Yo sé que mi Redentor vive
De Libros y Sermones BÃblicos
Por Charles H. Spurgeon
sobre Santificación y Crecimiento
Una parte de la serie Metropolitan Tabernacle Pulpit
Traducción por Allan Aviles
“Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo; y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios; al cual veré por mí mismo, y mis ojos lo verán, y no otro, aunque mi corazón desfallece dentro de mí.” Job 19: 25-27.
La mano de Dios se ha recargado pesadamente sobre nosotros en esta semana. Un anciano diácono, que fue miembro de esta iglesia por más de cincuenta años, ha sido quitado de en medio de nosotros; y una hermana, la amada esposa de otro de nuestros líderes, y miembro por casi un mismo número de años, se ha quedado dormida. No ocurre con frecuencia que una iglesia sea llamada a lamentar la partida de dos miembros tan venerables; no hemos de prestar oídos sordos a esta doble admonición para que nos preparemos para venir al encuentro de nuestro Dios. Que ambos fueran preservados durante tanto tiempo, y fueran sostenidos tan misericordiosamente por tantos años, no sólo era una razón de gratitud para ellos, sino también para nosotros. Sin embargo, yo soy tan renuente a la predicación de los llamados sermones fúnebres, que me abstengo para que no parezca que encomio a la criatura cuando mi único propósito debe ser magnificar la gracia de Dios.
Nuestro texto merece nuestra profunda atención; difícilmente se habría escrito el prólogo de estas palabras de Job, si el asunto no hubiera sido de suma importancia a juicio del patriarca que las expresó. Escuchen el inusitado deseo de Job: “¡Quién diese que mis palabras fuesen escritas! ¡Quién diese que se escribiesen en un libro; que con cincel de hierro y con plomo fuesen esculpidas en piedra para siempre!” Tal vez apenas estaba consciente del pleno significado de las palabras que decía, pero su alma santa estaba impresionada con un sentido de alguna densa revelación oculta detrás de sus palabras; por tanto, deseaba que fueran registradas en un libro. Job ha visto cumplido su deseo: el Libro de los libros preserva las palabras de Job. Quería verlas esculpidas sobre roca, cortadas profundamente con una pluma de hierro e incrustadas con plomo; o bien, quería que fueran cinceladas sobre una lámina de metal, de acuerdo con la costumbre de los antiguos, para que el tiempo fuera incapaz de carcomer la inscripción. Job no vio cumplido su deseo en ese sentido, excepto que sus palabras han quedado registradas en muchos y muchos sepulcros: “Yo sé que mi Redentor vive”.
Algunos comentaristas opinan que Job, al hablar aquí de la roca, se refería a su propio sepulcro cavado en la roca, y que deseaba que este fuera su epitafio; anhelaba que fuera esculpido profundamente para que las edades no desgastaran la inscripción; que cuando alguien preguntara: “¿Dónde duerme Job?”, tan pronto como vieran el sepulcro del patriarca de Uz, concibieran que murió en la esperanza de la resurrección, confiando en un Redentor vivo.
No sabemos si esa frase adornaba los portales de la última morada de Job, pero, ciertamente, las palabras no habrían podido ser escogidas más adecuadamente. ¿Acaso el hombre de paciencia, espejo de resistencia, modelo de confianza, no debería llevar en memoria suya esta línea de oro, que está tan llena de toda la paciencia de la esperanza, y la esperanza de la paciencia, como podría estarlo el lenguaje de los mortales? ¿Quién de nosotros podría seleccionar una divisa más gloriosa para su último escudo de armas?
Lamento decir que unos cuantos de aquellos que han escrito sobre este pasaje no pueden ver en él a Cristo, o la resurrección, en absoluto. Albert Barnes, entre otros, expresa su intenso pesar porque no puede encontrar aquí la resurrección, y, por mi parte, siento pesar por él. Si hubiese sido el deseo de Job predecir el advenimiento de Cristo y su propia resurrección, no puedo ver qué mejores palabras podría haber usado; y si esas verdades no son enseñadas aquí, entonces el lenguaje debe haber perdido su objetivo original, y debe haber sido empleado para confundir y no para explicar, para ocultar y no para revelar. Yo pregunto: ¿qué quiere decir el patriarca, si no es que él resucitará cuando el Redentor esté en la tierra? Hermanos, ninguna mente simple dejaría de encontrar aquí lo que casi todos los creyentes han descubierto. Me siento seguro al apegarme al sentido antiguo y, esta mañana, no buscaremos ninguna nueva interpretación, sino que nos adheriremos a la interpretación común, con o sin el consentimiento de nuestros críticos.
Al discurrir sobre esas líneas, voy a hablar sobre tres cosas. Primero, descendamos al sepulcro con el patriarca y contemplemos los estragos de la muerte. Luego, con Job,miremos hacia lo alto buscando consolación en el presente. Y, en tercer lugar, y todavía en su admirable compañía,anticipemos los futuros deleites.
I. Entonces, primero que nada, con el patriarca de Uz, DESCENDAMOS AL SEPULCRO.
El cuerpo acaba de divorciarse del alma. Los amigos que le amaron más tiernamente han dicho: “Sepultaré mi muerto de delante de mí”. El cuerpo es cargado en el féretro y consignado a la muda tierra; luego es circundado por los terraplenes de la muerte. La muerte tiene una multitud de tropas. Si las langostas y las orugas son el ejército de Dios, los gusanos son el ejército de la muerte. Estos hambrientos guerreros comienzan a atacar la ciudad del hombre. Comienzan con las obras exteriores; toman por asalto las fortificaciones externas, y derrumban las paredes. La piel, el muro de la ciudad del hombre, es totalmente quebrantada, y las torres de su gloria son cubiertas de confusión. Cuán rápidamente estropean toda belleza los crueles invasores. El rostro acumula negrura; el semblante es profanado por la corrupción. Esas mejillas que una vez fueron hermosas, rebosantes de juventud y sonrosadas de salud, se han hundido, como una pared pandeada o una cerca tambaleante; esos ojos, las ventanas de la mente, desde donde el júbilo y la aflicción atisbaban por turnos, ahora están rellenos del polvo de la muerte; esos labios, las puertas del alma, los accesos de ‘Almahumana’, son arrancados y sus cerrojos, quebrantados. ¡Ay, ventanas de ágata y puertas de carbunclo!, ¿dónde están ustedes ahora? ¡Cómo he de lamentar por ti, oh tú, ciudad cautiva, pues hombres fuertes te han saqueado por completo! Tu cuello, que antes era como una torre de marfil, se ha vuelto como una columna caída; tu nariz, tan recientemente comparable a “la torre del Líbano, que mira hacia Damasco”, es como un cuchitril arruinado; y tu cabeza, que descollaba como el Carmelo, se esconde ahora como los terrones del valle. ¿Dónde está ahora la belleza? Los más hermosos no pueden distinguirse de los más deformes. La vasija tan delicadamente elaborada en la rueda del alfarero, es arrojada sobre el muladar junto a los más viles tiestos.
Ustedes han sido crueles, ustedes, guerreros de la muerte, pues aunque no blanden hachas y no sostienen martillos, han destruido la obra tallada; y aunque no hablan con la lengua, han dicho en sus corazones: “Devorémosla; ciertamente este el día que esperábamos; lo hemos hallado, lo hemos visto.” La piel ha desaparecido. Las tropas han entrado a la ciudad de ‘Almahumana’. Y ahora prosiguen su obra de devastación; los despiadados merodeadores caen sobre el propio cuerpo. Allí están esos nobles acueductos, las venas, a través de las cuales solían fluir las corrientes de la vida; ahora, en vez de ser canales de vida, se han bloqueado con la tierra y los desperdicios de la muerte, y ahora habrán de ser hechas trizas; ni una sola de sus reliquias será conservada. Observen los músculos y los tendones, como grandes calzadas que penetrando en la metrópoli, transportan la fuerza y la riqueza del hombre por todos lados; su curioso pavimento ha de ser levantado, y quienes transitan por ellas serán consumidos; cada hueso será horadado, y cada curioso arco, y cada ligamento nudoso han de ser partidos y destruidos. Hermosos tejidos, gloriosas bodegas, costosos motores, maravillosas máquinas, todo, todo será desmontado, y no quedará piedra sobre piedra. Esos nervios, que como alambres telegráficos conectaban todas las partes de la ciudad, para transportar el pensamiento y el sentimiento y la inteligencia, han sido cortados. No importa cuán artística pudiera ser la obra, -y, ciertamente, estamos hechos de manera sumamente maravillosa, al punto de que el especialista en anatomía se queda pasmado y asombrado al ver la destreza que el Dios eterno ha manifestado en la formación del cuerpo- esos despiadados gusanos hacen trizas todo, hasta que como una ciudad saqueada y despojada que ha sido entregada a días de pillaje y de fuego, todo queda reducido a un montón de ruinas: las cenizas a las cenizas, el polvo al polvo. Pero estos invasores no se detienen aquí. Job dice que a continuación sus riñones se consumen. Solemos hablar del corazón como la grandiosa ciudadela de la vida, la custodia y la torre del homenaje donde el capitán de la guardia se sostiene firme hasta el final.
Los hebreos no consideran al corazón, sino a las vísceras inferiores, los riñones, como el asiento de las pasiones y del poder mental. Los gusanos no los perdonan; ellos entran en los lugares secretos del tabernáculo de la vida, y arrancan de la torre el estandarte. Habiendo muerto, el corazón no puede seguir preservándose, y cae como el resto del cuerpo: cae presa de los gusanos. ¡No queda nada, no queda absolutamente nada! La piel, el cuerpo, las partes vitales, todo, todo se ha acabado. No queda nada. En unos cuantos años, se podría levantar el césped y decir: “Aquí durmió fulano de tal, y ¿dónde se encuentra ahora?”, y podrían registrar, rastrear y cavar, pero no encontrarían ningún vestigio. La Madre Tierra ha devorado a sus propios vástagos.
Queridos amigos, ¿por qué querríamos que fuese de otra manera? ¿Por qué desearíamos preservar el cuerpo cuando el alma ya se ha ido? ¡Qué vanos intentos han hecho los hombres para lograrlo con ataúdes de plomo y envolturas de mirra e incienso! El embalsamamiento de los egipcios, esos expertos ladrones del gusano, ¿qué ha logrado? Ha servido para conservar algunos pobres y marchitos terrones de mortalidad sobre la tierra, para que sean vendidos como curiosidades, arrastrados a climas extraños, y mirados por ojos desconsiderados. No, que el polvo se vaya, y entre más pronto se disuelva, mejor. ¡Y qué importa cómo se vaya! ¡Qué importa si es devorado por las bestias, si es engullido por el mar para convertirse luego en alimento de los peces! ¡Qué importa si las plantas con sus raíces succionan las partículas! ¡Qué importa si el tejido pasa al animal, y del animal a la tierra, y de la tierra a las plantas, y de la planta otra vez al animal! ¡Qué importa si los ríos lo transportan a las olas del océano! Ha sido ordenado, que de alguna manera u otra, todo ha de ser separado: “el polvo al polvo, las cenizas a las cenizas”. Es parte del decreto que todo ha de perecer. Los gusanos o cualquier otro agente de destrucción han de destruir este cuerpo. No trates de evitar lo que Dios se ha propuesto; no lo veas como algo sombrío. Considéralo como una necesidad; mejor aún, míralo como la plataforma de un milagro, el excelso estado de la resurrección, puesto que Jesús, ciertamente, resucitará de los muertos las partículas de este cuerpo, por dispersas que estén. Nos hemos enterado de algunos milagros, pero ¡qué milagro tan grande es la resurrección! Todos los milagros de la Escritura, sí, incluso aquellos obrados por Cristo, son pequeños comparados con este milagro. El filósofo pregunta: “¿Cómo es posible que Dios rastree cada partícula del cuerpo humano?” Dios puede hacerlo: sólo tiene que decir la palabra, y cada uno de los átomos, aunque hubiere viajado miles de leguas, aunque hubiere sido soplado como polvo a través del desierto y en seguida hubiere caído en el seno del mar, y luego hubiere descendido a sus profundidades para ser arrojado a una playa desolada, engullido por las plantas, tragado por las bestias, o pasado al tejido de algún otro hombre; este átomo individual, afirmo, encontrará a sus compañeros, y todo el conjunto de partículas, al sonar la trompeta del arcángel, viajará al lugar designado, y el cuerpo, el mismo cuerpo que fue depositado en la tierra, resucitará de nuevo.
Me temo que mi presentación ha carecido de interés al entretenerme en la exposición de las palabras de Job, pero pienso firmemente que la médula de la fe de Job radica en esto: que tenía una visión clara de que los gusanos destruirían su cuerpo después de hacerlo con la piel, y de que, sin embargo, en su carne vería a Dios. Ustedes saben que si pudiéramos preservar los cuerpos de los que han partido, lo consideraríamos como un pequeño milagro. Si mediante algún proceso, utilizando especias y gomas, pudiéramos preservar las partículas, para que el Señor reviviera esos huesos secos, y reviviera la piel y la carne, sería ciertamente un milagro, pero no sería un portento tan clara y palpablemente grande, como cuando los gusanos han destruido el cuerpo. Cuando el tejido es absolutamente disuelto, y la habitación es desmantelada, molida en pedazos, y arrojada en puñados al viento, de tal forma que no queda ninguna traza, entonces se verá el poder de la Omnipotencia cuando al fin Cristo esté sobre la tierra, y toda esa estructura sea ensamblada nuevamente, cada hueso con su hueso.
Esta es la doctrina de la resurrección, y bienaventurado es el hombre que no se tropieza con ninguna dificultad aquí, y lo ve como algo que es una imposibilidad para el hombre pero una posibilidad para Dios, y se aferra a la omnipotencia del Altísimo y dice: “¡Tú lo dices, y será hecho!” Yo no podría comprender todo de Ti; me asombro ante Tu propósito de levantar mis huesos desmoronados; pero yo sé que Tú realizas grandes portentos, y no me sorprende que concluyas el grandioso drama de Tus obras de creación aquí en la tierra, recreando el cuerpo humano mediante el mismo poder por el cual resucitaste de los muertos el cuerpo de Tu Hijo Jesucristo, y mediante esa misma energía divina que ha regenerado almas humanas a propia Tu imagen.
II. Ahora, habiendo descendido de esta manera al sepulcro, y no habiendo visto nada allí sino sólo lo repugnante, MIREMOS A LO ALTO CON EL PATRIARCA Y CONTEMPLEMOS UN SOL QUE RESPLANDECE CON UN CONSUELO PRESENTE.
“Yo sé”, -dice el patriarca- “que mi Redentor vive”. La palabra “Redentor” usada aquí, en el original hebreo es “goel”: pariente. El deber del pariente, o ‘goel’, era este: supongan que un israelita hubiese enajenado su propiedad, como sucedió en el caso de Noemí y Rut; supongan que un patrimonio que había pertenecido a una familia, hubiese sido transferido a otra familia por causa de la pobreza: el deber del ‘goel’, el deber del redentor, era pagar el precio como el pariente más cercano, y comprar otra vez la herencia. Boaz estaba en esa relación con Rut.
Ahora, el cuerpo puede ser considerado como la herencia del alma: la pequeña finca del alma, ese pedacito de tierra donde el alma ha solido caminar y deleitarse, como un hombre camina en su jardín o mora en su casa. Ahora, eso ha sido enajenado. La muerte, como Acab, nos arrebata el viñedo a nosotros, que somos como Nabot; perdemos nuestra propiedad patrimonial; Muerte envía sus tropas para que tomen nuestro viñedo y destruyan sus vides y las arruinen. Pero nos volteamos a Muerte y le decimos: “yo sé que mi ‘Goel’ vive, y Él redimirá esta heredad; la he perdido; tú te apropiaste de ella legalmente, oh Muerte, porque mi pecado decomisó mi derecho; he perdido mi herencia por culpa de mi propia ofensa, y por causa de mi primer padre Adán; pero vive Alguien que comprará la propiedad de nuevo.”
Hermanos, Job pudo decir esto de Cristo mucho antes de que descendiera a la tierra: “yo sé que Él vive”; y ahora que ascendió a lo alto, y llevó cautiva la cautividad, podemos decir seguramente con doble énfasis: “yo sé que mi ‘Goel’, mi Pariente, vive y que pagó el precio, por lo que recobraré mi patrimonio, de tal manera que en mi carne he de ver a Dios”. Sí, manos mías, ustedes son redimidas con sangre; compradas, no con cosas corruptibles, como con plata y oro, sino con la preciosa sangre de Cristo. Sí, ustedes, pulmones jadeantes, y, tú, corazón palpitante, ¡ustedes han sido redimidos! Aquel que redime el alma para que sea Su altar, ha redimido también el cuerpo, para que sea un templo del Espíritu Santo. Ni siquiera los huesos de José pueden permanecer en la casa de servidumbre. Ningún olor de fuego de muerte puede pegarse a las ropas que sus hijos santos han vestido en el horno.
Recuerden, también, que se consideraba siempre que era un deber del ‘goel’, no simplemente redimir por precio, sino que en caso de que eso fracasara, debía redimir por medio del poder. Por esto, cuando Lot fue llevado cautivo por los cuatro reyes, Abraham juntó a sus propios jornaleros, y a los siervos de todos sus amigos, y salió contra los reyes del oriente, y rescató a Lot y a los cautivos de Sodoma. Ahora, nuestro Señor Jesucristo, que una vez hizo el papel de pariente pagando el precio por nosotros, vive, y nos redimirá en poder.
¡Oh Muerte, tú tiemblas ante Su nombre! ¡Tú conoces el poder de nuestro Pariente! ¡Tú no puedes oponerte a Su brazo! Tú lo enfrentaste una vez en un duro combate cuerpo a cuerpo, y, oh Muerte, tú, en verdad, le heriste en el calcañar. Él se sometió voluntariamente a esto, pues, de lo contrario, oh Muerte, tú no tienes poder en contra Suya. ¡Pero Él te mató, Muerte, te mató! Él te arrebató todos tus cofres, te quitó la llave de tu castillo, abrió de par en par la puerta de tu calabozo, y, ahora, tú lo sabes, Muerte, tú no tienes poder para retener mi cuerpo; tú puedes enviar a tus esclavos para que lo devoren, pero tendrás que renunciar a él, y todo el botín de tus esclavos será restaurado. Muerte insaciable, tu buche hambriento tendrá que devolver las multitudes que has devorado. El Salvador te forzará a restaurar a los cautivos a la luz del día.
Me parece ver a Jesús con los siervos de Su Padre. “Los carros de Dios se cuentan por veintenas de millares de millares.” ¡Tocad trompeta! ¡Tocad trompeta! ¡Emanuel cabalga a la batalla! El supremamente Poderoso se ciñe en majestad Su espada. ¡Él viene! Él viene para arrebatar con poder las tierras de Su pueblo, de aquellos que han invadido su porción. ¡Oh, cuán gloriosa es la victoria! No habrá ningún combate. Él viene, ve y vence. El sonido de la trompeta bastará; Muerte huirá aterrorizada; y, de inmediato, de los lechos del polvo y de la muda arcilla, los justos resucitarán a las regiones de un día sempiterno.
Nos detendremos unos minutos más aquí, para mencionar que, según se nos informa, había todavía muy conspicuamente en el Antiguo Testamento un tercer deber del ‘goel’, que consistía en vengar la muerte de su amigo. Si una persona era asesinada, el ‘Goel’ era el vengador de su sangre; tomando su espada, perseguía de inmediato a la persona culpable del derramamiento de sangre. Así que ahora, visualicémonos como siendo heridos por la Muerte. Su flecha nos acaba de traspasar el corazón, pero en el acto de expirar, nuestros labios son capaces de jactarse de venganza, y ante el rostro del monstruo clamamos: “yo sé que mi ‘Goel’ vive”. Tú puedes huir, oh Muerte, tan rápidamente como quieras, pero ninguna ciudad de refugio podría ocultarte de Él; te dará alcance; te atrapará, oh tú, monarca solitario, y vengará en ti mi sangre.
Yo quisiera tener poderes de elocuencia para desarrollar este magnífico pensamiento. Crisóstomo, o Christmas Evans podrían describir la huída del Rey del Terror, la persecución hecha por el Redentor, la captura del enemigo, y la muerte del destructor. Cristo mismo vengará en Muerte, ciertamente, todo el daño que Muerte ha perpetrado en Sus amados parientes. Consuélate, entonces, oh cristiano; tú tienes a Alguien que siempre vive, aun cuando tú mueras, que te vengará, Alguien que ha pagado el precio por ti, y Alguien cuyos fuertes brazos te han de liberar.
Prosiguiendo con nuestro texto, noten la siguiente palabra, y parecería que Job encontró consolación, no solamente en el hecho de que tenía un ‘Goel’, un Redentor, sino que su Redentor vive. Job no dice: “Yo sé que mi ‘Goel’ vivirá, sino vive”, teniendo una clara visión de la existencia eterna del Señor Jesucristo, el mismo ayer, hoy y siempre. Y ustedes y yo, mirando hacia atrás, no decimos: “vivió, sino Él vive hoy”. En este preciso día en que lamentan y se afligen por los venerados amigos que fueron su sostén y su apoyo en años pasados, pueden ir a Cristo con confianza, porque no sólo vive, sino que Él es la fuente de la vida; y, por tanto, ustedes creen que Él puede sacar de Sí vida para aquellos seres que depositaron en la tumba. Él es originalmente el Señor y dador de vida, y se declarará especialmente que Él es la resurrección y la vida, cuando las legiones de Sus redimidos sean glorificadas con Él.
Aunque no viera una fuente de la cual pudiera brotar vida para los muertos, aun así creería todavía la promesa de Dios que dijo que los muertos vivirán; pero cuando veo la fuente provista, y sé que está llena hasta el borde y que se desborda, puedo regocijarme sin temblar. Puesto que hay Uno que puede decir: “Yo soy la resurrección y la vida”, es algo bendito ver ya el medio dispuesto delante de nosotros en la persona de nuestro Señor Jesucristo. Miremos entonces en lo alto a nuestro ‘Goel’ que vive en este preciso instante.
Sin embargo, me parece que el meollo del consuelo de Job radica en esa palabrita: “Mi”. “Yo sé que MI Redentor vive”. ¡Oh, hemos de aferrarnos a Cristo! Yo sé que Él es precioso en Sus oficios. Pero, queridos amigos, tenemos que adquirir una propiedad en Él antes de que podamos gozarle realmente. ¿De qué me sirve la miel del bosque si, como los desfallecidos israelitas, no me atrevo a comerla? Es la miel que está en mi mano, la miel que está en mis labios, la que ilumina mis ojos como le sucedió a los ojos de Jonatán. ¿De qué me sirve el oro en la mina? En Perú, hay hombres que son pordioseros, y en California algunos mendigan su pan. El oro que se encuentra en mi bolsa es el que puede satisfacer mis necesidades, permitiéndome comprar el pan necesario. De igual manera, ¿de qué me sirve un pariente si no es mi pariente? Un Redentor que no me redimiera, un vengador que nunca se levantara por mi sangre, ¿de qué me serviría? Pero la fe de Job era sólida y firme en la convicción de que el Redentor era suyo.
Queridos amigos, queridos amigos, ¿podrían decir todos ustedes: “yo sé que mi Redentor vive”? La pregunta es sencilla y está hecha sencillamente; pero, oh, qué cosas tan solemnes penden de su respuesta a la pregunta: “¿es MI Redentor?” Les exhorto a que no descansen ni se contenten hasta que por fe puedan decir: “Sí, yo descanso en Él; yo soy Suyo y Él es mío”. Yo sé que muchísimos de ustedes, mientras ven todo lo demás que poseen como algo que no es suyo, pueden decir: “Mi Redentor es mío”. Él es la única propiedad que es realmente nuestra. Nosotros pedimos prestado todo lo demás; es más, debemos regresar nuestro propio cuerpo al Grandioso Prestador. Pero a Jesús no le podemos dejar nunca, pues, incluso cuando estamos ausentes del cuerpo, estamos presentes al Señor, y yo sé que ni siquiera la muerte nos puede separar de Él, de tal forma que cuerpo y alma están con Jesús, en verdad, incluso en las horas oscuras de la muerte, en la larga noche del sepulcro, y en el estado separado de la existencia espiritual.
Amado, ¿tienes a Cristo? Es posible que te aferres a Él con una débil mano, y que consideres que es casi una presunción decir: “Él es mi Redentor”; sin embargo, recuerda que basta que tengas fe del tamaño de un grano de mostaza y esa pequeña fe te da derecho a decir, y a decir ahora: “Yo sé que mi Redentor vive”.
Hay otra palabra en esta frase consoladora que sirvió, sin duda, para darle un gusto especial al consuelo de Job. El patriarca pudo decir: “Yo SÉ”; “Yo SÉ que mi Redentor vive”. Decir: “yo lo espero, yo confío en eso”, es consolador, y hay miles de ovejas en el redil de Jesús que difícilmente pueden ir más lejos. Pero para alcanzar la médula de la consolación, debes decir: “yo SÉ”. Los condicionales: ‘si’, ‘pero’, y ‘tal vez’, son seguros asesinos de la paz y del consuelo. Las dudas son cosas funestas en tiempos de aflicción. ¡Aguijonean el alma como avispas! Si tengo alguna sospecha de que Cristo no es mío, entonces hay vinagre mezclado con la hiel de la muerte. Pero si sé que Jesús es mío, entonces la oscuridad no es oscura; aun la noche resplandecerá a mi alrededor. Del devorador salió comida, y del fuerte salió dulzura. “Yo sé que mi Redentor vive”: es una lámpara que arde brillante alegrando las humedades de la bóveda sepulcral; pero una débil esperanza es como un vacilante pábilo que humea, haciendo simplemente que la oscuridad sea visible, pero nada más. No me gustaría morir con una simple esperanza mezclada con sospechas. Yo podría estar seguro con esto pero difícilmente estaría feliz; pero, oh, cuán diferente es descender al río sabiendo que todo está bien, confiado en que, aunque sea un gusano culpable, débil e indefenso, he caído en los brazos de Jesús, creyendo que Él puede guardar el depósito que le he encomendado.
Queridos amigos cristianos, yo quisiera que nunca vieran la plena seguridad de la fe como algo imposible para ustedes. No digan: “es algo demasiado elevado; no podría alcanzarlo”. He conocido a uno o dos santos de Dios que raramente han dudado de su interés. Hay muchos de nosotros que no siempre gozamos de algún éxtasis arrebatador, pero, por otro lado, generalmente mantenemos el tenor sostenido de nuestro camino, simplemente aferrándonos de Cristo, sintiendo que Su promesa es verdadera, que Sus méritos son suficientes, y que estamos seguros. La seguridad es una joya por su valor, mas no por su rareza. Es un privilegio común de todos los santos obtener la gracia para alcanzarla y dicha gracia es otorgada libremente por el Espíritu Santo.
Sin duda si Job, en Arabia, en aquellas oscuras edades nebulosas, cuando sólo estaba el lucero matutino y no estaba el sol, cuando veían muy poco, cuando la vida y la inmortalidad no habían sido llevadas a la luz, si Job, antes de la venida y el advenimiento de Jesús podía decir: “yo sé”, ustedes y yo no deberíamos hablar menos positivamente. Dios no quiera que nuestro positivismo sea una presunción. Tratemos y veamos que nuestras señales y evidencias sean correctas, para que no nos formemos una esperanza infundada, pues nada puede ser más destructivo que decir: “Paz, paz; y no hay paz”. Pero, oh, hemos de construir para la eternidad, y construir sólidamente. No hemos de quedarnos satisfechos con los meros cimientos, pues es desde los aposentos altos que obtenemos la más amplia perspectiva. Pidamos al Señor que nos ayude a poner piedra sobre piedra, hasta que seamos capaces de decir mientras le vemos: “Sí, yo sé, yo SÉ que mi Redentor vive”. Esto, entonces, ha de servir hoy de consuelo presente ante el prospecto de la partida.
III. Y ahora, en el tercero y último lugar, como LA ANTICIPACIÓN DEL DELEITE FUTURO, permítanme recordarles la otra parte del texto. Job no solamente sabía que el Redentor vivía, sino que anticipó el tiempo en que ‘al fin se levantará sobre el polvo’. Sin duda Job se refería aquí a la primera venida de nuestro Salvador, al tiempo cuando Jesucristo, “el goel”, el pariente, estaría en la tierra para pagar con la sangre de Sus venas el precio del rescate, que había sido pagado, en verdad, en fianza y estipulación, antes de la fundación del mundo, en la promesa. Pero yo no puedo pensar que la visión de Job se detuviera allí; él estaba esperando el segundo advenimiento de Cristo como el período de su propia resurrección. No podemos apoyar la teoría de que Job resucitó de los muertos cuando nuestro Señor murió, aunque ciertos judíos creyentes sostenían muy firmemente esta idea en un tiempo. Estamos persuadidos de que “al fin” se refiere al advenimiento de la gloria más bien que al de la vergüenza. Nuestra esperanza es que el Señor vendrá para reinar en gloria allí donde una vez murió en agonía. La resplandeciente y santa doctrina de la segunda venida ha sido grandemente revivida en nuestras iglesias en estos últimos días, y yo espero, en consecuencia, los mejores resultados. Hay siempre un peligro de que sea pervertida y convertida en un abuso por mentes fanáticas, debido a especulaciones proféticas; pero la doctrina, en sí misma, es una de las más consoladoras y, a la vez, una de las más prácticas, tendiente a mantener despierto al cristiano, debido a que el esposo viene a la hora menos pensada.
Amados, nosotros creemos que el mismo Jesús que ascendió del monte del Olivar, vendrá así como ascendió al cielo. Creemos en Su venida personal y en Su reino. Creemos y esperamos que cuando tanto las vírgenes sabias como las necias se duerman; en la noche cuando el sueño es pesado en los santos; cuando los hombres estén comiendo y bebiendo como en los días de Noé, creemos que súbitamente como el relámpago brilla en el cielo, así Cristo descenderá con voz de mando, y los muertos en Cristo resucitarán y reinarán con Él. Esperamos la venida literal, personal y real de Cristo a la tierra, como el tiempo en el que los gemidos de la creación serán silenciados para siempre, y la ansiosa expectación de las criaturas será cumplida.
Noten que Job describe a Cristo como levantado. Algunos intérpretes han leído el pasaje: “Él estará levantado al fin contra la tierra”; que como la tierra ha encubierto a los asesinados, como la tierra se ha convertido en el osario de los muertos, Jesús se levantará para contender y decir: “¡Tierra, estoy en contra tuya; entrega a tus muertos! ¡Ustedes, terrones del valle, cesen de ser custodios de los cuerpos de los miembros de mi pueblo! ¡Silenciosas profundidades, y ustedes, cavernas de la tierra, entreguen, de una vez por todas, a aquellos a quienes han retenido prisioneros!” Macpela devolverá su precioso tesoro, los cementerios y los camposantos liberarán a sus cautivos, y todos los lugares profundos de la tierra entregarán los cuerpos de los fieles. Bien, ya sea que eso suceda o no, la postura de Cristo, de pie sobre la tierra, es significativa. Muestra Su triunfo. Él ha triunfado sobre el pecado, que una vez, como una serpiente enroscada, había aprisionado a la tierra. En el propio lugar en que Satanás ganó su poder, Cristo ha ganado la victoria. La tierra, que fue el escenario del bien derrotado, de donde la misericordia fue prácticamente expulsada, donde la virtud murió, donde todo lo celestial y puro, como flores marchitadas por vientos pestilenciales, inclinaban sus cabezas, secas y agostadas; en esta propia tierra todo lo que es glorioso florecerá en perfección; y el propio Cristo, que una vez fue despreciado y rechazado por los hombres, el más hermoso de todos los hijos de los hombres, vendrá en medio de una muchedumbre de cortesanos, mientras reyes y príncipes le rendirán homenaje, y todas las naciones le llamarán bienaventurado. “Y al fin se levantará sobre el polvo”.
Entonces, en esa hora propicia, Job dice: “En mi carne he de ver a Dios”. Oh, bendita anticipación: “He de ver a Dios.” No dice: “he de ver a los santos”, -sin duda los veremos a todos en el cielo- sino: “He de ver a Dios”. Noten que no dice: “he de ver las puertas de perla, he de ver los muros de jaspe, he de ver las coronas de oro y las arpas de armonía”, sino, “He de ver a Dios”; como si esa fuese la suma y la sustancia del cielo. “En mi carne he de ver a Dios.” Los de limpio corazón verán a Dios. Era su deleite verle, por la fe, en las ordenanzas. Se deleitaban al contemplarle en comunión y oración. Allá en el cielo tendrán una visión de otro tipo. Hemos de ver a Dios en el cielo, y hemos de ser hechos completamente a semejanza de Él; el carácter divino será sellado en nosotros; y siendo hechos a semejanza de Él, estaremos perfectamente satisfechos y contentos. Semejanza a Dios, ¿qué más podríamos desear? Y ver a Dios, ¿podríamos desear algo mejor? Veremos a Dios, y así habrá perfecto contentamiento para el alma y una satisfacción de todas las facultades.
Algunos leen el pasaje así: “sin embargo, veré a Dios en mi carne”, y por esto piensan que hay una alusión a Cristo, nuestro Señor Jesucristo, como el verbo hecho carne. Bien, si es así, o no es así, es seguro que veremos a Cristo, y Él, como el divino Redentor, será el objeto de nuestra visión eterna.
Tampoco querremos jamás algún gozo que esté más allá de verle simplemente a Él. No pienses, querido amigo, que esta será una estrecha esfera para la consideración de tu mente. No es sino una fuente de deleite: “veré a Dios”, pero esa fuente es infinita. Su sabiduría, Su amor, Su poder, todos Sus atributos serán los objetos de tu eterna contemplación, y como Él es infinito bajo cada aspecto, no hay temor de que se agote. Sus obras, Sus propósitos, Sus dones, Su amor por ti, y Su gloria en todos Sus propósitos, y en todas Sus obras de amor, vamos, estas cosas constituirán un tema que nunca podría ser agotado. Puedes anticipar con divino deleite el tiempo cuando en tu carne verás a Dios.
Pero tengo el deber de hacerles observar cómo Job ha hecho expresamente que notemos que será en el mismo cuerpo. “En mi carne he de ver a Dios”; y luego dice otra vez: “Al cual veré por mí mismo, y mis ojos lo verán, y no otro.” Sí, es verdad que yo, el mismo hombre que está de pie aquí, aunque he de descender a la tumba, resucitaré muy ciertamente como el mismo hombre y contemplaré a mi Dios. No parte de mí, aunque sólo el alma tendrá alguna visión de Dios, sino mi todo, mi carne, mi alma, mi cuerpo y mi espíritu contemplarán a Dios.
Queridos amigos, no entraremos al cielo como un navío sin mástil es remolcado al puerto; ninguno de nosotros llegará a la gloria sobre tablas, ni sobre las piezas rotas del barco, sino que el barco entero será flotado a salvo al fondeadero, estando a salvo tanto el cuerpo como el alma. Cristo será capaz de decir: “Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí”, no solamente todas las personas, sino todo lo de las personas, cada individuo en su perfección. No se encontrará en el cielo un solo santo imperfecto. No habrá ningún santo sin un ojo, y mucho menos algún santo sin un cuerpo. Ningún miembro del cuerpo habrá perecido; tampoco el cuerpo habrá perdido nada de su belleza natural. Todos los santos estarán allí, y todo lo de todos ellos; las mismas personas precisamente, sólo que habrán resucitado de un estado de gracia a un estado de gloria. Habrán madurado; ya no serán más la verde hierba, sino el grano lleno en la espiga; no serán capullos sino flores; no serán bebés sino hombres.
Por favor noten, antes de concluir, cómo el patriarca lo expresa como un gozo real y personal. “Y mis ojos lo verán, y no otro”. No me traerán un reporte como lo hicieron con la Reina de Sabá, sino que veré a Salomón, el Rey, por mí mismo. Podré decir, como le dijeron los que hablaron a la mujer de Samaria: “Ya no creo solamente por tu dicho, sino que le he visto por mí mismo.” Habrá una relación personal con Dios; no por medio del Libro, que no es sino como un espejo; no a través de las ordenanzas, sino directamente, en la persona de nuestro Señor Jesucristo, seremos capaces de tener comunión con la Deidad como un hombre habla con su amigo.
“Y no otro”. Si yo fuera inconstante y pudiera ser cambiado, eso estropearía mi consuelo. O si mi cielo tuviera que ser gozado por medio de un poder legal, si los tragos de la bienaventuranza tuvieran que ser bebidos a nombre mío, ¿dónde estaría la esperanza? Oh, no; veré yo a Dios por mí mismo, y no por medio de otro. ¿No les hemos dicho cientos de veces que nada servirá, sino la religión personal, y acaso no es éste otro argumento a favor de eso, porque la resurrección y la gloria son cosas personales? “Y no otro”. Si pudieran tener padrinos que se arrepintieran por ustedes, entonces, pueden tener la certeza que tendrían padrinos que serían glorificados por ustedes. Pero debido a que no hay otro que vea a Dios por ti, entonces tú mismo has de ver y tú mismo has de encontrar un interés en el Señor Jesucristo.
Para concluir, permítanme observar cuán necios hemos sido ustedes y yo cuando hemos mirado a la muerte con estremecimientos, con dudas, con desprecios. Después de todo, ¿qué es? ¡Gusanos! ¿Tiemblan ustedes ante esas viles cosas que se arrastran? ¡Partículas esparcidas! ¿Nos alarmaremos ante ellas? Para enfrentar a los gusanos tenemos a los ángeles; y para recoger las partículas esparcidas tenemos la voz de Dios. Estoy seguro de que la tristeza de la muerte se ha esfumado por completo ahora que arde la lámpara de la resurrección. Desvestirse no es nada puesto que nos aguardan mejores ropas. Podemos anhelar la noche para desvestirnos para que podamos resucitar con Dios.
Yo estoy seguro de que mis venerables amigos aquí presentes, al aproximarse tanto como lo hacen ahora al tiempo de su partida, han de tener algunas visiones de la gloria al otro lado del río. Bunyan no estaba equivocado, mis queridos hermanos, cuando puso la tierra de Beula a la conclusión del peregrinaje. ¿Acaso no es mi texto un telescopio que te permitirá ver al otro lado del Jordán; no podría ser como manos de ángeles que te traen manojos de mirra e incienso? Puedes decir: “Yo sé que mi Redentor vive”. No puedes necesitar nada más; no estabas satisfecho con menos en tu juventud, y no estarás contento con menos ahora.
Aquellos de nosotros que somos jóvenes, somos consolados por el pensamiento de que pronto podríamos partir. Digo que somos consolados, y no alarmados por él; y casi envidiamos a aquellos cuya carrera está casi completada, porque tememos, -y, sin embargo, no debemos hablar así, pues se ha de cumplir la voluntad del Señorestaba a punto de decir que tememos que nuestra batalla podría durar largo tiempo, y que, tal vez, nuestros pies podrían resbalar; solamente Aquel que guarda a Israel no se descuida ni duerme. Entonces, como sabemos que nuestro Redentor vive, esto será nuestro consuelo en la vida: que aunque caigamos no seremos derribados por completo; y puesto que nuestro Redentor vive, este será nuestro consuelo en la muerte: que aunque los gusanos destruyan este cuerpo, en nuestra carne veremos a Dios.
Que el Señor añada Su bendición a las débiles palabras de esta mañana, y a Él sea la gloria para siempre. Amén.
“¡Sepulcro, guardián de nuestro polvo!
¡Sepulcro, tesoro de los cielos!
Cada átomo que te ha sido confiado
Descansa en la esperanza de resucitar.
¡Escucha! La trompeta del juicio llama;
Alma, reconstruye tu casa de arcilla,
Tus paredes son la inmortalidad,
Y tu día es la eternidad.”
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