Número Dos Mil, o, Salud por las Heridas de Jesús
De Libros y Sermones BÃblicos
Por Charles H. Spurgeon
sobre Salvación
Una parte de la serie Metropolitan Tabernacle Pulpit
Traducción por Allan Aviles
"Por su llaga fuimos nosotros curados." Isaías 53: 5
"Por sus heridas hemos sido sanados." Isaías 53: 5
(La Biblia de las Américas)
Una noche asistí a Exeter Hall para escuchar a nuestro amado y finado hermano, el señor Mackay, de Hull, que dictaba una conferencia en la que comentó acerca de una persona que experimentaba una profunda preocupación por su alma, y que sentía que no podría descansar nunca hasta no haber encontrado la salvación. Así que, tomando la Biblia en su mano, se dijo: "La vida eterna debe ser encontrada en alguna parte de esta Palabra de Dios; y si se encuentra aquí, la encontraré, pues leeré el Libro de principio a fin, rogándole a Dios en cada una de sus páginas, por si pudiera contener algún mensaje salvador para mí." Nos dijo que el ávido buscador leyó todo Génesis, Éxodo, Levítico, etcétera; y aunque Cristo está allí de manera muy evidente, no pudo encontrarlo en los tipos y símbolos. Tampoco las historias sagradas le proporcionaron consuelo, y ni siquiera el Libro de Job lo hizo. Recorrió los Salmos, pero no encontró a su Salvador allí; lo mismo sucedió con los otros libros, hasta que llegó a Isaías. Leyó a este profeta casi hasta el fin, y, entonces, en el capítulo cincuenta y tres, estas palabras captaron su encantada atención: "Por su llaga fuimos nosotros curados." "Ahora la he encontrado", dice. "Aquí está la curación que necesito para mi alma enferma de pecado, y ahora veo cómo la puedo recibir por medio de los sufrimientos del Señor Jesucristo. ¡Bendito sea Su nombre; he sido curado!"
Fue bueno que el buscador fuera lo suficientemente sabio para escudriñar el volumen sagrado; fue mucho mejor todavía que ese volumen contuviera esa palabra dadora de vida, y que el Espíritu Santo la revelara al corazón del buscador.
Yo me dije: "Ese texto me vendrá muy bien, y tal vez, una voz que provenga de Dios hable otra vez por medio de él a algún otro pecador despierto." ¡Que Aquel que por medio de estas palabras habló al tesorero de la reina de los etíopes, quien también quedó impresionado por esas mismas palabras cuando escudriñaba la Escritura, hable así mismo a muchos que oigan o lean este sermón! Oremos para que así suceda. Dios es muy clemente y oirá nuestras oraciones.
El objeto de mi discurso es muy sencillo: quiero abordar el texto y llegar al corazón de ustedes. ¡Que el Espíritu Santo me dé poder para lograr ambas cosas para la gloria de Dios!
I. Con la intención de llegar al pleno significado del texto, quisiera comentar, primero, que DIOS, EN INFINITA MISERICORDIA, CONSIDERA AQUÍ AL PECADO COMO UNA ENFERMEDAD. "Por su llaga", -esto es, la llaga del Señor Jesús- "fuimos nosotros curados". Por medio de los sufrimientos de nuestro Señor, el pecado es perdonado y somos liberados del poder del mal: esto es visto como la curación de una afección mortal.
En esta vida presente, el Señor trata al pecado como una enfermedad. Si lo tratase de inmediato como pecado, y nos convocara a Su tribunal para que respondiésemos por él, nos hundiríamos de inmediato más allá del alcance de la esperanza, pues no podríamos responder a Sus acusaciones, ni defendernos de Su justicia. En gran misericordia nos mira con piedad, y por el momento trata nuestras perversas costumbres como si fuesen males que deben ser curados en vez de rebeliones que deben ser castigadas. Es muy clemente de Su parte que actúe así, pues, aunque el pecado sea una enfermedad, es algo mucho más grave que eso.
Si nuestras iniquidades fuesen el resultado de una enfermedad inevitable, podríamos reclamar piedad, más bien que censura; pero nosotros pecamos voluntariamente, elegimos el mal, transgredimos en el corazón, y, por tanto, llevamos una responsabilidad moral que convierte al pecado en un mal infinito. Nuestro pecado es nuestro crimen más bien que nuestra calamidad; sin embargo, Dios lo mira de otra manera por un tiempo. Para poder tratar con nosotros sobre un terreno esperanzador, Él mira a la enfermedad del pecado, y no mira todavía a la perversión del pecado. Y esto no carece de razón, pues los hombres que se entregan a vicios escandalosos son frecuentemente juzgados caritativamente por sus semejantes, pues los consideran no sólo enteramente malvados, sino parcialmente locos. Las propensiones al mal están usualmente asociadas con un mayor o menor grado de un desorden mental; tal vez, también, con una enfermedad física. De todas maneras, el pecado es una afección espiritual de la peor clase.
El pecado es una enfermedad pues no es esencial a la condición humana, ni es una parte integral de la naturaleza humana según fue creada por Dios. El hombre nunca fue más plena y verdaderamente hombre de lo que fue antes de la caída; y Aquel que es llamado especialmente "el Hijo del hombre" no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; sin embargo, Él era perfectamente hombre.
El pecado es anormal; es un tipo de crecimiento canceroso que no debería estar dentro del alma. El pecado trastorna la condición humana: el pecado deshumaniza al hombre. El pecado es tristemente destructivo para el hombre; le despoja de su corona, de la luz de su mente y del gozo de su corazón. Podríamos mencionar muchas enfermedades atroces que son destructoras de nuestra raza, pero la mayor de todas ellas es el pecado: el pecado, en verdad, es el huevo fatal del cual han salido todas las otras enfermedades. Es el origen y la fuente de todas las afecciones mortales.
Es una enfermedad porque trastorna todo el sistema del hombre. Coloca a las facultades inferiores en un lugar más elevado, pues hace que el cuerpo gobierne al alma. El hombre debe montar en el caballo; pero, en el pecador, el caballo monta en el hombre. La mente debe mantener bajo control los instintos y las inclinaciones animales; pero, en muchos hombres, lo animal aplasta a lo mental y a lo espiritual.
Por ejemplo, cuántas personas viven como si comer y beber fueran los objetivos más importantes de la existencia: ¡viven para comer, en vez de que coman para vivir! Las facultades son desquiciadas por el pecado, y en consecuencia, actúan caprichosa e irregularmente; no puedes contar con que cualquiera de ellas guarde su lugar. El equilibrio de las fuerzas vitales es gravemente turbado. De la misma manera que una enfermedad del cuerpo es llamada un desorden, así el pecado es el desorden del alma. La naturaleza está descoyuntada, descompuesta, y el hombre ya no es más un hombre: está muerto por causa del pecado, tal como fue advertido en tiempos antiguos: "El día que de él comieres, ciertamente morirás." El hombre está dañado, magullado, enfermo, paralizado, contaminado, podrido por la enfermedad, justo en la proporción en la que el pecado hubiere mostrado su verdadero carácter.
El pecado, como la enfermedad, opera para debilitar al hombre. La energía moral es averiada al grado que ya casi no existe en algunos hombres. La conciencia labora dentro de una fatal consunción, y es gradualmente arruinada por un declive; el entendimiento ha sido lisiado por el mal, y la voluntad está debilitada para hacer el bien, aunque se mantiene vigorosa para el mal. El principio de integridad y la resolución para practicar la virtud, en los que radica realmente la verdadera fortaleza del hombre, son socavados y minados por la maldad. El pecado es como un flujo secreto de sangre, que despoja a las partes vitales de su esencial nutrimento. ¡Cuán cercano a la muerte está incluso el poder de discernir entre el bien y el mal en algunos hombres! El apóstol nos dice que cuando éramos débiles, Cristo a su tiempo murió por los impíos; y esta debilidad es el resultado directo de la enfermedad del pecado, que ha debilitado nuestra condición humana total.
El pecado es una enfermedad que, en algunos casos, causa dolor y angustia extremos, pero que en otras ocasiones apaga la sensibilidad. Frecuentemente sucede que, entre más pecador sea un hombre, menos consciente está de su condición. Se comentaba acerca de un cierto notorio criminal, que muchas personas lo creían inocente porque, cuando fue acusado de asesinato, no evidenció la menor emoción. En ese calamitoso autocontrol había, a mi entender, una prueba presuntiva de su gran familiaridad con el crimen: si una persona inocente fuera acusada de una gran ofensa, la simple acusación le horrorizaría. Es únicamente al sopesar todas las circunstancias, y al distinguir entre el pecado y la vergüenza, que se podría recobrar. El que puede cometer el acto vergonzoso no se sonroja cuando es acusado por ese acto.
Entre más profundamente se hunda un hombre en el pecado, menos reconocerá que sea pecado. Igual que un hombre que consume opio, el pecador adquiere el poder de consumir mayores y mayores dosis de pecado, hasta el punto de que aquella dosis que mataría a otros cien hombres tiene tan sólo un ligero efecto en él. Un hombre que miente con facilidad, difícilmente está consciente de la degradación moral involucrada en ser un mentiroso, aunque podría considerar como algo vergonzoso ser llamado así. Uno de los peores puntos de esta enfermedad del pecado, es que sume al entendimiento en un estupor y causa una parálisis de la conciencia.
Muy pronto, el pecado causará seguramente dolor, igual que otras enfermedades de las que la carne es heredera; y cuando llega su despertar, ¡cómo se sobresalta! La conciencia despertará un día, y llenará de alarma y turbación al alma culpable, si no en este mundo, ciertamente en el mundo venidero. Entonces se verá qué cosa tan terrible es ofender en contra de la ley del Señor.
El pecado es una enfermedad que contamina al hombre. Ciertas enfermedades vuelven a un hombre horriblemente impuro. Dios es el mejor juez de la pureza, pues Él es tres veces santo, y no puede soportar el pecado. El Señor aparta de Sí el pecado con aborrecimiento, y prepara un lugar en el que los inmundos terminales serán encerrados solos. Él no morará con esos individuos aquí, y tampoco ellos podrán morar con Él en el cielo. Así como los hombres deben apartar a los leprosos y aislarlos, así la justicia debe dejar fuera del mundo celestial todo aquello que corrompa. Oh mi querido lector, ¿se verá forzado el Señor a echarte de Su presencia debido a tu persistencia en la maldad?
Y esta enfermedad, que es tan corruptora, es, a la vez, sumamente perniciosa para nosotros, por el hecho de que impide los goces y las ocupaciones más excelsos de la vida. Los hombres existen en el pecado, pero no viven verdaderamente: como dice la Escritura, los tales están muertos aunque vivan. Mientras continuemos en el pecado, no podremos servir a Dios en la tierra, ni podemos esperar gozar de Él para siempre allá arriba. Somos incapaces de tener comunión con los espíritus perfectos, y con el propio Dios; y la pérdida de esta comunión es el mayor de todos los males. El pecado nos priva de la vista, del oído, del tacto y del gusto espirituales, y, así, nos priva de esos goces que convierten en vida a la existencia. Trae sobre nosotros verdadera muerte, de tal forma que existimos en ruinas, privados de todo lo que pueda llamarse vida.
Esta enfermedad es fatal. ¿Acaso no está escrito: "El alma que pecare, esa morirá"? "El pecado, siendo consumado, da a luz la muerte." No hay esperanza de vida eterna para nadie a menos que el pecado sea quitado. Esta enfermedad nunca se agota como para ser su propia destructora. Los hombres malvados se tornan peores y peores. En otro mundo, así como en este presente estado, sin duda el carácter proseguirá desarrollándose y madurando, y, así, el pecador se volverá más y más corrupto como resultado de su muerte espiritual.
¡Oh, amigos míos, si ustedes rechazan a Cristo, el pecado será la muerte de su paz, de su goce, de sus expectativas, de sus esperanzas, y, de esta manera, será la muerte de todo lo que vale la pena tener! En el caso de otras enfermedades, la naturaleza puede vencer a la dolencia, y ustedes podrían ser restaurados; pero, en este caso, aparte de la intervención divina, nada está delante de ustedes sino la muerte eterna.
Dios, por tanto, trata al pecado como una enfermedad, porque es una enfermedad; y quiero que sientan que así es, pues entonces agradecerán al Señor por tratar de esta manera con ustedes. Muchos hemos sentido que el pecado es una enfermedad, y que hemos sido sanados de ella. ¡Oh, que otros pudieran ver cuán grandemente maligno es pecar contra el Señor! Se trata de una enfermedad contagiosa, contaminante, incurable y mortal.
Tal vez alguien diga: "¿Por qué mencionas estos puntos? Nos sumen en pensamientos desagradables." Lo hago por la misma razón dada por el ingeniero que construyó el gran Puente Tubular Menai (1). Cuando estaba siendo construido, algunos colegas ingenieros le comentaron: "Tú concibes todo tipo de dificultades." "Sí", -respondió él- "las concibo para resolverlas." De igual manera nosotros nos extendemos en el tema del triste estado del hombre por naturaleza, para poder recomendar mejor el glorioso remedio del que tan dulcemente habla nuestro texto.
II. Dios trata al pecado como una enfermedad, y ÉL DECLARA AQUÍ EL REMEDIO QUE HA PROVISTO: "Por sus heridas hemos sido sanados."
Les ruego solemnemente que me acompañen con sus meditaciones, durante unos cuantos minutos, mientras les presento las heridas del Señor Jesús. Dios resolvió restaurarnos, y, por ello, envió a Su Unigénito Hijo, "Dios verdadero de Dios verdadero", para que descendiera a este mundo y asumiera nuestra naturaleza, para consumar nuestra redención. Él vivió como un hombre entre los hombres; y, en el tiempo señalado, después de treinta o más años de servicio, llegó el momento en el que debía hacernos el mayor servicio de todos, es decir, ponerse en nuestro lugar, y soportar el castigo de nuestra paz. Él fue a Getsemaní, y allí, con el primer sorbo de nuestra amarga copa, sudó grandes gotas de sangre. Fue al pretorio de Pilato, y al tribunal de Herodes, y allí bebió más sorbos de dolor y de escarnio en nuestro lugar y posición. Por último, lo llevaron a la cruz, y lo clavaron allí para que muriera, para que muriera en lugar nuestro: "el justo por los injustos, para llevarnos a Dios."
La palabra "heridas" es usada para declarar Sus sufrimientos, tanto del cuerpo como del alma. Todo Cristo fue hecho un sacrificio por nosotros: Su humanidad entera sufrió. En cuanto a Su cuerpo, compartió con Su mente un dolor que nunca podría ser descrito. En el principio de Su pasión, cuando Él enfáticamente sufrió en nuestro lugar, se encontraba en agonía, y de Su estructura corporal destiló tan copiosamente un sudor sangriento, que caía hasta el suelo. Es muy raro que un hombre sude sangre. Ha habido uno o dos casos de eso, y han sido seguidos por una muerte casi instantánea; pero nuestro Salvador vivió, vivió después de una agonía que, para cualquier otro, habría demostrado ser fatal.
Antes de que pudiera limpiar de Su frente esas terribles gotas de color púrpura, lo llevaron apresuradamente a la casa del sumo sacerdote. En plena noche lo ataron y se lo llevaron. En seguida lo condujeron a Pilato y a Herodes. Estos lo hicieron azotar, y sus soldados le escupieron en el rostro, y le abofetearon, y pusieron sobre Su cabeza una corona de espinas. La flagelación es una de las más terribles torturas que la malicia puede infligir. Es una eterna ignominia para los ingleses que hubieran permitido que "el látigo de muchos ramales" fuera usado sobre el soldado; pero para el romano, la crueldad era tan natural que convirtió a sus castigos comunes en experiencias peor que brutales. Se dice que el azote romano era fabricado con los tendones de los novillos, que eran retorcidos para formar nudos, y en estos nudos eran insertadas astillas de huesos, y fragmentos de huesos de la cadera de las ovejas; de tal forma que cada vez que el látigo caía sobre la espalda desnuda, "sobre mis espaldas araron los aradores; hicieron largos surcos". Nuestro Salvador fue destinado a soportar el fiero dolor del látigo romano, y esto no como el finis (el término) de Su castigo, sino como algo preliminar a la crucifixión. A esto añadieron las bofetadas y además le arrancaron el cabello: no le escatimaron ninguna forma de dolor.
A pesar de todo Su desfallecimiento como resultado de la pérdida de sangre y del ayuno, lo obligaron a llevar Su cruz hasta que otro fue forzado a llevarla, tratando de prevenir, en su crueldad, que la víctima muriera en el camino. Le desnudaron, lo derribaron, y le clavaron al madero. Traspasaron Sus manos y Sus pies. Izaron el madero con Su cuerpo clavado a él y luego lo hundieron violentamente en su base en el suelo, de tal forma que todos Sus miembros fueron dislocados según el lamento del Salmo veintidós: "He sido derramado como aguas, y todos mis huesos se descoyuntaron". Pendió bajo el sol ardiente hasta que la fiebre disolvió Su fuerza, y dijo: "Mi corazón fue como cera, derritiéndose en medio de mis entrañas. Como un tiesto se secó mi vigor, y mi lengua se pegó a mi paladar, y me has puesto en el polvo de la muerte."
Allí colgó, como un espectáculo ante Dios y los hombres. El peso de Su cuerpo fue sostenido primero por Sus pies, hasta que los clavos rompieron los tiernos nervios: y luego el doloroso peso comenzó a arrastrar Sus manos, rasgando esas sensibles partes de Su estructura corporal. ¡Sabemos cómo una herida muy pequeña en la mano ha producido tétano! ¡Cuán terrible habrá sido el tormento causado por eso hierro que rasgaba las partes delicadas de las manos y de los pies! Ahora todo tipo de dolores corporales se centraban en Su torturado esqueleto. Todo ese tiempo Sus enemigos se agruparon a Su alrededor, señalándole con escarnio, sacando sus lenguas en son de burla, haciendo guasa de Sus oraciones, y deleitándose en Sus sufrimientos.
Él clamó: "Tengo sed", y entonces le dieron vinagre mezclado con hiel. Después de un tiempo dijo: "Consumado es". Él había soportado el dolor designado hasta su límite, haciendo una completa vindicación a la justicia divina: entonces, y sólo hasta entonces, entregó el espíritu. Los santos hombres del pasado se han explayado muy amorosamente en los sufrimientos corporales de nuestro Señor, y no tengo ninguna vacilación en hacer lo mismo, confiando en que los trémulos pecadores puedan ver la salvación en estas dolorosas "heridas" del Redentor.
No es fácil describir los sufrimientos corporales de nuestro Señor: reconozco que he fallado en el intento. Pero los sufrimientos de Su alma, que fueron el alma de Sus sufrimientos, ¿quién podría concebir cuáles fueron siquiera, y mucho menos expresarlos? En el propio inicio les dije que sudó grandes gotas de sangre. Ese fue Su corazón que estaba expulsando sus flujos vitales a la superficie, a través de la terrible depresión de espíritu que le había poseído. Dijo: "Mi alma está muy triste, hasta la muerte." La traición de Judas, y la deserción de los doce, afligieron a nuestro Señor; pero el peso de nuestro pecado fue la presión real de Su corazón. Nuestra culpa fue el lagar que exprimió de Él el jugo de Su vida.
Ningún lenguaje puede expresar jamás Su agonía ante la expectativa de Su pasión; entonces, cuán poco podemos concebir la pasión misma. Cuando estaba clavado en la cruz, soportó lo que ningún mártir hubiera podido soportar jamás; pues los mártires, al morir, han sido sostenidos de tal manera por Dios, que se han regocijado en medio de su dolor; pero nuestro Redentor fue abandonado por Su Padre, hasta el punto de clamar: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" Ese fue el más amargo clamor de todos, la mayor profundidad de Su insondable dolor. Sin embargo, era necesario que fuera desamparado, porque Dios ha de volver Su espalda al pecado, y, consecuentemente, hubo de dar la espalda a Aquel que fue hecho pecado por nosotros. El alma del grandioso Sustituto experimentó un horror de sufrimiento en lugar de aquel horror del infierno en el que los pecadores habrían sido sumergidos si Él no les hubiera quitado el pecado, cargando con él, y no hubiera sido hecho maldición por ellos. Está escrito: "Maldito todo el que es colgado en un madero"; pero ¿quién sabe lo que significa esa maldición?
El remedio por los pecados suyos y los míos es encontrado en los sufrimientos sustitutivos del Señor Jesús, y únicamente en ellos. Estas "heridas" del Señor Jesucristo fueron sufridas por nosotros. Ustedes preguntan: "¿hay algo que debamos hacer para quitar la culpa del pecado?" Yo les respondo: no tienen que hacer absolutamente nada. Por las heridas de Jesús somos sanados. Él ha soportado todas esas heridas, y no queda ninguna para que la soportemos nosotros.
"Pero ¿no debemos creer en Él?" Ay, ciertamente. Si yo digo de un cierto ungüento que sana, no niego que necesiten unas vendas con las que puedan aplicarlo a la herida. La fe es el lino que sostiene el emplasto de la reconciliación de Cristo contra la llaga de nuestro pecado. El lino no sana; esa es la obra del ungüento. De igual manera, la fe no sana; esa es la obra de la expiación de Cristo.
¿Acaso replica algún interesado: "pero seguramente he de hacer algo, o sufrir algo"? Yo respondo: No debes poner nada junto a Jesucristo, pues lo deshonrarías grandemente. Sólo debes confiar en las heridas de Jesús y en nada más, para tu salvación; pues el texto no dice: "Sus heridas ayudan a sanarnos", sino, "Por sus heridas hemos sido sanados."
"Pero debemos arrepentirnos", clama otro. Debemos arrepentirnos, en verdad, pues el arrepentimiento es el primer signo de curación; pero las heridas de Jesús nos sanan, y no nuestro arrepentimiento. Estas heridas, cuando son aplicadas al corazón, obran arrepentimiento en nosotros: odiamos el pecado porque causó que Jesús sufriera.
Cuando ustedes confían inteligentemente que Jesús sufrió por ustedes, entonces descubren el hecho de que Dios nunca los castigará por la misma ofensa por la que murió Jesús. Su justicia no le permitirá ver que la deuda deba ser pagada, primero, por la Fianza, y, luego, otra vez, por el deudor. La justicia no puede exigir una recompensa dos veces: si mi Fianza sangrante ha llevado mi culpa, entonces no puedo llevarla yo. Al aceptar que Cristo sufrió por mí, he aceptado una completa exoneración de la responsabilidad judicial. He sido condenado en Cristo, y, por tanto, no hay ahora ninguna condenación posterior para mí. Este es el fundamento de la seguridad del pecador que cree en Jesús: él vive porque Jesús murió en su lugar, y posición y sitio; y es aceptable delante de Dios porque Jesús es aceptado. La persona por quien Jesús es un Sustituto aceptado debe quedar libre; nadie puede tocarle; es inocente.
Oh mi querido lector, ¿tendrás a Jesucristo para que sea tu Sustituto? Si es así, quedas libre. "El que en él cree, no es condenado". Así "por sus heridas hemos sido sanados."
III. He tratado de presentar ante ustedes la enfermedad y el remedio. Ahora deseo notar el hecho de que ESTE REMEDIO ES EFECTIVO DE INMEDIATO DONDEQUIERA QUE SE APLIQUE. Las heridas de Jesús sanan efectivamente a los hombres: nos han sanado a muchos de nosotros. No pareciera que pudiera efectuar un remedio tan grande, pero el hecho es innegable. Con frecuencia oigo que la gente dice: "si tú predicas que la fe en Jesucristo salva a los hombres, serán descuidados acerca de vivir santamente". Yo soy tan buen testigo sobre este punto como cualquier otra persona, pues vivo cada día en medio de hombres que confían en las heridas de Jesús para su salvación, y no he visto ningún efecto pernicioso derivado de esa confianza; más bien, he visto exactamente lo contrario. Doy testimonio de que he visto que los peores hombres se convierten en los mejores hombres cuando creen en el Señor Jesucristo. Estas heridas sanan de manera sorprendente las enfermedades morales de aquellos que parecían más allá de todo remedio.
El carácter es sanado. He visto que el borracho se vuelve sobrio, que la ramera se vuelve casta, que el hombre colérico se vuelve gentil, que el avaro se vuelve liberal, y que el mentiroso se vuelve sincero, simplemente al confiar en los sufrimientos de Jesús. Si no los hiciera en efecto hombres buenos, no haría nada por ellos, pues los hombres han de ser juzgados, después de todo, por sus frutos; y si los frutos no son cambiados, el árbol no ha sido cambiado.
El carácter lo es todo: si el carácter no es rectificado, el hombre no es salvado. Pero nosotros decimos esto sin miedo de contradecirnos: que el sacrificio expiatorio, aplicado al corazón, sana la enfermedad del pecado. Si dudas de esto, inténtalo. El que cree en Jesús es santificado así como también justificado; por fe, se convierte a partir de ese momento, en un hombre completamente cambiado.
La conciencia es sanada de su remordimiento. El pecado aplastó el alma del hombre; estaba exánime y abatido, pero en el momento en que creyó en Jesús saltó a la luz. Con frecuencia pueden ver un cambio en el simple aspecto del rostro del hombre; la nube se disipa de su semblante cuando la culpa desaparece de la conciencia. Muchísimas veces, cuando he estado hablando con quienes están encorvados por el peso del pecado, mostraban el aspecto de personas que llenaban los requisitos para un asilo de ancianos gracias al dolor interno; pero cuando entendieron el pensamiento, "Cristo sufrió por mí; y si confío en Él, tengo la señal de que lo hizo por mí y quedo limpio", sus rostros fueron iluminados como si hubiesen tenido un vislumbre del cielo.
La gratitud por tan grande misericordia causa un cambio de pensamiento hacia Dios, y de esta manera sana el juicio, y por este medio, los afectos son orientados en la dirección correcta, y el corazón es sanado. Ahora ya no se ama más al pecado; se ama a Dios, y se desea la santidad. El hombre es sanado integralmente, y la vida entera es cambiada. Muchos de ustedes saben cuán felices los ha hecho la fe en Jesús, cómo los problemas de la vida pierden su peso, y el temor de la muerte cesa de causar servidumbre. Ustedes se regocijan en el Señor, pues el bendito remedio de las heridas de Jesús es aplicado a su alma por la fe en Él.
El hecho de que "por sus heridas hemos sido sanados" es un asunto evidente. Me tomaré la libertad de dar mi propio testimonio. Si fuera necesario, podría llamar a miles de personas, mis conocidos cotidianos, que podrían decir que con las heridas de Cristo han sido sanados; pero no por eso he de dejar de ofrecer mi testimonio personal. Si hubiese sufrido de una terrible enfermedad, y un médico me hubiese dado un remedio que me sanara, no estaría avergonzado de contarles al respecto; por eso quiero citar mi propio caso, como un argumento para que ustedes busquen a mi médico:
Hace años, cuando era joven, la carga de mi pecado era sumamente pesada para mí. No había caído en vicios degradantes, y no habría sido considerado por nadie como un transgresor especial; pero yo sí me consideraba así, y tenía buenas razones para hacerlo. Mi conciencia era sensible porque estaba iluminada; y yo juzgaba que, habiendo tenido un padre piadoso, y una madre llena de oración, y habiendo sido educado en los caminos de la piedad, yo había pecado contra mucha luz, y, consecuentemente, había un mayor grado de culpa en mi pecado que en el de otras personas que eran mis compañeros juveniles, pues no habían disfrutado de mis ventajas. No podía gozar de las diversiones de la juventud porque sentía que había violentado mi conciencia. Buscaba mi aposento, y allí me quedaba solo, leía mi Biblia, y oraba pidiendo perdón; pero la paz no me llegaba. Leía una y otra vez algunos libros como Una llamado a los inconversos, de Baxter, yOrigen y progreso, de Doddridge. Me despertaba temprano en la mañana y leía los más densos libros religiosos que podía encontrar, deseando ser liberado de mi carga de pecado. No siempre era así de torpe, pero en algunos momentos el abatimiento de mi alma era muy grande. Las palabras del profeta llorón y de Job eran de la naturaleza que se adecuaba a mi lamentable caso. Yo habría escogido la muerte en lugar de la vida. Trataba de hacer lo mejor que podía, y comportarme correctamente; pero en mi propio juicio me volvía peor y peor. Me sentía más y más deprimido. Asistía a todo lugar de adoración a mi alcance, pero no oía nada que me proporcionara un consuelo duradero, hasta que un día oí hablar a un simple predicador del Evangelio, sobre el texto "Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra". Cuando me dijo que todo lo que tenía que hacer era "mirar" a Jesús, a Jesús crucificado, difícilmente podía creerlo. El predicador prosiguió y dijo: "¡Miren, miren, miren!" Agregó: "Allá está un jovencito, bajo la galería ubicada a la izquierda, que está muy abatido: él no gozará de ninguna paz mientras no mire a Jesús"; y, luego, clamó: "¡Mira! ¡Mira! ¡Joven, mira!" Y yo en efecto miré; y en ese instante me vino el alivio, y sentí un goce tan desbordante que hubiera podido ponerme de pie y gritar: "¡Aleluya! ¡Gloria sea a Dios porque he sido liberado de la carga de mi pecado!"
Muchos días han pasado desde entonces; pero mi fe me ha sostenido y me ha forzado a declarar la historia de la gracia inmerecida y del amor agonizante. En verdad puedo decir:
"Desde que por la fe vi el torrente
Que generaban Tus sangrantes heridas,
El amor redentor ha sido mi tema,
Y lo será hasta que muera."
Yo espero poder incorporarme en mi cama, en mis últimas horas, y dar testimonio de las heridas que me sanaron. Espero que algunos jóvenes, sí, y también ancianos que me preceden, quieran de inmediato probar este remedio; es bueno para todas las personalidades, y para todas las edades. "Por sus heridas hemos sido sanados". Miles y miles de nosotros hemos probado y comprobado este remedio. Hablamos de lo que sabemos, y damos testimonio de lo que hemos visto. ¡Que Dios conceda que los hombres reciban nuestro testimonio por medio del poder del Espíritu Santo!
Necesito una conversación de unos cuantos minutos con aquellos que no hubieren probado este maravilloso 'cúralo todo'. Tratemos esto cuerpo a cuerpo. Amigo, tú tienes necesidad, por naturaleza, de la salud del alma, igual que cualquiera de nosotros, y una razón por la que no te importa conocer el remedio es porque no crees que estés enfermo.
Yo me encontré a un vendedor callejero un día, cuando me disponía a salir: vendía bastones. Me siguió y me ofreció un bastón. Le mostré el mío -un bastón mucho mejor que cualquiera de los que él vendía- y se marchó al instante. Pudo ver que yo distaba de ser un probable comprador.
He pensado a menudo en eso cuando he estado predicando: yo les muestro a los hombres la justicia del Señor Jesús, pero ellos me muestran la suya propia, y toda esperanza de tratar con ellos se esfuma. A menos que yo pueda demostrarles que su justicia es despreciable, no buscarán la justicia que es de Dios por la fe. ¡Oh que el Señor quiera mostrarles sus enfermedades, y entonces quieran ustedes el remedio!
Pudiera ser que a ustedes no les importe oír acerca del Señor Jesucristo. ¡Ah, mi queridos amigos, ustedes tendrán que oír de Él uno de estos días, ya sea para su salvación o para su condenación! El Señor tiene la llave de su corazón, y yo confío que les dé una mejor mente; y cuando esto suceda, su memoria recordará mi sencillo discurso, y ustedes dirán: "efectivamente lo recuerdo. Sí, yo oí al predicador cuando declaraba que hay salud en las heridas de Cristo."
Yo les ruego que no pospongan la búsqueda del Señor; eso sería una gran presunción de parte suya, y una triste provocación a Él. Pero, si la hubieren pospuesto, no dejen que el demonio les diga que es demasiado tarde. Nunca es demasiado tarde mientras haya vida. He leído en algunos libros que muy pocas personas son convertidas después de haber cumplido los cuarenta años de edad. Mi convicción solemne es que tal afirmación contiene muy poca verdad. He visto a tantas personas convertidas a una determinada edad como a cualquier otra, en proporción al número de personas vivas a esa edad. Cualquier primer domingo del mes podrían ver la diestra de la hermandad extendida a un grupo de treinta hasta ochenta personas que fueron traídas durante el mes; y si hicieran un análisis de ellas, se encontraría que hay una selección que representa a cada edad, desde la niñez hasta la ancianidad.
La preciosa sangre de Jesús tiene poder para sanar al pecado largamente enraizado. Vuelve nuevos a los viejos corazones. Si tuvieran mil años de edad, yo los exhorto a creer en Jesús, con la seguridad de que Sus heridas los sanarán.
Has perdido casi todo tu cabello, viejo amigo, y han surgido arrugas en tu frente; pero ¡apresúrate a venir! ¡Te estás pudriendo en el pecado, pero esta medicina puede curar a los casos desesperados! ¡Pobre pensionado, ya viejo y tambaleante, pon tu confianza en Jesús, pues con Sus heridas el viejo y el moribundo son sanados!
Ahora, mis queridos lectores, ustedes, en este momento, han sido sanados o no. Han sido sanados por gracia, o todavía sufren de su natural enfermedad. ¿Serían tan amables para con ustedes mismos como para investigar cuál de las dos opciones es la aplicable? Muchos dicen: "nosotros sabemos lo que somos"; pero algunas personas que son más precavidas, replican: "no lo sabemos con certeza". Amigo, tienes que saberlo, es preciso que lo sepas.
Supongan que le preguntara a alguien: "¿estás en bancarrota o no?", y que me respondiera: "realmente no tengo tiempo de revisar mis libros, y, por tanto, no estoy seguro." Yo sospecharía que no podría pagar sus cuentas con exactitud: ¿no sospecharías tú lo mismo? Siempre que un hombre tenga miedo de revisar sus libros, sospecho que hay algo de lo que tiene miedo. Así, siempre que una persona dice: "no conozco mi condición, y no me importa pensar mucho al respecto de ella", podrían concluir con buena certeza que las cosas no marchan bien con él. Ustedes deberían saber si han sido salvados o no.
"Yo espero ser salvo", -dice alguien- "pero desconozco la fecha de mi conversión". Eso no importa para nada. Es algo placentero que una persona conozca la fecha de su cumpleaños; pero cuando las personas no están seguras de la fecha exacta de sus cumpleaños, no por eso infieren que no están vivas. Si una persona no sabe cuándo fue convertida, esa no es prueba de que no sea convertido.
El punto es este: ¿confías en Jesucristo? ¿Te ha convertido esa confianza en un hombre nuevo? ¿Te ha hecho sentir tu confianza en Cristo que has sido perdonado? ¿Te ha hecho eso amar a Dios porque te ha perdonado, y se ha convertido ese amor en la principal motivación de tu ser, de tal forma que, debido a ese amor a Dios, te deleitas en obedecerle? Entonces eres un hombre que ha sido sanado. Si no crees en Jesús, ten la certeza de que todavía no has sido sanado, y yo oro para que mires a mi texto hasta que seas conducido a decir por gracia: "he sido sanado, pues he confiado en las heridas de Jesús."
Supongan, por un momento, que no hubieran sido sanados; entonces, permítanme hacerles la pregunta. "¿Por qué no lo son?" Ustedes conocen el Evangelio: ¿por qué no han sido sanados por Cristo?" "No lo sé", dice alguien. Vamos, mi querido amigo, yo te suplico que no descanses hasta que lo sepas.
"No puedo establecerlo", dice alguien. El otro día una jovencita estaba pegando un botón en el abrigo de su padre. Estaba sentada de espaldas a una ventana, y dijo: "padre, no puedo ver porque estoy dependiendo de mi propia luz." Él le respondió: "¡Ah, hija mía, allí es donde has estado toda tu vida!" Esta es la posición de algunos de ustedes espiritualmente. Ustedes están bajo su propia luz: piensan demasiado en ustedes mismos. Hay una luz abundante en el Sol de Justicia, pero ustedes se quedan a oscuras al interponer el yo en el camino de ese Sol. ¡Oh, que el yo fuera quitado!
Leí una historia conmovedora el otro día, relativa a cómo encuentra uno la paz. Un joven había estado durante un tiempo bajo un sentido de pecado, anhelando encontrar misericordia; pero no podía alcanzarla. Era un telegrafista, y estando en la oficina una mañana, tenía que recibir y transmitir un telegrama. Para su gran sorpresa descifró estas palabras: "He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo." Un hombre que se iba de vacaciones estaba telegrafiando un mensaje en respuesta a una carta de un amigo que experimentaba turbación de alma. El mensaje estaba destinado a otra persona, pero el telegrafista recibió la vida eterna, conforme esas palabras se adentraron fulgurantes en su alma.
¡Oh queridos amigos, salgan de su propia luz, y de inmediato vean esto: "He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo"! No puedo telegrafiarles las palabras a ustedes, pero quiero ponerlas delante de ustedes tan sencilla y tan claramente que todo aquel que se encuentre en turbación de alma pueda saber que están destinadas a él. Allí radica su esperanza, no en ustedes, sino en el Cordero de Dios. Contémplenlo; y al contemplarlo, su pecado será quitado, y por Sus heridas serán sanados.
Querido amigo, si has sido sanado, esta es mi última palabra para ti; entonces, apártate de las compañías enfermas. Sepárate de los compañeros que te han infectado con el pecado. Sal de en medio de ellos, y apártate, y no toques lo inmundo. Si has sido sanado, alaba al Sanador, y reconoce lo que Él ha hecho por ti. Hubo diez leprosos curados, pero únicamente uno regresó para alabar a la mano sanadora. No debes contarte entre los nueve ingratos. Si has encontrado a Cristo, confiesa Su nombre. Confiésalo en la propia forma que Él ha establecido. "El que creyere y fuere bautizado, será salvo". Cuando lo hubieres confesado así, habla por Él. Divulga lo que Jesús ha hecho por tu alma, y dedícate al santo propósito de proclamar ampliamente el mensaje por medio del cual fuiste sanado.
Me encontré esta semana con algo que me agradó: cómo un hombre, habiendo sido sanado, puede ser el medio de bendición para otro. Hace muchos años, prediqué un sermón en Exeter Hall, que fue impreso y titulado: "Salvación Perpetua". Un amigo, que no vive muy lejos de este lugar, se encontraba de viaje en la ciudad de Para, en Brasil. Estando allá se enteró acerca de un ciudadano inglés que se encontraba en prisión porque, en estado de ebriedad, había cometido un asesinato, por lo cual fue sentenciado a prisión perpetua. Nuestro amigo fue a verle, y le encontró profundamente penitente, pero tranquilamente sosegado y feliz en el Señor. El preso había sentido la terrible herida de la culpa en su alma por el derramamiento de sangre, pero había sido sanada, y sentía la bienaventuranza del perdón.
Aquí está la historia de la conversión de ese pobre hombre, narrada por él mismo, en mi posesión: "Un joven que acababa de completar su contrato en unas obras de gasoductos, iba de regreso a Inglaterra, pero antes de hacerlo, solicitó verme, y trajo consigo un paquete de libros. Cuando lo abrí, comprobé que se trataba de algunas novelas; pero, como yo sabía leer, agradecía cualquier cosa. Después de haber leído varios de esos libros, encontré en uno de ellos un sermón (el número 84), predicado por C. H. Spurgeon, en Exeter Hall, el 8 de Junio de 1856, basado en el texto, "Por lo cual puede también salvar perpetuamente…" (Hebreos 7: 25). En su discurso, el señor Spurgeon se refería a Palmer, quien se encontraba entonces sentenciado a muerte en la cárcel de Stafford, y para enfatizar el texto para sus oyentes, el predicador decía que aunque Palmer hubiera cometido muchos crímenes más, si se arrepentía y buscaba el amor perdonador de Dios en Cristo, incluso Palmer podría ser perdonado. Entonces pensé que si Palmer podía ser perdonado, yo también podría serlo. Busqué, y bendito sea Dios, encontré. Soy perdonado, soy libre; soy un pecador salvado por la gracia. ¡Aunque soy un asesino, no he pecado todavía 'más allá del límite', bendito sea Su santo nombre!"
Me hizo muy feliz pensar que un pobre asesino condenado pudiera ser convertido de esta manera. ¡Ciertamente hay esperanza para cada oyente y para cada lector de este sermón, sin importar cuán culpable pudiera ser!
Si conoces a Cristo, háblales a otros de Él. Tú no sabes cuánto bien está contenido en dar a conocer a Jesús, aunque todo lo que puedas hacer sea dar un folleto, o repetir un versículo. El doctor Valpy, autor de una gran cantidad de libros escolares, escribió, como su confesión de fe, estas líneas muy sencillas:
"En paz he de entregar mi aliento,
Y he de ver Tu salvación;
Mis pecados merecen la muerte eterna,
Pero Jesús murió por mí."
Valpy está muerto y ha partido; pero le entregó esas líneas al apreciado anciano, el doctor Marsh, Rector de Beckenham, quien las colocó sobre la repisa de la chimenea de su estudio. El Conde de Roden entró en una ocasión y las leyó. "¿Me podría proporcionar una copia de esas líneas?", preguntó el buen conde. "Con mucho gusto", respondió el doctor Marsh, y procedió a copiarlas. Lord Roden las llevó consigo a casa, y las colocó sobre su repisa. El general Taylor, un héroe de Waterloo, entró una vez a esa habitación, y advirtió las líneas. Las leyó una y otra vez, mientras compartía con el conde Roden, hasta que su señoría comentó: "Pienso, amigo Taylor, que ya se sabe de memoria esas líneas". Él respondió: "En efecto, me las sé de memoria; en verdad, mi propio corazón ha captado su significado." Fue llevado a Cristo por medio de esa humilde rima. El general Taylor a su vez entregó esas líneas a un oficial del ejército, que era enviado a la guerra de Crimea. El oficial fue gravemente herido y regresó a casa para morir; y cuando el doctor Marsh fue a visitarlo, esa pobre alma le dijo en su debilidad: "buen señor, ¿conoce esta estrofa que el general Taylor me proporcionó? Esa estrofa me llevó a mi Salvador, y muero en paz." Para sorpresa del doctor Marsh, repitió las líneas:
"En paz he de entregar mi aliento,
Y he de ver Tu salvación;
Mis pecados merecen la muerte eterna,
Pero Jesús murió por mí."
Sólo piensen en el bien que pueden hacer cuatro simples líneas. Tengan ánimo todos ustedes que conocen el poder sanador de las heridas de Jesús. Divulguen esta verdad por todos los medios. No se preocupen por la sencillez del lenguaje. Proclámenla: proclámenla por doquier, y de todas las maneras, incluso si no pudieren hacerlo de cualquier otra manera, excepto copiando una estrofa de un himnario. Proclamen que por las heridas de Jesús somos sanados. ¡Que Dios les bendiga, queridos amigos! Oren por mí para que este sermón, que ostenta el número DOS MIL, sea muy fructífero.
Porción de la Escritura leída antes del sermón: Isaías 53.
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