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English: The First Cry from the Cross

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Por Charles H. Spurgeon sobre La Muerte de Cristo
Una parte de la serie Metropolitan Tabernacle Pulpit

Traducción por Allan Aviles


“Y Jesús decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Lucas 23: 34.

Nuestro Señor estaba soportando en aquel momento los primeros dolores de la crucifixión; los verdugos acababan de meter entonces los clavos en Sus manos y pies. Además, Él debe de haber estado grandemente deprimido y reducido a una condición de extrema debilidad por la agonía de la noche en Getsemaní, y por los azotes y las crueles burlas que había soportado de Caifás, de Pilato, de Herodes y de los guardias pretorianos a lo largo de toda aquella mañana. Sin embargo, ni la debilidad del pasado ni el dolor del presente impidieron que continuara en oración. El Cordero de Dios guardaba silencio con los hombres mas no con Dios. Enmudeció como oveja delante de Sus trasquiladores, y no tenía ni una palabra que decir en defensa propia ante hombre alguno, pero continúa clamando a Su Padre en Su corazón, y ni el dolor ni la debilidad pueden acallar Sus santas suplicaciones.

Amados, ¡qué gran ejemplo nos presenta nuestro Señor en este punto! Hemos de continuar en oración en tanto que nuestro corazón palpite; ningún exceso de sufrimiento debe apartarnos del trono de la gracia, sino que más bien debe acercarnos a él.

“Los cristianos han de orar en tanto vivan,
Pues sólo cuando oran, viven”.

Dejar de orar es renunciar a las consolaciones que nuestro caso requiere.

En todas las perturbaciones del espíritu y opresiones del corazón, grandioso Dios, ayúdanos a seguir orando, y que nuestras pisadas no se alejen nunca del propiciatorio, llevadas por la desesperación. Nuestro bendito Redentor perseveró en oración aun cuando el hierro cruel desgarraba Sus nervios sensibles y los repetidos golpes del martillo hacían trepidar todo Su cuerpo con angustia; y esta perseverancia se explica por el hecho de que tenía un hábito tan acendrado de orar que no podía dejar de hacerlo; Él había adquirido una poderosa velocidad de intercesión que le impedía detenerse. Esas largas noches en la fría ladera del monte, los muchos días que había pasado en soledad, esas perpetuas jaculatorias que solía elevar al cielo, todas esas cosas habían desarrollado en Él un hábito tan arraigado que ni siquiera los más severos tormentos podían detener su fuerza.

Sin embargo, era algo más que un hábito. Nuestro Señor fue bautizado en el espíritu de oración; vivía en ese espíritu y ese espíritu vivía en Él; había llegado a ser un elemento de Su naturaleza. Él era como esa preciosa especia que al ser machacada no cesa de exhalar su perfume y que más bien lo produce con mucha mayor abundancia debido a los golpes del mazo, ya que su fragancia no es una cualidad externa y superficial sino un virtud interior esencial a su naturaleza, que es extraída por los golpeteos sobre el mortero que hacen que revele su alma secreta de dulzura.

Como produce su aroma un manojo de mirra o como cantan los pájaros porque no pueden hacer otra cosa, así también ora Jesús. La oración cubría Su propia alma como si fuera un manto, y Su corazón salía vestido de esa manera. Yo repito que este debe ser nuestro ejemplo y no debemos cesar de orar nunca, bajo ninguna circunstancia, por grande que sea la severidad de la tribulación o por deprimente que sea la dificultad.

Además, observen en la oración que estamos considerando que nuestro Señor permanece en el vigor de la fe en cuanto a Su condición de Hijo. La extrema prueba a la que se sometía ahora no podía impedir que se aferrara firmemente a Su condición de Hijo. Su oración comienza así: “Padre”. No fue algo desprovisto de significado que nos enseñara a decir cuando oramos: “Padre nuestro”, pues nuestro predominio en la oración dependerá en mucho de nuestra confianza en nuestra relación con Dios. Bajo el peso de grandes pérdidas y cruces, uno es propenso a pensar que Dios no está tratando con nosotros como un padre con su hijo, sino más bien como un juez severo con un criminal condenado; pero el clamor de Cristo, cuando es conducido al extremo que nosotros nunca experimentaremos, no delata ninguna vacilación en el espíritu de Su condición de hijo.

Cuando el sudor sangriento caía raudamente sobre el suelo en Getsemaní, Su clamor más amargo comenzó así: “Padre mío”, pidiendo que si fuera posible, la copa de hiel pasara de Él; argumentaba con el Padre como Su Padre, tal como le llamó una y otra vez en aquella oscura y doliente noche. Aquí dice otra vez, en ésta, la primera de las siete palabras pronunciadas cuando expiraba: “Padre”.

¡Oh, que el Espíritu que nos hace clamar: “Abba, Padre”, no deje nunca Sus operaciones! Que nunca seamos conducidos a la servidumbre espiritual por la sugerencia: “si eres Hijo de Dios”; o si el tentador nos asedia, que podamos triunfar como lo hizo Jesús en el páramo hambriento. Que el Espíritu que clama: “¡Abba, Padre!”, repela cada miedo incrédulo. Cuando somos disciplinados, como hemos de serlo (porque ¿qué hijo es aquel a quien el padre no disciplina?), que podamos estar en una amorosa sujeción al Padre de nuestros espíritus, y vivir, pero que nunca nos volvamos cautivos del espíritu de servidumbre como para dudar del amor de nuestro clemente Padre, o de nuestra porción en Su adopción.

Más notable, empero, es el hecho de que la oración de nuestro Señor a Su Padre no pedía algo para Sí mismo. Es cierto que en la cruz continuó orando por Sí mismo, y que Su palabra de lamento: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”, muestra la personalidad de Su oración; pero la primera de las siete grandiosas palabras pronunciadas desde la cruz no tiene ni siquiera una escasa referencia indirecta a Sí mismo. Dice: “Padre, perdónalos”. La petición es enteramente para otros, y aunque hay una alusión a las crueldades que estaban aplicándole es, sin embargo, remota; y ustedes observarán que no dice: “Yo los perdono” –eso se da por sentado-; pareciera perder de vista el hecho de que le estaban haciendo daño; en Su mente está el mal que le estaban haciendo al Padre, el insulto que estaban lanzando al Padre en la persona del Hijo; no piensa en Sí mismo para nada. El clamor: “Padre, perdónales”, es completamente desinteresado. Él propio es, en la oración, como si no fuera; tan completa es su autoaniquilación que pierde de vista Su persona y Sus aflicciones.

Hermanos míos, si hubiera habido un tiempo en la vida del Hijo del hombre cuando pudo haber confinado rígidamente Su oración para Sí mismo, sin merecer ninguna crítica por hacerlo, seguramente habría sido cuando estaban comenzando Sus angustias de muerte. Si un hombre fuera sujetado en la hoguera o clavado en una cruz, no podría asombrarnos si su primera oración, e incluso su última, y todas sus oraciones fueran peticiones personales de apoyo bajo una tribulación tan ardua.

Pero vean, el Señor Jesús comenzó Su oración pidiendo por otros. ¿No ven qué grandioso corazón es revelado aquí? ¡Qué alma de compasión había en el Crucificado! ¡Cuán semejante a Dios, cuán divino! ¿Hubo alguien jamás antes que Él, que, aun en los propios dolores de muerte, ofreciera como su primera oración una intercesión por otros? Ese mismo espíritu de abnegación debe estar en ustedes también, hermanos míos. Que nadie mire por sus propias cosas, antes bien, todo hombre debe mirar por las cosas de los demás. Amen a sus semejantes como a ustedes mismos, y como Cristo ha puesto ante ustedes este excelente modelo de abnegación, procuren seguirle pisando sobre Sus pasos.

Sin embargo, hay una joya suprema en esta diadema de glorioso amor. El Sol de Justicia se oculta en el Calvario en un portentoso esplendor; pero en medio de los brillantes colores que glorifican Su partida, hay uno en particular: la oración no era sólo por otros, sino que pedía por Sus más crueles enemigos. Sus enemigos, dije, pero hay que considerar algo más. No era una oración por enemigos que le habían hecho un mal años antes, sino que era por quienes estaban allí asesinándole en ese momento. No a sangre fría oró el Salvador, después de haber olvidado el daño y de poder perdonarlo más fácilmente, sino que oraba mientras las primeras gotas rojas de sangre manchaban las manos que metían los clavos, cuando el martillo estaba todavía salpicado de coágulos de color carmesí, Su boca bendita pronunciaba la fresca oración cálida: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.

Digo que esa oración no estaba limitada a Sus verdugos inmediatos. Yo creo que era una oración de gran alcance que incluía a los escribas y a los fariseos, a Pilato y a Herodes, a los judíos y a los gentiles, sí, a toda la raza humana en un cierto sentido, pues todos estábamos involucrados en ese asesinato; pero ciertamente las personas inmediatas, sobre quienes fue pronunciada esa oración como precioso perfume de nardo, eran aquellas que estaban allí en aquel momento cometiendo el acto brutal de clavarlo en el madero maldito.

¡Cuán sublime es esta oración cuando es considerada bajo esa luz! Es única y está sobre un monte de gloria solitaria. Ninguna otra oración como esa había sido musitada antes. Es cierto que Abraham, y Moisés y los profetas habían orado por los malvados; pero no por hombres perversos que habían perforado sus manos y pies. Es cierto que los cristianos han ofrecido esa misma oración desde aquel día, tal como Esteban clamó: “No les tomes en cuenta este pecado”; y las últimas palabras de muchos mártires en la hoguera han sido palabras de piadosa intercesión por sus perseguidores; pero ustedes saben dónde aprendieron esto. Mas déjenme preguntarles: ¿dónde lo aprendió Él? ¿No fue Jesús el original divino? Él no lo aprendió en ninguna parte; brotó de Su propia naturaleza semejante a Dios. Una compasión peculiar hacia Sí mismo dictó la originalidad de esta oración; la íntima realeza de Su amor le sugirió una intercesión tan memorable que puede servirnos de modelo, pero de la cual no existía ningún modelo anteriormente. Pienso que sería mejor que me arrodillara en este momento delante de la cruz de mi Señor en vez de estar parado en este púlpito dirigiéndome a ustedes. Quiero adorarle, quiero venerarle en el corazón por esa oración; aunque no conociera nada más excepto esta oración, debo adorarle, pues esa súplica sin par pidiendo misericordia me convence de la deidad de quien la ofreció, de manera sumamente contundente, y llena mi corazón de reverente afecto.

De esta manera les he presentado la primera oración vocal de nuestro Señor en la cruz. Ahora, con la ayuda del Espíritu Santo de Dios, voy a darle una aplicación. Primero, la veremos como una oraciónilustrativa de la intercesión de nuestro Salvador; en segundo lugar, consideraremos el texto como instructivo para la obra de la iglesia; en tercer lugar, la consideraremos como sugestiva para los inconversos.

I. Primero, mis queridos hermanos, veamos este texto tan maravilloso como ILUSTRATIVO DE LA INTERCESIÓN DE NUESTRO SEÑOR.

Él oró entonces por Sus enemigos, y sigue orando por Sus enemigos ahora; el pasado en la cruz fue la señal del presente en el trono. Está ahora en un lugar más encumbrado y en una condición más noble, pero Su ocupación es la misma; Él continúa todavía delante del trono eterno presentando súplicas a favor de los hombres culpables, clamando: “Padre, perdónalos”. Toda Su intercesión es, en una medida, como la intercesión en el Calvario, y las palabras del Calvario pueden ayudarnos a adivinar el carácter de toda Su intercesión en lo alto.

El primer punto en que podemos ver el carácter de Su intercesión es éste: que es sumamente misericorde. Aquellos por quienes nuestro Señor oró, de acuerdo al texto, no merecían Su oración. No habían hecho nada que pudiera motivar en Él una bendición como recompensa por sus esfuerzos en Su servicio; por el contrario, eran personas sumamente indignas que habían conspirado para sentenciarlo a muerte. Lo habían crucificado, y lo habían hecho injustificable y malignamente; estaban incluso quitándole en aquel momento Su vida inocente. Sus clientes eran personas que, muy lejos de ser meritorias, eran completamente indignas de un solo buen deseo del corazón del Salvador. Ellos ciertamente nunca le pidieron que orara por ellos; el último pensamiento de su mente era decirle: “¡Intercede por nosotros, moribundo Rey! ¡Ofrece peticiones a favor nuestro, Hijo de Dios!” Me aventuraría a creer que la propia oración, cuando fue escuchada por ellos, fue ignorada o pasada por alto con despreciativa indiferencia, o tal vez fuera tomada como un tema de burla. Admito que pareciera demasiado severo para con la humanidad suponer que sea posible que semejante oración pudiera haber sido tema de risas burlonas, y, sin embargo, hubo otras cosas implementadas en torno a la cruz que fueron igualmente brutales, y entonces puedo imaginar que esto pudo haber sucedido también.

Sin embargo nuestro Salvador oró por personas que no merecían la oración, y, por el contrario, merecían una maldición: eran personas que no solicitaron la oración e incluso se burlaron de ella cuando la oyeron. De igual manera el grandioso Sumo Sacerdote está allá en el cielo suplicando por hombres culpables: por hombresculpables, queridos oyentes. No suplica por nadie basándose en la suposición de que en verdad lo merece. Está allá para interceder como el Justo a favor de los injustos. No intercede como si alguien fuera justo, sino que “si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre”.

Recuerden también que nuestro grandioso Intercesor suplica por aquellos que nunca le pidieron que intercediera por ellos. Sus elegidos son el objeto de Sus intercesiones compasivas estando todavía muertos en delitos y pecados y, mientras ellos se burlan incluso de Su Evangelio, Su corazón de amor está implorando el favor del cielo para ellos. Vean, entonces, amados, si tal es la verdad, cuán seguros están de tener éxito con Dios aquellos que le piden sinceramente al Señor Jesucristo que interceda por ellos. Algunos de ustedes, con muchas lágrimas y mucha vehemencia, han estado pidiéndole al Salvador que sea su abogado. ¿Acaso los rechazará? ¿Es lógico pensar que pueda hacerlo? Él intercede por aquellos que rechazan Sus súplicas; con mucha más razón lo hará por ti que las valoras más que el oro.

Recuerda, mi querido oyente, que si no hay nada bueno en ti y que hay todo lo concebible que es maligno y malo, nada de eso puede ser una barrera para impedir que Cristo ejerza el oficio de Intercesor por ti. Él suplicará incluso por ti. Vamos, pon tu caso en Sus manos, pues Él encontrará súplicas que tú no podrías descubrir por ti mismo, y presentará tu caso ante Dios como lo hizo por Sus asesinos: “Padre, perdónalos”.

Una segunda cualidad de Su intercesión es: su espíritu cuidadoso. Lo notan en la oración: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Por decirlo así, nuestro Salvador esculcó a Sus enemigos para encontrar en ellos algo que pudiera ser argumentado en su favor; pero no pudo ver nada hasta que Sus ojos sabiamente afectuosos se posaron en su ignorancia: “no saben lo que hacen”. ¡Cuán cuidadosamente inspeccionó las circunstancias y los caracteres de aquellos por quienes importunaba! Lo mismo hace ahora en el cielo. Cristo no es un abogado negligente para con Su pueblo. Él conoce tu precisa condición en este momento y el estado exacto de tu corazón en relación a la tentación por la que atraviesas; más aún, Él ve anticipadamente la tentación que está esperándote, y en Su intercesión toma nota del evento futuro que Su mirada ya contempla. “Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo; pero yo he rogado por ti, que tu fe no falte”.

¡Oh, la condescendiente ternura de nuestro grandioso Sumo Sacerdote! Él nos conoce mejor de lo que nos conocemos a nosotros mismos. Él entiende cada dolor y cada gemido secretos. No necesitas preocuparte acerca de la fraseología de tu oración, pues Él rectificará su texto. E incluso en cuanto al entendimiento de la petición exacta, aunque tú falles en entenderla, Él no puede fallar, puesto que conoce la mente de Dios y conoce también lo que está en tu mente. Él puede atisbar alguna razón para tener misericordia de ti que tú mismo no podrías detectar, y cuando todo está tan oscuro y nublado en tu alma que no puedes discernir un punto de apoyo para una petición que pudieras solicitar ante el cielo, el Señor Jesús tiene preparadas las súplicas que han de ser formuladas, y tiene las peticiones redactadas, y puede presentarlas de manera aceptable delante del propiciatorio. Observarán, entonces, que Su intercesión es muy clemente y en segundo lugar, muy ponderada.

A continuación debemos notar su vehemencia. Quienquiera que lea estas palabras: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, no puede dudar que traspasaban el cielo en su fervor.

Hermanos, ustedes están seguros, incluso sin pensarlo, de que Cristo era terriblemente vehemente en esa oración. Pero hay un argumento para demostrarlo. Las personas vehementes son usualmente ingeniosas y de rápido entendimiento para descubrir cualquier cosa que les ayude en su propósito. Si están pidiendo por su vida, y se les solicitara un argumento para ser perdonadas, les garantizo que pensarían en uno cuando nadie más podría hacerlo.

Ahora, Jesús estaba tan ávido de la salvación de Sus enemigos que recurrió a un argumento para la misericordia que un espíritu menos ansioso no habría podido concebir: “No saben lo que hacen”. Vamos, señores, eso fue, en la más estricta justicia, una escasa razón para la misericordia; y en verdad, la ignorancia, si es deliberada, no atenúa el pecado y, sin embargo, la ignorancia de muchos que estaban al pie de la cruz era una ignorancia deliberada. Ellos deberían haber sabido que Él era el Señor de gloria. ¿Acaso no fue Moisés lo suficientemente claro? ¿Acaso Isaías no había sido muy valiente en su mensaje? ¿No eran los signos y señales tan claros que dudar de los argumentos de que Jesús es el Mesías era como dudar de cuál es el sol en el firmamento? Sin embargo, a pesar de todo eso, el Salvador, con maravillosa vehemencia y consiguiente destreza, convierte en un argumento lo que no habría podido ser un argumento, y lo expresa así: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. ¡Oh, entonces, cuán poderosos en su vehemencia son Sus argumentos en el cielo! No supongan que Su entendimiento es menos rápido allá, o que Sus peticiones son menos intensas en la vehemencia. No, hermanos míos, el corazón de Cristo todavía labora arduamente con el Dios eterno. Él no es un intercesor adormecido, antes bien, por la causa de Sion, no calla y no descansa, ni descansará, hasta que salga como resplandor Su justicia, y Su salvación se encienda como una antorcha.

Es interesante notar, en cuarto lugar, que la oración allí ofrecida nos ayuda a juzgar Su intercesión en el cielo en lo tocante a su persistencia, perseverancia y perpetuidad. Como comenté antes, si nuestro Salvador tuvo una oportunidad de hacer una pausa en Su oración intercesora, ciertamente fue cuando lo clavaron al madero; cuando eran culpables de actos directos de violencia mortal contra Su divina persona, habría podido cesar entonces de presentar peticiones en favor de ellos. Pero el pecado no puede atar la lengua de nuestro Amigo intercesor. ¡Oh, cuánto consuelo hay aquí!

Tú has pecado, creyente, tú has contristado al Espíritu, pero no has detenido a esa poderosa lengua que intercede por ti. Tú has sido infructuoso, tal vez, hermano mío, y como el árbol estéril, mereces ser derribado; pero tu falta de fertilidad no ha retirado al Intercesor de Su lugar. Él interviene en este momento, clamando: “Déjala todavía este año”. Pecador, tú has provocado a Dios al rechazar por largo tiempo Su misericordia y al ir de mal en peor, pero ni la blasfemia, ni la injusticia ni la infidelidad habrán de detener al Cristo de Dios de litigar el caso del primerísimo de los pecadores. Él vive, y en tanto que vive Él intercede; y mientras haya un pecador en la tierra que deba ser salvado, habrá un intercesor en el cielo que argumente en favor de él. Estos son sólo fragmentos de pensamiento, pero les ayudarán a entender, espero, la intercesión de su grandioso Sumo Sacerdote.

Además, piensen que esta oración de nuestro Señor en la tierra es semejante a Su oración en el cielo, en razón de su sabiduría. Él busca lo mejor y lo que Sus clientes necesitan: “Padre, perdónalos”. Este fue un gran punto entre manos; ellos necesitaban, allí y entonces, el perdón de Dios. Él no dice: “Padre, ilumínalos, pues no saben lo que hacen”, pues la simple iluminación no habría creado sino tortura de conciencia y habría acelerado su infierno: pero clama: “Padre, perdona”; y al tiempo que usaba Su voz, las preciosas gotas de sangre que estaban destilando entonces de las heridas de los clavos, estaban intercediendo también, y Dios oyó, y sin duda perdonó.

La primera misericordia que es necesaria para los pecadores culpables es el perdón del pecado. Cristo ora sabiamente por la bendición más necesaria. Lo mismo sucede en el cielo; Él intercede sabia y prudentemente. Déjenlo tranquilo; Él sabe qué es lo que ha de pedir de la mano divina. Vete tú al propiciatorio, y derrama allí tus deseos de la mejor manera que puedas, pero cuando hayas hecho eso, exprésalo siempre así: “Oh, mi Señor Jesús, no respondas a ningún deseo mío si no es acorde con Tu juicio; y si en algo que he pedido he fallado en buscar lo que necesito, enmienda mi súplica, pues Tú eres infinitamente más sabio que yo”. Oh, es dulce tener un amigo en la corte que perfecciona nuestras peticiones antes de que lleguen al grandioso Rey.

Yo creo que lo único que se le presenta a Dios ahora es una perfecta oración; quiero decir que delante del grandioso Padre de todos nosotros, ninguna oración de Su pueblo sube de manera imperfecta; no queda nada afuera, y no hay nada que deba ser borrado; y esto, no porque las oraciones suyas fueran perfectas en sí mismas originalmente, sino porque el Mediador las hace perfectas por medio de Su infinita sabiduría, y se elevan delante del propiciatorio moldeadas de acuerdo a la mente del propio Dios, y Él responderá con seguridad a esas oraciones.

Además, esta memorable oración de nuestro Señor crucificado era semejante a Su intercesión universal en el asunto de su predominio. Aquéllos por quienes oró fueron, muchos de ellos, perdonados. ¿Recuerdan que Él les dijo a Sus discípulos cuando les ordenó predicar: “comiencen en Jerusalén”, y en aquel día cuando Pedro se puso en pie con los once, y acusó al pueblo de que con manos impías habían crucificado e inmolado al Salvador, tres mil personas que fueron así justamente acusadas de Su crucifixión se convirtieron en creyentes en Él, y fueron bautizadas en Su nombre? Esa fue una respuesta a la oración de Jesús. Los sacerdotes estaban en el fondo del asesinato de nuestro Señor, y ellos eran los más culpables; pero se dice que: “Muchos de los sacerdotes obedecían a la fe”. Aquí está otra respuesta a la oración. Puesto que todos los hombres participaron representativamente, gentiles así como judíos, en la muerte de Jesús, el Evangelio fue predicado pronto a los judíos y en un breve tiempo fue predicado también a los gentiles. ¿No fue esta oración: “Padre, perdónalos”, como una piedra arrojada en un lago, que forma primero un estrecho círculo, y luego un anillo más amplio, y pronto una esfera más grande, hasta que todo el lago queda cubierto con olas en forma de círculos?

Una oración como ésta, arrojada en todo el mundo, creó primero un pequeño anillo de judíos y de sacerdotes convertidos, y luego un círculo más amplio de quienes estaban bajo la influencia romana; y hoy su circunferencia es tan amplia como el globo entero, de tal forma que decenas de miles son salvados por medio del predominio de esta precisa intercesión: “Padre, perdónalos”. Sucede exactamente así con Él en el cielo; nunca intercede en vano. Con manos sangrantes, tuvo éxito; con pies clavados al madero, fue victorioso; desamparado por Dios y despreciado por el pueblo, triunfó con Sus argumentos; ¡cuánto más ahora que la tiara ciñe Sus sienes, que Su mano sostiene el cetro universal y Sus pies están calzados con sandalias de plata, y que Él es coronado Rey de reyes y Señor de señores! Si las lágrimas y los clamores producidos por la debilidad son omnipotentes, mucho más poderosa tiene que ser –si fuera posible- esa sagrada autoridad que, como Sacerdote resucitado, intercede cuando está delante del trono del Padre y menciona el pacto que el Padre hizo con Él.

¡Oh, ustedes, trémulos creyentes, confíen a Él sus preocupaciones! Acérquense, ustedes que son culpables, y pídanle que interceda por ustedes. Oh, ustedes, que no pueden orar, vamos, pídanle que interceda por ustedes. Corazones quebrantados, y cabezas rendidas y pechos desconsolados, acérquense a Aquel que pondrá Sus méritos en el incensario de oro, y que luego colocará las oraciones suyas junto a Sus méritos, de tal forma que se elevarán como el humo del perfume, como una fragante nube para la nariz del Señor Dios de los ejércitos, que olerá un dulce aroma, y te aceptará a ti y a tus oraciones en el Amado. Hemos abierto ahora un espacio más que suficiente para sus meditaciones en casa esta tarde, y, por tanto, dejamos este primer punto. Hemos recibido una ilustración, en la oración de Cristo en la cruz, de lo que son siempre Sus oraciones en el cielo.

II. En segundo lugar, el texto es ALECCIONADOR PARA LA OBRA DE LA IGLESIA.

Como fue Cristo, así tiene que ser Su iglesia en este mundo. Cristo vino a este mundo no para ser servido, sino para servir, no para ser honrado sino para salvar a otros. Su iglesia, cuando entienda su obra, percibirá que no está aquí para acumular para sí riqueza u honor, o para buscar cualquier engrandecimiento y posición temporales; la iglesia está aquí para vivir abnegadamente, y si fuese necesario, para morir abnegadamente para la liberación de las ovejas perdidas, para la salvación de los hombres perdidos.

Hermanos, les dije que la oración de Cristo en la cruz fue completamente desinteresada. Él no se incluye en ella. Así debería ser la vida de oración de la iglesia, la activa intervención de la iglesia en favor de los pecadores. No ha de vivir nunca para sus ministros o para sí misma, sino que ha de hacerlo siempre para los hijos perdidos de los hombres. ¿Se imaginan acaso que las iglesias son formadas para mantener ministros? ¿Conciben ustedes que la iglesia existe en esta tierra para que simplemente se pueda dar un cierto salario a los obispos y diáconos, y prebendas y curatos, y no sé qué otras cosas más?

Hermanos míos, sería bueno que la institución entera fuera abolida si ése fuera su único objetivo. El objetivo de la iglesia no es proveer alivio externo para los más jóvenes hijos de la nobleza; cuando no tengan el suficiente cerebro para ganar de alguna otra manera su sustento, deben permanecer en las viviendas familiares. Las iglesias no son establecidas para que los hombres de fácil palabra se pongan en pie los domingos y hablen, y así obtengan de sus admiradores el pan diario.

Es más, hay otro fin y objetivo distintos a éste. Estos lugares de adoración no son construidos para que ustedes puedan sentarse aquí confortablemente, y oír algo que les haga pasar sus domingos placenteramente. Una iglesia en Londres que no exista para hacer el bien en los barrios bajos, y en las guaridas y cubiles de la ciudad, es una iglesia que no tiene razón para justificar su existencia por más tiempo. Una iglesia que no existe para rescatar al paganismo, para luchar contra el mal, para destruir el error, para derribar la falsedad, una iglesia que no existe para ponerse del lado de los pobres, para denunciar la injusticia y sostener en alto a la justicia, es una iglesia que no tiene derecho de existir.

No para ti misma, oh iglesia, existes tú, así como tampoco Cristo existió para Sí mismo. Su gloria consistió en que hizo de lado Su gloria, y la gloria de la iglesia se da cuando hace de lado su respetabilidad y su dignidad, y considera que su gloria es atraer a los desechados, y que su más excelso honor es buscar, en medio del cieno más inmundo, las joyas invaluables por las que Jesús derramó Su sangre. Su ocupación celestial es rescatar del infierno a las almas y conducirlas a Dios, a la esperanza, al cielo. ¡Oh, que la iglesia sintiera esto siempre! Que tenga sus obispos y sus predicadores, y que sean sostenidos, y que todo sea hecho decentemente y en orden por Cristo, pero el fin debe ser considerado, es decir, la conversión de los descarriados, la instrucción de los ignorantes, la ayuda de los pobres, el mantenimiento del bien, el abatimiento del mal y el sostenimiento a cualquier riesgo de la corona y el reinado de nuestro Señor Jesucristo.

Ahora, la oración de Cristo tenía unagran espiritualidad de propósito. Ustedes notarán que no se busca nada para estas personas excepto aquello que concierne a sus almas: “Padre, perdona a ellos”. Y yo creo que la iglesia haría bien en recordar que lucha no es con carne ni sangre, ni con principados y potestades, sino con la maldad espiritual, y que lo que debe ofrecer no es la ley y el orden por los cuales los magistrados puedan ser respaldados, o las tiranías demolidas, sino el gobierno espiritual por el cual los corazones son conquistados para Cristo, y los juicios son sometidos a Su verdad. Yo creo que entre más se esfuerce la iglesia de Dios, ante Dios, por el perdón de los pecadores, y entre más busque en su vida de oración enseñar a los pecadores lo que es el pecado, y lo que es la sangre de Cristo, y el infierno que les espera si el pecado no es limpiado, y lo que es el cielo que es garantizado a todos aquellos que son limpiados del pecado, entre más se apegue a esto, será mejor.

Prosigan como un solo hombre, hermanos míos, para asegurar la raíz del asunto en el perdón de los pecados. En cuanto a todos los males que afligen a la humanidad, cueste lo que cueste, participen en la lucha contra ellos; la temperancia ha de ser mantenida, la educación ha de ser apoyada; las reformas políticas y eclesiásticas han de ser llevadas adelante en la medida del tiempo y del esfuerzo disponibles, pero la primera ocupación de cada cristiano y de cada cristiana está con los corazones y las conciencias de los hombres en cuanto a su posición delante del Dios eterno. Oh, que nada los aparte de su divina encomienda de misericordia para almas imperecederas. Éste debe ser su único negocio: deben decirles a los pecadores que el pecado los condenará, que sólo Cristo puede quitar el pecado, y deben hacer de esto la única pasión de sus almas: “¡Padre, perdónalos, perdónalos! Hazles saber cómo han de ser perdonados. Haz que sean realmente perdonados, y que yo no descanse a menos que sea el instrumento de conducir a los pecadores a ser perdonados, incluso a los más culpables de ellos”.

La oración de nuestro Salvador le enseña a la iglesia que si bien es cierto que su espíritu debe ser de abnegación y que su propósito debe ser espiritual, el alcance de su misión debe ser ilimitado. ¡Cristo oró por los malvados, y qué si digo que fue por los más malvados de los malvados, esa turba procaz que rodeaba Su cruz! Él oró por los ignorantes. ¿Acaso no dice: “No saben lo que hacen”? Él oró por Sus perseguidores; las propias personas que estaban más enemistadas con Él, estaban más cerca de Su corazón.

Iglesia de Dios, tu misión no está encaminada hacia los pocos seres respetables que se congregan en torno a tus ministros para escuchar respetuosamente sus palabras; tu misión no es para la élite y para los eclécticos, los inteligentes que criticarán tus palabras y harán juicios sobre cada sílaba de tu enseñanza; tu misión no es para aquellos que te tratan amablemente, generosamente, afectuosamente, quiero decir, no solamente para éstos, aunque ciertamente es para éstos como parte del resto; pero tu gran encargo es para la ramera, para la prostituta, para el ladrón, para el blasfemo y para el borracho, para los más depravados y pervertidos. Aunque nadie más se preocupe por ellos, la iglesia siempre debe hacerlo, y si alguien ha de ocupar el primer lugar en sus oraciones deberían ser éstos que, ¡ay!, son generalmente los últimos en nuestros pensamientos. Debemos considerar diligentemente a los ignorantes. No basta que el predicador predique de tal manera que quienes son instruidos desde su juventud puedan entenderle; tiene que pensar en aquéllos para quienes las frases más comunes de la verdad teológica son tan carentes de significado como la jerga de un lenguaje desconocido; él tiene que predicar con el objeto de conseguir la más mínima comprensión; y si los muchos ignorantes no se acercan a oírlo, él debe usar los mejores medios que pueda para inducirlos, es más, para forzarlos a oír las buenas nuevas.

El Evangelio está dirigido también para aquéllos que persiguen a la religión; apunta sus flechas de amor contra los corazones de sus enemigos. Si hay algunos a quienes debemos buscar primero para llevarlos a Jesús, deben ser justamente aquéllos que están más lejos y más opuestos al Evangelio de Cristo. “Padre, perdónalos; aunque no perdones a nadie más, agrádate en perdonarlos a ellos”.

De igual manera, la iglesia debe servehemente como Cristo lo fue; y si lo fuera, advertiría rápidamente cualquier base de esperanza en aquéllos con quienes trata y observaría rápidamente cualquier argumento que pudiera usar para su salvación.

Tiene que estar también llena de esperanzas, y ciertamente ninguna iglesia tuvo jamás una esfera más esperanzadora que la iglesia de la época presente. Si la ignorancia es un argumento para con Dios, miren a los paganos de este tiempo: millones de ellos nunca oyeron el nombre del Mesías. Perdónalos, grandioso Dios, en verdad ellos no saben lo que hacen. Si la ignorancia es alguna base para la esperanza, hay suficiente esperanza en esta gran ciudad de Londres, pues ¿acaso no tenemos cientos de miles para quienes las verdades más sencillas del Evangelio serían las novedades más grandes?

Hermanos, es triste pensar que este país todavía esté bajo el palio de la ignorancia, pero el aguijón de un hecho tan terrible es entorpecido por la esperanza, cuando leemos correctamente la oración del Salvador; nos ayuda a esperar mientras clamamos: “Perdónalos, porque no saben lo que hacen”. La actividad de la iglesia tiene que ser buscar a los más caídos y a los más ignorantes, y buscarlos perseverantemente. No debe nunca detener su mano de hacer el bien. Si el Señor viniera mañana, no hay razón para que ustedes, personas cristianas, se conviertan en meros habladores y lectores, reuniéndose para el consuelo mutuo, y olvidándose de miríadas de almas que perecen. Si fuera cierto que este mundo se puede hacer pedazos en un par de semanas y que Luis Napoleón es la bestia apocalíptica, o si no fuera cierto, no me importa en absoluto, eso no modifica mi deber en nada, ni cambia mi servicio. Que mi Señor venga cuando quiera, pues mientras yo trabaje para Él, estoy listo para Su venida. El propósito de la iglesia sigue siendo todavía mirar por la salvación de las almas. Si se quedara contemplando, como los profetas modernos quisieran que lo hiciera, si estuviera anuente a entregarse a interpretaciones especulativas, haría bien en temer la venida de su Señor; pero si continúa haciendo su trabajo, y con una labor agotadora busca las preciosas joyas de su Señor, no será avergonzada cuando venga el Esposo.

Mi tiempo ha sido demasiado breve para un tema tan vasto como el que he abordado, pero quisiera poder pronunciar unas palabras que fueran tan fuertes como el trueno, con un sentido y una vehemencia tan poderosos como el rayo. Quisiera poder motivar a cada cristiano aquí presente, y avivar en él una idea correcta de lo que es su trabajo como una parte de la iglesia de Cristo.

Hermanos míos, no han de vivir para ustedes; la acumulación de dinero, la educación de sus hijos, la edificación de casas, la obtención de su pan diario, todo esto pueden hacerlo; pero tiene que haber un propósito más grande que este si han de ser semejantes a Cristo, como deberían serlo, puesto que han sido comprados con la sangre de Jesús. Comiencen a vivir para otros, hagan evidente para todos los hombres que ustedes mismos no son el fin de todo ni el ser de todo de su propia existencia, sino que gastan lo suyo y aun ustedes mismos se gastarán del todo para que por el bien que hacen a los hombres Dios sea glorificado y Cristo vea en ustedes Su propia imagen y quede satisfecho.

III. El tiempo se me ha agotado, pero el último punto es una palabra de SUGERENCIA PARA LOS INCONVERSOS.

Escuchen atentamente estas frases. Las haré tan tersas y condensadas como sea posible. Algunos de los presentes no son salvos. Ahora, algunos de ustedes han sido muy ignorantes, y cuando pecaron no sabían lo que hacían. Ustedes sabían que eran pecadores, sabían eso, pero no conocían el gran alcance de la culpa del pecado. No han asistido a la casa de oración por largo tiempo, no han leído su Biblia, no tienen padres cristianos. Ahora están comenzando a estar ansiosos por sus almas. Recuerden que su ignorancia no los excusa; de otra manera Cristo no diría: “Perdónalos”; tienen que ser perdonados incluso aquellos que no saben lo que hacen; de ahí que sean individualmente culpables; pero aún así esa ignorancia suya les da justo un pequeño rayo de esperanza. Dios pasó por alto los tiempos de su ignorancia, pero ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan. Haced, pues, frutos dignos de arrepentimiento. El Dios a quien han olvidado ignorantemente está dispuesto a perdonar y listo a absolver. El Evangelio es justamente esto: confíen en Jesucristo que murió por los culpables, y serán salvos. Oh, que Dios los ayude a hacer esto esta misma mañana, y se convertirán en hombres nuevos y nuevas mujeres; un cambio tendrá lugar en ustedes igual a un nuevo nacimiento; serán nuevas criaturas en Cristo Jesús.

Pero, ¡ah!, amigos míos, hay algunos presentes para quienes Cristo mismo no podría hacer esta oración, al menos en el sentido más amplio: “Padre, perdónalos, pues no saben lo que hacen”, pues ustedes saben lo que hacen y cada sermón que oyen, y especialmente cada impresión que es grabada en su entendimiento y en su conciencia por el Evangelio, aumenta su responsabilidad, y les suprime la excusa de no saber lo que hacen. ¡Ah!, señores, ustedes saben que está el mundo y está Cristo y que no pueden tener ambos. Ustedes saben que está el pecado y está Dios, y que no pueden servir a ambos. Ustedes saben que están el placer del mal y los placeres del cielo, y que no pueden tener a los dos. ¡Oh!, a la luz que Dios les ha dado, que se una Su Espíritu también y les ayude a escoger aquello que la verdadera sabiduría los induciría a escoger. Decidan hoy por Dios, por Cristo, por el cielo. Que el Señor los conduzca a decidir eso por causa de Su nombre. Amén.


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