Incluso en la UCI
De Libros y Sermones BÃblicos
Por Kathryn Butler sobre Santificación y Crecimiento
Traducción por Paola Montano
Por qué la esperanza vencerá la muerte
Cada día se ensanchan los puntos rojos en el mapa a medida que el coronavirus devora países enteros. El numero de casos a nivel mundial supera los tres millones. En las últimas semanas, el virus se ha cobrado la vida de hasta dos mil personas por día en Italia, España y los Estados Unidos, y en total ha matado a más de doscientas mil personas. Cada uno de esos números representa una madre, un padre, una hija o un hijo. Más de doscientos mil portadores de la imagen de Dios, cada uno con sueños, ambiciones, pasiones y esperanzas, ahora se han ido.
Al igual que muchos profesionales de la salud retirados, me he unido para ayudar a medida que aumentan los casos de coronavirus. Mientras que paso de días inmersa en libros con mis hijos a noches ayudando a personas a aferrarse a la vida, me angustia pensar en los rostros y los nombres detrás de los números. ¿Cuántos respirarán por última vez en mi turno? ¿Cuántos de ellos estarán solos cuando eso suceda? Las UCI albergan a las personas más enfermas en el hospital, pero incluso en las peores circunstancias los seres queridos generalmente permanecen a un lado de la cama, a menudo hablando, a veces cantando, siempre sosteniendo una mano mientras esa vida decae lentamente. Ahora, mientras el coronavirus forja barreras sin precedentes, las habitaciones están extrañamente vacías.
También me preocupo por las personas a las que voy a destruir con horribles noticias por teléfono. Cada muerte también significa que hay seres queridos de luto. Incluso cuando los casos disminuyen, su dolor perdurará. Durante meses, tal vez durante años, escucharán una canción familiar, caminarán por su calle favorita y será difícil respirar por la angustia mientras los recuerdos regresan.
Luego están las multitudes que las estadísticas no reflejan: aquellos temerosos por sus hogares y familias a medida que la economía se desmorona. Las personas están preocupadas por pagar la electricidad y el agua mientras que sus ingresos semanales se agotan. Otros temen que sus hijos se atrasen si no pueden acceder a las clases en línea. Otros más trabajan diligentemente en supermercados o farmacias, con miedo de llevar el virus a casa a sus familiares. Y hay miles de nosotros, aislados, tal vez en cuarentena autoimpuesta, que diariamente se hunden en la soledad.
De cualquier modo que analicemos los datos, pocos de nosotros saldremos de esta crisis ilesos. Señor, ten piedad.
Fiel en la adversidad
Sabemos que Dios es “compasivo y clemente, lento para la ira y abundante en misericordia y fidelidad” (Éxodo 34:6, LBLA). Pero admitiré que en mi estado caído, mientras me concentro en la mejor manera de cuidar a estos pacientes al mismo tiempo que protejo a mi propia familia, a veces me es difícil comprender su misericordia. Mi visión de su misericordia se vuelve borrosa cuando todo lo que conocemos como bueno parece desmoronarse.
No estoy sola. A lo largo de la Biblia, aquellos que aman a Dios soportan el sufrimiento, se acobardan por el temor, y con corazones suplicantes y sus manos juntas claman: "¿Hasta cuándo, Señor, estarás mirando?" (Salmo 35:17). David se lamentó al ver imágenes desgarradoras. Job se rasgó con un trozo de teja. María, afligida por la muerte de Lázaro, cayó a los pies de Jesús y clamó: “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto” (Juan 11:32).
En este mundo, lloraremos. Nuestro entendimiento tiene límites. Nos hundimos en nuestro dolor. Pero una y otra vez, la Biblia revela que incluso en nuestros momentos más desesperados, Dios permanece fiel. Él abunda en misericordia incluso cuando el pecado nos aplasta y desafía nuestra comprensión. En maneras más increíbles de lo que podemos imaginar, Él obra a través de las calamidades que asolan este mundo para traernos a su gloria.
Los propósitos ocultos de Dios
El ejemplo de Marta y María ilustra marcadamente este punto. En Juan 11:3, las hermanas le pidieron a Jesús que salvara a su hermano moribundo, Lázaro. Habían visto a Jesús sanar multitudes: paralíticos y leprosos, ciegos y epilépticos. Seguramente se apresuraría a salvar a su amado amigo Lázaro.
Pero en lugar de correr a donde estaba Lázaro, Jesús se retrasó dos días completos. En ese intervalo, Lázaro sucumbió ante su enfermedad y murió. Imagina la confusión y el dolor de las hermanas. Jesús tenía el poder para salvar a su hermano, así que ¿por qué no lo hizo? ¿Por qué permitiría tanto horror?
La respuesta que leemos en Juan 11 es impresionante. "Esta enfermedad no es para muerte", explicó Jesús. “Sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por medio de ella” (Juan 11:4). Luego, en la tumba, Jesús “gritó con fuerte voz: '¡Lázaro, ven fuera!' Y el que había muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: 'Desatadlo, y dejadlo ir'” (Juan 11:43–44).
Aun cuando Marta y María no pudieron discernir sus propósitos, Dios estaba obrando, cubriéndolas con su gracia y su gloria. Al permitir que la muerte se apoderara de Lázaro de manera transitoria, Jesús reveló el poder y la gloria de Dios. También señaló el mayor regalo de Dios a la humanidad: el perdón de los pecados a través de la sangre de Cristo, y una vida eterna en la presencia de nuestro Señor.
El pecado infecta el corazón de cada criatura en la tierra. Pero en Cristo, esta enfermedad no conduce a la muerte. Por amor al mundo, Dios ha vencido a la muerte (Juan 3:16; 1 Corintios 15:55), de modo que ninguna enfermedad, ni siquiera una pandemia que ha devorado al mundo, puede separarnos de su amor (Romanos 8:38-39).
Esperanza para poder soportar
Así como la paga del pecado, la muerte, arrebata de nuestro alrededor a aquellos que amamos y corrompe todo lo que es bueno y hermoso. El Evangelio es buenas nuevas precisamente porque la muerte es tan horrible. En las próximas semanas y meses, lloraremos por nuestros amigos fallecidos. Los números aumentarán. Las lágrimas fluirán. Haré mis rondas en la oscuridad de la noche y me ahogaré en la angustia. Jesús nunca prometió que viviríamos libres de dolor mientras esperamos su regreso (Juan 15:18).
Sin embargo, Él nos ofrece una esperanza para soportarlo. La tumba vacía nos recuerda que Dios es más grande que cualquier paquete de ácidos nucleicos haciendo agujeros en los pulmones. El coronavirus se extiende de manera silenciosa, pero la mano soberana de Dios nos cubre, y su gloria no conoce límites. Al igual que Marta y María, sólo percibimos la ausencia de nuestro Señor, sus retrasos y su silencio. Pero en palabras de Pablo, "Esta aflicción leve y pasajera nos produce un eterno peso de gloria que sobrepasa toda comparación, al no poner nuestra vista en las cosas que se ven, sino en las que no se ven; porque las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas” (2 Corintios 4:17–18).
Me aventuré de nuevo en la UCI para amar a mis prójimos en crisis, porque Jesús me amó primero. Las noches son largas y duras. Las lágrimas fluirán. Mi objetivo es cuidar de las cifras crecientes, pero puedo regocijarme de que nuestro Dios, quien dio a su Hijo amado para que tengamos vida eterna, conoce a todos y cada uno por su nombre (Salmo 139:1–2). Él ha contado cada cabello de nuestra cabeza (Lucas 12:7). Mientras que por ahora gemimos, Él ya ha derrotado a la muerte por amor a nosotros, y ha asegurado para nosotros un hogar en el cielo.
Cualesquiera que sean las calamidades que nos esperan, cuando Cristo regrese, ahuyentará a la peste. Él pondrá en orden nuestras moléculas descarriadas, limpiará cada lágrima de cada ojo y hará todas las cosas nuevas.
Por ahora, gemimos. Por ahora, lloramos. Pero la tumba está vacía. Cristo ha resucitado. Y en Cristo, nos aferramos a la promesa de que ningún virus, ninguna enfermedad, ningún enemigo invisible puede separarnos de su amor.
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