La Primera Comparecencia deNuestro Señor ante Pilato
De Libros y Sermones BÃblicos
Por Charles H. Spurgeon
sobre La Muerte de Cristo
Una parte de la serie Metropolitan Tabernacle Pulpit
Traducción por Allan Aviles
“Y les dijo: Yo no hallo en él ningún delito.”Juan 18: 38.
Si Dios lo permite, me gustaría presentarles los domingos por la mañana, la historia completa de los sufrimientos de nuestro Salvador. Comenzamos el domingo pasado y fuimos con Él a la casa de Caifás, y fue un momento tristemente solemne cuando contemplamos al Príncipe de Paz en calidad de prisionero, y oímos que era acusado falsamente e injustamente condenado, y luego le vimos ultrajado a tal punto que sirvientes y hombres viles en extremo le escupían en el rostro y le escarnecían. Yo espero que no se cansen de este tema. Si eso sucediera, sería culpa del predicador, pues es un tema inagotable y siempre rebosante; o si no se pudiera culpar al predicador, la censura iría dirigida a sus oyentes. Si nos cansamos de la historia de la cruz, se trata de un triste indicativo de una secreta enfermedad del alma, y sería bueno observar el síntoma y acudir presurosamente al grandioso Médico para el restablecimiento. Para los verdaderos santos que gozan de una sana condición, no hay lugar más atractivo que el lugar de la pasión de nuestro Señor, en el que cumplió la gloriosa obra de nuestra redención. A los verdaderos santos les encanta caminar muy despacio a lo largo de esa Vía Dolorosa que conduce desde Getsemaní al Gólgota; vayamos al paso de ellos.
Cuando me detengo y contemplo a mi Señor, ardiendo sin consumirse como la zarza en Horeb, oigo una voz que me dice: “el lugar en que tú estás, tierra santa es”. Nada es más santo que la persona de nuestro divino Maestro; es muy bueno, por tanto, estar con Él. También es santa la angustia que experimentó cuando entregó Su persona como un sacrificio por nosotros, y, por eso, es bueno estar con Él en Sus sufrimientos. Sus aflicciones tienen una influencia sumamente santificante sobre todos los que las consideran con amor creyente. Estoy persuadido de que si viviéramos más en la atmósfera de la cruz, el pecado perdería su poder, y toda gracia florecería. Cuando nos acercamos mucho a Él y tenemos comunión con Él en Sus sufrimientos, sonamos la alarma contra el pecado que lo mató, y resolvemos vengarnos del pecado apartándonos de él, y decidimos luchar contra él siempre que lo veamos en otras personas. La cruz es ese santo implemento con el cual hacemos la guerra contra el pecado hasta destruirlo completamente. Bienaventurados y santos son entonces los pensamientos que son generados por nuestro grandioso sacrificio.
Y no sólo es eso, sino que la medicina que nos proporciona la salud es un gozo en sí misma.
“Son dulces momentos, plenos de bendición,
Los que paso delante de la cruz,
Recibiendo vida, salud y paz,
Del moribundo Amigo del pecador.”
Aquí no hay la algarabía como la de quienes se divierten con su vino, no hay los gritos de quienes triunfan, no hay los cantos de los que festejan; hay más bien una dulce y grave melodía, como de corazones que han encontrado reposo. En la cruz encontramos un gozo sustancial, una satisfacción de largo alcance, “la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento”. Aquí está para ustedes, oh personas inquietas, la cura del desasosiego; aquí dirán ustedes: “Pronto está mi corazón, oh Dios, mi corazón está dispuesto; cantaré, y trovaré salmos.” Por tanto, no daré ninguna excusa, aun si en semanas venideras los conduzco al lugar de chacales donde su Señor fue muy penosamente quebrantado, y les ayudo a beber de Su copa y ser bautizados con Su bautismo. Que el Espíritu de Dios venga y abra sus ojos para que puedan leer el sagrado corazón de Aquel cuyas aflicciones son incomparables, aflicciones que fueron soportadas por amor a nosotros.
Vayamos de inmediato y con diligencia amorosa y humilde, a la narración. Nuestro Señor fue condenado por los principales sacerdotes por blasfemia, porque Él mismo declaró ser el Hijo de Dios, y les dijo que desde ahora le verían venir en las nubes del cielo para ser su juez. Rasgando sus vestiduras, el sumo sacerdote dijo: “¡Ha blasfemado! ¿Qué más necesidad tenemos de testigos? He aquí, ahora mismo habéis oído su blasfemia.” Cuando despuntó la luz matinal, hicieron como si hubiesen completado la formalidad de un juicio celebrado a plena luz del día, aunque realmente le habían condenado durante la noche, y entonces condujeron a Jesús a Pilato. De acuerdo a la tradición, fue conducido con una soga alrededor del cuello, y con Sus manos atadas; y yo creo plenamente en la tradición si recuerdo las palabras de Isaías: “Como cordero fue llevado al matadero”. Era una procesión extrañamente triste esa que se desplazaba a lo largo de Jerusalén un poco después de las seis de la mañana. ¡Los hombres del Sanedrín, en toda su pompa y poder, rodeaban a esa pobre víctima, a quien estaban a punto de entregar a los gentiles con el único designio de que fuera inmolado! Estos malvados hombres presumidos eran como los perros de los que cantó el Salmista cuando su tierno tema era la cierva de la mañana.
Cuando llegaron a la casa del gobernador romano, ellos mismos no quisieron traspasar sus puertas. Se dice que era uno de los muchos espléndidos palacios que Herodes el Grande se había construido; la arquitectura era suntuosa, los pisos tenían incrustaciones de mármoles escogidos, y todas las recámaras estaban ricamente recubiertas de oro y amuebladas con esplendor oriental. Estos hipócritas escrupulosos no quisieron entrar al grandioso salón porque no querían contaminarse de ninguna manera por tocar a un gentil, pues ya habían comenzado a guardar la Pascua.
Así que esperaron en el patio, y Pilato condescendió a salir a ellos y enterarse del negocio urgente que los había llevado allí, tan temprano en la mañana. El gobernador romano era altivo y cruel, y aborrecía a los judíos; pero aun así, conociendo su fanatismo y la facilidad con la que armaban un alboroto popular en los tiempos de la Pascua, se quedó en la puerta del palacio y escuchó sus demandas. Pronto averiguó que le habían traído un prisionero que era, evidentemente, un hombre pobre y enflaquecido en Su apariencia personal, que se veía cansado y que sufría. En torno a Él había una dignidad misteriosa combinada con una singular mansedumbre, y Pilato, por esta y otras razones, sintió un singular interés en Él. Fijando primero su mirada en el extraordinario prisionero, se volvió a los airados sacerdotes y les preguntó: “¿Qué acusación traéis contra este hombre?”
El único objetivo de los sacerdotes al traer a Jesús a Pilato, era conseguir que él lo ejecutara, pues, cuando Pilato les dijo que fueran y le juzgaran de conformidad a su ley, ellos replicaron que lo harían con mucho gusto, pero que el poder de vida y muerte les había sido arrebatado, implicando que nada los contentaría sino Su muerte. Sin embargo, ellos estaban muy ansiosos de poder achacar la responsabilidad de su muerte a los romanos, pues el temor del pueblo estaba todavía en ellos, y si podían obtener Su muerte de Pilato, entonces podrían protestar en días posteriores que simplemente le habían entregado al gobernador romano y no habrían podido prever que sería tratado de manera tan brutal. Todavía no habían sobornado al populacho para que gritasen: “¡Crucifícale!”, y querían estar del lado seguro si la gente hiciera un alboroto por Su causa. Humanamente hablando, ellos mismos podrían haberle hecho morir, pues estaba enteramente en su poder, y frecuentemente olvidaban la ley romana y mataban a hombres con furia desenfrenada, como cuando lapidaron a Esteban. Frecuentemente habían intentado apedrear a nuestro Señor mismo, así que, no siempre se preocupaban por la ley romana. Ellos habrían podido quitarle la vida en esta ocasión, pero, por un misterioso impulso, fueron conducidos a desear que la responsabilidad real del hecho recayera en Pilato. Más adelante, estaban dispuestos a unirse a la voluble turba compartiendo la culpa de Su sangre, pero todavía en este punto deseaban vehementemente echarles la culpa a otros. Durante sus grandes festividades, si tomaban sangre inocente, su hipocresía los conducía a desear hacerlo siguiendo las prescripciones de la ley y por manos de terceros. Para hacer esto tenían que presentar una acusación, pues ningún gobernante romano condenaría a un hombre si no se hubiese presentado una acusación.
Esta mañana, vamos a considerar las dos acusaciones que presentaron, y después de eso, oiremos el veredicto de absolución que pronunció Pilato en el lenguaje de este texto: “Yo no hallo en él ningún delito”.
I. La primera acusación, si van al capítulo dieciocho y leen el versículo trece, era de que Él era UN MALHECHOR. “Respondieron y le dijeron: Si éste no fuera malhechor, no te lo habríamos entregado.” Decían que Él era un hechor, o hacedor de aquello que era malo; una persona que llevaba una vida tan malvada que no debía vivir.
Sobre esto comentamos, primero, que era una nueva acusación. Estaba recién salida de la fragua, pues cuando compareció delante de Caifás, nada se dijo de ningún mal que hubiere hecho, sino sólo del mal que había hablado. Le acusaban de decir esto y lo otro, pero no le acusaron de hacer ningún mal. La acusación de hablar mal no había prosperado, y no se aventuraban a presentarla una segunda vez, porque sabían muy bien que a Pilato no le importaba lo que el hombre hubiere dicho; todo lo que le preocuparía sería un quebrantamiento real de la ley por medio de algún acto o de algún hecho. Los romanos eran gente práctica, y así, cuando Pilato condujo a nuestro Señor al salón de la audiencia, le preguntó: “¿Qué has hecho?” No le preguntó: “¿Qué has enseñado o qué has predicado?”, sino, “¿Qué has hecho?” Por esta razón, los sacerdotes presentaron esta acusación recién inventada y el cargo totalmente infundado de que era hacedor de mal, que podría significar poco o mucho, según como el oyente decidiera interpretarlo: la malicia es raramente específica en sus cargos. La acusación de que era un malhechor brotó de su malevolencia, y no de ninguna acción de la perfecta vida de nuestro Señor. Uno se sorprende de que incluso el odio sea tan ciego como para arremeter contra Sus perfecciones. Independientemente de lo que los hombres piensen de nuestro Señor como maestro, la franqueza exige que admiren Su ejemplo y le otorguen el más excelso tributo de honor.
Observen aquí que los sacerdotes presentaron contra nuestro Señor una acusación que no intentaron sustentar. ¡Cuán astutamente evadieron la tarea de suministrar alguna prueba! No presentaron ningún testigo, y sus perjuros testigos sobornados fueron dejados atrás; incluso se abstuvieron de presentar cargos específicos, pero la declaración general de que Él era un malhechor fue apoyada únicamente por su reputación. “Si éste no fuera malhechor, no te lo habríamos entregado”, que era tanto como decir: “Tienes que dar por sentado que Él es culpable, pues, de lo contrario, no lo diríamos. Aquí está nuestro sumo sacerdote: ¿podría suponerse que este individuo, que es una verdadera joya, se atrevería a presentar una acusación falsa? Nosotros somos también los principales sacerdotes, y los escribas, y los maestros de Israel: ¿es de imaginarse, por alguna posibilidad, que personas de nuestra posición y santidad pudieran haber traído a una persona inocente delante de ti para ser condenada?” Yo he escuchado este estilo de argumentación incluso en estos días: se espera que renunciemos a la fe, simplemente porque los científicos la condenan y como ellos son personas tan eminentes, hemos de aceptar sus comentarios sin demora alguna. Yo confieso que no estoy preparado para aceptar la infalibilidad de los científicos más fácilmente que la infalibilidad que nos llueve de Roma. El gobernador romano no debía ser anulado por los sacerdotes, ni nosotros debemos ser llevados de la nariz por pretendidos hombres de ciencia. “Si éste no fuera malhechor, no te lo habríamos entregado”. ¡Oh, la hipocresía de este discurso! Habían intentado presentar testigos, pero no habían encontrado ninguno. Habían sobornado a falsos testigos, pero habían diferido tanto en su testimonio, que todo se vino abajo. Por tanto, hacen un viraje, y ponen sus propios nombres en apoyo de la denuncia, como si eso bastara y la investigación no necesitara proseguir. Me parece ver la escarnecedora mirada de Pilato al momento de pedirles que le juzgaran ellos mismos, si ese era su estilo de justicia; en cuanto a él, debía oír una acusación o pedirles que se fueran e hicieran lo que quisieran si se atrevían a hacerlo. Él sabía que le habían traído a Jesús por envidia, y detestaba a esos hipócritas al momento de oír las despreciables sílabas masculladas por sus labios mojigatos.
Los judíos no habrían podido sustentar la acusación, y hasta allí fueron sabios al no intentar lo imposible. Podrían ser lo suficientemente temerarios para torcer Sus palabras, pero dudaban ante la tarea de atacar Sus actos. Ante Su terrible santidad se quedaron sin valor por un momento y no sabían qué calumnia inventar. Oh, Señor, nos asombramos de que haya algunos hombres que encuentran delitos en Ti, pues Tú eres todo codiciable, y no se puede encontrar ni mancha ni falsedad en Ti.
Pero yo quiero llamar su atención a este hecho notable, que aunque esta acusación de que Él era un malhechor era atroz, inventada y sin el apoyo de ninguna evidencia, nunca fue negada por el Señor Jesucristo. Era inútil negarla ante los sacerdotes. Ya los había conminado a que encontraran alguna falla en Su vida, diciendo: “Yo públicamente he hablado al mundo; siempre he enseñado en la sinagoga y en el templo, donde se reúnen todos los judíos, y nada he hablado en oculto. ¿Por qué me preguntas a mí? Pregunta a los que han oído, qué les haya hablado; he aquí, ellos saben lo que yo he dicho.” Su apelación había sido infructuosa, pues era tan inútil argumentar con ellos, como es inútil que un cordero entre en una controversia con una manada de lobos ávidos de devorarlo. Pero uno hubiera pensado que podría haber algún resultado en Su respuesta a Pilato, pues Pilato estaba muy favorablemente impresionado con su prisionero; y si el Salvador se hubiese dignado dar un relato completo de Su vida, y demostrar que en vez de ser un malhechor había andado haciendo el bien, ¿no habría podido escapar?
La respuesta es esta: nuestro Señor había venido a la tierra con el propósito de ser el sustituto de los hombres culpables, y así, cuando fue llamado: malhechor, aunque no era una acusación válida, Él soportó pacientemente su vergüenza, como está escrito, “Fue contado con los inicuos”. Él estaba dispuesto a estar en el lugar del transgresor, y cuando le pusieron allí, no se movió de ese lugar. “Enmudeció, y no abrió su boca”. No dice nada porque, aunque no había pecado, Él cargó sobre Sí nuestro pecado. La pregunta que le hizo Pilato: “¿Qué has hecho?”, era una pregunta que Jesús habría podido responder grandiosamente: “¿Qué he hecho? He alimentado a los pobres, he sanado a los enfermos, he levantado a los caídos, y he resucitado a los muertos. ¿Qué he hecho? He vivido una vida de abnegación, sin que me importara nada en cuanto a Mí o en cuanto a mi propio honor. He sido el vindicador de Dios y el amigo del hombre. ¿Qué he hecho? Ciertamente no he hecho nada por lo pudieran condenarme a muerte, sino que he hecho todo aquello por lo que deberían aceptarme como su Líder y Salvador”. No oímos ni una sola palabra de esto. La exculpación habría sido completa, pero Él no expresó nada. Habría podido desconcertar a Sus enemigos, como anteriormente había vencido a los que habían llegado a prenderle, de tal forma que regresaron a sus señores, diciendo: “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!” Él habría podido justificarse delante del procurador romano y, saliendo triunfante, habría podido escapar de sus dientes; pero, debido a que quería estar en nuestro lugar, cuando los hombres imaginaron cosas perversas contra Él, Él fue sordo y como mudo no abrió Su boca. Hemos de adorarle y bendecirle por Su clemente condescendencia, y por Su gracia incomparable al estar en lugar nuestro.
Pero además, nuestro Señor, al ser contado como un transgresor por Pilato, quería morir la muerte establecida por la ley romana para los malhechores. Si los judíos hubieran sentenciado a muerte a nuestro Señor por blasfemia, la condena habría sido lapidación; pero ninguna de las profecías que fueron dichas anteriormente en relación al Mesías, habló de que sería arrojado al suelo por piedras. La muerte ordenada para Él era la crucifixión. Juan dice en el capítulo dieciocho, en el versículo treinta y dos: “Para que se cumpliese la palabra que Jesús había dicho, dando a entender de qué muerte iba a morir.” ¿Cuál fue esa palabra? ¿Acaso no es la palabra expresada en el capítulo doce del evangelio de Juan, en el versículo treinta y dos?: “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo. Y decía esto dando a entender de qué muerte iba a morir”. Ser levantado de la tierra en una cruz era una muerte que sólo podía venir de los romanos; los judíos, tal como lo he dicho antes, ejecutaban a los hombres apedreándolos: por tanto, Él debía ser condenado por los romanos para que se cumplieran Sus propias palabras. Él había hablado incluso más expresamente en un pasaje registrado por Mateo, en el capítulo veinte, en el versículo diecisiete, donde había declarado cómo debía morir. “Subiendo Jesús a Jerusalén, tomó a sus doce discípulos aparte en el camino, y les dijo: He aquí subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será entregado a los principales sacerdotes y a los escribas, y le condenarán a muerte; y le entregarán a los gentiles para que le escarnezcan, le azoten, y le crucifiquen; mas al tercer día resucitará”. Para que la palabra que había hablado se cumpliera, nuestro bendito Señor rehusó argumentar ante Pilato cosa alguna, en respuesta a la pregunta: “¿Qué has hecho?” Él se presenta como un transgresor, para morir la muerte de un transgresor; por tanto, bendito sea Su nombre adorable para siempre, por Su voluntaria aceptación del castigo por causa nuestra.
Cuando pienso en esa palabra “malhechor”, otra palabra salta directamente a mis labios. No le llamen malhechor, sino BENEFACTOR. ¡Cuán grande benefactor ha de ser quien, para beneficiarnos, permite ser llamado: “malhechor”! Sólo piensen que quien se sienta en este momento en el centro de ángeles que adoran, haya sido llamado “malhechor”; que aquel de cuya inextinguible provisión de bondad todos los santos en el cielo y en la tierra son alimentados, sea llamado “malhechor”; que Aquel que no pensó nunca en dañar a los hombres, y que más bien Su propia alma es amor, cuyas palabras y pensamientos han sido todos de bondad para con esta raza caída, sea llamado, a pesar de todo ello, “malhechor”. ¡Oh tierra, cómo pudiste tolerar una mentira tan grave contra la infinita bondad del Hijo de Dios! Y, sin embargo, bendito sea por siempre Su nombre, pues Él no lanza de regreso la acusación, ya que eso hubiera sido para arruinarnos. Él soporta mansamente el escándalo por nuestra causa.
¿Acaso esto no debería endulzar cada título de reproche que nos pudiera atacar jamás? ¡Qué importa que nos encajen nombres impertinentes! Ellos llamaron al Señor de la casa “malhechor”; ¿podrían llamarnos de alguna peor manera? ¿Buscaremos la honra allí donde nuestro Capitán no encontró nada sino vergüenza? Por esa razón, debe ser nuestra gloria sobrellevar vergüenza y afrenta por causa de Jesús. Esto es suficiente en cuanto a la primera acusación.
II. En segundo lugar, cuando los sacerdotes y los escribas descubrieron que no bastaba con llamarle simplemente malhechor, estos viles hombres cambiaron su táctica, y, de acuerdo a Lucas, le acusaron de proponerse ser REY. Dijeron que fraguaba la sedición, que prohibía pagarle tributo a César, y que se constituía en rey. Estas eran tres grandes mentiras, pues Jesús había predicado la paz, y no la sedición; Su ejemplo era de sumisión, no de rebelión; Su espíritu era el de un siervo, no el de un turbulento líder de un partido. Él nunca había dicho que los hombres no debían pagarle tributo a César; por el contrario, había dicho: “Dad a César lo que es de César”, y se sometía a toda ordenanza de la autoridad. Él nunca se había propuesto ser rey en el sentido que ellos lo decían; si hubiese hecho eso, muchos que eran ahora Sus acusadores, podrían haber sido Sus partidarios. La acusación contra Jesús de querer erigirse como rey, en el sentido que ellos deseaban que Pilato lo entendiera, era completamente falsa, pues cuando la multitud hubo sido alimentada, querían llevarle y hacerle rey, pero Él se escondió. Es más, lejos de desear ser rey, cuando uno le dijo: “Maestro, dí a mi hermano que parta conmigo la herencia”, Él respondió: “Hombre, ¿quién me ha puesto sobre vosotros como juez o partidor?” Él depuso todo intento de interferencia con los poderes reinantes. Sus acusadores deben haber sabido que si Él hubiese querido, tenía el poder que le respaldaba para sustentar sus reclamos, tal como le dijo a Pilato que, si hubiese sido rey de un dominio mundano, Sus servidores habrían luchado por Él. Sus seguidores habrían sido valerosos, y valientes y entusiastas, y, sin duda, les habrían causado problemas sin fin, tanto a los judíos como a los romanos, si su líder hubiera reclamado un soberanía temporal. Pero nuestro Señor había ordenado que Pedro guardara su espada en su vaina, y sanó la herida que Pedro había provocado. A lo largo de Su vida había predicado paz y amor, y un reino que es justicia y paz. Él no era un rival de César, y ellos lo sabían.
Y, por favor, noten que esta acusación de que Cristo era rey, no provenía del poder gobernante. Cuando Pilato le preguntó a nuestro Señor: “¿Eres tú el Rey de los judíos?”, nuestro Salvador respondió sabiamente: “¿Dices tú esto por ti mismo, o te lo han dicho otros de mí? ¿Tienes alguna razón para pensar que soy un líder de la sedición? Como gobernador de esta nación tienes que vigilar cuidadosamente, pues los del pueblo son sediciosos; ¿has visto jamás o has oído algo acerca de Mí que parezca un ataque contra tu autoridad? ¿Tienes algo que sea de tu propio conocimiento que te conduzca a levantar una acusación en mi contra?”
Pilato, no sabiendo absolutamente nada en contra suya, y, en verdad, escarneciendo la idea de que supiera algo acerca del pueblo judío, a quienes detestaba, replicó arrogantemente: “¿Soy yo acaso judío? Tu nación, y los principales sacerdotes, te han entregado a mí.” Un gran punto fue ganado cuando Pilato dijo esto; quedó demostrado que la acusación era una mera invención, puesto que el ojo de águila del procurador romano no había visto nunca la menor justificación para ella.
De manera muy visible se trataba de una acusación frívola. ¿Cómo podría ser un peligro para César ese hombre inofensivo y desamparado? ¿Qué tenían que temer las legiones romanas de ese solitario ser sufriente? Él era demasiado manso y puro para amenazar con guerra y contienda al imperio de Tiberio. Mírenle y dense cuenta de lo absurdo de la situación. Además, parecería algo extraño que el pueblo judío llevara delante del gobernador romano a su propio rey. ¿Es esta la manera en que los súbditos tratan a sus monarcas? Si Él fuera el líder de una sedición, no parecería haber tenido éxito con Sus paisanos, pues las cabezas del pueblo están buscando Su muerte. A la luz de ello, no podría haber ninguna oportunidad de peligro de rebelión de ningún tipo ya que fue sumariamente abatida por los propios judíos. Si no hubieran estado embrutecidos por su ira, ellos mismos se habrían retractado de una posición tan absurda.
Pero, sin embargo, quiero que noten muy cuidadosamente, que el Señor no negó nunca esta acusación en el sentido en que eligió entenderla. Él explicó primero qué quería decir con que era un rey, y cuando lo hubo explicado, confesó abiertamente que era precisamente eso.
Primero, digo, Él explicó lo que pretendía al decir que era un rey , y adviertan cuidadosamente que no lo hizo de manera detallada. Él dijo: “Mi reino”, y también cuando Pilato preguntó: “¿Luego, eres tú rey?”, Él respondió: “Tú dices que yo soy rey”. Él era allí y entonces un rey real, y lo manifestó sin reservas. Se nos dice constantemente que el reino de Cristo es un reino espiritual, y esta afirmación es verdadera; pero yo quisiera que se cuidaran de no hacer desaparecer Su reino como si fuese únicamente un sueño piadoso. Espiritual o no, el reino de Cristo en la tierra es real y poderoso. No es menos real, sino más real debido a que puede ser llamado adecuadamente espiritual. Jesús es rey incluso ahora. Él dijo: “Yo soy rey”. Algunos dicen que Su reino no está vigente todavía, sino que está reservado para los días postreros; pero yo les aseguro que Él es rey hoy, y que incluso ahora Jehová le ha erigido como rey sobre el monte santo de Sion.
Yo bendigo a Dios porque nos ha trasladado “al reino de su amado Hijo”. “Tú eres el rey de gloria, oh Cristo”. Cuando digo: “Venga tu reino”, no quiero decir que comience a establecerse en la tierra, sino que continúe estableciéndose en nuevos lugares, que se extienda y que crezca, pues Jesús, en este preciso momento, tiene un reino sobre la faz de la tierra y quienes conocen la verdad, pertenecen a él, y le reconocen a Él como el testigo real por quien el reino de la verdad ha sido fundado y sostenido.
Ustedes recuerdan el notable comentario que es atribuido a Napoleón Bonaparte en sus últimos años en Santa Elena: “Yo he fundado un reino por la fuerza, y ha pasado; pero Jesús fundó Su imperio sobre el amor, y por eso, permanecerá para siempre”. Ciertamente, Napoleón dijo la verdad: Jesús, el Jesús de elevadísimo rango real, es hoy Señor de innumerables corazones. El mundo no le conoce, pero, sin embargo, Él tiene un reino en el mundo que, antes de que pase mucho tiempo, hará pedazos a todos los otros reinos. Corazones verdaderos y veraces se encuentran entre los hijos de los hombres, y en ellos, Su nombre despierta todavía entusiasmo, de tal manera que están preparados a vivir y morir por Él. Nuestro Señor es un rey íntegramente, Él tiene Su trono de gracia, tiene Su cetro de verdad, Sus oficiales que, como Él mismo, dan testimonio de la verdad, y Sus ejércitos de guerreros que luchan, no con carne ni con sangre, y no usan armas carnales, sino que todavía salen venciendo, y para vencer. Nuestro Señor tiene Su palacio en el que mora, Su carroza en la que viaja, Sus ingresos, aunque no sean tesoros de oro y plata, y Sus proclamas, que son ley en Su iglesia. Su poder de reinar afecta el destino del mundo en este momento presente, mucho más que los consejos de las cinco grandes potencias: por la predicación de la verdad Sus siervos modelan las edades, y erigen y derrocan los tronos de la tierra. No hay ningún príncipe tan poderoso como Jesús, y no hay imperio tan fuerte como el reino del cielo.
Nuestro Señor también dijo que Su reino no provino de este mundo; pues eso, entiendo yo, es la traducción más correcta del pasaje: “Mi reino no es de este mundo”. No provino de este mundo; es un reino sustancial, pero no brotó de las mismas fuentes que los reinos del mundo, ni tampoco es apoyado, mantenido o incrementado por el mismo poder del que dependen los reinos del mundo. El reino de Cristo no depende de la fuerza de las armas: Él quiere que Sus seguidores depongan estas armas. El reino de Cristo no depende, como lo hacen los reinos terrenales demasiado frecuentemente, de la astucia, la política, y la duplicidad. Solía decirse que un embajador era un caballero que era enviado al extranjero para mentir por el bien de su país, y me temo que eso podría describir todavía a una gran cantidad de embajadores. ¿Qué es la ciencia de la diplomacia sino el arte del engaño? Cuando los estadistas son enteramente honestos, y son guiados por principios, son generalmente sujetos de sospechas, y es alzado el grito de que los intereses del país serán sacrificados.
Pero no hay diplomacia en el gobierno de Cristo; todo lo que es semejante a una política torcida es del demonio, y no de Cristo. Él viene a dar testimonio de la verdad, y no es por la fuerza ni por la astucia que Su trono es establecido entre los hijos de los hombres, y, por tanto, no es de este mundo.
Ser un rey, en verdad, es muy poco errado a los ojos de Jesús ya que es el propósito último de Su venida a la tierra. Él vino a salvar a los hombres, ¿no es cierto? Sí, pero aun así dice: “Yo para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio a la verdad”; que es otra manera de decir: “Para ser rey”. Éste es Su ultimátum. Cristo es maestro, para ser rey; Cristo es modelo, para ser rey; Cristo es Salvador, para ser rey; este es el gran propósito y objetivo que tiene en Su vida, en Su muerte, en Su resurrección, y en Su segunda venida: establecer un reino entre los hijos de los hombres para la gloria de Dios. Oh, que este grandioso propósito de Su misión sea promovido en nuestro tiempo, y consumado pronto en la edad de oro prometida desde hace mucho tiempo.
El Maestro nos dice que la principal fuerza y el poder de Su reino radican en la verdad. Él vino para ser Rey, pero ¿dónde está Su cetro? Es la verdad. ¿Dónde está Su espada? Sale de Su boca: Él da testimonio de la verdad. ¿Dónde están Sus soldados? Son hombres de la verdad. Jesucristo conduce a una cuadrilla de hombres de quienes dijo: “Vosotros sois mis testigos”. Su reino consiste en dar testimonio de la verdad, y ¿quiénes son los que se convierten en Sus súbditos? Pues, son aquellos que son de la verdad, hombres que, oyendo la verdad, conocen el alegre sonido y lo aceptan, y sienten su poder.
Queridos oyentes, cada uno de nosotros ha de hacerse la pregunta: “¿pertenezco a este reino? ¿Quiero que este hombre reine sobre mí? ¿Deseo desprenderme de todo lo que no sea verdadero? ¿Estoy ansioso de reprimir a mi alrededor todo lo que sea falso y perverso? ¿Quiero cumplir las leyes de Dios, pues son la verdad? ¿Deseo divulgar los principios del amor y la bondad, pues son la verdad? ¿Estoy dispuesto a aprender y así volverme discípulo del más grandioso de todos los maestros, y entonces, estoy dispuesto a dar testimonio de lo que he aprendido, y así difundir el imperio de la verdad? Si es así, entonces yo soy de Su reino. Sé que me dirijo a muchos que desean hoy en sus corazones que Cristo y Su verdad triunfen, y que se preocupan poco de qué pueda ser de ellos. El Evangelio de Cristo ha de divulgarse y los principios de justicia han de prevalecer; y, en cuanto a nosotros, ya sea que vivamos o muramos, será un asunto de poca importancia. Oh Rey, vive para siempre, y nosotros encontraremos nuestra vida en Tu vida, y gloria promoviendo Tu gloria, mundo sin fin. Tal espíritu es de la verdad, y podemos asegurarnos a nosotros mismos que Jesús es nuestro Rey.
Nuestro Señor, habiendo explicado su significado, confesó que era Rey. Esto es a lo que Pablo se refiere cuando dice: “Jesucristo, que dio testimonio de la buena profesión delante de Poncio Pilato.” No se retractó diciendo: “No soy Rey”. Pilato habría podido liberarle entonces; pero habló valerosamente en lo concerniente a Su bendito, a Su misterioso y portentoso reino, y, por tanto, no era posible que fuera liberado. Esto, en verdad, fue Su acusación escrita sobre Su cruz, “ESTE ES EL REY DE LOS JUDÍOS”.
Pobre Pilato, él no entendió a nuestro Señor, como tampoco los hombres de este mundo entienden el reino de Cristo. Pilato le preguntó: “¿Qué es la verdad?”, y, sin esperar una respuesta, salió otra vez a los judíos.
Ah, hermanos, no neguemos nosotros mismos nunca que Jesús es un rey; pero lo haríamos si no viviéramos de acuerdo a Su mandato. Oh, ustedes que aseveran que son de Cristo, pero que no viven de acuerdo a las leyes de Cristo, ustedes prácticamente niegan que Él sea un rey. Yo temo a los hombres que dicen: “Nosotros creemos, y, por tanto, somos salvos”, y luego no viven en santidad, pues dividen los oficios de nuestro Señor, defendiendo Su sacerdocio y negando Su reino. Medio Cristo no es Cristo, un Cristo que es un sacerdote pero que nunca es rey, no es el Cristo de Dios.
Oh, hermanos, vivan como aquellos que sienten que cada palabra de Jesús es ley, y que deben hacer lo que les ordena, tal como se los ordena, y debido a que se los ordena; y así, todos los hombres han de saber que para ustedes, Jesús es Señor y Dios.
III. Concluyo notando LA ABSOLUCIÓN que Pilato dio a nuestro Señor Jesús. Él había oído la acusación de que era un malhechor, a la que el prisionero no argumentó nada; él había oído la acusación de que se decía ser un rey, cargo que el prisionero había explicado de manera sumamente satisfactoria; y ahora Pilato, saliendo al pueblo, dijo: “Yo no hallo en él ningún delito”. Pilato, bien has dicho. Tu veredicto es el veredicto típico de todos lo que han examinado a Cristo. Algunos le han examinado con un ojo hostil, pero en la proporción en que han sido íntegros en la observación de los hechos, se han visto sorprendidos por Su vida y espíritu. Es algo muy raro oír que incluso el infiel hable mal del carácter de Jesús; de hecho, algunos de los escépticos más conspicuos se han visto notablemente impresionados en cuanto a la enseñanza del Señor y han sentido admiración hacia Su vida. No se puede ver en la historia ningún carácter como el de Jesús, ni siquiera en alguna novela de ficción. Si alguien dijera que los cuatro Evangelios son falsificaciones, que trate de escribir un quinto evangelio que sea como los cuatro. Vamos, no podrías agregar un incidente a la vida de Cristo; sus detalles son únicos; la fantasía no puede imaginar un incidente fresco que pueda ser agregado con seguridad a lo que ha sido registrado. Todos los críticos clamarían: “Esto no es genuino”. La vida de Jesús es un rollo de tela de oro, de cuya manufactura el arte no tiene la menor idea. Su carácter inmaculado está solo y es único, y todos los verdaderos críticos se ven forzados a decir que no encuentran ningún delito en Él.
Permítanme agregar que este veredicto de Pilato es el veredicto de todos los que se han asociado alguna vez con Cristo. Un discípulo que estaba con Cristo le traicionó, pero no habló nada en Su contra. Es más, el último testimonio de Judas antes de que se ahorcara fue este: “Yo he pecado entregando sangre inocente”. Si hubiese habido un delito en Jesús, el espía lo habría detectado; su remordedora conciencia se habría alegrado mucho si se hubiera encontrado allí un sedante, pero incluso Judas se vio forzado a decir: “Yo he pecado entregando sangre inocente”. “¿Quién de vosotros me redarguye de pecado?”, es el reto de Jesús, para el cual no hay respuesta.
Algunos de nosotros hemosvivido con Cristo espiritualmente. En el curso de Su providencia, Él nos ha abatido mucho a algunos de nosotros por medio de la enfermedad, o por duelo o pérdidas. Todos los salvados por nuestro Señor han caído bajo la disciplina de Su casa, porque “el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo”.
Ahora, ¿cuál es el veredicto de todos los aquí presentes que conocen a Jesús, nuestro rey? Por mi parte, no encuentro ningún delito en Él. Él es todo codiciable. Él es toda mi salvación y todo mi deseo. ¿No creen que de todos los millones de cristianos que han vivido esperando en Cristo, alguien ya nos habría dicho que Él está habituado a desilusionar a Su pueblo? De entre tantos creyentes que habitan con Él, seguramente uno que otro, al llegar su muerte, ya nos habría dicho que Él no era todo lo que profesa ser. ¿No habría confesado uno que otro: “yo confié en Cristo y Él no me ha liberado; todo es un engaño”? Seguramente, de los muchos que hemos visto partir, habríamos encontrado a uno o dos que habrían publicado el secreto, y habrían dicho: “Es un engañador. Él no puede ayudar, Él no puede liberar”. Pero nunca ningún creyente moribundo a través de las edades ha hablado mal de Él, sino todos han dicho: “Yo no hallo en él ningún delito”.
Fíjense que ese será el veredicto de cada uno de ustedes. Si alguien rechaza a Cristo, cuando esté en Su tribunal para ser condenado porque no cree en Él, y cuando esa palabra que marchita: “Apartaos de mí, malditos”, lo consigne a su porción sempiterna, entonces se verá obligado a decir: “yo no hallo en él ningún delito.” No hubo ninguna falla en Su sangre, la falla estuvo en mi falta de fe; no hubo ninguna falla en Su Espíritu, la falla estuvo en mi obstinada voluntad; no hubo ninguna falla en Su promesa, la falla fue que yo no quise recibirle; no hubo en Él ningún delito. Él nunca me desdeñó. Nunca rehusó oír mis plegarias. Si mis domingos fueron desperdiciados, no fue culpa Suya; si yo desafié el Evangelio, no fue culpa Suya; si he perecido, mi sangre está a mi propia puerta. “yo no hallo en él ningún delito”. Desde todas partes de la creación, se alzará una testificación a Su perfección. El cielo y la tierra y el infierno se unirán, todos ellos, al veredicto común, “nosotros no hallamos en Él ningún delito.”
Los voy a despedir después de darles tres palabras prácticas para que piensen en ellas. La primera es esta: cuídense de una religión externa, pues los hombres que llamaron a Jesús malhechor y le acusaron falsamente, eran personas muy religiosas, y no quisieron entrar al pretorio de Pilato por miedo a contaminarse. Eran fuertes en rituales, pero débiles en moral. No hay personas más inveteradas en contra de los principios del Evangelio que aquellas cuya religión consiste en formas y ceremonias que no afectan sus corazones.
Les exhorto a que rasguen sus corazones y no sus vestidos. Sigan a Cristo espiritualmente; sigan a Cristo en sus propias almas, pues de lo contrario los sacramentos serán su ruina, e incluso al tratar de mantenerse alejados de la contaminación ceremonial, se estarán contaminando con la hipocresía.
Lo siguiente es exhortarlos, queridos amigos, y exhortarme yo mismo, para evitar toda altiva mundanalidad como la de Pilato. Pilato trata todo el asunto caballerosamente; él es un romano soberbio y altivo; odia al pueblo que gobierna, y aunque tiene una conciencia, y al principio muestra cierta delicadeza hacia el prisionero, su fin principal y su objetivo eran conservar su puesto y amasar una fortuna, y, por eso, la sangre inocente debía ser derramada. Él tenía que agradar a los judíos, incluso si tenía que asesinar al “Justo”. Esta egoísta mundanalidad en la que un hombre convierte a su oro y a él mismo en su dios, siempre trata a la religión con desprecio. El hombre se preocupa por su tajada y pregunta burlonamente: “¿Qué es la verdad?” Él sabe lo que es el dinero y qué es el poder, pero, ¿qué es la verdad? Es un sueño, es un disparate para él, y la desprecia. Hay personas ahora a nuestro alrededor, habilidosos hombres que son servidores del tiempo, con grandiosas nociones de sus propias habilidades, y para ellos, Jesús y Su Evangelio son asuntos para ancianas, sirvientas, y lo que llaman la ‘cuadrilla puritana’. Tales tópicos no son para caballeros pensadores, de cultura y entendimiento, con sus elevados y poderosos egos. “¿Qué es la verdad?”, preguntan. Están inclinados más bien favorablemente a la religión, es decir, no la persiguen, pero la desprecian, que en algunos aspectos es peor. Dicen: “somos agnósticos; no tenemos un punto de vista particular; tenemos un corazón grande, y permitimos que cada individuo piense como quiera, pero aun así, no hay nada en todo eso; todo es asunto de opinión. Un hombre dice: “esto es la verdad”, y otro dice: “aquello es la verdad”, y, ¿cómo hemos de saberlo? El hecho es que no hay tal cosa como una verdad fija del todo.
“Ya que diferentes credos dejan que sus infortunados adeptos luchen
No podría estar mal quien lleva una vida recta.”
Esta es la conclusión de este gran hombre en este asunto, y, sin embargo, sucede que la vida de este caballero no es recta del todo, y, por tanto, por su propia evidencia no tiene mucho gozo de su preciosa estrofa. Me parece verle conforme gira sobre sus talones haciendo la pregunta: “¿Qué es la verdad?” Que él sea una advertencia para ti. No has de acercarte a tal arrogante frivolidad. Siempre has de ser lo suficientemente necio para juzgar francamente. Sé tan poco listo como para estar dispuesto a aprender todavía. Sé tan poco seguro de tu propia infalibilidad que al menos oigas las razones, e inquiere si estas cosas son así. Ay, me temo que por medio de la altivez mundana muchos oirán que se dice de ellos, como se dice del gobernador romano cada día en el credo: “Padeció bajo el poder de Poncio Pilato”. ¡Oh, cuántas veces Cristo ha padecido bajo gente precisamente como Poncio Pilato!
Por último, todos nosotros hemos de someternos a Jesús nuestro Rey. Agotado y desfallecido, emaciado y quebrantado, con Su rostro más desfigurado que el de cualquier otro hombre, inclinémonos delante de Él y digamos: “Salve, Rey de los judíos. Tú eres Rey por los siglos de los siglos.” Si estamos dispuestos a reconocerle de esta manera como Rey en Su vergüenza e irrisión, Él pronto nos honrará cuando venga en la gloria del Padre, y acompañado de todos Sus santos ángeles. Entonces Él hará que se vea que, a los que le seguimos, nos ha hecho reyes y sacerdotes para Dios, y reinaremos con Él por los siglos de los siglos. Amén
Vota esta traducción
Puntúa utilizando las estrellas