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Por Paul Tripp sobre Ministerio Pastoral

Traducción por María Gigliola Montealegre-Chaves

Aunque se ha destruido el poder del pecado, su presencia permanece. Por tanto es vital que recordemos la falsedad del pecado. Tendemos a y queremos creer que poseemos una perspectiva acertada y fiel de nosotros mismos. Pero, de este lado de la glorificación no siempre es así, precisamente porque el pecado vive disfrazado. Muchas veces, durante la consejería a los pastores, me ha golpeado el hecho de que la persona sentada delante de mí carece de un profundo conocimiento de sí mismo. Y no puedes afligirte por lo que no ves, no puedes confesar lo que no te aflige y no puedes arrepentirte de lo que no confiesas.

El mal no siempre se ve como mal y a veces el pecado tiene muy buena apariencia---esto es, en parte, lo que lo hace tan dañino. Para que el pecado pueda llevar a cabo sus malas obras, debe mostrarse como algo que no tiene nada de malo. Vivir en un mundo pecaminoso es como asistir a la última fiesta de disfraces. Un momento de grito ansioso se viste del disfraz del celo por la verdad. La lujuria se hace pasar por amor a la belleza. La murmuración vive bajo el antifaz del interés y la oración. El ansia por el poder y el control lleva la máscara del liderazgo bíblico. El temor del hombre se viste de pacificador o de poseer un corazón dispuesto a servir. El orgullo de tener siempre la razón se hace pasar por un amor a la sabiduría bíblica.

Nunca comprenderás las artimañas del pecado hasta que no reconozcas que una gran parte de su ADN es el engaño. Como pecadores, todos somos unos autoestafadores muy decididos y talentosos. Nadie más que tú puede influir tanto en tu vida, ya que hablas más contigo mismo de lo que lo hacen los demás. Lo que te digas a ti mismo es sumamente importante. Tus palabras, bien pueden ayudar a la obra de condena y confesión de Dios o, pueden colaborar con el sistema de engaño del pecado. Por lo tanto, es muy importante reconocer humildemente que todos estamos muy bien dotados para mirar lo malo en nosotros mismos como algo bueno. Somos mucho mejores para ver el pecado, la debilidad y el fracaso de los demás, que los propios. Somos muy buenos para no tolerar en los demás las mismas cosas que estamos dispuestos a consentir en nosotros mismos. La conclusión es que el pecado no nos permite escucharnos o vernos con exactitud. Y no sólo tendemos a ser ciegos sino que, para empeorar aún más las cosas, también somos propensos a no ver nuestra ceguera.

¿Qué significa todo esto? Que incluso cuando llevas a cabo la obra del ministerio, es importante recordar que una autoevaluación rigurosa es producto de la gracia. Sólo delante del espejo de la Palabra de Dios y con la ayuda del don de visión del Espíritu Santo, logramos vernos tal como somos. Puede ser que no nos sintamos amados en esos momentos tan dolorosos de vernos a nosotros mismos tal como somos, pero eso es exactamente lo que ocurre. Dios, quien nos ama lo suficiente como para sacrificar a su Hijo por nuestra redención, trabaja de manera que podamos vernos claramente a nosotros mismos, para que no nos dejemos embaucar por la ilusión de nuestra propia virtud. El Señor nos da un humilde sentido de la necesidad personal para que busquemos los recursos de la gracia que sólo podemos encontrar en Él.

De este modo, los dolorosos momentos de clarividencia, condena, aflicción y confesión son al mismo tiempo los momentos de mayor tristeza y felicidad. Es triste que todavía necesitemos confesar lo que debemos confesar. Pero al mismo tiempo, es un motivo de celebración, cuando vemos nuestro pecado con exactitud y lo reconocemos plenamente. Sólo Jesús puede abrir los ojos que no ven. Cada vez que un pecador hace una evaluación profunda de su pecado, los ángeles del cielo se regocijan y nosotros debemos hacer lo mismo, incluso si ese pecador somos nosotros.


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