Cristianismo y Liberalismo/Doctrina

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English: Christianity and Liberalism/Doctrine

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Por John Gresham Machen sobre Método Apologético
Capítulo 2 del Libro Cristianismo y Liberalismo

Traducción por Glorified Word Project


El liberalismo moderno en la Iglesia, como sea que se le juzgue, ya no es, en ningún caso, un tema simplemente académico. Ya no es tema, simplemente, de seminarios teológicos y universidades. Al contrario, sus ataques en contra de los fundamentos de la fe cristiana se están llevando a cabo en las escuelas dominicales, en el púlpito y en la prensa religiosa. Si tales ataques son injustificados, la solución no se encuentra, como muchos devotos han sugerido, en la abolición de los seminarios bíblicos, o en el abandono de la teología con fundamentos científicos, sino más bien en la búsqueda seria de la verdad y una devoción leal a ella, una vez que se encuentre.

En los seminarios teológicos y universidades, sin embargo, las raíces de este gran tema se ven con mayor claridad que en el mundo en general; entre estudiantes se ha abandonado el uso de las frases que implicaban seguridad de la verdad, y los abogados de la nueva religión no sufren, como otros en la Iglesia en general, por mantener una apariencia de continuidad con el pasado. Pero tal franqueza, estamos convencidos, debiera extenderse al pueblo en general. Son pocos los deseos, de parte de los maestros de la religión, que han sido más dañinamente exagerados que el deseo de “evitar ofensas.” Con demasiada frecuencia ese deseo ha estado cerca de ser peligrosamente deshonesto; el maestro de religión, en el fondo de su corazón, está muy consciente de la radicalidad de su opinión, pero no está dispuesto a renunciar a su posición en la atmósfera santificada de la Iglesia, declarando todo lo que piensa. En contra de toda política conciliadora o paliativa, simpatizamos con aquellos hombres, sean radicales o conservadores, quienes tengan una verdadera pasión por la luz.

Cuando nos deshacemos de todas las frases tradicionales, ¿cuál es, en el fondo, el verdadero significado de esta revolución en contra de los fundamentos del cristianismo? ¿Cuáles son, en breve, las enseñanzas del liberalismo moderno que se oponen a las del cristianismo?

En principio, nos encontramos con una objeción. “La enseñanza,” se dice, “no es importante; la exposición de las enseñanzas de liberalismo y cristianismo, por tanto, no deberían despertar ningún interés en realidad; los credos son meramente intercambios de expresión de la experiencia cristiana unitaria, y ya que sólo expresan experiencia, son todas igualmente válidas. Por lo tanto, las enseñanzas del liberalismo, pueden ser completamente diferentes a las enseñanzas del cristianismo histórico, y, sin embargo, ambas, en el fondo, pueden ser lo mismo.”

Es así que encuentra expresión la hostilidad moderna a la llamada "doctrina." ¿Pero realmente se está objetando en contra de la doctrina, o más bien en contra de una doctrina en particular por el interés de otra? Sin lugar a dudas, en muchas expresiones de liberalismo, la situación corresponde al segundo caso. Existen doctrinas del liberalismo moderno que se han declarado con tanta intolerancia y tenacidad como cualquier doctrina proveniente de credos históricos. Tales, por ejemplo, son las doctrinas liberales acerca de la paternidad universal de Dios y la hermandad universal del hombre. Estas doctrinas, tal como lo veremos, son contrarias a la religión cristiana. Pero las doctrinas son todas iguales, y como tal, requieren defensa intelectual. Aunque pareciera que el predicador liberal objeta en contra de la teología, realmente está objetando un sistema teológico por el interés de otro. Y el deseo de ser inmune a la controversia teológica aún no se ha logrado.

A veces, sin embargo, la objeción moderna en contra de la doctrina toma carices de una objeción más seria. Sea o no sea bien fundamentada la objeción, la verdadera intención de esta se debe aclarar.

Ese significado es perfectamente claro. Para objetarlo sería necesaria una actitud de burdo escepticismo. Si todos los credos son igualmente verdaderos, entonces, como se contradicen el uno al otro, son todos igualmente falsos, o por lo menos igualmente inciertos. Por lo tanto, estamos simplemente haciendo malabarismo con palabras. Decir que todas las creencias son igualmente verdaderas, y que se basan en la experiencia, es simplemente volver atrás al agnosticismo, el cual, hace cincuenta años, se consideraba como el enemigo más destructivo de la Iglesia. El enemigo no se ha convertido en amigo sólo por haber sido recibido en el campamento. Muy distinto es el concepto de credo cristiano. De acuerdo al concepto cristiano, un credo no es una mera expresión de experiencia cristiana, sino al contrario, es una exposición de verdades sobre los cuales la experiencia se basa.

Pero, se dirá, el cristianismo es una experiencia de vida, no una doctrina. Muchas veces se afirma esta frase y tiene cierta apariencia de piedad, pero es radicalmente falsa; uno ni siquiera tiene que ser cristiano para reconocer su falsedad. Porque al decir que el “cristianismo es una experiencia de vida” es afirmar algo en la esfera de la Historia. La afirmación no pertenece a la esfera de los ideales; es muy distinto decir que el cristianismo debiera ser una experiencia de vida, o que la religión ideal debiera ser una experiencia de vida. La afirmación de que el cristianismo es una experiencia de vida está sujeta a la investigación histórica tal como la afirmación de que el Imperio Romano bajo el gobierno de Nerón era una democracia libre. Posiblemente el Imperio Romano bajo el gobierno de Nero, de haber sido una democracia libre, habría sido mejor, pero la pregunta es simplemente si fue o no fue una democracia. El cristianismo es un fenómeno histórico, como el Imperio Romano, el Reino de Prusia, o los Estados Unidos de América. Y como fenómeno histórico, debe ser analizado sobre la base de la evidencia histórica.

¿Es cierto que el cristianismo no es doctrina sino una experiencia de vida? La pregunta sólo se puede resolver examinando los comienzos del cristianismo. Reconocer este hecho no involucra aceptar el credo cristiano; es meramente una cuestión de sentido común y honestidad. Al fundarse una nueva corporación, se establecen los estatutos de dicha corporación y en ellos se establecen los objetivos. Posiblemente pueden existir otros objetivos más adecuados; sin embargo, si los directores usan el nombre y los recursos de tal corporación para alcanzar los otros objetivos, actúan ultra vires respecto de la corporación. Esto mismo ocurre con el cristianismo. Es perfectamente concebible que los fundadores del movimiento cristiano no tenían el derecho de legislar por las generaciones posteriores; pero, en todo caso, sí tenían un derecho único e intransferible de legislar por todas las generaciones que eligieran llevar el nombre “cristiano.” Es concebible que el cristianismo deba ser abandonado, y que otra religión deba sustituirlo; pero en cualquier caso, la pregunta respecto a qué es el cristianismo sólo se puede determinar examinando los comienzos del cristianismo.

Los comienzos del cristianismo constituyen un fenómeno histórico bastante definido. El movimiento cristiano se originó algunos días después de la muerte de Jesús de Nazaret. Es dudoso llamar cristianismo a cualquier cosa antes de la muerte de Jesús. En todo caso, si el cristianismo existió antes de ese evento, era un cristianismo en etapa preliminar. El nombre se originó después de la muerte de Jesús y también fue algo nuevo en sí mismo. Evidentemente, hubo un importante nuevo comienzo entre los discípulos de Jesús en Jerusalén después de la crucifixión. En ese tiempo se ubica el comienzo de un notable movimiento que se extendió desde Jerusalén hacia el mundo gentil—el movimiento denominado cristianismo.

Acerca de las primeras etapas de este movimiento, se ha preservado información histórica definida en las Epístolas de Pablo, las cuales son consideradas por todo serio historiador como productos fidedignos de la primera generación cristiana. El autor de las Epístolas habría tenido comunicación directa con los íntimos amigos de Jesús que comenzaron el movimiento en Jerusalén, y en las Epístolas deja muy en claro cuál era el carácter fundamental del movimiento. Si hay un hecho claro, en base a la evidencia, es que el movimiento cristiano, en sus inicios, no era una experiencia de vida en el sentido moderno, sino una experiencia de vida fundamentada sobre un mensaje. No se basó meramente en sentimientos, ni en un programa de trabajo, sino en hechos reales. En otras palabras, se basó en una doctrina.

Claramente, con respecto al apóstol Pablo, no hay motivos para debatir; Pablo definitivamente no era indiferente a la doctrina; al contrario, la doctrina fue la base de su vida. Cierto que su devoción a la doctrina no lo volvía enteramente intolerante. Un ejemplo notorio de dicha tolerancia se encuentra en el episodio de su encierro en la prisión de Roma, como lo atestigua la Epístola a los Filipenses. Aparentemente, algunos maestros cristianos en Roma habrían sentido celos por la grandeza del apóstol. Mientras el apóstol estaba en libertad, ellos estaban obligados a tomar un papel secundario en la predicación del Evangelio; pero ahora que Pablo estaba encarcelado, podían buscar la supremacía. Buscaron aumentar las aflicciones de Pablo mientras estaba en la cárcel; predicaron a Cristo aun con envidia y contiendas. En resumen, los predicadores rivales hicieron de la predicación del Evangelio un medio para gratificar su ambición personal; es difícil concebir un actuar tan perverso. Pero Pablo no estaba perturbado. “Sea por pretexto o por verdad, Cristo es anunciado, y en esto me gozo y me gozaré más aun.” (Filipenses 1.18) La forma en la cual se predicaba no era la correcta, pero el mensaje era verdadero; y Pablo estaba mucho más interesado en el contenido del mensaje que en la forma que se presentara. Es imposible concebir una actitud más amplia y fina de tolerancia.

Pero la tolerancia de Pablo no era indiscriminada. Él no mostró tolerancia alguna, por ejemplo, en Galacia. Ahí también había predicadores rivales. Pero Pablo no fue tolerante con ellos. “Si nosotros,” dijo, “o un ángel del cielo, predica cualquier otro evangelio diferente al que hemos predicado, sea maldito.” ¿Cuál es la diferencia en la actitud del apóstol en ambos casos? ¿Cuál es la razón de su gran tolerancia en Roma y la feroz maldición en Galacia? La respuesta es muy sencilla. En Roma, Pablo fue tolerante porque el contenido del mensaje que se estaba predicando era verdadero; en Galacia fue intolerante porque el contenido del mensaje rival era falso. En ninguno de los casos la actitud de Pablo tuvo algo que ver con distintos tipos de personalidad. Claramente las motivaciones de los judaizantes en Galacia estaban lejos de ser puras, y de manera incidental Pablo sí se refiere a su impureza. Pero esa no era la base de su oposición. Los judaizantes, sin lugar a duda, estaban lejos de ser moralmente perfectos, pero la oposición de Pablo hacia ellos hubiese sido exactamente igual si se hubiese enfrentado a ángeles celestiales. Su oposición se basaba por completo en la falsedad de sus enseñanzas; estaban cambiando el único y verdadero Evangelio por un evangelio que no era el Evangelio en absoluto.

A Pablo jamás se le hubiera ocurrido que el Evangelio era verdadero para una persona y falso para otra; la plaga del pragmatismo jamás llegó a su alma. Pablo estaba convencido de la verdad objetiva del mensaje del Evangelio, y la devoción a esta verdad era la pasión de su vida. El cristianismo para Pablo no era sólo una experiencia de vida, sino una doctrina, y en el orden lógico, la doctrina vino antes. [1]

Pero, ¿cuál era la diferencia entre las enseñanzas de Pablo y la de los judaizantes? ¿Por qué ocurrió esta gran polémica de la Epístola a los Gálatas? Para la iglesia moderna la diferencia pareciera ser meramente una sutileza teológica. Respecto a muchos temas, los judaizantes estaban de acuerdo con Pablo. Los judaizantes creían que Jesús era el Mesías; no hay ni siquiera una sombra de evidencia de que objetaran la eminente visión que tenía Pablo respecto a la persona de Cristo. Sin duda alguna, creían que Jesús había resucitado de la muerte. Creían, además, que la fe en Jesucristo era necesaria para la salvación. Pero el problema era que creían que había algo más necesario para la salvación; ellos creían que a lo que Cristo hizo, necesariamente se le debía agregar los esfuerzos del propio creyente en guardar la ley. Desde una perspectiva moderna, la diferencia pareciera ser muy sutil. Pablo, al igual que los judaizantes, creía que guardar la ley, en su esencia más profunda, estaba conectado inseparablemente de la fe. La diferencia consistía en el orden lógico—y quizás, ni siquiera temporal—de tres pasos. Pablo decía que un hombre (1) primero cree en Cristo, (2) luego es justificado delante de Dios, (3) y luego procede inmediatamente a guardar los mandamientos de Dios. Los judaizantes decían que el hombre (1) primero cree en Cristo, (2) hace su mejor intento por guardar los mandamientos de Dios, y luego (3) es justificado. Para un cristiano moderno y “práctico” la diferencia pareciera ser muy sutil y una cuestión tan intangible, que prácticamente no valdría la pena considerarse teniendo tanto en común en el ámbito práctico. ¡Cuán espléndido habría sido para las ciudades gentiles si los judaizantes hubiesen extendido exitosamente la observancia de la ley de Moisés, incluyendo lamentablemente las observancias ceremoniales! Obviamente Pablo debería haberse unido a la causa con maestros que estaban de acuerdo con él en tantos puntos importantes; claramente Pablo debería haber aplicado el gran principio de la unidad cristiana.

Pablo, sin embargo, no tomó esta actitud para nada; y sólo porque él (y otros) no tomó esta actitud es que la Iglesia cristiana existe hasta el día de hoy. Pablo vio con mucha claridad que la diferencia entre sus enseñanzas y la de los judaizantes era la diferencia entre dos tipos de religión completamente distintas; era la diferencia entre una religión basada en el mérito y otra basada en la gracia. Si Cristo provee sólo una parte de nuestra salvación, dejándonos solos para hacer el resto, entonces seguimos sin esperanza bajo la carga del pecado. Porque no importa la distancia del puente que se debe construir para alcanzar la salvación; una conciencia que ha despertado ve claramente que nuestro miserable intento de ser buenos es insuficiente para construir el puente, por ínfimo que sea. El alma culpable entra una vez más en la inútil tarea de regatear con Dios, preguntándose siempre si es que ha cumplido con todo lo necesario. Y gemimos nuevamente bajo el cautiverio de la ley. Pablo vio tal intento de agregar a la obra de Cristo mediante nuestros propios méritos como la esencia de la incredulidad; Cristo hará todo o nada, y nuestra única esperanza es arrojarnos sin reservas sobre Su misericordia y confiar en Él completamente.

Pablo ciertamente tenía razón. La diferencia que lo dividía de los judaizantes no era una sutileza teológica, sino el corazón y el núcleo de la religión de Cristo.

“Tal como soy sin más pedir,
Pero Tu sangre se derramó por mi”

—acerca de esto contendía Pablo en Galacia; ese himno jamás se habría escrito si los judaizantes hubiesen ganado. Sin ese elemento esencial que expresa el himno, el cristianismo ni siquiera existiría.

Claramente, entonces, Pablo no era un defensor de una religión sin dogmas; se interesaba por sobre todo en la verdad objetiva y universal de su mensaje. Esto lo admitiría, probablemente, cualquier historiador serio, sin importar cuál es su opinión personal respecto a la religión de Pablo. A veces, el predicador moderno busca causar la impresión opuesta al citar a Pablo fuera de contexto, sacando interpretaciones que no pueden estar más lejos del sentido original. La verdad es que es imposible dejar a Pablo de lado. El liberal moderno desea producir la impresión, en la mente de cristianos sencillos (y en su propia mente), de que existe alguna continuidad entre el pensamiento liberal y los pensamientos y vida del apóstol. Pero tal impresión es totalmente engañosa. Pablo no esta interesado simplemente en los principios éticos de Jesús; no estaba interesado meramente en principios religiosos y éticos universales. Al contrario, estaba interesado en la obra redentora de Cristo y su efecto en nuestras vidas. Su interés primario era la doctrina cristiana, y no simplemente en las presuposiciones cristianas, sino en su centro. Si el cristianismo se hace independiente de la doctrina, entonces las enseñanzas de Pablo deben ser extraídas de la raíz y de las ramas del cristianismo.

Pero, ¿qué importa? Algunos no temen esta conclusión. Si las enseñanzas de Pablo se eliminan, podemos vivir sin ellas. Podría ser que, al introducir un elemento doctrinal en la vida de la Iglesia, Pablo estuviera pervirtiendo el cristianismo primitivo que era aun más independiente de la doctrina de lo que un predicador liberal moderno podría desear.

Esta sugerencia es claramente revocada por la evidencia histórica. Claramente no se puede resolver el problema de forma tan sencilla. Se han hecho muchos intentos por separar bruscamente la religión de Pablo de la religión de la Iglesia primitiva en Jerusalén; muchos intentos se han hecho para demostrar que Pablo introdujo un principio completamente nuevo al movimiento cristiano y que incluso fue el fundador de una religión nueva. [2] Pero cada uno de estos intentos fracasó. Las mismas Epístolas de Pablo atestiguan una unidad fundamental de principios entre Pablo y los compañeros de Jesús, y toda la Historia de la Iglesia, en sus principios, pasa a ser incomprensible si no es por la base de aquella unidad. Ciertamente, con respecto al carácter fundamentalmente doctrinal del cristianismo, Pablo no fue un innovador. El hecho se aprecia en el carácter de la relación de Pablo con la iglesia en Jerusalén, tal como atestiguan las Epístolas y como se aprecia con absoluta claridad en el precioso pasaje de 1 Corintios 15:3-7, en donde Pablo resume la tradición que había recibido de la Iglesia primitiva. ¿Qué constituye el contenido de aquel mensaje primitivo? ¿Es un principio universal de la paternidad de Dios y la hermandad del hombre? ¿Es una vaga admiración por el carácter de Jesús como el que prevalece en la iglesia moderna? Nada puede estar más lejos de la verdad. “Cristo murió por nuestros pecados,” dijeron los primeros discípulos, “de acuerdo a las Escrituras; fue sepultado; y se levantó de los muertos al tercer día, tal como lo dicen las Escrituras.” Desde sus comienzos, el Evangelio cristiano, tal como la palabra “evangelio” o “buenas noticias” lo expresa, consistía en el relato de eventos que ocurrieron. Desde el comienzo, se dio a conocer el significado de lo que había ocurrido; y cuando se dio a conocer el significado, hubo doctrina cristiana. “Cristo murió”—eso es historia; “Cristo murió por nuestros pecados”—esa es la doctrina. Sin estos elementos, que están unidos indisolublemente, no hay cristianismo.

Es absolutamente claro, entonces, que los primeros misioneros cristianos no llegaron con una simple exhortación; no dijeron: “Jesús de Nazaret vivió una maravillosa vida de piedad filial, e invitamos a nuestra audiencia a entregarse, tal como lo hemos hecho nosotros, al encanto de este estilo de vida.” Ciertamente es lo que los historiadores modernos habrían esperado escuchar de los primeros misioneros cristianos, pero hay que reconocer que lo que dijeron no tiene nada que ver con esta exhortación. Es concebible que los primeros discípulos de Jesucristo, después de la catástrofe de Su muerte, hayan meditado silenciosamente respecto a Sus enseñanzas. Quizás se decían entre ellos que “Padre nuestro que estás en los cielos” era una buena forma de referirse a Dios, aun cuando la Persona que les había enseñado la frase estuviera muerta. Probablemente se aferraron a los principios de Jesús y acariciaron la vaga esperanza de que Aquel que había declarado estos principios tuviera alguna existencia más allá de la tumba. Tales reflexiones habrían sido muy naturales para el hombre moderno. Pero a Pedro, Juan y Santiago ciertamente no se le ocurrieron. Jesús había generado en ellos grandes esperanzas; esas esperanzas fueron destruidas por la cruz; y reflexiones respecto a los principios generales de la religión y la ética no tenían el poder para revivir las esperanzas. Los discípulos habían sido, evidentemente, inferiores a su Maestro en todo sentido; no entendieron Sus eminentes enseñanzas espirituales. Aun en el tiempo de la solemne crisis habrían discutido acerca del lugar que habrían de tomar en el Reino de los Cielos. ¿Qué esperanza de vencer tendrían estos hombres cuando su Maestro había fracasado? Aún cuando Él estuvo con ellos, no tenían poder; y ahora que no estaba con ellos, quizás perderían el poco poder que tenían.

Sin embargo, estos mismos hombres débiles y desalentados, pasados unos días desde la muerte de su Maestro, instauraron el movimiento espiritual más importante que el mundo haya conocido. ¿Qué produjo este asombroso cambio? ¿Qué fue lo que transformó a estos discípulos débiles y cobardes en los conquistadores espirituales del mundo? Evidentemente no fueron los recuerdos de la vida de Jesús, ya que estos producían tristeza en vez de alegría. Claramente, los discípulos de Jesús, en los días entre la crucifixión y el comienzo de su ministerio en Jerusalén, habrían recibido algún nuevo equipamiento para la tarea. Ese nuevo equipamiento era, al menos el sorprendente elemento externo (sin mencionar el don que los cristianos creen que recibieron en Pentecostés), muy sencillo. La gran arma con la cual los discípulos de Jesús salieron a conquistar el mundo, no fue una simple comprensión de principios eternos; era un mensaje histórico, un relato de algo que ocurrió; era el mensaje, “Ha resucitado.” [3] Pero el mensaje de la resurrección no estaba aislado. Estaba conectado con la muerte de Jesús, que ahora se entendía no como un fracaso, sino como un triunfo de la gracia divina; estaba conectado con la estadía completa de Jesús en la tierra. La llegada de Jesús ahora se entendía como la obra de Dios por medio de la cual hombres pecadores eran salvados. La Iglesia primitiva, no se preocupaba simplemente de lo que Jesús había dicho, sino también, y primeramente, de lo que Jesús había hecho. El mundo habría de ser redimido por medio de la proclamación de tal evento. Y junto al evento estaba el significado del evento; y la exposición del evento con el significado del evento es la doctrina. Estos dos elementos siempre se combinan en el mensaje cristiano. La narración de los hechos es historia; la narración de los hechos con el significado de los hechos es doctrina. “Sufrió bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado”—eso es Historia. “Me amó y se dio a sí mismo por mí”—eso es doctrina. Ese es el cristianismo de la Iglesia primitiva.

“Pero,” se dirá, “aun si el cristianismo de la Iglesia primitiva dependía de la doctrina, nosotros podemos librarnos de tal dependencia; podríamos apelar a la Iglesia primitiva refiriéndonos al mismo Jesucristo. Ya se ha aceptado que si la doctrina se deja de lado, Pablo debe dejarse de lado; ahora también se puede aceptar que si se abandona la doctrina, aun la Iglesia primitiva, con su mensaje de la resurrección debe ser abandonada. Pero, posiblemente, aún podemos encontrar en el mismo Jesús la religión simple y no doctrinal que deseamos.” Ese es el verdadero significado del slogan moderno “Regreso a Cristo.”

¿Realmente debemos tomar este paso? Ciertamente sería un paso bastante extraordinario. Una gran religión recibió su inmenso poder del mensaje de la obra redentora de Cristo; sin este mensaje, Jesús y Sus discípulos habrían sido prontamente olvidados. El mismo mensaje, con todas sus implicancias, es el corazón y alma del movimiento cristiano a través de los siglos. Sin embargo, ahora se nos pide creer que aquello que le dio el poder al cristianismo a través de los siglos, fue una equivocación; que los que originaron el movimiento malentendieron radicalmente el mensaje de la vida y obra de su Maestro, y que a nosotros los modernos se nos ha dado la misión de entender los primeros indicios de esta equivocación inicial. Aun si este punto de vista fuera correcto, y aun si el mismo Jesús enseñara una religión como la del liberalismo moderno, sería dudoso que dicha religión pudiera llamarse cristianismo, ya que el nombre del cristianismo se aplicó por primera vez después de ocurrido el supuesto primer gran cambio decisivo, y es muy dudoso que un nombre que se ha sujetado tan firmemente a una religión durante diecinueve siglos, de pronto, deba referirse a otra religión.

Si los primeros discípulos de Jesús realmente se alejaron de las enseñanzas de su Maestro tan radicalmente, entonces un mejor uso de terminología nos llevaría a decir que Jesús simplemente no fue el fundador del cristianismo, sino más bien, de una religión simple, no doctrinal, olvidada por siglos, redescubierta, hoy, por el hombre moderno. Aun así, seguiría apareciendo el contraste entre cristianismo y liberalismo.

Sin embargo, esto está lejos de ser el caso real. Los discípulos no se apartaron de las enseñanzas de su Maestro al basar el cristianismo en un evento histórico. Pues claramente Jesús hizo lo mismo. Jesús no se contentó simplemente con enunciar principios generales de ética y religión; la imagen de Jesús como un sabio, similar a Confucio, pronunciando máximas de la conducta puede satisfacer al Sr. H.G. Wells, al pasearse con liviandad por sobre los problemas de la Historia, pero la escena prontamente desaparecerá al llevar a cabo una investigación histórica seria. “Arrepiéntanse,” dijo Jesús, “porque el Reino de Dios ha llegado.” El Evangelio que Jesús proclamó en Galilea consistía en la proclamación de un Reino venidero. Pero claramente Jesús consideraba la llegada del Reino como un evento, o una serie de eventos históricos. Sin duda también consideraba al Reino como una realidad presente en el alma del hombre; sin duda Él representaba el Reino, de cierta manera, ya presente. No lograremos avanzar en nuestra interpretación de las palabras de Jesús sin este aspecto del asunto. Pero tampoco podremos avanzar sin el otro aspecto según el cual la llegada del Reino dependía de eventos definitivos y catastróficos. Pero si Jesús consideraba que el Reino era dependiente de estos eventos definitivos, Su enseñanza era similar en el punto decisivo a la de la Iglesia primitiva; ni Él ni la Iglesia primitiva enunciaron meramente principios generales de ética y religión; ambos, al contrario, hicieron que el mensaje dependiera de sucesos que ocurrieron. Sólo en las enseñanzas de Jesús los sucesos representaban eventos futuros, mientras que en la iglesia de Jerusalén, por lo menos el primer suceso ocurrió en el pasado. Jesús proclamó un evento venidero; los discípulos proclamaron que, al menos, parte de los sucesos ya habían ocurrido; pero lo importante es que ambos, Jesús y los discípulos, proclamaron un evento. Claramente Jesús no era un mero expositor de verdades permanentes, como los predicadores liberales; al contrario, Él estaba conciente de estar parado sobre el punto que cambiaría la Historia, el momento en el cual ocurriría lo que nunca antes había ocurrido.

Pero Jesús no sólo anunció el evento; anunció también el significado del evento. Es natural, que el significado completo de tal evento se aclarara después de ocurrido el evento. Si Jesús realmente vino a anunciar y a traer un evento a su ejecución, los discípulos no se alejaban de Su propósito si explicaban el significado completo del evento en más profundidad de lo que había sido anunciado en un periodo preliminar, constituido por el ministerio de Jesús en la tierra. Pero Jesús mismo, aunque por medio de profecías, dio a conocer el significado de los grandes acontecimientos que serían la base y fundamento de una nueva era.

Claramente lo hizo, y en gran manera, si las palabras que se le atribuyen a Él en los Evangelios son suyas realmente. Pero aun si se rechaza el cuarto Evangelio, y se aplica la crítica más radical a los otros tres, es imposible eliminar este elemento de las enseñanzas de Jesús. Las palabras significativas que se le atribuyen a Jesús en la Última Cena con respecto a la llegada de Su muerte, y Su pronunciación en Marcos 10:45 (“El Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar Su vida en rescate por muchos.”), han sido motivo de gran debate. Es difícil aceptar la autenticidad de tales palabras y mantener, a su vez, el punto vista moderno respecto a Jesús. Sin embargo, también es difícil deshacerse de ellas en base a cualquier teoría crítica. Lo que ahora nos concierne, sin embargo, es aun más general que la autenticidad de estas preciosas palabras. Lo que ahora nos preocupa entender es que ciertamente Jesús no se contentó con la proclamación de principios éticos perdurables; claramente anunció un evento venidero; y claramente no anunció el evento sin dar a conocer algo de su significado. Pero cuando dio a conocer algo del significado del evento, sin importarle cuánto se sobrepasaba de la línea que separa una religión sin dogmas, o incluso una religión dogmática que enseña sólo principios eternos, de una cuya raíz es el significado de hechos históricos definitivos, estaba colocando un abismo entre Él mismo y el liberalismo filosófico moderno que hoy, incorrectamente, lleva Su nombre.

La enseñanza de Jesús también se basaba en doctrina en otra manera más. Se basaba en doctrina porque dependía de la extraordinaria presentación de la Persona de Jesús. Muchas veces se afirma que Jesús mantuvo Su Persona fuera del Evangelio, presentándose como el supremo profeta de Dios. Esta afirmación se encuentra en la raíz de la concepción liberal moderna de la vida de Cristo. Aún siendo muy común, es radicalmente falsa. Es interesante observar que los mismos historiadores modernos, cuando comienzan a enfrentarse seriamente a las fuentes, están obligados a reconocer que el verdadero Jesús no es lo que ellos quisieran que fuera. Un mayordomo chambelán [4] podría construir a un Jesús defensor de una religión pura, “sin forma” y sin doctrina; pero un historiador capacitado, a pesar de sus propios intereses, está obligado a admitir que existe un elemento en el verdadero Jesús que se niega a encajar en ese molde. Para los historiadores modernos, tal como Heitmuller ha dicho, “hay algo casi misterioso” acerca de Jesús. [5]

Este “misterioso” elemento de Jesús se encuentra en Su conciencia Mesiánica. Lo extraño es que este maestro de rectitud pura, al cual apela el liberalismo moderno, este exponente clásico de la religión no doctrinal que supuestamente subyace a todas las religiones históricas, esta verdad irreducible que queda una vez extirpadas todas las adiciones doctrinales—lo curioso es que este supremo revelador de la verdad eterna supuso ser el actor principal de la catástrofe mundial y el que habría de ejercer juicio sobre el mundo entero. Tal es la extraordinaria forma en la cual Jesús aplicó a sí mismo la categoría mesiánica.

Es interesante analizar cómo los historiadores modernos han enfrentado esta conciencia mesiánica de Jesús. Algunos como el Sr. H. G. Wells, prácticamente la han ignorado. Sin cuestionarse si es un hecho histórico o no, la han tratado como si no existiera, y no han permitido que les perturbe en su construcción del sabio de Nazaret. Este Jesús reinventado puede servir para santificar con su sublime nombre las nociones y programas del hombre moderno; el Sr. Wells puede creer que es edificante asociar a Jesús con Confucio en un lazo vago de hermandad benéfica. Pero lo que se debe comprender con claridad es que ese Jesús no tiene nada que ver con la Historia. Es una figura completamente imaginaria, un símbolo y no una verdad.

Otros, con más seriedad, han reconocido la existencia de este problema, pero han buscado evadirlo al afirmar que Jesús nunca pensó que era el Mesías; y esto lo sustentan, no mediante meras afirmaciones, sino por medio de un análisis crítico de la fuente. Tal fue el esfuerzo, por ejemplo, de W. Wrede. [6] Brillante fue su esfuerzo, pero su resultado fracasó. La conciencia mesiánica de Jesús no sólo encuentra su raíz en las fuentes consideradas como documentos, sino en la misma base de toda la edificación de la Iglesia. Si, tal como pertinentemente dijo J. Weiss, a los discípulos simplemente se les dijo que el Reino de Dios llegaría, y si Jesús mantuvo escondido Su papel en el Reino de Dios, entonces, ¿porqué cuando finalmente el desconsuelo dio lugar a la alegría, los discípulos no dijeron simplemente, “A pesar de la muerte de Jesús, el Reino de Dios aún llegará?” ¿Por qué dijeron en vez, “A pesar de Su muerte, Él es el Mesías.”? [7] Luego, desde ningún punto de vista, se puede negar que Jesús afirmara ser el Mesías—ni del punto de vista de la aceptación del Evangelio, ni del punto de vista del naturalismo moderno.

Y cuando se consideran los acontecimientos del Evangelio desde cerca, se encuentra la conciencia mesiánica a través de todo el relato. Incluso aquellas secciones consideradas netamente éticas se basan completamente en las eminentes declaraciones de Jesús. El Sermón del Monte es un sorprendente ejemplo. Es la costumbre poner en contraste al Sermón del Monte con el resto del Nuevo Testamento. “No tenemos nada que ver con teología,” en efecto, dice el hombre; “no tendremos nada que ver con milagros, la obra de la cruz, el cielo y el infierno. Para nosotros la Regla de Oro es una guía de vida; en los principios simples del Sermón del Monte descubrimos la solución a todos los problemas de la sociedad.” Es bastante extraño que el hombre pueda hablar de esta manera. Claramente es bastante despectivo hacia Jesús declarar que nunca, salvo en un pequeño fragmento de Sus palabras conservadas, dijo algo valioso. Pero aun en el Sermón del Monte hay mucho más de lo que muchos hombres suponen. Dicen que no contiene teología; pero en realidad contiene la más sorprendente teología. En particular, contiene la más alta y noble presentación propia de Jesús como Persona. Esa presentación aparece en el sorprendente tono de autoridad que impregna todo el discurso; aparece en la frase recurrente, “De cierto, de cierto os digo.” Jesús, con claridad, pone Sus palabras al mismo nivel que las palabras que Él consideraba como Escritura divina; Él tomó la facultad de legislar por el Reino de Dios. Que no se objete que este tono de autoridad involucra simplemente una conciencia profética en Jesús, un simple derecho de hablar en el nombre de Dios mientras el Espíritu de Dios lo pueda guiar. Porque, ¿qué profeta habló de esta manera? Los profetas dijeron, “Así dice el Señor,” pero Jesús dijo, “Yo les digo.” Aquí no tenemos a un simple profeta, no tenemos a un humilde defensor de la voluntad de Dios; sino una Persona extraordinaria hablando de manera tal que a cualquiera podría parecer absurda y abominable. Esto mismo aparece en el pasaje de Mateo 7:21-23: No todos los que me digan “Señor, Señor” entrarán al Reino de los Cielos, sino aquel que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. En aquel día muchos me dirán: Señor, Señor, ¿acaso no hemos profetizado en tu nombre, y echado demonios en tu nombre, y hecho milagros en tu nombre? Y yo les diré; jamás los conocí, aléjense de mí, hacedores de maldad.” Este pasaje, en algunos aspectos, es preferido por los maestros liberales, ya que se interpreta—falsa pero convincentemente—que todo lo que el hombre necesita para alcanzar a Dios es un rendimiento relativamente bueno de su deber hacia otros hombres, y no un asentimiento hacia un credo o incluso una relación directa con Jesús. Pero aquellos que victoriosos citan el pasaje, ¿no se han detenido alguna vez a pensar en el otro lado de la escena, sobre el formidable hecho de que este pasaje declara que el destino eterno del hombre depende de las palabras de Jesús? Aquí Jesús se representa a sí mismo, sentado en el trono de justicia del mundo entero, apartando para siempre a quien Él quiera del supremo gozo de estar en Su presencia. ¿Existe algo más lejano a este Jesús que el humilde maestro de justicia que pinta el liberalismo moderno? Claramente es imposible escaparse de la teología, aun en los recintos escogidos del Sermón del Monte. Una teología formidable, con la Persona de Jesús al centro de todo, es la presuposición de la toda la enseñanza.

Pero, ¿aún no es posible deshacerse de la teología? ¿Acaso no podemos deshacernos del extraño elemento teológico que se intrometió aun en el Sermón del Monte, y contentarnos simplemente con la parte ética del discurso? La pregunta, desde el punto de vista del liberalismo moderno, es natural. Pero se debe responder con una negativa enfática, ya que, la ética por sí sola, no va a funcionar. La Regla de Oro nos da un ejemplo. “Todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos.” ¿Es esta regla una regla de aplicación universal? ¿Realmente solucionará todos los problemas de la sociedad? Un par de experiencias demostrarán que este no es el caso. Ponte a ayudar a un alcohólico a dejar su hábito perverso y pronto comenzarás a desconfiar de la interpretación moderna de la Regla de Oro. El problema es que sus compañeros borrachos también aplican muy bien la regla; hacen con él exactamente lo que les gustaría que él hiciera con ellos—comprarle otro trago. La Regla de Oro se convierte en un poderoso obstáculo en el avance de la moral. Pero el problema no tiene que ver con la regla en sí, sino con la interpretación de la regla. El error consiste en suponer que la Regla de Oro, y el resto del Sermón del Monte, van dirigidos al mundo entero. Pero, de hecho, el discurso va dirigido específicamente a los discípulos de Jesús; y de forma muy clara, se distingue del mundo exterior a ellos. Las personas a quienes se dirige esta Regla de Oro son personas en las cuales se ha forjado un gran cambio—un cambio que les permite entrar al Reino de Dios. Tales personas tendrán anhelos puros; sólo ellos, de forma segura, podrán hacer a los demás lo que quisieran que se hiciera con ellos mismos, ya que las cosas que quisieran que los demás hiciesen con ellos son elevadas y puras.

Lo mismo ocurre en el resto del discurso. La nueva regla del Sermón del Monte, en sí misma, sólo producirá desesperanza. De hecho, es muy extraña la complacencia con la cual los hombres modernos afirman que la Regla de Oro y los principios éticos elevados es todo lo que necesitan. En realidad, si los requerimientos para entrar al Reino de Dios son los que menciona Jesús, estamos todos perdidos; si ni siquiera hemos alcanzado la justicia externa de los escribas y fariseos, ¿cómo vamos a alcanzar la justicia del corazón que demanda Jesús? El Sermón del Monte, interpretado correctamente, convierte al hombre en un buscador de un medio divino de salvación por medio del cual puede obtener la entrada al Reino de los Cielos. Incluso Moisés era demasiado para nosotros; pero ante esta elevada ley de Jesús, ¿quién puede permanecer en pie sin ser condenado? El Sermón del Monte, así como el resto del Nuevo Testamento, conduce al hombre directamente a los pies de la cruz.

Aun los discípulos, a quienes en primer lugar iba dirigida la enseñanza, bien sabían que necesitaban más que una guía del camino que debían seguir. Sólo una lectura superficial de los Evangelios encuentra en la relación de Jesús y Sus discípulos, una relación de maestro y pupilo. Cuando Jesús dijo, “Vengan a mi todos los que están cargados y cansados, y yo los haré descansar,” no estaba hablando como un filósofo que llama a sus alumnos a clases; sino como alguien quien poseía sobreabundantes reservas de gracia divina. Y esto los discípulos lo sabían. Ellos bien sabían, en el fondo de su corazón, que no tenían el derecho de estar parados en el Reino; sabían que sólo Jesús podía conseguir su entrada. Aún no entendían completamente cómo Jesús los convertiría en hijos de Dios; pero sí sabían que Él, y sólo Él, podía lograrlo. De igual modo, toda postura teológica de los grandes credos cristianos contiene la misma expectativa.

A estas alturas, podría surgir una objeción. ¿Acaso no podríamos—dirá el liberal moderno—volver a la simple confianza de los discípulos? ¿Acaso no podemos dejar de cuestionarnos cómo Jesús nos salva; acaso no podemos simplemente dejarle la forma a Él? Luego, ¿cuál es la necesidad de definir el “llamamiento eficaz,” o de enumerar la “justificación, adopción y santificación y los beneficios que acompañan o provienen de de ellos”? Además, ¿cuál es la necesidad de repasar los pasos en la obra redentora de Cristo, tal como fueron ensayados por la iglesia de Jerusalén? ¿Qué necesidad hay de declarar que “Cristo murió por nuestros pecados de acuerdo a las Escrituras, que fue sepultado, que fue levantado de los muertos al tercer día de acuerdo a las Escrituras”? ¿No debiéramos depositar nuestra confianza en una Persona en vez de en un mensaje; en Jesús, en vez de lo que Jesús dijo; en el carácter de Jesús, en vez de Su muerte?

Convincentes palabras son estas—convincentes, pero lastimosamente vanas. ¿Podemos volver realmente a Galilea? ¿Acaso estamos en la misma situación de aquellos que se acercaron a Jesús cuando estuvo en la tierra? ¿Acaso podemos escucharlo decir: “Tus pecados te son perdonados”? Estas son preguntas serias e imposibles de ignorar. Lo cierto es que Jesús de Nazaret murió mil novecientos años atrás. Para los hombres de Galilea del primer siglo fue posible confiar en Él, porque extendió Su ayuda hacia ellos. Para ellos, el gran problema de la vida era simple de resolver. Era cosa de hacer espacio entre las multitudes o bajar desde uno de los techos de Capernaúm, y la gran búsqueda habría acabado. Pero nosotros estamos separados diecinueve siglos de Aquel, el único que nos puede ayudar. ¿Cómo podemos cruzar el abismo de tiempo que nos separa de Jesús?

Algunos intentan construir el puente sobre este abismo mediante el simple uso de imaginación histórica. “Jesús no está muerto,” se nos dice, “sigue viviendo a través de las palabras y obras documentadas; ni siquiera tenemos que creerlo; una parte es suficiente; la maravillosa personalidad de Jesús brilla con claridad desde la historia del Evangelio. En otras palabras, aún lo podemos conocer; simplemente debemos—sin teología, sin controversia, sin investigar los milagros—dejarnos llevar por Su encanto y Él nos sanará.”

Hay algo convincente acerca de esto. Claramente es posible admitir que Jesús permanece vivo a través de los escritos del Evangelio. En esa narrativa no vemos simplemente un cuadro sin vida. Nos da la impresión, más bien, de una persona muy viva.

Aun podemos compartir, mientras leemos, el asombro de aquellos que escuchaban estas nuevas enseñanzas en la sinagoga en Capernaúm. Podemos simpatizar con la fe y devoción del pequeño grupo de discípulos que no lo abandonaban mientras otros se ofendían ante las duras enseñanzas. Podemos sentir gran alegría ante el bendito alivio que recibieron aquellos con enfermedades del cuerpo y de la mente. Podemos valorar el tremendo amor y la compasión de Aquel que fue enviado a encontrar y salvar aquello que se había perdido. Definitivamente es una maravillosa historia—no muerta, sino llena de vida a cada instante.

Claramente el Jesús de los Evangelios es una persona real. Pero esta no es la única cuestión. Estamos avanzando excesivamente rápido. Jesús vive en los Evangelios—esto lo podemos admitir con libertad—pero, ¿cómo puede la gente del siglo veinte, como nosotros, entrar en una relación vital con Él? Murió hace diecinueve siglos. La vida que vivió en los Evangelios es simplemente Su vida antigua, que vuelve a vivir una y otra vez. En aquella vida no hay cabida para nosotros; somos espectadores de aquella vida, no actores. La vida que vive Jesús en los Evangelios, después de todo, es para nosotros la vida actuada en un escenario. Nos acomodamos en el teatro y observamos la fascinante obra del Evangelio del perdón, amor, sanidad, coraje y esfuerzo; con absorta atención seguimos las historias de aquellas vidas afortunadas que se acercaron a Jesús cansadas y cargadas y hallaron descanso. Incluso, por algún tiempo, olvidamos nuestros problemas. Pero de repente las cortinas caen, junto con el cierre del libro, y salimos nuevamente a la fría rutina de nuestras propias vidas. La calidez y alegría de un mundo ideal se desvanecen y “en vez de ellas viene una sensación de cosas reales con doble intensidad.” Ya no estamos reviviendo las vidas de Pedro, Santiago y Juan. Desgraciadamente, estamos viviendo nuestras propias vidas nuevamente, con nuestros propios problemas y nuestra propia miseria y nuestro propio pecado. Y aún buscamos a nuestro propio Salvador. No nos engañemos. Un maestro judío del siglo primero es incapaz de satisfacer las necesidades de nuestras almas. Arrópenlo de todo el arte con que lo pueda decorar la investigación moderna. Ilumínenlo de la cálida y engañosa luz del sentimentalismo moderno. A pesar de todo esto, el sentido común volverá a imponerse y después de nuestro breve momento de autoengaño—pensando en haber estado con Jesús—se vengará de nosotros con una desesperante desilusión.

Pero, dice el predicador moderno, al contentarnos con el Jesús histórico, el gran maestro que proclamó el Reino de Dios, ¿no estamos acaso restaurando la simplicidad del Evangelio primitivo? No, respondemos, no lo están restaurando, pero temporalmente al menos, no están tan equivocados. En realidad, están volviendo a una etapa muy primitiva de la Iglesia. Sólo que esa etapa precluye a esa primavera en Galilea, ya que en Galilea los hombres tenían a un Salvador. Hubo una vez, y sólo una vez, cuando los discípulos vivieron, como ustedes, con el recuerdo de Jesús. ¿Cuándo? Fue un tiempo sombrío y desesperante. Fueron los tres tristes días después de la crucifixión. En ese momento, y sólo en ese momento, los discípulos de Jesús, consideraron a Jesús como un bendito recuerdo. “Nosotros confiábamos,” dijeron, “en que Él iba a ser quien redimiera a Israel.” “Confiamos, pero ahora hemos perdido nuestra confianza.” ¿Acaso hemos de permanecer para siempre, junto al modernismo liberal, en la oscuridad de estos días tristes? ¿O salimos de ellos hacia el calor y el gozo de Pentecostés?

Claramente vamos a permanecer por siempre en la oscuridad si nos enfocamos sólo en el carácter de Jesús y negamos lo que Él ha hecho, si intentamos enfocarnos en la persona mientras que negamos el mensaje. Puede que logremos gozo en vez de tristeza, o poder en vez de debilidad, pero no será por optar por el camino fácil. No lograremos nada evitando la controversia, ni podremos asirnos de Jesús y al mismo tiempo rechazar el Evangelio. ¿Qué fue lo que ocurrió en esos días para que un grupo de discípulos afligidos se transformaran en los conquistadores espirituales del mundo? No fue simplemente el recuerdo de la vida de Jesús; no fue la inspiración por la relación que habían tenido con Él. Fue un mensaje: “Él ha resucitado.” Tan sólo ese mensaje le dio a los discípulos un Salvador; y ese mismo mensaje nos puede dar un Salvador a nosotros hoy. Jamás tendremos un contacto vital con Jesús si sólo atendemos a Su Persona, pero no a Su mensaje; pues es el mensaje el que convierte a Jesús en nuestro Salvador.

Pero el mensaje cristiano contiene más que el acontecimiento de la resurrección. No es suficiente saber que Jesús está vivo; no es suficiente saber que una Persona maravillosa vivió en el primer siglo de la era cristiana y que, de alguna manera, y en algún lugar, aún vive hoy. Jesús vive, lo cual es grandioso; pero, ¿qué beneficio nos trae a nosotros? Nosotros somos como los habitantes de la Siria lejana o de Fenicia en los días en que Jesús se hizo carne. Hay una persona maravillosa que puede sanar toda dolencia de cuerpo y alma. Pero desgraciadamente no estamos con Él, y el camino es largo. ¿Cómo acercarnos a Su presencia? ¿Cómo establecemos contacto con Él? Para aquellos de la antigua Galilea, el contacto se establecía por medio de un toque de Su mano o una palabra de Su boca. Para nosotros el problema no es tan fácil. No lo podemos encontrar bordeando el lago o en una casa con multitudes alrededor; ni descendiendo en una pieza donde Él esté sentado junto a escribas y fariseos. Si sólo empleamos nuestros métodos personales nos hallaremos en una peregrinación sin frutos. Ciertamente, si queremos encontrarnos con nuestro Salvador, necesitamos ser guiados. En el Nuevo Testamento encontramos guía completa y gratuita—una guía tan completa que puede quitar toda duda; y, sin embargo, tan simple que hasta un niño puede entender. El contacto con Jesús de acuerdo al Nuevo Testamento, se establece por lo que Cristo hace, no por otros, sino por nosotros. Los relatos de lo que hizo por otros, por cierto, son necesarios. Al leer cómo Él caminaba haciendo el bien, al leer cómo Él sanaba a los enfermos, levantaba a los muertos y perdonaba pecados, conocemos que es Alguien digno de confianza. Pero para los cristianos tal conocimiento no es un fin en sí mismo, sino el medio hacia un fin. No es suficiente saber que ha salvado a otros; también necesitamos saber que nos ha salvado a nosotros.

Esta es la enseñanza que se nos ha dado en la historia de la Cruz. Jesús no ha puesto simplemente Sus manos en nuestros oídos diciendo: “Ábrete”; no nos ha dicho meramente: “Levántate y camina.” Por nosotros, ha hecho algo mayor—por nosotros, Él murió. Nuestra terrible culpa, la condenación que viene de la ley de Dios—fue completamente removida por un acto de gracia. Ese es el mensaje que nos acerca a Jesús, y que lo convierte no tan sólo en el Salvador de Galilea, sino en tu Salvador y mi Salvador. Es vano hablar de depositar confianza en la Persona sin creer el mensaje, porque la confianza depende de una relación entre la persona que confía y Aquel en quien se deposita la confianza. Y en este caso, la relación se establece mediante la bendita teología de la Cruz. Sin el octavo capítulo de Romanos, la vida terrenal de Jesús sería lejana e infructífera; porque que es mediante el octavo capítulo de Romanos, o el mensaje contenido en el capítulo, que Jesús se convierte, hoy, en el Salvador.

La verdad es que cuando la gente habla de confiar en la Persona de Jesús, como si fuera posible confiar sin aceptar el mensaje de Su muerte y resurrección, realmente no están hablando de la confianza verdadera. Lo que ellos definen como confianza es realmente admiración o reverencia. Ellos reverencian a Jesús como la Persona Suprema en la Historia y como el revelador supremo de Dios. Pero sólo puede entrar en escena la confianza cuando esta Persona suprema extiende Su poder salvador hacia nosotros. “Hizo el bien”; “dijo cosas que nadie nunca había dicho”; “es la imagen misma de Dios”—esto es reverencia; “me amó y se entregó por mí”—esto es fe. Pero las palabras “me amó y se entregó por mí” son una expresión de historia; constituyen el relato de algo que ocurrió. Y al hecho agregan el significado del hecho; en esencia, contienen toda la profunda teología de la redención por medio de la sangre de Cristo. La doctrina cristiana se encuentra en la base misma de la fe.

Hay que admitir, entonces, que si hemos de tener una religión sin doctrina, o una religión doctrinal fundada meramente sobre verdades generales, debemos abandonar no sólo a Pablo, no sólo a la iglesia primitiva de Jerusalén, sino también a Jesús mismo. Pero, ¿qué se entiende por doctrina? Aquí se ha interpretado como la presentación de los hechos que se encuentran en la base de la religión cristiana, junto al verdadero significado de los hechos. Pero, ¿es este el único sentido de la palabra? ¿No podría la palabra "doctrina" ser comprendida en un sentido más restringido, como una presentación sistemática, científica pero parcial de los hechos? Y si la palabra se usa en este sentido restringido, ¿no será que esta objeción moderna hacia la doctrina, involucra meramente una objeción a las excesivas sutilezas de la teología controversial, no una objeción a las palabras radiantes del Nuevo Testamento—una objeción al siglo dieciséis y diecisiete, pero en ningún caso al primer siglo? Sin duda, la palabra se recibe así por muchos de los que se sientan en las bancas a escuchar la exaltación moderna de la “vida” a expensas de la “doctrina.” El piadoso oyente funciona bajo la impresión de que sólo se le pide volver a la simplicidad del Nuevo Testamento, en vez de atender a las sutilezas de los teólogos. Como nunca se le ha ocurrido atender a las sutilezas de los teólogos, tiene ese sentimiento de comodidad que siempre tienen aquellos que asisten a la iglesia a escuchar cómo se ataca al pecado de otros. Con razón las invectivas modernas en contra de la doctrina constituyen un tipo de predicación tan popular. Un ataque hacia Calvino, Turretín o a los religiosos de Westminster, no pareciera ser una amenaza peligrosa para aquel hombre moderno que asiste a la iglesia. Sin embargo, el ataque hacia la doctrina no es una cuestión tan inocente como supone aquel hombre; porque lo que se objeta respecto a la teología cristiana es lo que se encuentra en el corazón del Nuevo Testamento. Finalmente, el ataque no es en contra del siglo diecisiete, sino en contra de la Biblia y de Jesús mismo.

Aun si no fuera un ataque en contra de la Biblia, sino un ataque en contra de los grandes acontecimientos históricos que enseña la Biblia, seguiría siendo lamentable. Si se exterminara todo lo que nace del pensamiento cristiano de diecinueve siglos para empezar de cero, la pérdida, aun si se mantuviera la Biblia, sería inmensa.

Cuando se admite que la religión cristiana se basa en un cuerpo de verdades, se debe tratar con respeto al esfuerzo que generaciones pasadas han llevado a cabo para clasificar estos hechos. En ninguna rama de la ciencia existiría un verdadero avance si cada generación partiera de cero, sin depender de lo que las generaciones pasadas han logrado. Sin embargo, en la teología, se cree que vituperar el pasado es esencial para el progreso. ¡Pero lo peor es que ese vituperio se basa en absolutas falsedades! Después de escuchar las críticas en contra de las grandes creencias de la Iglesia, es impactante volver a las Confesiones de Westminester, por ejemplo, o al más teológico y afectuoso libro, "El Progreso del Peregrino," de John Bunyan, y descubrir, al hacerlo, en vez de frases modernas superficiales acerca de una “ortodoxia muerta,” un texto llena de vida en cada palabra.

En tal ortodoxia hay suficiente vida como para encender al mundo entero con radiante amor. Sin embargo, en el vituperio moderno en contra de la “doctrina” no se ataca a los grandes teólogos o credos, sino al Nuevo Testamento y a nuestro Señor. Al rechazar la doctrina, el predicador moderno está rechazando las simples palabras de Pablo, “quien me amó y dio Su vida por mí,” tal cual como rechaza "la misma sustancia" del Credo de Nicea. La palabra “doctrina,” no se utiliza en su forma más estricta, sino en forma amplia. El predicador liberal está rechazando toda la base del cristianismo, religión que no se basa en aspiraciones, sino en hechos. Aquí nos encontramos con la diferencia fundamental entre liberalismo y cristianismo—el liberalismo se expresa solamente en el modo imperativo, mientras que el cristianismo comienza con un indicativo triunfante. El liberalismo apela a la voluntad del hombre, mientras que el cristianismo anuncia, primeramente, un acto de gracia divina.

Al mantener la base del cristianismo, nos preocupa que no se malentienda. Hay ciertas cosas a las cuales no nos referimos.

En primer lugar, no estamos diciendo que si la doctrina es correcta no hará diferencias respecto a la vida. Al contrario, esto es lo que hace toda la diferencia. Desde sus inicios, el cristianismo siempre fue una forma de vida; la salvación que se ofrecía era la salvación del pecado, y esta salvación se mostraba no sólo en esperanza, sino también en un inmediato cambio moral. Los primeros cristianos, para asombro de sus cercanos, vivieron de una nueva manera—una vida de honestidad, pureza y generosidad. Y de la comunidad cristiana se excluyeron de forma estricta todas las otras maneras de vivir. Desde el comienzo el cristianismo fue una experiencia de vida.

Pero, ¿cómo se producía esta vida? Es posible que haya sido producida mediante exhortación. En el mundo antiguo, fue un método que ya se había intentado; en la era helenística había muchos predicadores que viajaban enseñando cómo las personas debían vivir sus vidas. Pero se terminó por comprobar que tales exhortaciones carecían de poder. Aun cuando los ideales de los predicadores estoicos y cínicos eran elevados, estos predicadores no lograron transformar la sociedad. Lo extraño del cristianismo es que adoptaba un método completamente distinto. No transformaba la vida de las personas apelando a la voluntad del hombre, sino mediante el relato de una historia; no por medio de la exhortación, sino mediante la narración de un evento histórico. Con razón tal método parecía tan extraño. ¿Podría haber algo menos práctico que intentar influenciar conductas recitando eventos relacionados a la muerte de un líder religioso? A esto Pablo llamó “la insensatez del mensaje.” Para el mundo antiguo parecía insensatez, y hoy, para el predicador liberal, también. Pero lo extraño es que funciona. Sus efectos se observan aun en este mundo. Donde las exhortaciones más elocuentes muchas veces fallan, la simple historia de un evento logra su objetivo; las vidas de hombres son transformadas por una noticia.

Es, justamente, por tales transformaciones de vida, que el mensaje cristiano capta la atención y admiración del hombre. Ciertamente, entonces, hace una enorme diferencia que vivamos correctamente. Si nuestra doctrina es correcta y vivimos incorrectamente, ¡cuán terrible es nuestro pecado! Pues habremos pecado a pesar de conocer la verdad. Por otra parte, es muy triste cuando el hombre usa la gracia social que Dios le ha dado, y la inercia moral de ancestros piadosos, para dar un mensaje falso. No existe nada en el mundo que le quite el lugar a la verdad.

En segundo lugar, al insistir respecto a la base doctrinal del cristianismo, no queremos dar a entender que todos los puntos de la doctrina son igualmente importantes. Es perfectamente posible mantener la comunión cristiana aunque existan diferencias de opinión.

Una de esas diferencias de opinión, la cual ha sido cada vez más prominente en los últimos años, se refiere al orden de los eventos en relación al regreso de Cristo. Muchos cristianos creen que cuando el mal haya alcanzado su clímax en el mundo, el Señor Jesús regresará a la tierra en cuerpo, trayendo un reino de justicia que durará mil años, y finalizado ese período, el mundo llegará a su fin. Para el que escribe este libro, esa creencia es un error, que nace de una falsa interpretación de la Palabra de Dios; no creemos que las profecías bíblicas permitan visualizar el mapa de eventos futuros de forma tan definitiva. El Señor regresará, y no regresará, en el sentido moderno, simplemente en forma “espiritual”—esto es claro—pero, que no se logrará mucho mediante la presente dispensación del Espíritu Santo y que la gran parte restante se logrará a través de la presencia de Cristo, en cuerpo—no es posible justificar tal opinión en base a las Escrituras. ¿Cuál debe ser nuestra actitud con respecto a este debate? Ciertamente no puede ser una actitud de indiferencia. El recrudecimiento del “premileniarismo” o “milenialismo” en la iglesia moderna nos preocupa seriamente; va de la mano, creemos, con un método errado de interpretación de las Escrituras el cual, en el largo plazo, puede ser perjudicial. Sin embargo, ¡cuán grande es nuestro acuerdo con aquellos que sostienen la visión premilenial! Ellos comparten completamente nuestra reverencia por la autoridad de la Biblia, y difieren en la interpretación de la Biblia; comparten nuestro entendimiento de la deidad del Señor Jesús; sin embargo, difieren de nuestra concepción supernaturalista de la llegada de Jesús al mundo y de la consumación cuando Él regrese. Ciertamente, desde nuestro punto de vista, su error, tan serio como es, no es un error fatal; y podemos, siendo leales no sólo a la Biblia sino también a los grandes credos de la Iglesia, unirnos en comunión cristiana. Por lo tanto, es un gran error cuando los liberales modernos presentan la materia en cuestión en la Iglesia, en el campo misionero y en casa, como una cuestión entre el premileniarismo y la visión contraria. En realidad, el asunto es entre el cristianismo, sea o no sea premileniarista, por un lado, y una negación naturalista del cristianismo por otro.

Otra diferencia de opinión que puede subsistir en medio de la comunión cristiana es la diferencia de opinión respecto al modo de eficacia de los sacramentos. Esta si que es una diferencia seria, y negar su seriedad es un error aun peor que tomar el lado equivocado en la misma controversia. Muchas veces se dice que la condición dividida del cristianismo es un mal, y así lo es. Sin embargo, el mal yace más bien en los errores mismos causantes de la división y no en el reconocimiento de los errores existentes. Fue una gran tragedia cuando en la “Conferencia de Marburg” entre Lutero y los representantes de la Reforma Suiza, Lutero escribió acerca de la Cena del Señor, “Este es mi cuerpo,” y le dijo a Zwinglio y a Oecolampadius, “Ustedes tienen otro espíritu.” La diferencia de opinión provocó un quiebre entre las ramas Luteranas y Reformadas de la Iglesia, lo que implicó, para el Protestantismo, perder mucho del terreno que podría haber ganado. Claramente fue una gran tragedia. Pero la tragedia ocurrió porque Lutero (creemos) erró respecto a la Cena del Señor; hubiera sido una tragedia mucho peor si aun estando equivocado respecto a la cena, hubiese considerado el asunto como algo poco importante. Lutero se equivocó respecto a la Cena, pero aun peor hubiese sido su error, si estando equivocado, le hubiera dicho a sus oponentes: “Hermanos, este tema es un detalle; y no hay mucha diferencia en lo que un hombre piensa respecto a la mesa del Señor.” Tal indiferencia hubiese sido mucho más fatal que todas las divisiones de diversas ramas de la Iglesia. Un Lutero que hubiera cedido en cuanto a la Cena del Señor, jamás hubiese dicho en el Diet of Worms, “Aquí me paro, no pues puedo hacer otra cosa, ayúdame Dios, Amén.” La indiferencia respecto a la doctrina no permite que existan héroes de la fe.

Otra diferencia de opinión concierne a la naturaleza y prerrogativas respecto al ministerio cristiano. De acuerdo a la doctrina anglicana, los obispos poseen una autoridad que les ha sido delegada mediante ordenación sucesiva, por los apóstoles del Señor, y sin tal ordenación no existe el pastorado. Otras iglesias niegan esta doctrina de “sucesión apostólica,” y sostienen una perspectiva del ministerio distinta. Aquí, nuevamente, las diferencias no son detalles, y poco simpatizamos con aquellos que por el mero interés de hacer de la Iglesia una iglesia más eficiente, intentan persuadir a los anglicanos a que bajen sus armas de defensa, las cuales fueron levantadas en base a sus principios. Pero a pesar de la importancia de las diferencias, estas no alcanzan a descender hasta la raíz. Para el propio anglicano concienzudo, aun si considera estar en división con miembros de otros cuerpos, la comunión cristiana con personas de otros cuerpos es posible; y ciertamente aquellos que rechazan la visión anglicana del ministerio pueden considerar a la Iglesia Anglicana como un miembro genuino y muy noble del cuerpo de Cristo.

Otra diferencia de opinión es aquella entre los calvinistas, o la teología reformada, y el arminianismo de la Iglesia Metodista. Es difícil entender cómo alguien que ha estudiado el tema pueda considerar esta diferencia como una materia de poca importancia. Al contrario, llega a tocar algunas de los temas más profundos de la fe cristiana. Un calvinista no puede más que considerar a la teología arminiana como un serio empobrecimiento de la doctrina de las Escrituras respecto a la gracia divina, e igual de seria es la perspectiva que los arminianos deben tener respecto a la doctrina de las iglesias reformadas. Sin embargo, nuevamente es posible tener una verdadera comunión evangélica entre aquellos que tienen perspectivas drásticamente opuestas, respeto a temas extremadamente importantes.

Considerablemente más seria es la división entre la Iglesia de Roma y el protestantismo evangélico en todas sus formas. Sin embargo, ¡cuán grandiosa es la herencia en común que une a la Iglesia Católica Romana, con sus esfuerzos por preservar la autoridad de la Santa Palabra y su aceptación de los credos, con los devotos protestantes de hoy! Claramente, no vamos a esconder las diferencias que nos separan de la Iglesia de Roma. El abismo es ciertamente muy profundo. Pero así tan profundo como es, parece un pequeño detalle al compararlo con el abismo que existe entre nosotros y muchos ministros de nuestra Iglesia. Puede que la Iglesia de Roma represente una tergiversación de la religión cristiana; pero el liberalismo naturalista simplemente no es cristianismo.

Esto no significa que conservadores y liberales deban vivir en animosidad a nivel personal. No involucra nuestra carencia de simpatía hacia aquellos que se están sintiendo obligados por la corriente de los tiempos a abandonar su confianza en el extraño mensaje de la Cruz.

Hay muchos lazos—lazos de sangre, de ciudadanía, de aspiraciones éticas, de esfuerzos humanitarios—que nos unen con aquellos que se han apartado del Evangelio. Confiamos que esos lazos nunca se debiliten, y que en última instancia, tengan un propósito en la propagación de la fe cristiana. Pero el servicio cristiano consiste primeramente en la propagación de la fe cristiana y, específicamente, en la comunión que sólo hay entre aquellos para quienes el mensaje ha llegado a ser la base misma de sus vidas.

El carácter del cristianismo, basado en un mensaje, se puede resumir en las palabras del octavo versículo y primer capítulo del libro de Hechos—“Ustedes serán mis testigos en Jerusalén, y en toda Judea y en Samaria, y hasta los confines de la tierra.” Es completamente innecesario, para el propósito presente, argumentar acerca del valor histórico del Libro de los Hechos de los Apóstoles o discutir si Jesús realmente dijo las palabras citadas. Sea cual sea el caso, el versículo debe ser reconocido como una síntesis adecuada de lo que se sabe fue la Iglesia cristiana primitiva. Desde sus inicios, el cristianismo fue una campaña de testigos que dieron a conocer ciertos acontecimientos y un mensaje. Y el mensaje no se preocupaba meramente de lo que Jesús hacía en la intimidad de las vidas individuales. Considerar las palabras en Hechos en este sentido, es hacer violencia al contexto y a toda la evidencia. Por el contrario, las Epístolas de Pablo y todas las fuentes dejan muy en claro que el testimonio no eran los hechos espirituales internos, sino lo que Jesús hizo, de una vez y para siempre, con Su muerte y resurrección.

Así, el cristianismo se basa en acontecimientos que ocurrieron, y el obrero cristiano es primeramente un testigo. Pero de ser así, es bastante importante que el obrero cristiano diga la verdad. Cuando un testigo sube al podio a dar testimonio, poco importa la marca de su tenida, o si sus frases son elegantemente expresadas o no. Lo importante es decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Si queremos ser verdaderos cristianos, entonces, lo que estamos enseñando sí hace una gran diferencia, y anunciar las enseñanzas del cristianismo, y contrastarlas con las enseñanzas del principal rival moderno del cristianismo no está lejos de la labor más importante del cristiano.

El principal rival moderno es el “liberalismo.” Un estudio que compare las enseñanzas del liberalismo con las del cristianismo muestra que, en cualquiera de sus puntos, ambos movimientos están en directa oposición. Ahora, llevaremos a cabo dicho estudio, aunque sólo en forma resumida y somera.


Referencias

  1. Ver, El Origen de la Religión de Pablo, 1921, p. 168. No se sostiene que para Pablo la doctrina viene temporalmente antes que la experiencia de vida, sino que viene lógicamente primero. Aquí se encuentra la respuesta a la objeción del Dr. Lyman Abott que se levantó en contra de la afirmación en El Origen de la Religión de Pablo. Ver The Outlook, vol. 132, 1922, pp.104ss.
  2. Algunos escritos de estos intentos se han dado a conocer por el escritor presente en el El Origen de la Religión de Pablo, 1921.
  3. Compare Una encuesta rápida de la Literatura e Historia del Nuevo Testamento, publicado por el Consejo Presbiteriano de Publicación y Trabajo Colegial Sabático texto para estudiantes, pp. 42ss.
  4. Monarch and Gott, 1921. Compare con el artículo en Princeton Theology Review, xx 1922, pp. 327-329.
  5. Heitmuller, Jesus, 1913, p.71. Ver El Origen de la Religión de Pablo 1921, p.157.
  6. Das Messiasgeheimnis in den evangelien, 1901.
  7. J. Weiss, “Das Problem der Entstehung des Christentums,” in archive fur Religionswissenschaft, xvi. 1913, p. 456. Ver El Origen de la Religión de Pablo, 1921, p. 156.

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