Los ojos hambrientos del hombre
De Libros y Sermones BÃblicos
Por Greg Morse sobre Santificación y Crecimiento
Traducción por Marcia Barrientos
Contenido |
¿Por qué ansiamos ver la gloria?
Los ojos del hombre están hechos para la gloria. Su alma anhela algo digno de ver. Y este mundo es una guerra de espectáculos.
El hombre es una criatura observadora, un admirador de nacimiento, un adorador natural. Es por eso que mira las estrellas, escala las cimas de las montañas, explora el mundo submarino, viaja a nuevas tierras indómitas: anhela vistas. También explica por qué gasta dinero para ir a estadios, se pasa horas mirando el televisor, admira el brillante horizonte y canta con Adán ante la figura desnuda de Eva: fue creado para ver maravillas.
Desde el principio, los ojos humanos han tenido apetito. Vean la caída de Eva: “Cuando la mujer vio que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos... tomó de su fruto y comió” (Génesis 3:6). Ojos complacidos, pecado cometido. Y el patrón continúa con sus hijos. Cuando el hombre cambia la gloria de Dios, lo hace por una imagen (Romanos 1:23), por lo que intriga a la vista, algo que se ve, una gloria intercambiada.
Hambrientos son los ojos del hombre. Como el vientre, tienen hambre. Como la garganta, tienen sed. Como los pies, vagan en busca de algo —lo que sea— digno de contemplar. Pero en un mundo hecho de imágenes, aún no encuentra lo que está buscando. Una maravilla será sustituida por otra y otra más. “El Seol y el Abadón nunca se sacian; tampoco se sacian los ojos del hombre” (Proverbios 27:20).
Pero, ¡cuán a menudo la humanidad concibe su felicidad de manera errónea! Pensamos que lograr algo, ser alguien celebrado y venerado, llenará el caliz dorado con felicidad duradera. Pero el hombre no es un perro para vivir de palmaditas en la cabeza. Todo lo contrario. El hombre es una criatura que mira por la ventana mientras llueve, en busca de algo que lo cautive. Para ver primero, no ser visto; para simplemente admirar, no ser admirado; para fijar la mirada más allá de los horizontes terrestres. Y esta es la felicidad que muy pocos encuentran.
La espalda de la gloria
Las Escrituras nos dicen que algunos ojos hambrientos alzaron su vista y hallaron el verdadero objeto de su deseo.
Escalaron los montes para gritar a los cielos: “Te ruego que me muestres tu gloria” (Éxodo 33:18). Esas almas, al encontrarse rodeadas de peligro y violencia, escribieron: “Una cosa he pedido al Señor, y esa buscaré... para contemplar la hermosura del Señor” (Salmos 27:4). Sus ojos miraron al oriente y suplicaron ver aquello que calmara su razón de ser, en este mundo y en el siguiente. David incluso cantaba: “En cuanto a mí, en justicia contemplaré tu rostro; al despertar, me saciaré cuando contemple tu imagen” (Salmos 17:15).
“¡Muéstrame tu gloria! ¡Sáciame con tu hermosura! Muéstrame tu rostro —incluso más allá de la muerte— y me sentiré bien.”
Sin embargo, los santos del Antiguo Testamento solo veían la espalda de la gloria divina, en el mejor de los casos. Dios le dijo a Moisés: “No puedes ver mi rostro; porque nadie puede verme, y vivir” (Éxodo 33:20). La única gloria que puede satisfacer el insaciable deseo del hombre es aquella que le mataría por contemplar. Así, Moisés se escondió en la hendidura, pudo ver la espalda de Dios y oír su nombre, pero no vio su rostro.
El rostro de la gloria
Sin embargo, la historia no terminó ahí. La gloria cuyo rostro no pudo ver Moisés, aquella hermosura tan fatal para los ojos caídos, nació en Navidad. El Dios de Maravillas.
El Dios que nadie había visto antes llegó a un pueblo llamado Belén. El único Dios, que estaba eternamente junto al Padre, Él le ha dado a conocer (Juan 1:18). Cristo, “la imagen del Dios invisible”, el resplandor de su gloria, “la expresión exacta de su naturaleza”, el rostro mismo de la hermosura de Dios, se hizo carne y habitó entre nosotros (Colosenses 1:15; Hebreos 1:3; 2 Corintios 4:4-6). El apóstol atónito escribió: “Y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:14).
Este Todo Glorioso vino a nosotros, así como Moisés bajó del monte de Israel: con un velo. En su encarnación y humillación, se contempló su gloria más por la fe que por la vista. Para los ángeles fue una maravilla que el tres veces santo que ocupaba el trono, poseedor de todas las riquezas y la gloria, creciera en el mundo de los hombres “como renuevo tierno, como raíz de tierra seca; no tiene aspecto hermoso ni majestad para que le miremos, ni apariencia para que le deseemos” (Isaías 53:2). El Rey ocultó su majestad en forma humana, disfrazó su esplendor, escondió su nombre y habitó entre los pobres, los enfermos y los condenados.
Sin embargo, los ojos de fe pudieron ver mucho más que a un judío. Cuando Pedro reconoció a Jesús como el Cristo, este le dijo: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mateo 16:17).
Sin embargo, sus discípulos tardaron en verlo. Felipe le pidió a Jesús: “Señor, muéstranos al Padre, y nos basta”. Y Jesús le respondió: “¿Tanto tiempo he estado con vosotros, y todavía no me conoces, Felipe?” (Juan 14:8-9). Luego, en un tono lo bastante fuerte como para quebrarle la espalda al mundo, pronunció: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”. Cuando Felipe oyó sus palabras, vio sus obras y contempló a esa persona que nació en Belén, debe haber visto el rostro de aquel que “habita en luz inaccesible; a quien ningún hombre ha visto ni puede ver” (1 Timoteo 6:16).
Ver el cielo mismo
Solo la visión de Jesús en toda su gloria puede satisfacer los ojos de los hombres. Basta escuchar la oración de Jesús horas antes de ser crucificado. Se inclinó para pedir que sus discípulos recibieran una joya en sus coronas celestiales. ¿Qué es eso?
“Padre, quiero que los que me has dado, estén también conmigo donde yo estoy, para que vean mi gloria, la gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo” (Juan 17:24).
Jesús quiere que su pueblo disfrute de la visión para la que fue hecha su alma: la gloria de Dios, brillando en su gloria, para siempre. Lo desea tanto que ni los clavos en sus manos, ni en sus pies, ni en su alma le impedirán conseguirlo. He aquí lo más digno de ver. Como dijo Thomas Watson: He aquí la gloria que sobrepasa la hipérbole.
He aquí la razón por la que los redimidos tienen ojos: para ver y deleitarse en Jesucristo en toda su gloria. Por eso tenemos boca: para entonarle alabanzas interminables. Ante su presencia, la fe huirá ante ese rostro cuya intensidad retira el sol: “La ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna que la iluminen, porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera” (Apocalipsis 21:23).
La visión que nos alegra
Los ojos ansiosos de los hombres los lleva a muchos lugares. Sus ojos recorren las hermosuras de este mundo sin cesar. Tan solo en la contemplación de Jesús —ahora por la fe, pronto por la vista— encontramos la visión beatífica, la visión que nos da felicidad eterna. En esta Navidad, ¿adónde buscarás la satisfacción de tu alma?
“Bienaventurados los de limpio corazón, pues ellos verán a Dios” (Mateo 5:8). ¿Pueden imaginar algo mejor que esto? Como se puede leer en el último capítulo: “Ellos verán su rostro” (Apocalipsis 22:4). ¿Habrá un final feliz mejor que este? No es la única alegría que nos espera en el cielo, pero es la mejor. Su rostro real, descubierto, es la consumación del cielo, tanto para los ángeles no caídos como para los redimidos.
“Tus ojos contemplarán al Rey en su hermosura” (Isaías 33:17). No le veremos como era en Belén ni en las calles de Jerusalén; le veremos como Él es, en su hermosura real (1 Juan 3:2). Jeremiah Burroughs comenta que hay una gran diferencia “entre ver al Rey en un momento cualquiera y verlo con sus vestiduras, con su corona sobre la cabeza y su cetro en la mano, sentado en su trono, con todos sus nobles a su alrededor, en toda su gloria” (Moses His Choice, with His Eye Fixed upon Heaven, pág. 537).
Y esta visión de Él transfigurado no sólo satisfará, sino que transformará. “Amados, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que habremos de ser. Pero sabemos que cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él porque le veremos como Él es” (1 Juan 3:2). Burroughs añade: “Un hombre deforme puede ver un objeto bello, pero eso no lo hará semejante a ese objeto bello; sin embargo, la visión de Dios hará que el alma sea gloriosa, como Dios es glorioso” (pág. 581-82).
Al verle tal cual es, nos uniremos a los serafines maravillados y gritaremos ¡santo! y ¡digno! hasta que estallemos de felicidad. A nuestra disposición está el rostro de la gloria, no su espalda; una mirada eterna a su hermosura, no un vislumbre pasajero. Porque ahora vemos por un espejo, veladamente, “pero entonces veremos cara a cara”. Ahora conozco en parte, pero entonces conoceré plenamente, como he sido conocido (1 Corintios 13:12).
Esta es la gloria que se murmura en Navidad, que se canta en Pascua y que se grita en la eternidad; la gloria lo suficientemente profunda para saciar nuestras almas y hacernos felices por la eternidad.
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