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English: Seated at the Right Hand of the Father

© Ligonier Ministries

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Por John Nunes sobre Jesucristo
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Traducción por Silvia Griselda Buongiorne

Estamos muy familiarizados con la historia. Sabemos que en varias ocasiones, después de la Pascua, Jesús se apareció claramente a muchas personas, sobre todo a sus discípulos. Luego, alrededor de cuarenta días después de la resurrección, ante sus propios ojos, fue recibido y ascendió a los cielos. ¿Pero qué significado tiene este evento sin precedente, para los que siguen a Jesús desde entonces, e inclusive para nosotros hoy en día? Como Jesús mismo, nacemos, sin embargo no en las mismas circunstancias que Él, o sea no tenemos un nacimiento virginal, concebido por el Espíritu Santo. Como vemos en la vida de Jesús, también enfrentamos pruebas. Sin embargo, nosotros no logramos sobreponernos a la mayoría de las nuestras. Al igual que Jesús, nosotros realmente moriremos, a menos que Él regrese, si bien nuestra muerte carece de cualquier significado cósmico o sacrificial. Al igual que Jesús, nuestro cuerpo vencerá a la muerte, pero únicamente por el hecho de que Jesús mismo ya la ha vencido. Esos acontecimientos están conectados significativamente con nuestra vida de fe. Pero nos preguntamos ¿qué impacto tiene la ascensión y permanencia de Cristo Jesús, sobre nuestra fe ahora mismo? ¿Qué ingrediente agrega esta doctrina para hacer una diferencia en nuestras vidas espirituales? Disculpen el lenguaje algo grosero y directo, sin embargo, afirmo que en el proceso de la ascensión, la naturaleza humana de los creyentes es promovida. Veamos como.

Hace mucho tiempo, San Agustín identificó la tensión que produce el estar en Cristo y vivir en la tierra al mismo tiempo. Él lo caracteriza como una inquietud sin tregua, hasta que veamos a Jesús cara a cara. Pablo sintió la misma presión irresoluble: "pues de ambos lados me siento apremiado, teniendo el deseo de partir y estar con Cristo, pues eso es mucho mejor;" (Fil.1:23, LBLA). Juan también la sintió: "Amados, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que habremos de ser". (1 Juan 3:2). Asimismo, como seres espirituales, nosotros también buscamos la trascendencia que se halla singularmente en Cristo Jesús. Sabemos que no podemos hacer que nuestros cuerpos leviten o que físicamente se eleven a un lugar de comunión con Dios, como dice aquel estribillo del evangelio, muy trillado pero verdadero de los años 1990, “Señor, levántanos al lugar donde en verdad pertenecemos”.

Esa inquietud se ve agravada por el pecado humano. Los reformadores enseñaron que el pecado nunca es inactivo, ni nos da tregua. Cuando mi hijo tenía siete años de edad, su maestro nos aconsejó - a mi esposa y a mí - que lo llevásemos a un especialista para que lo examinasen. Ella sospechaba que a pesar de que tenía buenas calificaciones académicas, presentaba síntomas de padecer de - como ella lo llamaba-, "trastorno de déficit atencional con hiperactividad o TDAH". Cuanto mas describía el especialista de John los síntomas de esta condición, más los percibía yo en mí mismo, y es más, los veía en mucha gente que conozco, y, ahora que lo pienso, inclusive en toda la cultura Cristiana. Somos inquietos, impulsivos y nos distraemos fácilmente de nuestra vida de discipulado. Parte de esto puede ser la obra de Satanás mismo, quien aviva las llamas del pecado original y nos hace que tengamos un tipo de TDAH espiritual. Contamos con una impetuosidad paradójica que nos empuja a querer más.

Pues bien. ¿Entonces, cómo impartir el hecho de la ascensión de Cristo, como hacer entender a la mejor parte de nosotros mismos, o sea, a nuestro deseo inducido por el Espíritu Santo, a nuestro sentido santificado, el hecho de que hemos sido creados para algo mas grande, algo que va más allá de nosotros mismos? Un entendimiento más profundo de esta doctrina clave nos dará una pista. Jesús no ascendió principalmente para poder salir del ámbito terrenal. Yo creo que Él ascendió de una manera que transforma la naturaleza humana de los creyentes, haciéndonos "partícipes de la naturaleza divina" (2 Pedro 1:4).

Las cartas de San Pablo hacen poca mención de la ascensión del Señor - porque esta enseñanza fue establecida originalmente e indiscutiblemente como un dogma central Cristiano: de forma sencilla, casi como una fórmula litúrgica, la Iglesia recién nacida confesó que Jesús "fue manifestado en la carne ... proclamado entre las naciones, creído en el mundo, [y] recibido arriba en gloria "(1 Tim.3:16). Para cuando Juan el Evangelista fue abandonado en el exilio en Patmos, su visión de Cristo Jesús no estaba definida geográficamente por la tierra, sino que supo que Él tiene Su trono en la gloria suprema, rodeado por los símbolos de poder total: la luz, las estrellas, y el oro, con voz como "el estruendo de muchas aguas"...." el que vive, y estuvo muerto; y he aquí, esta vivo por los siglos de los siglos, y tiene las llaves de la muerte y del Hades. (Apocalipsis 1:9–20). Hay sin embargo, algunos que intentan introducir divisiones falsas entre la experiencia de Jesús en la cruz y Su glorificación, pero, si el Jesucristo bíblico e histórico es Aquel en quien creemos, al cual enseñamos y confesamos, entonces tenemos que echarle otro vistazo al asunto. La teología de la cruz es precisamente la verdadera teología de la gloria de Cristo. Su propósito, Su persona y Su obra son impecables. Cuando tratamos de separar las acciones de Dios del Viernes Santo de Sus acciones del jueves de Ascensión, corremos el riesgo de quedarnos atrapados en una especie de parálisis analítica, o de crear a otro dios El Padre es uno, su Hijo es uno solo, y la obra de la salvación es una - no es una obra desequilibrada y desigual. Todo esto se suma a una sola cosa - lo que Jesús hizo para y por nuestra salvación.

En mi opinión, muchos cristianos tienden a inclinar la balanza ya sea del lado del sufrimiento o del lado de la exaltación. Algunos se sienten cómodos meditando acerca del aspecto del Siervo sufriente en la cruz maravillosa, pero se ponen incómodos al hablar del Rey de la Gloria. En su turbación se pierden el momento en el cual Jesús está sentado en la esfera eterna más allá de los límites del tiempo y del espacio: "Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo" (Hch 2:36). También se pierden el aspecto del beneficio personal por medio de la fe. Efectivamente, la iglesia Cristiana contemporánea, recuerda y enseña muy poco acerca de este tema. Quizás nos olvidamos de que la diestra de Dios, el lugar del habitáculo de Cristo, está en todas partes (Dextra ubique Dei est). El reino de Cristo no está limitado a un trono celestial. Piensen en el espiritual Afroamericano: "El tiene al mundo entero en Sus manos", y en Su diestra, el gobierno de Jesús recae con absoluta autoridad. Con puño inquebrantable, Jesús el juez – dará un golpe fatal a la muerte y será un fuego abrasador para el Enemigo escarnecedor: "Pues Cristo debe reinar hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies." (1 Cor.15:25). Y es aquí, irónicamente, donde comienza para el creyente una bendición que, en gran parte, está inexplorada.

Como un ser plenamente humano, Jesús toma la naturaleza humana, cuerpo y alma, la pone a la diestra de Dios, y nos asienta con Él, en el lugar de mayor gloria. Leo el Grande, un obispo de Roma del siglo quinto, con su carácter cortés y sincero en asuntos espirituales, enseñaba a menudo acerca de esta imagen del Cristo levantándose a través del ejército de ángeles y arcángeles hacia un lugar nunca antes experimentado por la naturaleza humana. Leo, de hecho, sugiere que el carácter catastrófico de la caída de la creación - donde por el hecho de la caída de Adán todos pecamos - no sólo se invierte sino que se supera por la ascensión. Nosotros, que éramos poco menores que los ángeles (Ps.8, 5), a causa de la Ascensión somos superiores a los ángeles, y aún los juzgaremos. (1 Cor.6: 3). Esta es la diferencia: por razón de la ascensión de Jesús, la naturaleza humana del pueblo de Dios, su honor y su gloria, se elevó a un estado que es mayor de la que ellos jamás habían conocido antes de la Caída.

EL Dr. Kent Heimbigner, un pastor de Texas, predica profunda y precisamente sobre este punto: "Lo que vemos en la ascensión es la elevación de nuestra naturaleza humana para ser más de lo que nunca fue, incluso antes de la caída de la humanidad". Dios no sólo invierte la maldición, sino que glorifica la dignidad humana, y por la fe en la ascensión de Cristo, este don nos pertenece de manera personal.

Sin embargo nuestra mirada no debe ser introspectiva, ni estar dirigida hacia los cielos (Hechos 1:11), sino que debe dirigirse hacia el final de esta era. Así pues, para los fieles de Jesús, la imagen final de su Rabino y Redentor fue durante la festividad de las Pascuas en la ladera oriental del Monte de los Olivos. El Hombre Divino los dejaba, pero no sin primeramente dejarles Su bendición. (Lucas 24:50). Y regresará de la misma manera, con bendición y poder. Nuestros ojos están fijos en esa recompensa. Nuestra fe nos apunta hacia "ese día muy pero muy cercano" cuando Jesús vendrá en santidad desenfrenada y escoltado por los ángeles. En su manera Griega tan típica, Lucas habla del carácter del Cristo glorioso ascendido. Aristófanes estaba envuelto en osadía. Homero se vestía de fortaleza. Plutarco estaba equipado con dignidad y riqueza. ¡Nuestro Señor se viste con Poder! (Lucas 24:49). Lleno de poder, El cumplirá Su promesa de traer a Sus siervos a la plenitud de donde Él está (Juan 12:26), y a la plenitud de Su reino.

Una vez más, San Agustín, en las frases finales de su enorme Ciudad de Dios, describe la resolución final de nuestra inquietud, a medida que es absorbida por una visión de gloria, (y estas palabras predicarán): "Allí descansaremos y veremos. Veremos y Amaremos. Amaremos y Alabaremos. He aquí lo que será al final y no tendrá fin. Porque que otro final nos espera, sino el que vengamos a ese reino el cual no tiene fin".

Con una convicción primordial fijamos nuestra fe en la Palabra de Dios: "sabemos que cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él" (1 Juan 3:2).


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