volviendo a Gen. i. 27, luego de estas observaciones preliminares, notamos la diferencia entre (1) la imagen divina por la cual fuimos creados a semejanza, y (2) la imagen que, consecuentemente, se hizo visible en nosotros. La imagen por la cual el hombre fue creado a semejanza es una, y la imagen que se imprimió en nosotros es otra bastante distinta. La primera es la imagen de Dios, por medio de la cual, fuimos creados a semejanza, la otra es la imagen creada en nosotros. Para prevenir confusiones es necesario mantener la distinción entre ellas. La primera existía antes que la segunda, porque de lo contrario, ¿cómo pudo haber creado Dios al hombre a Su semejanza?

No es de extrañarse que muchos han llegado a pensar que tal imagen y semejanza se referían a Cristo, quien es “la Imagen del Dios invisible,” (Col. i. 15) y la “fiel imagen de Su Sustancia.” (Heb. i. 3) No son pocos los que han aceptado como parte de su doctrina. Sin embargo, junto a nuestros mejores ministros y maestros, creemos que es un error. Pues está en conflicto con las palabras, “Hagamos al hombre a Nuestra Imagen y Semejanza” (Gen. i. 26) la cuales deben significar que el Padre se dirigía al Hijo y al Espíritu Santo. Algunos dicen que estas palabras se dirigen a los ángeles, pero esto no puede ser ya que el hombre no es creado a imagen de ángeles. Otros dicen que el Padre se dirigía a sí mismo, motivándose a sí mismo a ejecutar Su diseño, usando la persona “Nosotros” como un plural usado para referirse a la majestad, pero esto no coincide con el uso del singular en la frase que viene inmediatamente después: “Y Dios creó al hombre a Su imagen.” (Gen. I. 27)

Por tanto, nos unimos a la explicación de los ministros más sabios y piadosos de la Iglesia: al usar estas palabras el Padre se dirigía al Hijo y al Espíritu Santo. Luego, la unidad de las tres personas se expresa en las palabras, “Y Dios creó al hombre a Su semejanza” y la imagen no se refiere sólo a la del Hijo. ¿Cómo podría el Padre decirle al Hijo y al Espíritu Santo: “Hagamos al hombre a la imagen del Hijo”?

Luego, esa imagen se debe entender como la concentración de las características de Dios, por medio de las cuales se da a conocer a Sí mismo. Y ya que sólo Dios puede darse a conocer a Sí mismo, se deduce que la imagen de Dios es la representación de Su Ser, eternamente existente en la consciencia divina.

Consideramos “Imagen” y “Semejanza” como sinónimos; no porque no se pueda hacer una diferencia; sino más bien porque en el v. 27 la palabra “semejanza” ni se menciona. Por tanto, nos oponemos a la explicación de que “imagen” se refiere al alma y “semejanza” al cuerpo, permitiendo que por la unión indisoluble del cuerpo y alma, las características de la imagen de Dios deben tener un efecto secundario en el cuerpo, el cual es Su templo; sin embargo, no hay una buena razón para estar de acuerdo con esta distinción tan precaria entre la imagen y semejanza. Entonces, la imagen por la cual fuimos creados a semejanza, es la expresión de Dios tal como existe en Su propia conciencia.

Considerando esto, la pregunta que sigue es: ¿Qué había o hay en el hombre que hizo que Dios lo creara a Su imagen?


V. Justicia Original

“Porque en Él vivimos y nos movemos y somos; como algunos de nuestros propios poetas han también han dicho: porque linaje Suyo somos.”—Hch. xvii. 28.

Es bastante peculiar la característica de la Confesión Reformada, la cual, más allá de cualquier otra confesión, humilla al pecador y enaltece al hombre libre de pecado.

Empequeñecer al hombre no es bíblico. Al ser un hombre pecador, caído y al dejar de ser un verdadero hombre, debe ser humillado, reprendido y quebrantado interiormente. Pero el hombre creado divinamente, llevando el propósito divino o restaurado por la gracia omnipotente sobre los elegidos, es digno de adoración, ya que Dios lo ha hecho a Su propia imagen.

Por estar tan en alto cayó tan bajo. Era un ser grandioso, y por eso pasó a ser un ser tan detestable. La excelencia del primer hombre es la fuente de su posterior maldición.

Se dice que nuestra doctrina sólo empequeñece al hombre mientras nuestra era actual acertadamente lo aprecia y exalta; pero aun considerando todo elogio y alabanza, nuestra actual era jamás ha concebido un testimonio más exaltado que el que da la Escritura cuando dice: “Dios creó al hombre a Su propia imagen.” (Gen. i. 27) Protestamos en contra del grito de nuestra era, no porque dice demasiado respecto al hombre, sino porque dice muy poco al expresar que el hombre es glorioso aun en su condición caída.

¿Qué pensarías del hombre que, pasando por tu jardín marchitado y destruido por una tormenta, dijera que los tallos rotos y flores cubiertas de barro son magníficos?

Y justamente esto es lo que hace nuestra era actual. Caminando por el jardín de este mundo, marchito y alterado por la tormenta del pecado, reclama en éxtasis, lleno de orgullo: “¡Cuán glorioso es el ser humano! ¡Cuán justo y excelente!” Y el botanista, al ver su jardín completamente destruido, diría: “¿A esto llamas bonito? Debieras haber visto cómo se veía antes de que la tormenta lo destruyera.” Así que le decimos a nuestra era: “¿Llamas a este hombre caído glorioso? Comparado a lo que debería ser, no tiene absolutamente ningún valor. Pero fue glorioso antes de que el pecado lo arruinara, brillando en toda la belleza de su imagen divina.”

Por tanto, nuestra doctrina lo exalta a su mayor gloria. Después de la gloria de haber sido creados a imagen de Dios viene la gloria de ser Dios mismo. Tan pronto como el hombre presume ser Dios, arroja de inmediato toda la gloria de sí mismo; es el pecado detestable de querer ser como Dios. Si se afirma que aun en el paraíso prevalecía la ley de que sólo Dios es grandioso y la criatura no es nada frente a Él, diríamos que aquel que fue creado a imagen de Dios no puede aspirar a más que ser un reflejo de Dios; excluyendo la idea de estar sobre o en contra de Dios. Por tanto, está claro que el hombre original fue glorioso y excelente; por lo cual el hombre caído es despreciable y miserable.

Entonces, ¿ha perdido el hombre caído la imagen de Dios?

Esta pregunta fundamental controla nuestra perspectiva del hombre en todo sentido, y por ende requiere de análisis exhaustivo; especialmente porque las opiniones de creyentes respecto a esta pregunta son diametralmente opuestas entre sí. Algunos dicen que después de la caída el hombre mantuvo algunos aspectos, otros dicen que perdió la imagen por completo.

Para evitar todo mal entendido, antes debemos decidir si ser creado a la imagen de Dios (1) se refiere sólo a la justicia original, o (2) también incluye la naturaleza del hombre, la cual llevaba puesta esta justicia original. Si la imagen divina consistía sólo en la justicia original, entonces, claramente, se perdió completamente; porque cuando el hombre cayó perdió su justicia para siempre. Pero si la imagen de Dios se imprimió sobre su ser, naturaleza, y sobre su existencia humana, entonces no puede desaparecer completamente; ya que, por muy hundido que esté en el pecado, el hombre caído sigue siendo hombre.

No queremos decir que quedó algo espiritualmente bueno en el hombre; entre los que finalmente se pierden, aun en los más hundidos en pecado quedará alguna evidencia de que fueron creados a imagen de Dios. No nos queda ni la menor duda de adherirnos a la opinión de los padres que, si los ángeles, incluso Satanás, fueron originalmente creados a la imagen de Dios (lo cual la Escritura no afirma concluyentemente), aun el diablo con toda su inmundicia mostraría algunas características de esa imagen.

No queremos decir que después de la caída el hombre tuviera alguna voluntad, conocimiento, o cosa buena; y aquellos que infieren esto de la frase “algunos restos quedan” del Artículo xiv. de la confesión de fe, pervierten su enseñanza original. Aunque reconoce que algunos restos quedan, posteriormente afirma que “toda la luz que estaba en nosotros cambió a oscuridad”; y antes dice que “el hombre se convirtió en un ser perverso, malvado y corrupto en todos sus caminos,” y que “ha corrompido toda su naturaleza.” Por consiguiente, estos “restos no pueden entenderse como restos de vigor, voluntad o deseo de bondad.” No, el pecador en su naturaleza caída es enteramente condenable y no tiene, como dice el artículo, “ningún entendimiento que se conforme al entendimiento y voluntad de Dios, sino lo que Cristo ha formado en el hombre, lo cual nos enseñó cuando dijo: ‘Sin mí, nada podéis hacer.’”

Por tanto, derribamos toda sospecha de que buscamos algo bueno en el hombre pecador.

Junto a las Escrituras confesamos: “No hay justo, ni siquiera uno. No hay nadie que entienda, no hay nadie que busque a Dios. Todos se han descarriado, a una se hicieron inútiles, no hay quien haga lo bueno, ni siquiera uno.”

¿Pero cómo se concilia esto? ¿Cómo pueden ir juntas estas dos verdades? Por un lado el pecador no tiene nada, absolutamente nada digno de ser adorado; y por otro lado, ¡aún mantiene características de la imagen de Dios!

Hagamos una ilustración. Dos caballos se vuelven locos; uno es un común caballo de carro, el otro es un noble semental árabe. ¿Cuál es más peligroso? El último, por supuesto. Cuando se suelte, su sangre noble lo hará violentamente incontrolable. Otro ejemplo: dos empleados trabajan en una oficina; uno es un simple trabajador no muy inteligente, el otro un joven brillante con mente aguda. ¿Quién podría hacerle más daño a su jefe? Por supuesto que el segundo. Todos sus esquemas mostrarían su superioridad en la dirección contraria. Este es siempre el caso. No hay enemigo más peligroso de la verdad que un incrédulo instruido en la religión. En todo su enojo impío muestra su instrucción y conocimiento superior. Satanás llega a ser tan poderoso porque antes de su caída fue excesivamente glorioso. Luego, en la caída, el hombre no dejó su naturaleza original, la mantuvo, sólo que su actuar se revirtió, corrompiéndose y dándole la espalda a Dios.

Cuando el capitán de una nave de guerra traiciona a su rey y levanta la bandera del enemigo, lo primero que hace no es derribar su propio barco, sino que lo mantiene tan eficiente como puede, y con su armamento intacto, hace exactamente lo que no debería hacer. “Optimi coruptio pessima!” dice el proverbio del sabio—esto es, a mayor excelencia, mayor peligro tiene su deserción. Si el almirante tuviera la posibilidad de elegir el barco que lo traiciona, diría: “Que sea el más débil, porque la deserción del más fuerte es más peligrosa.” En cada ámbito de la vida es una realidad que las cualidades más extraordinarias de un ser o una cosa no desparecen cuando su acción es revertida, si no que se mantienen igualmente extraordinarios pero para mal.

En este sentido entendemos la caída del hombre. Antes de la caída tenía el organismo más exquisito, que se dirigía según impulsos santos hacia los propósitos más altos. Revertido por la caída, este precioso instrumento humano se mantuvo pero dirigido por impulsos impíos y hacia objetivos impíos.

Comparando al hombre con un barco, su caída no echó perder su motor; sin embargo, antes de la caída se movía hacia los propósitos de Dios, y después de ella se movía en dirección opuesta. De hecho, tan rápido como navegaba hacia la felicidad, ahora navega hacia su perdición, lejos de Dios. Al mantener su moción, la caída se hizo aun más terrible, y más segura su destrucción. Por lo tanto, mantenemos ambas posturas: el hombre mantuvo sus características excelentes, y su destrucción es evidente a menos que haya un nuevo nacimiento.

Ahora, de la imagen divina debemos ser cuidadosos en mantener:

Primero, el organismo artístico y maravilloso llamado naturaleza humana.

Segundo, la dirección hacia la cual se dirigía, es decir, hacia los fines más santos, en que Dios creó al hombre originalmente justo.

Que Dios haya creado al hombre bueno y a su imagen no significa que Adán estaba simplemente en un estado de inocencia en el sentido de que no había pecado; ni tampoco que estuviera perfectamente equipado para llegar a ser santo al ir ascendiendo a un mayor desarrollo; sino que fue creado siendo realmente justo y santo, indicando no un grado de desarrollo, sino más bien, su estado. Esta era su justicia original. Luego, todo lo que salía de su corazón, todas sus inclinaciones, eran perfectas. No carecía de nada. Sólo en un aspecto difería su condición bendita a la de los hijos de Dios: podía perder su justicia, pero ellos no.

De estas dos partes que constituyen la imagen divina—primero, el organismo artístico del ser humano; segundo, la justicia original, en la cual el hombre se movía naturalmente—la segunda se pierde completamente, y la primera se revierte; pero el ser del hombre, aunque fue completamente arruinado, permaneció igual, para obrar hacia objetivos contrarios, en maldad e injusticia. De ahí que las características o efectos secundarios de la imagen divina no se encuentran en las cosas buenas que permanecen en el hombre, sino “en todo lo que hace.” El pecado del hombre no podría ser tan terrible si Dios no lo hubiese creado a Su imagen y semejanza.

Por tanto, las Escrituras dicen que todos se han descarriado, que todos han llegado a ser inmundos, y que todos han sido destituidos de la gloria de Dios; y al mismo tiempo declara que incluso este hombre es creado a imagen de Dios—Gen. ix. 6—y a Su semejanza—Santiago iii. 9.


VI. Roma, Socino, Arminio, Calvino

“Y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad.”—Ef. iv. 24.

No es de extrañarse que creyentes acepten diferentes perspectivas acerca del significado de la imagen de Dios. Este es el punto de partida que lleva a cuatro caminos distintos. La más mínima desviación en el punto de partida te lleva a una representación completamente diferente de la verdad. Por eso, cada cristiano creyente y racional, deliberadamente debe elegir uno de estos cuatro caminos.

Primero, el camino de Roma, representado por Belarmino.

Segundo, el de Arminio y Socino, que van mano a mano.

Tercero, el de gran parte de los luteranos, dirigido por Mellanchthon.

Finalmente, el camino trazado por Calvino, el de los Reformados.

La iglesia de Roma enseña que la justicia original del hombre no pertenece a la imagen divina, sino a la naturaleza humana como gracia sobreañadida. Citando a Belarmino, primero el hombre es creado en dos partes, cuerpo y espíritu; segundo, la imagen divina se estampa en parte en el cuerpo, pero primeramente en el espíritu humano, donde yace la consciencia moral y racional; tercero, hay un conflicto entre la carne y el espíritu, la carne lujuriando en contra del espíritu; cuarto, el hombre tiene un deseo e inclinación natural hacia el pecado que, como deseo, no se considera malo a menos que se efectúe el deseo; quinto, en Su gracia y compasión Dios le dio al hombre, independiente de su naturaleza, su justicia original como defensa y válvula de seguridad para controlar la carne; sexto, a través de su caída el hombre repulsó su justicia sobreañadida. Por tanto, como pecador, vuelve a su naturaleza desnuda, la cual se inclina naturalmente hacia el pecado, así como también sus deseos son pecaminosos.

Creemos que los teólogos romanos concordarán que ésta sería su comprensión corriente respecto a este tema. De acuerdo al Catechismus Romanus, (Pregunta 38): “Dios, del polvo, le dio un cuerpo al hombre, de tal forma que participara de la inmortalidad, no por virtud de su naturaleza, sino por gracia añadida. Para con su alma, Dios lo creó a Su imagen y semejanza, y le dio libre albedrío; además [proeterea, luego, no perteneciendo a su naturaleza], templó sus deseos de tal manera que continuamente obedecieran el dictamen de su razón. Aparte de esto, derramó en él justicia original y le dio dominio sobre toda criatura.”

La perspectiva de Socino, y la de Arminio que lo seguía de cerca, es completamente diferente. Es sabido que los socinianos negaban la deidad de Cristo, quien, tal como enseñaban, habría nacido como hombre. Más encima (y mediante esto desviaron a los polacos y húngaros), ellos creían que Jesús habría llegado a ser Dios. Por tanto, después de su resurrección, podía ser adorado como Dios. Pero, ¿en qué sentido? ¿Que se le dio la naturaleza divina? De ninguna manera, en las Escrituras, los magistrados, siendo investidos con divina majestad que les daba autoridad para ejercer autoridad, eran llamados “dioses.” Esto se aplicaba a Jesús quien, después de Su resurrección, recibió poder sobre todas las criaturas eminentes. Luego, Él es vestido completamente de divina majestad. Si un pecador, como magistrado, es llamado dios, ¿cuánto más podemos decir que Cristo es Dios porque se dice que fue vestido con divina autoridad?

Para apoyar esta perspectiva falsa de la divinidad de Cristo, los socinianos adulteraron la doctrina de la imagen de Dios, haciéndola equivalente al dominio del hombre sobre los animales. En su opinión, esto también era un tipo de majestuosidad, que contenía algo divino, lo cual era imagen de Dios. Luego, el primer Adán, habiéndose vestido de majestad y dominio sobre una parte de la creación, era descendiente de Dios y creado a Su imagen. El segundo Adán, Cristo, también se vistió de dominio y majestad sobre la creación y, por lo tanto, las Escrituras lo llaman Dios.

El hecho de que los remonstrantes también adoptaron esta representación doblemente falsa, se aprecia concluyentemente en lo que escribió el modesto profesor Limborch al comienzo del siglo dieciocho: “Esta imagen consistía en el poder y posición que Dios le dio al hombre sobre toda la creación. Mediante este dominio muestra claramente la imagen de Dios en la tierra.” A esto agrega: “Para ejercer dicho poder, fue dotado de gloriosos talentos. Pero éstos son sólo medios. El dominio sobre los animales es el elemento principal.” Luego podemos inferir que el animal más bravo y fiero de entre los animales más mansos, jugando con leones y tigres como si fueran mascotas, sería el tierno hijo de Dios. Lo decimos con toda seriedad y sin burla alguna, para mostrar la necedad del sistema sociniano.

La perspectiva luterana, como veremos más adelante, ocupa el lugar intermedio entre la Iglesia de Roma y la Iglesia Reformada.

Lo principal (reconocido por la representación del Dr. Böhl) es que la imagen divina es meramente la justicia original. No niegan que el hombre, en su naturaleza y ser, muestra hermosura y excelencia que recuerdan la imagen de Dios; pero la verdadera imagen no es la naturaleza del hombre, ni su ser espiritual, sino la sabiduría y justicia con la cual fue creada por Dios. Gerhardt escribe: “La verdadera similitud con Dios se encuentra en el alma del hombre, en parte, en su inteligencia, en parte, en sus inclinaciones morales y racionales; estas tres formas de excelencia constituyen su justicia original.” Y Bauer: “Con toda propiedad, esta imagen de Dios consiste de algunas perfecciones de voluntad, intelecto, y sentimiento que Dios creó junto al hombre (concreatas), que corresponde a la justicia original.” Por tanto, la doctrina luterana enseña que la imagen propia de Dios se perdió completamente, y que el pecador antes de la obra de gracia es como un bloque de materia, atado e incapaz aun de mover el mentón.

Los reformados, por el contrario, siempre han negado este punto, enseñando que la imagen de Dios, o de igual forma, Su semejanza, no sólo consistía en su justicia original, sino que incluía el ser y la personalidad del hombre; no sólo su estado, sino también su ser. De ahí que la justicia original no es algo adicional, sino que su ser, naturaleza y estado estaban originalmente en preciosa armonía y relación causante. Ursino dijo: “La imagen de Dios se refiere a: (1) la sustancia inmaterial del alma con sus dones de conocimiento y voluntad; (2) todo conocimiento de Dios y de Su voluntad creado en el interior del hombre; (3) con santas y justas motivaciones del corazón e inclinaciones del alma; (4) el gozo supremo, paz santa y abundancia de todo deleite; y (5) el dominio sobre las criaturas. Nuestra naturaleza moral refleja la imagen de Dios en todos estos aspectos, aunque de forma imperfecta. San Pablo describe la imagen de Dios desde la verdadera justicia y santidad, sin embargo, no excluye la sabiduría y conocimiento interior de Dios con el cual el hombre fue creado. De cierta forma lo presupone.”

Estas cuatro perspectivas respecto a la imagen divina presentan cuatro opiniones contrarias y claramente definidas. Los socinianos conciben la imagen de Dios completamente exterior al hombre y su ser moral, consistiendo en el ejercicio de algo que se asimila a la autoridad divina. El católico romano sí busca la imagen divina en el hombre pero la separa del ideal divino, es decir, la justicia original es puesta sobre él como vestiduras. El luterano, tal como el sociniano, ubica la imagen divina fuera del hombre, exclusivamente sobre la divinidad, la cual no la considera como foránea o extraña al hombre sino calculada y originalmente creada para Él (sin embargo, distinta de Él). Finalmente, los reformados afirman que toda la personalidad del hombre es la imagen de Dios impresa sobre su ser y atributos; por tanto, naturalmente, le pertenece aquella perfección ideal que se expresa en la confesión de la justicia original.

Sin lugar a dudas, la confesión reformada es la expresión más pura y excelente de la revelación bíblica; por lo cual la aceptamos con profunda convicción. Sostiene que Dios creó al hombre a Su imagen; no sólo su naturaleza, como diría la Iglesia de Roma; no sólo su autoridad, como dirían los socinianos; no sólo su justicia, como dirían los luteranos.

Su imagen divina no se refiere sólo a un atributo, estado o cualidad del hombre, sino al hombre, todo su ser; porque creó al hombre a Su imagen; y cualquier confesión que se distancie de esto, se aleja de la afirmación bíblica, esto es, del testimonio del Espíritu: “Hagamos al hombre a Nuestra imagen y semejanza,” (Gen. i. 26) y no “Restauremos al hombre a nuestra imagen.”

La imagen de Dios no se encuentra sólo en la personalidad del hombre, como sostienen los teólogos vermittelungos (de la mediación), siguiendo a Fichte. Claramente la personalidad del hombre le pertenece, pero esto no es todo, ni siquiera el elemento principal. La personalidad nos contrasta a nuestros semejantes, y el contraste no puede venir de la imagen de Dios, porque Dios es Uno. La personalidad es una característica bastante débil de la imagen divina. La verdadera personalidad no es contraste, sino algo en gloriosa completitud, como se aprecia en Dios. Una persona es algo defectuoso; tres personas es un ser, es completitud.

Por tanto, protestamos en contra de las enfáticas y ruidosas afirmaciones que expresan que la imagen es nuestra personalidad imperfecta. Creemos que estas afirmaciones alejan a la Iglesia de las Escrituras. No; el hombre en sí mismo es la imagen de Dios, todo su ser—en su existencia espiritual, el ser y la naturaleza de su alma, en los atributos, formas y mecanismos que adornan y expresan su ser; no como si el hombre fuera un motor sin combustible, como un modelo, sino un organismo vivo y activo ejerciendo influencia y poder.

El hombre como ser, no es defectuoso, sino perfecto; no está en un estado de “llegar a ser” sino en un estado de “ser”—es decir, no es que habría de llegar a ser justo, sino que era justo. Esta es su justicia original. Entonces, que Dios haya creado al hombre a Su imagen implica:

Que el hombre es, en forma finita, la imagen del ser infinito de Dios.

Sus atributos son, en forma finita, imagen de los atributos de Dios.

Su estado era la imagen de la felicidad de Dios.

El dominio que ejercía era imagen del dominio y autoridad de Dios.

Puede agregarse también que, como el cuerpo del hombre está diseñado para el Espíritu, debe contener también algunas sombras de esa imagen.

Las iglesias reformadas deben mantener esta confesión en el púlpito, en clases de catequesis y, por sobre todo, en las aulas de recitación de teología.


VII. Los Neo-Kohlbruggianos

“Y vivió Adán ciento treinta años y engendró un hijo a su semejanza, conforme a su imagen y llamó su nombre Set.”—Gen. v. 3.

Muchos son los esfuerzos por alterar el significado de la palabra, “Hagamos al hombre a Nuestra imagen y Semejanza” (Gen i. 26) al cambiar su traducción, sobre todo al cambiar la palabra “a” por “en” en “nuestra imagen.” Esta forma alternativa de leer el texto es la base principal del Dr. Böhl. Con esta traducción, su sistema cae o permanece en pie.

De acuerdo al Dr. Böhl, el hombre no posee la imagen divina, sino que mediante un acto divino fue puesto delante de ella, tal como una planta es puesta delante del sol. Mientras la planta permanece en la oscuridad, sus flores y formas son invisibles; pero frente a la luz, su belleza es notoria. En forma similar, el hombre no brillaba hasta que Dios lo puso en la gloria radiante de Su propia imagen, y luego el hombre resplandeció con belleza. Claramente esta idea requiere de la traducción “hagamos al hombre en Nuestra imagen.” (Gen i. 26)

Permítanos explicar la diferencia: Gen. i. 26 en el hebreo usa dos preposiciones distintas. La que se encuentra antes de “semejanza” (כֵּ) se usa invariablemente en comparaciones; mientras que la otra, antes de “imagen” normalmente se usa para denotar que una cosa se encuentra en otra. De ahí que la traducción, “En Nuestra imagen y a Su semejanza,” aparentemente tiene argumentos a su favor. Esta traducción (aunque creemos que es incorrecta; para conocer las razones vea el próximo artículo) no altera el significado, si se interpreta correctamente.

¿Cuál es la interpretación correcta? No es la del Dr. Böhl; ya que, de acuerdo a él, este hombre creado no se hallaba en la imagen misma de Dios, sino sólo en su reflejo y radiación. La planta no es puesta en el mismo sol, sino que frente a su radiación. No; si Adán se encontró en medio de la imagen de Dios, entonces estaba completamente rodeado por ella.

Ilustrémoslo. Hay imágenes de madera cubiertas con papel con una cabeza o busto impreso sobre el papel, pintado para imitar la apariencia del mármol o bronce. La madera podría estar en la imagen, cubierta por ella por cada lado. Efectivamente, el escultor acincela la imagen sobre el mármol, primeramente embargando la imagen total en su mente, o posando como modelo, encerrándolo en su imaginación. De la misma manera, se podría decir que Adán, al despertar por primera vez a la conciencia, fue envuelto por la imagen de Dios; no externamente, siendo él solamente Su reflejo, sino siendo permeado por completo por el ectipo de la imagen de Dios.

La exactitud de esta exégesis se aprecia en Gen. v. 1-3, en el cual su contenido, aun cuando muchas veces es pasado por alto, soluciona el tema. Aquí las Escrituras conectan directamente la creación de Adán con el nacimiento de su hijo, quien es engendrado a su propia imagen. Leemos: “El día que creó Dios al hombre, a semejanza de Dios lo hizo. Varón y hembra los creó y los bendijo, y llamó el nombre de ellos Adán, el día en que fueron creados. Y vivió Adán ciento treinta años y engendró un hijo a su semejanza, conforme a su imagen, y llamó su nombre Set.”

En ambas se utiliza el término hebreo zelem, imagen. Luego, para entender correctamente el significado de la afirmación, “ser creado en la imagen y a semejanza de Dios,” las Escrituras nos invitan a entenderlo con la ayuda de la imagen de la similitud entre un padre y su hijo. La semejanza del padre se encuentra en el ser del hijo, es parte de él, no es sólo un reflejo externo del padre sobre el hijo. Aun en su ausencia o muerte, la similitud de las características del padre permanece en él.

Por tanto, engendrar a un hijo en nuestra imagen y a nuestra semejanza significa dar existencia a un ser que tiene nuestra imagen y similitud, aun si es una persona distinta a nosotros. De lo anterior se desprende que cuando las Escrituras dicen, refiriéndose a Adán, que Dios lo creó a Su imagen y Semejanza, usando las mismas palabras “imagen” (zelem) y “semejanza” (demoeth), no es posible concluir que la imagen divina resplandeció sobre él, dando a entender que caminó en su luz; sino que Dios lo creó para que todo su ser, persona, y estado reflejaran la imagen divina, ya que llevaba esa imagen en sí mismo.

Es notable apreciar que las preposiciones usadas en Gen. i. 26 también aparecen en este pasaje, pero en orden revertido. Traduciendo la preposición “כ” “en” como en Gen. i. 26, se lee: “Engendró a un hijo en Su semejanza y a Su imagen.” Esto es concluyente. Muestra cuán injusto es usar un significado diferente por el uso de distintas preposiciones. Aun si traducimos “ëĔ” por “en”—“en la imagen de Dios”—el sentido sigue siendo el mismo; en ambos, la imagen no es sólo un reflejo sobre el hombre, indicando solamente su estado, sino también su forma. Indica ambos, su estado y su serf.

Sin embargo, antes de proceder, permitamos al Dr. Böhl hablar por sí mismo, ya que posiblemente hemos malinterpretado sus dichos. Dejemos que sus propias palabras hablen directamente al lector.

Extraemos estas citas de su obra, la cual lleva por nombre “Von der Incarnation des Gottlichen Wortes”; un libro dogmático, muy importante, en el cual lidia con los golpes teológicos de vermitullungos que han llenado nuestros corazones de gozo, en parte, porque Dios es honrado en él y también por el consuelo que trae a los corazones quebrantados. Por lo tanto, no es nuestra intención disminuir la obra del Dr. Böhl; sólo contendemos frente a su presentación de la imagen de Dios, la cual no consideramos acertada. Luego, apuntamos, a las frases más importantes y claras en las páginas 28 y 29:

“Dios lo ordenó de tal manera que, desde el comienzo, el hombre estuvo delante de la influencia de lo bueno y, consecuentemente, hizo lo que era bueno. Lo creó en la imagen de Dios, a su semejanza. Lo que esto significa se hace más evidente cuando consideramos la restauración del hombre caído (de acuerdo a Efesios. iv. 24; Col. iii. 9). Pablo, hablando del nuevo hombre que debemos llevar al desvestirnos del antiguo, se refiere al estado original, y ahora describe este nuevo hombre como uno creado a imagen de Dios en justicia y santidad, tal como realmente es. Estas expresiones apostólicas contienen la descripción de la misma índole que con la cual Moisés caracteriza con las palabras: En la imagen de Dios, a Su semejanza. La regeneración es una nueva creación, sin embargo, se ordena según el modelo antiguo, sin extraer o agregar nada de éste. De ahí que uno podría deshacerse de esta posición del hombre frente a la imagen de Dios, donde es hecho a Su imagen, sin deshacerse de la criatura de Dios como tal. Más aun, el apóstol describe el actuar del nuevo hombre según la imagen de las vestiduras que debe usar (Col. iii. 12 ff.). La base sobre la cual se afirma que el hombre debe usar vestiduras es Cristo, el Espíritu que Cristo envía del Padre; o el estar en Cristo o en su gracia (2 Cor. v. 17; Gal. v. 16, 18, 25; Rom. v. 2). De la misma forma, es la base para la semejanza con Dios, estar en la imagen de Dios, de acuerdo a Gen. i. 26.” [2]

Las frases en letra itálica descartan toda duda. Es posible concebir que la imagen de Dios desaparezca completamente y al mismo tiempo concebir al hombre siendo hombre.

El Dr. Böhl vuelve a mencionar esto en las siguientes palabras (p. 29):

Si pensamos en la criatura habiendo dejado su posición frente a la imagen de Dios, la criatura se mantiene intacta.” [3]

Con esto, el Dr. Böhl llega tan lejos, que él mismo siente que se ha acercado a los límites de la iglesia de Roma, por lo cual continúa diciendo:   “Sin embargo, con este entendimiento, la criatura no ha retenido suficiente fuerza, con la ayuda del don de gracia de Cristo, para restaurarse a sí misma, tal como la Iglesia de Roma enseña. Pero después de la caída, el ego del hombre, con todos sus elevados dones, ha dejado su posición y es entregado a la Muerte, quien gobierna sobre él, y a la Ley, su conductor hacia la muerte.” [4]

Pero aun más fuerte: el Dr. Böhl está tan firmemente sujeto a esta posición que, aun refiriéndose a Cristo, dice que antes de Su resurrección carecía la imagen divina. Observen la página 45: “Nuestro Señor y Salvador, estuvo fuera de la imagen de Dios.”[5]

Lo cual es aun más serio ya que como consecuencia de esta presentación, las pasiones y deseos hacia el pecado, en sí mismos, no se consideran pecaminosos, tal como enseña la iglesia de Roma.

Así leemos en la página 73:

“El hecho de que el hombre tenga deseos, que sea guiado por pasiones como el enojo, temor, coraje, celos, gozo, amor, odio, anhelos, pena; todo esto no constituye pecado; porque la capacidad de experimentar enojo, irritación o compasión, junta a las demás pasiones, es creada por Dios. Sin estas, no habría ni vida ni revuelo en el hombre. Por tanto, los deseos y pasiones en el hombre no son pecados en sí mismos. Son y se convierten en pecados en la condición presente del hombre, porque, mediante la ley, y por esa tendencia pervertida del hombre que el apóstol Pablo denomina la ley del pecado, el ego del hombre lo obliga a determinar su relación con esas pasiones y deseos, esto es, para adoptar una buena o mala actitud hacia ellos.”[6]

Que cada uno juzgue por sí mismo si fue demasiado hablar de la necesidad de protestar, en el nombre de nuestra Confesión Reformada, en contra de esta representación platónica que poco a poco ha ido apareciendo, y que más adelante ha sido defendida por la iglesia de Roma, y en parte por teólogos luteranos.

El Dr. Böhl habla muy bien al mostrar que la justicia original no era un simple germen que habría de desarrollarse, sino que la justicia de Adán estaba completa y no carecía de nada. Su prueba en contra de Roma, también es excelente, al mostrar que el hombre, en su naturaleza desnuda, carece de todo poder para la santidad. Pero erra al representar la imagen de Dios como algo sin lo cual el hombre sigue siendo hombre. Esto, mecánicamente, ubica la justicia y santidad fuera de nosotros, justamente cuando la conexión entre esa imagen y nuestro ser, que existió y aún debiera existir, es la que hay que mantener.

Sin embargo, que no se piense que el Dr. Böhl tiene alguna inclinación hacia la iglesia de Roma. Si lo entendemos correctamente, su desviación, explicada desde el punto de vista psicológico, nace de un motivo completamente diferente.

Es un hecho conocido, que el Dr. Köhlbrugge ha contendido, con glorioso ardor de fe, en contra del restablecimiento del Pacto de las Obras en medio del Pacto de la Gracia: y nos ha introducido nuevamente, con tensión y énfasis, a la obra completa y finalizada de nuestro Salvador, y nada se puede agregar a ella. Luego, este predicador de la justicia fue forzado a llevar al hijo de Dios a recordar quién era cuando no estaba en Cristo. Claramente, fuera de Cristo no hay diferencia entre un hijo de Dios y un no creyente. Pues están todos en el mismo saco, tal como el ritual de la cena del Señor dice con tanta belleza: “Buscamos nuestra vida, fuera de nosotros mismos, en Jesucristo, y de esta manera reconocemos que nos encontramos en medio de la muerte”; así también el Catecismo de Heidelberg declara: “He transgredido groseramente todos los mandamientos de Dios, sin guardar ninguno de ellos, y aún me inclino hacia la maldad.”

Si nuestra óptica es correcta, el Dr. Böhl ha intentado reducir esta parte de la verdad a un sistema dogmático. La ha racionalizado de la siguiente manera: “Si la vida del hijo de Dios está fuera de sí mismo, entonces la vida de Adán, quien fue un hijo de Dios, también debió haber estado fuera de sí mismo. Por tanto, la imagen de Dios no estaba en el hombre sino fuera de él.”

¿Cuál es el error de este razonamiento? Que el hijo de Dios sigue siendo pecador hasta su muerte y es restaurado completamente sólo después de su muerte. Sólo ahí le pertenece la redención completa, mientras que en Adán, no había pecado antes de la caída: por tanto, Adán jamás podría haber dicho que en sí mismo se encontraba en medio de la muerte.

Con toda seriedad en nuestros corazones, imploramos a todos los que nos acompañan, quienes poseen este tesoro de la predicación del Dr. Köhlbrugge, que cuidadosamente examinen y noten esta desviación. Si los jóvenes köhlbruggianos son tentados a malinterpretar a su maestro con respecto a este punto, la pérdida sería incalculable, y el brecha de la Confesión Reformada perduraría en el tiempo, ya que toca un punto que afecta toda la confesión de fe.


VIII. Según La Escritura

“El día en que creó Dios al hombre, a semejanza de Dios lo hizo.”—Gen. v. 1.

En páginas recientes, hemos demostrado que la traducción “en Nuestra imagen,” realmente significa, “a nuestra imagen.” Crear algo “en la imagen de” no es un correcto uso de lenguaje; es inconcebible y lógicamente erróneo. Procedemos, ahora, a explicar cómo se debiera traducir correctamente, dando a conocer las razones del porqué.

Comenzaremos citando algunos pasajes del Antiguo Testamento en los cuales la preposición "B" no puede ser traducida como "en" (la cual en Gen. i. 27. precede la palabra 'imagen'), sino que requiere una preposición de comparación, como por ejemplo: "como" o "según."

Isa. xlviii. 10 dice: “He aquí, te he purificado, y no como la plata; te he escogido en horno de aflicción.” Aquí encontramos la preposición “B” antes de “plata,” tal como en Gen. i. 27 antes de “imagen.” Es evidente que no se puede traducir “en plata,” sino “como plata.” Claramente el Señor no convertiría a los judíos en vasijas de plata fundida. La preposición es de comparación; como en la Primera Epístola de Pedro i. 17 se compara la refinación de Israel a la de un metal noble. Se podría traducir: “Yo los he refinado, pero no de acuerdo a la naturaleza de la plata,” o simplemente: “como la plata.”

El Salmo cii. dice: “Porque mis días se han consumido como humo, y mis huesos cual tizón están quemados.” En el hebreo se utiliza la misma preposición “B” antes de “humo” y casi todos los exegetas lo traducen “como humo.”

Nuevamente, el Salmo xxxv. 2 dice: “Echa mano al escudo y al pavés, y levántate como mi ayuda.” “Levántate en mi ayuda” no tiene sentido. La idea no acepta otra traducción sino ésta: “Levántate para que seas mi ayuda;” o, “Levántate como mi ayuda”; o como lo ha traducido la versión autorizada: “Levántate para mi ayuda.”

Vemos el mismo resultado en Lev. xvii. 11: “Porque la vida de la carne en la sangre está, y yo os la he dado para hacer expiación sobre el altar por vuestras almas, y la misma sangre hará expiación por las personas.” Aquí nuevamente se utiliza la preposición “B.” En el hebreo dice: “Banefesh” (Heb. Shin dot Pe segol Nun segol Bet patah dagesh), el cual se traduce “por vuestras almas.” Sería absurdo traducirlo como: “en vuestras almas”; ya que la sangre no entra en el alma y tampoco se lleva a cabo la expiación dentro del alma, sino sobre el altar. Aquí también tenemos una comparación (sustitución). La sangre es como el alma, representa al alma en la expiación, toma el lugar del alma.

Notamos lo mismo en Prov. iii. 26, donde Salomón, con su sabiduría dice: “Porque Jehová será tu confianza, Y Él preservará tu pie de quedar preso.” Aquí se utiliza la misma preposición. El texto Hebreo dice: “Bkisleka” (Heb. Dalet hataf qamats Lamed segol Samekh sheva Kaf hiriq Bet dagesh sheva), en forma literal “como tus lomos.” Y por el hecho de que el lomo es la fuerza del hombre, se utiliza metafóricamente para indicar la base de confianza y esperanza en tiempos de angustia. Por tanto, el significado es perfectamente claro. Salomón dice: “Jehová será para ti la base de confianza, tu refugio, y tu esperanza.” Porque si leemos: “Jehová estará en tu esperanza,” se podría inferir que entre otras cosas, el Señor se encontraba en la esperanza de los piadosos; lo cual sería antibíblico, dejando un sabor a pelagianismo. En las Escrituras el Señor es la única esperanza del pueblo. Por tanto, claramente, la preposición no significa “en,” sino más bien indica una comparación.

Para añadir un ejemplo más, Ex. xviii. 4 dice: “El Dios de mi padre me ayudó y me libró de la espada de Faraón.” Si se tradujera, “El Dios de mi padre fue en mi ayuda,” ¡cuán ilógico y antibíblico sería!

De estos pasajes y otros que se pueden añadir, podemos decir:

  1. Que esta preposición no siempre se traduce como “en.”
  2. Que su uso como una preposición de comparación “como,” “para,” “a,” está lejos de ser considerado extraño o escaso.

Con esta información, volvamos a Gen i. 26; que en nuestra opinión, ya no nos ofrece ninguna dificultad. Como en Isa. xlviii. 10, la preposición y el sustantivo se traducen “como la plata”; en el Salmo cii. 4, “como el humo”; en el Salmo xxxv. 2, “como” o “para mi ayuda”; en Lev, xvii. 11, “como” o “en mi alma”; en Prov. iii. 16, “como”, o “para mi confianza,” la versión alemana de la Biblia Hebrea de Viena traduce, “Hagamos al hombre a, o como Nuestra imagen,” es decir, hagamos al hombre, quien será nuestra imagen en la tierra. O, con más libertad: “Hagamos a alguien en la tierra quien tendrá nuestra imagen, quien será como nuestra imagen en la tierra, o que será una imagen en la tierra para nosotros.”

Consecuentemente, podríamos traducir en Gen. i. 27: “Y Dios creó al hombre para su imagen, a imagen de Dios lo creó.”

Es exactamente lo mismo si digo, “Dios creó al hombre a su imagen,” esto es, así el hombre pasó a tener o poseer la imagen de Dios, o “Dios creó al hombre como imagen de sí mismo.” En ambas, de forma similar, se expresa que el hombre exhibiría la imagen de Dios. Hasta ese momento, la tierra carecía de la imagen de Dios. Cuando Dios creó al hombre, esta carencia se suplió, porque dicha imagen era el hombre, sobre el cual Dios estampó su propia imagen. Por tanto, no vemos diferencia en ambas traducciones.

Si hablamos de la estampa de cera de un sello, puedo decir, “Hice una estampa de cera a la imagen del sello,” refiriéndome a la imagen cóncava del sello; o, “La imagen fue estampada sobre la cera,” refiriéndome a la imagen convexa sobre la cera.

Añadimos, entonces, tres comentarios:

Primero, la palabra “hombre” en Gen. i. 26 no se refiere a una persona, sino a toda la raza. Adán no era simplemente una persona, sino nuestro progenitor y cabeza representante. Toda la raza humana estaba sobre sus hombros. La humanidad, en cualquier punto de la historia, es la suma de todos los que viven o vivirán algún día en este mundo, sean muchos o pocos. Sólo Adán fue la humanidad; cuando Dios le dio a Eva, ambos juntos eran la humanidad. “Hagamos al hombre a Nuestra imagen y a Nuestra semejanza,” es igual que decir: “Hagamos a la humanidad, la cual llevará sobre ella Nuestra imagen.” También se refiere al individuo, en el sentido que él también es parte de la familia humana. Por tanto, Adán engendró hijos en su imagen y su propia semejanza. Sin embargo, hay una diferencia. Cada hombre tiene distintos dones y cualidades; no se podría apreciar la plenitud de la imagen de Dios en los dones de los individuos, sino en la manifestación completa de la raza, si el hombre no hubiese pecado.

De ahí que la versión holandesa usa el plural, aun cuando el hebreo usa el singular “hombre”: no se refiere sólo a Adán, sino al género hombre, a la humanidad, creada a imagen de Dios.

Luego, cuando el primer hombre cayó, el segundo Adán vino en Cristo, quien, como segunda cabeza representante, contenía en Sí mismo a toda la Iglesia de Dios. En su capacidad de mediador, Cristo apareció como la imagen de Dios en lugar de Adán, por lo cual cada miembro de la Iglesia debe ser transformado a Su imagen—1 Cor. xv. 49; Rom. viii. 29. Y la Iglesia, representando a la humanidad regenerada, es el pléroma del Señor; ya que se le llama “la plenitud de Aquel que lo llena todo en todo.”

Segundo, como el hombre es creado a imagen de Dios, debe permanecer entendiendo que es sólo imagen y nunca presumir o creerse “el original.” La imagen y “el original” son opuestos. Dios es Dios y el hombre no es Dios, sino la imagen de Dios. Por consiguiente, la esencia del pecado es que el hombre rehúsa aceptar su condición de imagen, reflejo, sombra, al exaltarse, creyendo ser algo real en sí mismo. Su conversión, por tanto, depende completamente de la voluntad de volver a ser imagen, es decir, creer. Aquel que es formado a imagen de Dios, no es nada en sí mismo, sino que exhibe todos sus atributos en absoluta dependencia de quien recibió dicha imagen; esto corresponde a su mayor honra y completa dependencia.

Finalmente, es necesario que la imagen de Dios se vea sobre la tierra. Con este propósito creó a Adán. El hombre niega la existencia de la imagen de Dios sobre la tierra desvirtuando completamente los propósitos de Dios. Aquí comienza la alabanza de la imagen. La alabanza de la imagen quiere decir que el hombre dice que creará la imagen de Dios en sí mismo, por su propia iniciativa. Esto se opone diametralmente a la obra de Dios. El santo derecho de crear una imagen de Sí mismo, es sólo Suyo y el hombre jamás debiera intentar tomarlo para sí. Por tanto, es presunción, cuando, al aspirar ser como Dios, el hombre rehúsa mantener su condición de imagen de Dios, desvirtúa su propósito, e intenta por sí mismo, ser una representación de Dios de oro y de plata.

La alabanza a la imagen es un pecado horrendo. Dios dijo: “No te harás imagen.” (Ex. xx. 4) Este pecado viene de Satanás. Él siempre imita la obra de Dios. No quiere ser menor que Dios en nada. Cuando finalmente aparezca la gran bestia, el Dragón proclamará: “¡Los que habiten sobre la tierra crearán una imagen de la Bestia!” Dios ha decretado que Su propia imagen será el objeto de eterno deleite. Pero Satanás, en oposición, desvirtúa esa imagen y hace una imagen para sí mismo; no de hombre, pues este está corrompido y arruinado, sino de una bestia. Y así, en su manifestación suprema, se juzga a sí mismo. El Hijo de Dios se hizo hombre, la creación de Satanás es una bestia.

Cuando la bestia y su imagen sean finalmente derrotados, por Aquel que es como hijo de hombre, es el triunfo del Señor sobre Sus enemigos. Entonces la imagen divina es restaurada y nunca más se podrá deshonrar. El Todopoderoso se regocijará para siempre en el reflejo de Sí mismo.


IX. La Imagen de Dios en el Hombre

“Y así como hemos traído la imagen del terrenal, traeremos también la imagen del celestial.”—1 Cor. xv. 49.

Sólo nos queda un punto por discutir, a saber, si la imagen divina se refiere a la imagen de Cristo.

Esta opinión singular ha encontrado muchos adeptos en la iglesia, desde sus inicios. Se originó con Origen, quien con brillantes, fascinantes y seductoras herejías, ha provocado gran disturbio en la Iglesia; y su herejía respecto a este tema ha encontrado muchos defensores al este y al oeste. Incluso Tertulio y Ambrose lo apoyaron, junto a Basilio y Crisóstomo; y fue nada más ni nada menos que San Agustín quien tuvo que desarraigar esta herejía.

Nuestros teólogos reformados, siguiendo de cerca la línea de San Agustín, se han opuesto firmemente a ella. Junius, Zanchius y Calvino, Voetius y Coccejus condenaron la herejía, declarándola como un error. Podemos decir, con seguridad, que en nuestra herencia reformada no hubo lugar para este error.

En el último siglo, sigilosamente, ha vuelto a entrar a la Iglesia. La filosofía panteísta fue la responsable; y sus efectos secundarios han tentado a los teólogos holandeses de la mediación a volver al antiguo error.

Los grandes filósofos que encantaron las mentes de este siglo en sus comienzos se enamoraron de la idea de que Dios se hizo hombre. No enseñaron que el Verbo se hizo carne, sino que Dios se hizo hombre; y esto en el sentido fatal de que Dios va eternamente convirtiéndose, y que se convierte en un mejor Dios, más puro, cuando se hace hombre. Este pernicioso sistema, que subvierte los fundamentos de la fe cristiana, y bajo disfraz cristiano aniquila al cristianismo esencial, ha conducido a la doctrina de que en Jesucristo esta encarnación se convirtió en un hecho; y de ella se dedujo que Dios se habría convertido en hombre aun si el hombre no hubiera pecado.

En reiteradas ocasiones nos hemos referido al peligro de enseñar esta doctrina. Las Escrituras la repudian, enseñando que Cristo es el Redentor de nuestro pecado, en expiación y propiciación. Pero una mera contradicción no va a detener esta perversa enseñanza; este hilo venenoso que se entrelaza en la urdimbre y trama de la teología ética, no se extirpará de la predicación hasta que prevalezca la convicción de que es filosófico y panteísta, y que se aleja de la simplicidad de las Escrituras.

Pero, respecto a los predicadores actuales, no hay nada que hacer. Prácticamente todos los manuales alemanes usados actualmente por nuevos ministros contienen este error; por esto prevalece ampliamente la idea de que la imagen en la cual el hombre fue creado era la de Cristo.

Esto es natural. Mientras se crea que, aun sin pecado, el hombre fue destinado para Cristo y Cristo para el hombre, se deduce que el hombre original fue diseñado para Cristo y, por lo tanto, fue creado a la imagen de Cristo.

Como evidencia de que lo anterior nos desvía de la verdad, para los teólogos, nos referiremos a los escritos de San Agustín, Calvino, y Voetius acerca de este punto, y para nuestros lectores laicos, ofrecemos una breve explicación de porqué nosotros y todas las iglesias reformadas rechazan esta interpretación.

Comenzaremos refiriéndonos a varios pasajes en las Escrituras, enseñanzas acerca de la necesidad de que el pecador redimido sea renovado y transformado a la imagen de Cristo.

En 2 Cor. iii. 18 leemos: “Somos transformados de gloria en gloria a la misma imagen (del Señor), como por el Espíritu del Señor.”; y en Rom. viii. 29: “Que somos predestinados para ser conformados a la imagen del Su Hijo”; y en I Cor. xv. 49: “Y así como hemos traído la imagen del terrenal, traeremos también la imagen del celestial.” A esta categoría pertenecen todos los pasajes en los cuales el Espíritu Santo nos amonesta a conformarnos al ejemplo de Jesús, lo que no debe entenderse como una mera imitación, sino que se refiere, categóricamente, a una transformación a Su imagen. Aquí también pertenecen aquellos pasajes que enseñan que debemos crecer a la estatura del hombre perfecto, “a la estatura de la plenitud de Cristo”; y que “seremos como Él, ya que lo veremos como Él es.”

Por tanto, los cristianos están llamados a ser transformados a la imagen de Cristo, el fin último de su redención. Pero esta imagen no es el Verbo eterno, la Segunda Persona de la Trinidad, sino el Mesías, el Verbo encarnado. 1 Cor. xv. 44 proporciona la evidencia innegable. San Pablo ahí declara que el primer Adán era terrenal; es decir, no sólo después de la caída, sino en su creación. Luego dice que tal como los creyentes llevan la imagen del terrenal, también llevarán la imagen del celestial, es decir, la de Cristo. Esto muestra claramente que el hombre en su estado original no tenía la imagen de Cristo, pero más adelante sí la tendrá. Lo que Adán recibió en la creación se distingue claramente de lo que un pecador redimido posee en Cristo; distinguido particularmente, en que no fue formado a la imagen de Cristo en su naturaleza, sino que recibiría esta imagen por medio de la gracia, después de la caída.

Esto es evidente por lo que San Pablo enseña en 1 Cor. xi. En el tercer versículo, hablando de diversos grados ascendentes de gloria, dice que el hombre es la cabeza de la mujer, y la cabeza de todo hombre es Cristo, y la cabeza de Cristo es Dios. Sin embargo, habiendo hablado de estos cuatro, mujer, hombre, Cristo y Dios, dice enfáticamente, en el versículo 7, no como se esperaría, “La mujer es la gloria del hombre, el hombre la gloria de Cristo,” sino, omitiendo el vínculo de Cristo, escribe: “Porque el hombre es la gloria de Dios, y la mujer la gloria del hombre.” Si la teoría a la cual nos referimos es correcta, debió haber dicho: “El hombre es la imagen de Cristo.”

Por tanto, es evidente en las Escrituras que seremos renovados a la imagen a la cual fuimos creados; hay que distinguir entre ambas. Esta última es la imagen del Dios Trino que se introdujo en el ser de la raza. La primera es aquella imagen santa y perfecta de Jesucristo Hombre, nuestra cabeza representante, y como tal, nuestro ejemplo, [Holandés, Voorbeeld; literal, una imagen puesta delante nuestro.- Trans.], y todo hijo de Dios debe ser renovado a dicha imagen, a la cual finalmente se asimilará.

Por consiguiente, las Escrituras muestran dos representaciones distintas: primero, el Hijo que, como Segunda persona de la Trinidad, es la imagen del Padre; segundo, el Mediador y ejemplo [Voorbeeld, imagen puesta delante nuestro], imagen a la cual debemos ser renovados; y entre ambas prácticamente no hay conexión. Las enseñanzas de las Escrituras acerca de Jesús siendo la fiel imagen de lo que Él es y la imagen del Dios invisible, se refiere a la relación entre el Padre y el Hijo en el misterio escondido del Ser Divino. Pero cuando nos referimos a nuestro llamado de ser renovados a la imagen de Cristo, hablamos del Verbo encarnado, nuestro Salvador, tentado en todas las cosas como nosotros, pero sin pecado.

La mera similitud de sonido no nos debiera llevar al error. Todo esfuerzo por traducir Gen i. 26, “Hagamos al hombre a la imagen del Hijo,” es confuso. “Hagamos” se referiría al Padre dirigiéndose al Espíritu Santo; y esto no puede ser así. Las Escrituras nunca expresan tal relación entre el Padre y el Espíritu Santo. Además, dejaría al Hijo fuera del acontecimiento más importante de la creación, la creación del hombre. Las Escrituras dicen: “Sin Él, nada de lo que ha sido creado fue hecho.” (Juan i. 3); y nuevamente: “Por Él, todas las cosas fueron creadas en el cielo y en la tierra.”

Por tanto, este “hagamos” se debe tomar como un plural de majestad, en el cual el Hebreo no tiene un singular en la primera persona; o como el Dios Trino, las tres Personas de la Trinidad dirigiéndose el uno al otro; o el Padre dirigiéndose a las otras dos personas. Una tercera posibilidad es imposible.

Suponiendo que las Tres Personas se dirigen el uno al otro; la imagen no se puede referir al Hijo, ya que, refiriéndose a Sí mismo, no puede decir “Nuestra imagen,” sin incluir a las otras Personas. O supongamos que el Padre se dirige al Hijo y al Espíritu Santo; aun así no puede referirse a la imagen del Hijo, ya que el Hijo es la imagen del Padre, no del Espíritu Santo. Mirado de cualquier ángulo, esta perspectiva es insostenible, está fuera de la analogía de las Escrituras y es inconsistente con la interpretación correcta de Gen. i. 26.

De forma integral: Si la imagen divina se refiere a Cristo, debe referirse a la del Hijo Eterno, o la del Mediador, o la de Cristo encarnado. Las tres son imposibles. Primero, el Hijo está involucrado y comprometido en la obra de la creación. Segundo, sin pecado no hay necesidad de Mediador. Tercero, las Escrituras no enseñan que el Hijo se hizo carne a nuestra imagen y nunca habla de que nosotros nos hicimos carne a Su imagen.

La idea de que la imagen divina se refiere a la justicia y santidad de Cristo, la cual implica que Adán fue creado según una justicia que no es pertinente con las enseñanzas de las Escrituras, confunde la justicia de Cristo que nosotros aceptamos por fe, la cual no existía cuando Adán fue creado con la justicia original y eterna del Hijo de Dios. Es cierto que David recibió la justicia imputada, aunque en sus días no existía, pero David era pecador, y antes de la caída Adán no era pecador. Fue creado sin pecado; por tanto, la imagen divina no puede referirse a la justicia de Cristo, que se revela sólo en relación al pecado.

En nuestra triste condición presente, confesamos incondicionalmente que incluso ahora permanecemos en medio de la muerte, y que nuestras vidas están fuera de nosotros y solo en Cristo. Pero a esto añadimos: Bendito sea Dios, porque no será siempre así. En nuestro último suspiro moriremos completamente al pecado, y en la mañana de la resurrección seremos tal como Él; luego, en el gozo eterno, nuestra vida ya no estará con nosotros, sino en nosotros.

Por tanto, ubicar esta separación que es consecuencia sólo del pecado y que permanece en el santo sólo en relación al pecado, en Adán, antes de la caída, es básicamente acarrear el pecado a la misma creación, y aniquilar la declaración divina de que el hombre fue creado bueno.

Por esto, amonestamos a los predicadores de la verdad que vuelvan al antiguo y probado camino con respecto a este punto, y que enseñen en los salones de recitación, desde el púlpito, y en clases de catequesis, que el hombre fue creado a imagen del Dios Trino.


X. Adán No Inocente, pero Santo

“Creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad.”—Ef. iv. 24.

Por tanto, entendemos que “Dios creó al hombre bueno, a Su imagen, esto es, en verdadera justicia y santidad, de tal manera que pueda conocer a Dios su Creador, amarlo de todo corazón, y vivir con Él con gozo eterno, glorificándole y adorándole.” O, tal como dice la Confesión de Fe: “Creemos que Dios creó al hombre, del polvo de la tierra, y lo creó y formó a Su imagen y semejanza, justo y bueno, y completamente capacitado para obrar de acuerdo a la voluntad de Dios.”

Cualquier representación que deprecie en lo más mínimo la justicia original del hombre debe ser rechazada.

La justicia de Adán no carecía nada. La idea de que era santo sólo porque carecía de pecado original y que podía aumentar su santidad en base a un desarrollo constante, de manera que hubiese crecido en santidad si no hubiese pecado, es incorrecta y muestra ignorancia al respecto.

La diferencia entre un hombre en su estado original y en su estado caído es similar a la diferencia entre un niño saludable y un hombre enfermo. Ambos deben crecer en salud y vigor. Si el niño permanece siendo lo que es, no será un niño saludable. La salud involucra crecimiento y aumento de fuerza, vigor y desarrollo hasta que se alcance la madurez. Lo mismo es cierto para el hombre enfermo; no puede permanecer igual. Debe recuperarse o empeorará. Si quiere mejorar, debe aumentar sus fuerzas. Hasta ahora, ambos son iguales.

Pero la similitud termina aquí. Si aumentas la fuerza del hombre enfermo de inmediato, y se recupera, volverá a estar como siempre debiera haber estado. Pero si aumentas las fuerzas del niño como las de un hombre adulto, será anormal y poco natural. En su estado presente, el niño no necesita más de lo que tiene. En ningún momento no carece de nada. Para ser un niño, con salud perfectamente normal, debe seguir siendo exactamente lo que es. Pero el enfermo está muy necesitado. Para estar saludable y en condición normal no puede permanecer igual, debe dejar de ser lo que es. El niño, con respecto a su salud y vigor es perfecto; pero el hombre enfermo es imperfecto con respecto a su salud y vigor. La condición del niño es buena; la del hombre enfermo no es buena, y el desarrollo saludable del primero no tiene nada que ver con el mejoramiento en salud y vigor del segundo.

Esto muestra cuán equivocado es aplicar la santificación a Adán antes de la caída. La santificación es inconcebible cuando nos referimos a un hombre sin pecado; es ajeno a la concepción de una criatura que Dios llama buena.

“Excelente” dirá alguno; entonces Adán nació siendo inocente como niño para obtener gradualmente un nivel moral más desarrollado sin pecado; después de todo, ¡igual es santificación!

Claramente no. La santificación de un creyente se acaba cuando este muere. Cuando él muere, también muere por completo al pecado. La santificación es el proceso que elimina parcial o completamente el pecado del hombre. Si está completamente libre del pecado, es santo, y es imposible santificarlo más allá de su condición santa. Tan sólo por esto es absurdo aplicar la santificación a Adán. ¿Qué necesidad existe en lavar algo que ya está limpio? La santificación presupone impiedad, y Adán no era impío. Si el pecado está completamente ausente, su santidad no carece de nada, está completa. Adán posee la misma santidad que ahora poseen los hijos de Dios, en la cual se mantienen por fe, y eventualmente, en la actualidad, mueren completamente al pecado por medio de la muerte.

Ahora, en el cielo, los hijos de Dios no permanecerán siempre igual—su gozo y gloria aumentará por siempre, pero no su santidad, la cual no carecerá de nada. Es imposible ser más santo si ya eres perfectamente santo. Su desarrollo y crecimiento consiste, entonces, en beber más y más abundantemente de la vida de Dios.

Lo mismo es cierto respecto a Adán, libre de pecado; no podía ser santificado. La santificación es sanidad, y una persona sana no necesita sanidad. La santificación es deshacerse del veneno, pero es imposible deshacerse del veneno de la mano del que no ha sido mordido. La idea de ser más santo o santísimo es absurda. Lo que está roto no está intacto y lo que está intacto no está roto. La santificación es arreglar algo, y ya que en Adán nada se había roto, no había nada que arreglar. Es inconcebible arreglar algo que está intacto.

Aunque era santo, Adán no permaneció en esa condición, no se mantuvo quieto sin buscar sus propósitos de vida. Si tomamos, por ejemplo, la diferencia entre él y los hijos de Dios, estos últimos tenían un tesoro que no podían perder, mientras que Adán si podía perderlo, porque, de hecho, lo perdió. No que no haya sido santo; porque esto no tiene nada que ver con eso.

Ilustrémoslo. De dos platos, uno es de vidrio fino, pero frágil; el otro es de vidrio común, pero indestructible. ¿Quiere decir que el segundo está intacto y el otro no? ¿O que el primero puede estar más intacto de lo que está? Claro que no; que esté intacto, no tiene relación con que pueda o no pueda quebrarse. Luego, el hecho de que el tesoro de Adán se podía perder, no entra en el debate de la santidad. Si alguien es santo, o ha de ser santo, no depende de cuán factible es que pierda la santidad, sino de si la perdió o no la perdió.

Cómo se debió haber efectuado este santo desarrollo de Adán, no lo sabemos. No debemos cuestionarnos cosas que Dios ha reservado para Sí. Como pecadores, nos cuesta comprender tal desarrollo libre de pecado, tal como nos cuesta entender la gloria revelada a los hijos de Dios.

Si nos apegamos a las Escrituras, sabemos, primero, que el hombre libre de pecado no habría muerto; segundo, que por su trabajo hubiese recibido la vida eterna como galardón, es decir, siendo completamente apto, en todo momento, para obedecer a Dios, siempre hubiese anhelado y amado hacer la voluntad de Dios; y por esto habría recibido medidas más y más grandes de la gloria de Dios.

Podemos comparar el contraste entre la condición de Adán y la nuestra, como la del hijo del Rey, heredero de abundantes riquezas y un hijo de la pobreza que debe ganarse la vida o depender de otro para que la gane por él. Al primero no le falta nada, puede hacer lo quiera para vivir y disfrutar; toda pertenencia del padre está a su disposición. Al crecer, no se hace más rico, pues sus tesoros son los mismos; pero se vuelve más consciente de ellos. Entonces, las riquezas de Adán no hubieran aumentado, porque todo lo que existía era suyo; a medida que crecía se haría más consciente del deleite y disfrute de sus riquezas.

Por tanto, la justicia original de Adán no se refiere al grado de desarrollo, ni a su condición, sino a su estado; el cual era perfectamente bueno.

Todas las nociones antibíblicas acerca del aumento de la santidad de Adán, vienen de las ideas antibíblicas que el hombre, tentado por herejías panteístas, ha elaborado acerca de la santidad.

“Sean perfectos como vuestro Padre en los cielos es perfecto,” no significa que tú, hombre orgulloso y engrandecido por filosofías desquiciadas, debes llegar a ser como Dios. Siempre serás una criatura, aun en tu mayor gloria, y en esa gloria el entendimiento de que tú no eres nada y que Dios es todo será razón de ferviente adoración y profundo deleite. No, la palabra de Cristo simplemente quiere decir: “Sean santos, tal como el Padre en los cielos es santo y completo.” Decir que un vaso de greda debe ser tan completo y sólido como un vaso de porcelana, no quiere decir que tenga que ser igual a ese vaso. El primero cuesta unos pocos centavos, el otro se compra con oro. Esto sólo significa que tal como el vaso es entero como vaso, así también la vasija de barro debe ser entera como vasija de barro.

Por consiguiente, las palabras de Cristo significan: Hay fisuras en ti; tus bordes están trizados; estás herido y dañado por el pecado. Pero esto no tiene que permanecer así. Puedes ser libre de todo deterioro en tu vida, libre de defectos que merman tu plenitud. Tal como tu Padre en los cielos es perfecto, tú debes ser pleno, completo, sano y perfecto. Esto es, tal como Dios permaneció siendo perfecto como Dios, así nosotros debemos permanecer siendo plenos y completos como hombre, criaturas en las manos de su Creador.

Ahora, generalmente esto no se entiende. La postura actual es la siguiente: el primer paso para la santidad es el conflicto con el pecado. Segundo, el pecado se debilita. Tercero, el pecado se supera casi por completo. Cuarto, el pecado es completamente derrotado y sólo ahí, se establece en el hombre la santificación más alta, y comienza a ascender por la escalera completa; más y más alto, cada vez más santo, hasta que la santidad llega a las nubes.

Claro, aquellos que aceptan estas fantasías sólo pueden imaginarse a Adán creado en un plano de santidad menos elevado, llamado a obtener mayores estándares de santificación. Pero, si sólo existe una santificación, es decir, la muerte al pecado y transformación de la naturaleza caída y rota a una nueva naturaleza santa y plena, es inconcebible pensar en una santificación más alta al considerar a Adán. A la santidad de Adán no se le puede añadir nada. Adán habría conocido más y más a Su creador, lo habría amado con todo su corazón viviendo con Él en gozo eterno para glorificarlo y adorarlo, cada vez más consciente de la gloria de Dios; pero todo esto no añadiría nada a su justicia y santidad. Suponer esto iría en contra del correcto entendimiento de la santidad. Por tanto, el amor se confunde con la santidad; la justicia con la vida; su estado con su condición; la palabra con el ser; y los mismos fundamentos son arrancados de su lugar.

¡Y aún peor! Las almas son separadas de Cristo. Porque aquél que no logra entender la justicia original, no puede entender cómo Dios nos ha dado a Cristo para justicia, santificación y redención. Ciertamente anhela a Jesús. ¿Pero cómo? “Jesús encuentra al pecador enfermo y moribundo a un lado del camino, lo sube sobre su animal y lo lleva a un albergue donde paga por él hasta que este es completamente restaurado.” Por tanto, es siempre la misma representación, como si después de ser redimido uno debe buscar una justicia y santidad que se obtiene por medio del progreso constante.

Si esto fuera verdad, entonces Jesús no sería nuestra justicia, santificación, ni redención; a lo más, sería un Amigo que nos ayuda y levanta a esforzamos para obtener nuestra justicia y santidad. No; si la Iglesia ha de gloriarse una vez más en la bendita confesión que dice que en Cristo posee ahora absoluta justicia, santidad y redención, primero debe entender la justicia original, es decir, que Adán no puede amar, no puede vivir en comunión con Dios, a menos que sea perfectamente justo y completamente santo.


Notas

  1. Con los sustantivos o los adjetivos la palabra gobernada por la preposición “en”, indica la esfera, el dominio dentro del cual se manifiesta una propiedad. Así la expresión holandesa, “Geschapen in het, beeld God’s” (creado en la imagen divina), indica la esfera dentro de la cual se movía Adán antes de su caída.
  2. “Gott nun veranstaltete es so, dass der Mensch gleich anfangs unter den Einfluss des Guten zu stehen kam and somit das Gute that. Er schuf ihn im Bilde Gottes, nach seiner Gleichheit (Gen. i. 26). Was dies heisst, wird dann erst recht deutlich, wenn wir die Wiederherstellung des gefallenen Menschen (nach Ephes. iv. 24; Col. Iii. 9) in Betracht ziehen. Paulus blickt hier auf den anfänglichen Zustand hin, wenn er redet von dam neuen Menschen, den wir nach Ausziehung des alten anzuziehen hätten. Er bezeichnet nun diesen neuen Menschen als einen Gott gemäss geschaffen (Kappa tau iota sigma theta epsilon w/ tonos nu tau alpha) in Gerechtigkeit und Heiligkeit, wie sie nach Wahrheit ist. Diese apostolischen Ausdrücke enthalten sine Umschreibung jener Ausstattung, welche Mose mit den Worten: ‘Im Bilde Gottes, nach seiner Gleichheit’ kennzeichnet. Die Wiedergeburt ist sine neue Schöpfung, die aber nach der Vorschrift der alten bestellt ist, ohne etwas davon- nosh dazuzuthun. Der Stand im Bilde Gottes, in dem der Mensch nach der Gleichheit Gottes war, ist also etwas, was man von dem Menschen hinwegnehmen kann, ohne die Creatur Gottes selbst aufzuheben. Es ist dem Apostel weiter eigenthümlich, die Bewegungen des neuen Menschen unter dem Bilde von verschiedenen Gewändern darzustellen, die man anzuziehen habe (Col. Iii. 12 ff). Grund and Veranlassung für solche Umwandlung ist Christus, der Geist, den Christus vom Voter her sendet, oder der Stand in Christo odes in der Gnade (z.B. 2 Cor. v.17; Gal. v. 16, 10, 25; Rom. v. 2) Und ganz ebenso ist nach Gen. i. 26. Grund für die Gleichheit mit Gott der Stand im Bilde Gottes.”
  3. "Wenn wir nun die Creatur aus jenem Stande hinausgetreten denken, so bleibt diese Creatur intact.”20
  4. "Nur freilich, dass diese Creatur nicht, wie die romische Kirche lehrt, immer noch genug übrig behält, um sich wieder mit Hilfe des Gnadengeschenkes Christi selbst zu rehabilitiren. Sondern nach dem Falle ist der Mensch and zwar sein Ich mit den dem Menschen anerschaffenen höchsten Gaben (siehe Calvin, ‘Inst.,’ ii., 1, 9) aus der rechten Stellung herausgetreten und dem Tode als Herscher, dem Gesetz als unbarmherziger Treibert preisgegeben.”†21
  5. “Ausserhalb des Bildes Gottes stand unser Herr.”
  6. "Das der Mensch Begierden hat, dass ihn Leidenschaften (pi alpha w/ tonos theta eta) treiben, wie Zorn, Furcht, Muth, Eifersucht, Freude, Liebe, Hass, Sehnsucht, Mitleid, dies Alles constituirt noch keine Sünde, denn das Vermögen, um Zorn, Unlust, oder Mitleid and dergl. m. zu empfinden, ist von Gott geschaffen. Ohne dem wäre kein Leben und keine Bewegung im Menschen. Also die Begierde and überhaupt die Leidenschaften sind an sich nicht Sünde. Sie werden es und sind es im actuellen Zustand des Menschen, weil durch ein dazwischentretendes Gebot and durch jene verkehrte Lebensrichtung, die Paulus einen νόμος της αμαρτιας nennt, das menschliche Ich bewogen wird, zu den Leidenschaften und Begierden Stellung zu nehmen, d. h. sich richtig oder unrichtig zu ihnen zu verhalten.”22

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