Los Incrédulos Tropiezan; los Creyentes Se Gozan

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Por Charles H. Spurgeon sobre Salvación
Una parte de la serie Metropolitan Tabernacle Pulpit

Traducción por Allan Aviles


“Como está escrito: He aquí pongo en Sion piedra de tropiezo y roca de caída; y el que creyere en él, no será avergonzado.” Romanos 9: 33

Nuestro apóstol fue inspirado por Dios y, sin embargo, era llevado a citar pasajes tomados del Antiguo Testamento. El Espíritu de Dios hubiera podido dictarle nuevas palabras; hubiera podido mostrarle cómo confirmar la verdad mediante otros argumentos, pero a Él no le agrada hacer eso. Guía a Su siervo a establecer la verdad presente por medio de verdades reveladas anteriormente, y así nos da el ejemplo de escudriñar las Escrituras y de valorar los antiguos oráculos de Dios.

El pasaje bajo nuestra consideración pareciera estar compuesto por dos Escrituras entrelazadas hasta ser convertidas en una, un método que era utilizado con frecuencia por los apóstoles. Una parte del texto que estamos considerando se encuentra en Isaías 28: 16; el apóstol no hace una cita literal, y más bien nos da el sentido en lugar de las palabras: “He aquí que yo he puesto en Sion por fundamento una piedra, piedra probada, angular, preciosa, de cimiento estable; el que creyere, no se apresure”. Pero Pablo inserta esa palabra de profecía en otra, citando esta vez de Isaías 8: 14: “Entonces él será por santuario; pero a las dos casas de Israel, por piedra para tropezar, y por tropezadero para caer”.

No puedo evitar hacer una o dos observaciones sobre estos pasajes antes de abordar el texto que vamos a considerar. En Isaías 8: 14, se percibe una sorprendente prueba de la divinidad de Cristo. Vean el versículo decimotercero: “A Jehová de los ejércitos, a él santificad; sea él vuestro temor, y él sea vuestro miedo. Entonces él”, -esto es, Jehová de los ejércitos- “será por santuario” para los creyentes; “pero a las dos casas de Israel, por piedra para tropezar, y por tropezadero para caer”. Isaías expresa una profecía de Jehová de los ejércitos, y Pablo la cita en referencia al Señor Jesucristo, con el propósito claro de que concluyamos que el Señor Jesucristo es el propio Jehová.

Del segundo pasaje aprendemos otra verdad que sirve para ilustrar más de cerca nuestro texto. En Isaías 8: 16, leemos, “He aquí que yo he puesto en Sion por fundamento una piedra”. El apóstol ha omitido las palabras “por fundamento” y ha insertado las palabras del otro pasaje, “por piedra para tropezar, y por tropezadero para caer”. Pero la profecía original de Isaías sirve para mostrarnos que el propósito real de Dios al poner a Cristo en Sion no era para que los hombres se tropezaran en Él, sino para que fuera un cimiento para sus esperanzas. El propósito real de Dios era que Cristo fuera la piedra angular para la confianza humana, pero el resultado ha sido que para un conjunto de hombres renovados por la gracia todopoderosa, Cristo se ha convertido en un santuario de refugio y en una piedra de dependencia, y para otros, dejados a su propia depravación, se ha convertido en una piedra de tropiezo y roca de caída. Estos son algunos comentarios sobre las Escrituras primitivas que Pablo cita. Ahora vayamos al versículo mismo.

Nuestro texto nos informa que muchos tropiezan en Cristo; y, luego, en segundo lugar, nos asegura que quienes reciben a Cristo y creen en Él, no tendrán motivo de ser avergonzados.

I. La primera declaración no necesita ninguna demostración, pues la observación misma nos enseña que MUCHOS TROPIEZAN EN CRISTO. Tan pronto Dios fue manifestado en la carne, los mortales comenzaron a tropezar en Él. “¿No es éste el hijo del carpintero?”, era la pregunta de quienes esperaban la pompa mundana y la grandeza imperial. “Conocemos a su padre y a su madre y, ¿no están todas sus hermanas con nosotros?”, era la objeción susurrada por sus propios paisanos. El más grande de todos los profetas no tenía ningún honor en Su propia tierra. Nuestro Señor fue rechazado por toda clase de hombres; aunque le miraban desde diferentes círculos, todos lo hacían con el mismo ojo escarnecedor.

Los fariseos tropezaban en Él porque no era supersticioso ni ostentoso; ciertamente no se lavaba las manos antes de comer, ni tampoco oraba en las esquinas de las calles; entablaba relaciones con los publicanos y pecadores; no ensanchaba sus filacterias; sanaba a los enfermos en el día de reposo; no tenía ningún respeto por las tradiciones, y por todo ello, todo fariseo ‘justo’ le aborrecía.

El saduceo, por otra parte, a pesar de que odiaba la superstición farisaica, despreciaba igualmente a Cristo en gran medida. Sus objeciones eran disparadas desde otro ámbito. Para él, Cristo era demasiado supersticioso, pues el saduceo no creía ni en ángel ni en espíritu ni en la resurrección de los muertos, creencias todas que el profeta de Nazaret sostenía abiertamente. El escepticismo filosófico detestaba a Jesús porque Su enseñanza contenía mucho del elemento sobrenatural. A lo largo de toda Su vida, tanto en las cortes superiores de Herodes o de Pilato, como entre los más bajos rangos de la turba de Judea, Cristo fue despreciado y desechado entre los hombres. Desde tiempos antiguos habían perseguido a todos los profetas a quienes el Señor había enviado, y era poco sorprendente que ahora asediaran al propio Señor. “Os tocamos flauta, y no bailasteis; os endechamos, y no lamentasteis”: esto podían decir todos los profetas de Dios, pues Israel no recibió ni al hombre solitario cuyo alimento consistía en langostas y miel silvestre, ni al espíritu más cordial que llegó comiendo y bebiendo. Eliminaron a todos los profetas de Dios y no aceptaron ninguno de sus reproches; y cuando el Hijo mismo llegó, dijeron: “Este es el heredero; venid, matémosle, para que la heredad sea nuestra”. Los judíos le rechazaron a una voz, con la única excepción del remanente conforme a la elección de gracia.

Pero el judío no está solo en su ofensa dirigida a la cruz. Sabemos que cuando el Evangelio fue llevado a los gentiles posteriormente, Cristo crucificado fue piedra de tropiezo para ellos. Los refinados griegos, con sus diversos sistemas de filosofía, esperaban ver en el Mesías un pensamiento profundo y un gusto clásico; pero cuando oyeron predicar a Pablo sobre la resurrección de los muertos, no vieron nada que halagara su filosofía y entonces se burlaron abiertamente de esa predicación. A la vez que el judío recogía su manto de flecos extendidos y llamaba a Cristo ‘piedra de tropiezo’, el griego marchaba a su templo clásico o a su academia científica, y daba voces diciendo: “¡Pura necedad, los hombres que así hablan deben de estar locos!” En todo tiempo, incluso hasta en nuestra época, siempre que Cristo es predicado, el corazón humano ha sido provocado de inmediato a la ira contra Él; el embajador de Dios ha encontrado hombres renuentes a recibir la paz por él proclamada; el amado Hijo de Dios, que no vino sino con palabras de misericordia y ternura, ha sido aborrecido y rechazado por los propios hombres a quienes ha venido a bendecir. “A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron”.

Sin embargo, nosotros tenemos poco que ver con esas épocas pasadas; tenemos que ver mucho más con el presente y con nosotros mismos; y es algo triste saber que en medio de esta concurrencia, - aunque supongo que nos autodenominamos cristianos- hay muchas personas para quienes Cristo es todavía piedra de tropiezo y roca de caída. Es un hecho lamentable que hay cientos de miles de personas en Londres para quienes el Evangelio de Cristo es tan poco conocido como si se tratara de hindúes o de tártaros. Para éstos, Cristo no es una piedra de tropiezo, pues no lo conocen y, por tanto, no tienen la culpa que tienen algunos de ustedes por haber oído de Él y rechazarlo.

En medio de la concurrencia presente hay algunos que tropiezan con Cristo por causa de Su santidad. Él es demasiado estricto para ellos; quisieran ser cristianos pero no pueden renunciar a sus placeres sensuales; quisieran ser lavados en Su sangre, pero desean revolcarse todavía en el cieno del pecado. Hay muchas personas que estarían suficientemente dispuestas a recibir a Cristo si, después de recibirle, pudieran continuar con su borrachera, con su lascivia y con su desenfreno. Pero Cristo pone el hacha a la raíz de los árboles. Él les dice que hay que renunciar a todo esto, porque “por estas cosas viene la ira de Dios sobre los hijos de desobediencia”, y, además, “sin santidad nadie verá al Señor”. La naturaleza humana da coces contra esto. “¡Cómo!, ¿no podría gozar de alguna lascivia favorita? ¿No podría disfrutar de estas cosas al menos de vez en cuando? ¿He de abandonar por completo mis viejos hábitos y mis antiguos caminos? ¿Tengo que ser hecho una nueva criatura en Cristo Jesús?”

Estos son términos demasiado duros, son condiciones demasiado severas, y así, el corazón humano regresa a las ollas de carne de Egipto y se aferra al ajo y a las cebollas del antiguo estado de servidumbre, y no quiere ser liberado ni siquiera debido a que uno mayor que Moisés alza la vara para dividir al mar, y promete darle Canaán, que fluye leche y miel. Cristo ofende a los hombres porque Su Evangelio es intolerante con el pecado.

Otros tropiezan con nuestro bendito Señor porque no les gusta el plan de ser salvados entera y únicamente por medio de la fe. ¿Hay algunas de esas personas aquí? Yo supongo que habrá algunas. Dicen: “Qué, ¿acaso no valen nada nuestras buenas obras? ¿No hay nada que podamos hacer para ayudar en nuestra salvación? Tú nos dices que lo que justifica al alma es confiar únicamente en Cristo, sin nada más; entonces no lo entendemos, o aunque lo entendiéramos, no nos gusta”. Esto es demasiado humillante, demasiado sencillo, demasiado fácil.

-“Vamos”, -dice el hombre que ha asistido siempre a la iglesia de su distrito o a su casa de reunión, que no le debe nada a nadie y que es generoso con los pobres-: “¡Vamos!, entonces mi posición no es nada mejor que la de la ramera que recorre las calles a medianoche, o que la del ladrón que cumple su mes de castigo en trabajos forzados”. No sería mejor tu condición, mi querido oyente, en cuanto a tu salvación eterna, si rehúsas creer en Cristo. La condenación del impío descarado es segura, pero igualmente segura sería la tuya si, después de haber oído el plan de salvación, das la vuelta y lo desprecias porque prefieres tu justicia propia a la justicia de Dios.

¡Ah, cuántos naufragan al estrellarse contra esta roca y cuántos son tragados por esta arena movediza! Ellos quisieran ser salvados pero no aceptan doblar la rodilla; no están contentos de recibir la salvación de Dios por la fe en Cristo Jesús, y así, perecen debido a su terco orgullo.

He conocido a otros que tropiezan en Cristo por causa de la doctrina que Él predica, más específicamente, las doctrinas de la gracia. A esta casa entra alguien que, si predicáramos un sermón sobre la virtud cristiana, diría: “me gustó ese discurso”; pero si predicáramos a Cristo y comenzáramos a hablar acerca de las doctrinas profundas contenidas en el Evangelio, tales como la elección, el llamamiento eficaz y el amor eterno e inmutable, de inmediato se enojan casi hasta el punto de crujir sus dientes. Quisieran tener a Cristo –dicen ellos- pero no pueden aceptar estas doctrinas.

-“¡Qué, Dios salva a quien quiere y ni siquiera le pide permiso a la criatura! ¿Hará lo que le agrade con nosotros igual que un alfarero hace lo que quiere con la masa de arcilla? ¿Nos han de decir en nuestra cara que no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia? No podemos soportar eso. Nos dirigiremos a algún otro lugar donde el hombre reciba mayor consideración, y donde Dios no sea colocado tan alto sobre nuestras cabezas”.

¡Ah, pero, amigo mío!, Jesucristo no elaborará Su doctrina para agradarte, ni diluirá la verdad de la Escritura para que se adapte a tus gustos carnales. Observa que es en el capítulo noveno de Romanos donde se encuentra mi texto, y en ese mismo capítulo de Romanos tienes la declaración más clara y audaz registrada en alguna parte concerniente a la soberanía de la gracia divina, y si tú decides hacer de la soberanía una excusa para no creer en Cristo, perecerás para tu desgracia; y, perecerías merecidamente también, porque quieres altercar con la Palabra de Dios y condenas a tu propia alma a ser castigada por la soberanía de Dios.

Pero, en verdad, mis queridos amigos, cuando los pecadores están resueltos a objetar a Cristo, lo más fácil del mundo es encontrar algo que objetar. He conocido a algunos que tropiezan por causa del pueblo de Cristo. Dicen: “Bien, yo quisiera creer en Cristo, pero observa a los profesantes; mira cuán inconsistentes son. Contempla a muchos miembros de la iglesia y mira en qué caminos impíos caminan, incluyendo a algunos ministros”, y entonces comienzan a enumerar diversas fallas de algunos eminentes siervos de Dios, y piensan que esta es una excusa para que los pecadores vayan al infierno porque otros no caminan rectamente en la senda al cielo. Oh, ¿mandarás tu alma al infierno porque otra persona no es todo lo que debería ser? Qué si David cae y David es restaurado, ¿es esa una razón por la que tú debas caer para no ser restaurado nunca? ¿Qué importa que algunos peregrinos que se dirigen al cielo se dirijan a la ‘Vereda Apartada del Prado’ (By-path meadow) y tengan que regresar al camino cojeando? ¿Es ésa una razón por la que debas seguir el camino que conduce a la ‘Ciudad de la Destrucción’? Me parece, amigo, que esto sólo debería hacerte más diligente para procurar hacer firme tu vocación y elección; los naufragios de los demás deberían conducirte a navegar más cuidadosamente; las bancarrotas de otros hombres deberían hacerte comerciar con mayor diligencia y humildad; pero citar los defectos de los demás como una razón del por qué debas continuar en el error de tus caminos, es el método de razonar del necio; pon mucho cuidado, para que no descubras a tu necedad sumida en las llamas del infierno.

La objeción real del hombre natural no es, sin embargo, ni contra el pueblo de Dios, ni contra el plan de salvación, considerado en sí mismo, sino más bien contra Cristo. La piedra de escándalo es Cristo: la persona de Cristo. Ustedes no quieren aceptar que este hombre reine sobre ustedes; no están anuentes a que Él lleve la corona y a que reciba todo el honor de la salvación suya; preferirían perecer en su pecado antes que Jesucristo sea engrandecido por la salvación suya. Esta es una severa acusación, me dirán; si no fuera cierto, les ruego que me demuestren que es falsa, creyendo en Jesús. Si no tienen objeción a Cristo, acéptenlo.

Pecador, si tú dices que no tropiezas por causa de Cristo, yo te exhorto entonces a que te aferres a Él; si Él no es detestable para ti, estréchalo en tus brazos ahora. Vamos, hombre, si estuvieras en tus cinco sentidos, puesto que Cristo puede salvarte con una salvación eterna, tú ciertamente le asirías, a menos que hubiere alguna objeción por el camino; y como no te aferras a Él, yo te digo que hay un obstáculo en tu pecaminoso corazón, un tropiezo en Cristo que será tu ruina a menos que Dios te libere de ello.

Que Dios me ayude ahora a razonar unos cuantos minutos con quienes no creen en Cristo, con quienes le han convertido en piedra de tropiezo y roca de caída. Querido amigo, déjame que me acerque a ti y que tome tu mano y hable contigo. ¿Has considerado alguna vez cuánto insultas a Dios el Padre por rechazar a Cristo? Si fueras invitado a la fiesta de alguno, y te acercaras a la mesa y rompieras todos los platos y los arrojaras al suelo y los pisotearas, ¿acaso no sería eso un insulto? Si fueras un pobre mendigo sentado a la puerta, y, motivado por pura caridad, un hombre rico te invitara a su fiesta, ¿qué pensarías merecer si trataras sus provisiones de esta manera?

Y, sin embargo, ese es precisamente tu caso. No tienes ningún merecimiento ante Dios, tú eras un pobre pecador sin ningún derecho sobre Él y, sin embargo, a Él le agradó preparar una mesa, Sus novillos y Sus animales engordados han sido sacrificados, y ahora no quieres venir; es más, haces peor todavía, pues pones objeciones a la fiesta; desprecias la tierra deleitosa y la buena provisión de Dios. Solamente considera con cuántos gastos se ha realizado la provisión de salvación. El Padre eterno entregó a Su Hijo. ¡Pon atención! Su bienamado, lo más querido de Su corazón, Su único Hijo, fue entregado a la muerte, ¿y tú desprecias un don como éste? ¿No te haría sonrojar si entregaras a tu único hijo para pelear por tu país y aquellos a quienes lo entregases te despreciaran a ti y a tu don? Si por causa de algún patriotismo sobrehumano por el bien de tu país, llegaras incluso a matar a tu hijo, ¿no te heriría en lo más vivo si los hombres se rieran de ti e hicieran escarnio del acto? Y, sin embargo, eso es lo que haces para con el Padre eterno, quien por amor a los hombres apartó de Su pecho a Su amado, lo clavó al madero y lo cubrió de dolores indecibles. Tú desprecias el don indecible, el acto más rico de generosidad que incluso el corazón infinito de Dios hubiera podido imaginar, o la mano infinita de Dios hubiera podido llevar a cabo. Tú desprecias todo eso; tocas a Dios, permíteme decirte, en la niña de Sus ojos; le has herido en la parte más sensible; mejor sería que corrieras sobre el filo de Su espada o te arrojaras sobre las protuberancias de Su adarga que despreciar y rechazar a Su unigénito Hijo, inmolado por la culpa humana.

Considera, de nuevo, qué prueba hay de tu pecaminosidad, y cuán prestamente serías condenado al final cuando este pecado esté escrito sobre tu frente. Vamos, hombre, no habría necesidad de denunciar ningún otro pecado contra ti; el libro en el que tus fallas han sido registradas escasamente necesitaría ser abierto, pues esta prueba bastaría. Tú has hecho de Cristo una piedra de tropiezo, has objetado al amado Hijo de Dios; entonces, ¿por qué necesitaríamos otros testigos? Por el testimonio de esta sola boca serías condenado: “tú aborreciste al Príncipe de gloria, tú le rehusaste tu corazón”; por tanto, llévenselo al lugar de donde vino. ¿Qué importa que no haya sido nunca un adúltero ni un proxeneta, pues, no basta esto? ¿No muestra esto la negrura del corazón del traidor y la vileza de su carácter? No quiso recibir a Cristo y más bien convirtió el cimiento que Dios puso en Sion “en piedra de tropiezo y roca de caída”. ¿Qué piensas de esto, tú que me estás escuchando?

Además, como esto será un pronto testigo para condenarte, ¿cómo aumentará tu miseria? ¿Piensas que Dios será tierno contigo cuando tú no has sido tierno con Su Hijo? Cuando te arroje al infierno, ¿hará que las llamas sean menos ardientes? ¿Piensas que Su venganza será refrescante para con el hombre que tropezó con Su Hijo? Para nada; eso más bien afilará la hoja de Su espada. “Este traidor en efecto despreció la sangre de Cristo”. Eso derramará combustible sobre las llamas. “Este hombre hizo de mi unigénito Hijo una piedra de tropiezo, y ahora voy a demostrarle que ‘el que cayere sobre esta piedra será quebrantado; y sobre quien ella cayere, le desmenuzará”. ¿Piensas tú que un rey estaría más inclinado a ser misericordioso para con un traidor si supiera que ese traidor ha despreciado a su hijo? No; me parece más bien que la sentencia sería mucho más severa.

¡Ah, pecador!, aunque todos los pecadores escaparan, tú, que has oído el Evangelio, no escaparás; aunque las flechas de Dios evadieran a otros pecadores, se clavarán en ti; tú serás el blanco especial de la venganza todopoderosa, porque fuiste desobediente y tropezaste con esta piedra de tropiezo. Reflexiona, hombre, ¿no sellará esto la eternidad de tu dolor? ¿Cómo podrías escapar si descuidaras una salvación tan grande? Tú has suprimido el único puente que habría podido conducirte a la seguridad; has desmantelado el único refugio que habría podido protegerte de la ira divina. “Ya no queda más sacrificio por los pecados”. ¿Cómo podría quedar alguno? Cuando estés en el infierno, ¿piensas que Cristo vendría una segunda vez para morir por ti? ¿Derramaría Su sangre de nuevo para sacarte del lugar de tormento? Hombre, ¿tienes una imaginación tan vana como para soñar que habrá un segundo rescate ofrecido para quienes no han escapado de la ira venidera, y que Dios el Espíritu Santo vendrá de nuevo y tratará con los pecadores que anteriormente le rechazaron tercamente?

No, en la medida que tu Salvador sea objetado, y deseches la vida eterna, y el cimiento mismo sea una piedra de tropiezo, no puede quedar nada para ti sino una terrible espera del juicio y de la fiera indignación.

Y ahora otra palabra más para ti. ¿No hace temblar tu corazón esta perspectiva del caso? ¿No es suficiente haber quebrantado la ley de Dios? ¿Por qué has llegado al punto de despreciar a Su Hijo? ¡Oh, ojos míos!, si pudieran llorar por siempre no llorarían suficientes lágrimas, porque una vez rehusaron mirarle a Él, que es ahora el gozo diario de ustedes. ¿No es este uno de los peores pecados que tendremos que confesar? Y, oh pecador, ¿no lo confesarás ahora? ¿No quebrantará tu corazón este pensamiento: que tú has despreciado hasta aquí a Quien es dulcísimo y todo Él codiciable? Que el Espíritu de Dios introduzca eso en ustedes como un clavo en lugar seguro; me parece que se van a volver al Redentor diciéndole: “Mi Señor y mi Dios, perdóname por haber sido tan rudo contigo; acéptame, recíbeme en Tu pecho, lávame con Tu sangre, tómame como Tu siervo, y sálvame con una gran salvación”. Feliz es el hombre que es conducido por la gracia divina a confesar así su falta, y no tropieza más. Después de todo, ¿qué obstáculo hay para que tropecemos? Oh, mi querido oyente, ¿por qué habrías de rechazar a Cristo? Él no es un duro capataz: “Su yugo es fácil, y ligera Su carga”; ¿por qué habrías de rehusar tu propia misericordia? ¿Acaso ser salvado es una desgracia? ¿Acaso ser limpiado del pecado es una calamidad? ¿Acaso ser hecho un hijo de Dios es una desventaja? Escapar del infierno y volar al cielo, ¿no es acaso la más deseable de todas las misericordias? ¿Por qué, entonces, despreciar a Cristo? Eso es irrazonable. Que Dios te libre de este irrazonable pecado y te conduzca a aceptar ahora a Cristo con un corazón perfecto, y Él recibirá la alabanza por ello eternamente.

II. Ahora voy a procurar explicar, con la ayuda del Espíritu de Dios, la segunda parte: la parte más consoladora del texto: “EL QUE CREYERE EN ÉL, NO SERÁ AVERGONZADO”. Se sentirá avergonzado al pensar que no creyó antes; será avergonzado al pensar que no cree más firmemente ahora; con frecuencia sentirá vergüenza y confusión de rostro por cuenta de su ingratitud, y de su pecaminosidad y de su descarrío de corazón; pero el texto quiere decir que no será avergonzado por haber confiado en Cristo. Quien cree en Cristo nunca tendrá causa alguna de avergonzarse por haberlo hecho.

1. Al tratar esto, antes que nada voy comentar cuándo aquéllos que confían en Cristo podrían ser avergonzados por haber confiado en Él. Bien podrían avergonzarse si Cristo los abandonara alguna vez. Si alguna vez se llegara a esto: que Él, el esposo de mi corazón, me abandonara y me dejara como una viuda solitaria en el mundo; si después de haber dicho: “No te desampararé, ni te dejaré”, se apartara después de todo y nunca le dedicara a Su siervo ninguna sonrisa de Su rostro, entonces tendría razón, en verdad, de verme avergonzado por haber puesto mi confianza en un Salvador tan voluble.

El Cristo del arminiano es alguien de quien tienen buena base de avergonzarse, porque redime a los hombres con la sangre preciosa y, sin embargo, se van al infierno. El Cristo del arminiano ama hoy pero odia mañana; salva por gracia, pero esa gracia depende del uso que el hombre haga de ella; rescata a los hombres de un estado de condenación y los justifica; pero, después de todo, los deja regresar al estado de condenación y, después de todo, perecen.

Pero el Cristo de los cristianos es una persona muy diferente: una vez que los ama nunca los abandona; donde ha comenzado una buena obra la sigue haciendo y la perfecciona. El Cristo del cristiano dice: “Yo doy a mis ovejas vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano”. Mientras el cristiano no descubra que la gracia de Dios se ha ido por completo, que el amor de Cristo ha cesado, no tendrá ninguna causa de ser avergonzado.

Además, el cristiano tendría causa de dudar si Cristo fuera a fallarle, ya sea en cuanto a la providencia o a la gracia, en sus tiempos de tribulación y tentación. Si el Señor no me sostuviera cuando esté en medio de los ríos, tendría causa de sonrojarme por mi esperanza. Si caminando a través de la hoguera las llamas me quemaran, y no encontrara que el Señor fuera mi pronto auxilio en las tribulaciones, entonces sería avergonzado.

Oh, amados, ¿cuándo podría suceder esto? ‘En seis tribulaciones te ha librado, y en la séptima no te tocará el mal’. Han sido muy abatidos y no habrían podido estar más bajo a menos que hubiesen estado en su tumba; han sido muy pobres, teniendo escasamente pan para comer o vestidos que ponerse; todo aquello en lo que confiaban ha dejado de ser su sostén; se han quedado huérfanos en el mundo, con la excepción de su Padre que está en el cielo; pero aun así, a pesar de todo ello, ¿no les ha sido suministrado el pan? ¿No ha estado asegurada su agua? Y, ¿no ha de ser su testimonio hoy, en lo concerniente a Dios, que ha sido un amigo que ha permanecido más cercano que un hermano? Bien, entonces no serás avergonzado nunca, porque nunca te llegará un tiempo cuando te deje perecer a través de la presión de las tribulaciones, o cuando permita que seas destruido por la fuerza de las tentaciones.

Además, un cristiano tendría motivos de ser avergonzado si las promesas de Cristo no fuesen cumplidas. Son muy ricas y muy plenas, y hay muchísimas de ellas, y si yo tomo estas promesas y actúo según la Palabra de Dios, y luego, después de todo, encuentro que la promesa es un mero papel de desecho; si el Señor rompiera Su propio juramento, entonces yo sería avergonzado por haber creído en un Dios infiel. Pero, ¿cuándo será eso?

Cristiano, ¿no te ha llegado todavía ese tiempo? Tú has visto promesas aplicadas con poder a tu corazón, y las has llevado a Dios en oración. Permíteme apelar a tu experiencia. ¿No han sido cumplidas más allá de tu expectativa o de tu fe? ¿No ha hecho Dios por ti cosas sumamente abundantes, que sobrepasan lo que puedas pedir o pensar? Y, sin embargo, esta mañana tal vez tengas miedo de que Su promesa no sea cumplida; has asistido aquí con un espíritu abatido, has tenido tantos problemas durante la semana que realmente comienzas a estar avergonzado por haber confiado en Dios. Avergüénzate de ti mismo por estar avergonzado, pero puedes estar seguro de que tu confianza no es algo de que debas avergonzarte.

Pero, oh hermanos míos, ¡cuán avergonzado estaría el cristiano si cuando llegase al momento de la muerte no encontrase apoyo, no viera a ningún ángel amable junto a su lecho, a ningún Salvador que sostuviera su cabeza en alto en medio de las olas! Pero ¿has oído jamás de algún cristiano que se avergonzara en la hora de su muerte? ¿No es más bien el claro testimonio de todos los que han partido que sus últimos momentos han sido dorados con la luz del sol del cielo? ¿No han cantado en sus lechos de muerte, con David: “Sí, aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo; tu vara y tu cayado me infundirán aliento? Si en verdad pudiéramos despertar en la resurrección y descubrirnos sin un Salvador; si pudiéramos estar en el tribunal de Dios y descubrir que la sangre de Cristo no nos hubiera limpiado; si después de toda nuestra fe en Él le oyéramos decir: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno”, entonces podríamos ser avergonzados. Pero nuestro texto nos asegura que nunca tendremos que sufrir eso. Entonces podemos apoyarnos plenamente sobre este dulce consuelo: que habiendo creído en Cristo nunca nos veremos en la necesidad de avergonzarnos de nuestra esperanza, ni en esta vida ni en la vida venidera.

2. Habiendo notado cuándo el cristiano podría ser avergonzado, notemos por qué podría ser avergonzado si tales cosas se dieran. Algunas veces he pensado, queridos amigos, que en algún sentido, si se llegara a demostrar que la Biblia es falsa, nunca me vería avergonzado por haber creído en ella. Si no hubiera un Salvador, pienso que cuando estuviera delante del trono de Dios no sería avergonzado por haber creído el Evangelio, porque, me parece que podría atreverme a decirle incluso al Dios eterno: “Grandioso Dios, yo creí de Ti eso que reflejaba el más excelso honor sobre Tu carácter; te creí capaz de un grandioso acto de gracia: la entrega de Tu propio Hijo; te creí tan justo que no perdonarías sin un castigo y, sin embargo, tan misericordioso que preferirías entregar a Tu Hijo a no tener misericordia de los hombres; creí de Ti cosas más excelsas que las que creían los judíos, o lo musulmanes o los paganos, y mi alma te amó por ello en verdad; yo en efecto prediqué aquello que pensé que honraría Tu nombre, y ahora que resulta ser una equivocación, no me veo avergonzado por haberlo creído, pues era algo que tendría que haber sido verdadero, que Tu naturaleza y Tu carácter hacían probable que fuera verdad, y lamento al ver que no lo es, pero no soy avergonzado. Quisiera que hubiese sido cierto; te haría más glorioso, gran Dios, de lo que eres”.

Amados, no estamos bajo ninguna aprensión de que esto suceda, ‘porque sabemos a quién hemos creído, y estamos seguros que es poderoso para guardar nuestro depósito’. ¿Por qué se avergonzaría un cristiano si el Evangelio fuera falso? Deberíamos avergonzarnos, antes que nada, porque hemos aventurado nuestro todo en su verdad. Hemos arriesgado nuestro todo en Cristo. El mundo dice que no debes poner nunca todos tus huevos en una sola canasta; y cuando un hombre especula en una sola cosa, y todo se derrumba, la gente sabia alza su cabeza y dice: “¡Ah!, es muy imprudente, es muy imprudente; es mejor tener tres o cuatro cuerdas para tu arco; no debes depender de una sola cosa”. El mundo está muy en lo cierto en las cosas humanas. Pero henos aquí, poniendo toda nuestra dependencia en un hombre; mi alma no tiene ni una sombra de esperanza en ninguna otra parte excepto en Cristo, y yo sé que sus espíritus no tienen ni siquiera la sombra de un fantasma de dependencia en ninguna otra parte, excepto en la sangre y en la justicia de ese divino Redentor, que ha consumado nuestra salvación y ha ascendido a lo alto. Si pudiera fallarnos, entonces todas nuestras esperanzas se habrían desvanecido, y seríamos los más dignos de conmiseración de todos los hombres; si nuestra esperanza resultara ser un engaño, seríamos en verdad necios, y tendríamos razón de vernos avergonzados por nuestra esperanza.

Además, seríamos avergonzados porque hemos renunciado a esta vida por la venidera;creyendo en el mundo venidero, hemos dicho: “este no es nuestro reposo; no tenemos aquí una ciudad permanente”. El proverbio del mundo reza: “Más vale pájaro en mano que cien volando”; pero nosotros, por otro lado, hemos dicho que el pájaro en mano no es nada en absoluto, que los cien pájaros volando lo son todo. Nuestra alma dice: “¡Dicha! No la esperamos aquí, es allá que la dicha ha de ser encontrada”. “¡Riqueza! Nadie es rico en la tierra, las riquezas están en el cielo, el verdadero tesoro está en la gloria”. “¡Amor! El amor no encuentra un objeto apropiado aquí; nuestro afecto está puesto en las cosas de arriba, donde Cristo mora a la diestra de Dios”.

Ahora, si las cosas resultaran mal, y hubiéremos creído en vano, entonces seríamos avergonzados por nuestra esperanza, pero no hasta entonces, no hasta entonces, amados, y eso no sucederá nunca. Sabemos en quién hemos creído, y tenemos confianza que al renunciar a esta tierra, sólo hemos renunciado a un puñado de cenizas, para poder gozar de las riquezas y de la gloria para siempre.

Además, si Cristo nos fallara, seríamos avergonzados porque comenzamos jactándonos antes de haber terminado la batalla. “En Jehová se gloriará mi alma”. Espero que digan, queridos amigos, que aunque no han entrado en el cielo, y todavía no han visto a Cristo cara a cara, han aprendido a gloriarse en la cruz de Cristo, y nadie ha sido capaz de detenerlos en su gloriarse.

Te has gloriado en Cristo; tú has dicho que Él es un cimiento seguro, que Él es un precioso esposo, que Él es todo en todo para ti y digno de tu mejor amor: pero si Él te fallara, entonces estarías en la posición de un hombre que se jactó antes de tiempo. Pero nosotros nunca seremos avergonzados; hacemos bien en jactarnos con toda la boca. Hemos de gloriarnos en Cristo, pero, ¡oh!, si Él nos fallara – cosa que no haría- entonces seríamos en verdad avergonzados.

Además, hemos hecho algo más que jactarnos; ustedes y yo en realidad dividimos el botín; y, ¡oh!, si la batalla se perdiera, entonces seríamos avergonzados. Se nos informa que en una de las grandes batallas del continente europeo en tiempos antiguos, los franceses, antes de que se iniciara la batalla, comenzaron a vender a los cautivos ingleses entre ellos, y calculaban cuánto del botín le correspondería a cada soldado; mas, afortunadamente, nunca se llevaron la victoria. Pero ustedes y yo ya hemos entrado en nuestro reposo; hemos recibido el sello de nuestra herencia; hemos comenzado, incluso en la tierra, a comer los racimos de Escol; y si todo fuera un engaño, seríamos avergonzados, pero no hasta entonces. ¡Valor, queridos amigos! Podemos proseguir valerosamente, dividiendo todavía el botín; pues como Cristo es veraz y Dios es fiel, no habrá razón para ser avergonzados.

He conocido a algunas personas que son avergonzadas por haber hecho una mala especulación, porque han inducido a otros a arriesgarse en ella;han sido más avergonzadas al darles la cara a sus amigos que han perdido dinero, de lo que fueron por reconocer que ellas mismas perdieron. Ustedes y yo hemos estado induciendo a otros a embarcarse en esta grandiosa aventura; hemos enseñado a otros a creer en Cristo; y algunos de nosotros escasamente pasamos un día sin ganar a otras almas para tener confianza en Cristo. Oh, tenemos una dulce seguridad de que no hemos predicado fábulas astutamente ideadas y de que nunca seremos avergonzados.

3. He de ambicionar su paciencia sólo por un momento más mientras prosigo ahora a comentar quiénes son aquéllos que nunca serán avergonzados. La respuesta es general y especial. El texto dice: “El que creyere”, cualquier hombre que haya vivido, o que viva, que crea en Cristo, no será avergonzado. Si ha sido un pecador descarado o un moralista; si es educado o iletrado; si es un príncipe o un mendigo, no importa: “El que creyere en Cristo, no será avergonzado”.

Tú, hombre, que estás por allá, aunque asistas muy poco a la casa de Dios, pero si crees en Cristo hoy, nunca serás avergonzado debido a Él. Ustedes, que han asistido a la casa de Dios durante años, y se sienten culpables por haber rechazado a Cristo, si confían en Él ahora, no serán avergonzados. Pero hay una particularidad, que es, “El que creyere”. Otros serán avergonzados. Tiene que haber una fe real y sentida; tiene que haber una confianza simple en la persona y en la obra de Jesús: siempre que esté presente esa confianza, no habrá vergüenza.

-“¡Ah!”, -dice alguien- “pero yo tengo tan poca fe; tengo miedo de que seré confundido”. No, tú caes bajo la condición: “el que”; “El que creyere”, aunque su fe sea muy poca, nunca será avergonzado.

-“¡Ah!”, -dice otro- “pero yo tengo muchas dudas”. Aun así, querido corazón, puesto que tú crees, no serás avergonzado; todas tus dudas y tus miedos nunca te condenarán, pues tu fe ha de prevalecer.

-“¡Oh!, pero”, -dice alguien más- “mi corrupción es muy fuerte; he asistido esta mañana lamentándome debido a mis imperfecciones; ellas han alcanzado el control de mi fe, y yo he caído durante la semana”. Sí, alma, completamente caída como estás, si tú crees, nunca serás avergonzada. ¿Te mira el pecado a la cara? ¿Te sientes muy abatido bajo un sentido de tu propia indignidad? Atrévete a creer en Cristo tal como eres, con pecados y todo: arriésgate en Él sin ninguna otra confianza. Cuando las perspectivas son oscuras y las gracias muertas, cuando las evidencias son negras, cuando todo se mira ceñudo y como una maldición, atrévete a creer en Él; tómalo ahora para que sea tu amigo cuando no cuentas con ningún amigo; huye ahora a este refugio cuando toda otra puerta está cerrada; ahora que el invierno ha congelado todo torrente, ven ahora y bebe ahora de este torrente que fluye por siempre; este pozo de Belén que está dentro de la puerta no puede fallarte nunca; y no necesitas poner tu vida en peligro para alcanzarlo, es libre para ti en este instante; agáchate y bebe confiadamente, agáchate y bebe y no tendrás más sed; pues “el que creyere en él, no será avergonzado”.

4. Para concluir, el texto significa más de lo que dice; pues si bien es cierto que dice que no será avergonzado, significa además que será glorificado y colmado de honor. Si tú confías en Cristo hoy, te acarreará la vergüenza de los hombres, te asegurará tribulaciones y aflicciones, pero también te garantizará honor a los ojos de los santos ángeles de Dios y gloria al fin a los ojos del universo reunido. ¿Dónde está el hombre que confía en Cristo hoy? Allí está en el cepo, y los hombres dicen: “¡Ajá! ¡Ajá! ¡El necio! ¡El necio! ¡El necio! Confía en Dios, a quien no puede ver; cree en un Cristo de quien hemos oído pero que nunca nos ha hablado; confía en la sangre de un galileo crucificado. El mundano da voces: “nosotros somos demasiado sabios para eso; nosotros vamos a creer en las teorías geológicas, en el espiritualismo o en la metafísica; ¡vamos a creer en el diablo mismo antes que creer en Cristo!” Así se burlan del hombre que confía en Cristo.

La escena es cambiada, la generación de los vivos se ha marchado, y el mundo se ha convertido en un gran camposanto. Allí yacen; innumerables montículos indican dónde están durmiendo los cuerpos de los hombres. La trompeta resuena, timbra claramente a lo largo del cielo y de la tierra, y de las tumbas surgen los cuerpos que una vez fueron alimento del gusano, y las almas regresan a esas estructuras corporales: y ahora, ¿dónde está el hombre que confió en Cristo? La trompeta los ha despertado a todos de sus tumbas y se despiertan juntos: “¿Dónde está el hombre que confió en Cristo?” ¿Quién es el que pregunta por él? El Rey mismo en el trono ha hecho la pregunta; el Rey Jesús, sentado en Su tribunal, busca a Su amigo: “¿Dónde está el hombre que confió en Mí? Tráiganlo aquí”. Vean el cambio, no hay abucheos, ni voces, ni risas ni calumnia ahora, un escuadrón triunfante de espíritus resplandecientes transporta al creyente a la diestra de Jesús, y allí se sienta entronizado como Cristo, sentado con Él para juzgar a los hombres y a los ángeles, reinando sobre el trono de Cristo en todo el esplendor de Cristo: “Así se hará al varón cuya honra desea el rey”; así se hará al varón que pone su confianza en Cristo.

Vamos, cristiano, sin importar cuál sea tu estado hoy, sin importar cómo resuene en tus oídos la burla del mundo, ¡piensa en ese honor obligado que la turba de pecadores tendrá que rendirte en el último gran día! ¡Piensa en cómo tu fama y tu reputación se levantarán conjuntamente con tus huesos! Y así como los gusanos no pueden devorar tu cuerpo para impedir tu resurrección, tampoco la calumnia ni la censura devorarán tu carácter para impedir su resurrección también. La gloria será tuya, gloria eterna, mientras que tus enemigos serán revestidos de vergüenza y desprecio eternos.

Bien, ¿qué dicen ustedes, queridos oyentes, de cuál lado están esta mañana? ¿Es Cristo una piedra de tropiezo para ustedes? ¿Proseguirán tropezando con Él y objetándole? ¿Dicen más bien: “No, queremos tener a Cristo y confiar en Él”? ¡Oh!, si el Señor los ha conducido hasta ese punto, aplaudiré de gozo; y ustedes, ustedes ángeles, toquen sus arpas; ustedes serafines, afinen de nuevo sus liras; pues hay gozo en el cielo como hay gozo en la tierra cuando un alma llega a poner su confianza en Cristo.

Que el Señor nos conduzca a hacerlo a cada uno de nosotros, por Jesucristo nuestro Señor.



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