Laus Deo
De Libros y Sermones BÃblicos
Por Charles H. Spurgeon
sobre Creación
Una parte de la serie Metropolitan Tabernacle Pulpit
Traducción por Allan Aviles
“Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén”. Romanos 11: 36
Mi texto está compuesto casi enteramente de monosílabos, pero contiene la más excelsas sublimidades. Hay concentrado aquí un peso tan enorme de significado que la elocuencia de un arcángel fracasaría si quisiera transmitir a cualquier mente finita su enseñanza en toda su gloria, aun si sus oyentes fueran los serafines. Yo voy a afirmar que no hay ningún hombre viviente que pudiera predicar sobre mi texto un sermón que fuera digno de él; es más, digo que entre todos los oradores sagrados y los elocuentes defensores de la causa de Dios, nunca vivió y nunca vivirá un hombre capaz de alcanzar la cima del grandioso argumento contenido en estas pocas y simples palabras. Yo sé que no tendré ningún éxito y, por tanto, no haré ningún intento de descifrar la infinita gloria de esta proposición.
Únicamente nuestro grandioso Dios puede explicar este versículo, pues sólo Él se conoce a Sí mismo, y solamente Él puede exponer Sus propias perfecciones. Sin embargo, esta reflexión me consuela: tal vez, en respuesta a nuestras oraciones, el propio Dios podría predicar sobre este texto en nuestros corazones esta mañana; si no lo hiciera a través de las palabras del predicador, podría hacerlo por medio de ese silbo apacible y delicado al que está tan bien acostumbrado el oído del creyente. Si condescendiera a favorecernos así, nuestros corazones serán alzados en Sus caminos.
Hay dos cosas para nuestra consideración: la primera es digna de nuestra observación y la segunda es digna de nuestra imitación. Ustedes tienen en el texto, antes que nada, doctrina, y luego, devoción. La doctrina es una doctrina excelsa: “Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas”. La devoción es una devoción sublime: “A él sea la gloria por los siglos. Amén.”
I. Consideremos LA DOCTRINA. El apóstol Pablo establece como un principio general que todas las cosas provienen de Dios: son de Él como sufuente; son por Él como su medio; son para Él como su fin. Son de Él en el plan, por Él en su funcionamiento, y para Él en la gloria que producen. Tomando este principio general, ustedes descubrirán que se aplica para todas las cosas, y nos corresponde a nosotros identificar aquellas cosas en las que es más manifiestamente el caso. Que el Señor, por Su Santo Espíritu, abra Sus tesoros para nosotros en este momento, para que seamos enriquecidos en el conocimiento y en el entendimiento espirituales.
Mediten, queridos amigos, sobre la gama entera de las obras de Dios en la creación y en la providencia. Hubo un período cuando Dios moraba solo y las criaturas no existían. En aquel tiempo antes de todo tiempo cuando no había día sino “El Anciano de Días”, cuando la materia y la mente creadas eran ambas inexistentes, y cuando incluso el espacio no existía, Dios, el grandioso Yo Soy, era tan perfecto, tan glorioso y tan bendito como lo es ahora. No había ningún sol y, sin embargo, Jehová moraba en luz inefable; no había ninguna tierra y, sin embargo, su trono era firme y establecido; no habían cielos y, sin embargo, Su gloria era ilimitada. Dios habitaba la eternidad en la infinita majestad y dicha de Su grandeza autónoma. Si el Señor, morando así en imponente soledad, decidiera crear algo, el primer pensamiento y la primera idea debían proceder de Él, pues no había nadie más que pensara o sugiriera.
Todas las cosas deben ser de Él en su diseño. ¿A quién más podría pedirle consejo? ¿Quién podría instruirle? No existía nadie más que entrara en el salón del consejo, aun si tal ayuda para el Altísimo fuera conjeturable. En el principio, ya de antiguo, antes de Sus obras, la sabiduría eterna extrajo de Su propia mente el plan perfecto de las creaciones futuras, y cada línea y cada marca en ellas tuvieron que haber sido claramente del Señor solamente. Él ordenó la trayectoria de cada planeta, y la morada de cada estrella fija. Él ató los lazos de las Pléyades y ciñó a Orión con sus ligaduras. Él fijó los límites del mar, y estableció el curso de los vientos. En cuanto a la tierra, el Señor solo planeó sus cimientos y extendió Su cordel sobre ella. Él formó en Su propia mente el molde de todas Sus criaturas y encontró para ellas una morada y un servicio. Él determinó el grado de fuerza que asignaría a cada criatura, limitó sus meses de vida, estableció la hora de su muerte, su llegada y su partida. La sabiduría divina trazó el mapa de esta tierra con sus mares espumeantes, con las corrientes de sus ríos, las altas montañas y los sonrientes valles. El divino Arquitecto fijó las puertas de la mañana y los portones de la sombra de muerte. Nada pudo ser sugerido por alguien más, pues no había nadie más que pudiera sugerir algo. Él podía haber hecho un universo muy diferente de éste si así le hubiera agradado; y que lo haya hecho como es, debe de haber sido meramente porque en Su sabiduría y prudencia consideró adecuado hacerlo así. No puede haber ninguna razón por qué no pudo haber creado un mundo del cual el pecado fuera excluido para siempre; y que Él haya permitido que el pecado entrara en Su creación debe atribuirse, asimismo, a Su propia soberanía infinita. Si no hubiese sabido bien que Él se enseñorearía del pecado, y que del mal emergería la más noble manifestación de Su propia gloria, no habría permitido que el pecado entrara en el mundo: pero al esbozar la historia completa del universo que estaba a punto de crear, incluso permitió que esa mancha negra empañara Su obra, porque sabía anticipadamente qué cánticos de sempiterno triunfo se alzarían hasta Él mismo cuando, en arroyos de Su propia sangre, la Deidad encarnada lavara la mancha. No puede dudarse de que, sin importar cuál sea el drama completo de la historia en la creación y en la providencia, hay un sentido sublime y misterioso en el que todo es de Dios. El pecado no es de Dios, pero el permiso temporal de su existencia formó parte del esquema conocido de antemano, y para nuestra fe, la intervención del mal moral y la pureza del carácter divino, no disminuyen la fuerza de nuestra creencia de que el alcance entero de la historia es de Dios en el sentido más pleno.
Cuando todo el plan fue establecido, y el Todopoderoso hubo ordenado Su propósito, eso no bastó: el simple arreglo no sería capaz de crear. “Por él”, así como “de Él”, han de ser todas las cosas. No había ninguna materia prima disponible para la mano del Creador. Él tuvo que crear el universo de la nada. No pide ayuda: no la necesita, y además, no hay nadie que le ayude. No hay material en bruto que pueda moldear entre Su palmas para después lanzarlo como estrellas. No necesitaba una mina de materia prima disponible que pudiera derretir y purificar en el horno de Su poder, para luego martillarlo sobre el yunque de Su habilidad: no, no había nada con lo que se pudiera comenzar en aquel día de la obra de Jehová; del vientre de la omnipotencia han de proceder todas las cosas. Él habla y los cielos saltan a la existencia. Habla otra vez y son engendrados mundos con todas las diversas formas de vida, rebosantes de divina sabiduría y de incomparable habilidad. “Sea la luz, y fue la luz”, no fue el único momento cuando Dios habló y cuando las cosas que no existían fueron, pues en la antigüedad Él había hablado, y esta tierra rodante y aquellos cielos azules florecieron de la nada. Por Él fueron hechas todas las cosas, desde el sublime arcángel que entona Sus alabanzas con celestiales notas, hasta el grillo que produce chirridos en la tierra. El mismo dedo pinta el arcoíris y el ala de la mariposa. Aquel que tiñe las ropas de la tarde con todos los colores del cielo, ha cubierto de oro a la flor ‘botón de oro’ y ha encendido la lámpara de la luciérnaga. Desde aquella majestuosa montaña que traspasa las nubes hasta aquel diminuto grano de polvo en la era de verano, todas las cosas por Él son. Si Dios retirara los efluvios de Su poder divino, todo se derretiría así como la espuma del mar se derrite sobre la ola que la transportó. Nada podría permanecer ni un solo instante si el cimiento divino fuera suprimido. Si Él sacudiera las columnas del mundo, el templo entero de la creación se convertiría en ruinas, y hasta su polvo mismo sería arrastrado por el viento. Un terrible desperdicio, un silencioso vacío, un mudo desierto es todo lo que quedaría si Dios retirara Su poder; es más, ni siquiera algo como esto existiría si Su poder fuera frenado.
Toda naturaleza es como es por la energía del Dios presente. Si el sol sale cada mañana, y la luna camina en su resplandor en la noche, es por Él. Desechamos la opinión de aquellos hombres que piensan que Dios le ha dado cuerda al mundo como si fuese el reloj, y se ha alejado, dejándolo que funcione por sí mismo prescindiendo de Su mano presente. Dios está presente en todas partes: no está meramente presente cuando temblamos porque Su trueno sacude a la sólida tierra o cuando incendia los cielos con relámpagos, sino también está presente en la apacible noche veraniega, cuando el aire abanica suavemente a las flores y los mosquitos danzan oscilantes entre los últimos rayos de sol.
Los hombres tratan de olvidar la presencia divina dando a su energía nombres extraños. Hablan del poder de la gravedad; pero ¿qué es el poder de gravedad? Sabemos qué hace, pero ¿qué es? La gravedad es el propio poder de Dios. Nos hablan de leyes misteriosas: de la electricidad, y no sé de qué otras cosas más. Conocemos las leyes, y dejamos que adopten los nombres que tienen; pero las leyes no pueden operar sin poder. ¿Qué es la fuerza de la naturaleza? Es una constante emanación de la grandiosa Fuente de poder, el constante derrame de Dios mismo, la perpetua irradiación de rayos de luz procedentes de Aquel que es “el Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación”.
Oh mortal, pisa suavemente y sé reverente, pues Dios está aquí tan ciertamente como está en el cielo. Dondequiera que estés y adondequiera que mires, estás en el taller de Dios, donde cada rueda es girada por Su mano. Todo no es Dios, pero Dios está en todo, y nada funciona y ni siquiera existe, a no ser por Su fuerza y poder presentes. “De él, y por él, y para él, son todas las cosas”.
Amados, la gran gloria de todo es que en la obra de la creación todo es para Él. Todo lo alabará a Él: ése es Su designio. Dios tiene que tener el motivo más sublime, y no puede haber motivo más sublime concebible que Su propia gloria. Cuando no había ninguna criatura, excepto Él mismo, y ningún ser, excepto Él mismo, Dios no habría podido tomar como motivo una criatura inexistente. Su motivo tiene que ser Él mismo. Su más excelso objetivo es Su propia gloria. Él considera cuidadosamente el bien de Sus criaturas, pero incluso el bien de Sus criaturas no es sino un medio para el objetivo más importante que es la promoción de Su gloria. Entonces, todas las cosas son para Su placer, y el trabajo diario es para Su gloria. Si me dicen que el mundo está estropeado por el pecado, yo lo lamento; si me dicen que el cieno de la serpiente está aquí sobre cualquier cosa hermosa, yo me aflijo por ello; mas, sin embargo, cada cosa hablará de la gloria de Dios. Para Él son todas las cosas, y el día vendrá cuando con ojos espiritualmente iluminados, ustedes y yo veremos que incluso la introducción de la caída y de la maldición, después de todo, no estropeó el esplendor de la majestad del Altísimo. Para Él serán todas las cosas. Sus enemigos inclinarán sus cuellos de mala gana y abyectamente, mientras que Su pueblo, redimido de la muerte y del infierno, lo enaltecerá alegremente. Los nuevos cielos y la nueva tierra resonarán con Su alabanza, y nosotros, que nos sentaremos para leer el registro de Su maravillas creadoras, diremos de todas ellas: “En su templo todo proclama su gloria, e incluso hasta ahora para Él han sido todas las cosas”.
Ánimo, entonces, amados; cuando piensen que los asuntos van en contra de la causa de Dios, recuéstense sobre esto como si se tratara de un mullido sillón. Cuando el enemigo susurre a sus oídos esta nota: “Dios está vencido; Sus planes han sido estropeados; el honor de Su Hijo está manchado”, respondan al enemigo: “No, no es así; para Él son todas las cosas”. Las derrotas de Dios son victorias. La debilidad de Dios es más fuerte que el hombre, e incluso la insensatez del Altísimo es más sabia que la sabiduría del hombre, y al final veremos de manera sumamente clara que así es. ¡Aleluya!
Veremos, queridos amigos, un día en la clara luz del cielo que cada página de la historia humana, sin importar cuán teñida esté por el pecado humano, contiene algo de la gloria de Dios; y que las calamidades de las naciones, la caída de las dinastías, las devastaciones de la pestilencia, las plagas, las hambrunas, las guerras y los terremotos, todos han cumplido el propósito eterno y han glorificado al Altísimo. Desde la primera oración humana hasta el último suspiro del mortal, desde la primera nota de alabanza finita hasta el eterno aleluya, todas las cosas obran conjuntamente para la gloria de Dios, y sirven a Sus propósitos. Todas las cosas son de Él, y por él y para Él.
Este grandioso principio es más manifiesto en la espléndida obra de la divina gracia. Aquí todo es de Dios, y por Dios y para Dios. El magno plan de salvación no fue bosquejado por dedos humanos. No es una confección de los sacerdotes, ni una elaboración de los teólogos; la gracia movió primero el corazón de Dios y se unió a la soberanía divina para ordenar un plan de salvación. Este plan fue el vástago de una sabiduría nada menos que divina. Nadie sino Dios pudo haber imaginado una forma de salvación tal como la que presenta el Evangelio: una forma tan justa para Dios como tan segura para el hombre. El pensamiento de la sustitución divina, y el sacrificio de Dios en favor del hombre no habría podido serle sugerido jamás ni a la más educada de todas las criaturas de Dios. Es Dios mismo quien lo sugiere y el plan es “de él”. Y así como el grandioso plan es de Él, así la complementación de las minucias es de Él. Dios ordenó el tiempo cuando la primera promesa debía ser promulgada, quién debía recibir esa promesa, y quién debía entregarla. Él ordenó la hora en la que el grandioso cumplidor de la promesa debía venir, cuándo debía encarnar Jesucristo, de quién había de nacer, por quién debía ser traicionado, qué muerte debía morir, cuándo debía resucitar, y en qué manera debía ascender. ¿Qué tal si digo más? Él determinó quiénes debían aceptar al Mediador, a quién debía ser predicado el Evangelio, y quiénes debían ser los individuos favorecidos en quienes el llamamiento eficaz debía hacer poderosa a la predicación para salvación. Él registró en Su propia mente el nombre de cada uno de Sus elegidos, y el tiempo cuando cada vaso elegido debía ser puesto en la rueda para ser moldeado de acuerdo a Su voluntad; qué congojas de convicción debían ser sentidas cuando el tiempo de la fe llegara, qué cantidad de santa luz y de dicha debía ser derramada: todo esto fue determinado desde tiempos antiguos. Él estableció cuánto tiempo tenía que ser barnizado en el fuego el vaso elegido, y cuándo tenía que ser tomado y perfeccionado por la artesana destreza celestial para adornar el palacio del Dios Altísimo. Cada puntada del tapiz celestial de la salvación debe provenir de la sabiduría del Señor.
Tampoco debemos detenernos aquí; por Él vienen todas estas cosas. A través de Su Espíritu vino la promesa al final, pues Él movió a los videntes y a los hombres santos de la antigüedad; por Él el Hijo de Dios nació de la Virgen María por el poder del Espíritu Santo; por Él, sustentado por ese Espíritu, el Hijo de Dios lleva una vida perfecta durante Sus treinta años. Sólo Dios es exaltado en la grandiosa redención. Jesús suda en Getsemaní y se desangra en el Calvario. Nadie estuvo con nuestro Salvador allí. Él pisó solo ese lagar; Su propio brazo obró la salvación y Su propio brazo le sostuvo. La obra de la redención fue realizada únicamente por Dios; ni una sola alma fue redimida jamás por el sufrimiento humano, ni un solo espíritu fue emancipado jamás por la penitencia del mortal, sino que todo fue por Él.
Y así como la expiación fue realizada por Él, así también por Él fue la aplicación de la expiación. Por el poder del Espíritu es predicado el Evangelio diariamente; sostenidos por el Espíritu Santo, pastores, maestros y ancianos permanecen todavía con la Iglesia; la energía del Espíritu todavía acompaña a la Palabra hasta los corazones de los elegidos; todavía “Cristo crucificado” es el poder de Dios y la sabiduría de Dios, porque Dios está en la Palabra, y por Él los hombres son llamados, convertidos y salvados.
Oh hermanos míos, más allá de toda duda, tenemos que confesar acerca de este grandioso plan de salvación que todo él es para Él: no debemos conceder ni una sola nota de alabanza a alguien más. El hombre que quiera retener una solitaria palabra de alabanza para un hombre o un ángel en la obra de gracia, ha de ser silenciado para siempre con confusión eterna. ¡Ustedes, insensatos!, ¿quién puede ser alabado sino Dios, pues quién sino Dios decidió entregar a Su Hijo Jesús? ¡Ustedes, canallas!, ¿quieren robarle Su gloria a Cristo? ¿Quieren robar las joyas de Su corona cuando Él las compró tan amorosamente con las gotas de Su sangre preciosa? Oh, ustedes, que aman las tinieblas más que la luz, ¿quieren glorificar la voluntad del hombre por encima de la energía del Espíritu Santo, y quieren presentar sacrificios a su propia dignidad y libertad? Que Dios los perdone; pero en lo que respecta a Sus santos, ellos cantarán siempre: “A Dios, sólo a Dios sea toda la gloria; desde el principio hasta el fin, Él, que es el Alfa y la Omega, ha de recibir toda la alabanza; Su nombre ha de ser ensalzado por los siglos de los siglos”. Cuando el grandioso plan de salvación sea desarrollado enteramente, y ustedes y yo estemos sobre las cimas de la gloria, ¡qué asombrosa escena se abrirá ante nosotros! Veremos entonces más claramente que ahora cómo todas las cosas brotaron del manantial del amor de Dios, cómo fluyeron a través del canal de la mediación del Salvador, y cómo todas ellas obraron conjuntamente para la gloria del propio Dios de quien procedieron. El grandioso plan de gracia, entonces, confirma este principio.
La palabra es válida, queridos amigos, en el caso de todo individuo creyente. Este ha de ser un asunto de investigación personal. ¿Por qué soy salvo? ¿Se debe a alguna bondad en mí, o a cualquier superioridad en mi constitución? ¿De quién proviene mi salvación? Mi espíritu no puede titubear ni un solo instante. ¿Cómo podría provenir un nuevo corazón de uno viejo? ¿Quién podría producir algo limpio de algo inmundo? Nadie. ¿Cómo podría proceder el espíritu de la carne? Lo que es nacido de la carne, carne es: si es espíritu tiene que nacer del Espíritu.
Alma mía, tienes que estar convencida de esto: que si hay en ti alguna fe, esperanza, o vida espiritual, tienen que provenir de Dios. ¿Puede diferir de esta declaración algún cristiano aquí presente que posea piedad vital? Estoy persuadido de que no puede; y si alguien se arrogara algún honor para su propia constitución natural, yo debo, con toda caridad, dudar de si sabe algo en absoluto acerca de este asunto.
Pero, alma mía, como tu salvación tiene que provenir de Dios, como Él tuvo que haber pensado en ella y haberla planeado para ti, y luego tuvo que habértela otorgado, ¿no vino también a ti por Dios? Vino por medio de la fe, pero, ¿dónde tuvo su nacimiento esa fe? ¿Acaso no fue por la obra del Espíritu Santo? Y, ¿en qué creíste? ¿Creíste en tu propia fuerza, o en tu propia buena resolución? No, sino en Jesús, tu Señor. ¿No fue el primer rayo de luz que recibiste alguna vez de este modo? ¿No miraste enteramente lejos del yo a tu Salvador? Y la luz que posees ahora, ¿no llega siempre a ti de la misma manera, habiendo terminado de una vez por todas con la criatura, con la carne, con el mérito humano, y habiéndote apoyado con confianza infantil en la obra terminada y en la justicia del Señor Jesucristo? ¿No es, querido oyente, no es tu salvación -si eres en salvo en realidad- enteramente “por” tu Dios, así como “de” tu Dios? ¿Quién es el que te capacita para orar cada día? ¿Quién te guarda de la tentación? ¿Por qué gracia eres guiado a seguir adelante en el deber espiritual? ¿Quién te sostiene cuando tu pie tropieza? ¿No estás consciente de que hay un poder diferente del tuyo propio?
Por mi parte, hermanos, yo no soy llevado al cielo en contra de mi voluntad, lo sé, pero mi naturaleza es aún tan desesperada y tan propensa al mal, que me siento transportado hacia delante en contra de la corriente de mi naturaleza. Pareciera como si todo lo que pudiéramos hacer fuera dar coces y rebelarnos contra la gracia soberana, en tanto que la gracia soberana dice: “Yo te salvaré; serás mía, independientemente de lo que hagas. Yo venceré tu rugiente corrupción; yo te despertaré de tu letargo, y te llevaré al cielo en un carro de fuego de aflicciones, si no pudiera ser por otro medio. Yo te azotaré para llevarte al paraíso antes que permitir que te pierdas”.
¿No es esta tu experiencia? ¿No te has dado cuenta de que si la fuerte mano de Dios fuera retirada de tu alma una vez, en lugar de ir hacia delante, hacia el cielo, regresarías a la perdición? Es por Dios que eres salvo. ¿Y qué dices, creyente, en cuanto al último punto? ¿No es “para él”? ¿Quieres quitar una sola joya de Su corona? ¡Oh!, no hay ninguno entre ustedes que desearía ensalzarse a sí mismo. No hay himno que cantemos más dulcemente en esta casa de oración que el himno de gracia, y no hay himno que pareciera más acorde con nuestra experiencia que este:
“La gracia corona toda la obra,
A lo largo de días sempiternos;
Pone en el cielo la piedra cimera,
Y bien merece la alabanza”.
Quien así lo quiera que ensalce la dignidad de la criatura; quien pueda, que se jacte del poder del libre albedrío. Nosotros no podríamos hacerlo. Nosotros hemos descubierto que nuestra naturaleza es muy depravada y que nuestra voluntad está bajo servidumbre. Debemos exaltar, aunque otras criaturas no lo hagan, esa gracia omnipotente e inmutable que nos ha hecho ser lo que somos, y que continuará guardándonos hasta llevarnos a la diestra de Dios en la gloria sempiterna. Esta regla es válida, entonces, en cada individuo.
Además, en cada obra en la que el cristiano es capacitado para que pueda desarrollarla, ha de tener presente la regla del texto. Algunos de ustedes tienen el privilegio de trabajar en la escuela dominical, y han tenido muchas conversiones en su clase; otros entre ustedes están distribuyendo opúsculos, yendo de casa en casa y procurando llevar a las almas a Cristo, no sin éxito; algunos de nosotros, también, tenemos el privilegio de ser enviados a predicar el Evangelio en todo lugar, y tenemos gavillas de nuestra cosecha que ya no caben en nuestros graneros. En el caso de algunos de nosotros, pareciera que hemos recibido la bendición prometida en su máximo alcance; el Señor ha hecho que nuestros hijos sean, espiritualmente, como la arena del mar, y la prole espiritual de nuestras entrañas como la grava. En todo esto nos incumbe recordar que “de él, y por él, y para él”, son todas las cosas.
“De él”. ¿Quién hace que seas diferente? ¿Qué tienes que no hayas recibido? El corazón ardiente, el ojo lloroso, el alma que ora: todas esas capacidades para la utilidad vienen de Él. La boca elocuente, la lengua argumentadora, esas cualidades tienen que haber sido otorgadas y educadas por Él. De Él vienen todos los diversos dones del Espíritu por medio de los cuales la Iglesia es edificada; de Él, digo, proceden todos. ¿Qué es Pablo? ¿Quién es Apolos, o Cefas, quiénes son todos éstos sino los mensajeros de Dios, en quienes obra el Espíritu distribuyendo a cada hombre conforme a Su voluntad? Cuando el predicador ha adquirido Su utilidad, sabe que todo su éxito viene por Dios. Si un hombre se supusiera capaz de provocar un avivamiento, o de animar a un santo, o de conducir a un pecador al arrepentimiento, sería un necio. Podríamos de igual manera intentar mover las estrellas, o sacudir al mundo, o sujetar un rayo en la palma de nuestra mano, que pensar salvar un alma o incluso despertar a los santos para que salgan de su letargo.
La obra espiritual tiene que ser obrada por el Espíritu. De Dios nos viene toda cosa buena. El predicador podría ser el propio Sansón cuando Dios está con Él: y será como Sansón cuando Dios no esté con él, sólo que en la degradación y en la vergüenza de Sansón.
Amados, nunca existió un hombre que fuera traído a Dios excepto por Dios mismo, y nunca existirá tal hombre. Nuestra nación nunca será avivada para alcanzar el calor celestial de la piedad excepto por la renovada presencia del Espíritu Santo. Quiera Dios que tuviéramos más del sentido perdurable de la obra del Espíritu entre nosotros, para que lo miráramos más a Él y nos apoyáramos menos en la maquinaria y en los hombres, y más sobre ese Agente Divino e Invisible que obra todas las cosas en los corazones de los hombres.
Amados, es por Dios que nos viene toda cosa buena, y estoy seguro de que es para Él. No podemos apropiarnos del honor de un solo convertido. Miramos en verdad con agradecimiento a esta Iglesia en crecimiento; pero sólo podemos darle la gloria a Él. Si le dan la gloria a la criatura, ese es el fin; si se honran como Iglesia, pronto los deshonrará Dios. Debemos poner toda gavilla sobre Su altar, y debemos traer toda oveja del redil a los pies del buen Pastor, convencidos de que es Suya. Cuando salimos a pescar almas, tenemos que pensar que nosotros sólo llenamos la red, porque Él nos enseñó cómo arrojarla al costado derecho de la Iglesia, y cuando los pescamos son Suyos, no nuestros. ¡Oh, qué pobres cosas somos nosotros!, y, sin embargo, pensamos que hacemos mucho. Es como si la pluma dijera: “yo escribí El Paraíso Perdido de Milton”. ¡Ah, pobre pluma! Tú no habrías podido ponerle el punto a una ‘i’ o la tilde a una ‘t’, si la mano de Milton no te hubiera movido. El predicador no podría hacer nada si Dios no le ayudara. El hacha podría gritar: “he derribado forestas; he hecho que el cedro incline su cabeza, y he tumbado en el polvo al roble fornido”. No, tú no lo hiciste; pues si no hubiese sido por el brazo que te blandió, incluso una zarza habría sido demasiado para que pudieras cortarla. ¿Acaso dirá la espada: “yo gané la victoria; yo derramé la sangre de los valientes; yo derribé el escudo”? No, fue el guerrero, quien con su valor y su poder te volvió útil en la batalla, pero aparte de esto tú eres menos que nada. En todo lo que Dios hace por medio de nosotros, tenemos que continuar rindiéndole la alabanza, para que Él mantenga Su presencia en nuestros esfuerzos. De otra manera, nos retirará Su sonrisa y seremos dejados como hombres débiles.
He intentado, -tal vez por demasiado tiempo para su pacienciaresaltar este principio muy simple pero muy útil; y ahora, antes de proceder a la segunda parte, deseo aplicarlo mediante este comentario muy práctico.
Amados, si esto es cierto: que todas las cosas son por Él y para Él, ¿no piensan ustedes que esas doctrinas que más se apegan a esta verdad son las que con mayor probabilidad son correctas y más dignas de ser sustentadas? Ahora, hay ciertas doctrinas comúnmente llamadas ‘calvanistas’ (pero que nunca debieron ser llamadas por ese nombre, pues son simplemente doctrinas cristianas), que pienso que se recomiendan a sí mismas ante las mentes de las personas sensatas, principalmente por esta razón: porque atribuyen todo a Dios. Aquí está la doctrina de la elección, por ejemplo. ¿Por qué es salvado un hombre? ¿Es el resultado de su propia voluntad o de la voluntad de Dios? ¿Eligió Él a Dios o Dios lo eligió a él? La respuesta “el hombre eligió a Dios” es manifiestamente falsa, porque glorifica al hombre. La respuesta de Dios es: “No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros”. Dios ha predestinado a Su pueblo para salvación desde antes de la fundación del mundo. Si atribuimos la voluntad a Dios, que es el gozne de todo el asunto y que mueve la balanza, si la atribuimos a Dios, sentimos que estamos hablando apegándonos a la doctrina de nuestro texto.
Luego tomen el llamamiento eficaz. ¿Mediante cuál poder es llamado el hombre? Hay algunos que dicen que es por la energía de su propia voluntad, o al menos, que si Dios le da la gracia, depende de él hacer uso de ella: algunos no hacen uso de la gracia y perecen y otros hacen uso de la gracia y son salvados; salvados por su propio consentimiento por permitir que la gracia sea eficaz.
Nosotros, por otro lado, decimos no, un hombre no es salvado en contra de su voluntad, sino que es inducido a querer por la operación del Espíritu Santo. Una gracia poderosa que él no desea resistir entra en el hombre, lo desarma, hace de él una nueva criatura, y es salvado. Nosotros creemos que el llamamiento que salva al alma es un llamamiento que no le debe nada en absoluto al hombre, sino que viene de Dios, y la criatura es pasiva entonces, mientras que Dios, como el alfarero, moldea al hombre como una masa de arcilla. Nosotros creemos claramente que el llamamiento tiene que ser hecho por Dios, pues coincide con el principio “de él, y por él, y para él son todas las cosas”.
Luego, a continuación, tenemos el asunto de la redención particular. Algunos insisten en el hecho de que los hombres son redimidos, no porque Cristo murió, sino porque ellos están dispuestos a otorgar eficacia a la sangre de Cristo. Él murió por todo el mundo, de acuerdo a su teoría. ¿Por qué, entonces, no son salvados todos los hombres? ¿Es porque no todos los hombres quieren creer? Eso es decir que creer es necesario para hacer que la sangre de Cristo sea eficaz para la redención. Ahora, nosotros sostenemos que eso es una gran mentira. Nosotros creemos exactamente lo contrario, es decir, que la sangre de Cristo tiene en sí misma el poder para redimir, y que redime en efecto, y que la fe no le da eficacia a la sangre, sino que es únicamente la prueba de que la sangre ha redimido a ese hombre. Por esto sostenemos que Cristo no redimió a todo hombre, sino que solamente redimió a aquellos hombres que alcanzarán al final la vida eterna. Nosotros no creemos que Él redimió a los condenados; no creemos que derramó Su sangre vital por las almas que ya están en el infierno. No podemos imaginar nunca que Cristo sufrió en el lugar y en la porción de todos los hombres, y que luego posteriormente estos mismos hombres tienen que sufrir por sí mismos, que de hecho Cristo paga sus deudas, y luego Dios hace que paguen sus deudas de nuevo. Nosotros pensamos que la doctrina que declara que los hombres, por su voluntad, dan eficacia a la sangre de Cristo es menospreciativa del Señor Jesús, y nosotros preferimos asirnos de esto: que Él entregó Su vida por Sus ovejas, y que la ofrenda de Su vida por las ovejas involucró y aseguró la salvación de cada una de ellas. Nosotros creemos esto porque sostenemos que “de él, por él, y para él son todas las cosas”.
Además, tomen la total depravación de la raza, y su corrupción original, una doctrina verdadera aunque muy aborrecida por quienes elevan a la pobre naturaleza humana. Nosotros sostenemos que el hombre tiene que estar enteramente perdido y arruinado, porque si hubiera algo bueno en él, entonces no puede decirse que “de Dios, y por Dios, y para Dios, son todas las cosas”, pues al menos algunas cosas tendrían que ser del hombre. Si hay algunas reliquias de virtud y algunos remanentes de poder en la raza del hombre, entonces algunas cosas son del hombre, y para el hombre serán algunas cosas. Pero si todas las cosas son de Dios, entonces en el hombre no debe haber nada, el hombre debe ser colocado abajo como arruinado, irremediablemente arruinado:
“Magullado y mutilado por la caída”.
Su salvación tiene que ser descrita como siendo desde el principio hasta el fin, en cada jota y en cada tilde, por causa de esa gracia poderosa de Dios que lo eligió al principio, posteriormente lo redimió y finalmente lo llamó, lo preservó constantemente y lo presentará perfecto delante del trono del Padre.
Yo pongo estas doctrinas delante de ustedes, más especialmente hoy, porque el viernes pasado muchos creyentes en Ginebra y en Londres se reunieron para celebrar el tricentenario de la muerte de ese poderoso siervo de Dios, Juan Calvino, a quien honro, no como maestro de estas doctrinas, sino como a uno a través de quien Dios habló, y uno que, junto al apóstol Pablo, expuso la verdad más claramente que cualquier otro hombre que haya existido jamás y que sabía más de la Escritura y la explicó más claramente. Lutero puede tener tanto valor, pero Lutero conoce poca teología. Lutero, como un toro, cuando ve una verdad, cierra sus ojos y se lanza contra el enemigo, derribando puertas, cerrojos y barras, para abrir paso a la Palabra; pero Calvino, siguiendo el sendero abierto, con clara visión, escudriñando la Escritura, reconociendo siempre que de Dios, y por Dios y para Dios, son todas las cosas, traza el plan integral con una claridad deleitable que sólo podía venir del Espíritu de Dios. Ese hombre de Dios expone las doctrinas de una manera tan excelente y admirable, que no podemos bendecir en demasía al Señor que lo envió, ni orar en demasía para que otros como él puedan llegar a ser honestos y sinceros en la obra del Señor.
Con esto basta, entonces, en cuanto a doctrina, pero vamos a dedicar uno o dos minutos a manera de devoción.
II. El apóstol vuelve a hundir su pluma en el tintero, cae de rodillas –no puede evitarlo- pues tiene que hacer una doxología. “A él sea la gloria por los siglos. Amén”. Amados, imitemos esta DEVOCIÓN. Yo pienso que esta frase tiene que ser la oración y el lema para cada uno de nosotros: “A él sea la gloria por los siglos. Amén”.
Voy a ser muy breve pues no quiero cansarlos. “A él sea la gloria por los siglos”. Este debería ser el único deseo del cristiano. Yo entiendo que no debería tener veinte deseos, sino sólo uno. Podría desear una buena educación para su familia, pero únicamente que “A Dios sea la gloria por los siglos”. Podría desear prosperidad en su negocio, pero únicamente en tanto que pudiera ayudarle a promover esto: “A él sea la gloria por los siglos”. Podría desear alcanzar más dones y más gracias, pero sólo debe ser que “A él sea la gloria por los siglos”. Esto sólo sé, cristiano, que no estás actuando como deberías hacerlo cuando eres movido por cualquier otro motivo que no sea el único motivo de la gloria de tu Señor. Como cristiano, tú eres “de Dios, y por Dios”, y pido que seas “para Dios”. Nada debe hacer latir tu corazón excepto el amor a Él. Que esta ambición encienda tu alma; este debe ser el cimiento de toda empresa en la que te involucres, y este debe ser el motivo sustentador siempre que tu celo se enfríe: sólo, sólo haz de Dios tu objeto. Puedes estar convencido de que allí donde empieza el yo empieza la aflicción; pero si Dios es mi supremo deleite y mi único objeto:
“Para mí es igual si el amor ordena
Mi vida o mi muerte: si me asigna comodidad o dolor”.
Cuando mi ojo mira exclusivamente a la gloria de Dios, no escojo para mí si soy despedazado por fieras salvajes o vivo en la comodidad, si estoy lleno de desánimo o lleno de esperanza. Si Dios es glorificado en mi cuerpo mortal, mi alma reposará contenta.
Además, nuestro constante deseo tiene que ser “A él sea gloria”. Cuando me despierte en la mañana, oh, mi alma ha de saludar a su Dios con gratitud.
“Despierta, y levántate, corazón mío,
Y comparte con los ángeles,
Quienes toda la noche cantan incansables
Excelsas preces al Rey eterno”.
En mi trabajo detrás del mostrador, o en el negocio, he de estar atento para ver cómo puedo glorificarle. Si estoy caminando en medio de los campos, mi deseo ha de ser que los árboles aplaudan alabándole. Que el sol en su marcha haga resplandecer la gloria del Señor, y las estrellas en la noche reflejen Su alabanza. Les corresponde a ustedes, hermanos, poner una lengua en la boca de este mundo mudo, y hacer que las silentes lindezas de la creación ensalcen a su Dios. No callen nunca cuando haya oportunidades, y nunca estarán callados por falta de oportunidades. En la noche quédense dormidos alabando todavía a su Dios; al cerrar sus ojos su último pensamiento ha de ser “¡cuán dulce es descansar en el pecho del Salvador!” En medio de las aflicciones, alábenle; desde los hornos dejen que suba su canción; en tu lecho de enfermo, lóalo; moribundo, Él ha de recibir tus más dulces notas. Que todos sus gritos de victoria en el combate con el último gran enemigo sean todos para Él; y luego cuando hayan suprimido la servidumbre de la mortalidad, y entrado en la libertad de los espíritus inmortales, entonces, en un cántico más noble y más dulce, cantarán Su alabanza. Éste ha de ser, entonces, su pensamiento constante: “A él sea la gloria por los siglos”.
Éste ha de ser su enfático pensamiento. No hablen de la gloria de Dios con palabras frías, ni piensen en ella con un corazón gélido, sino sientan esto: “he de alabarle; si no puedo alabarle donde estoy, voy a romper estos estrechos lazos para llegar donde pueda hacerlo”. Algunas veces anhelan ser incorpóreos para que pudieran alabarle como lo hacen los espíritus inmortales. Yo tengo que alabarle. Comprado con Su sangre preciosa, llamado por Su Espíritu, no puedo acallar mi lengua. Alma mía, ¿puedes estar muda y callada? Tengo que alabarle. Da un paso hacia atrás, oh carne; aléjense, diablos; retírense, problemas; yo he de cantar, pues si yo rehusara cantar, seguramente las propias piedras hablarían.
Yo espero, queridos amigos, que mientras así de ardiente debe ser su alabanza, también será creciente. Ha de haber un creciente deseo de alabar a Aquel de quien y por quien son todas las cosas. Ustedes le alabaron en su juventud; no se contenten con las alabanzas que le prodigaron entonces. ¿Te ha prosperado en tu negocio? Entonces dale más así como Él te ha dado más. ¿Te ha dado Dios experiencia? Oh, alábale mediante una mejor fe de la que ejercitaste al principio. ¿Crece tu conocimiento? ¡Oh!, entonces tú puedes cantar más dulcemente. ¿Gozas de tiempos más felices de los que antes tuviste? ¿Has sido restablecido de la enfermedad y tu aflicción ha sido cambiada en paz y gozo? Entonces dale más música; pon más carbones en tu incensario, más dulce incienso, más del dulce cálamo comprado con dinero. ¡Oh, servirle cada día, alzando mi corazón de domingo a domingo, hasta llegar al Domingo sin fin! ¡Acercándome de santificación en santificación, de amor en amor, de fuerza en fuerza, hasta presentarme ante mi Dios!
Para concluir, permítanme exhortarlos a hacer práctico este deseo. Si realmente glorifican a Dios, pongan atención para no hacerlo con una alabanza fingida, que se desvanece con el viento, sino con el sólido homenaje de la vida diaria. Alábenle por su paciencia en el dolor, por su perseverancia en el deber, por su generosidad en Su causa, por su valentía en el testimonio, por su consagración a Su obra; alábenle, mis queridos amigos, no solamente esta mañana en lo que hacen por Él con sus ofrendas, sino alábenle cada día haciendo algo para Dios de diversas maneras, de acuerdo a la manera en la que a Él le ha agradado bendecirlos. Hubiera deseado poder hablar dignamente sobre un tópico como este, pero un dolor de cabeza opresivo y entorpecedor me asedia, y siento que mis palabras son ensombrecidas por una densa lobreguez desde la cual miro con ansias pero sin poder salir. Por esto me aflijo, pero, sin embargo, Dios el Espíritu Santo puede obrar mejor por medio de nuestra debilidad, y si ustedes intentan predicarse el sermón a ustedes mismos, hermanos míos, lo harán sustancialmente mejor de lo que puedo hacerlo yo; si meditan sobre este texto esta tarde: “De él, y por él, y para él, son todas las cosas”, estoy seguro de que serán conducidos a caer de rodillas con el apóstol, y decir: “A él sea la gloria por los siglos”; y entonces se levantarán y le darán honra de manera práctica en su vida, poniendo el “Amén” a esta doxología por su propio servicio individual para el grandioso y benigno Señor. Que el Señor dé una bendición ahora, y acepte su acción de gracias por medio de Cristo Jesús.
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