Totalmente Por Gracia/Dios es el que justifica
De Libros y Sermones BÃblicos
Por Charles H. Spurgeon
sobre Conversión
Capítulo 4 del Libro Totalmente Por Gracia
Traducción por Chapel Library
Contenido |
Ser justificado es cosa maravillosa
Cosa maravillosa es ésta de ser justificado o hecho justo. Si nunca hubiésemos quebrantado las leyes de Dios, no habría necesidad de tal justificación, pues seríamos naturalmente justos. Quien toda su vida ha hecho lo que debiera hacer, y nunca ha hecho nada que no debiera hacer, está justificado ante la ley. Pero estoy seguro de que tú, querido lector, no te cuentas entre ellos. Eres demasiado honrado para pretender ser limpio de todo pecado, y por lo tanto necesitas ser justificado.
Pues bien, si te justificas a ti mismo, te engañas miserablemente. Por lo mismo, no se te ocurra hacerlo. No vale la pena.
Si pides a otro mortal que te justifique, ¿qué podrá hacer? Alguien te alabaría por unos pesos, otro te calumniaría por menos. Poco vale el juicio de ellos.
Nuestro texto dice: “Dios es el que justifica”, y esto sí que va al grano. Este hecho es asombroso, es un hecho que debemos considerar detenidamente. ¡Ven y ve!
A nadie más que a Dios se le ocurriría
En primer lugar, a nadie más que a Dios se le ocurriría justificar a personas culpables. Se trata de personas que han vivido en franca rebeldía, obrando mal con ambas manos; de personas que han ido de mal en peor; de personas que han vuelto al mal aun después de castigadas y de haber sido forzadas a dejar de cometer el mal por algún tiempo. Han quebrantado la ley y pisoteado el evangelio. Han rechazado las proclamas de misericordia y persistido en su impiedad. ¿Cómo podrán tales personas obtener perdón y justificación? Sus conocidos los dan por desahuciados diciendo: “Son casos perdidos.” Aun los cristianos los miran con tristeza en lugar de esperanza. El Señor, en el esplendor de su gracia electiva, habiendo escogido a algunos desde antes de la fundación del mundo, no reposará hasta haberles justificado y hecho aceptos en el Amado. ¿No está escrito: “A los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó?” Por esto, puedes ver que el Señor ha resuelto justificar a algunos y ¿por qué no contarnos tú y yo en este número?
Nadie más que un Dios pensaría en justificarme a mí. Me maravillo de mí mismo. No dudo que la gracia divina se manifiesta igualmente en otros. Contemplo a Saulo de Tarso “respirando amenazas y muerte” contra los siervos del Señor. Como lobo rapaz espantaba a las ovejas del Señor por todas partes; no obstante, Dios le detuvo en el camino a Damasco y cambió su corazón justificándolo totalmente, tan plenamente que pronto este perseguidor llegó a ser el más gran predicador de la justificación por la fe que haya vivido sobre la faz de la tierra. Con frecuencia ha de haberse maravillado de haber sido justificado por la fe en Cristo Jesús, ya que antes había sido un tenaz fanático defensor de la salvación mediante las obras de la ley. Nadie más que Dios podía haber pensado en justificar a un hombre como Saulo, el perseguidor de los cristianos. Pero el Señor Dios es glorioso en su gracia.
Nadie más que Dios podría
Pero, por si alguien pensara en justificar a los impíos, nadie más que Dios podría hacerlo. Es imposible que persona alguna perdone las ofensas que no hayan sido cometidas contra ella. Si alguien te ha ofendido gravemente, tú puedes perdonarle, y espero que así lo hagas, pero una tercera persona no puede perdonarle. Si tú eres la persona ofendida, de ti debe proceder el perdón. Si a Dios hemos ofendido, Dios puede perdonar, ya que es contra él que se ha pecado. Esta es la razón por la que David dice en el Salmo 51: “Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos”, porque entonces Dios, contra quien se ha cometido la ofensa, puede perdonarla. Lo que debemos a Dios, nuestro gran Acreedor puede perdonar, si así lo quiere; y lo que perdona, perdonado está. Nadie más que el gran Dios contra quien hemos pecado puede perdonarlo. Por lo tanto, acudamos a él en busca de misericordia.
No nos dejemos desviar por los sacerdotes que, con pretensiones sin ningún fundamento bíblico, desean que acudamos a ellos en busca de lo que sólo Dios puede concedernos. Y aun en el caso de que fuesen ordenados para pronunciar palabras de absolución en nombre de Dios, será siempre mejor que nosotros mismos acudamos al Señor Dios en busca de perdón, a través de Jesucristo, único Mediador entre Dios y los hombres, ya que sabemos con seguridad que éste es el camino verdadero. La religión por encargo es riesgoso. Infinitamente mejor y más seguro es que te preocupes personalmente de los asuntos de tu alma y no se los encargues a otro.
Puede hacerlo a la perfección
Sólo Dios puede justificar al impío, y puede hacerlo a la perfección. Él echa nuestros pecados a sus espaldas, los borra, diciendo que aunque se busquen, no se hallarán. Sin otra razón que su bondad infinita, ha preparado un camino glorioso por el cual puede hacer que los pecados que son rojos como escarlata sean más blancos que la nieve, y apartar de nosotros las transgresiones tan lejos como el oriente del poniente. Dice su Palabra: “No me acordaré de tus pecados,” llegando hasta el punto de aniquilarlos. Uno de los antiguos profetas dijo maravillado: “¿Qué Dios como tú que perdona la maldad y olvida el pecado del remanente de su heredad? No retuvo para siempre su enojo, porque se deleita en misericordia.”
No estamos hablando ahora de justicia, ni del trato de Dios con los hombres, según lo que merecen. Si piensas relacionarte con un Dios justo sobre la base de la ley, te amenaza la ira eterna, por cuanto esto es lo que mereces. Bendito sea su nombre porque no nos ha tratado según nuestros pecados, y nos trata hoy según su gracia inmerecida y su compasión infinita, diciendo: “Os recibiré con misericordia y os amaré de voluntad.” Créelo, porque ciertamente es verdad que el gran Dios trata al culpable con abundante misericordia. Sí, puede tratar al impío como si siempre hubiera sido pío. Lee atentamente la parábola del hijo pródigo, y verás cómo el padre perdonador recibe al hijo errante con tanto amor como si nunca se hubiera ido y nunca se hubiera contaminado con malas mujeres. Hasta tal punto el padre demostró su cariño que el hermano mayor comenzó a renegar, pero no por eso dejó de amarle el padre. Oh, hermano, por más pecador que seas, si quieres volverte a tu Dios y Padre, te tratará como si nunca hubieras hecho mal alguno. Te considerará justo y te tratará como si lo fueras. ¿Qué dices a esto?
¿No ves? Quiero destacar bien esto, qué cosa espléndida es que nadie más que Dios podría pensar en justificar al impío, y nadie más que Dios podría hacerlo, y que, efectivamente, el Señor puede hacerlo. Fíjate en cómo el apóstol lanza el reto: “¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica.” Si Dios ha justificado a una persona, lo que hizo está bien hecho, correctamente hecho, justamente hecho, y hecho para siempre. El otro día leí un escrito lleno de veneno contra el evangelio y los que lo predican. Decía que creemos en una teoría por la cual nos imaginamos que el pecado puede ser quitado de los hombres. No creemos en teorías: proclamamos un hecho. El hecho más glorioso debajo del cielo es éste: que Cristo por su preciosa sangre realmente quita el pecado y que Dios, por intermedio de Cristo, tratando a los hombres según su misericordia divina, perdona a los culpables y los justifica, no según nada que vea en ellos o prevé que habrá en ellos, sino según las riquezas de su misericordia de su propio corazón. Esto es lo que hemos predicado, lo que predicaremos toda la vida. “Dios es el que justifica,” el que justifica a los impíos. Él no se avergüenza de hacerlo, ni nosotros de predicarlo.
La justificación hecha por Dios mismo tiene que ser segura. Si el Juez me declara justo, ¿quién me condenará? Si el tribunal supremo de todo el universo me ha pronunciado justo, ¿quién me acusará? La justificación que procede de Dios es respuesta suficiente para la conciencia que ha despertado. Por esto, el Espíritu Santo llena de paz todo nuestro ser de modo que no vivimos con temor. Con esta justificación podemos responder a todos los rugidos e insultos de Satanás y de hombres impíos. Por ella podremos morir tranquilos, por ella resucitaremos decididamente y enfrentaremos el juicio final.
“Sereno miro ese día:
¿Quién me acusará?
En el Señor mi ser confía;
¿Quién me condenará?”
Amigo, el Señor puede borrar todos tus pecados. No tengo ninguna vacilación cuando afirmo: “Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres.” Aunque estés hasta el cuello en tus crímenes, con una palabra él puede limpiarte de tu inmundicia diciendo: “Yo quiero; sé limpio.” El Señor Dios es un gran perdonador.
“YO CREO EN EL PERDÓN DE LOS PECADOS”
¿LO CREES TÚ?
Aún en este mismo momento el Juez puede pronunciar la sentencia: “Tus pecados te son perdonados: vete en paz.” Y si así lo hace, no hay poder en el cielo, ni en la tierra, ni debajo de la tierra que te pueda acusar, ni mucho menos condenar. No dudes del amor del Todopoderoso. Tú no podrías perdonar a tu prójimo si te hubiera ofendido como tú has ofendido a Dios. Pero no debes medir la gracia de Dios con la medida de tu escaso criterio. Sus pensamientos y caminos están por encima de los tuyos, tan alto como el cielo está encima de la tierra.
“Bien,” dirás tal vez, “gran milagro sería que Dios me perdonara a mí.” ¡Así es! Sería un milagro grandísimo y, por lo tanto, es muy probable que lo haga, porque él hace “grandes cosas e inescrutables,” que no esperamos.
Yo mismo fui abatido
Yo mismo fui abatido por un terrible sentimiento de culpa que me hacía la vida insoportable, pero al oír la exhortación: “Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay más,” entonces miré, y en un instante me justificó el Señor. Jesucristo, hecho pecado por mí. Eso fue lo que vi, y esa escena me dio reposo. Cuando los que fueron mordidos por las serpientes venenosas en el desierto miraron a la serpiente de metal, fueron sanados inmediatamente. Lo mismo sucedió conmigo al mirar con los ojos de fe al Salvador crucificado. El Espíritu Santo, quien me dio la facultad de creer, me comunicó la paz por medio de la fe. Tan seguro me sentí de ser perdonado como antes me había sentido condenado. Me había sentido seguro de la condenación, porque la Palabra de Dios me lo había declarado, mi conciencia daba testimonio de ello. Pero cuando el Señor me declaró justo, me sabía igualmente seguro por los mismos testimonios. Pues la palabra de Dios en las Escrituras dice: “El que en él cree, no es condenado,” y mi conciencia da testimonio de que creí y de que Dios es justo en perdonarme. Así es que tengo el testimonio del Espíritu Santo y de la conciencia, testificando ambos lo mismo. ¡Cuánto deseo que el lector reciba el testimonio de Dios sobre esta cuestión, para también tener bien pronto el testimonio en su propia vida!
Me atrevo a decir que el pecador justificado por Dios está sobre un fundamento más firme que el hombre justificado por sus obras, si tal hombre existiera, pues nunca estaríamos seguros de haber hecho suficientes obras buenas. La conciencia estaría siempre inquieta por las dudas de que, después de todo, nos faltara algo, y pudiéramos contar con solamente una sentencia falible de un juicio dudoso. En cambio, cuando Dios mismo justifica y el Espíritu Santo testifica de ello dándonos paz con Dios, sentimos que la cuestión es segura y está solucionada; hallamos descanso. No hay palabra para explicar la calma profunda que se apodera del alma que recibe esa paz de Dios que sobrepuja todo entendimiento. Amigo, búscala en este mismo momento.
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