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Por Charles H. Spurgeon sobre Santificación y Crecimiento
Una parte de la serie Metropolitan Tabernacle Pulpit

Traducción por Allan Aviles


“Y a unos puso Dios en la iglesia, primeramente apóstoles, luego profetas, lo tercero maestros, luego los que hacen milagros, después los que sanan, los que ayudan, los que administran, los que tienen don de lenguas”. 1 Corintios 12: 28.

Según el apóstol Pablo, parece que quienes prestaban ayuda a la iglesia primitiva lo hacían de diferentes maneras, conforme a la diversidad de dones provenientes del propio Espíritu Santo. Nos dice que: “A unos puso Dios en la iglesia, primeramente apóstoles”. Ellos debían ir de un lugar a otro para fundar iglesias y ordenar ministros. Luego había profetas, algunas de los cuales profetizaban, y otros recibían el don de explicar las profecías. En seguida se tenía “lo tercero, maestros”, que eran probablemente ya sea pastores establecidos en diversas iglesias para enseñar la Palabra, o evangelistas que viajaban por doquier proclamando la verdad. A continuación dice: “luego los que hacen milagros, después los que sanan”, y el apóstol no olvida mencionar otra clase de personas, llamados: “los que ayudan”.

Ahora, yo supongo que en nuestra época sería sumamente difícil, y casi imposible, saber quiénes eran precisamente esas personas. Algunos han pensado que eran ministros asistentes, que ocasionalmente ayudaban a los pastores establecidos, tanto en la obra pastoral de visitas como también en la predicación ocasional de la Palabra. Otros han pensado que se trataba de diáconos asistentes, e incluso, tal vez, de diaconisas, un oficio que ciertamente era reconocido en las iglesias apostólicas. Otros, además, han supuesto que esos ‘ayudantes’ servían de apoyo en el santuario: se encargaban de que los forasteros fueran alojados apropiadamente y administraban todos esos detalles que siempre deben ser vigilados por alguien vinculado a cualquier reunión de personas con cualquier propósito público del tipo que fuera.

Pero, fueran quienes fueran, y sin importar cuál función particular desempeñaran, parecieran haber sido un cuerpo útil de gentes, dignos de ser mencionados en el mismo versículo que los apóstoles y maestros, e incluso ser nombrados conjuntamente con los que hacían milagros y con los que sanaban. Me parece que no eran personas que tuvieran alguna posición oficial, sino individuos que eran motivados únicamente por el impulso natural y por la vida divina en su interior, para hacer cualquier cosa y realizar todo aquello que ayudara al maestro, o al pastor o al diácono en la obra del Señor. Eran la clase de hermanos que son útiles en cualquier parte, que siempre subsanan una brecha y se alegran cuando descubren que pueden ser útiles a la iglesia de Dios en cualquier capacidad.

Nosotros tenemos una brigada considerable de “AUXILIOS” en la iglesia, y a ellos quisiera darles ahora aliento; y mientras les hablo, quizá pudieran llegarles de la vuelta de la esquina, por decirlo así, algunas palabras de consuelo a cuantas personas necesitan la ayuda que estos hermanos les proveen y les brindan entregando sus vidas.

Me parece que John Bunyan, ese maestro de la alegoría y la experiencia cristianas, ha descrito una parte de la obra de estos “ayudadores” que es sumamente valiosa y sumamente requerida. Bunyan describe a Auxilio como alguien que se acerca a Cristiano cuando forcejeaba torpemente en el Pantano del Desánimo. Justo cuando el pobre hombre estaba a punto de hundirse después de haber perdido pie en el pantano y darse cuenta de que, a pesar de todo sus esfuerzos, se estaba sumiendo más y más profundamente en el cieno, súbitamente vino a él una persona -de quien Bunyan no nos dice nada más en todo el resto de su alegoría- cuyo nombre era Auxilio, quien, extendiendo su mano, le dijo algunas palabras de aliento y lo sacó del pantano, lo puso en el Camino Real del Rey y afirmó su marcha.

Hay un período en la vida divina cuando la ayuda de hermanos cristianos juiciosos es invaluable. Casi todos nosotros que tenemos algún conocimiento del Señor, conocemos también todo lo que desearíamos saber acerca de ese atroz Pantano del Desánimo. Yo mismo permanecí sumido allí cinco años, más o menos, y creo que conozco muy bien cada una de sus partes. En algunos lugares es más profundo que en otros, y más nauseabundo; pero, créanme, un hombre puede considerarse tres veces más feliz cuando sale de allí, pues cuando uno se encuentra en ese lugar, parecería como si fuese a tragarlo vivo. Valiosa, muy valiosa para nosotros debe ser siempre la mano que nos ayudó a salir de la profundidad del cieno donde no había ningún apoyo, y aunque atribuimos toda la gloria al Dios de gracia, no podemos sino amar muy afectuosamente el instrumento que Él envió para ser el medio de nuestra liberación.

En la cima de algunos desfiladeros de los Alpes suizos -para la preservación y alojamiento de los viajeros- el cantón mantiene un pequeño cuerpo de hombres que algunas veces consta de sólo dos o tres miembros, que viven en una cabaña en la cumbre y cuyo oficio es ayudar a los viajeros en su camino. Cuando atravesábamos un desfiladero en medio de las montañas del norte de Italia, fue muy agradable para nosotros ver, a unos cuatro o cinco kilómetros de la cima, a un hombre que descendió y nos saludó como si hubiese sido un viejo conocido nuestro. Llevaba una pala en su mano, y aunque nosotros no sabíamos qué iba a suceder, él evidentemente entendía mucho mejor que nosotros lo que iba a suceder. Pronto llegamos a un punto donde la nieve era profunda, y el hombre se dispuso a trabajar con su pala para limpiar la senda y cuando llegamos a un tramo muy feo del camino, algunas personas de nuestro grupo fueron llevadas a cuestas por dicho sujeto. El oficio de ese hombre era cuidar a los viajeros, y pronto llegó otro de sus compañeros con vino y refrigerios, que fueron ofrecidos generosamente a quienes estaban agotados.

Estos hombres eran “los que ayudan”, que pasaban su vida en aquella parte del camino donde se sabía que sus servicios serían requeridos; y cuando los viajeros llegaban a ese punto, ellos estaban dispuestos a proporcionar su ayuda en el tiempo oportuno. Esos auxilios no habrían sido de ninguna utilidad en las bajas llanuras; habrían sido más bien un estorbo si se hubieran encontrado con nosotros en cualquier otro lugar, pero arriba eran sumamente valiosos porque estaban justo donde se requería de ellos, y acudían exactamente en el momento en que se les necesitaba.

Ahora, amigos míos, “los que ayudan” no son de ninguna utilidad para alguien que se puede ayudar a sí mismo. Cuando no se experimenta ningún problema, un ofrecimiento de ayuda es una intrusión. Sólo hay un punto preciso, una coyuntura tal como atravesar un desfiladero que atraviesa la cima de una montaña, donde la ayuda sería sumamente valiosa para cualquiera. Y me parece que la etapa de la experiencia de un hombre descrita por Bunyan en el Pantano del Desánimo, es justamente esa estación donde ustedes, amados hermanos y hermanas en Cristo, podrían rendir una invaluable ayuda al ministro cristiano, viniendo al rescate de aquellos que parecieran estar a punto de ser tragados.

Esta brigada de “los que ayudan”, si entiendo a Bunyan correctamente, están estacionados a las orillas de todo el Pantano del Desánimo, y su oficio consiste en vigilar por doquier y escuchar los gritos de los viajeros sumidos en la oscuridad que pudieran dar tumbos en el cieno.

Así como la Real Sociedad Humanitaria distribuye a sus hombres a lo largo de los bordes de los lagos ubicados en los parques durante el invierno, y cuando se forma el hielo, los instruye a que estén alertas y cuiden a cualquiera que se aventure en ellos, así también un pequeño grupo del pueblo cristiano de cada iglesia, conformado por hombres y mujeres, debería estar listo siempre para escuchar los gritos de angustia y proporcionar la ayuda dondequiera que se requiera. Tal me parece a mí que es el tipo de “los que ayudan” que necesitamos. Así, tal vez, pudieran haber sido estos seres que servían como “los que ayudan”.

I. Antes que nada, QUIERO DAR UNAS CUANTAS INSTRUCCIONES A ESTAS PERSONAS QUE SON “LOS QUE AYUDAN”, RELATIVAS A CÓMO PUEDEN AUXILIAR A LOS POBRES PECADORES A SALIR DEL PANTANO DE LA DESCONFIANZA.

Después de una corta experiencia que he tenido ayudando a otros, yo recomendaría de entrada un curso particular. Cuando se reúnan con alguien que está desesperado y que piensa que no puede ser salvado, hagan que exponga su caso. Ésto siempre ha de ser lo primero. Cuando Auxilio fue donde estaba Cristiano, no le extendió de inmediato su mano, sino que le preguntó: “¿Qué haces allí? ¿Cómo te metiste allí?”

Les hace bien a los hombres exponer a otros su caso espiritual. La confesión a un sacerdote es un acto abominable, pero, algunas veces, la comunicación de nuestras dificultades espirituales a otra persona es en sí mismo un ejercicio sumamente provechoso para nosotros. Ustedes sabrán cómo tratar con ellos, y ellos sabrán mejor qué es lo que ustedes quieren, si exponen sus necesidades. Yo he descubierto ocasionalmente que el mero acto de exponer una dificultad ha sido el medio preciso para superarla de inmediato. Algunas de nuestras dudas no soportarían contemplar la luz del día. Hay muchas dificultades espirituales que, si un hombre las contemplara plena y objetivamente en el rostro durante el tiempo suficiente para ser capaz de describirlas, se desvanecerían incluso durante la propia investigación.

Deja que el joven exponga su caso. Reúnete con él a solas, querido hermano; pídele que se siente tranquilamente junto a ti, y pregúntale: “Ahora, ¿qué es lo que te turba? ¿Cuál es el punto que te desconcierta? ¿Qué es lo que no puedes entender? ¿Qué es lo que te desanima y te descorazona?” Deja que exponga su propio caso.

Junto con ésto, en la medida de lo posible, entren en su caso. Ésto podría parecerles, tal vez, como una directriz banal, pero pueden estar seguros de que no serían capaces de prestar mucha ayuda, si llegaran a prestarla, si no siguieran esta directriz. La simpatía tiene mucho que ver con nuestra habilidad de consolar a otros. Si no pueden introducirse en la turbación de los demás, difícilmente serían capaces de sacarlos de allí. Traten de rebajarse al punto de “llorar con los que lloran”, así como también de “gozarse con los que se gozan”. No escarnezcan ninguna dificultad porque les parezca pequeña; recuerden que podría ser muy grande para la persona que se siente turbada. No comiencen a reprender al joven diciéndole que no debería sentirse como se siente, o que no debería turbarse como lo hace. Así como Dios pone Sus brazos eternos debajo de ti, así debes poner los brazos extendidos de tu simpatía debajo de tus hermanos más jóvenes y más débiles, para que puedas alzarlos. Si vieras a un hermano sumido en el cieno, mete tus brazos en el lodo para que puedas, por la gracia de Dios, sacarlo corporalmente fuera de allí.

Recuerda que una vez estuviste justo donde esa joven hermana tuya está ahora; si puedes, intenta recordar tus propios sentimientos cuando te encontrabas en una condición semejante. Pudiera suceder –afirmas- que el mozalbete o la damisela sean muy necios. Sí; pero tú mismo fuiste un necio una vez, y entonces aborrecías todo tipo de alimento y tu alma parecía estar acercándose a las puertas de la muerte. Ahora tú debes usar el lenguaje de Pablo: deberías “hacerte necio por ellos”. Tienen que ponerse en la condición de estas personas de mente sencilla. Si no pudieran hacerlo, necesitarían un entrenamiento que les enseñara cómo convertirse en auxilio: todavía no saben cómo hacerlo. Déjenlos que expongan su caso, y luego procuren sentir sus dificultades como si fueran propias.

Tal vez, su siguiente obra debería ser: consolar a esos pobres hermanos con las promesas. Auxilio, en “El Progreso del Peregrino”, le preguntó a Cristiano el motivo por el cual no buscó los apoyos, y le comentó que había unas útiles piedras sólidas a lo largo de todo el pantano, pero Cristiano le respondió que no las había advertido.

Hermanos, deben conocer bien las promesas de Dios; deben tenerlas en la punta de su lengua, listas para cualquier circunstancia. Nos hemos enterado de un cierto hombre docto que solía llevar con él copias miniaturas de los autores clásicos, de tal forma que casi transportaba una Biblioteca Bodleiana en su bolsillo. ¡Oh, que ustedes llevaran consigo Biblias miniatura! O mejor todavía, ¡que tuvieran toda la palabra de Dios acompañándolos constantemente en su corazón, de tal forma que fueran capaces de decir una palabra oportuna a quienes están desfallecidos! Siempre que se encontraran con una pobre alma turbada, qué bendición sería para ustedes que fueran capaces de decirle: “Sí, tú eres un pecador, es cierto, pero Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores”. Tal vez les comente que no puede hacer nada, pero ustedes pueden responderle que no se le dice que haga algo, excepto que crea en el Señor Jesucristo, y será salvado. Tal vez les diga que no puede creer; pero pueden recordarle esta promesa: “Todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo”, esto es, aquellos que le buscan sinceramente por medio de la oración.

Algunos textos en la Biblia son como estrellas diversas en el cielo: como esas constelaciones de los cielos que son tan conspicuas que cuando el marinero las divisa una vez, muy pronto sabe dónde se encuentra. Determina la latitud y la longitud de su propia posición cuando contempla atentamente uno de esos cuerpos celestiales.

Algunos resplandecientes pasajes de la Escritura parecieran estar colocados en el firmamento de la revelación como estrellas que guían a las pobres almas desconcertadas. Refiéranse a ellos. Cítenlos con frecuencia. Hagan que el pobre pecador fije sus ojos en ellos: ésa será una de las mejores maneras de ayudarle. ¡Oh!, si hubiese alguna pobre persona desesperada aquí presente esta noche, permítame que le cite unas grandiosas y poderosas promesas de nuestro Dios: “Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar”. “No retuvo para siempre su enojo, porque se deleita en misericordia”. “El que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente”. Estos tres textos son muestras de promesas por medio de las cuales ustedes, que son “auxilios”, pueden apoyar a los pecadores que se hunden.

Después de esto, queridos amigos, intenten instruir más plenamente en el plan de salvación a quienes pudieran necesitar de su ayuda. El Evangelio es predicado cada domingo en cientos de púlpitos en Inglaterra y, sin embargo, no hay nada que sea tan poco conocido o entendido en este país como “la verdad que es en Jesús”. Algunas veces, sin importar cuánto lo intente, el predicador no puede exponer con sencillez el simple Evangelio. Tal vez tú podrías ser capaz de hacerlo, porque te adaptas a la comprensión de la persona que está ante ti. Dios es mi testigo de cuán sinceramente me esfuerzo siempre para decir con sencillez y claridad lo que expreso, pero mis modos peculiares de pensamiento y de expresión podrían no adaptarse a los casos de algunas personas en una concurrencia tan vasta como ésta. Alguien más podría adaptarse a los casos que yo no puedo. Si mis hermanos y hermanas, “los que ayudan”, estuvieran activos constantemente, podrían explicar a menudo aquello en lo que yo más bien los confundo. Eso que podría no haber sido entendido como el predicador lo expuso, será comprendido si fuera explicado nuevamente por ellos. Si exponen lo mismo de otra manera, el pecador dirá: “¡Ah, ya lo veo; no pude entenderlo de la explicación del predicador, pero puedo entenderlo por tu explicación!” Si quieren ayudar a las almas, muéstrenles al Salvador; no las atosiguen con asuntos irrelevantes, sino simplemente háblenles de inmediato acerca de la sangre preciosa. Eso es lo principal. Díganle al pecador que todo aquel que confíe en Cristo será salvado. No le deben mostrar la puerta angosta, como lo hizo Evangelista; esa no es la manera, sino muéstrenle la cruz al pecador. Pobre Cristiano no habría estado nunca en el Pantano del Desánimo, si hubiera contado con la persona apropiada para que le dirigiera. No reprendan a Evangelista, sino simplemente deshagan el daño que él hizo, guiando siempre al pecador al Calvario.

¿Quisieran complementar ésto? Les recomiendo que le cuenten la propia experiencia de ustedes a la conciencia turbada. Muchos han sido capaces de salir del Pantano del Desánimo de esa manera. “¡Cómo!”, -pregunta el joven- “¿sentiste alguna vez como yo siento?” Debo decir que con frecuencia me ha parecido gracioso -cuando he hablado con jóvenes buscadores- ver que abren asombrados sus ojos cuando piensan que yo sentí alguna vez lo mismo que ellos, mientras que yo habría abierto los míos con mucho mayor asombro si no hubiera sido así. Nos sentamos a veces y les contamos a nuestros pacientes todos sus síntomas, y entonces ellos piensan que debimos haber leído en sus corazones, cuando el hecho es que nuestros corazones son precisamente como los suyos, y leyendo en los nuestros, leemos en los suyos. Hemos transitado por la misma senda que ellos, y sería algo muy duro que no les describiéramos aquello que nosotros mismos hemos experimentado. Incluso los cristianos avanzados encuentran gran consuelo al leer y oír acerca de la experiencia de los demás, si en algo se asemeja a la suya, y para la gente joven, oír que otros cuentan lo que han experimentado antes que ellos, es un medio de gracia sumamente bienaventurado.

Yo quisiera que nuestros hermanos ancianos fueran más frecuentemente “auxilios” en este asunto, y que cuando vieran a otros en problemas, les contaran que ellos han atravesado por las mismas dificultades, en lugar de culpar a los jóvenes, como hacen algunos, por no saber lo que no pueden saber, y de reprocharlos por no tener “cabezas maduras sobre hombros jóvenes”, donde, estoy seguro, estarían singularmente fuera de lugar.

Además, yo pienso que ustedes ayudarían muchísimo al joven buscador si oraran con él. ¡Oh, el poder de la oración! Cuando no pueden decirle al pecador lo que quisieran decirle, algunas veces pueden decírselo a Dios a oídas del pecador. Hay una manera de decir en una oración conjunta con la persona, lo que no podrías decirle directamente a su cara, y algunas veces, cuando se ora con otro, está bien exponer el caso muy clara y sinceramente; decir algo así: “Señor, Tú sabes que esta pobre joven mujer aquí presente está muy turbada, pero es por su propia culpa; ella no quiere creer en Tu amor porque dice que no hay evidencia de él; Tú lo has mostrado en el don de Tu amado Hijo, pero ella persiste en querer ver algo más que fuera suyo sobre lo cual pudiera apoyarse, algunas buenas estructuras o sentimientos; se le ha dicho muchas veces que toda su ayuda radica en Cristo, y para nada en sí misma; sin embargo, ella continúa buscando fuego en medio del agua y vida en los sepulcros de la muerte. Abre sus ojos, Señor; haz que vuelva su rostro en la dirección correcta, y condúcela a ver a Cristo y no a sí misma”. Orar de esta manera -ustedes pueden verlo- hace que el caso sea expuesto con claridad. Hay un poder real en la oración, pues el Señor en verdad oye todavía el clamor de Su pueblo.

Amados, tan ciertamente como que el fluido eléctrico transporta el mensaje de un lugar a otro, tan ciertamente como las leyes de gravitación mueven a las esferas, así de cierto es que la oración es un poder misterioso pero real. Dios en verdad oye la oración. Algunos estamos tan seguros de ello como lo estamos de respirar: lo hemos probado y comprobado. No es ocasionalmente que Dios la ha oído, sino que se ha convertido en algo regular para nosotros pedir y recibir, como lo es para nuestros hijos pedir alimento a la mesa y recibirlo de nuestras manos. Yo difícilmente pensaría en intentar demostrar que Dios oye mi oración, ya sea demostrármelo a mí mismo o a cualquier otro; de tal manera se ha convertido en el hábito de mi vida saber que Dios oye la oración, que no tengo más duda de ello de la que tengo del hecho que si pierdo mi balance caeré, y de que el poder de la gravedad me afecta al caminar, al quedarme quieto, al levantarme y al acostarme.

Entonces, yo les suplico que ejerciten este poder de la oración, y descubrirán con frecuencia que cuando ninguna otra cosa puede ayudar a un alma a salir de su dificultad, la oración lo hará. Queridos amigos, si Dios está con ustedes, no hay límites para su ayuda a los demás, por medio del poder de la oración.

Estas directrices –y no son muchas- quisiera que las conservaran en su memoria, como lo harían con las directrices de la Real Sociedad Humanitaria, referentes a la gente que ha estado en peligro de ahogarse. Me atrevería a decir que algunos de ustedes las han practicado durante tanto tiempo que las conocen bastante bien.

II. Habiendo expuesto así cómo ayudar, ahora voy a describir A QUIENES PUEDEN AYUDAR.

No es cualquiera quien puede ayudar de la manera que lo he estado describiendo. Quiero alistar una pequeña brigada de bomberos espirituales; esto es, quiero juntar un grupo de “auxilios” que asistan a las personas que pudieran estar resbalándose y tropezándose en torno al Pantano del Desánimo.

La primera cosa esencial para un verdadero “auxilio” es que debe tener un corazón sensible. Hay algunas personas que parecieran estar preparadas a propósito por la gracia divina para ser ganadores de almas. Conozco a un hermano a quien una vez me aventuré a comparar con un perro de presa en cuanto a este asunto, pues tan pronto sospechaba que había algunas almas ansiosas, se ponía en alerta; y tan pronto oía acerca de un número de convertidos, iba hacia allá. Él parece embotado y pesado en cualquier otro momento, pero, en el momento preciso, sus ojos destellan, su corazón palpita, su alma entera es conducida a la acción y se convierte en un nuevo hombre. En medio de los convertidos y de los buscadores es todo vida: su alma coge fuego directamente. Y entre la diversidad de dones que proceden del mismo Espíritu, su don es evidentemente el de ayudar a las almas.

Timoteo fue uno de esos hombres. De él dice Pablo: “A ninguno tengo del mismo ánimo, y que tan sinceramente se interese por vosotros”. En la vida común, ustedes saben que hay personas que parecieran haber nacido para ser enfermeras. Hay otros, con toda seguridad, que no pueden hacer eso en absoluto; si estuvieras enfermo, nunca querrías tenerlos a tu lado aunque no te cobraran nada e incluso te pagaran para que aceptes tenerlos a tu lado. Tienen muy buena intención, pero de alguna manera u otra pisarían con firmeza de un extremo a otro en tu habitación cada vez que se movieran, y con seguridad te despertarían; y si hubiera la necesidad de tomar alguna medicina en la noche, te sabría todavía peor si ellos te la administraran.

Pero seguramente has conocido a una verdadera enfermera –tal vez se trata de tu propia esposa- y nunca la oíste atravesar el cuarto cuando estabas enfermo, y nunca lo harías aun si te pusieras algún instrumento al oído equivalente al microscopio para el ojo, que magnifica la cosa más ínfima; ella pisa tan suavemente que sería más fácil que oyeras el latido de su corazón que su pisada. Luego, también, ella entiende exactamente tus gustos, y siempre sabe qué debe traerte. ¿Quién se enteró de una enfermera más apta para su trabajo que la señorita Nightingale? Pareciera como si ella no pudiera hacer otra cosa, y como si Dios la hubiera enviado al mundo a propósito, no sólo para que fuera una enfermera, sino para que pudiera enseñar ese oficio a los demás.

Bien, exactamente lo mismo sucede en las cosas espirituales. He usado una ilustración casera para mostrarles lo que quiero decir. Hay algunas personas que si trataran de consolar a alguien cuando está angustiado, se aplican al trabajo tan torpemente, que con seguridad le acarrearían una mayor cantidad de problemas de los que antes tenía. Realmente tienen buena intención, y tratan de hacerlo lo mejor posible, pero no pueden hacer lo que ustedes necesitan. No es su trabajo; no son “auxilios”; toman una barra de hierro para hacer algo que una pequeña ganzúa podría conseguir fácilmente, y hacen todo con un estilo tan extraño y torpe, que es notorio que ellos no fueron hechos para ese trabajo.

El “auxilio” verdadero para un alma angustiada es una persona que, aunque su cabeza no sea muy grande, posee un corazón cálido y grande. Es un hombre, de hecho, que es todo corazón. Se decía de Juan que era una columna de fuego de la cabeza a los pies. Ese es el tipo de hombre que el alma necesita cuando está tiritando en medio del frío invierno del desánimo. Yo conozco a tales hombres: pido a Dios que prepare a muchos más, y que nos dé a todos nosotros más de la ternura que había en Cristo, pues a menos que seamos hechos aptos para el trabajo de esa manera, nunca seremos capaces de hacerlo.

Además, quien “ayuda” no solamente necesita un gran corazón, sino un ojo muy sensible. Hay una manera de obtener un ojo sensiblemente agudo con relación a los pecadores. Conozco a algunos hermanos y hermanas que, cuando están sentados en sus reclinatorios, casi podrían decir cómo está operando la palabra en aquellas personas sentadas junto a ellos. Algunas personas no pueden hacer eso, pero otros sí pueden; y además, saben precisamente qué deben decirles a sus vecinos de asiento cuando el sermón termina; entienden cómo decirlo, y si tienen que decirlo estando en el reclinatorio o cuando bajan por las escaleras, o afuera, o si deberían esperar para hacerlo durante la semana. Parecieran poseer un instinto que les dice justamente qué hacer, cómo hacerlo y cuándo hacerlo.

¡Oh!, es algo bendito cuando Dios pone así vigías a lo largo de los límites del Pantano del Desánimo; entonces, si tienen oídos dispuestos, oyen, y pronto escuchan un chapoteo por allá en el Pantano, y aunque estuviera muy oscuro y brumoso, van al rescate. Nadie más oye el grito sino aquéllos que se disponen a escuchar su sonido.

También necesitamos para esta obra hombres que son ligeros de pies para correr. Vamos, hay algunos entre ustedes que nunca les hablan a sus vecinos acerca de sus almas; ocupan un asiento aquí, y no piensan nunca en decirles una sola palabra a quienes están sentados junto a ellos. Doy gracias a Dios porque hay algunos entre ustedes que no dejarían salir a un extraño sin una buena palabra relativa a Cristo. Yo oro para que perseveren en ese buen hábito, y el Señor los bendecirá, pues mientras el predicador tiene mucho que hacer en una congregación como ésta, hay todavía más que hacer por medio de estos “auxilios” para llegar a la conciencia y hacer un bien al alma.

Para el “auxilio” completamente eficiente, denme un hombre con un rostro amoroso. Nosotros no confeccionamos nuestros propios rostros, pero yo no creo que un hermano haga mucho con los buscadores ansiosos si está habitualmente ceñudo. La alegría se ensalza a sí misma, especialmente ante un corazón turbado. Nosotros no necesitamos frivolidad; hay una gran diferencia entre alegría y frivolidad. Yo siempre podría contarle lo que siento a un hombre que me mira con dulzura, mucho mejor de lo que podría decírselo a uno que con un aire oficial me habla como si constituyera su único oficio inquirir en mis asuntos privados, y descubrir todo acerca de lo que soy y dónde he estado. Hagan su labor suavemente, gentilmente, afectuosamente; dejen que su rostro alegre exprese que la religión que tienen es digna de poseerse, que los alegra y los consuela, y entonces esa pobre alma que está en el Pantano del Desánimo tendrá alguna esperanza de que la alegre y la consuele.

Sinceramente, también, permítanme recomendarles tener un pie firme. Si tengo que ir para sacar a un hermano del Pantano, he de saber cómo pararme firme yo mismo, o de otra manera, mientras estoy tratando de sacarlo a él, yo podría caer adentro. He de recordar que al oír las dudas de los demás, se pueden generar las mismas dudas en mi propia mente a menos que yo esté firmemente establecido en cuanto a mi propio interés personal en Cristo Jesús. Si quieres ser útil, no debes estar dudando y temiendo siempre. La plena seguridad no es necesaria para la salvación, pero es muy necesaria para tu éxito como un “auxilio” para los demás.

Yo recuerdo que cuando enseñaba en la escuela dominical, procuraba que uno de los muchachos de mi clase mirara al Salvador. Él parecía angustiado, y me preguntó: “¿Maestro, es usted salvo?” Yo respondí que sí. “Pero, ¿está seguro de que lo es?”, me dijo; y aunque no le respondí de inmediato, sentí que no podía decirle con seguridad que ciertamente había salvación en Jesucristo a menos que lo hubiera probado por mí mismo y tuviera la seguridad de ello. Procuren tener un apoyo firme, queridos hermanos, y así serán más útiles en torno a los límites del Pantano que si estuvieran resbalando continuamente.

Luego, puesto que tienen que desempeñar sus oficios en torno a este Pantano, procuren conocerlo muy bien; procuren descubrir sus peores partes y dónde es más profundo. No tendrán que ir lejos para lograrlo; probablemente ustedes mismos ya han estado en él, y por ello conocen algo de él, pero si no, pueden informarse con uno y con otro para saber cuál parte es la peor. Procuren entender, si pueden, la filosofía mental del desaliento; no me refiero a hacerlo estudiando a Dugald Stewart y a otros escritores que hablan sobre la filosofía mental, sino mediante una experiencia real del corazón, procuren adquirir un conocimiento práctico de las dudas y temores que agitan a las almas que se acercan.

Cuando hayan hecho ésto, yo espero que el Señor les dé –pues la necesitarán si han de volverse muy útiles- una buena mano fuerte para asir al pecador. Jesucristo no sanó a los leprosos sin tocarlos, y nosotros no podemos hacer bien a otros hombres permaneciendo a una distancia de ellos. El predicador se aferra a veces de sus oyentes; puede sentir que los sostiene, y puede hacer casi cualquier cosa con ellos; y si tú has de ser un “auxilio”, tendrás que aprender el arte de asirte de la conciencia, del corazón, del juicio y de aferrarte del hombre entero. Un vez que te aferres de un corazón angustiado, no los dejes ir nunca. ¡Oh!, yo pido en oración que puedas tener una mano cual un vicio, que nunca deje ir al pecador una vez que te hayas asido de él. ¡Cómo!, ¿acaso el hijo de Dios va a dejar que el pecador caiga otra vez en el Pantano? No, no mientras la roca sobre la que está se mantenga firme, y mientras pueda sostener al pecador por medio de las manos de la oración y de la fe. Que Dios te enseñe a sostener a los hombres por el amor, por la simpatía espiritual y por la pasión por las almas de tal forma que no los sueltes.

Además, si quieres ayudar a otros a salir del Pantano del Desánimo, tienes que tener una espalda flexible. Si permanecieras tiesamente erguido, no podrías sacarlos; debes inclinarte hasta donde está el hombre. Allí está él; casi se ha hundido; el cieno le está llegando casi a su cabeza; tú tienes que arremangarte los brazos, y ponerte a trabajar. “¡Pero el hombre no puede hablar un correcto inglés!” No te preocupes; no le hables en un correcto inglés, pues no lo entendería; háblale en un mal inglés, para que pueda entenderte. Se dice que muchos de los sermones de Agustín están llenos de un sorprendente mal latín, no porque Agustín no dominase el latín, sino porque el latín vulgar de la época se adecuaba mejor a su propósito de asir a los hombres.

Hay una cierta mojigatería en los ministros que los descalifica para ciertas obras; no pueden hacer que su boca exprese una verdad en un lenguaje que las vendedoras de pescados entenderían. Bienaventurado es el hombre cuya boca dice la verdad de tal manera que las personas con las que habla la entienden.

“¡Pero… la dignidad del púlpito!”, dice uno. Bien, ¿y qué es eso? La “dignidad” de un carro de guerra radica en los cautivos que son arrastrados bajo sus ruedas, y la “dignidad del púlpito” radica en el número de almas convertidas a Dios. No me hables de tu fina jerigonza, de tus frases al estilo de Johnson, de tus arrolladores párrafos; no hay “dignidad” en ninguna de estas cosas si pasan por encima de la cabeza de tus oyentes. Debes condescender hasta los hombres de un bajo nivel; y te encontrarás algunas veces con hombres y mujeres a quienes debes hablarles realmente en un estilo que no es agradable a tus gustos, pero que tu juicio y tu corazón te exigirán y te forzarán a usarlo. Aprende a inclinar tu espalda. No vayas a una humilde casa de la manera que una fina dama acude para visitar a la gente pobre; anda y siéntate en una silla, o siéntate en una valla si no hay espinas; siéntate cerca de la buena mujer, incluso si está muy sucia; y háblale no como su superior, sino como su igual. Si hay algún mozuelo jugando a las canicas y quieres hablarle, no tienes que apartarlo de su juego, ni mirarlo hacia abajo desde una abominable altura, como lo haría un maestro de escuela, sino más bien comienza con unas cuantas expresiones festivas, y luego deja caer en sus oídos alguna frase más seria.

Si quieres hacer bien a la gente, tienes que rebajarte hasta el lugar donde están. De nada sirve predicar excelentes sermones a hombres que se están ahogando; antes bien, llega hasta el borde de la piscina, extiende tus brazos, y trata de sacarlos. Éstas –realmente así lo pienso- son algunas de las cualidades de un verdadero “auxilio”.

III. Ahora permítanme concluir PROCURANDO INCITAR A AQUELLOS DE MIS HERMANOS Y HERMANAS QUE HAN SIDO “AUXILIOS”, PARA QUE PROSIGAN CON MÁS DENUEDO EN LA OBRA, Y ALENTAR A AQUELLOS QUE NO LO HAN INTENTADO, PARA QUE COMIENCEN.

Posiblemente alguien podría preguntarse: “¿por qué debería yo ayudar a otros?”, y mi respuesta será: porque las almas necesitan ayuda. ¿No basta con eso? El grito de la miseria es un argumento suficiente para la misericordia. Las almas lo necesitan: mueren, perecen, están al punto de la desesperación. Ayúdales.

La semana pasada circuló en los periódicos una historia de un hombre que fue encontrado muerto en una zanja y que había permanecido allí durante seis semanas. Se decía que alguien había oído un grito de: “Perdido, perdido”, ¡pero como estaba oscuro no salió para ver de quién se trataba! “¡Horrible! ¡Horrible!, comentas, y, sin embargo, tú podrías haber hecho exactamente lo mismo.

Hay algunas personas presentes aquí esta noche que tal vez no griten: “Perdidos”, porque no sienten que están perdidos, aunque sí lo están; ¿y los dejarás perecer en la zanja de su ignorancia? Hay otros que dan voces diciendo: “¡perdidos!”, y que necesitan una palabra de consuelo, ¿y los dejarás perecer en la desesperación por falta de esa palabra? Hermanos míos, que las necesidades de la humanidad los animen a la actividad.

Además, recuerden cómo fueron ayudados ustedes mismos cuando se encontraban en una condición semejante. Algunos de nosotros no olvidaremos nunca a esa amada maestra de la escuela dominical, esa tierna madre, esa mujer cristiana, ese amable joven, ese excelente anciano de la iglesia, que una vez hicieron tanto por nosotros. Nunca olvidaremos su tierna atención. Ellos nos parecían como visiones de ángeles resplandecientes cuando nos encontrábamos en la densa niebla y en la oscuridad. Salden la deuda; cancelen la obligación; paguen lo que deben y no podrían hacer ésto excepto ayudando a otros de la misma manera que ustedes mismos fueron ayudados.

Además, Cristo lo merece. Hay un cordero allí afuera que está perdido; es Su cordero; ¿acaso no te preocuparás por él? Si hubiera un niño desconocido a mi puerta solicitando albergue durante una noche, el sentimiento humanitario me motivaría a rescatar a esa pobre criaturita de la nieve y del viento, pero si fuera el hijo de mi hermano, o de algún querido amigo, la simpatía hacia el pariente me constreñiría a protegerlo.

Ese pecador es alguien comprado con la sangre del Salvador, y es muy apreciado para Él; es un hijo pródigo, pero es el hijo de tu Padre, y por consiguiente, se trata de tu propio hermano. Por la relación que hay, aunque al presente él no lo discierna, ustedes están ligados. Una obligación moral pende sobre ti para prestarle ayuda.

Oh amados, ustedes no necesitarían ningún otro argumento si supiesen cuán bienaventurada es la obra en sí misma. ¿Quieren adquirir conocimiento? Ayuden a otros. ¿Quieren crecer en gracia? Ayuden a otros. ¿Quieren desprenderse de su propio desaliento? Ayuden a otros. Ayudar a otros aviva el pulso, aclara la visión, vuelve valerosa el alma. Ayudar a otros en el camino al cielo confiere mil bendiciones sobre sus propias almas. Cierren la corrientes de su corazón, y se volverán repulsivas, estancadas, pútridas y fétidas; dejen que fluyan las corrientes y serán frescas y dulces, y brotarán continuamente. Vivan para otros y vivirán cien vidas en una. Para una bienaventuranza se recomienda adoptar la diligencia y divorciarse de la ociosidad.

Pero, si eso no bastara, pienso que puedo decir que tú eres llamado a esa obra. Tu Señor te ha contratado. No te corresponde a ti elegir cuidadosamente lo que harás. Él te ha dado tus talentos, y tú tienes que cumplir lo que Él te ordene.

Entonces, esta noche, antes de salir de esta casa, procuren desempeñar algún servicio práctico para su Maestro, pues Él los ha llamado para eso. Si no lo hicieran, probablemente recibirán la vara de la corrección. Si no ayudan a otros, Dios los tratará como los hombres tratan a sus mayordomos que no hacen un uso correcto de los bienes confiados a ellos; su talento les podría ser quitado. La enfermedad podría estar aguardándolos ya que no son activos mientras gozan de salud; podrían ser llevados a la pobreza, porque no hacen un uso adecuado de las riquezas; podrían ser conducidos a una desesperación más profunda, porque no han ayudado a las almas que desesperan.

El sueño de Faraón se ha visto cumplido con frecuencia. Él soñó que había siete vacas gordas que pacían en el prado, y pronto llegaron siete vacas enjutas de carne que devoraron a las gordas. Algunas veces, cuando ustedes están llenos de gozo y paz, son holgazanes y ociosos y no hacen ningún bien a los demás; y siempre que se da este caso, pueden estar seguros de que muy pronto las siete vacas flacas vendrán y devorarán a las siete vacas gordas. Pueden estar muy seguros de que esos días enjutos en los que no hacen nada por su Señor, esas oraciones enjutas, esos enjutos domingos, devorarán a los domingos gordos, a sus gordas gracias, a sus gozos gordos y entonces ¿dónde estarán?

Además de todo ésto, nosotros nos estamos acercando al cielo, y los pecadores se están acercando al infierno. El tiempo en que podemos ganar almas sirviendo a Cristo se está acortando. Los días de algunos aquí serán muy escasos, y no podrían ser muchos para ninguno de nosotros. ¡Oh, pensemos en la recompensa! Dichoso es el espíritu que ha de oír a otros decir cuando entre a las regiones celestiales: “¡padre mío, te doy la bienvenida!” Almas sin hijos en la gloria, que nunca fueron hechas una bendición para otros en la tierra, seguramente se perderán del cielo de los cielos; pero aquellos que han llevado a otros a Cristo tendrán, en adición a su propio cielo, el gozo de la simpatía con otros espíritus para quienes fueron un instrumento de bendición.

Yo quisiera poder expresar lo que quiero decir en palabras que penetraran quemando en sus corazones. Necesito que cada miembro de esta iglesia sea un obrero. No necesitamos ningún zángano. Si cualquiera de ustedes quiere comer y beber, y no hace nada, cuenta con suficientes lugares en cualquier otra parte donde puede hacerlo; hay por todos lados reclinatorios vacíos; vayan y ocúpenlos, pues nosotros no los necesitamos. Cada cristiano que no sea una abeja es una avispa. Las personas más pendencieras son las más inútiles, y quienes son más felices y pacíficos son generalmente aquéllos que están trabajando más para Cristo. Nosotros no somos salvados por obras, sino por gracia, pero debido a que somos salvos, deseamos ser instrumentos para llevar a otros a Jesús.

Quisiera motivarlos a que se incorporen a ayudar en esta obra; ancianos, jóvenes, y también ustedes, hermanas mías, y todos ustedes, de acuerdo a sus dones y experiencia, ayuden. Quiero hacerles sentir esto: “yo no puedo hacer mucho, pero puedo ayudar; no puedo predicar, pero puedo ayudar; no puedo orar en público, pero puedo ayudar; no puedo ofrendar mucho dinero, pero puedo ayudar; no puedo funcionar como un anciano o un diácono, pero puedo ayudar; no puedo brillar como ‘una brillante estrella particular’, pero puedo ayudar; no puedo servir al Señor yo solo, pero puedo ayudar”. Hay un texto sobre el cual un antiguo puritano predicó una vez un sermón muy singular. Sólo había dos palabras en el texto, y esas palabras eran: “y Bartolomé”. La razón por la que escogió ese texto era que el nombre de Bartolomé nunca es mencionado solo, pero siempre se dice de él que estaba haciendo algo bueno junto con alguien más. Él no es nunca el actor principal, sino siempre es el segundo. Bien, que éste sea su sentir, que si no pueden hacerlo todo ustedes, harán lo que puedan por ayudar.

¿No nos reunimos esta noche, como una junta de consejo, para presentar diplomas para tales discípulos que a través de muchas sesiones de labor, los han ameritado? Yo confiero en ustedes, que han aprovechado bien sus oportunidades, el sagrado título de “Auxilios”. Algunos más los tendrán cuando los hayan merecido. Vayan y gánenselos. Que Dios nos conceda que pueda ser su gozo vestir la santa vestimenta de la caridad, con flecos de humildad, y entrar en el cielo alabando a Dios por haberles ayudado a ser auxilios para otros.

Porción de la Escritura leída antes del sermón: Romanos 12.


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