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Por Donald Macleod sobre Espíritu Santo

Traducción por Carlos Diaz


Sombras oscuras cubren las últimas páginas del Evangelio de Juan. Para nuestro mismísimo Señor, hay sombras en la cruz; para los discípulos, hay sombras en su partida inminente.

Él los está dejando para regresar al Padre y ellos están profundamente consternados. Jesús se refería a esta aflicción cuando dijo las palabras de Juan 16:7: “Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros; pero si me voy, os lo enviaré”.

Estas palabras nos dejan ver dos puntos dignos de mención. Primero, que a menos que él se marche, “el Consolador” no vendrá. Hay una orden divina en la obra de la redención y, según los términos de esa orden, no puede haber Pentecostés antes del Calvario. No se trata simplemente de que sin la cruz ni los discípulos ni el Consolador tendrían de qué dar testimonio. Hay una razón más profunda: sólo cuando Cristo nos ha redimido de la maldición de la ley podemos recibir el Espíritu prometido (Gálatas 3:14).

Antes de que pueda haber una comunión, debe haber una reconciliación. Pero lo opuesto también es verdad. Donde sea que Cristo redima, el Espíritu ministra. Esta es la razón por la que la salvación nunca puede ser solamente una imputación externa de la justicia de Cristo. También es profundamente interna. Donde sea que la sangre sea derramada, el Espíritu transforma.

Contenido

Nos conviene

Sin embargo, hay una segunda frase notable en las palabras de Jesús: “Os conviene que yo me vaya”. Esto era lo último que los discípulos deseaban oír. ¿Qué pudo haber querido decir?

Todos conocemos el sentimiento: “¡si tan sólo pudiéramos haber estado con él cuando caminó por las colinas de Galilea y recorrió a grandes pasos las calles de Jerusalén!”. Pero ¿qué tal si, mientras él caminaba por aquellas colinas, nosotros hubiéramos estado en Jericó o en Brasil? El Señor encarnado no podía estar en dos lugares a la vez. Pero eso es exactamente lo que la venida del Consolador hace posible. Donde sea que estemos, él está con nosotros.

La palabra “Consolador” o “Ayudador” (del griego parakletos) quiere decir, literalmente, aquel que es llamado a estar al lado nuestro, pero Jesús también habló de que él estaría con nosotros e incluso estaría dentro de nosotros. Estas palabras denotan que hay una intimidad notable entre los creyentes y el Espíritu Santo. Es verdad, no vemos más a Jesús. Pero en lugar de esa presencia externa, ahora tenemos una presencia interna. Nunca caminamos solos. Ya sea que estemos en un estupendo viaje misionero, o languideciendo en una celda de prisión, o luchando nuestras propias batallas personales, el Consolador está siempre al lado nuestro, siempre con nosotros, y siempre en nosotros.

Pero no como un reemplazo para Cristo, como si él se fuera cuando el Espíritu viene. Recuerden las palabras de Juan 14:18: “No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros”. Esto no puede significar sólo que los discípulos lo verían de nuevo en sus apariciones luego de la resurrección. Si eso fuera todo, entonces los cristianos ciertamente quedarían “huérfanos” por el período completo entre la ascensión de Jesús y su segunda venida. La verdad es que, en el Consolador, Jesús mismo vuelve.

Él está con nosotros siempre

Esto es lo que la iglesia posteriormente expresó en la doctrina llamada pericóresis: las tres personas de la Trinidad moran la una dentro de la otra y se abrazan de una forma tan estrecha que donde está Uno están los Tres (la doctrina está basada en las propias palabras de Jesús en Juan 14:10: “Yo estoy en el Padre, y el Padre en mí”). El Espíritu es el Espíritu de su Hijo; donde su Espíritu está, él está; y es así como Jesús cumple su promesa de estar presente con su iglesia todos los días hasta el fin de los tiempos (Mateo 28:20).

Y esto no es todo. El Padre también está con nosotros. Aquí nuevamente la intimidad es notable: “Si alguno me ama”, declaró Jesús, “mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos con él morada” (Juan 14:23). El plural nos deja sin aliento. El Padre, el Hijo y el Espíritu ahora viven en el corazón de cada creyente. Cristo ya no se hace presente de forma visible entre nosotros, pero a través de la morada del Espíritu del Dios trino él está con nosotros en cada paso de nuestro camino.

Él es una persona

¿Qué hay del Consolador mismo? Él es claramente distinto de Jesús, y aun así su obra es una continuación de la obra de Jesús. Esta es la razón por la que el Señor lo llama el “otro Consolador”, y por la que Juan posteriormente puede llamar al mismo Jesús “Abogado” o parakletos (1 Juan 2:1). Esto subraya el hecho de que el Espíritu no es menos personal que Jesús; es una persona y no alguna fuerza abstracta o un mero combustible espiritual; y puesto que es una persona, nuestra relación con él también debe ser personal.

Él no nos posee, como los demonios poseyeron a los endemoniados, ni nos abruma, despojándonos del uso de nuestra propia mente y voluntad. Tampoco estamos absortos dentro de él, como en algún grandioso océano místico. Y él tampoco es un estupefaciente (Efesios 5:18) que destruye nuestro autocontrol y nos da euforias momentáneas como las de las drogas. Él guía, enseña, da testimonio, aboga, ayuda, motiva, fortalece, intercede y afirma. Él espera que lo escuchemos, obedezcamos, sigamos y, por encima de todo, que nos mantengamos en su camino (Gálatas 5:25).

Él es nuestro defensor

La palabra parakletos generalmente significa abogado defensor, y esto aplica al Espíritu Santo de dos formas distintas.

Primero, él es el abogado de Cristo en el mundo (Juan 16:8-11). A los discípulos (y la iglesia) les fue dada una comisión de proporciones abrumadoras: la evangelización del mundo. Pero ¿cómo podemos convencer al mundo de su necesidad de salvación? ¿Cómo podemos convencerlo de que aquel que sufrió una muerte deshonrosa fue designado su Salvador? ¿Cómo podemos convencerlo de que todo hombre algún día deberá presentarse ante él en el juicio final?

La respuesta corta es que no podemos. Es un alivio que el Espíritu Santo sí pueda. Él puede convencer al mundo. Él se puede levantar en defensa de Cristo y sus testigos, y entonces nuestras pobres, zazosas y tartamudeantes lenguas pronunciarán palabras de vida y poder.

Segundo, él es el abogado de Cristo en nuestros corazones. “Él me glorificará”, dice Jesús (Juan 16:14); lo hará al compartir con nosotros su propia visión de la belleza del Salvador. El Espíritu ve a Cristo a través de los ojos del Padre (Juan 16:13). El creyente lo ve a través de los ojos del Espíritu.

Él es nuestro Consolador

Aun así, hay una calidez en la promesa de Jesús que la palabra “abogado” no puede transmitir. Recuerden que sus palabras eran la respuesta al temor de los discípulos de quedarse sin amigos y sin ayuda. El consuelo es que cuando él se fuera, enviaría a otro que los acompañaría y saldría en defensa de ellos, tal como él lo había hecho. Lejos de quedar huérfanos, ellos tenían un Padre en el cielo, y a través de su Espíritu él proveería para ellos como sólo un Padre celestial puede hacerlo.

No obstante, la misión del Consolador no implica que no haya más lugar para la esperanza, como si ya disfrutáramos de todo lo que Dios tiene pensado para sus hijos. Todavía anhelamos verlo (1 Juan 3:2); la plenitud no viene con el Pentecostés, o con el bautismo del Espíritu, sino sólo en la gloria de la resurrección.



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